14
La charla no evitó el peligro

Abrid la puerta, pequeños locos: esperamos fuera.

Naurglaur, el Dragón Verde

Dichos de un Dragón

Año del Gato que Escupe

—Deberíamos ir hacia abajo —susurró Shandril al viento. Los brazos de Narm la rodeaban y él y Shandril volaron durante un rato en silencio. La gran extensión verde de los bosques élficos se extendía por debajo de ellos.

—Sí —asintió él por fin de mala gana—. No olvidaré esto en mucho tiempo.

—Ni yo —murmuró ella—. ¡Y espero que tú tampoco!

Narm se rió de su suave indignación y, doblegando su voluntad para girar de nuevo hacia el noroeste, sobre los árboles de la Corte élfica que parecían no tener fin, se dirigieron de vuelta hacia el Valle de las Sombras.

—No puedo evitar la sensación de que nos están vigilando —dijo él mirando a su alrededor. Tener esa sensación mientras se remontaban desnudos por los aires, por encima de la tierra, no dejaba de resultar extraño.

—Seguro que lo estamos, y lo hemos estado desde que cabalgamos por primera vez con los caballeros —respondió su compañera—. ¿De qué otro modo podrían protegernos?

—Bueno, sí… ¿pero ahora?

—Estoy segura de que han visto ya este tipo de cosas antes —dijo ella—. Recuerda los quinientos inviernos de Elminster.

—Sí, claro —suspiró Narm sin dejar de mirar cuanto los rodeaba. Se deslizaban a baja altura por encima de los árboles. Más arriba, la claridad del cielo tan sólo se veía interrumpida por una línea de nubes en el norte. No veía ningún tipo de criatura ni en el aire ni allá abajo, en la tierra. Narm se encogió de hombros.

—Quisiera que nada de esto fuese necesario —dijo—, y así podríamos caminar juntos sin tener miedo de nada.

Shandril fijó una mirada seria en él.

—Estoy de acuerdo contigo —respondió con tranquilidad—. Pero, sin el fuego mágico, ahora mismo tú y yo seríamos sólo huesos. —Pasaron sobre la desnuda cima de la Colina de los Arpistas y la dejaron de nuevo a sus espaldas—. Además, es la voluntad de los dioses. Por rabia que nos dé, es así y así será.

Narm asintió:

—Sí…, admito que tu fuego mágico puede ser bastante útil. Pero ¿no te hará daño?

Shandril se encogió de hombros:

—No lo sé. La mayoría de las veces no me siento mal, ni dolorida. Pero no puedo detenerlo ni dejarlo, aunque quiera. Ahora es parte de mí. —Entonces giró la cabeza para mirar atrás y, mientras esto hacía, algo circular y de color plateado se deslizó desde el cielo hasta sus manos. Shandril lo cogió antes de pensar siquiera en la posibilidad de que fuese algo peligroso. Era un objeto frío y sólido y, al contacto con su lisa superficie, las puntas de sus dedos sintieron un hormigueo.

—¡Es el símbolo sagrado de Rathan! —dijo Narm atónito—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

—Por voluntad de Tymora —contestó con voz calma Shandril—. Para responder a tus dudas.

Narm asintió muy despacio y casi con severidad. El fino vello de sus brazos se le erizó de miedo. Pero siguió sosteniéndola con la misma firmeza y suavidad que antes.

—¿Hacia dónde vamos ahora? —preguntó mientras, allá abajo, se divisaba la posada de La Vieja Calavera—. ¿Hacia la Torre Torcida?

—No —dijo Shandril, señalando las cotas de malla que resplandecían abajo sobre las espaldas de los guardias—. En su alarma, los arqueros podrían muy bien hacernos bajar antes de reconocernos.

—O precisamente —murmuró Narm entre dientes— porque nos conocen.

Shandril le dio un ligero golpe con la mano.

—¡No pienses tan mal! —susurró—. ¿Acaso quienes son verdaderamente del valle nos han mostrado alguna vez otra cosa que amabilidad y ayuda desde que vinimos aquí? Tenemos que ser desconfiados, sí, si no queremos morir…, pero no ingratos. Pero, como te iba a decir, no me atrae mucho la idea de saludar a todo el personal de la torre vestidos como estamos.

Narm se encogió de hombros.

—Ah, ésa es la verdadera razón —dijo, deteniendo su vuelo sobre la torre de Elminster—. Te pido disculpas por mis negros pensamientos. Sin embargo, es mejor desconfiar que morir rápidamente y por sorpresa.

—Sí, pero no dejes que eso te vuelva agrio —dijo Shandril—. ¿Bajamos aquí?

—¿Tenemos otro lugar? —respondió Narm—. Dudo que el arte que protege la casa de Storm sea amable con nosotros ahora, si llegamos cuando ella no está.

—Es verdad —asintió Shandril, y echó una última ojeada a su alrededor desde la altura, mirando hacia el norte, más allá de la masa de piedra de La Vieja Calavera, hacia las ondulantes tierras vírgenes que se extendían a lo lejos. El viento soplaba con suavidad en torno a ellos ahora—. Aprende este sortilegio tú mismo, tan pronto como puedas —lo instó mientras se agarraba con fuerza a su cuerpo—. Es tan bonito…

—Sí —la voz de Narm sonó ronca—. Pero su belleza apenas es nada comparada con todo lo que he visto hoy.

Los brazos de Shandril lo rodearon con fuerza, y ambos descendieron muy despacio a tierra, delante de la torre de Elminster unidos en un apasionado abrazo.

Por encima de ellos, un halcón agitó sus alas hacia un águila en señal de despedida y luego viró hacia el sur. El águila movió lentamente la cabeza a modo de respuesta y giró en círculo, lanzó un audible suspiro y se lanzó en picado hacia la tierra.

—¿Es necesario que andéis por ahí desnudos, besándoos y acariciándoos, inflamando las pasiones de un pobre viejo? —preguntó Elminster en voz alta a pocos centímetros por detrás de Narm.

Narm y Shandril dieron un respingo, sobresaltados, y apenas tuvieron tiempo de deshacer su abrazo y volverse antes de que el sabio comenzara a empujarlos con rudeza hacia la puerta.

—Adentro, adentro, y a entrenar vuestras manos pelando patatas. Lhaeo no puede alimentar a dos bocas más sólo con aire, ¿sabéis?

Las manos con las que Shandril se defendía se toparon con una barba espesa y sedosa. Elminster se detuvo un momento y se quedó mirándola:

—Conque tirándome de la barba, ¿no? Ridiculizando a un hombre lo bastante viejo para ser tu tatatatarabuelo ¿eh? ¿Te has vuelto loca? ¿O simplemente estás cansada de vivir? ¿Te gustaría pasar el resto de tu vida en el barro en forma de sapo, de babosa o de musgo rastrero? ¿Eh? ¿Eh? ¿Eh?

Y siguió empujándolos, un escalón tras otro, hasta llegar a la puerta. Narm había empezado a reírse tímidamente. Shandril estaba todavía pálida y con la boca abierta. La puerta se abrió a sus espaldas y Elminster añadió con repentina calma:

—Lhaeo, aquí tienes dos huéspedes otra vez. Necesitarán alguna ropa, antes que nada.

—Sí —fue la seca respuesta que vino de dentro—. Hace frío en los rincones, aquí dentro. ¿Qué tal se les da el pelar patatas?

La risa ahogada con que respondió Elminster los apremió a entrar, y luego él cerró la puerta y agregó:

—Estaré con vosotros enseguida…; me quedan algunas tareas.

Estaban ya dentro, en la titilante penumbra, dirigiéndose con Lhaeo hacia un cuarto ropero.

—Hemos gastado mucha ropa desde que vinisteis al Valle de las Sombras —dijo Lhaeo—. Eres una cabeza más baja que yo, ¿no, Shandril?

—Sí —asintió ella ya entre risitas.

Enseguida Narm coreó sus risas. Lhaeo sacudió la cabeza mientras pasaba las ropas hacia atrás sin mirar. «En verdad —pensó—, es muy importante que sepan cuándo reír y cuándo escuchar».

Con un cálido estofado en su interior, Shandril se recostó feliz contra la pared, sentada en su taburete. Miró a Narm, que iba ataviado con las ropas de seda de un gran mago de Myth Drannor y le sonrió con el corazón rebosante de alegría. El hogar ardía y, delante de él, Lhaeo se movía suavemente hacia adelante y hacia atrás removiendo, probando y añadiendo pizcas de especias que guardaba en un estante sobre su tabla de cortar. Un faisán colgaba de una viga sobre el escriba y un rollizo pavo yacía sobre la mesa a la espera de ser desplumado y aderezado. Narm sorbía té de hierbas y contemplaba las diestras evoluciones de Lhaeo sobre sus cacharros.

—¿Podemos ayudar en algo? —preguntó.

Lhaeo levantó la mirada hacia él con una rápida sonrisa:

—Sí, pero no a cocinar. Hablad, si os apetece. Poca charla he oído que no sea la de Elminster. ¿Qué me contáis de vosotros?

—Es maravilloso, Lhaeo —dijo Narm—. Nunca he sido tan feliz en mi vida. Nos hemos casado hoy para siempre. ¡Es realmente estupendo!

—¿Y tú, qué dices? —le preguntó el escriba a Shandril.

Ella asintió con ojos brillantes.

—Recordad —dijo Lhaeo sonriendo— cómo os sentís ahora cuando vengan tiempos más oscuros, y no os volváis nunca el uno contra el otro, sino permaneced unidos para afrontar las durezas del mundo. Pero, ya basta…, no voy a sermonearos. Ya escucharéis bastante de todo eso de otros labios, por estos alrededores.

Todos se rieron. Shandril fue la primera en recuperar la compostura, y preguntó:

—Aquellos hombres de la boda, ¿quiénes eran? ¿Lo sabes?

—Yo no estuve en vuestra boda —dijo Lhaeo con timidez—. Perdonadme. Permanezco aquí para guardar ciertas cosas. Lord Florin me contó algo sobre los hombres que sacaron sus espadas con intención de atacaros, si es a ellos a quienes te refieres.

Narm asintió.

—Sí, a ésos.

Las miradas de ambos hombres se encontraron durante un momento y, entonces, Lhaeo dijo:

—Creo que eran más de cuarenta. Treinta y siete de ellos, o tal vez más ahora, están muertos. Uno habló antes de morir. Eran todos mercenarios a sueldo. Por diez monedas de oro a cada uno y las comidas, tenían que cogeros a los dos, o bien sólo a Shandril, si no podían con los dos.

»Fueron contratados en Selgaunt hace apenas unos días y volaron en una nave que surca los cielos. Oh, sí, esas cosas existen, aunque sean raros triunfos del arte. Fueron contratados en una taberna por un gran hombre calvo y gordo de fina barba que se presentó con el nombre de Karsagh. Éste les dio instrucciones de llevaros a una colina, hacia el norte, donde volverían a ser recogidos por la embarcación celeste.

»Entonces se les pagaría el resto de lo convenido. Cada uno había recibido tan sólo dos monedas de oro. Muchos murieron con ellas encima sin haberlas gastado todavía. Quién era ese tal Karsagh y por qué os quería, es algo que aún desconocemos. ¿Tenéis alguna pista sobre quién pudiera ser?

—Medio mundo parece estar buscándonos, con espadas y conjuros —dijo con amargura Shandril—. ¿Es que no tienen otra cosa mejor que hacer?

—Evidentemente, parece que no —respondió Lhaeo—. Pero no todo es malo. Fíjate en quién te encontró, Shandril. Este aspirante a mago llamado Narm y los caballeros que te trajeron aquí.

—Sí —dijo ella en voz muy baja—, y de aquí es de donde debemos partir, dejando amigos y todo, a causa de este maldito fuego mágico —y el fuego brotó en diminutos hilillos que saltaron de una mano a otra mientras ella lo miraba con enojo.

—Buena señora, dentro de estas paredes no, por favor —dijo Lhaeo mirándola—. No conviene despertar con brusquedad ciertas cosas que duermen aquí dentro.

Shandril suspiró avergonzada y dejó que se apaciguaran los fuegos.

—Lo siento mucho, Lhaeo —dijo con tristeza—. No era mi deseo quemarte la casa.

En ese momento, un repentino crepitar los sobresaltó a todos cuando una pequeña bolsa de resina estalló al contacto con las llamas del hogar. Narm apartó los ojos del fuego y se quedó mirando a Shandril con una sombra de miedo en su cara. Ella casi estalló en lágrimas ante su mirada.

—No, no —dijo Lhaeo volviendo a su tabla de cortar—. Ya sé que no lo deseas, ni tampoco temo que vaya a ocurrir jamás. No debes odiar tu don, Shandril, porque los dioses te lo otorgaron sin esa furia. Y, ¿acaso no bendijo Tymora vuestra unión? —El escriba señaló al Símbolo Sagrado que Shandril había colocado con cuidado sobre una mesa alta. Como en respuesta a sus palabras, éste pareció iluminarse durante un instante mientras lo miraban.

—Sí —dijo Narm levantándose—. ¿De modo que estamos indefensos en las manos de los dioses? —y comenzó a pasearse. Lhaeo lo miró, con su afilado cuchillo lanzando destellos mientras cortaba las tripas de una oveja.

—No —respondió—, porque, ¿dónde entonces estaría vuestra suerte, que es la esencia de la sagrada Tymora? ¿Qué «suerte» podría haber si los dioses controlasen cada suspiro que damos? ¡Y qué aburrido sería para ellos también! ¿Te tomarías tú algún interés por el mundo que está bajo tu poder si fueses un dios y las criaturas que hay en él no tuviesen libertad para nada que tú no hubieses determinado de antemano?

»No, puedes estar seguro de que los dioses no suelen predestinar a los hombres a actuar de esta o aquella manera, si es que lo hacen alguna vez, a pesar de los muchos cuentos, incluso los de los grandes bardos, que dicen lo contrario.

—De modo que caminamos libremente y hacemos lo que deseamos, y vivimos y morimos de acuerdo con ello —asintió Shandril—. Entonces, ¿hacia adónde debemos caminar? Tú conoces los mapas, Lhaeo; he visto tu marca en las cartas de navegación de aquí y en la otra torre. ¿Hacia dónde, en toda esta tierra de Faerun, debemos dirigirnos?

El escriba la miró y extendió sus manos abiertas.

—Adonde os lleven vuestros corazones; ésa es la más fácil respuesta —dijo—, y la mejor. Pero, en realidad, me estáis preguntando hacia dónde debéis dirigiros ahora, en esta estación, con medio Faerun a vuestros talones y con los Arpistas como aliados elegidos. Una buena elección, por cierto, habéis de saber.

Entonces dio unas cuantas zancadas, y luego dijo:

—Yo iría hacia el sur, con rapidez y discreción, y pasaría por el Desfiladero del Trueno hasta llegar a Cormyr. Allí, seguid por poblados pequeños y uníos a alguna caravana o a algunos peregrinos de Tempus que busquen los grandes campos de batalla que se extienden hacia el interior desde la Costa de la Espada. Id hacia adonde haya elfos, pues ellos saben lo que es ser perseguido y os defenderán con furia.

Se volvió de nuevo a su tabla de cortar, y añadió:

—Me atrevería a decir que siempre escucharéis el mismo consejo de quienes viajan, si podéis preguntar a alguien en quien confiar.

Narm y Shandril intercambiaron miradas en silencio. Entonces habló Narm:

—Hemos escuchado ese tipo de instrucciones antes, es verdad —admitió—, casi palabra por palabra. Si el mejor camino es tan obvio como dices, ¿no estarán nuestros enemigos esperando que lo tomemos para cogernos?

—Sí, es probable que lo estén —asintió Lhaeo con una sombra de sonrisa—. De modo que tendréis que tener mucho cuidado.

Ambos jóvenes lo miraron durante un instante con un sentimiento de frustración y enseguida Shandril se rió.

—Está bien —dijo—. Intentaremos seguir tu consejo, buen Lhaeo. ¿Conoces alguna manera de evitar a quienes nos buscan?

—Los dos trabajáis con magia y camináis del lado de quienes poseen una magia poderosa. ¿Cómo es que me preguntáis eso a mí? —respondió Lhaeo elevando las cejas—. Si queréis aprender las formas de ocultaros y disfrazaros sin magia, preguntadle a Torm. Hasta el día de hoy yo he escapado, es cierto, pero en lo que a mí respecta, me oculté en la Dama Fortuna. —Y luego se volvió hacia Narm—: Si vas a seguir andando como un gran felino dentro de una jaula —añadió—, ¿podrías ir cortando patatas mientras lo haces?

En otros sitios, las cosas no eran tan pacíficas. En el castillo de Zhentil, dos hombres se sentaban a una mesa el uno frente al otro.

—Lord Marsh —dijo el mago Sememmon con cautela—, ¿no te parece que los sacerdotes del Altar Negro, tal vez debido a alguna desafortunada disputa interna o algo así, se hallan sumidos en tal estado de confusión y de desorden que no nos es posible abandonar la ciudad sin solucionarlo? Sé que mis compañeros magos sienten que no se puede confiar en los tiranos observadores ni se les debe dar más autoridad que la mínima imprescindible para ganar su respaldo. Todos los informes indican que el observador Manxam actualmente tiene poder en el templo, y los cadáveres de algunos cientos de clérigos, mayores y menores, que allí yacen han comenzado a heder.

—He escuchado los mismos informes —asintió con calma lord Marsh Belwintle—, y he llegado a las mismas conclusiones…, como creo que haría cualquier hombre razonable. Ese asunto de la muchacha que puede crear fuego mágico tendrá sencillamente que esperar, al menos en tanto no aparezca ante nuestras puertas para hacernos daño. Así que confío totalmente en que el poder y la destreza de los magos reunidos en la ciudad la derrotarán, siempre contando con que no hayan quedado todos destruidos o debilitados en el ínterin tras haber sido enviados a desperdigadas misiones por alguien con buenas razones para desear que estuvieran fuera de la ciudad.

—Así es —asintió Sememmon—. He pensado discutir contigo la conveniencia de designar a uno de nuestros magos, tal vez Sarhthor, para que vigile cuanto haga la doncella, y así podamos enterarnos y controlar su captura por cualquiera de nuestros enemigos o cualquier otro tipo de sucesos. Si ella revelase alguna facultad o método mediante el cual consiguió dominar el fuego mágico, nos beneficiaríamos en gran medida de semejante descubrimiento sin derramar nuestra sangre y sin desperdiciar magia ni dinero ninguno. La prudencia aconseja adoptar algún tipo de vigilancia por nuestra parte.

—Un excelente plan, sin duda —convino lord Marsh, colocando ante él un vaso de vino rojo sangre—. El brazo luchador de los zhentarim con seguridad estaría de acuerdo con este tipo de táctica e incluso la esperaría. Un ojo puede sernos de utilidad allí donde una garra podría ser cercenada, si no queremos ser cogidos desprevenidos por algún enemigo acechante, y definitivamente derrotados. ¿Más vino?

—Ah, gracias —respondió Sememmon—, pero no. Es excelente, de hecho, pero su sabor perdura en la lengua y hace que la prueba de las pócimas, al prepararlas, resulte cuando menos bastante incierta. Me temo que esos onerosos deberes me llaman.

—Así es, así es —asintió Marsh levantándose—. Bien, entonces estamos de acuerdo. No te retendré más. Tendremos que hablar más adelante y con rapidez en caso de que los observadores resulten problemáticos. Pero, de momento, salud para ti y tus colegas de arte.

—Salud para ti —correspondió Sememmon, y se alejó.

Un ojo que ninguno de los dos pudo ver se deslizó bajo la mesa, observó cómo se alejaba Sememmon y, luego, desapareció de golpe.

—Los Portadores del Púrpura están reunidos. ¡Por la gloria de los dragones muertos! —dijo Naergoth Bladelord. El líder del Culto del Dragón mostraba como siempre una calma fría.

—Por su dominio —contestaron más o menos al unísono los otros según la respuesta ritual.

Naergoth paseó su mirada por la amplia y sencilla cámara subterránea. Todos estaban presentes excepto el mago Malark. Muy bien; a hablar pues, cuanto más rápido mejor, para luego celebrar un banquete arriba, en algún magnífico salón de festejos de Ordulin, y después a la cama y a dormir. El Consejo directivo del Culto esperaba con expectación.

—Hermanos —dijo Naergoth—, estamos reunidos aquí para tratar un asunto que preocupa a nuestros magos: el tema del fuego mágico y todo lo relacionado con él. Hermano Zilvreen, ¿tú que dices?

—Hermanos —dijo con aire calmo y siniestro el Maestro Ladrón Zilvreen—, poco he podido saber por vuestros leales seguidores de los hechos del dracolich Rauglothgor y de la maga Maruel. Pero parece probable que Rauglothgor, sus tesoros, la maga e incluso Aghazstamn, el otro sagrado dragón nocturno que ayudó a Maruel sirviéndole de montura para volver a la guarida de Rauglothgor, hayan sido todos destruidos. Destruidos por Elminster, el maldito archimago del Valle de las Sombras, un grupo de aventureros que se llaman a sí mismos los caballeros de Myth Drannor y esa muchacha de quien hemos oído hablar, ¡esa Shandril Shessair, que es capaz de lanzar fuego mágico!

—¿Todos? —masculló Dargoth, de la flota mercante de Perlar—. Apenas puedo creer que todos ellos hayan sido destruidos. Me cuesta creer que algo pueda tener tanto poder como el de un ejército al que hemos visto acumular fuerzas, día tras día, durante mucho tiempo.

—No ha sido la fuerza de las espadas —añadió secamente Commarth, el barbudo general de las fuerzas fronterizas de Sembia.

—Los hombres que Malark envió han descrito el lugar donde estaba la guarida de Rauglothgor como un agujero lleno de escombros recién desparramados —respondió Zilvreen—. De modo que sacad vuestras conclusiones.

—¿Qué demonios es ese fuego mágico —preguntó Dargoth—, que lo mismo puede destruir a grandes magos que a grandes dragones?

Naergoth se encogió de hombros.

—Un fuego que quema y puede ser arrojado igual que un mago lanza sus rayos —dijo—, y que afecta tanto a los objetos de magia y a los conjuros como a las cosas que no son mágicas. Pero, qué puede ser, eso no lo sabemos. Y es la razón por la que enviamos a Malark.

—¿Qué hay de él? —preguntó Commarth—. ¿Has hablado con él recientemente?

Naergoth sacudió la cabeza.

—No, no sé nada más que lo que os he contado. Él está ahora en el Valle de las Sombras, o cerca de allí, según lo que hasta ahora he podido saber, buscando el momento y la forma de llegar hasta la muchacha.

—Shessair —murmuró uno de los otros—. ¿No era ése el nombre de la maga que tus hermanos de arte que antecedieron a Malark mataron en el Puente de los Hombres Caídos, en aquella batalla que los llevó a la muerte?

—Sí, así era —dijo Naergoth—, pero todavía no existe ninguna relación evidente. Tenemos por lo menos tres espías en la Costa de la Espada, que yo sepa, cuyos nombres acaban en «Suld»… y ninguno guarda parentesco alguno con el otro ni se conocen siquiera.

—¿De qué sirve? —dijo Dargoth—. La historia antigua no hace más que calentar a las lenguas largas. No tiene ninguna relación con lo que decidamos hacer en este asunto.

—Por supuesto que no, si no hacemos nada —apoyó Commarth con tono seco—. ¿Tenéis algún plan en mente, hermanos?

Naergoth y Zilvreen se encogieron de hombros.

—Tú primero, hermano —apremió Zilvreen.

Naergoth asintió con la cabeza y habló:

—El precio por meter nuestras manos en ese fuego mágico parece demasiado alto, y sabemos que otros: los zhentarim y los sacerdotes de Bane, por nombrar sólo dos, van también tras él. Sin embargo, somos nosotros los que ya hemos pagado un precio, y detesto alejarme con las manos vacías. Puede que el precio os parezca demasiado elevado… pero debemos conseguir ese fuego mágico para nosotros a toda costa. Nadie puede hacerse con él. Todavía cabe esperar mucho derramamiento de sangre —y echó una mirada alrededor de la mesa—. Cómo vamos a conseguirlo, es algo que dejo para vosotros, hermanos.

—Dejemos que los magos lo ganen para nosotros —dijo Zilvreen con voz calma—. No malgastéis más espadas en ello… y, sobre todo, no más de vuestros dragones de hueso.

—Muy bien —asintió Dargoth—. Pero, con fuego mágico o sin él, no debemos dejar que esa muchacha, ni los caballeros, se queden sin castigo por lo que han hecho. No debemos olvidar nunca que hemos perdido en esto gran parte de nuestros tesoros, dos dracoliches y a Shadowsil. La muchacha debe pagar. Aun cuando se convirtiese en un aliado, debe morir una vez que hayamos aprendido sus secretos y sus poderes. Esto debe prevalecer sobre todo lo demás.

—Bien dicho, hermano —confirmó Naergoth. Hubo un murmullo de aprobación alrededor de la mesa—. ¿Estamos de acuerdo, entonces, en dejar por ahora a nuestros hermanos magos las riendas de este asunto?

—Sí, es su campo —respondió uno.

—Sí, sería descabellado hacer otra cosa —dijo otro.

—Sí. Y, si él no regresa, siempre podemos ascender a otros magos al Púrpura.

—¡Sí, de acuerdo!

—Sí —dijeron todos los demás uno tras otro.

Así quedó acordado y todos se levantaron y dejaron el lugar.

Era tarde en el Valle de las Sombras, y en la Torre Torcida las velas ardían tenuemente. En una habitación interior de las cámaras de lord Mourngrym, tenía lugar una importante discusión junto a los restos de la cena…, en voz baja, ya que lady Shaerl dormía en su sillón en un extremo de la mesa y Rathan Thentraver cabeceaba sobre el apoyabrazos de su sillón.

—Debemos irnos —dijo Shandril a punto de llorar.

—¿Iros? Oh, sí, por supuesto… ¿Cómo vais a llegar a conoceros a vosotros mismos y haceros fuertes si estáis siempre en medio de nuestra barahúnda? —dijo Florin—. Pero volved a vernos un día, no olvidéis —añadió con tono suave.

—¿Habéis pensado en algún lugar? —preguntó Jhessail mientras se inclinaba soñolienta sobre el hombro de Merith. Los ojos del elfo centelleaban a la luz de la vela. Esa noche había hablado poco y escuchado mucho.

Narm se encogió de hombros.

—Vamos en busca de nuestra suerte. Los Arpistas nos dijeron que fuésemos en busca de la Alta Dama Alustriel, en Luna de Plata.

—¿Queréis que algunos de nosotros os acompañen? —preguntó Lanseril—. Hay peligros mucho mayores en este mundo que los que habéis combatido hasta ahora.

—Con todo respeto, señor —le respondió Shandril—, no es necesario. Durante mucho tiempo nos habéis vigilado y habéis derramado mucha sangre por nuestra causa. Debemos abrirnos nuestro propio camino y librar nuestras propias batallas, o al final no habremos hecho nada.

—Nada, dice —le dijo Torm a Illistyl—. Dos dracoliches, la cima de una montaña y un buen pedazo de Manshoon de Zhentil, y todavía dice que «nada». ¡Es terrible! ¿Qué pasará cuando intente «algo»?

—¡Chitón! —dijo Illistyl, haciéndolo callar con un beso—. Eres más parlanchín que el propio Elminster.

—Vaya, gracias —dijo una voz familiar desde un alejado y oscuro rincón de la habitación.

Narm vio el viejo y gastado sombrero primero, colgado de la punta del cayado que llevaba Elminster, y luego vio aparecer la barbuda cara del anciano en medio de la luz mirándolos a todos. Por último, miró a Narm y a Shandril.

—Podríais —dijo con sencillez— ir a La Luna Creciente a pasar la noche, por lo menos. Sería un amable detalle para con Gorstag. Se ha estado preocupando por ti, Shandril.

La joven se encontró con su escrutadora mirada, y a los pocos instantes Narm se dio cuenta de que estaba llorando. Silenciosas lágrimas caían por sus mejillas y goteaban por su barbilla. Él se volvió hacia ella y la estrechó entre sus brazos, pero las lágrimas continuaron rodando.

—No llores, querida mía —la consoló Narm—. Estás entre…

—Déjala llorar —dijo Merith con suavidad—. No hay nada vergonzoso en el llanto. Sólo una persona que no se preocupa no llora. He visto lo que les ocurre a aquéllos que, como Florin y Torm, aquí presentes, lloran por dentro e intentan ocultarlo a los demás. Eso marchita el alma.

Jhessail asintió.

—Merith está en lo cierto —dijo ella—, las lágrimas no nos deprimen; sólo lo hacen los motivos por los que lloramos.

—Llora aquí, mi señor —murmuró Shaerl entre sueños dando unos golpecitos en su propio hombro—. Es blando y te escucha. —Mourngrym la miró ligeramente embarazado. Torm esbozó una sonrisa burlona.

—¿Ves? —le dijo a Illistyl—. Podrías hacer eso por mí… Tienes hombros para ello —y ella le sacudió un manotazo cariñoso.

Shaerl se movió y frunció el entrecejo.

—Oh, ése es el juego de esta noche, ¿no? —murmuró—. Bien, mi señor, tendrás que cogerme primero, te lo aseguro.

Hubo risas por toda la estancia. Mourngrym se inclinó hacia adelante y levantó con cuidado a su dama del sillón. Adormilada, ella se le colgó del cuello y cruzó las piernas por delante de su pecho, acomodándose con murmullos de placer.

Mourngrym se volvió hacia ellos acunando a Shaerl en sus brazos.

—Buenas noches a todos —dijo con una tímida sonrisa—. Shaerl debería estar ya en la cama… y todos nosotros también, creo.

—Y ahora, ¿dónde estábamos? —preguntó Elminster recostándose en un sillón que tenía un aspecto tan viejo y gastado como él mismo—. Ah, sí…, vuestros planes para el futuro, Narm y Shandril.

Gruñidos, silencio y débiles ronquidos le respondieron desde todas partes mientras los recién sanados caballeros yacían dormidos sobre lechos y mantas. Jhessail lo miró y sonrió tristemente, pero no dijo nada. Narm también guardó silencio, pero el lento e incrédulo gesto de su cabeza resultaba elocuente.

Shandril fijó sus cansados ojos en el anciano:

—Supongo que nos dirás que nos mantengamos apartados de la lucha, o no duraremos vivos ni un día, ¿no?

—No —respondió el sabio con una profunda mirada de sus claros ojos azules—. Vosotros dos no tendréis esa elección. Debéis luchar o morir. Pero pensad en esto: basta tan sólo un fallo cuando se trata con aquéllos que manejan el arte. No lo olvidéis —y su mirada se posó en Narm—. Tu también, León de Mystra.

Elminster se aclaró la garganta y luego continuó:

—Si te encuentras frente a un mago, no intercambies conjuros con él. Arrójale piedras, a menos que esté demasiado lejos para alcanzarlo. Luego aléjate corriendo y busca un lugar para esconderte en donde puedas reunir piedras para arrojar. Es simple, ¿no? Recuerda cómo, al principio, derribó tu dama a Symgharyl Maruel antes de que pudieras reír.

—Quinientos inviernos y pico, ¿no? —fue todo lo que dijo Narm.

El sol se elevó de nuevo sobre la tranquila torre de Ashaba. El señor y la señora del Valle de las Sombras, en compañía del mago Elminster, los jóvenes desposados y los caballeros permanecieron todos en un piso superior dentro de una gran esfera deslumbrante de trémulos colores, construida por Elminster. Rold advertía a todo el mundo que no se acercase.

Varias veces la esfera se disolvió y volvió a aparecer gracias al arte del anciano mago. En una de estas desapariciones, el sonriente Lhaeo, ayudado por varios guardias fuertes, trajo té, un gran caldero de estofado caliente, escudillas, un monstruoso cucharón y dos gruesos libros de magia para el anciano sabio. Luego, el escriba se alejó otra vez y aconsejó a todo el mundo, excepto a los guardias, que hiciese lo mismo.

Los enviados esperaban en sus salas para huéspedes y los mercaderes se alejaron de nuevo del patio delantero, pues el señor y la señora, y todos cuantos había dentro de la esfera, descansaban aquel día y aquella noche. En una ocasión, en las horas oscuras de la noche, Elminster utilizó un conjuro transmisor para enviar un mensaje a cierto tirano observador de cierta fría ciudad de piedra, un mensaje que dejó al tirano negro e hirviendo de rabia. Pero cierto es que el mago tenía quinientos años de atrevimiento en reserva. Luego se sentó murmurando consigo mismo en una tienda que él y Florin (ambos inmunes a los efectos cegadores de la esfera) habían construido para proteger los ojos de sus compañeros contra su torbellino de colores.

—Elminster —preguntó Shandril con vacilación—, ¿puedo preguntarte algo?

—Sí —respondió Elminster apremiante mientras abanicaba con la mano su escudilla de estofado para enfriarlo—. Pregunta, por favor.

—¿Por qué mi fuego mágico fue rechazado por un muro de fuerza mágico que creaste cuando me estabas poniendo a prueba y, sin embargo, esta esfera, un sortilegio mucho más poderoso, según me ha dicho Jhessail, puede ser destruida por un simple chorrito de fuego mágico?

Elminster se quedó mirándola pensativo:

—Como sucede con muchas cosas relativas a tu fuego mágico, joven dama, no lo sé. Podría contarte vagas teorías sobre la naturaleza antimágica del muro y la naturaleza multinivel y por tanto menos estable de la esfera, que concentra sus energías más en la prevención del ataque desde fuera que desde dentro. Sin embargo, estas palabras serían sólo eso: vagas teorías. —Elminster se movió incómodo—. La verdad es que no lo sé, ni tampoco lo sabe ningún mago que puedas encontrar en Faerun, al menos en tanto no salga a la luz ninguna nueva sabiduría oculta durante los siglos ni se te siga sometiendo a más pruebas. A mí no me interesa seguir haciéndote pruebas, porque este tipo de pruebas resulta peligroso para el que las realiza. No siento grandes deseos de asegurarle a tu cadáver, o al de Narm, que ya he averiguado los límites exactos de vuestros poderes.

—Gracias por eso —dijo Narm sin más.

—Muchos son los magos que no vacilarían un momento, muchacho —le dijo Elminster con amabilidad—. La búsqueda de unos límites para la magia lo es todo, para la mayoría. Algunos a quienes nada preocupan la gloria ni la fuerza guerrera se deleitan en aprender lo que nadie ha aprendido jamás. Ésos no vacilarían. Considera esto, tú que quieres ser un maestro en el arte, y gobiérnate a ti mismo de acuerdo con ello.

»No quiero tener que escuchar jamás que has convertido a tu compañera en un arma contra magos rivales, o que has quemado sus poderes por intentar intensificarlos o ganarlos para ti. Sí, sí…, ya sé que la sola idea te repugna. Pero, paso a paso, el camino hacia tales cosas es más fácil de lo que crees; y lo muerto muerto está, y el deseo no hace regresar al pasado. Pero, ya basta. No te sientas herido o enojado por mis palabras; antes bien, siéntate y medita sobre ellas y crece en sabiduría. —Elminster esbozó de pronto una amplia sonrisa—. Hoy me siento con ganas de regalar sabiduría… Venid todos y tomad un poco, hasta que no me quede nada.

—Te estoy oyendo —dijo con tono irónico Mourngrym desde el gran lecho en el que él y Shaerl yacían plácidamente abrazados—. Deduzco que ése es un estado de ánimo que a menudo te asalta.

Elminster le lanzó una mirada.

Jhessail se rió por lo bajo.

—Admítelo, maestro —le dijo—. A menudo tu sabiduría se agota.

—Sí —respondió el viejo mago mirándolos a todos con una ceja levantada—. Desde luego, parece que es algo que escasea realmente en esta compañía.

Torm había perdido momentáneamente la vista a causa de una imprudente mirada a la deslumbrante esfera giratoria.

—¿Por qué nos acurrucamos aquí como… como…?

—¿Como ciegos? —intervino Rathan en su ayuda.

Torm le lanzó una mirada asesina. Hubo risotadas. Elminster hizo un gesto de resignación y cogió uno de sus libros de magia sin replicar. Jhessail dirigió a Torm una mirada compasiva.

—Escucha, pequeño cerebro de serpiente —dijo ésta con cariño—, ¿cómo podrías haber combatido a Manshoon, digo yo, sin la luz de tus ojos para guiarte?

—Oh, sí, pero ya estoy mejor ahora —dijo el ladrón—. ¿Por qué hemos de estar sentados en una jaula como ésta? ¡El tiempo se va! ¡Los ejércitos avanzan y los magos urden sus tretas! Los dioses nunca duermen, y los orcos…

—Harán lo que hacen siempre, sí, y derramarán la sangre de otros y engendrarán más orcos entre sangría y sangría…, ya conocemos los dichos. Si existe en tu mente cosa alguna parecida a la paciencia, búscala bien aunque sea en algún rincón oscuro y poco visitado. Intenta darle caza y, una vez que la hayas apresado, no dejes que se te escape —dijo Jhessail fijando sus oscuros ojos en él—. Utiliza el seso, hombre, o yo te enseñaré a hacerlo.

—Eso podría ser divertido —dijo Torm dirigiéndose hacia la tienda que había por encima de él.

—Yo no lo haría, Torm —dijo con calma Merith desde donde yacía—. Sencillamente, no lo haría. No es aconsejable.

—No hizo caso de amenazas, severas advertencias ni palabras siniestras —canturreó alegremente Torm—, sino que se precipitó y cogió la corona para sí.

—Si es la coronación lo que estás buscando —gruñó Rathan levantando su maza e inclinándose hacia delante—, yo puedo hacerte un buen servicio.

—Vaya, querido —dijo Torm imitando el tono de voz de una dama de la corte de Cormyr (Shaerl frunció el entrecejo y, sin poder contenerse, su severa expresión dio paso a una explosiva risotada)—. No conocía las profundidades de tu cariño. ¡Mi campeón! (Gritito de excitación, suspiro de deleite). ¡Mi bravo guerrero! ¡Mi…!

—¿… portador de ensueños? —gruñó Rathan echando la capa corta de Torm por encima de la cabeza de su dueño y sujetándola con firmeza en torno a ella para sofocar sus gritos—. Ahora, a callar —añadió mientras el ladrón se debatía—, o haré rebotar mi maza sobre este pedazo de alcornoque que tengo aquí hasta que se caiga —dijo, dando unas palmaditas en la cabeza embozada de Torm.

—Bien, ahora a dormir, todos vosotros —dijo Elminster—. Narm y Shandril inician un largo viaje por la mañana —y el globo luminoso que colgaba cerca de su hombro se oscureció. Los cansados caballeros se intercambiaron algunas bromas más y el sueño llegó rápidamente.

Mucho más tarde, Shandril se despertó, con un sudor frío, de un sueño en que era perseguida a través de los semidesmoronados túneles de una ciudad en ruinas por un negro demonio alado que la arrinconaba y la alcanzaba, con la cara sonriente y cruel de Symgharyl Maruel. Respiró temblorosamente y se levantó sobresaltada. Florin estaba sentado junto a la bruma azul de la pipa del sabio. Se inclinó sobre ella con un gesto de preocupación en su atractivo rostro curtido y le puso una mano tranquilizadora en el brazo. Ella sonrió agradecida y estrechó su brazo mientras volvía a acostarse al lado de Narm, que dormía plácidamente. Florin le enjugó con suavidad el sudor de la frente y la mandíbula, y ella volvió a sonreír… y debió haberse deslizado de nuevo en el sueño sin darse cuenta, porque, cuando volvió a ser consciente de cuanto la rodeaba, la mañana había llegado.

Jhessail se reía con Merith mientras bebía té caliente con menta. La luz del sol brillaba cálidamente sobre todos ellos, porque la tienda y la esfera habían desaparecido y los caballeros, vestidos con diferentes atuendos, se sentaban sobre sus lechos o divanes, o se paseaban por alrededor.

Los claros sonidos de un cuerno ascendieron desde alguna parte procedentes de un músico anónimo que, sin que pudieran verlo, entonaba una melodía en aquella encantadora mañana. Shandril echó una mirada a su alrededor, a las viejas paredes de piedra de la habitación y dijo en voz alta para sí misma:

—Voy a echar esto de menos.

—Sí —asintió Narm apareciendo de repente a su lado. Shandril se volvió hacia él con grata sorpresa. Él sonrió de oreja a oreja—. Parecías dispuesta a dormir eternamente —le dijo abrazándola.

Shandril lo envolvió también entre sus brazos.

—¡Ya eres mío!

—S… sí —consiguió decir Narm desde donde había quedado atrapado.

—No por mucho tiempo, si lo rompes como si fuera una taza de barro —dijo con tono burlón Torm—. Son más útiles, ¿sabes?, cuando están enteros… con espalda y brazos para llevar cosas y todo…

Shandril estalló en risas.

—¡Eres absolutamente cómico!

—Así es como consigo pasar cada día —le dijo Torm muy serio. No fue hasta mucho más tarde cuando ella se dio cuenta de que había dicho la cruda verdad.

—Bien —dijo por fin Florin—. Aquí nos separamos, —y señaló con la cabeza hacia la antigua columna de piedra que había delante de ellos—. Allá está la Piedra Erguida. —La piedra se elevaba alerta y desafiante de entre los arbustos y dominaba los campos hasta el Valle de la Llovizna, por detrás, y hacia el Valle de la Batalla, en dirección sur. Florin señaló con el dedo—. Siguiendo aquel camino encontraréis Essembra. Tomad habitaciones en La Puerta Verde. Una vez tuvo una puerta que hablaba, pero nos encaprichamos con ella y nos la llevamos con nosotros a la torre. Entre unas y otras cosas —sonrió—, hemos olvidado enseñárosla en medio de toda la excitación.

El caballo blanco que montaba Shandril resopló y agitó la cabeza.

—Tranquilo, Escudo —le dijo Florin—. Apenas acabas de empezar.

Ante sus palabras, Shandril sintió un repentino nudo en su garganta. Entonces se dio la vuelta en su silla para mirar atrás. Más allá de las mulas de carga, más allá de los arqueros que cabalgaban alertas detrás de ellos con sus armas listas para disparar, cabalgaban los caballeros con el siempre refunfuñón Elminster. Los iba a echar de menos a todos. Entonces sintió la mano de Narm que agarraba con fuerza la suya. Shandril intentó detener sus repentinas lágrimas.

—Nada de lloriqueos —ordenó Rathan con tono gruñón—. Todos esos sollozos le roban a una ocasión su grandeza.

—Sí —asintió Lanseril—. Pronto estarás demasiado ocupada en permanecer fuera de peligro para llorar. Así que ve acostumbrándote y procura mantener secos los ojos. Recordad que Mourngrym sirve su mejor vino en Hierbaverde. Algún año os iremos a buscar.

Narm asintió con la cabeza. Shandril se hallaba demasiado ocupada secándose las lágrimas que no querían cesar. Sus hombros se estremecieron en silencio.

—Marchaos ya —dijo con aspereza Torm por encima del hombro—, o nos pasaremos todo el día llorando y despidiéndonos.

Rathan asintió e instó a su caballo bayo hacia adelante para estrechar las manos de Narm y Shandril.

—Que Tymora os acompañe y os guarde —dijo con fervor—. Pensad en nosotros cuando estéis abatidos o sintáis frío; puede que eso os caliente y os fortalezca.

Torm miró a su amigo.

—¿Y toda esa altisonante palabrería de bardo? —dijo con asombro—. No habrás estaba bebiendo, ¿verdad?

—Vete por ahí, lengua viperina, al charco más cercano y cáete a él desde tu silla —dijo Rathan con suavidad—, y bebe toda el agua sucia que quieras.

—Haya paz entre los dos —los reprendió Jhessail—. Narm y Shandril deben estar bien lejos de aquí antes de que el sol esté en lo alto, si quieren llegar a Essembra de aquí a dos noches —y se volvió hacia la joven pareja—. Tened cuidado en el camino. La Corte élfica no es el lugar más seguro de Faerun estos días.

—Tampoco dejéis que el miedo o la piedad detengan vuestra mano —aconsejó Florin con gravedad—. Si os amenazan en el camino, dejad volar el fuego mágico antes de que os pongan las manos encima. Una espada que embiste a menudo no se puede ya detener a tiempo ni con el fuego mágico ni con arte ninguno.

—Ah, sí… y una última cosa —dijo Elminster—. Sé algo acerca de falsas apariencias. Esto os hará parecer a ambos bastante más viejos, y un poquito diferentes de aspecto, salvo entre vosotros mismos. El efecto se acabará aproximadamente en un día, o podéis interrumpirlo en cualquier momento diciendo la palabra gultho cada uno por separado… No, no la repitáis ahora, o arruinaréis el sortilegio. Déjame ver… —Se dobló las mangas y, sentándose sobre su plácido burro, conjuró su magia sobre Narm y Shandril mientras los caballeros retrocedían en sus monturas y formaban un respetuoso círculo en torno a ellos.

Cuando el mago terminó, los caballeros se acercaron en sus monturas para mirarlos de cerca. Narm y Shandril se miraron entre sí y no pudieron ver la menor diferencia en su aspecto, tal como había anunciado Elminster, pero estaba claro que eran distintos a los ojos de los demás.

—Marchad ahora —dijo Elminster con suavidad—, u os verán. Nosotros cabalgaremos un rato en dirección norte, hacia las Colinas Lejanas, con vuestros dobles, para confundir a quienes os busquen; pero, aquéllos que os persiguen no son tan débiles de mente. Partid ya, y hacedlo con rapidez. Nuestro amor y nuestro recuerdo va con vosotros —sus claros ojos azules se encontraron cariñosa y firmemente con los de los dos jóvenes mientras éstos hacían girar muy despacio sus monturas y luego, con un amplio saludo, se alejaban al galope.

Mirando hacia atrás con lágrimas en los ojos, mientras cabalgaban como el rayo hacia el sur, Shandril y Narm vieron a los caballeros montados en sus sillas, siguiéndolos con los ojos. Florin elevó entonces algo que brilló con destellos plateados sobre sus labios mientras ellos remontaban la primera colina y, cuando ya la pendiente del camino ocultó a los caballeros, las claras notas del cuerno de guerra de su líder de batalla sonó dándoles la despedida. Estaba tocando el Saludo a los Guerreros Victoriosos. Shandril lo había oído tocar a los bardos en la taberna, ¡pero jamás había soñado que algún día lo tocarían para ella!

—¿Los volveremos a ver algún día? —preguntó con tristeza Narm mientras aminoraban el paso.

—Sí —dijo Shandril con ojos y voz de acero—, sea lo que sea lo que se cruce en nuestro camino —y se apartó el pelo de los ojos—. Es hora de que aprendamos a cuidar de nosotros mismos. Si con este fuego mágico debo matar a todo aquél, hombre o mujer, que lo esté buscando con fervor, así será. Me temo que no puedo reírme ante los demonios y los dracoliches, los magos y los hombres armados con espadas de la forma que lo hace Torm. Me producen miedo y enojo. De modo que les responderé con mi arma. Espero que tú no resultes herido… Me temo que nos esperan muchas batallas.

—Espero que no te hieran a ti, mi señora —le respondió Narm mientras cabalgaban—. Es a ti a quien andarán buscando.

—Ya lo sé —dijo Shandril en voz baja, y el acero volvió a brillar en sus ojos—. Pero soy yo la que tendré listo el fuego cuando me encuentren.

Aminoraron el paso de sus caballos hasta un trote firme. El camino no parecía muy frecuentado ese día. No vieron a nadie viajando hacia el sur y tan sólo a unos cuantos comerciantes dirigiéndose hacia el norte. Todos cabalgaban armados, pero saludaban sin miradas hostiles o provocativas.

Los inmensos y vetustos árboles de la Corte élfica se elevaron a ambos lados del camino. Entre éstos y la carretera emergía de la cuneta una serie de tocones que parecían grises dedos de gigantes enterrados; eran todo lo que quedaba de retoños cortados por los viajeros para utilizarlos como cayados, mangos para utensilios y leña. Narm los observó de cerca según cabalgaban, casi esperando que salieran bandidos detrás de ellos en cada recodo u hondonada del camino.

Cabalgaron en silencio la mayor parte del día, hasta que el sol empezó a perder intensidad y los árboles a proyectar largas sombras sobre el camino.

—Deberíamos buscar un sitio para dormir, cariño —dijo Narm mientras sus sombras también se alargaban y sus caballos aminoraban el paso.

Shandril lo miró y asintió juiciosamente.

—Sí, y pronto —dijo—. Estamos casi sobre el valle. Un lugar maldito. Detengámonos aquí: en aquella loma, allá adelante, y esperemos que nadie nos encuentre.

Tiraron de las riendas hasta detenerse y Narm se bajó de un salto.

—Ufff —se quejó, rígido—, ohhh… Que Tymora nos guarde —y dio unas palmaditas a su caballo en la cabeza. Después escuchó…—. Hay agua por aquí —dijo al cabo de un rato, señalando con el dedo.

Shandril desmontó de un brinco y cayó en sus brazos.

—Bien, entonces —dijo tan sólo a unos centímetros de su nariz—, ve a buscar agua mientras yo ato los caballos, oh poderoso conjurador.

Narm refunfuñó y la besó, y luego les quitó el morral a las mulas y bajó a buscar agua. En algún lugar cercano, un lobo aulló. Mientras la claridad se desvanecía y la luz de la luna comenzaba a reinar, un halcón negro se posó silenciosamente en una rama por encima de Shandril y se quedó allí, vigilando.

Se despertaron abrazados en un duro lecho de tienda de lona extendida sobre la tierra musgosa. La mañana era resplandeciente y los pájaros cantaban. Entre los árboles había niebla y humedad. Estaban en un lugar hermoso, pero, por alguna razón, no era acogedor. Eran intrusos y podían sentirlo.

En una ocasión, Narm creyó haber visto ojos de elfos mirándolo fijamente desde la oscuridad, pero, en cuanto parpadeó, desaparecieron. La misma Corte élfica parecía haber desaparecido de aquellos bosques, aunque el hombre todavía no los había hollado. Narm se sintió más tranquilo cuando apoyó su mano en la empuñadura de su daga desenvainada, bajo la capa que cubría sus hombros y cuello. Se volvió hacia Shandril, que le sonrió tras su alborotado cabello con un aspecto adormilado y vulnerable.

—Buenos días, mi señora —saludó Narm en voz baja, rodando hasta ella para tenerla más cerca.

—También para ti, amor mío —respondió con dulzura Shandril—. Qué agradable es estar solos otra vez, sin magos que nos ataquen y guardias que nos vigilen todo el tiempo y Elminster llamándonos la atención… Te quiero, Narm.

—Yo también te quiero —dijo Narm—. Qué afortunado fui al verte en la posada e irme después… sólo para encontrarte de nuevo en lo profundo de la ruinosa Myth Drannor. Habría vuelto a La Luna Creciente algún día cuando me hubiese visto libre de Marimmar… sólo para encontrarme con que ya hacía tiempo que te habías ido.

—Sí —susurró Shandril contra su pecho—. Haría largo tiempo que me habría ido y, probablemente, estaría muerta. Oh, Narm… —y se abrazaron, sintiéndose cálidos y seguros y deseando no levantarse e interrumpir con ello aquella sensación de paz.

Entonces oyeron un ruido de cascos que provenía del cercano camino, así como el crujir de unos aparejos de cuero. Shandril suspiró y se separó de Narm.

—Supongo que debemos levantarnos —dijo, con su largo y rubio cabello colgando sobre sus hombros, mientras se ponía de rodillas y se echaba la capa encima para protegerse del frío—. Si nos detenemos en Essembra sólo para comprar alimentos y para comer, y luego nos damos prisa, podríamos acampar en el límite sur de los bosques esta noche. Yo quisiera estar lejos, al oeste de las Montañas del Trueno, antes de que el Culto del Dragón, los de Zhentil o quienquiera que sea el que venga tras de mí sepa que nos hemos separado de los caballeros. Vamos, rápido. Podrás besarme más tarde.

Narm asintió un poco apesadumbrado:

—Sí, ya lo sé.

Se sentó y miró la niebla que se deslizaba por entre los árboles y los caballos que masticaban hojas pacientemente. Suspiró también y buscó sus ropas. Sus muslos estaban resentidos de la cabalgada del día anterior. Se puso el cinturón y enseguida se detuvo a escuchar. Podría haber jurado que había oído una risa ahogada, pero no se veía a nadie. Todo estaba tranquilo en el camino. Al cabo de un largo rato, se encogió de hombros y continuó, mirando de vez en cuando a su dama. No llegó a ver el halcón negro que batía sus alas sobre las cimas de los árboles hacia el este, en su largo vuelo a casa.

Bajo su forma de halcón, Simbul sacudió la cabeza y se rió de nuevo. Eran buenas personas, pensó, y luego se elevó con sus poderosas alas para mirar desde arriba hacia los árboles. Eran todavía unos niños, pero ya pronto dejarían de serlo. Ella tenía otras preocupaciones, sin embargo, aplazadas desde hacía mucho tiempo, para quedarse a mirarlos ahora. Tal vez los mataran… pero también era posible que fuesen ellos los que hiciesen la matanza si alguien de Faerun se enfrentase con ellos. «Buen viaje, a los dos. Que la suerte sea con vosotros». La solitaria reina de Aglarond movió sus negras alas y se elevó a las alturas.

No les costó mucho tiempo atravesar aquel extraño y silencioso lugar conocido como el Valle de las Voces Perdidas. Era sagrado para los elfos, y los hombres rumoreaban que algo terrible y nunca visto lo guardaba. Algo que destruía por igual a los hombres que manejaban el hacha y a los magos, y que no dejaba rastro alguno detrás. En aquel valle, los elfos de la Corte élfica enterraban los cuerpos de los caídos, pero aquéllos que se atrevían a ir allí en busca de tesoro desaparecían entre las nieblas y nadie volvía a verlos jamás.

Ni Narm ni Shandril, ni cuantos se cruzaron con ellos en el camino, dijeron una palabra durante el tiempo en que cabalgaron por aquel sofocante valle abarrotado de árboles. En aquel valle crecían los árboles más grandes que jamás habían visto; algunos de ellos tan anchos como la torre de Elminster, allá atrás en el Valle de las Sombras. La luz era de un azul sobrecogedor bajo los árboles, donde la niebla formaba lentamente círculos allá a lo lejos, y unos débiles resplandores vagaban y danzaban por alrededor. Nadie salió del camino mientras atravesaban el valle.

Por fin lo dejaron atrás, y Shandril se estremeció con un alivio repentino cuando llegaban a la cresta de una empinada colina que marcaba su límite sur.

—El Valle Perdido, lo llaman en Cormyr —dijo Narm en voz baja—. Perdido para siempre para los hombres, a causa de los elfos.

Shandril lo miró.

—Dicen en los valles que tendría que estar muerto hasta el último elfo para que alguien pudiera cortar a salvo un solo árbol de este bosque.

—Pero todos los elfos se han ido ya —dijo Narm.

Shandril sacudió la cabeza.

—No, yo vi a uno en los bosques, cerca de la casa de Storm Mano de Plata, que saludó a Storm y se fue mientras bajábamos al estanque.

Shandril se volvió a escudriñar entre los árboles.

—Pero eso está muy lejos de aquí —protestó Narm.

—¿Tú crees? —preguntó Shandril en voz baja—. Mira allí, entonces.

Narm siguió su mirada y vio una figura inmóvil, de un color verde-grisáceo moteado, de pie sobre la fuerte rama de un árbol que emergía como una torre por encima del camino, por delante de ellos. Era un elfo, apoyado sobre un gran arco que sobrepasaba en una cabeza a Narm, que los miraba fijamente con unos ojos azules salpicados de manchas doradas. Shandril saludó con la cabeza, abrió sus manos vacías y sonrió. Narm hizo lo mismo. Un lento cabeceo de asentimiento fue su única respuesta. Los caballos siguieron avanzando con paso tranquilo y Shandril dijo:

—Un elfo lunar, como Merith.

—Un posible enemigo, a diferencia de Merith —replicó Narm con recelo—. Debemos tener cuidado a cada paso —y miró hacia adelante—. El bosque se aclara —dijo—. Debemos estar cerca de Essembra. Puedo ver campos ya.

Una caravana se aproximó a ellos entonces con un ruidoso traqueteo. Era una docena de carretas tiradas por bueyes. Iban rodeadas por jinetes de dura mirada que llevaban ballestas en sus monturas y lanzas cortas en la mano. Las carretas no llevaban estandarte de mercader ninguno, pero pasaron de largo sin el menor incidente.

Bastante más allá de la caravana, cabalgaba una familia sobre caballos de tiro pesadamente cargados, seguidos por hileras de mulas cargadas. Éstas eran conducidas tan sólo por un exaltado joven con una alabarda que colgaba y se balanceaba de un modo alarmante mientras cabalgaba desafiante hacia ellos.

—¡Eh, vosotros! ¡Dejad paso si no sois enemigos! ¡Identificaos!

Narm lo miró en silencio. La alabarda descendía amenazante sobre ellos.

—¡Identificaos o defendeos!

—Cabalga en paz —respondió Narm—, o transformaré tu alabarda en una víbora y haré que se vuelva contra ti.

El muchacho retrocedió. Su caballo danzaba inquieto mientras él movía con torpeza su brazo intentando sacar su espada con la mano errónea al mismo tiempo que sostenía la alabarda amenazadoramente sobre Narm.

—Si eres un mago —dijo con voz estridente retrocediendo mientras Narm y Shandril seguían avanzando—, ¡di tu nombre, o tendrás una muerte rápida!

Más allá del muchacho, Narm vio pequeñas ballestas listas sobre las monturas y unos ojos tranquilos y cautelosos encima de ellas. Ya no pudo seguir vacilando por más tiempo. A su lado, Shandril cabalgaba con rostro sereno.

Narm se levantó en su silla.

—¡Soy Marimmar el Magnífico, el Muy Poderoso Mago! Yo y mi aprendiz querríamos pasar en paz. ¡Pero, ofrecednos la muerte, y vuestra será!

A su lado, Shandril no pudo contener unas risitas ahogadas. Narm guardó su compostura con esfuerzos, mientras el chico le lanzaba una mirada asustada y se apresuraba a pasar de largo. Narm movió la cabeza complacido y luego miró hacia adelante mientras cabalgaba entre los otros hombres y las mulas, intentando esconder una sonrisa que pugnaba por aflorar.

—¿Sarhthor? —llamó en voz alta Sememmon escrutando en las profundidades de la bola de cristal que tenía ante él. Su telepatía mágica era siempre difícil de concentrar al principio. En lo profundo de la esfera pudo ver unas lámparas titilantes y una cara barbuda sin expresión alguna. Sarhthor lo miró a su vez y transmitió sus pensamientos sin hablar. Sememmon intentó ocultar su propia irritación ante la aparente impasibilidad y la precisión de la magia del otro mago.

—Bien hallado seas, Sememmon. He estado registrando el valle. Elminster y los caballeros acaban de volver, utilizando la carretera al sur de Voonlar. La muchacha del fuego mágico y su mágico consorte no están aquí, por cuanto he podido determinar.

—¿No están en el Valle de las Sombras?

—No. Puede que estén ocultos por aquí, pero lo dudo. Ninguno de los caballeros o los Arpistas se ha marchado a ninguna parte fuera de aquí ni se ha encontrado con nadie. El personal de la torre sabe que partieron hace dos noches.

—¿Dos noches? —casi gritó Sememmon—. ¿Cómo? ¡Pueden estar en cualquier parte, a estas horas!

«Ésa es precisamente la razón por la que he vuelto a ti, tan pronto como ha sido posible», pensó Sarhthor, y luego dijo en voz alta:

—A propósito, ¿quién está contigo?

—¿Conmigo? —preguntó Sememmon con tono de enojo y sorpresa—. ¡Estoy solo!

—Sí, lo estás ahora. Pero, hace un momento, había un ojo flotando sobre tu hombro izquierdo; una fabricación ocular mágica, obra de un brujo. Es decir, un espía. Ten cuidado, Sememmon.

Sememmon se había dado ya la vuelta, airado, y había dejado la bola para mirar lleno de furia por la habitación.

—¡Muéstrate al instante! —atronó ejecutando un sortilegio para detectar.

Dweomer, las auras de los objetos familiares imbuidos por su magia, resplandecían alrededor de él. Vagos residuos de conjuros brillaban también en el campo de magia creado por su conjuro, pero todos ellos eran conjuros que ya conocía, protectores y defensivos, toda la magia que debía estar allí. No había ninguna señal de intruso alguno.

Por fin Sememmon se volvió enojado hacia la bola de cristal, pero ésta estaba oscura. Nadie lo esperaba ya en ella, al otro extremo de la comunicación. Sememmon maldijo las sombras que lo rodeaban, pero éstas no le respondieron.

El sol volvía a hallarse bajo otra vez. Shandril y Narm se pasaron un pellejo de té caliente con especias mientras cabalgaban con sus barrigas llenas de perdiz asada, la rolliza perdiz de tierra de los bosques, con sabor ahumado y una deliciosa y espesa salsa de guisantes. Nadie se había comportado de forma suspicaz con ellos en la posada que Florin les había recomendado.

—¿Cómo te sientes, mi señora? —le preguntó Narm de repente sin mirarla—. Me refiero al fuego mágico. ¿Te hace cambiar de algún modo?

Un poco sorprendida por lo inesperado de la pregunta, Shandril lo miró con una expresión en los ojos cercana a la lástima:

—Oh, sí, sin duda. Pero no en el sentido más amplio, creo. Todavía soy la Shandril que tú rescataste de Rauglothgor. —Vaciló, y luego añadió con una voz mucho más dulce—: Todavía soy la Shandril que amas.

Narm la miró, y hubo un pequeño silencio mientras se miraban el uno al otro. Y entonces sobrevino el ataque.

Shandril sintió que algo andaba mal un instante antes de que la roca golpeara el hombro de Narm y le lanzara la cabeza hacia atrás. Shandril se mordió el labio, sobresaltada. Narm fue arrojado hacia un lado, y la golpeó con su brazo mientras rotaba, y entonces perdió el equilibrio y cayó.

Aturdida, Shandril vio cómo la enorme roca cubierta de musgo se detenía delante de ella sobre la cabeza de Narm. éste yacía en el suelo inmóvil, mientras la roca descendía muy despacio sobre él. Por encima del herboso caballón del camino, más allá de donde yacía Narm, Shandril distinguió a un hombre vestido con hábito.

Éste la miró con una amplia y malévola sonrisa. Sus ojos negros brillaban con una amenaza de muerte. Ella tomó aliento para gritar mientras un miedo incontrolado crecía y la ahogaba desde su interior.