TRES

LOS INDESCRIPTIBLES vicios de La Meca constituyen un escándalo para todo el Islam y constante motivo de asombro para los peregrinos piadosos.

Ante los ojos del peregrino a la Meca, la vida de la ciudad se estremecía con su peligrosa salvación.

Años cuarenta

Nueva York: vivía en el Hotel Schuyler, calle Cuarenta y cinco Este; vivía con un joven homosexual de Kentucky de mejillas coloradas. Nos conocíamos de toda la vida. La nuestra era una amistad violenta, y éramos tan obsesivos, críticos, celosos y crueles como una pareja cualquiera. Los accesos de ira, los portazos, los silencios, los fingimientos. Cada uno representaba, para el otro, un precioso objeto de quejas y chismes. A pesar de sus inclinaciones, el drama, el nuestro, era el de un hombre y una mujer; se trataba de una disonancia genética muy parecida a los aullidos conyugales que podían oírse flotando por el patio o arrastrándose por las oxidadas escaleras de incendio, arriba y abajo.

Compartir un lugar en esos hoteles, un lugar organizado con una economía tan brillante que era capaz de transformar a unos desconocidos en la parodia de una familia y a una familia en desconocidos. Compartir, eso era todo lo que «vivir juntos» significaba para nosotros. Sin embargo, una amistad chirriante nacía por la mañana y se desvanecía por la noche; se marchitaba en invierno y volvía a florecer en primavera.

Suelo quedarme en la cama despierta, preocupándome por alguna falta que haya cometido J. En ocasiones, su pulcritud coercitiva me exasperaba, como si las costumbres que tenía no fueran un derecho suyo, sino un veneno que amenazara la vida, como el lento escape de gas de la cocina del hotel.

Por la tarde, seleccionaba y arreglaba con esmero la ropa que se pondría al día siguiente: sus preparativos para ir a un trabajo que detestaba. Y lo peor de todo era la implacable necesidad que tenía de lavarse su dentadura perfecta todas las noches, después de cenar. Esta costumbre, este viejo arnés, lo ceñía tan despiadadamente que era incapaz de aceptar una propuesta seductora e inesperada cualquiera sin experimentar una intensa incomodidad mental. Estas rutinas sagradas contribuyeron enormemente a inhibir su vida sexual, aunque todos los sábados por la noche, puntual como un reloj, se lo podía ver bebiendo su estricta ración de cerveza en algunos bares de homosexuales.

Querido J.:

Si la negligencia ajena no hubiera aniquilado en un instante tu sacrificio al detalle, ahora vivirías una intensa mediana edad. Un coche perdió el control en un cruce de Los Ángeles y lo derribó, a él, que tan pacientemente respetaba las indicaciones del semáforo. Cuesta no imaginar que el coche, viéndose libre de la opresión de los frenos y de la tiranía de un rey del volante, se entregó con malicia en aquella curva a un eufórico acto de terrorismo contra la ordenada y sistemática vida de J.

Incluso ahora puedo oír a J. cantando con su voz de tenor pulcra y clara, con ese deje de las montañas, de donde era su familia. Sentía un profundo temor por su padre, un hombre rubio y grandísimo que siempre vestía de negro, un hombre de negocios de provincia. Cuando su padre murió, las autoridades del estado enviaron escolta policial al funeral y la gente de la montaña salió a la calle a mirar. J. —éste es un clásico— quería mucho a su madre. De los dos, el más interesante era el padre, pero era demasiado alto; sus ropas, demasiado oscuras; sus camisas blancas, demasiado almidonadas y con el cuello demasiado duro.

Me acuerdo de cuando di mis primeros pasos en su oficina, decía J.; marica de nacimiento, y sabía que me habían tocado cartas muy malas: ese hombre de casi ciento cuarenta kilos sentado tras un buró. Me contaron que lloré como la nena que era.

Fue en Lexington donde J. —un chico listo por el que algunos sentían una profunda antipatía— adquirió su pasión por el jazz, o por lo negro, tal vez, aunque siempre se mostraba indeciso con los negros. Se entregó a una caza de discos a la que él acabó confiriendo la misma ansiedad metódica y dogmática que adornaba su carácter. La música parecía penetrar en su piel y dejarle cicatrices de deseos jamás satisfechos, heridas de sentimiento, casi. Como todas las pasiones, ésta lo aisló, porque había demasiadas cosas que él no admiraba y que los demás le imponían. Y J. siempre decía que escuchar jazz cuando estaba preocupado o en «mala» compañía podía resultar angustioso. A veces pensaba en abandonar del todo, tan difícil de definir le resultaba, incluso a él, en qué consistían la música popular y ciertos modos de interpretarla. ¿De qué se trataba? ¿… era el mar mismo, o tan sólo la juventud?

Vivíamos en el centro de Manhattan riéndonos de los altibajos, creyendo, en cierto modo, que la situación misma del hotel resultaba terriblemente ventajosa. En el cielo no se verían estrellas, pero siempre resplandecía con el titilar de luces distantes. No se verían árboles, pero, como de milagro, en las alcantarillas se apilaban montoncitos de ramitas y hojas llevadas por el viento. Vivir en la jungla oscura, en medio de todo: cerca de… ¿de qué? Andando, podíamos llegar a todos esos lugares a los que uno no se acerca jamás.

Y eso, ¿no era historia? La cáustica luz del crepúsculo caía sobre los intersticios que separaban los edificios grises y rojos. Dentro, el hotel era una especie de sotobosque, una cenagosa base de operaciones para los guerrilleros. Las marcas que los antiguos residentes del hotel dejan en tu vacilante corazón… sus inquietantes incoherencias, sus delirios y sus desapariciones.

Esas gentes —algunos llevaban allí años— vivían como si acabaran de entrar a robarles en casa: con los cables cortados, su universo destrozado y unos recuerdos que eran una auténtica elegía a pérdidas peculiares. Se diría que se hubieran robado a ellos mismos y que esto les causara cierta alegría. No imaginéis que, viéndose degradados a la habitación alquilada, no recibían nada a cambio. Recibían, y mucho, os lo aseguro. La insolencia los elevaba por encima de sus préstamos olvidados, por encima de sus desagradables facturas pendientes de pago, de sus matrimonios dilapidados, de un sinfín de deudas que parecían caer, aliviadas, en los cubos de basura, de donde las recogerían por la noche.

Las cafeterías con máquinas dispensadoras y sus lamentables macarrones aguados, su pastel de carne con demasiada miga de pan y sus compartimentos llenos de sándwiches secos; barro, cola y cuero: las texturas a escoger. Las miserias de las cafeterías contrahechas y sus costumbres asquerosas; eran necesarias, como las alcantarillas, como el Bowery, Klein's, calle Catorce. Toda gran ciudad es un Lourdes donde esperas poder arrojar tus muletas; entretanto, sin embargo, no te queda más remedio que avanzar a trompicones apoyado en ellas, renqueando bajo la protección del altar.

El Hotel Schuyler era considerablemente sórdido, y la vida que algunos llevaban en él lo era todavía más. Su moqueta y sus paredes llenas de manchas eran un desafío con el que ningún esfuerzo podía medirse; el desarraigo se posaba sobre todas las cosas y se endurecía como una costra. La repetición: nadie puede escapar a ella, y los pobres que lo intentaban eran los más atrapados de todos.

El centro de Manhattan: mira hacia el este, hacia todas las cosas bonitas y brillantes que están en venta. Vuelve los ojos al oeste: un ortigal lleno de borrachos, actores, jugadores, camareras, gentes que pasaban el día durmiendo sin quitarse una ropa interior que ya empezaba a virar al gris. Tipos que, cuando se ponían sus trajes marrones y sus sombreros de fieltro marrón, listos para sus incipientes actividades vespertinas, despedían un olor a rancio. A aquella hora esas personas vagamente relacionadas entre sí tenían un aire que, aunque pasivo, en ocasiones resultaba bobo y torpe; en la calle, los rostros todavía no se habían helado ni adquirido una expresión peligrosa y amenazadora, intrépida y malvada: la pátina de la muerte a plena luz del día.

Las triviales tiendecitas que nos rodeaban ponían en evidencia lo poco que nos conocemos y lo desconcertantes que resultan nuestros recuerdos y nuestros iconos. Mirad a los recién llegados a la ciudad, los pobres, atribulados, tomando decisiones, cambiando monedas y billetes por curiosidades que ni siquiera despiertan su curiosidad, por novedades sin nada del otro mundo. La Sexta Avenida yace enterrada en cajones, cómodas, cajas, buhardillas y sótanos de tantos nietos. Ahí dentro van ennegreciendo los relojes parados, los sellos largos y ovalados que deben llevarse en el dedo meñique, los suaves trozos de madera pulida en forma de cabeza africana de larga barbilla, los llaveros del Empire State. Y había tiendecitas estruendosas, más estrechas que una celda y abiertas toda la noche, donde vendían discos de jazz y de música negra, discos viejos, gastados y rayados de los sellos Vocalion, Okeh y Brunswick.

Y los siempre cambiantes clubes de jazz de la calle Cincuenta y dos, con los inmensos rostros, instrumentos y nombres que ocupaban sus carteles. Afuera, hiciera frío o calor, mordisqueando un puro, hombres bajitos que anunciaban el nombre de los artistas con un: Tres únicas noches o Última función en Nueva York.

Ahí estaban, a media tarde, en el bordillo de la acera al salir del taxi o bebiendo en el bar White Rose, «ellos», los grandes artistas, con su rostro cansado y enigmático, su tos, sus labios cortados y sus ojos amarillentos; y la ropa, recién planchada y reluciente, más tiesa que la fibra ósea de una pluma de pájaro.

Y ahí solía estar ella: la «diosa rara», Billie Holiday.

Gente auténtica: nada que ver con tu padre o tu madre, nada que ver con tus amigos de toda la vida que ahora viven solos en la casa que fue de sus padres, con la plata y los retratos, un par de lámparas nuevas y el techo reparado: con la vida finalmente resuelta, preparándose para morir.

Hacia 1943. De noche, a la fría luz de la luna de invierno, se desarrollaba un espectáculo urbano bastante benigno. Los adolescentes dormían y la amenaza no flotaba más que por el paisaje; una amenaza estética. Nieve fangosa y sucia en las alcantarillas, un chanclo negro perdido, un par de bragas blancas, quién sabe si arrojadas desde un coche. Acompañando a la música, como uña y carne, un libertinaje letal. Y, siempre, la luminosa autodestrucción de Billie Holiday.

Cuando la vi por primera vez era gorda, grande, maravillosamente hermosa, gorda. Durante aquel instante que nunca volvió, casi llegó a parecer una matrona, alguien auténtico y sensato que ingresaba dinero en el banco, firmaba papeles, tenía cortinas a juego, los vestidos colgados y pares de zapatos —dorados y plateados, blancos y negros— siempre listos. Qué aparición más traicionera, aquélla, aquella locura, porque nunca hubo mujer menos madre y menos esposa, menos apegada a nada; costaba imaginar, incluso, que pudiera ser una hija. Ya quedaba poco que recordara la lastimosa dulzura de una jovencita. No. Era rutilante, lúgubre y solitaria, aunque, por supuesto, nunca estaba sola; nunca. Majestuosa, siniestra y decidida.

Los labios seductores, los párpados aceitosos, el perfume violento; y en su voz, las eles y las erres del trópico. Su presencia y su voz creaban una ansiedad inmensa, creciente. Uñas largas y rojas y sonido de guitarras eléctricas. He aquí una mujer que no había sido cristiana jamás.

Formando parte del público blanco, decir que «conocí» a este fantasma barroco y desconcertante resulta excesivo; sin embargo, muchas personas conservan pequeñas esquirlas de recuerdos que se dirían personales. En ocasiones rememoran un intercambio de algún tipo. Y las lascivas gardenias que llevaba como una hermosa oreja inmensa y blanca, por supuesto, la risa profunda, los dientes maravillosos y la espléndida cabeza, arcaica, como llevada por las corrientes del Egeo. A veces se teñía el pelo de color rojo y los rizos se le pegaban al cráneo como sangre seca.

A principios de semana los clubes estaban muertos, como decían ellos. Y omnipresente, el escalofrío del fracaso, siempre visible en los fríos ojos de los propietarios. Unos hombres que, siempre cambiando, terminaban agotados de su calcular ansioso. El derecho de propiedad que ejercían solía ser tan efímero, que imaginar la tinta secándose sobre el papel de la licencia resultaba dificilísimo. Despegaban en sus negocios con la confianza del timador y progresaban lentamente hasta el letargo de la bancarrota. Los camareros: ladrones delgados, atentos, rencorosos y tercamente deshonestos. Soldados errantes, borrachos y preocupados, músicos y unos pocos más, parejas que se miraban a los ojos como si estuvieran a salvo.

Mi amigo y yo, extraños y tensos, experimentábamos durante esas tranquilas noches un gozo corrompido. Luego, demostrando nuestra fidelidad, parecía que emergería algo parecido a un motivo; que bajo el esmalte se descubrirían antiguos adornos de un mundo perdido. La mente se esfuerza por recuperar los espacios en blanco en la historia, y nuestros pálidos ojos de color gris verdoso se posaban en sus pozos oscuros e inconstantes sin que ella nos devolviera la mirada.

Cuando nos hallábamos ante su presencia en el transcurso de esas noches-desaliñadas —noches en las que artistas de todo el mundo sonreían, bailaban o se hacían pasar por príncipes de la antigüedad mientras ofrecían su espectáculo a salas vacías—, éramos incapaces de escapar del abismo de su incredulidad, incapaces de rechazar la libertad malvada y terrible de una salvaje sospecha del destino. Y sin embargo, el corazón siempre se resistía a plegarse a esa voluntad suya que se había prometido con el desastre. Una tendencia nacida de experiencias agotadoras la empujaba a llevar una vida gregaria y desprovista de afectos.

Bueno, es una vida. Y algunos siempre se quedan plantados esperando, igual que siempre habrá alguien que, por la noche, se quede apoyado contra la estatua del parque.

Nihilismo auténtico; auténtico, échale otro vistazo. Miradas cargadas de un amor pasajero que dicen: preciosa estrella negra, ¿puedes amarme? La respuesta: no.

Había rescatado de la oscuridad, quién sabe cómo, el milagro del estilo puro. Eso mismo. Sólo un tonto creería que hacía falta amar a un hombre, amar a alguien, amar la vida. Su gente, la gente que la rodeaba, la temía. Y tal vez incluso a ella la avergonzara a menudo el enorme peso de su espíritu. A ella, que nunca cedió a la tentación de buscar alivio en la sensiblería.

Cuando yo era joven, en Kentucky había un baile justo a la salida de la ciudad. Se llamaba Joyland Park. En verano llegaban las grandes orquestas: Ellington, Louis Armstrong, Chick Webb; actuaban el viernes y el sábado, o una sola noche, incluso. Hablo de grandes orquestas, pero eso no significa que entonces nos lo parecieran. No; formaban parte de las noches de verano y de los quioscos de perritos calientes, de la fétida piscina cargada de cloro, de la estridente montaña rusa, de las viejas mesas de picnic cuarteadas por la lluvia y de los columpios de hierro rotos. Y las orquestas también formaban parte de la ebriedad sureña, de parejas que bebían whisky con Coca-Cola, que vomitaban, que eran infieles, que estaban perdidamente enamoradas, fuera de sí. Los músicos negros, con sus pesados instrumentos y sus esmóquines, estaban ahí para marcarle el compás a esa época y a los que por ella andaban dando tumbos y bailando el fox-trot.

Los autobuses de las orquestas aparcados en los campos, las caravanas en las que debían soportar colillas y botellas vacías, noches de autopistas vertiginosas y sofocantes o de breves paradas en los barrios negros: la vía dolorosa del mundo del espectáculo. Y por fin llegaban al medio de la nada para actuar ante un público numeroso o escaso, eso no dependía de ellos sino de la programación del parque, de las otras celebraciones que llenarían la sala de baile de una multitud desbordante. ¿La orquesta de Jimmi Lunceford? ¿No tocan una pieza lenta?

Los bailes de invierno del instituto, fiestas modestas, baratas. Con nuestros rizos, nuestros vestidos de tafetán rojo y nuestros zapatos de satén que los charcos de lluvia desteñían; y, sobre todo, con esa esperanza feroz con que perseguíamos la popularidad. Una esperanza que era un amuleto al que agarrarse, una tienda de campaña sin aire; sonriendo y respirando entrecortadamente, esperábamos al lado del piano con los ojos llenos de angustia, rodeábamos a Fats Waller, llegado de Cincinnati para la ocasión. Peticiones, miradas insolentes, adolescentes borrachas, profesores que estaban de carabina y nos daban instrucciones con un movimiento de cabeza: eso era lo que le ofrecíamos a la música. La considerábamos algo inevitable, algo que crecía del suelo sin esfuerzo.

La calle Cincuenta y dos: Sí, me acuerdo de tu ciudad, dijo ella sin inflexión alguna en la voz.

Y yo me acuerdo de su perro, Mister. Ella era una de esas mujeres que admiran a los perros grandes, imponentes e impactantes, a los que reservan unos cuidados y una cortés puntualidad que les niegan a todo lo demás. Presa del pánico, la esperamos varias veces en el bar del hotel Braddock de Harlem. En el Braddock, los porteros le llevaban a la habitación platos de carne para su perro. Y entonces uno de sus amigos, uno que parecía un niño —tan fácilmente sucumbían los demás a los impactantes y agotadores horrores de su vida—, sacaba al perro a la calle. Dormidos en el camerino, estos animales parecían tesoros cincelados en piedra dignos de la tumba de una reina.

La enormidad de sus vicios. La destrucción triunfal uno tiene que merecérsela. Su despiadado talento y su opulenta devastación. Con profusión de whisky y brandy, fue disponiendo las piedras de su tumba sobre la peor adicción de todas, la heroína. Nunca, en ningún momento del día o de la noche, logró interrumpir su consumo, tan sólo cuando dormía. Y nunca pareció sentir la necesidad acuciante de dejar sus vicios, de cambiar. Con rabia fría, hablaba de las varias curas que le habían impuesto; y combativa, más convencida de sus derechos que si la hubieran robado, decía: Y me las pagué yo. Recién salida de una temporada en la prisión federal de mujeres de Virginia Occidental, hinchada por todas las patatas que había tenido que comer, subió al escenario del ayuntamiento para ganarse algún dinero y, el mismo día que pisó la calle, volver a caer.

Aun así, en su caso la autenticidad era algo que a veces quedaba arrinconado. Su mente se estremecía ligeramente y, durante unos instantes, irrumpía un cliché que flotaba como el bocadillo que corona la cabeza de la heroína de un cómic. La niñita con la mopa y la colada colgada, la esposa en la cocina, un par de platos, velas. Una invitación para comer un chile con carne: mi turno.

J. y yo fuimos a una calle de Harlem justo cuando el cielo de invierno empezaba a virar al negro. Ventanas oscuras en cuyos alféizares brillaban, vigilantes, delgadas tiras de luz. Adentro, pasillos oscuros y vacíos, llenos tan sólo del olor del polvo. Con la cara blanca de frío, un abrigo fino y guantes negros, estábamos impregnados del apocamiento evangélico de esos fieles que no dejan puerta sin llamar en su voluntad de predicar la doctrina de su secta. Una determinación glacial, tímida y, sin embargo, pedante. Era la fascinación y el miedo entumecido lo que nos arrastraba al vacío del edificio deshabitado. Era una casa vigilada por la policía y tapiada, en algunos lugares, con planchas de latón. Con aire melancólico, un policía montaba guardia cerca de la entrada. Cuando susurramos su nombre, nos miró con una incredulidad furiosa. La policía no dejaba de acosarla, pero por una vez el cuento no iba con ella. Arriba, en algún apartamento, tras otra puerta, se había producido una catástrofe.

En el plato giraban sin cesar sus discos; no se oía otro ruido. Todos sus alojamientos eran temporales en el sentido más estricto de la palabra; pero con su peso punzante y demoníaco podía llenar hasta una habitación de hotel a oscuras. Entonces vivía con un trompetista que empezaba a disfrutar de cierta fama y que no tardó en perderla. Estaba más delgado que un palillo, y su rostro encantador, claro y redondo, de grandes ojos brillantes y asustados, parecía una ofrenda empalada en el tallo de su cuello. El hermano pequeño del trompetista salió del dormitorio. Se quedó plantado delante de nosotros, debatiéndose entre posibilidades confusas. Diminuto, flaquísimo, de unos veinte años, tal vez, al joven lo absorbían un sinfín de obligaciones. Era una especie de Hermes frenético que trabajaba en el Hades: ahora compraba cigarrillos; ahora, veloz como el rayo, volvía a entrar en el dormitorio, ahora apenas si se le oía mientras, al teléfono, encargaba algo, o lo vendía, con una voz suave y temblorosa.

Lady lleva un poco de retraso. Demasiados compromisos. Se la oye gemir y toser en el dormitorio. A la luz de unas pantallas color melocotón se aprecia el color rosa pálido de un sofá desvencijado. Una concha que todavía exhibía el color rosado de la vida estaba llena de cigarrillos. Una media en el suelo. Y el giradiscos, incansable, con el luminoso impulso de sus canciones. Humo y perfume y, en algún lugar, un corazón que late.

Un invierno llevó un magnífico abrigo de lince, y con él puesto andaba, bella y amenazadora como un cosaco, arriba y abajo, atrapada en su vitalidad. A veces en su discurso irrumpían sueños pendencieros, historias de heridas que ella había infligido con un vaso roto. Y en el White Rose Bar, mil cigarrillos interrumpían sus apariciones, apariciones que, no sólo por su esplendor, sino también por el mero hecho de producirse, parecían tener algo de magia. Esperar y esperar: en eso consistía perseguirla. Te sentías como un viejo caballo de tiro parado en la entrada, listo para la gélida carrera de medianoche a través del parque. Ella siempre estaba tras una puerta cerrada: la suerte de los adictos, sea cual sea su adicción. Y luego, por fin, ella debía salir, emerger entre polvos y vaselina, con el pelo ondulado con un rizador de hierro, guantes de satén, jersey de seda, flores: el caro martirio del «artista».

Por aquel entonces no había grabado muchos discos, y en la radio se la oía poco porque su voz no se correspondía con los gustos populares de la época. Sus actuaciones en los nightclubs eran una necesidad. Estar ahí noche tras noche era una carga; lo que no suponía una carga era, cuando se disponía a hacerlo, cantar a su manera. Sabía que podía, que ya dominaba el escenario, pero ¿por qué no hacerse la pregunta? ¿Eso es todo? Su trabajo, como tan a menudo les sucede a las personas de talento, fue adquiriendo gradualmente un tinte destructivo: están condenadas a repetir eternamente los momentos álgidos de su inspiración.

Llegó tarde al funeral de su madre. Cuando apareció por fin, lo hizo con un turbante negro ferozmente apropiado. En el lugar se encontraban numerosos músicos de jazz. Una luz de final de mañana caía sin piedad sobre sus vacilantes rostros nocturnos. De día tenían —todos menos ella— un aire doméstico y furtivo, un aire de padre de familia que hace el turno de noche. Las marcas de una domesticidad fracturada —señales de una vida auténtica que para el artista casi resulta, en sí misma, una existencia secreta— flotaban por la pequeña iglesia y acentuaban la incómoda irrealidad del lugar.

Su madre, Sadie Holiday, era baja y sentimental. Haber sido la escogida para comunicarle al mundo ese mensaje la apabullaba. Se esforzó por colarse en la vida de Billie, pero ahí no había lugar para ella, no la necesitaba. De vez en cuando trabajaba en pequeños restaurantes que dirigía sin talento alguno y en los que no tardaba en fracasar. Nunca alcanzó el objetivo de su vida, el de ser «la ayudanta de camerino de Billie». El parecido entre las dos mujeres era nulo: ni cara, ni cuerpo. La madre parecía encarar cada nuevo día con el pelón optimismo de un bebé y despedir las noches con un confuso gritito de decepción. Sadie y Billie eran una infracción de la Ley, una grieta en la estadística de la vida. Si alguien podría convencerte de que las leyendas existen, de que, a veces, las hadas cambian a sus hijos por bebés humanos, ésa era Billie. A ella la cambiaron al nacer. Tenía tratos con las fuerzas del mal. Ella no era de este mundo, y su espectacular destino lo confirmó.

Billie vivió hasta los cuarenta y cuatro; o tal vez resulte más apropiado decir que murió a los cuarenta y cuatro. Tras «graves complicaciones». ¿Fue una vida corta o larga? Los «colocones» que con tanta concentración persiguió siguen siendo un misterio, Jimmy tiene la culpa, dijo una vez alguien en un taxi refiriéndose al primer marido de Billie, legendario propietario de un club del Harlem de su juventud.

Una vez vino a vernos al Hotel Schuyler en compañía de alguien. Nos quedamos sentados entre esa miseria tan ordenada, sin nada que hacer ni que decir, y ella no quiso comer. Durante aquel angustiante intervalo sentí en sus ojos negros la más profunda de las melancolías. Murió sufriendo por culpa de la corrosión y el veneno de su ferviente y criminal adicción. En el hospital, al lado de su lecho, la policía la vigilaba, atenta a que Billie, en coma, no emprendiera una última migración química interior.

Su vida entera había transcurrido en la oscuridad. En un café, el foco iluminaba el círculo negro y acallado; la luna se deslizaba lentamente entre las nubes. De noche: trabajar, sonreír, maquillarse, ponerse vestidos largos y sedosos, cantar y volver a cantar y cantar otra vez. Y el objetivo: terminar rendida en la cama cuando los primeros rayos de la luz del sol empiezan a amenazar los histriónicos párpados.

El vestíbulo del hotel: músicos cansados, gafas de sol, insomnio ceniciento, gabanes agobiantes y las esposas de los músicos, rubias y cansadas. Cansadas criaturas del saxofón, la trompeta, bajos; managers sudorosos tumbados, esperando. La «vocalista» con un montón de vestidos largos colgados del brazo.

Conocía bien a los ocupantes de las viejas habitaciones amuebladas que quedaban por la universidad de Columbia. Tenían un aire derrotado y lúgubre, parecían despojos; espíritus deprimidos que habitaran un territorio conquistado. El descontento de la gente del Hotel Schuyler era bastante diferente: aunque la mayoría eran fracasados, vivían en una euforia de deseos inverosímiles y planes atropellados. Bebían, luchaban, fornicaban. Acumulaban facturas sin pagar, mentían y combatían la confusión con un desenfreno contenido. No eran miserables; lo que pasaba era que no estaban al día con sus pagos, eso era todo. Desarraigados, inquietos, poco de fiar, volubles, desleales. No eran solteronas, sino divorciadas; no eran solteros, sino sórdidos bon vivants, desertores de la vida de familia, prófugos de pensiones compensatorias y pensiones alimenticias, de hipotecas que hacía mucho tiempo que habían borrado de su memoria. Pasaban tres días bebiendo y otros tres para recuperarse de la borrachera. Eran gente con carné de artista: acróbatas, parejas de baile. Qué número tan mal presentado, decían a propósito del programa del Radio City Music Hall del momento.

Decidme, ¿es cierto que un artista malo sufre tanto como uno bueno? En el Hotel Schuyler había muchos artistas, pero nada parecía indicar que el fracaso de su arte los hiciera sufrir. Tal vez el arte había cambiado de nombre y ellos lo veían como otra cosa: como un empleo.

La tristeza de los años perdidos practicando, las lecciones, los ejercicios, los estiramientos, las boquillas gastadas de tanto tocar, el claqué, los remolinos del tango, la angustia del violín. Demasiado en qué pensar. Incluso esa gente había sentido como propio el terror que impone la maestría. Parecían venir de ciudades pequeñas de estados grandes como New Jersey u Ohio. Sus rostros reflejaban la inhóspita superficie urbana, el enervante provincianismo de los barrios residenciales que habían nacido a orillas de la carretera. La vejez resultaba impensable. ¿Cuándo? ¿Adónde? Quizá, quizá el amante se convertiría en viudo en el momento justo; alguien, quién sabe dónde, les pondría un pisito a su nombre. ¿Y por qué no? Ya había pasado. Viejos crápulas y «modelos»; a fin de cuentas, no eran oficinistas ni tenderos ni trabajaban en una gasolinera. Querían pasárselo bien, ellos, divertirse, volverse gordos y rubicundos y echar tripa en una compañía ruidosa y vital. Los porteros de noche, roedores de ojos rojos y cara gris —hombres que habían pasado la vida entera en el turno de noche y que veían en la mañana la hora de bajar la persiana—, cuánto envidiaban los porteros a los inquilinos, esos seres afortunados ante los que nunca podemos evitar preguntarnos: ¿de qué vivirán?

Mi amigo, nuestro mariage blanc. La cosa continuó durante otro año, aproximadamente, y luego nos separamos. Nuestra despedida tuvo algo de divorcio. Peleas, rabia y aburrimiento, los dos hartos del carácter propio y ajeno.

En sus amores, J. sufría arrebatos de optimismo, un frenesí destructor que me resultaba desconocido. Cualquier encuentro, cualquier atracción despertaba en él un afán posesivo intenso y nervioso. Se precipitaba, se adelantaba al futuro a la primera mirada arrastrado por una necesidad de entablar relaciones que prolongaba el momento antes incluso de que éste se hubiera producido. Era de esos que miran unos ojos nuevos y dicen: ahora voy a ser feliz.

Y sin embargo, apenas si pasaba un día antes de que terminara irrumpiendo una sombra: una resistencia, una diferencia grande o pequeña, un desequilibrio. Alerta ante el rechazo antes incluso que el entusiasmo y la esperanza se hubieran disipado del todo; no le quedaba más remedio que batirse en retirada. Se volvía sardónico, burlón, brillante, epigramático. Cuánto sufría. Lo único que lo sostenía era el feroz poder de sus hábitos, su absorbente disciplina.

Las transformaciones y los milagros de la voluntad no se le resistieron a J. Aunque era bastante guapo, también era blando y rellenito, y se mostraba extremadamente reacio al deporte; se diría que era discapacitado de nacimiento. Pero un año se dispuso a reinventarse: cada día se entregaba a una horrible competición contra halteras, abdominales y ejercicios atroces. Y poco a poco, el cuello se le fue hinchando, el pecho se le ensanchó y los músculos de sus brazos empezaron a despuntar. En su ser había irrumpido una asombrosa fuerza que ya no lo abandonaría; su persona la había dejado intacta, aunque ahora siempre estaba acompañada de un estridente y deportivo gemelo que, cada mañana y cada noche, pedía a gritos tiempo, aliento, dolor y sudor. Y con un esfuerzo enorme, J. consiguió, por fin, parecerse a los demás.

J. fue el primero en irse del hotel, y su habitación la ocuparon una prostituta y su chulo. La chica se apellidaba Chadwick y era del sur. La noticia me llenó de desesperación. Nos ligaba la complicidad, y al ver su sonrisa me pareció estar mirándome en un espejo. Me enseñó una foto de su hijito. ¿Dónde está? Lo está criando mamá, dijo. Eso fue todo. Adiós.

¿Adiós? He omitido mi aborto; he omitido mi huida de las consultas mugrientas de West End Avenue, cerradas tras unas cortinas, mi huida de médicos pálidos y asustados y de sus furiosas esposas de piel cetrina. ¿Por qué chillas? Si ni te he tocado, decía el médico. Su mujer me acompañó a la puerta sujetándome el brazo con tanta firmeza, con un ánimo tan reprobador, que parecía un policía en plena detención. Que no se te ocurra volver nunca más.

Acabó visitándome un jovial médico negro —nunca se me ha resistido un caso, ni uno— que no dejó de fumar su puro durante un solo instante. Cuando todo hubo terminado me dio su tarjeta. Anunciaba la funeraria que también dirigía. Quién lo diría, cariño, dijo.

El Hotel Schuyler ha desaparecido. Los ascensores inseguros, las polvorientas suites de la azotea, los humeantes hornos grasientos de las «unidades de alojamiento», los sillones llenos de bultos: vidas trastornadas cerca del Harvard Club, del New York Times, del viejo Hotel Astor, del Algonquin, del Brentano. En los pasillos a veces se oía el llanto de un bebé —el hijo de un huésped de paso— que parecía un sonido de otro mundo. El aire desvalido de los inquilinos irregulares se acentuaba con las visitas de parientes, de exmujeres y de hijos mayores que hablaban con vergüenza, como si acabaran de presenciar un accidente. Decepcionados, los hijos y las hijas no tardaban en irse, las mujeres volvían a su casa y en el Schuyler, libre de nuevo, nuestra gente volvía a su desenfreno y a sus facturas. Y como si de un tatuaje se tratara, todos exhibían, definida e intacta, la marca de la paranoia.