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Las Puertas del Destino

Mis fuegos cercan a mi enemiga, y mis colmillos y mis garras le lanzan ataques mientras vuela. ¿Acaso soy cruel? No, pues hasta ahora ella nunca había vivido ni conocido el valor de la vida que tan descuidadamente ha utilizado. Ella debería estarme agradecida.

Gholdaunt de Tashluta

Carta a todos los puertos de la Costa de la Espada

sobre la caza de la pirata Valshee,

la de la Espada Negra

Año de las Olas Errantes

La niebla se arrastraba en torno a los miembros de la Compañía de la Lanza Luminosa mientras ésta avanzaba con presteza hacia el oeste remontando las colinas, con el mayor silencio y cautela. La roca desnuda aparecía ahora con más frecuencia a su paso y la tierra iba ganando altura paulatinamente. Delante de ellos, en alguna parte, escondidas en la niebla, se elevaban las Montañas del Trueno como una gran muralla. Los guerreros que de modo tan repentino los habían atacado, sin estandarte ni desafío previo ninguno, avanzaban por delante de ellos; todavía no podían distinguirlos pero sí rastrearlos gracias a las huellas que iban dejando en la hierba mojada las mulas al pasar, una tras otra, cargadas de tesoro.

Burlane frunció el entrecejo:

—¿Qué opinas tú, Thail? ¿Crees que estarán avisados al ver que no regresan sus arqueros? ¿Estaremos dirigiéndonos hacia una trampa?

Thail asintió:

—Sí. Pero es mejor que no intentemos desviarnos a un lado y aproximarnos a las montañas por otro camino. Con esta niebla perderíamos su pista y, sin saber dónde se guarecen, podríamos terminar cayendo en qué sé yo cuántas trampas. Mejor será que continuemos pegados a sus talones, o que abandonemos por completo y demos la vuelta.

Burlane miró a todos.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Seguimos adelante, volvemos hacia Myth Drannor o buscamos fortuna en alguna otra parte? Esta persecución podría significar nuestras muertes, y pronto.

—Nos enfrentamos con la muerte cada día —dijo Ferostil con frialdad, encogiéndose de hombros—, y los tesoros están bien custodiados en todas partes.

Hubo cabeceos de acuerdo.

—Seguimos, entonces —dijo Burlane—. Listas las armas y aligeremos el paso. Sólo aminoraremos allí donde haya probabilidades de una emboscada.

Y prosiguieron la cabalgada, azuzando a sus reacias monturas a un paso más veloz. Las colinas se elevaban cada vez más escarpadas y la compañía no alcanzaba a ver señal alguna de los guerreros ni de sus cargadas mulas. El rastro conducía a través de la maleza, colina arriba. Al cabo de un rato las piedras movedizas del suelo los obligaron a desmontar.

—¿A quiénes creéis que estamos siguiendo? —refunfuñó Delg caminando lo más rápidamente que podía con sus cortas piernas para mantenerse al paso de los otros.

Burlane extendió sus brazos; en cada mano llevaba un arma.

—¿Quién puede saberlo? —respondió el líder—. No exhibían escudo alguno, aunque sus armas estaban prontas y ellos no hacían mal uso de ellas. Serán proscritos seguramente, pero ¿de dónde venían con semejante botín, y dónde se albergan? ¿Quién puede decirlo?

—Bonita charla —gruñó Ferostil con tono desabrido—. Nos dirigimos a toda prisa a encontrarnos con sólo-dios-sabe cuántos bandidos, todos bien armados y esperándonos. ¡Y yo sin vendajes limpios en mis heridas!

Rymel soltó una risotada y Ferostil contestó con un bufido. Delg hizo una mueca burlona.

—Si son vendajes limpios lo que quieres, «mandíbulas largas» —dijo con sorna el enano—, yo podría encontrar la forma de proporcionarte nuevas vestiduras… ¡y heridas frescas para llevar debajo de ellas también!

—¡Mirad! —dijo Thail de pronto con voz calma.

Todos se callaron y miraron. El rastro que seguían conducía hasta una elevación rocosa y pasaba por entre dos pilares de roca desnuda. El lugar parecía inhóspito y desolado. La compañía estaba dejando la niebla atrás y podían ver, delante de ellos, un hondo, verde y desierto valle. Las montañas se elevaban a ambos lados. Más allá de los pilares rocosos, el valle ascendía hacia el lado derecho.

Burlane dijo con un cabeceo afirmativo:

—Un lugar para andar con cuidado. Sin embargo, no veo ningún peligro esperando.

—¿Invisibles por arte de magia? —sugirió Ferostil.

Delg le lanzó una mirada cortante.

—¿Desperdiciar todo ese arte para esconderse de seis aventureros? —dijo con ironía el enano—. ¿Estás en tus cabales?

—No, sólo es un pájaro de mal agüero —dijo Rymel con una amplia sonrisa burlona—. Aunque, si trepamos una pared de ese valle cuando entremos en él, yo me sentiré más seguro. Éste parece un sitio providencial para puesto de vigilancia, cuando no para un ataque.

Burlane asintió de nuevo con la cabeza:

—Trepemos la pendiente de la derecha, pues, una vez que hayamos atravesado la desembocadura del valle. ¡Mucho ojo todo el mundo! No quiero enemigos que den la alarma o arrojen piedras rodantes sobre nuestras cabezas. ¿Entendido?

Hubo un murmullo general y cabeceos de asentimiento a la vez que se disponían a avanzar al trote por entre los dos pilares de roca. Shandril notó que Delg escrutaba las fachadas de las rocas a uno y otro lado. A sus ojos, éstas parecían naturales, no trabajadas. Al otro lado, el valle se extendía silencioso y vacío.

El rastro se hacía más difícil de seguir a medida que avanzaban. La hierba era cada vez más corta y aparecía salpicada aquí y allá por roca desnuda, musgo y zarzas, pero incluso los ojos de Shandril podían distinguir todavía las huellas de las mulas. Sus cascos sin herrar habían dejado profundas marcas en los fangosos parches de tierra que había entre las rocas. El rastro llevaba hacia arriba, y la compañía lo siguió hasta que el valle se abrió delante de ellos.

A la clara luz del mediodía, la tierra que había ante ellos se veía verde y quebrada y encerrada entre montañas. No era demasiado grande y sus únicos árboles eran escuálidos y mal desarrollados y se amontonaban a lo largo de la base de una escarpada pared rocosa que formaba la ladera noroeste del valle. A la izquierda de la compañía relucían pequeñas charcas de agua y a la derecha se alzaban las rocas quebradas. Ninguna criatura viviente apareció ante sus ojos excepto un halcón solitario que volaba en círculos a gran altura. Ninguna señal de guerreros ni de mulas: sólo el vago rastro que continuaba.

La compañía giró hacia la derecha e inició el ascenso. Burlane se volvió hacia Delg:

—Quédate con los caballos. Tráelos sólo cuando yo te llame.

El enano asintió.

—¿No sientes tú también que hay algo que no marcha en este lugar? —preguntó enseguida.

—Sí —respondió Burlane subiéndose a una roca—, y hasta…

En aquel momento, un hombre con hábitos de mago apareció sobre una roca a cierta distancia por encima de ellos. Era ancho y fornido y tenía una barba finamente recortada, y sus atuendos eran de color borgoña oscuro.

—¿Quiénes sois? —preguntó mirando desde arriba a la compañía—, ¿y por qué habéis pasado las puertas sin permiso? ¡Hablad! ¡Mostradme la señal en el acto o pereced!

El hombre no llevaba armas ni cayado. Sus ojos eran negros y brillaban con intensidad. Shandril pensó que jamás había visto a nadie en su vida con un aspecto tan cruel y maligno.

—¿Qué puertas? —preguntó Burlane trepando unos metros para estar más cerca de él.

Oculta tras una roca, Shandril podía ver desde su escondrijo a toda la compañía, con las armas dispuestas, avanzar hacia el hombre separándose a la vez el uno del otro. Los negros ojos lanzaban frías miradas a su alrededor.

—Las Puertas del Destino —fue la fría respuesta, y los dedos del mago se movieron como si fueran arañas reptantes. Entonces, canturreó una frase con voz ascendente y, desde el aire, delante de sus dedos, salió proyectado un rayo chisporroteante.

En el resplandor blanco-azulado del rayo, Shandril vio a Ferostil levantar su espada en una danza convulsiva y espasmódica. El grito de agonía del luchador se desvaneció gradualmente al tiempo que su cuerpo se ennegrecía, tambaleaba y caía. Shandril estaba demasiado sobrecogida para emitir sonido alguno. El cadáver se desplomó hacia adelante y se perdió de vista por entre el abismo de rocas.

Rymel lanzó una daga mientras el resto del grupo se lanzaba al ataque. Su corta hoja brilló en el aire mientras daba vueltas hacia la erguida figura del mago, pero éste la ignoró, diciendo algo con frialdad a la vez que señalaba hacia la compañía. Antes de que alcanzase su objetivo, el cuchillo pareció chocar con alguna especie de barrera invisible y rebotó inesperadamente hacia un lado.

De pronto, nueve líneas de luz brotaron del dedo del mago hacia la compañía. Shandril observaba con morbosa fascinación mientras cada rayo luminoso volaba con aterradora velocidad girando en el aire para seguir a sus compañeros que se debatían por esquivarlos. Pudo ver cómo Thail y Burlane eran alcanzados por sendos rayos antes de que un resplandor de luz envolviera la roca donde se ocultaba y algo frío y ardiente a la vez, y casi vivo, la alcanzara. ¡Oh, qué agonía…!

Shandril se retorció de dolor, lanzando gritos mientras apretaba con fuerza los brazos contra su vientre, donde sentía un fuego abrasador que le subía hasta el pecho y la nariz y hacía manar lágrimas de sus ojos.

El dolor pasó por fin, dejándola vacía, débil y mareada. Cuando se recostó luego contra la roca, sus manos temblaban de un modo incontrolado. Shandril sabía que debía sacar su espada y atacar, pero no podía. El mundo daba vueltas a su alrededor en una profunda oscuridad mientras la muchacha caía de rodillas llorando y temblando desoladamente. Entonces cayó de costado sobre la roca, estrellando su mejilla contra la dura y fría piedra. ¡Dioses del cielo! ¿Qué había hecho con ella aquel brujo…?

Tras lo que a ella le pareció la mayor parte de un día, los ojos de Shandril volvieron a ver. El dolor de su cuello entumecido y de su contusionada mejilla la despertó y se levantó de la roca donde yacía. Miró hacia arriba y, sobre la colina, vio al mago acompañando sus conjuros con movimientos de manos y a Rymel que había conseguido trepar hasta tan sólo unos metros por debajo de él. A media distancia entre ellos y el lugar donde ella estaba, vio la figura de Thail, inmóvil y retorcida, tendida sobre las rocas. A su lado se acurrucaba indefenso Delg, obviamente herido. Más allá, podía ver el resplandor de la Lanza Luminosa mientras Burlane se apoyaba sobre ella para trepar hacia el mago, ascendiendo lenta y penosamente por un enorme peñasco.

Shandril podía sentir el sabor de la sangre en su boca. Escupió airada mientras veía cómo la espada de Rymel malhería la mano del mago y arruinaba así otro conjuro que podría haber significado la muerte de todos. El mago apartó a un lado su espada con un golpe de la otra mano. Rymel la llevó otra vez hacia atrás para asestarle un nuevo golpe, y el mago gritó una palabra con desesperada precipitación.

Al instante siguiente había desaparecido. Delante de Rymel sólo estaba el aire, y su espada brillaba mientras él giraba hacia uno y otro lado en busca de su enemigo. Shandril lo vio aparecer de pronto muy cerca de sí, entre ella y el resto de la compañía. Gritando de rabia y terror, sacó su propia espada aun sabiendo, mientras lo hacía, que era demasiado débil e inexperta para hacer algún daño a alguien con ella.

Burlane oyó su grito. Al instante recobró su equilibrio, giró y disparó la Lanza Luminosa, todo en un mismo movimiento. Shandril, con los ojos fijos en el mago que comenzaba de nuevo a mover sus manos mientras la miraba con una malévola sonrisa, tan sólo pudo ver un fugaz destello antes de que el arma se alojara en su blanco. El mago, con su atención puesta en ella, no había visto venir el peligro.

La fuerza de la embestida lo arrojó a un lado, y Shandril distinguió el asta de la lanza que sobresalía por un costado del cuerpo del mago. Entonces, las rodillas de éste se doblaron y, con un giro de su cuerpo que sacudió el asta de la lanza, se derrumbó perdiéndose momentáneamente de vista. Shandril trepó con considerable esfuerzo la primera roca que se elevaba entre los dos y miró con ansiedad hacia él. Pero, a pesar de sus renovadas esperanzas, de nuevo aparecieron ante ella el hombro y el rostro furioso del mago.

Éste lanzó al aire su puño apretado. En él llevaba un anillo metálico que parpadeaba con una súbita luz mágica. La muchacha se agachó para ocultarse detrás de la roca por la que acababa de trepar y rezó en voz alta a Tymora para que la protegiera contra fuera lo que fuese lo que aquel anillo desencadenara. Pero, después de efectuar dos largas y entrecortadas respiraciones sin que nada hubiera ocurrido, se atrevió a volver a asomarse con gran lentitud y cautela y con la espada preparada.

El mago no se había movido. Estaba recostado contra una roca con la mano aferrada al costado donde aún se alojaba la lanza. Burlane estaba saltando de roca en roca, con el rostro congestionado por la furia y la espada en ristre, para llegar hasta él. También Rymel se abría camino entre las rocas con rapidez, pero viniendo de más lejos, para unirse al ataque. El mago levantó sus ensangrentadas manos y comenzó a proferir otro conjuro. Burlane soltó una maldición y lanzó un golpe con su espada. El mago lo esquivó y se alejó algunos pasos, sin cesar el movimiento de sus manos conjuradoras, y la espada fallida rozó ligeramente contra las rocas antes de perderse de vista. Burlane maldijo con renovada cólera y reanudó su ataque, tambaleándose un instante al saltar de una gran roca para tomar tierra en la siguiente. Cuando de nuevo se halló cerca, sacó el cuchillo largo que llevaba en su cinturón.

Shandril se acordó entonces de los cuchillos que había guardado en sus botas y tiró de uno de ellos con vaina y todo. Calculó con cuidado la distancia, desenvainó el cuchillo y lo lanzó.

Demasiado tarde: el mago había terminado su conjuro. Burlane se vio de pronto envuelto en una especie de telaraña oscura y pegajosa que lo dejó atrapado entre las rocas. Sus gritos de desconcertada rabia mientras luchaba por salir de su trampa eran casi ensordecedores. Shandril tuvo la pequeña satisfacción de oír también al mago gritar y maldecir. Éste clavó una mirada llena de odio en la muchacha y se llevó la mano izquierda a la espalda donde el cuchillo se había clavado.

Un frío temor se apoderó de la muchacha, pero, sin pensarlo, levantó su pesada espada y trepó hacia el brujo. Sólo unas pocas rocas la separaban de él, pero Rymel estaba ya cerca saltando sobre las rocas con precipitada cólera. El mago retrocedió y entonces el extremo del asta, que iba bailando en su costado, se enganchó en una roca. El mago abrió la boca y se detuvo en seco, y su cuerpo cedió brevemente por el dolor. Después, vacilante, volvió a ponerse en pie y se alejó de todos ellos.

—¡Ah no, no vas a…! —gritó Rymel saltando con furia por encima de la figura enredada de Burlane y aterrizando precariamente sobre las rocas del otro lado. Echó su brazo hacia atrás para lanzar una estocada… y entonces oyeron un gran rugido.

Shandril miró hacia arriba. En el cielo, por encima del valle, vieron volverse pesadamente, mientras emergía de entre dos amenazadores peñascos, la enorme masa escamosa de un dragón verde. Sus inmensas alas de murciélago dieron una batida y, después, torció hacia abajo su cuello y descendió sobre la compañía.

Era ingente y terrible, y en sus rutilantes ojos Shandril vio su propia muerte. Paralizada por el miedo, ni siquiera pudo gritar cuando el dragón expelió una ondulante nube de espeso gas amarillo verdoso. Shandril oyó gritos y vio por un instante el mago reír con aire triunfal cuando la espada de Rymel erró su propósito y, enseguida, la sombra de la serpiente voladora cayó sobre ellos. Ella no podía respirar. Sus pulmones ardían, de pronto, y los ojos le escocían. Una angustiosa asfixia la hizo toser una y otra vez hasta caer exhausta de rodillas mientras el ardiente dolor se extendía por su pecho. La oscuridad la reclamaba.

Tras vagar entre deslizantes nieblas rojas de sangre, Shandril soñó con dragones que danzaban…

Hacía frío, y Shandril yacía sobre algo duro y rugoso. El aire mismo era frío y olía a tierra y polvo viejo, a humedad mohosa y putrefacción. Entonces abrió los ojos, tensando sus músculos contra el dolor… y se sorprendió al ver que ya no sentía ninguno. Ya no estaba herida. Cómo podía ser esto, lo ignoraba, aunque lo más probable era que fuera por magia. De quién y por qué empleada de esta manera, no tenía idea, pero de pronto podía moverse sin dolor. Incluso su hombro estaba perfectamente curado, se dio cuenta al llevarse la mano a él con maravillado asombro.

Shandril yacía sobre una piedra y, en alguna parte muy cerca de ella, hablaban dos voces humanas masculinas que ella no conocía.

—… No, ¡he dicho que tus hombres no la tendrán! Su sangre es demasiado valiosa para utilizarla de esa manera; valiosa, precisamente, ¡en la medida en que es inviolada! —dijo la voz exaltada e imperiosa.

—¿Cómo puedes estar seguro de eso? —protestó una desapacible voz más vieja y profunda—. Estos días…

Shandril no quiso escuchar más. Con frenética premura, se levantó como pudo y comenzó a buscar un medio de escapar. La piedra estaba fría bajo sus pies desnudos. Alguien se había llevado su espada, su daga, el cuchillo que aún conservaba en su bota… y las propias botas. Había estado tendida ante una gran piedra que, sin duda, había sido colocada con ayuda de troncos a través de la boca de la caverna en donde se encontraba.

La caverna era pequeña y se estrechaba por un extremo hasta convertirse en una grieta tan angosta que hacía imposible todo acceso. No se veía ninguna otra grieta, pasillo o puerta. Su prisión estaba iluminada por una pálida luz mágica de color violeta que dejaba perfilarse un bloque de piedra lisa obviamente tallado. Dicho bloque yacía horizontalmente en el centro de la caverna, con un largo equivalente a la estatura de dos hombres y una altura que llegaba hasta el pecho de la joven. Shandril se quedó horrorizada al darse cuenta de que el bloque era en realidad un sarcófago; ahora podía ver el borde de la tapa. Otros dos sarcófagos yacían sin iluminar a cada lado de él. Con creciente desesperación, ella se preguntaba cómo, con la ayuda de los dioses, se las arreglaría para salir de esta desamparada situación.

Escuchó con atención junto a la gran piedra, pero no oyó nada; los hombres se habían ido. En vano trató de empujar la piedra, palpó con cuidado sus bordes, tiró de ella con toda su fuerza, pateó contra ella y, ya con los nervios destrozados, tomó carrerilla y saltó sobre ella. Nada. Por fin, la muchacha se puso a golpearla en vano con los puños.

Abriendo la boca para tomar aire, se dejó caer con todo su peso sobre la piedra. Ésta no se movió. Sus golpes ni siquiera habían hecho el menor ruido. Estaba atrapada y, sin duda, iba a morir. Sintió un profundo escalofrío ante el recuerdo de aquella voz que hablaba de no entregarla a «tus hombres», y se le heló la sangre ante la frase «su sangre es demasiado valiosa para nosotros».

—¡Tengo que salir de aquí! —gritó a viva voz. ¡Tenía que salir!

Pero no había escapatoria. Miró por todas partes y, sencillamente, no había salida. La caverna no era grande y ella había palpado, golpeado y pasado sus manos por todo el suelo y casi toda la superficie de pared que estaba a su alcance. Encima de ella, el techo de la caverna parecía igualmente sólido. Había mirado por todas partes. De pronto, sus ojos fueron a caer sobre las negras cajas que había en el centro de la caverna.

No había mirado dentro de los sarcófagos.

Sentada allí en medio de la fría oscuridad, Shandril se quedó mirando al que estaba iluminado. Era enorme, liso y silencioso. No había inscripciones talladas o pintadas en sus caras ni en su tapa. Había sido pulido con gran esmero y destreza y no presentaba ni una marca. Obra de enanos, con toda probabilidad. Ahora que ella había pensado en abrirlo, apenas se atrevía a hacerlo por temor a lo que pudiera encontrar dentro. Tal vez un cadáver reciente, horriblemente mutilado e invadido por los gusanos, susurraba su imaginación. O, aún peor, una de esas terribles criaturas inmortales, como vampiros o espectros que, aunque muertos, continúan moviéndose. Sintió un estremecimiento en toda su piel. No tenía adónde correr si algo intentaba darle alcance desde el féretro. ¿Por qué sólo había uno iluminado? ¿O acaso algo mágico se albergaba o yacía dentro de él?

Shandril permaneció mirando los sarcófagos durante un buen rato, tratando de dominar su miedo. Nada se movía. Ni se oía ninguna voz. Ella se encontraba sola y desarmada.

Atrapada. En cualquier momento podría oír abrirse la piedra que cubría la entrada, y entonces sería demasiado tarde… para nada. Shandril tragó saliva. Sintió de repente muy seca su garganta. Entonces volvió a oír su propia voz, como si viniera de muy lejos, diciendo con inocencia a los miembros de la compañía: «Entiendo que necesitáis un ladrón».

Por un momento se preguntó si estarían todos muertos ahora: Delg, Burlane y los otros…, pero enseguida desechó con firmeza tales pensamientos y se concentró en el sarcófago. «¿Y si fueran mis amigos quienes están ahí dentro muertos y ensangrentados, encerrados aquí conmigo?». Sofocó un grito ante esta idea.

Entonces vino a su mente el rostro amable y curtido de Gorstag sonriéndole. Gorstag debía de haberse visto en peores apuros más de una vez, y todavía estaba allí para contar sus historias…

Shandril se volvió de nuevo hacia el sarcófago iluminado. Tragándose el seco nudo de su garganta, se acercó a él con paso decidido y contempló el resplandor y la piedra que éste envolvía. No hubo el menor titubeo en aquella luz, ni cambio ninguno, cuando ella puso la mano sobre la tapa.

Nada sucedió ni se perturbó el silencio. Ella no resultó dañada. Shandril tomó una profunda y estremecida bocanada de aire y empujó. Nada todavía. La pétrea tapa era enorme y vieja, y no se movió. Juntando fuerzas, Shandril se agachó junto al sarcófago tenebrosamente iluminado y puso su hombro bajo el borde de la tapa. Entonces, gritando con el esfuerzo, concentró todas sus energías en un empujón. Sus pies desnudos resbalaron mientras la tapa se desplazaba hacia un lado, y ella se agarró de inmediato al borde antes de que su brazo o cabeza pudieran zambullirse en la tumba abierta.

Miró dentro. Nada se movió, nada se oyó. Sólo huesos… de amarillos a marrones, esparcidos en el interior de aquella fría y negra caja. Una calavera humana por aquí, una mandíbula por allá. Shandril miró con cuidado en las esquinas, más oscuras, para asegurarse de que no había otra cosa que huesos. Suspiró mirando aquel desordenado montón de huesos. Era evidente que alguien había saqueado ya aquel sarcófago; cualquier arma u objeto de valor debía de haber sido sustraído de allí hacía mucho tiempo. ¿Para qué, pues, el resplandor?

Shandril se preguntó, en medio de la fría caverna, quién habría sepultado allí —o, más bien, dejado al descubierto— aquellos huesos esparcidos como las ramas podridas en el suelo del bosque. Ociosamente, buscó ciertos huesos entre la maraña. Allí, un fémur… él (por alguna razón pensó en aquella pobre alma como él) debía de haber sido alto… Y, de pronto, observó algo extraño.

Había tres brazos de esqueleto en el sarcófago.

Sólo una calavera y… sí, sólo los suficientes huesos, poco más o menos, para formar un cuerpo. ¿Un cuerpo con tres brazos? Examinó aquellos brazos; uno aparecía ya rompiéndose en huesos separados, otro casi intacto, con tiras de tendón seco agarradas todavía a la muñeca.

Y un tercero que era más grande… Curioso. Shandril estiró el brazo dentro del sarcófago y tocó la mano del brazo sobrante.

«¡Idiota!», pensó, demasiado tarde, al sentir los fríos huesos bajo las puntas de sus dedos. «¿Qué he hecho?».

Y se quedó inmóvil, esperando que algún castigo mágico cayera sobre ella, o que los viejos huesos agarrasen su mano imprudente, o que cayese un bloque de piedra del techo… ¡algo!

Pero nada ocurrió. Después de lanzar una mirada escrutadora a su alrededor, Shandril se encogió de hombros y levantó el brazo del esqueleto. Éste colgaba a su aire por la muñeca. Algunas pequeñas falanges cayeron al interior del ataúd cuando ella levantó el brazo para verlo con mejor luz.

Entonces pudo ver. La luz mostraba unas débiles marcas que recorrían el hueso del brazo que sostenía; sin duda, algún tipo de escritura. Shandril se lo acercó a la cara para examinarlo, arrugando su nariz en anticipación de un olor a putrefacción que, en realidad, no había. La escritura parecía consistir sólo en una palabra. Pero ¿por qué iba alguien a inscribir una palabra en un hueso y, después, dejarlo allí? ¿Qué significaba aquello?

Acercando al máximo sus ojos, Shandril pudo distinguir la palabra:

—Aergatha —murmuró en voz alta.

De repente, ya no estaba en la caverna. Con los fríos huesos en su mano, se encontró de pie en algún lugar pobremente iluminado y con olor a tierra. Podía sentir un aire helado soplando contra su cara. Shandril apenas tuvo tiempo de gritar cuando unas frías garras se tendieron hacia ella.

Narm, el aprendiz de mago, blanco de miedo, blandía con desesperación su cayado. Los rostros de calavera de aquellos dos demonios de hueso a quienes se enfrentaba le sonreían con aire burlón mientras él retrocedía tratando de mantener a raya sus garfios y huir de Myth Drannor tan rápido como pudiese. Tremendamente divertidos por sus esfuerzos, los demonios emitían unos horribles y ruidosas risotadas guturales. Los truenos retumbaban por encima de ellos y allí, bajo los árboles, se estaba tornando cada vez más oscuro.

Narm retrocedía aterrorizado. Tres veces habían intentado encerrarlo entre ellos, y sólo sus desesperados brincos y acrobacias lo habían salvado. Primero uno y luego otro se hacían invisibles, y él barría con furia el aire aparentemente vacío con su cayado, esperando desviar con ello algún invisible garfio de hueso lanzado hacia su garganta o su ingle. En una ocasión, su cayado se estrelló contra algo, pero el demonio parecía completamente intacto cuando reapareció, con su amplia sonrisa, justo una pizca más allá de su alcance.

Ya había sido herido dos veces y el sudor casi lo cegaba. Una magia tan débil como la suya era inútil contra aquellas criaturas, aun en el caso de haber tenido tiempo suficiente para lanzar conjuro alguno. La magia no había podido salvar a Marimmar.

Narm había visto cómo el pomposo mago era reducido tras lanzar unos cuantos conjuros espectaculares y, después, hecho jirones lentamente con aquellos garfios de hueso; las mismas armas sangrientas que en ese mismo momento estaban atormentando a los dos caballos que gritaban enloquecidos. Aquellos dos demonios sólo estaban jugando con él. El elfo y su señora bien que les habían advertido, y Marimmar se había burlado. Ahora el Muy Magnifícente Mago estaba muerto, horrorosamente muerto. Un error, uno tan sólo, y ahora ya era demasiado tarde.

De pronto, la cabeza cortada de Marimmar, chorreando sangre y con sus ojos mirando desorbitados en todas las direcciones, apareció ante él en medio del aire. Narm gritó cuando los enloquecidos ojos de Marimmar se quedaron fijos en él. La cabeza abrió su boca en una fantasmal y sangrienta sonrisa y, después, empezó a moverse hacia él. Narm ondeó su cayado con violento frenesí.

El palo cortó el aire vacío. La cabeza había desaparecido, como si nunca hubiese estado ahí. Una ilusión, se dio cuenta Narm con ira mientras las ahora siseantes risillas de los demonios de hueso se elevaban a su alrededor.

Sí, ¡a su alrededor! ¡Se habían logrado situar a ambos lados de él! Desesperado, Narm se volvió y cargó contra uno en un intento de conseguir un resquicio por donde huir a todo correr. El horrible ser botó hacia un lado, sin dejar de sisear y lanzando su cola enroscada hacia él. Narm cayó rodando entre las hojas y el barro y enseguida volvió a ponerse en píe sin dejar de batir el aire con su bastón… Era hombre muerto, de todos modos… Jamás escaparía de allí… ¡Si Marimmar y él hubiesen dado la vuelta!

Entonces hubo un resplandor cegador y el mundo explotó. Narm golpeó contra algo duro. Estirando una mano, tocó la corteza de un árbol y, tanteando a ciegas, se subió a él dándose cuenta de que todavía sostenía el cayado en la otra mano.

De pronto, oyó una seca voz femenina cerca de él:

—Aún vive, Lanseril. Si tu rayo llega a caer un par de palmos más cerca… Pon atención…

—Te toca a ti, ¿recuerdas? —respondió una ligera voz masculina con cierto énfasis. Entonces las dos voces estallaron en risas al mismo tiempo.

Los deslumbrados ojos de Narm parpadeaban con desesperación.

—¡Ayudadme! —consiguió decir casi a punto de llorar—. ¡No veo!

—Tampoco piensas, al parecer, si planeabas asaltar Myth Drannor armado de un simple palo —le dijo la voz femenina que, después, susurró una palabra.

Narm tuvo la impresión de que algo se encendía de pronto a su izquierda y se alejaba disparado en un surtidor de luces móviles separadas. Pero no pudo ver nada más; todo era como una niebla blanca. Entonces sintió una mano en su brazo. Al instante se puso rígido y lanzó su palo hacia arriba.

—No, no —le dijo al oído la voz masculina—. Si me atizas, te dejaré otra vez y los demonios se harán contigo, después de todo. ¿Cuántos compañeros tenías?

—S… sólo uno —respondió Narm dejando caer su brazo—. Marimmar, el… el Muy Magnifícente Mago —y de pronto Narm rompió en sollozos.

—Creo que ya ha dejado de ser —dijo con suavidad la voz femenina. Una mano cogió la manga de Narm y éste se vio de repente conducido por el aire, sobre la desigual hojarasca del suelo del bosque.

—Sí —dijo el hombre junto al hombro de Narm—. He visto pedazos de él mezclados con los de dos caballos. ¿Sabes montar, joven? —preguntó sacudiendo con insistencia al sollozante Narm, que consiguió asentir con la cabeza, y después añadió—: Bien. ¡Arriba pues!

Narm sintió un estribo en su pie y, en seguida, fue colocado de un empujón sobre el lomo de un caballo que resoplaba y danzaba. Narm se agarró agradecidamente al cuello del caballo y, desde un costado, le llegó la voz femenina que susurraba una palabra que él había oído antes.

La voz masculina habló de nuevo:

—¡Que Tymora escupa sobre nosotros! ¡Son persistentes! ¡Ahí viene otro volando hacia nosotros! ¡Rápido! Illistyl, condúcelo, ¿quieres?

Narm oyó un súbito revoloteo de alas y, sin pensarlo, golpeó a ciegas con su cayado, presa de nueva alarma.

—¡Por la fuerza de Mystra! —exclamó la mujer, y Narm se vio zarandeado con rudeza hacia un lado—. ¿Quieres derribar a Lanseril, idiota?

Una mano pequeña pero fuerte lo abofeteó debajo de la mandíbula y le arrancó el cayado de un tirón. Narm oyó cómo éste chocaba contra algo que estaba a su derecha.

—¡Os pido perdón! —dijo, agarrándose con fuerza al cuello del caballo mientras éste cogía velocidad—. No quise hacer ningún daño… ¡él dijo que había diablos volando!

—Sí, así es; y nosotros no estamos, como dicen en Cormyr, fuera de los bosques todavía, tampoco. Podría ser de ayuda si soltaras el cuello del caballo y cogieras las riendas para dejar al caballo respirar y volver la cabeza —sugirió ella con acento burlón—. Yo soy Illistyl Elventree. Lanseril Manto de Nieve vuela por encima de nosotros. Puede que él te perdone para cuando lleguemos al Valle de las Sombras.

—¿El… el Valle de las Sombras? —preguntó Narm intentando recordar lo que Marimmar le había contado de los valles. Podía ver oscuras siluetas moviéndose… No, era él quien se movía dejándolas atrás. ¡Árboles…! ¡Estaba recobrando la vista!—. ¿Co… cómo me salvasteis? Yo estaba… estaba…

—Atrapado, sí. Lanseril estuvo a punto de darte con el rayo al que llamó… No habría sido la primera vez. ¿Puedes ver ya?

Narm sacudió la cabeza intentando despejar la blanca bruma de sus ojos:

—Árboles, sí, y el caballo delante de mí… —y volvió la cabeza hacia la voz—, pero me temo que no puedo verte a ti, todavía. —Su voz tembló un poco y luego se afirmó—. ¿Cómo disteis conmigo?

—Somos caballeros de Myth Drannor. Aquéllos que se aventuran por aquí en busca de tesoros, a menudo se encuentran con nosotros. Los visitantes desafortunados, como tú y ese mago… tu maestro, supongo, se encuentran primero con los demonios.

—No… nosotros encontramos a un elfo, primero, buena señora. Arco Poderoso, dijo llamarse, e iba acompañado de una maga. Nos advirtieron que regresáramos, pero mi maestro se enojó mucho. Estaba decidido a encontrar la magia que permanece y entonces dio la vuelta por otro camino. Él es… era… algo orgulloso y obstinado, me temo.

—Él estará tan altamente acompañado en muerte como lo estaba en vida, pues. ¿Tú eras su aprendiz?

—Sí. No soy más que un principiante en el arte, señora. Mis conjuros y sortilegios no son todavía gran cosa. Ahora, puede que ya no lo sean nunca —dijo Narm suspirando.

—¿Cómo te llamas, sabio aprendiz? —preguntó la mujer.

—Narm, buena señora.

—No, eso no lo soy. Una señora sí, cuando me acuerdo, pero me temo que mi lengua impide que se me suela llamar «buena», salvo en refinada cortesía. Aminora el paso de tu montura un poco, Narm; este tramo que viene está lleno de raíces y agujeros.

—Sí, pero ¿y los demonios…?

—Los hemos dejado bien atrás. Parece que tienen órdenes respecto a hasta dónde pueden aventurarse. Si alguien nos acosa ahora, tengo tiempo suficiente para llamar a Elminster.

—¿Elminster?

—El Sabio del Valle de las Sombras. Tiene unos quinientos años y es uno de los magos más poderosos de Faerun. Vigila tus maneras cuando estés ante él, Narm, si quieres verte a la mañana siguiente con forma de hombre, y no de sapo o algo peor.

—Haré como dices, señora. Ese Elminster… ¿no necesitará por ventura un aprendiz?

Illistyl se echó a reír:

—Le gusta tanto tener un aprendiz como contraer la peste, según él mismo dice a menudo. Pero puedes preguntarle.

Narm sonrió a duras penas:

—No sé si me atrevería, buena señora.

—¿Un hombre que combate a los demonios de hueso con un palo de madera tiene miedo de hacerle una pregunta a Elminster? Él se sentiría de lo más halagado si supiera de tu turbación.

Ella se rió otra vez, con esa carcajada plena y gutural que pocas mujeres se permiten, y se inclinó para llevar de las bridas el caballo de Narm a través de un estrecho paso entre dos árboles y, luego, girar de plano hacia la izquierda en torno al borde de un gran pozo.

Narm pudo verla con claridad por fin. Para su gran asombro, era una muchacha diminuta, no mayor que él, vestida con una simple capa oscura sobre la túnica color de tierra y los calzones que podría llevar un guardabosques. Sus botas, observó, eran del más fino cuero y hechura, aunque sus cañas fuesen sencillas y no tuviesen decoración ni fantasía alguna. Ella sintió su mirada y se volvió, en su silla, con una sonrisa.

—Bienvenido —le dijo con sencillez.

Narm le devolvió la sonrisa. Entonces ella se volvió y espoleó a su caballo. ¿Cuán poderosos eran estos caballeros cuando uno tan joven, con tan sólo un compañero, se enfrentaba tranquilamente con los temibles demonios? ¿Y qué sería de Narm en manos de seres tan poderosos?

Con vaga desesperanza, Narm cayó en la cuenta de que había perdido todos sus libros de magia o, lo que es peor, que tan sólo le quedaba un cuchillo, unas pocas monedas y la ropa que llevaba sobre la espalda. Ahora no tenía casa, ni maestro, ni medio alguno de ganarse la vida. ¿Qué necesidad iba a tener el Valle de las Sombras de un aprendiz del arte con gente como Elminster o Illistyl residiendo en él?

Narm apretó con fuerza los dientes y siguió cabalgando con el corazón apesadumbrado. Illistyl lo comprendió y no dijo nada, pues ciertas cosas han de ser afrontadas y combatidas en solitario.

Siguieron adelante, y el día se apagaba y se fue haciendo oscuro bajo los árboles. De pronto, una gran águila descendió en picado del cielo para unirse a ellos en un claro. Retorciéndose ante sus ojos, el águila se convirtió en un hombre de ojos vivarachos con los sencillos atuendos de un druida. Narm dedicó un grave saludo a Lanseril Manto de Nieve.

Lanseril se lo devolvió con la misma solemnidad y le preguntó si sabía cocinar o lavaba después los cacharros. Hubo risas generales, y la oscuridad se disipó dentro de Narm.

Nada perturbó su campamento aquella noche; pero, en sus sueños, Narm moría un millar de veces, salvaba a su orgulloso maestro otro centenar y mataba a diez mil demonios. Muchas veces se despertó gritando y gimiendo, y cada una de ellas Illistyl o Lanseril se sentaron a su lado para tranquilizarlo con palabras y apretones de mano. Cuando volvía a acostarse, Narm sacudía cansado su cabeza. Sabía que pasaría mucho tiempo hasta que sus sueños se viesen libres de sonrientes y silbantes demonios.

Al día siguiente, mientras cabalgaba hacia el oeste a través del inmenso bosque con Illistyl y Lanseril volando por encima de ellos, Narm sabía que tendría que volver a Myth Drannor. No para vengar a Marimmar ni para intentar recuperar los libros de magia perdidos que, sin duda, para entonces ya habrían desaparecido, sino para librarse de los demonios burlones que lo asediaban en sus sueños. Medio dormido, se dejó caer en su silla y se preguntó si viviría lo bastante para ver la ciudad en ruinas. Prosiguieron la marcha hacia el Valle de las Sombras.

Por fin cabalgaron a través de un hermoso valle de frondosas huertas y jardines y árboles entrañables hasta un torreón a orillas del río Ashaba, al pie de aquel desnudo promontorio rocoso conocido como La Vieja Calavera. Illistyl hizo un gesto afirmativo a los guardias y llevaron sus monturas a un prado bajo el cuidado de un viejo palafrenero cojo y tres ansiosos jóvenes y, después, condujo a Narm al interior de la Torre Torcida.

Alertas guardianes saludaron dentro a Illistyl cuando ésta giró a la izquierda en el gran vestíbulo que se abría al otro lado de las puertas. Ella les devolvió el saludo y, a través de unas enormes puertas arqueadas, entró en una gran cámara donde un hombre con gesto inexpresivo y finos ropajes se sentaba en un trono y escuchaba a dos granjeros que discutían sobre la propiedad de algunos cerdos a raíz de la rotura de una valla. El mostacho de lord Mourngrym ocultaba su boca. Uno de sus dedos seguía repetidamente las sinuosas líneas de un dibujo de ciervos y cazadores grabado en la vaina de oro de la fina espada que llevaba.

Illistyl condujo a Narm hasta un banco situado en la parte delantera de la casi vacía estancia. Los estólidos rostros de los guardias, de pie a cada lado del trono, miraban vigilantes a Narm e Illistyl. Al observar a su alrededor, Narm vio que unos enormes tapices colgaban detrás del trono. Un balcón atravesaba en curva una esquina de la sala, a su derecha, a gran altura por encima de ellos. Allí se erguía otro guardia, y Narm pudo ver la parte delantera de un arco cargado descansando disimuladamente sobre la barandilla.

—Basta —dijo entonces el señor, y la disputa se detuvo de inmediato—. Enviaré hombres para que reparen la valla hoy mismo. Habréis de obedecerles como lo haríais conmigo. Uno de ellos os hará dividir todos los cerdos que haya entre ambas granjas en dos grupos iguales, uno para cada una. Los dos comeréis juntos esta noche con vuestras familias y con mis hombres y el vino que ellos llevarán, y espero que ambos abandonéis los malos sentimientos, dejéis atrás las rencillas y volváis a ser buenos amigos. Si algún problema con la valla vuelve a traeros aquí, os costará un cerdo a cada uno.

Entonces saludó con la cabeza, y ambos granjeros se inclinaron ante él y salieron sin decir palabra. Pero, apenas habían alcanzado el vestíbulo, volvieron a oírse sus voces reanudando la disputa. Narm creyó ver dibujarse una breve sonrisa en el apuesto rostro del señor. Illistyl se levantó y tiró de su brazo.

—Ven —le dijo y lo llevó consigo ante el trono. Narm comenzó a inclinarse con vacilación. La mano de Illistyl lo cogió del brazo y lo puso derecho—. Narm —le dijo—, éste es lord Mourngrym del Valle de las Sombras. Él te hará preguntas; respóndele bien o lamentaré haberte ayudado. —Y, sonriendo, se volvió para dirigirse al hombre del trono—. Lo encontramos asediado por los demonios en Myth Drannor, Grym.

Lord Mourngrym asintió y volvió sus claros ojos azules hacia Narm.

—Bienvenido —dijo—. ¿Por qué viniste a Myth Drannor, Narm? —Su mirada sostenía al joven como en la punta de una dulce espada.

Narm permaneció silencioso un momento y, entonces, sus palabras irrumpieron con precipitación:

—Mi maestro, el mago Marimmar, buscaba la magia que, según cree… creía, contiene la ciudad. Salimos a caballo de Cormyr y atravesamos el Valle Profundo hasta la ciudad en ruinas, los dos solos. Allí encontramos a los caballeros Merith Arco Poderoso y Jhessail árbol de Plata, que nos advirtieron que nos alejásemos. Mi maestro se enojó. Pensó que estaban tratando de impedirle acercarse a la magia de la ciudad; entonces, cabalgamos hacia el sudeste y dimos la vuelta para dirigirnos de nuevo a la ciudad. Los demonios nos asaltaron y mataron a mi maestro. Yo habría muerto también de no haber sido por esta buena señora y el druida Lanseril Manto de Nieve que acudieron a mi rescate. Y ellos me han traído directamente hasta aquí.

Mourngrym asintió:

—Su misión ha terminado. Y aquí estás tú; ¿qué vas a hacer ahora?

Narm pensó un instante, y dijo:

—Hace tan sólo un día, señor, no lo habría sabido. Pero ahora, estoy decidido. Volveré a Myth Drannor, si puedo. —De nuevo vio demonios en su mente y se estremeció—. Si huyo —añadió con tristeza—, seguiré viendo demonios toda mi vida.

—Pero podría significar tu muerte.

—Si los dioses Tymora y Mystra así lo quieren, que así sea —contestó Narm.

Mourngrym miró a Illistyl, cuyas cejas se elevaron en un gesto de sorpresa.

—Tú ¿qué dices? ¿Se debe dejar a un hombre marchar hacia su muerte?

Illistyl se encogió de hombros.

—Uno debe hacer lo que desea, si puede. La tarea difícil, Grym: decretar quién puede hacer lo que desea, es tuya —dijo ella con una amplia sonrisa—. Estoy deseando observar tu magistral intervención.

El mostacho de Mourngrym se encrespó en una apretada sonrisa. Luego se volvió hacia Narm y dijo:

—No tienes maestro; ¿tampoco tienes conjuros?

—No, señor —respondió Narm—. Si regreso de Myth Drannor, desearía encontrar un mago poderoso para estudiar mi arte. He oído hablar de Elminster. ¿Hay otros aquí que acogiesen con agrado a un aprendiz?

Mourngrym sonrió abiertamente esta vez.

—Sí —dijo—. La dama que está a tu lado es una. —Narm miró a Illistyl, quien sonreía con disimulo mientras mantenía su mirada clavada en las vigas del techo. Mourngrym continuó—: Su mentor, Jhessail árbol de Plata, es otra. Y otros practicantes menores del arte, en este valle, también te darían la bienvenida.

E, inclinando la cabeza, agregó:

—Illistyl confía en ti. Gozas de plena libertad en el valle y eres bienvenido, aquí en la torre; puedes contar con un sitio en nuestra mesa y un lugar donde dormir. Que los dioses te sonrían cuando regreses a Myth Drannor.

Narm se inclinó y puso firmemente su brazo sobre el de Illistyl.

—Gracias, señor —dijo a Mourngrym y se volvió para salir—. ¿Mi señora?

Illistyl asintió y, guiñando un ojo a Mourngrym, dijo:

—Aventureros y locos caminan juntos, ¿eh?

—Sí —dijo Mourngrym. Sólo Illistyl vio brillar una chispa en sus ojos cuando añadió—: Pero ¿quién es quién?