UNO

JUNIO. Esto es lo que he decidido hacer con mi vida en este preciso momento: me entregaré a este ejercicio de memoria transformada, distorsionada incluso, y viviré esta vida, la que vivo hoy. Cada mañana, el reloj azul y la colcha de ganchillo con sus cuadrados y sus rombos rosas, azules y grises. Cuán delicado: la obra de una anciana derrotada en un asilo miserable. La delicadeza y la miseria y la pena librando una batalla apática, eso es lo que veo. Más bella es la mesa con el teléfono, los libros y las revistas, el Times en la puerta y los camiones en la calle con su trino ronco y chirriante.

Si pudiéramos saber qué debemos recordar o fingir que recordamos… Que bastara con tomar una decisión y, de todas las que se han perdido, volvieran a aparecer las cosas que deseamos. Y que pudiéramos cogerlas como cogemos una lata de la estantería. Tal vez. La etiqueta de una podría rezar «Rand Avenue, Kentucky», y habría quien la recordaría como real. Dentro de la lata, los porches invernales cada vez más oscuros, la rejilla del gas, el hormigueo.

La luz del sol me ciega. Cuando levanto la vista, tras las ventanas veo una electricidad que me confunde. Tal vez las sombras basten, la luz y la persiana. Imagina que estás en el poema de Apollinaire:

Ahora estás en Marsella, rodeado de sandías.

Ahora estás en Coblenza, en el Hôtel du Géant.

Ahora estás en Roma, sentado bajo un níspero del Japón.

Ahora estás en Ámsterdam…

1954

Queridísima M.:

Ahora estoy en Boston, en el número 239 de Marlborough Street, contemplando la tormenta de nieve. Cayó como una inmensa tregua, poniendo fin a todos nuestros humildes afanes. En esta nieve extraordinaria, la gente anda con vestidos maravillosos: viejos abrigos con cuello de piel, gorras de lana, bufandas, botas, borceguíes de cuero que brillan como el cobre. Bajo el resplandor amarillo de las farolas, empiezas a imaginar cómo sería esto hace cuarenta o cincuenta años. La quietud, la extensa blancura: nostalgia y romance en el aire claro, blanco y silencioso.

Ya estoy más o menos instalada en esta preciosa casa. Cortinas de flores hechas a medida, la alfombra de la escalera, las estanterías para los libros, la leña para la chimenea. Subir y bajar por las cuatro plantas da una sensación de propiedad. Quizá. Puede que todo sea tuyo, pero la casa y los muebles tienden hacia lo universal y no tardarán en parecer una acotación: escenario — Boston. Las normas se cumplirán. Las cómodas, las mesas, los platos y las costumbres domésticas acatarán las reglas.

Bellísimas chimeneas de mármol decorado; motivos neogriegos en negros deslucidos y palidísimos verdes. «Valen lo que la casa entera», es la hiperbólica opinión del vendedor. Y por una vez, es cierto. Pero es la casa entera la que ocupa mis pensamientos. Dos salas en el primer piso. Elegantes, sí, pero al 239 no le faltan sus bolsas de pobreza ni sus rincones chabacanos. Con todo, es un escenario.

Ahora estoy al lado del hibisco que florece en el mirador. La otra sala da al callejón que queda entre Marlborough y Beacon, donde un idiota tiene a un perro encadenado día y noche. Amontonados en torno a ese hombre, basura de soltero, podredumbre y desconcierto. Se me ha ocurrido que debió de tener familia pero lo abandonaron. Imagino que si sus hijos vinieran a visitarle, él diría: «Venid a ver al perro encadenado. Es un regalo». Por el bien del perro, llamo a la policía. El hombre levanta la vista hacia mi ventana, perturbado, preguntándose qué habrá hecho mal. Darwin escribió en algún libro que el sufrimiento prolongado de los animales inferiores le resultaba una idea insoportable.

Besos tiernos,

ELIZABETH

A principios de junio hizo calor. Me fui de viaje y, naturalmente, de repente todo era nuevo. Cuando viajas, lo primero que descubres es que no existes. El polemonio en flor, de un púrpura desvaído; en la ladera de la colina, pinos fálicos. Extranjeros bajo los soportales, en las cesterías. La calima desdibujaba el contorno de las colinas. Un cielo sucio y agotador. El verano ya parecía a punto de fallecer. Pronto recogerían los botes y amarrarían los ferries al muelle.

Buscando lo fosilizado, buscando algo: personas y lugares densos y revestidos de una forma definitiva. Y en cambio, lo que hay son muchos pececillos, muchísimos, nadando libremente, temblando, atentos a escapar de la red.

Kentucky: algo tendrá que ver, sin duda. De pequeña, mi madre vivió en tantos pueblos de Carolina del Norte que se confunden en mis recuerdos. Raleigh y Charlotte. Apenas si conoció a sus padres; murieron pronto —como se moría la gente entonces— de lo que corriera por el aire: neumonía, difteria, tuberculosis. Nunca conocí a nadie a quien el pasado le resultara tan indiferente como a ella; parecía que no supiera quién era. Tenía hermanos y hermanas y ellos la criaron y ella nos puso sus nombres.

Su cara, la de mi madre, no me resulta nítida. Una belleza suave y blanda, pequeños ojos castaños y unas cejas prácticamente imperceptibles que oscurece con lápiz de mina.

1962

Queridísima M.:

Ahora estoy de vuelta en Nueva York, en la calle Sesenta y siete, en un apartamento encaramado arriba del todo con ventanas altas y sucias. A veces, cuando cae la tarde, en la penumbra del cielo invernal imagino que estoy en el Edimburgo de finales del siglo XIX. Nunca he estado en Edimburgo, pero me gustan las ciudades de un tamaño razonable, las capitales de provincia. Pero esto es Nueva York, indudablemente, por arriba y por abajo. El tránsito desde Boston no resultó fácil. Fue algo parecido a atravesar el océano o el país mismo: cruzar las montañas arrastrando tus bártulos. Puedo decir que la mesa de caballetes y la cómoda alta no estaban preparadas para ese exilio repentino, para el cambio de régimen, que es lo que, en cierto modo, me parecía todo. Bueno, el mueble de roble oscurecido ocupa el rincón, con las botellas y la cubitera encima. De los platos de la Academia Naval, cinco se han roto. Los relojes han recibido el golpe de gracia y no volverán a la vida. Las viejas cómodas siguen en su lugar, humilladas y desportilladas.

Cosas fuera de sitio, ancianos rígidos con las venas cansadas y las arterias obstruidas, con sus juanetes y sus plantas doloridas, su cabello ralo y sus pensamientos titubeantes, en los Cárpatos, lejos de los bayous: a eso se parece la ciudad santa. El retrato de tía Lotte nunca volverá a abandonar su embalaje. Ha hallado el reposo eterno en la caja, su tumba, con el zumbido del metro de la Séptima avenida por réquiem.

Estas cosas no son mías, por supuesto. Creo que se las conoce como nuestras, esa palabra que, cual bolsa de té, debe dejarse reposar en el condicional.

Besos, besos,

ELIZABETH

Los principios son siempre deliciosos; el umbral es el lugar en el que conviene detenerse, dijo Goethe. Otra vez Nueva York, imperecedera; descansando sobre la generosa acogida que depara a las mujeres. Vestidos largos, arrogancia, más oportunidades para engañar a los embusteros, confidentes, conspiradores, tarjetas de pago.

Entonces yo era un nosotros. Él bromea, sonríe, bebe ginebra tras un largo día de trabajo, lanza al aire algo así:

La tiranía de los débiles es algo oneroso, y, sin embargo, mejor que te explote el débil que el fuerte… La sumisión al poderoso es algo superfluo y, a la postre, aburrido y agotador. No tiene nada de sutil o interesante… debido, fundamentalmente, a lo frecuente de tal ejercicio. Una sesión por la mañana, otra por la noche… Marido-mujer: ni una sola estrategia nueva que descubrir en esa afianzadísima tradición clásica. Las discusiones son como el chirrido de hojas oxidadas, como el viejo motor y su molesto golpeteo. El perro gruñe. También él se sabe su parte.

¿Es posible que el sujeto sea yo?

Cierto, con los débiles siempre pasa algo: improvisación, sorpresa, incertidumbre, injusticia, manipulación, hipocondría, tragos a escondidas, celos, mentiras, lágrimas, escondrijos en el jardín, salidas en coche en plena noche. La noción de la historia de los débiles es la más pura de todas. Todo puede suceder. Cada uno de ellos es un quiromántico que se lee la mano. Sí, tendré una vida o corta o larga; él (ella) tendrá el pelo o rubio o moreno.

Billetes, migraciones, preocupaciones, propiedades, deudas, cambios de nombre y vuelta a cambiar otra vez: y todo esto por haber leído muchos libros. Y así, de Kentucky a Nueva York, a Boston, a Maine, a Europa, arrastrada por un río de párrafos y capítulos, de verso blanco, de libritos pequeños traducidos del polaco y de libros grandes traducidos del ruso, todos consumidos en un desvelo sedentario. Bastará eso; que sea cierto no importa. Indudablemente, carece del dramatismo de un: en el muelle vi al viejo capitán de fragata con su barba blanca y me enrolé en la travesía… Pero a fin de cuentas, «yo» soy una mujer.

Me hallo en el tren de Montreal a Kingston. Voy a pasar unos días en la universidad. Y de esto no hace tanto. Es un domingo por la noche, estamos en lo más crudo del invierno y viajamos por el vacío frío y negro. A veces, el resplandor broncíneo de un faro distante brilla en la oscuridad; en las curvas titila como una vela. El tren parece avanzar en línea recta por este lugar amplio, vacío y afortunado.

El termómetro rebasa por poco los cero grados, pero en el vagón restaurante nos hallamos inmersos en un calor sensual y tropical, en un calor masculino, en cierto modo. Soy la única mujer del vagón número 50.

Son muy ruidosos. Ruido superficial y muchas risas falsas de un grupo que lleva demasiado tiempo junto. Los hombres se hallan en un estado de vacaciones forzadas que, moribundas, tocan a su fin. Casi todos están borrachos, y más de uno parece enfermo. Canadienses: ¡no me vomitéis encima! Da la impresión de que han ido a una reunión, a una convención. Los une su ocupación; ventas, quizá. No les sobra el dinero, desde luego; no, desde luego que no. De ello me han convencido mis intolerables cálculos basados en la aritmética del esnobismo y la vergüenza.

La vergüenza, dijo Nietzsche, es ingeniosa. Y se quedó corto. Por vergüenza, he prestado atención a la ropa, a los zapatos, a los anillos, a los relojes, a los acentos, a los dientes, a los modales, a las expresiones que emplean. Los hombres del tren llevan una ropa que, al no estar concebida para una estación concreta, siempre parece fuera de lugar e inoportuna. Son trajes ásperos y endebles, chillones y, sin embargo, livianos, confeccionados con la falta de propiedad que caracteriza al traje todo tiempo. Tonos pastel azules como el mar y verdes como la tierra; chaquetas con forros de cachemir y cuadros escoceses; amplias puntadas en un color distinto al de la tela que resaltan las costuras; solapas y bolsillos gigantescos; predominio del azul acero y del bitono; nailon y Dracon en el acabado del tejido pretratado para evitar las arrugas, un acabado más suave y liso que el cristal. Por otra parte, los maleteros de Trinidad son tradicionales y visten como príncipes. Pantalón negro, chaqueta de algodón rojo, camisa blanca, pajarita negra y caras negras, luminosas, aristocráticas y tropicales.

Los hombres son muy blancos, muy pálidos, e incluso el pelo castaño les cae sobre unas cejas rojizas. Su blancura me recuerda que, en realidad, son mis hermanos que vuelven a casa con mis hermanas y mis cuñadas. La presencia de los hombres me incomoda; uno despierta mis recuerdos por la pequeña mella de uno de sus incisivos, que me trae a la memoria una noche lamentable en el sofá de la residencia de una fraternidad universitaria. Otro se ha quitado un zapato muy apretado y, por largo rato, se sienta y contempla con voluptuosidad su pie liberado. Ninguno es un desconocido, tan parecidos resultan los ojos pálidos, la raya en el pelo, esa hilaridad aletargada y conmovedora.

Borges se hace la pregunta: «¿Los fervorosos que se entregan a una línea de Shakespeare no son, literalmente, Shakespeare?».

Mientras atravesamos a la carrera la noche negra, estos hombres de traje claro se mezclan con mi propia carne bajo la luna menguante de su ebriedad, como si yo hubiera estado en el asiento trasero de un coche con todos y cada uno de ellos, como si hubiera estudiado al detalle sus textos vacilantes. Hombres con los ojos surcados de venitas rojas, con pesados sellos del instituto, con camiseta interior de algodón blanco y jornadas en la gasolinera preparándose para trabajar para esa familia que, desde su primera adolescencia, ya imaginan.

El vagón restaurante, lleno ahora de desperdicios que repiquetean al ritmo de la marcha, recula. El gancho oxidado de una puerta gime: en la grava están detenidos un coche viejo y un camión. La puerta se cierra y oculta a mis hermanos y mis hermanas, que se retiran muy tarde para terminar cayendo silenciosamente sobre una de tantas camas con agradables depresiones en su mitad. Los suspiros y las lágrimas, los clamores de injusticia, todos los destinos unidos por unas frentes y unas narices semejantes, por simpatías irresistibles y unas distancias tales que todos gorjeaban, vanidosos, fantaseando con ser huérfanos.

Frase de Pasternak: vivir una vida no es cruzar un campo. Y tampoco es escalar una montaña. Leconte de Lisie dijo de Victor Hugo, con envidia, que era «estúpido como el Himalaya». La letal muchacha alemana, con su alpenstock y sus borceguíes, le grita al arquitecto ¡más arriba! ¡más arriba! Él cae y muere, y ésta es la repulsión que a Ibsen le produce el vértigo de las alturas, o el supuesto de las alturas. Cuando las fervientes jovencitas lo creían más tonto de lo que era, él se ajustaba sus lentes sin montura y torcía las comisuras de la boca. Ibsen no fue un hombre feliz. Los días, dedicados al trabajo; por la tarde, su schnapps —más de uno y de dos— y, esperándolo en el hotel o en el complejo turístico o en la pensión, su recia mujer, que después de tener al pequeño Sigurd Ibsen dijo: Ya está, ya basta.

Ni atravesar el campo en dirección al grupo de árboles o a la cerca de piedra que cierra tus tierras; ni subir lentamente, a menudo sin aliento. Y aun así, entre tanto los cambios profundos y las mudanzas van fracturando el espíritu. ¿Dónde está Vermont o Minnesota cuando ya has hecho las maletas y te has llevado a tu vieja esposa a Florida; a vivir, a vivir sin la caldera y la quitanieves? Mientras vives, una parte de ti ya se ha escabullido hasta el cementerio.

Kentucky, Lexington; la universidad, Henry Clay High School, Main Street. El cementerio donde reposan tu hogar, tu educación, tus nervios, tu herencia y tus tics. Su desaparición apena; su permanencia duele. Árboles, flores, caserones nobles, granjas majestuosas a las afueras de la ciudad; pocas distracciones antes de que el interés por las antigüedades propio de la mediana edad haga su aparición. Las dependientas y las camareras son las heroínas de mis recuerdos, señoras abandonadas con niños que criar; las que nunca cierran y alumbran la noche en Main Street, esa calle que, entonces, era el paradisíaco centro de la ciudad. Woolworth's, el estanco, las salas de cine sólo para blancos, dos hoteles del placer donde las papeleras contenían recordatorios de citas y esa prosa hiperbólica y contrahecha de las cartas de amor ilícitas.

No es cierto que no importa dónde vives, que en Hartford o en Dallas eres tú y basta. Y tampoco es cierto que todos estemos naturalmente vinculados a nuestra región. A muchos los dejan caer de cualquier manera cuando nacen, los avenían por ahí y experimentan la merma y, en ocasiones, la placentera truculencia de ese trastrocamiento aleatorio. Estadounidenses que son alemanes y alemanes que son franceses, como Heine, tal vez.

La mancha del lugar de origen no se adhiere a nosotros como un derecho de nacimiento, sino como una especie de artificio, como una suerte de cosmético. Yo me sitúo entre las importaciones, esos irritantes objetos momificados que, en compañía de los juegos de porcelana, nunca abandonan el armario. No sé de ningún pariente que no haya nacido en el sur; hoy mismo, incluso, casi ninguno vive en otro lugar. Sin embargo, las noches en el campo y sus honestos leñadores me dan miedo; y hasta a plena luz del día me siento incómoda al lado de los «primeros colonos» y de los descendientes de los pioneros. La autopista, los senderos de asfalto, los ladrones, los cielos contaminados como un sofocante abrigo de piel raída y los millones de almas en sus barrios: ése es mi verdadero hogar.

Siempre, durante toda mi vida, he buscado la ayuda de un hombre. Muchas veces ha llegado y otras muchas más me ha fallado. No tuve que esperarla mucho. Nosotras —varias niñas del vecindario— conocimos a un viejo muy guapo que no vestía como uno de los de por aquí sino como un caballero, con traje negro, camisa blanca y una sonrisa amable y distinguida. Era amable y distinguido, sí. Nos esperaba los sábados por la tarde, nos pagaba la entrada del cine y nos compraba chocolate, ese chocolate duro y blanquecino del verano. A oscuras, con una niña a cada lado, las dos sentadas más tiesas que cariátides, nos pasaba la mano por el muslo y la metía debajo del vestido. El primer regalo del depredador, mezclado con la brillante narración de la pantalla y con el chocolate, fue el de desvelarnos antes de tiempo la enmarañada naturaleza del soborno. Una lección duradera, al menos. Sobornos y más sobornos todavía: crecen en tu interior igual que las muelas. Otro anciano verdaderamente ajado, pobre e ignorante que tenía una vieja tienda de comestibles que parecía un sótano, sucia y con olor a raíces, nos regalaba pepinillos cubiertos de mugre y galletas de jengibre pasadas.

Lexington, región de Bluegrass. La estatua de Man o'War a la vista. Su cráneo, grande y melancólico, apenas si logra evocar su fama de semental. Como espectáculo, este gran caballo tiene algo de la rotunda superioridad de las pirámides. Caballos. Su imagen por todas partes, en calendarios, en ceniceros. Crónicas hípicas en las paredes de las tabernas. Jockeys arrugados y decrépitos con la cara como una cáscara de nuez. Jugadores sin suerte, extravagantes tardes de carreras en primavera y otoño.

1940

Querida mamá:

Me encanta Columbia. Por supuesto que sí. Aquí, los mejores son los judíos; esos a los que tú llamas «hebreos». Hay un joven no muy interesante de Harvard que siempre viste de gris, uno del Medio Oeste pesado y pedante, una estrella de Vassar muy decepcionante. En la facultad los admiran mucho porque no son demasiado listos…

Madre y padre no tardan en morir. A eso se reduce todo, pero ¿ven su propia muerte como la pérdida de una madre y un padre? Recuerdo nuestro rebelde jardín en el que había gladiolos plantados, esos gladiolos contumaces y estúpidamente exigentes que, tras unos mimos terribles, echan sus copas de color naranja rosado; y las imbéciles dalias, que siempre lo dejan todo para otro día hasta que, por fin, dan unas flores de un púrpura hepático.

Estaciones de la naturaleza y estaciones de la experiencia que aparecen por sorpresa y que, sin embargo, no constituyen más que la verificación de las predicciones del calendario. Así, la luna lucía llena durante los días en que ir a la iglesia era emocionante; luego llegaron los catorce y con ellos la escarcha de la apostasía. Trepas hasta la veleta y miras al cielo y luego, tras detenerte durante unos instantes, te caes.

La iglesia presbiteriana era agradable en invierno, con sus roperos húmedos y sus directoras de la escuela dominical de pelo cano; con sus comedidos himnos y su discreta ceremonia de bautismo. Más memorables e inquietantes resultaban las visitas furtivas a los entoldados de los predicadores evangélicos itinerantes. Allí podías salvarte más de una vez; podías salvarte y volver a salvarte de nuevo. Sí, yo invito a Jesucristo a que se convierta en mi salvador personal en junio, en la zona oeste de la ciudad; lo invito de nuevo en julio, al norte, en los campos chamuscados, y vuelvo a invitarlo en agosto, al sur, en el camping. Muchos de los recién salvados que se acercan a primera fila tambaleándose, congregados por los rítmicos brazos y los gemelos de oro del predicador, acaban de salir de prisión.

Bajo la ristra de bombillas de los entoldados húmedos, las voluntades humanas desesperadas y vacilantes luchan, durante una noche, contra el feroz pesimismo de la experiencia y contra el empirismo acérrimo de los perdedores afligidos. La hora de la tranquilidad parece tan próxima al bálsamo de los vicios que empujan a los necesitados a cruzar las portezuelas de lona de la conversión… Espíritus atribulados cuyos rostros resulta difícil amar: pelo seco y rizado de color castaño grisáceo atrapado en redecillas, resistentes gafas que se han adherido demasiado pronto a unos rostros jóvenes. Hombros caídos, postura encorvada, carne y huesos deformados por el retraimiento; y el fracaso, y el resplandor vacío de bungalows cuadrados sin persianas.

Tal vez aquí naciera una compasión indiscreta por las víctimas de la pereza y los errores recurrentes; la compasión por la tendencia de ciertas vidas a obedecer las leyes de la gravedad y a hundirse hacia el fondo, cayendo con la delicadeza y la lentitud de una cometa o rompiéndose violentamente, haciéndose añicos.

La apoteosis de un certificado de enseñanza local, la recompensa de las chicas, celestial y largamente pospuesta: convertirse en una ofrenda sacerdotal, igual que esos pálidos maestros de escuela destinados a América Latina, hombres que vienen de pueblos miserables, que sudan dentro del traje negro y la camisa blanca y que, en su visionaria misión, reciben e imponen una peculiar lista de castigos.

Con un hombre llegó mi primer par de gafas, que yo no necesitaba. Era un personaje romántico, sobre todo porque había estudiado francés y adoraba las erres de ese idioma, tan difíciles. Era alto y guapo y no muy sincero. Lo corrompía una naturaleza incierta y nadie comprendía sus arrebatos expansivos ni sus caídas en el letargo y la melancolía. Y sin embargo, se diría que en sus cambios de humor sobrevivía cierta vanidad y una despreocupación bastante agradable.

Este hombre hablaba de la atracción que sentía por la «experiencia», y yo deduje que se refería a una atracción a algo opuesto a uno mismo, un ser o una costumbre generalmente más bajos, más peligrosos y más arriesgados. Su experiencia incluía un matrimonio ya olvidado, líos con camareras, peluqueras, vendedoras de cigarrillos de hotel, los tumbos que había dado por la vida, mujeres guapas, perdedoras todas. Una de sus pasiones era la de educar a las mujeres, y siempre les hablaba de lo que en aquel momento le interesara: James Branch Cabell y los poemas de Verlaine. Ostentaba un apellido ilustre cuya dignidad era respetada en todo el condado. Los miembros de su familia se sentían alarmados ante su presunción. Paseando por Main Street, alto y rubio, tosco como un godo, se las daba de esteta sensual, de sureño, de intelectual, del típico intelectual de la universidad de Virginia. Su sed de experiencia era más extensa que profunda. Como un actor, creaba espacios a su alrededor, y cuando los demás hablaban, en su rostro se instalaba un silencio dramático y premeditado.

Cuando hago memoria, va vestido de marrón. Avanza hacia mí. Estamos al lado de la biblioteca, a la sombra de unos viejos árboles, cerca de una casa tranquila con un jardín rodeado por un muro. Estilo neogótico; a lo lejos, columnas blancas. Todo bañado en una luz dura y áspera. Él tiene treinta y yo, dieciocho. No existe mente capaz de descifrar por qué, para mí, nuestra diferencia de edad lo determinaba todo proyectando sobre todas las cosas claras un rompecabezas oscuro y siniestro. A plena luz, su exorbitante deseo de agradar. Dientes grandes y cuadrados y un no sé qué de esa energía inútil que exhiben los perros grandes y cariñosos. El brinco y la embestida en el saludo.

Su curiosidad se encendía con una palabra, con un adjetivo, con un hecho que encontraba seductor: que yo bajara un volumen de Thomas Mann de la estantería de la biblioteca. Eros tiene mil amigos.

Su coche era precioso, negro, con la capota de lona. Ya desde nuestro primer encuentro me acompañaba a casa en coche y me dejaba en la esquina de mi calle, a una manzana de mi casa. En esta acción se manifestaba su amor por lo ilícito y su necesidad de infectar el ambiente con los vapores tóxicos de un matrimonio desigual. Y también de exhibir una ambigüedad envilecedora.

Un sábado por la tarde, poco tiempo después, me llevó a una zona sórdida y amenazadora; a un pequeño y sombrío asentamiento de chabolas al lado del viaducto, debajo de las vías del tren. Era una parte de la ciudad proscrita y desprovista de árboles cuyo nombre apenas si conocía. Gatos viejos tumbados al sol y perros callejeros; en el centro, una iglesia nueva, cuadrada y blanca, igual que un garaje. En la calle, mujeres de mirada suspicaz disponían mesas para el picnic del día siguiente. Les dedicó una sonrisa llena de un interés ansioso. Él les sonreía y las saludaba con la cabeza, y el coche brillaba al sol, y un resplandor animaba su rostro, como si hubiera dado con una sustancia preciosa, la sustancia de la vida. Una sonrisa temeraria y ansiosa.

Las mujeres de la iglesia, encorvadas bajo el peso de su sectarismo absorbente y aberrante, le devolvieron la mirada con los ojos muertos y las lenguas de fuego de Pentecostés bien vivas. Bocas devotas que se tuercen con intención moralizante. Y, con todo, el traje marrón y la ancha cara de perro faldero lograron impresionarlas durante unos instantes. Cuando entramos en una casa del otro lado de la calle su suspicacia reapareció.

Tenía dos habitaciones, en las que entré con la sensación de estar cayendo en el pozo de la vergüenza. Esa palabra delicada, esa advertencia —vergüenza— que llevé conmigo durante años; todavía ejerce sobre mí su moderado poder represor. Con sus susurros lacerantes, hiela el corazón de los espíritus progresistas. Alguien vivía en la casita. Una mujer. Perfumes y polvos y, en el rincón, un par de zapatillas de cuadros.

No me resistí. No hice preguntas. La incomodidad moral dolía, pero ese dolor era el dolor de la eternidad y no convenía darle demasiada importancia. Se tumbó sobre mí, sonriente y cortés, decidido. Cuando me dejó en la esquina, corrí a casa, una casa llena de gente al borde de la desesperación.

Por lo que a él respecta, al cabo de unos años fue a un lago de Kentucky oriental con una chica y allí, de repente, se tiró de un puente muy alto. Me informé. No, no estaba deprimido. Al contrario, más bien. Se tiró de cabeza a la muerte desde lo alto, como si dijéramos, lleno de una valerosa euforia, de una despreocupación auténtica y poco común.

A veces la lluvia era hermosa. Los plateados riachuelos de color azul lavanda que brillan entre el barro desean que se los honre, desean recibir alguna palabra de agradecimiento. La gentileza de las tardes húmedas, el consuelo que hallamos cuando abrimos la puerta y vemos que todos están ahí.

¿Y luego? ¿Adónde? Incluso en medio de todo, en el calor del cariño, la amenaza bienintencionada de la intimidad, el cementerio espera que alguien lo profane.

Adiós a Kentucky y a nuestros agradables vicios. Nos acostamos temprano, pero, por culpa del whisky, casi nunca con la cabeza despejada. Nos gustan las judías tiernas y las tajadas delgadas de jamón salado. Cuando me fui de casa, mi hermano dijo: sería estupendo que triunfaras en la vida, así podrías ir a las carreras.

Adiós a la preciosa piedra caliza, a las dinastías de caballos veloces. Pero fue una despedida larga, interminable. Mi madre me había embrujado, y cuando estaba en Nueva York, en la calle Ciento dieciséis, me despertaba con ganas de contemplar sus curvas suaves y redondeadas, los rizos de su sien, el peso de su cuerpo en la escalera de mano mientras limpiaba las ventanas, sus asados y sus patatas y sus rollizos bollos; y la paciencia con la que respiraba en la habitación trasera, echada en un colchón de plumas lleno de bultos, durmiendo.

Cuando estudiaba en Columbia conocí a una chica que se había criado en una espléndida finca de Long Island propiedad de unas gentes ociosas y modernas. El padre de mi amiga era el jardinero, y su madre, la cocinera. A mí me parecía que aquélla era una situación interesantísima, que esa chica habitaba un faro desde el que divisar buena parte de lo que debía permanecer oculto; oculto, al menos, a las chicas listas con espíritu crítico y pasión por los libros. No tendía a la emulación imposible y tampoco era dada a la admiración. Sus ojos, suspicaces como la fría mirada del detective, identificaban rápidamente la hipocresía y las tendencias bizarras. La vida entera de esta chica estaba marcada por el barrio acomodado que le había tocado en suerte; su brillantez no era complaciente en absoluto, y estaba amargada, loca de ira y, ay, de una envidia adusta.

Cuando los coches enfilaban el camino de entrada de la finca, su retorcido corazoncito palpitaba de odio. Ella, con sus apasionadas lecturas de Proust y James, ni siquiera soportaba el olor del próspero aire de la tarde; odiaba el inquietante acento de las debutantes. Y sin embargo, su rencor más profundo lo dirigía a su familia, a la humillante imagen de las tijeras de podar de su padre en el seto, al ñic-ñic de los zuecos de enfermera de su madre mientras se inclinaba con un cuenco de verdura diestramente apoyado sobre la palma de la mano. Un gran espíritu destruido por el feudalismo de Long Island, en verdad; una campesina dura y airada criada en una mansión de Southampton.

Traté de convertirla al comunismo, pero ella era implacable. Y así, furiosa, matándose a trabajar en su doctorado, se hizo lesbiana o decidió que lo era.

Por miedo y por rabia se la jugó y se embarcó en una aventura desesperada con una guapa inglesa mayor que ella. ¿Y qué encontró? ¿Felicidad? ¿Consuelo? No. Con su ineluctable mala suerte, lo que encontró fue una pesadilla de traiciones, mentiras, engaños, sustos, infidelidades y rechazos. Todas las flechas oxidadas dieron en el blanco. Y volvió a emitir su lamento triste y desgarrador: ¡ah, pérfido!