5
La gruta del dracolich
Allí, en la oscuridad, muchos gusanos acechan y sonríen. Se hacen cada vez más ricos, gordos y perezosos a medida que pasan los años, y no parecen escasear los locos que los desafían y los hacen más ricos y gordos. Bien, ¿a qué esperas? ¡Abre la puerta y entra!
Irigoth Mmar, Sumo Mago de la Puerta de Baldur
Antigua Sabiduría de la Costa
Año del árbol Temblón
El resplandor se desvaneció dejándola en algún frío lugar. De nuevo yacía tendida sobre una piedra. Shandril suspiró para sus adentros mientras se retorcía contra la incesante presión y el constante deslizar de la cuerda sobre su cuerpo.
—¿Dónde estamos? —susurró a su secuestradora casi entre lágrimas. El alivio que había sentido al recuperar la capacidad de mover sus miembros había desaparecido.
Shadowsil se encogió de hombros:
—Un torreón en ruinas. Ven.
La cuerda se había deslizado hacia atrás para atar con mayor firmeza los brazos de Shandril contra su espalda; ésta vio que podía ponerse de rodillas y, con gran esfuerzo, de pie. La maga la hizo descender por una escalera curva de piedra, pero no antes de que Shandril pudiera echar una buena ojeada a través de la ventana. Vio montañas que parecían frías y aserradas… a muchos días de viaje desde Myth Drannor. Un halcón nival atravesó volando el escenario, pero no logró ver ninguna otra vida antes de que fuera remolcada escaleras abajo. Éstas eran estrechas y empinadas, y estaban llenas de viejas plumas y excrementos de pájaro. No había sonido ni signo alguno de vida ahora. Una mano firme empujó a Shandril escaleras abajo.
—¡Te dije que él metería sus narices en algo enseguida y se compraría una rápida tumba antes de que llegáramos siquiera a tu segunda salchicha! —dijo una voz familiar flotando en alguna parte por encima de Narm—. Por eso lo seguí, no por los tesoros.
—Bien, tú eres el que entiende de eso de meter las narices en algo, al fin y al cabo, «¿no? —dijo otra—. ¡Por los dioses…, lo ha cogido de lleno! ¿Crees que vivirá?».
—No si tú no usas algo de tu magia curativa rápidamente, ¡barriga de leviatán! ¡Deja de mover las mandíbulas y mueve tus dedos! Se debilita a cada segundo que pierdes. Mira el humo que sale de él; ¡todavía arde! No, quédate quieto, Narm. Puedo oírte.
Narm luchó contra un dolor atroz para hablarles de la chica de la posada y la mujer de púrpura, pero todo cuanto consiguió emitir fue un entrecortado sollozo. Torm le habló tranquilizadoramente en respuesta.
—Descansa, Narm. Quieres que rescatemos a la bonita muchacha atada con una cuerda a quien la maga, que, por suerte para nosotros, es una archimaga sin duda, se ha llevado a través del umbral luminoso. Bien, descansa tranquilo. Tienes la suerte de haber encontrado a los más grandes y temerarios chalados de todo Faerun, y nosotros lo haremos por ti. ¡Oh, por todas las estrellas, no llores! ¡Me da escalofríos!
—¡Calla! —dijo Rathan—. ¿Cómo puedo curarlo mientras estás blasfemando a Tymora?
—¿Yo? ¡Jamás!
—¡Lo hiciste! «Por suerte para nosotros», te he oído decir en un tono trivial. Vamos, coge esta poción curativa; después de esto podrá beber.
Siguieron murmurando y, a través de la roja bruma acuosa que envolvía sus ojos, Narm vio un destello de luz. Después, un suave frescor se extendió poco a poco por todos sus miembros desterrando el intenso dolor. Y entonces se desmayó.
Descendieron las semidesmoronadas escaleras dando ocho vueltas o más en torno a la pared interior de la torre, hasta que la pared dio paso a una cavidad de roca natural con marcas labradas a herramienta.
—¿Qué es este lugar? —preguntó cansada Shandril; pero la maga, detrás de ella, no dio ninguna respuesta. No se atrevió a preguntar de nuevo, cuando en torno a ellas se abrió de pronto un tosco túnel. Éste se unía con otros pasadizos menores en una pequeña caverna de techo inclinado.
Symgharyl Maruel empujó a la muchacha hacia la abertura mayor, que se perdía en una empinada cuesta abajo en la oscuridad. Shandril se detuvo.
—¡No puedo ver! —protestó.
Shadowsil se rió en voz baja detrás de ella:
—¿No haces nunca nada en tu vida, pequeña, sin que puedas saber antes adónde conduce? —y, riéndose de nuevo, agregó con tono amable—: Muy bien. —Y, haciendo una manipulación en la oscuridad, la luz se hizo.
Cuatro pequeños globos de luz pálida y nacarada surgieron de la nada ante los ojos de Shandril y, después, se separaron esparciéndose por el aire en majestuoso silencio. Uno se desplazó hasta quedar colgando junto a su hombro. Otro se detuvo a bastante distancia por delante de ella y dejó perfilarse el rugoso techo del túnel, que descendía empinadamente desde donde ella estaba. Los otros globos se situaron más cerca de Symgharyl Maruel. Shandril permaneció inmóvil y miró con atención alrededor. Todo en torno a ella era piedra y una corriente de aire soplaba en su dirección. De pronto, algo golpeó con fuerza su trasero y cayó de rodillas.
—Arriba y en marcha —se oyó la fría voz—. Mi paciencia se acaba.
En enojado silencio, Shandril luchó por ponerse en pie dentro de las apretadas vueltas de la cuerda mágica. Arriba y en marcha. A medida que descendía, la desigual rampa se iba convirtiendo en anchos escalones tallados en la sólida roca, y el aire se hacía más frío. Delante, más allá de los pálidos globos, se veía una especie de luz vaga y difusa. Shandril giró para acercarse a la pared izquierda, pero Symgharyl Maruel dio un tirón a la cuerda que, enseguida, se ciñó a su cuerpo con fuerza y Shandril volvió a su curso original con un suspiro contenido. Las titilantes luces estaban más lejos de lo que parecía y se hallaban todo a su alrededor cuando la escalera terminó.
Una gran caverna abierta se elevó delante de ellas. En sus paredes se hallaban incrustadas unas gemas de color verde mar, del tamaño de un puño, que Shandril reconoció al instante como los fabulosos beljurilos; pues, a intervalos irregulares, uno o más emitían un silencioso estallido de luz tal como había oído a los narradores de cuentos. Shandril pudo distinguir, gracias a su luz, que la caverna se extendía hacia su derecha; pero, de su verdadero tamaño, no tenía la menor idea. Era grande, es todo lo que sabía… y, de repente, se estremeció en aquella parpadeante oscuridad. ¿Le daría muerte la maga allí mismo, o la dejaría en una jaula para más tarde torturarla, o matarla o deformarla mediante algún experimento de magia? ¿O acaso habitaba allí alguna cosa? Shandril sólo podía oír los débiles sonidos de la maga tras ella y el ruido de sus propios pasos cuando desembocaron en aquel rutilante despliegue de luces. ¿En qué lugar de los reinos se hallaba?
—Detente, pequeña, y arrodíllate.
Shandril hizo lo que aquella apagada voz le pedía; la cuerda ya se estaba apretando en torno a sus rodillas para reforzar la orden. Los pálidos globos se apagaron de golpe. Shandril oyó a Shadowsil, detrás de ella, entonando un suave murmullo y, un instante después, todo se llenó de luz y Shandril pudo ver con claridad las toscas paredes de la enorme caverna donde se encontraba.
El suelo descendía delante de ella, y en su parte inferior había montones de cosas que brillaban y centelleaban a la luz. Había allí gemas, e incontables monedas, y estatuillas de jade y marfil diseminadas. También el brillo del oro llegó a sus ojos, y había muchas otras cosas deslumbrantes desconocidas para ella.
Entonces, una gran voz retumbó en torno a ellas. Shandril se quedó helada de miedo. La voz hablaba lenta y profundamente en la lengua común de los humanos, y a Shandril le pareció vieja, paciente y divertida… y peligrosa.
—¿Quién viene? —preguntó.
Algo se movió en la profundidad de la caverna, más allá de la luz de la maga, y entonces Shandril lo vio. Su seca garganta se cerró, y habría salido huyendo si las roscas de la cuerda no la hubieran mantenido firme donde estaba. Su lucha por liberarse hizo que cayera de lado sobre la piedra, donde se quedó tendida boca abajo para, al menos, no tener que ver.
—Symgharyl Maruel Shadowsil comparece ante ti, oh poderoso Rauglothgor. Te he traído un presente: una cautiva cobrada entre las ruinas de Myth Drannor. Su sangre puede ser valiosa para ti. Pero los seguidores de Sammaster lo comprobarán primero. Podría ser quien se les escapó en Oversember, y ellos sabrán cómo tuvo lugar tal cosa.
La dama se enfrentaba al gran dragón nocturno con calma y hablaba con respeto pero en un tono que no albergaba miedo. Shandril miró de reojo hacia él. No se atrevía a encontrarse de nuevo con su mirada; temblaba de sólo pensarlo. Pero la muchacha del Valle Profundo vio su gran masa esquelética avanzar inmensa y terrible hacia ellas por entre los montones de tesoro. Por sus grandes alas, uñas y cola, se trataba de un dragón; pero, con excepción de sus paralizantes ojos, su cuerpo era sólo huesos. Su largo cráneo con colmillos se inclinó para mirarla. Shandril sabía que él podía ver cómo lo miraba y también supo, con una sacudida de desafiante cólera, que eso le divertía.
—Mírame, pequeña doncella —bramó la criatura, y su voz resonó en la cabeza de Shandril.
La muchacha sacudió sus ataduras aterrada. ¡No miraría a esa criatura! Las lágrimas la cegaron. Sollozaba desconsoladamente mientras las cuerdas se aferraban con fuerza a su cuerpo y tiraban de ella obligándola a ponerse de rodillas; y también tiraban de su frente y garganta haciéndole levantar la cabeza. A través de una niebla de lágrimas, Shandril miró, y vio.
Los malvados ojos retuvieron su mirada como dos diminutas imágenes de la luna reflejadas en cristales de mica, como dos velas colocadas a la cabeza y los pies de un cadáver amortajado. Shandril temblaba de forma incontrolada mientras lo miraba, y sentía que aquellos ojos la perforaban hasta su mismísima alma. De pronto comprendió muchas cosas.
Este astuto y retorcido gigante entre los dragones ya era viejo cuando los hombres habían llegado por primera vez al Mar de las Estrellas Caídas y habían luchado con los elfos y las hordas de fantasmas y gnomos de los Picos del Trueno, las montañas que los elfos llamaban Airmbult, o «Colmillos de la Tormenta». Rauglothgor había sido a menudo los colmillos entre las tormentas de la montaña. Rauglothgor el Orgulloso, habían llamado sus congéneres dragones a aquella criatura por su arrogancia y su facilidad para sentirse ofendido y entablar disputas.
En su maldad y vileza había perseguido a dragones débiles y viejos y los había matado, con frecuencia mediante tretas traicioneras, para apoderarse de su dominio y tesoros. Riqueza tras riqueza habían caído en las garras del dragón, y éste las había acumulado en profundos y secretos lugares bajo los reinos que sólo él conocía. Y toda criatura que se aventuraba en ellos era muerta sin la menor compasión ni demora.
Los años pasaron, y Rauglothgor creció y devoró rebaños enteros de rothés en Thar, y de buckars en las Llanuras Brillantes, y más de una horda de orcos que descendían desde el norte por el Borde de los Desiertos. Rauglothgor se volvió fuerte y terrible, un gigante entre los dragones. Dejó a un lado el fingimiento y la prudencia y dio muerte a tantos dragones como encontraba a su paso; en el aire, en tierra e incluso en sus propios dominios, mató con saña y astucia y añadió nuevos tesoros a sus posesiones.
En su oscuro corazón, sin embargo, el viejo dragón rojo fue alimentando —a medida que se hacía más viejo y que, escapando a las ingeniosas trampas que le tendían, continuaba matando dragones— el temor a que un día su fuerza lo abandonaría y otro dragón más joven y avaricioso acabaría con él como él había hecho con sus mayores, y todos sus esfuerzos no habrían servido de nada. Durante años, esta preocupación carcomió el viejo corazón de la criatura y, cuando llegaron los hombres con ofertas de fuerza y riqueza eternas, el dragón no los mató y escuchó.
Mediante las artes del Culto del Dragón, el grande y malvado dragón rojo se convirtió, con el tiempo, en un malvado dracolich. Estaba muerto pero no estaba muerto, y los años no estropeaban su vigor y su fuerza, porque se había convertido en solamente huesos y magia, y su fuerza era la del arte y no podía ser minada por la edad.
Los años pasaron y Faerun cambió, y el mundo no era como había sido. Rauglothgor volaba con menos frecuencia, pues poco quedaba que pudiera igualar sus recuerdos, y pocos vivían de cuantos había conocido, y hombres adeptos al culto le traían tesoros para añadir a su polvorienta fortuna. El dracolich se fue volviendo cada vez más melancólico y solitario a medida que los reinos caían y los mares cambiaban y sólo él sobrevivía. Vivir eternamente era una maldición. Una solitaria maldición.
Shandril no podía apartar la mirada de aquellos ojos solitarios.
—Tan joven… —dijo la profunda voz y, bruscamente, el óseo cuello se arqueó hacia arriba y los ojos se cerraron, y ella se quedó sola temblando.
—Bien hallado seas, oh el Grande —dijo Symgharyl Maruel—. Con tu permiso, interrogaré a la muchacha antes de dejarla contigo.
—Concedido, Shadowsil —respondió Rauglothgor—. Aunque poco sabe ella de nada, todavía, creo yo. Tiene los ojos de una gatita que acaba de aprender a caminar.
—Sí, anciano dragón —dijo Shadowsil—, y, sin embargo, debe de haber visto mucho en los últimos días pasados, o incluso podría ser más de lo que parece.
La dama de púrpura dio unos pasos en círculo hasta situarse delante de Shandril. A un gesto suyo, la cuerda se deslizó sumisa como una serpiente dejando libre a Shandril. Ésta reunió sus fuerzas para emprender la fuga, pero Symgharyl Maruel se limitó a lanzarle una fría sonrisa y sacudió la cabeza.
—Dime tu nombre —ordenó. Shandril obedeció sin pensar—. ¿Tus padres? —prosiguió la maga apremiante.
—No los conozco —respondió Shandril con sinceridad.
—¿Dónde vivías cuando eras más joven? —insistió Shadowsil.
—En el Valle Profundo, en La Luna Creciente.
—¿Cómo llegaste al lugar donde te encontré?
—Yo… atravesé la puerta luminosa que colgaba en el aire.
—¿Dónde estaba la puerta? —continuó la maga con una nota de triunfo en su voz.
—N… no lo sé. En un lugar oscuro… había una gárgola.
—¿Cómo llegaste allí?
—Po… por arte de magia, creo. Había una palabra escrita en un hueso, y yo la dije…
—¿Dónde está el hueso ahora?
—En una charca, creo…, en esa ciudad en ruinas. Por favor, señora, ¿era eso Myth Drannor?
El dracolich soltó unas ásperas risotadas. Shadowsil guardó silencio, con sus ojos como llamas fijos en los de Shandril.
—¡Dime el nombre de tu hermano! —la conminó la maga.
—No… no tengo ningún hermano.
—¿Quién era tu tutor? —le preguntó con un chasquido de dedos.
—¿Tutor? Nunca tuve… Gorstag me enseñó mis tareas en la posada, y Korvan las de la cocina, y…
—¿A qué parte de los jardines daban las ventanas de tu alcoba?
Shandril se arredró:
—¿Alcoba, señora? Yo… yo no tengo alcoba ninguna. Yo duermo…, dormía, en la buhardilla con Lureene la mayoría de las noches…
—¡Dime la verdad, mocosa! —gritó la dama de púrpura con el rostro deformado por la rabia y los ojos centelleantes.
Shandril la miró con desconsuelo y rompió a llorar. La profunda risa detrás de la maga cortó de plano sollozos y amenazas coléricas.
—Ella dice la verdad, Shadowsil. Mi arte nunca me engaña.
Shandril miró hacia arriba, asombrada.
Symgharyl Maruel abandonó su rabia como si se quitase una máscara y miró con calma a la desmelenada y llorosa muchacha.
—Así que ella no es Alusair, la desaparecida princesa de Cormyr… —dijo en voz alta—. ¿Por qué es pues tan tremendamente inocente? No es muy simple, me parece.
El dracolich volvió a reír:
—Los humanos nunca lo son, por lo que sé. Sigue preguntando; ella me interesa.
Shadowsil asintió con la cabeza y avanzó hasta ponerse frente a Shandril. Sus oscuros ojos capturaron y retuvieron la mirada de la joven ladrona; Shandril rogaba en silencio a todos los dioses que pudieran estar escuchándola que la liberasen de aquel lugar y de aquellos dos horribles y poderosos seres.
Symgharyl Maruel la miró con expresión casi compasiva por una vez y luego preguntó:
—¿Eras tú miembro de la Compañía de la Lanza Luminosa?
Shandril levantó con orgullo la cabeza y dijo:
—Lo soy.
—¿«Lo eres»? —comentó Shadowsil con una breve risa.
Shandril la miró fijamente con miedo creciente. Tenía la secreta esperanza de que Rymel, Burlane y los otros hubieran escapado de alguna manera al gran dragón. Se cubrió la cara con las manos ante el recuerdo del sañudo ataque, pero ahora sabía la verdad. La fría risa de la maga le impedía seguir engañándose por más tiempo. Las lágrimas manaron.
—Fuiste atrapada por el Culto y apresada en Oversember. ¿Cómo escapaste de allí? —continuó presionando Shadowsil.
—Yo… yo —titubeó Shandril con la cara desencajada por el miedo y la pena y por una cólera creciente. ¿Quién era aquella maga cruel, en cualquier caso, para arrastrarla hasta allí y atarla e interrogarla de aquella manera?
La risa profunda y silbante del dracolich resonó en torno a Shandril una vez más:
—Tiene carácter, Shadowsil. Ten cuidado. ¡Ah, esto es divertido!
—Encontré el hueso y leí lo que había escrito en él —respondió Shandril malhumorada—. Él me llevó hasta el lugar donde estaba la gárgola. No sé nada más.
Symgharyl Maruel avanzó enojada hacia ella:
—¡Ah, sí que sabes, Shandril! ¿Quién era ese estúpido que me atacó antes de que utilizáramos la puerta para llegar aquí?
Shandril sacudió la cabeza con desesperación.
—¡Mi nombre, bruja —una voz resonó sobre ellos en respuesta—, es Narm!
Hubo un resplandor y un estruendo en el aire, y Shandril vio a la maga tambalearse y casi caer, con su rostro desencajado por el dolor y el asombro, mientras un enjambre de pequeños rayos alcanzaba su cuerpo.
Shandril volvió la mirada hacia atrás a la vez que se ponía en pie. Allá arriba, en la boca de la caverna, había seis humanos. Dos de ellos, con hábitos, precedían a los demás. Uno de ellos —el que había hablado, reconoció— era el mismo que había aparecido en los últimos segundos antes de que Symgharyl Maruel la arrastrase a través de la puerta luminosa. Era joven y exaltado. El otro, una mujer cuyo pelo era tan largo como el de Shadowsil, tenía una mano extendida hacia ellos. Ella había sido quien había arrojado los rayos mágicos a la dama de púrpura.
Shandril no tuvo tiempo de ver más antes de que la caverna entera se estremeciera con el estruendo desafiante de Rauglothgor. El dracolich se elevó sobre sus patas traseras para enfrentarse a los recién llegados con sus terribles ojos y sus óseas alas arqueadas. Shandril se arrojó sin pensarlo sobre Shadowsil, quien se apartó de un salto y, susurrando una apresurada palabra mágica, se desvaneció ante sus ojos antes de que pudiera agarrarla. Rauglothgor lanzó una palabra que resonó con gran eco por toda la gruta, y un reguero de fuego salió disparado por encima de la cabeza de la joven y, al llegar a cierta distancia, estalló en el aire lanzando llamas en todas las direcciones.
Shandril se echó al suelo de plano y miró en torno a sí con gran excitación. Los recién aparecidos descendían a grandes saltos el empinado suelo de la caverna hacia ella, al parecer ilesos por el fuego. Entonces vio aparecer a la maga de púrpura detrás de todos ellos sobre un elevado saliente de la pared rocosa.
—¡Ojo allí! —gritó Shandril señalando por encima de ellos.
Un hombre con hábito liso miró hacia el lugar indicado y hubo una intermitencia luminosa roja cuando éste sacó un pequeño redondel que llevaba. De éste salió disparado un fino rayo de luz que acertó de lleno en Shadowsil. La maga se puso rígida, sus manos temblaron en un intento de trazar un conjuro y, por fin, cayó sobre el muro rocoso mientras se llevaba las manos al costado y gritaba maldiciones de ira y dolor.
El dracolich rugió otra vez, y la mujer de cabello largo le lanzó una respuesta en forma de relámpago. Mientras el trueno retumbaba por encima de sus cabezas, el resplandor dejó perfilarse las siluetas de un hombre alto con una armadura gris azulada y del joven que corrían hacia ella pendiente abajo. El hombre con armadura blandía una espada en su mano.
El joven le gritó:
—¡Señora! ¡Vos, de La Luna Creciente! ¡Venimos a ayudaros! Vamos…
Sus palabras se perdieron en el estruendo producido por la segunda bola de fuego del dracolich, que estalló justo detrás de las dos figuras que corrían. Shandril se volvió aterrada y corrió rampa abajo resbalando sobre monedas, piedras de jade y barras de oro. Detrás de ella se oyó un grito de dolor, la silbante risa del dracolich retumbó a su alrededor y la luz se desvaneció de pronto en la caverna.
Los pies de Shandril resbalaron de nuevo en las movedizas monedas. Recobró su equilibrio con una dolorosa torsión y saltó sobre unas rocas. El silencioso parpadeo de los beljurilos se hizo más intenso a medida que ella se acercó a la pared. Detrás de ella hubo otro resplandor y el tintineante sonido de unos pies que corrían sobre las monedas amontonadas.
Pero aquellos pies no sonaban como si estuvieran siguiéndola. Shandril abrió la boca para tomar aire mientras trepaba por las rocas con gran rapidez. La luz se hizo de golpe otra vez y ella se sumergió de un salto en un hoyo que se abría entre dos rocas. El dracolich rugió de nuevo.
«¡Y ni siquiera tengo una espada!», pensó Shandril poniéndose de pie con tal violencia que se golpeó rodillas y codos. Desde allí miró hacia la caverna donde se desarrollaba la batalla.
Symgharyl Maruel estaba de pie sobre una roca alta, moviendo sus manos… pero no estaba lanzando conjuros. Estaba dando manotazos a algo muy pequeño. ¡Insectos!
La esbelta y hermosa mujer recién llegada estaba lanzando un conjuro hacia el dragón, que estaba frente a ella al otro lado de la caverna. Hundido en monedas hasta las rodillas, a los pies del dracolich, estaba el hombre de la armadura lanzando tajos con su espada a la esquelética forma que se elevaba sobre él. Otro guerrero descendía corriendo por la rampa para unirse a él. ¡Un elfo! Éste sostenía también una reluciente espada. El brillo de su espada se vio brevemente eclipsado por una fragorosa ráfaga de llamas procedentes de las óseas fauces del dracolich.
Rauglothgor volvió la cabeza hacia Shandril al tiempo que se elevaba de una oleada de llamas que acababa de arrojar hacia los guerreros. Shandril se volvió, presa de pánico, y comenzó a trepar con desesperación el muro de la caverna, rezando por que el dracolich no la abrasara.
—¡Señora! —se oyó de nuevo la voz.
El joven la perseguía todavía, pero ella no se atrevía a detenerse, y siguió trepando entre rocas y piedras sueltas. El dracolich, Symgharyl Maruel y aquellos poderosos atacantes se hallaban todos entre ella y la vía de escape, decidió, y dudaba mucho de que los dioses a estas alturas se preocupasen demasiado de su salvación. ¡Mejor darse a la fuga mientras ellos estaban ocupados matándose unos a otros!
El deslumbrante fragor de otro estallido de fuego se refractó en las rocas muy cerca de ella. Shandril oyó a un hombre rugir de dolor mientras el fuego se apagaba. Detrás de ella, mucho más cerca de lo que esperaba, pudo oír al joven que la llamaba con insistencia. «¿Estará tratando de atraparme con un conjuro, también?», pensó mientras seguía trepando.
De repente, resbaló y cayó con fuerza al suelo, y quedó sin aliento del golpe. «Los favores de Tymora, como de costumbre», pensó mientras cogía aire con esfuerzo.
Shandril miró hacia arriba, justo a tiempo para ver al joven que había estado persiguiéndola aterrizar con suavidad a su lado. Ella se puso de pie de un salto y levantó un brazo ante su cara en actitud defensiva.
Narm agarró su mano y tiró de ella de nuevo hacia el suelo.
—¡Señora! —jadeó—. ¡Abajo! La bruja…
De pronto, hubo un resplandor y una profunda y resonante explosión, y una lluvia de pequeñas piedras cayó a su alrededor.
—¡Se ha librado de los insectos! —exclamó el joven con la boca abierta mirando frenéticamente en torno a ellos—. ¡Oh, dioses!
Shandril siguió con los ojos su mirada hacia la purpúrea figura de Symgharyl Maruel, que apareció ante ellos con una sonrisa triunfal.
Pero la sonrisa desapareció de su rostro cuando una delgada y oscura figura dio un salto mortal en el aire y se lanzó sobre ella como un proyectil. Los pies del atacante golpearon con aplastante fuerza a Shadowsil en el hombro y el costado. Ambas figuras salieron despedidas y se perdieron de vista tras las rocas.
—¡Me alegro de verte, bruja! —dijo una voz burlona desde detrás de las rocas—. Yo soy Torm, ¡y éstos son mis pies!
Más abajo, Rauglothgor silbaba y rugía con gran estrépito, y Shandril vio su enorme forma ósea retorciéndose e irguiéndose sobre sus patas traseras. A su lado, el atractivo joven entonó:
Por la pata del saltamontes
y el deseo profundamente guardado,
que mi arte surta el efecto deseado.
Después tocó la rodilla de Shandril y dijo:
—¡Saltad! —y colocó algo pequeño en su mano—. Señora —susurró—, romped esto, dad la vuelta y saltad allá arriba. ¡La maga!
Lanzada a un agitado frenesí por el miedo, Shandril manoseó con torpeza la brizna durante unos instantes, la rompió y saltó. El arte mágico la llevó hasta una altura prodigiosa de un solo salto. Aterrizó en un saliente en lo alto de la caverna. Tras ella oyó a Shadowsil entonando un cántico agudo y chirriante y, entonces, hubo otro resplandor. Shandril aterrizó de nuevo con ligereza sobre unas rocas caídas. Cualquiera que fuese el conjuro que la maga le había lanzado, había errado.
Shandril miró hacia abajo y se encontró con los ojos de Symgharyl Maruel que lanzaban destellos de cólera. Estaba intentando otro conjuro con ondulantes movimientos de manos, cuando otra vez la acrobática figura vestida de gris ceniciento saltó sobre ella desde un lado. Shadowsil se agachó sin embargo en el último segundo y, volviéndose con una risotada de triunfo, lanzó al saltimbanqui de Torm el conjuro destinado a Shandril. Pero dos dagas salieron disparadas de las manos de éste dando vueltas en el aire.
Shandril se volvió de espaldas y siguió corriendo sin esperar a ver quién de los dos iba a morir. Un sordo y retumbante estallido se oyó por detrás a bastante distancia de ella, y las piedras se movieron bajo sus pies. El suelo de la caverna estaba cubierto de riquezas esparcidas. Los rostros de reyes muertos mucho tiempo atrás, tallados en frío marfil blanco, la miraban fijamente cuando pasaba, y ella se estremecía al pensar en lo grandes que debían de haber sido las bestias a las que habían pertenecido aquellos colmillos.
Shandril tanteaba su camino más allá de una cortina de ámbar ensartado, con el dentado techo de la caverna muy cerca por encima de su cabeza, cuando hubo otra potente explosión tras ella. Pequeños fragmentos de roca llovieron a su alrededor levantando un remolino de polvo. Shandril oyó los apresurados y trastabillantes pasos de alguien que corría tras ella sobre pedazos de roca desmoronada y monedas. Ella apretó el paso y tropezó por centésima vez; extendió las manos hacia delante para amortiguar la caída. Los pasos se oían cada vez más cerca.
—¡Condenación! —maldijo en voz alta—. Ya no puedo correr más. ¿Cuándo terminará esta pesadilla?
Y los dioses la oyeron. Hubo un estruendo ensordecedor procedente de la caverna y Shandril salió despedida hacia adelante en medio de una desbandada general de rocas, monedas, piedras preciosas, cadenas de oro y asfixiante polvo. Por encima del estrépito, la muchacha del Valle Profundo oyó al dracolich Rauglothgor soltar un agónico y vociferante rugido que primero fue en ascenso, luego disminuyó y, por fin, se desvaneció en una serie de huecas resonancias.
Después se oyeron tres cortos pero fuertes estallidos. Shandril gritó y se tapó los oídos. El profundo retumbar, sin embargo, no se desvaneció, sino que parecía venir de todas las direcciones. Shandril se vio acribillada por un granizo de piedrecillas. Volvieron a oírse ruidosas explosiones, y esta vez se desprendieron grandes bloques y columnas de roca. Negándose a ser enterrada viva, Shandril siguió adentrándose con gran esfuerzo en la oscuridad. Detrás de ella, oyó unos débiles gritos desesperados en la distancia, pero las palabras se disolvían en interminables ecos.
Cuando el caos dio paso a la calma, Shandril se encontró sola en medio de la niebla de polvo flotante. Su desordenada respiración resultaba ensordecedora en aquel repentino silencio. Yacía quieta, resintiéndose de todas sus contusiones y arañazos y cubierta de sudor, polvo y diminutas piedras.
De pronto, observó un pálido resplandor procedente de los escombros por debajo de ella. Shandril lo miró con detenimiento mientras sus ojos se adaptaban poco a poco a la oscuridad. La luz provenía de una esfera de cristal. Sus curvas eran completamente lisas y era poco más grande que la cabeza de un hombre. Una blanca y continua luminosidad manaba de su interior y, gracias a ella, Shandril pudo ver que yacía entre un montón de tesoros.
Se arrastró hasta la esfera. La luz no parpadeó cuando ella le dio un empujoncito con los dedos del pie. Se quedó mirándola un rato en espera de algún cambio, examinándola de cerca para ver si podía haber algo escondido debajo de ella. Por fin, estiró la mano y la tocó. Pasó la mano con suavidad por su fría y lisa superficie, y luego dio un paso rápido atrás sin dejar de vigilarla estrechamente. Pero nada se movió, nada cambió. Shandril se agachó y levantó con cuidado la esfera. Era ligera y, sin embargo, se notaba algo desequilibrada, como si algo estuviera moviéndose en su interior. Pero no podía sentir, ver ni oír nada dentro de ella.
Sosteniendo la esfera a modo de lámpara, Shandril echó una mirada alrededor. El irregular techo de la caverna colgaba a poca distancia por encima de su cabeza, extendiéndose en suave inclinación hasta unos veinte pasos más allá donde se encontraba con el quebrado suelo de piedra cubierto de escombros. Ella giró despacio; las monedas de oro y otros tesoros centelleaban ante sus ojos al encontrarse con la luz. Estaba en un callejón sin salida. ¡El techo de la caverna se había derrumbado y estaba atrapada en las profundidades de la tierra!
Presa del pánico, Shandril siguió adelante dando tumbos entre los escombros. ¡Tenía que haber una salida! ¡La caverna entera no podía haberse quedado bloqueada sin más!
—¡Oh, por favor, Tymora, fuera como fuese lo pasado, sonríeme ahora, te lo suplico! —exclamó en voz alta.
Y entonces, la luz que llevaba iluminó un brazo extendido.
El joven que había estado antes corriendo tras ella a través de la caverna yacía caído boca abajo, silencioso e inmóvil. Sus piernas estaban medio enterradas en un montón de piedras. Shandril se quedó mirándolo por un momento y, enseguida, se arrodilló con cuidado entre los escombros y le retiró el pelo de la cara, con gran suavidad.
Sus ojos estaban cerrados y su boca floja. Ahora lo reconoció. Era el hombre cuya mirada se había encontrado con la suya a través de la cantina de La Luna Creciente, el mismo que, desafiante, había lanzado su magia contra Symgharyl Maruel ante la puerta en Myth Drannor.
Era atractivo este hombre. Y había intentado ayudarla más de una vez. De pronto, él se movió ligeramente. Antes de darse cuenta siquiera, ella había dejado el globo en el suelo y estaba levantando y meciendo su cabeza.
Él movió entonces la cabeza con agitación y torció la mandíbula. El dolor y la preocupación se reflejaban en su rostro mientras deliraba:
—¡Más demonios! ¿Es que esto no tiene fin? No… —sus manos se movieron y se agarraron a ella. Shandril se vio arrastrada y cayó sobre la roca junto a él—. Tienes que… tienes que… —susurró el joven con un hilo de voz.
Shandril gruñó y luchó por desembarazarse de sus manos mientras buscaba un arma que ya no tenía. Y entonces, a pocos centímetros de su cara, oyó un sorprendido «¡Oh!». La presión en su hombro cesó y las manos del muchacho se volvieron suaves. Shandril lo miró a los ojos, ahora abiertos y conscientes. Éstos miraban a los suyos asombrados y, en ellos, la muchacha vio una naciente esperanza, aunque también confusión y pesar.
—Os… os pido perdón, señora. ¿Os he hecho daño?
Sus manos la soltaron de golpe y él se esforzó por levantarse, haciendo rodar las piedras de encima de sus piernas. Pero volvió a desplomarse con debilidad.
Shandril le puso una mano encima:
—¡No os mováis! Hay que quitar las piedras primero. Tenéis los pies enterrados. ¿Os duelen? —Y se dispuso a ayudarlo, preguntándose por un momento, mientras le hablaba, si no sería más seguro dejarlo indefenso, incapaz de alcanzarla. Pero no; podía fiarse de él. Debía confiar en él. Las piedras cedieron con facilidad. Eran muchas, pero pequeñas.
—N… no siento nada. Mis pies parecen… un poco contusos, pero nada más, espero —dijo con una pálida sonrisa—. Señora, ¿cómo os llamáis?
—Yo… Shandril Shessair —respondió ella—. ¿Y vos?
—Narm —contestó él mientras intentaba mover un pie. Parecía intacto, así que se dio la vuelta para ayudarla a liberar su otro pie—. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Shandril se encogió de hombros:
—Yo corrí. El combate continuaba y… ¿erais vos quien me seguía?
—Sí —respondió él con una amplia sonrisa.
Unos segundos después ella le devolvió la sonrisa.
—Ya veo —dijo—. ¿Por qué?
Narm miró sus manos vacías por un momento y, después, a los ojos de ella.
—Quería conoceros, lady Shandril —dijo lentamente—. Desde que os vi por primera vez en la posada, he… deseado conoceros. —Sus ojos la miraron en silencio durante largos instantes.
Shandril apartó la mirada al principio, estirando las manos para recoger la bola luminosa y acunarla en sus brazos. Luego miró al joven por encima de ella, con los ojos ocultos en la sombra y su largo pelo cubriéndole la cara. Narm abrió la boca para decirle lo bonita que estaba, pero volvió a cerrarla. Ella lo miraba fijamente ahora.
—La caverna se ha derrumbado sobre los otros —dijo de pronto—. Hemos quedado enterrados.
Narm se incorporó de medio cuerpo con el corazón en un puño:
—¿No hay ninguna salida?
Shandril se encogió de hombros.
—Estaba buscando una cuando os vi —dijo—. ¿Puede vuestro arte abrir un camino?
Narm sacudió la cabeza.
—Eso está fuera de mi alcance. Pero puedo cavar, con la ayuda de los dioses —dijo con un gesto afirmativo—. ¿Dónde detuvisteis la búsqueda?
Shandril avanzó con la esfera.
—Aquí —dijo.
Lenta y cuidadosamente, fueron moviendo las piedras a un lado alumbrando arriba y abajo con el globo. Pero no encontraron ninguna abertura. Juntos continuaron examinando las paredes de su prisión. Al llegar al punto de partida, con el techo más alto, se irguieron fatigados.
—Y ahora ¿qué? —suspiró Shandril.
—Necesito sentarme —dijo Narm.
Escogió una gran piedra curva y se sentó, dando golpecitos con la mano en la roca de al lado. Shandril fue a sentarse junto a él. Narm tiró de un vapuleado morral que llevaba al hombro y lo abrió:
—¿Tenéis hambre?
—Sí —dijo Shandril.
Narm le pasó una gruesa salchicha envuelta en un paño engrasado, una hogaza redonda de pan duro a medio comer y un pellejo de agua.
—¿Qué es?
—Sólo agua, me temo.
—Suficiente, para mí —dijo ella tomando un largo trago. Y comieron en silencio durante un rato.
—¿Quién era esa bruja? —preguntó de pronto Narm.
—Se llamaba Symgharyl Maruel, o Shadowsil —dijo Shandril. Y le habló de la Compañía de la Lanza Luminosa y de cómo se había encontrado presa en aquella caverna, y de cómo el hueso la había traído a Myth Drannor hasta que Shadowsil la había llevado hasta aquel lugar. Ahí detuvo con brusquedad su relato y miró a Narm—. Vuestro turno.
Narm se apresuró a tragar un pedazo de pan y encogió los hombros.
—No hay mucho que contar. Soy aprendiz del arte, y vine desde Cormyr con mi maestro, Marimmar, a buscar la magia perdida de Myth Drannor. Cuando alcanzamos la ciudad en ruinas, nos encontramos a unos caballeros de Myth Drannor que nos advirtieron que nos alejásemos de la ciudad y nos hablaron de demonios. Pero mi maestro no se fió de su consejo e intentó ganar la ciudad por otro camino. —Narm hizo una pausa y tomó un trago del pellejo—. Marimmar fue muerto. Yo habría muerto también de no ser por otros dos caballeros que me rescataron. Ellos me llevaron al Valle de las Sombras, donde lord Mourngrym me brindó una escolta para volver a Myth Drannor. Me encontré con vos y casi me matan. Los caballeros me curaron, y yo… los persuadí para cruzar la puerta conmigo y… rescatarte.
Se miraron el uno al otro.
—Te estoy agradecida, Narm —dijo muy despacio Shandril, cambiando el tratamiento—. Siento haber huido de ti y haberte metido en esto.
Sus ojos se encontraron de nuevo. Ambos sabían que probablemente aquello sería su fin. Shandril sintió una súbita y profunda pena por haber encontrado a un hombre tan cariñoso y atractivo cuando era demasiado tarde. Se habían encontrado justo a tiempo para morir juntos.
—Siento haberte empujado hasta aquí —respondió con dulzura Narm—. Me temo que no tengo mucho de guerrero.
Sin palabras, Shandril le pasó el pan y le estrechó con fuerza el antebrazo, tal como hacían los de la compañía con sus iguales.
—Tal vez no —le dijo al cabo de un rato, sintiendo el deseo vibrar dentro de sí—, y, sin embargo, vivo gracias a ti.
Narm tomó su mano y se la llevó lentamente hasta sus labios, con los ojos fijos en los de ella. Ella sonrió y, entonces, lo besó en un impulso.
Sus labios permanecieron unidos un largo rato. Luego se separaron y se miraron el uno al otro.
—¿Más salchicha? —preguntó Narm atropelladamente.
Y ambos se rieron con nerviosismo. Comieron salchicha y pan acurrucados junto a la tenue luz de la esfera.
—¿Cómo encontraste este globo? —preguntó por fin Narm.
Shandril se encogió de hombros.
—Fue aquí mismo —dijo ella—, con el resto del tesoro. No se qué es, pero me ha servido de lámpara. Sin ella no te abría encontrado.
—Sí —dijo Narm—, y doy gracias por ello. —Su mirada hizo a Shandril sonrojarse de nuevo—. Me preguntabas por el dracolich. Ésta es la primera vez que he visto uno en mi vida, pero mi maestro me había hablado de ellos. Son criaturas que no mueren, creadas por su propia maldad y una horrible poción, del mismo modo en que un mago se convierte en un vampiro. Un culto depravado de hombres adora a semejantes criaturas. Ellos creen que dragones muertos gobernarán el mundo entero; y trabajan al servicio de estos dragones muertos para poder ganarse su favor cuando se cumpla dicha profecía.
—¿De qué forma se sirve a un dragón, aparte de como alimento suyo?
—Proporcionándole los brebajes y cuidados que necesita para alcanzar su muerte viva —respondió Narm—. Además de eso, proporcionan sortilegios y tesoros. Sus sirvientes le brindan también al dracolich información y mucha adulación en sus visitas.
Se calló y siguieron comiendo. Al cabo de otro rato, Shandril preguntó con discreción:
—Narm, ¿qué fuerza tiene tu arte?
Narm sacudió la cabeza:
—Muy poca, señora, muy poca. Mi maestro era un mago capaz, aunque nunca lo he visto lanzar sortilegios como lo hacía la dama Jhessail de los caballeros. —Hizo un gesto señalando a la oscuridad donde las rocas les habían cerrado el paso—. Yo conozco sólo unos pocos conjuros de utilidad: poco más que simples trucos o pequeños ardides para agudizar la voluntad o la agilidad mental, y los nombres de algunos que podrían adiestrarme más adelante. Mi maestro ya no está y, como mago, no soy casi nada sin él.
—Algo más que nada fue lo que me rescató a mí —protestó Shandril—. Lo hiciste, y tu magia ha sido poderosa y rápida cuando la he necesitado. Yo… me quedaré contigo y confiaré en tu arte.
Narm la miró y puso sus manos sobre las de ella.
—Gracias —dijo—. Con eso me basta, en verdad —y se abrazaron con todas sus fuerzas en aquella penumbra—. Podemos morir aquí —dijo simplemente Narm en voz baja.
—Sí —dijo Shandril—. Aventura, lo llaman.
De pronto, procedente de la parte trasera de la caverna, ambos oyeron con claridad el ruido seco de una piedra al caer. Guardaron silencio y escucharon, pero no hubo ningún otro sonido de movimiento alguno. Intercambiaron miradas preocupadas y, entonces, Shandril tomó la esfera y la sostuvo en alto. Su luz bañó las rocas a uno y otro lado, pero no reveló nada. Narm caminó con cuidado hacia el muro de roca con la daga en la mano y dio varias vueltas.
—Nada, mi señora —dijo Narm regresando junto a ella—. Pero he encontrado esto para ti —y le entregó un medallón de oro argentífero labrado con la forma de un halcón en vuelo con dos granates por ojos. Ella lo cogió despacio, sonrió y se lo colgó del cuello.
—Gracias —dijo con sencillez—. Sólo puedo darte monedas a cambio. Estoy sentada en un montón de ellas, y una por lo menos ha caído dentro de mi bota.
—¿Por qué no? —dijo él—. Si hemos de morir, ¿por qué no morir ricos?
—Narm —dijo Shandril con mucha ternura—, ¿no podrías recoger las monedas más tarde?
Narm se volvió y la miró. Shandril le tendió sus brazos abiertos. Cuando él se arrodilló a su lado, se dio cuenta de que ella estaba temblando.
—Shandril… —susurró sosteniéndola por la cintura.
—Por favor, Narm —musitó ella tirando de él hasta tenerlo tendido sobre ella y moviendo sus manos con súbita urgencia. Narm, sorprendido, se dio cuenta de que ella era muy fuerte. El morral que él se había quitado fue a caer sobre la bola, y ya no hablaron más durante un buen rato.
Más tarde, ambos yacían uno frente a otro sobre sus costados en medio de la oscuridad; el aliento de Shandril soplaba sobre el pecho y garganta de Narm. Hasta las frías monedas y rocas podían brindar una cómoda cama en un momento dado, decidió éste. Shandril abrazaba a Narm con ternura, creyendo que se había quedado dormido, pero entonces él le habló.
—Shandril —dijo de pronto—, sé que no hace mucho tiempo que nos hemos conocido, pero te quiero.
—Oh, Narm —dijo ella—. Creo que te he querido desde que nuestros ojos se encontraron por vez primera en La Luna Creciente, y siento como si hubiera pasado tanto tiempo desde entonces… ¡toda una vida por lo menos! —y se rió, abrazándolo tiernamente. Luego su expresión se tornó pensativa—. Es extraño, pero ahora no tengo miedo de morir. No me parece terrible morir aquí, si morimos juntos.
Los brazos de Narm se estrecharon en torno a ella.
—¿Morir? —dijo—. ¿Quién sabe si cavando un poquito no podríamos aún ganar nuestra libertad? La gruta del dracolich es demasiado grande para llenarse completamente de rocas…, espero.
—Cavaremos, entonces —dijo Shandril—, si me dejas levantar.
Se separaron y descubrieron la esfera. La luz hizo visibles sus cuerpos desnudos, y Shandril recogió automáticamente su túnica para cubrirse.
—Querida mía —dijo Narm con dulzura—, ¿no puedo verte siquiera?
Shandril se rió avergonzada, y su risa se convirtió en llanto. Narm la abrazó y la acarició mientras sus sollozos se apagaban. Luego murmuró unas palabras cálidas de aliento y estiró el brazo por encima de su hombro para recoger su túnica.
—Todavía no estamos muertos —susurró.
Se sentaron juntos en silencio durante un rato rodeándose mutuamente con sus brazos y reuniendo fuerzas. Entonces Shandril comenzó a tiritar y se vistieron, se levantaron y se pusieron a caminar alrededor para entrar en calor. Narm recogió oro suficiente para llenar los morrales de ambos y encontró otro tesoro para su dama.
Entregó a Shandril un anillo y un brazalete unidos por finas cadenas, de tal manera que cubrían el antebrazo de la joven, desde el dedo hasta el codo, láminas curvas y anillos labrados de oro argentífero; tanto la cadena como las demás joyas tenían numerosos zafiros incrustados.
Para él encontró una daga con su mango de metal labrado con la forma de una cabeza de león rugiente y dos rubíes engarzados a modo de ojos. Muchos y espléndidos eran los tesoros que dejó pasar ante sus ojos mientras caminaba, pero consiguió meter una barra de oro en su morral antes de que Shandril emitiese un susurro de sorpresa.
Algo se movía sobre las rocas más allá de la joven, aproximándose a ella desde los escombros; algo negro y escamoso y del largo de una espada corta. Se arrastraba con silenciosa rapidez sobre las piedras dirigiéndose hacia ellos. Era alguna especie de lagarto con un cuello y una cola bastante largos. Narm avanzó rápidamente unos pasos para lanzar sus artes a la criatura en caso de ataque. Sin aminorar su marcha, la criatura trepó hasta la cresta de una roca que estaba a cinco pasos de Shandril; ésta levantó la esfera para verla con más claridad.
De pronto, la criatura empezó a crecer, prolongándose hacia abajo por detrás de la roca, hirviendo, ondulándose y proyectándose hacia arriba. Su negra superficie se desprendió a trozos y, debajo de ella, apareció una tela de color púrpura. Con toda su estatura, y extendiendo sus brazos hacia afuera, Symgharyl Maruel se irguió ante ellos con una sonrisa triunfal.
—De modo que nos volvemos a encontrar —dijo la maga con un suave tono de amenaza—. Tiembla, querida —dijo a Shandril—, mientras mi arte se ocupa de tu joven león.
Sus manos se movían como serpientes reptantes. Shandril se volvió para mirar a Narm. También las manos de éste se movían, pero ella vio en su cara la valiente frustración de aquél a quien ya no le queda poder para lanzar artes mágicas.
Shadowsil susurró una palabra poderosa y después se echó a reír. Shandril sintió una rabia candente hervir en su interior y se precipitó sobre ella. Al menos tendría la satisfacción de dar un buen susto a la maga antes de que ésta acabara con ella.