INTRODUCCIÓN
CUANDO esta obra densa, compacta y singular se publicó en 1979, se la clasificó de novela. La relación que mantenía con dicho género, sin embargo, era de una naturaleza peculiar. Era una novela sin argumento, con una protagonista que compartía con la autora el nombre de pila y cuyas circunstancias, en el tiempo, seguían los perfiles conocidos de la vida de Elizabeth Hardwick. Se trataba de una novela que podía permitirse avanzar o retroceder en el tiempo a placer, que podía desviar su atención de una persona o situación a otra distinta con la brusquedad del director de cine que empalma en el montaje dos imágenes incongruentes; una novela que parecía afirmar la imposibilidad de separarse de la vida y en la que, sin embargo, parecía «verdad lo que no lo es». («Buena parte del libro —declaró Hardwick en una entrevista de la época— es, como dicen, 'inventada'».) Noches insomnes podría considerarse una exploración del problema de la novela como género, del problema de distinguir la ficción de eso que se conoce con el burdo término de «no ficción», si no fuera porque este libro es, en realidad, una demostración de que ése es un problema ilusorio.
La inevitabilidad con que este libro ocupa esta falla, esta línea divisoria, disuelve lo que en el momento de su publicación —y todavía ahora— parecía una barrera natural. Las reglas de la ficción, podría concluir el lector de Noches insomnes, no son, a fin de cuentas, más que un corsé o, al menos, algo superfluo: como vivir es crear una ficción, ¿qué necesidad hay de ocultar un mundo bajo el disfraz de otro distinto? Al mismo tiempo, el documental estricto, con su veto a la invención, impone unas exigencias propias que resultan intolerables desde un punto de vista estético. Noches insomnes, alquímico tour de force, cuenta inventando e inventa contando. Y continúa recordándonos que si se toma la licencia de hacer suyos los recursos del ensayo, el diario, las memorias, el poema en prosa y la crónica, la novela puede enriquecerse. El tópico dice que todo libro necesita dar con su propia forma, pero ¿cuántos lo hacen?
Noches insomnes amplía las anteriores novelas de Hardwick (The Ghostly Lovely y The Simple Truth) permitiéndose las libertades estructurales y estilísticas de los ensayos literarios de la autora. Para Hardwick, el ensayo siempre ha constituido un medio para suscitar transformaciones súbitas. Los marcos se disuelven; los escritores se convierten en personajes; los personajes vuelven a ingresar en el mundo transformados en seres independientes; los sucesos reales adquieren la estilización y el peso simbólico de escenas de novela. Lo ficticio y lo vivido se permean entre sí constantemente. Una descripción de los últimos días de Dylan Thomas posee la densidad que hallaríamos en los cronistas de la Antigüedad —Plutarco, Tácito—, en cuyas frases resuena una fatalidad plácida: «Las personas que lo rodeaban se infligían vejaciones a ellos mismos, se las infligían a él y las infligían a los demás. Según parece, cerca de su lecho se multiplicaban las rivalidades y los asertos de misteriosas primacías. Los honores eran cada vez más vagos, confundidos por las necesidades dolientes y espantosas de ese anfitrión roto y por su impersonalidad final». Cuando en su famoso ensayo «Seduction and Betrayal» Hardwick examina la novela Clarissa de Samuel Richardson, no se limita a mencionar a Clarissa y al señor Lovelace o a analizarlos, sino que les permite comportarse como seres vivos, fuerzas insatisfechas que escapan de su marco de ficción: «Las palabras son la coraza de Clarissa. Sus lamentos al cielo escapan con el correo. Sus poderes no son perfectos, pero no le dejan al insuperable Lovelace otro recurso que la violación, el recurso más indigno de todos. ¿Son amantes o rivales? Se han puesto a prueba mutuamente, con furia, y la consumación es la muerte».
Escribir —parte de la vida, pero no de la vida— es el medio que permite el movimiento en línea recta, el movimiento transversal e incluso el movimiento más allá de los límites. En Noches insomnes, la narradora abre el relato así: «Junio. Esto es lo que he decidido hacer con mi vida en este preciso momento». Es la vida, por tanto, lo que tenemos en las manos: tiempo auténtico, la habitación real en la que las palabras —«este ejercicio de memoria transformada, distorsionada incluso»— están siendo escritas. El pasado pasará a formar parte del libro —es del pasado de lo que el libro trata—, sí, pero sólo cuando se incorpore al momento presente en que a una palabra se le añade otra. Todo lo que existió o pudo existir se transformará en un objeto. «Si pudiéramos saber qué debemos recordar o fingir que recordamos… Que bastara con tomar una decisión y, de todas las que se han perdido, volvieran a aparecer las cosas que deseamos. Y que pudiéramos cogerlas como cogemos una lata de la estantería. Tal vez.» En ese «tal vez» radica el arte de Noches insomnes. Al mismo tiempo, las experiencias que se evocan, que se describen, las experiencias a las que se restituye la vida, se presentan como palabras, evidencias, emblemas. El libro representa todo aquello que no es el libro y que un libro nunca podría contener. La construcción de un universo en prosa se ve contrarrestada por un desmantelamiento igualmente meticuloso; y así, el lector se queda con… ¿Con qué, exactamente? Con este objeto, esta estructura que obsesiona tanto por lo que deja fuera como por lo que contiene.
A propósito de su madre, Hardwick escribe: «Nunca conocí a nadie a quien el pasado le resultara tan indiferente como a ella; parecía que no supiera quién era». En la omisión está, aquí, la descripción, una descripción de una fidelidad mucho mayor que la que podría resultar de la investigación más minuciosa: es la vida, con los espacios en blanco y con todas las preguntas que crecen en esos espacios. En este libro, las preguntas sin responder, las imposibles de responder, son una característica recurrente; la prosa no se cierra con un punto sino con una interrogación. Tanto la novela como el libro de memorias deben proporcionar —esto es lo que de ellos suele esperarse— respuestas definitivas: quién hizo qué en realidad y qué les pasó a esas personas y qué significó eso. Noches insomnes, en cambio, es un libro que se siente más cómodo —que sólo puede sentirse cómodo— entre las incertidumbres, las insuficiencias, los puntos de vista bloqueados o insatisfactoriamente parciales. Billie Holiday aparece (la Billie Holiday auténtica, y en este punto uno empezó a apreciar lo insólito de esta novela) y penetra íntimamente en la vida de los demás, pero al final, nadie puede retenerla a ella: «La mente se esfuerza por recuperar los espacios en blanco en la historia, y nuestros pálidos ojos de color gris verdoso se posaban en sus pozos oscuros e inconstantes sin que ella nos devolviera la mirada».
La textura, tan semejante a la de un collage, resulta crucial. Rellenar los espacios en blanco —explicar las conexiones— equivaldría a una traición, a disimular los fracasos y las pérdidas de contacto que, en cierto sentido, son lo que importa. Privado de material conjuntivo, el despliegue paratáctico de detalles —en Kentucky, los «jockeys arrugados y decrépitos con la cara como una cáscara de nuez»; en Manhattan, las parejas acomodadas que «eliminan los peldaños de la entrada para que los borrachos no ronden por ahí y reservan una planta entera para que los niños no molesten»— se convierte en una especie de música interrumpida por aforismos y pequeñas anécdotas, una música perfecta para resaltar motivos recurrentes y puntos sin retorno, igual que los ritmos de las vidas y los vecindarios y las épocas pueden derivar, en un abrir y cerrar de ojos, en una asimetría absoluta. Ciudades enteras, años y matrimonios caben en un párrafo o dos. Yuxtapuestos, los párrafos forman un mapa, una cuadrícula de relaciones espaciales y temporales en cuyo seno existe la narradora. Pensábamos que sólo estábamos explorando una vida, y nos hacen ver que ninguna vida puede ser individual, que la soledad de uno está llena de la soledad imaginada de los demás.
Este libro pone en duda tanto la primera persona como el género novelístico. El retrato más íntimo podría resultar un bosquejo de otra persona hecho de visiones fugaces, rumores, secretos imaginados, confesiones imaginarias: solteros, criadas, comunistas, adúlteros. Justo cuando el lector podría esperar que el libro avanzara hacia la introspección, se mueve hacia fuera, hacia la contemplación de otras vidas. Y por tanto, éste no es un libro de memorias, después de todo, sino una novela que busca modos de describir las formas de muchas vidas sin tener que narrarlas paso a paso. La búsqueda es manifiesta; Noches insomnes es, entre otras cosas, un ensayo sobre las dificultades, emocionales y técnicas, de emprender dicha búsqueda. Al lector se le invita a participar en esa búsqueda y en esas dificultades y, así, a compartir la dicha de hallar la forma adecuada para expresar «la tendencia de ciertas vidas a obedecer las leyes de la gravedad y a hundirse hacia el fondo, cayendo con la delicadeza y la lentitud de una cometa o rompiéndose violentamente, haciéndose añicos».
Nos topamos con párrafos que bien podrían ser apuntes para una taxonomía de situaciones y respuestas. «Cierto, con los débiles siempre pasa algo: improvisación, sorpresa, incertidumbre, injusticia, manipulación, hipocondría, tragos a escondidas, celos, mentiras, lágrimas, escondrijos en el jardín, salidas en coche en plena noche.» ¿Quién necesita una novela de trescientas páginas si un párrafo o dos pueden contener su esencia, del mismo modo en que el fragmento de un recuerdo —un cruce de miradas en una fiesta, una broma a destiempo— puede sustituir a años de experiencia? En Noches insomnes se incrustan cien novelas en potencia, formicantes entornos sociales reducidos a lo esencial: «La debilidad al descubierto; las fuerzas ocultas, desenmascaradas. Predicciones: lo que perdurará y lo que ya está condenado, lo que empezará y lo que terminará». Una inmensa crónica balzaquiana en la palma de la mano: esta posibilidad convierte la escritura de una novela en una empresa fresca y capaz de escapar de la maraña del desarrollo de la trama, idónea para alcanzar los momentos vivos con los que se construyen las tramas.
A la postre, el lector se queda con una percepción extraordinaria de todo lo que en el pasado resulta esquivo, fascinante e irrecuperable y, a la vez, con algo proporcionado, de forma estable y flexible, un objeto que contemplar: el libro o, más exactamente, este libro. Lo que el libro no puede contener se pierde, se pierde incluso lo que contiene, pero el libro no se pierde. En cierto sentido, Noches insomnes le pide a la escritura un imposible: que participe de la vida de aquello que la conforma, que permanezca inacabada, que la puerta se quede abierta. El resultado es un objeto abierto y cerrado a la vez, misterioso y completamente articulado: un libro escrito bajo la forma de la vida.
GEOFFREY O'BRIEN