16
Puesta de sol en La Luna Creciente

De noche, sombríos sueños me causan mucho dolor, pero después siempre viene de nuevo una luminosa mañana.

Mintiper Luna de Plata, bardo

Nueve Estrellas en torno a una Luna de Plata

Año del Gran Manto

—Los portadores del Púrpura están reunidos —dijo Naergoth Bladelord—. ¡Por la gloria de los dragones muertos!

—¡Por su dominio! —corearon en respuesta ritual las roncas gargantas. Naergoth paseó su mirada por toda la sala.

Malark no había aparecido aún. Naergoth empezaba ya a temer que algo malo y, probablemente, definitivo, le hubiese ocurrido. Por las miradas que los otros estaban dirigiendo a su asiento vacío, él no era el único que pensaba en semejantes términos. Muchos rostros cariacontecidos se volvieron hacia él.

—Está bien —dijo Dargoth—. ¿Tu qué dices, Zannastar? Tú representas a nuestros magos en ausencia de Malark, y en mi mente aumenta la duda de que lo volvamos a ver aquí con vida.

—No me corresponde hablar como uno de vosotros —dijo Zannastar, un hombre calvo y barbudo de mediana edad—. Yo no visto el Púrpura.

Su duro rostro giró para mirar a lo largo de la mesa:

—Pero pienso que, cuanto más se escucha, más se aprende. Algo, ya sea el fuego mágico o no, está abatiendo a nuestros hermanos uno tras otro, e incluso a muchos de vuestros seres sagrados. Rauglothgor y Aghazstamn eran ambos de inmenso poder. ¿Creéis que el dracolich Shargrailar se hallará a salvo? Su guarida está al otro lado de las montañas, es cierto, pero lo bastante cerca.

—Sí —asintió Zilvreen—, y, sin embargo, los Seres Sagrados pueden cuidar de sí mismos mucho mejor de cuanto podamos defenderlos nosotros si no sabemos dónde puede caer el golpe. Será mejor que vayamos tras esa Shandril nosotros mismos y la destruyamos. Si permanecemos acobardados en las guaridas esperando su ataque, ya le habremos cedido la victoria.

—Sí, sí, ya hemos tratado y aprobado este asunto —dijo Naergoth—. Lo más probable es que nuestro mago ausente haya muerto siguiéndola.

—Entonces dejémoslos ir, a Shandril y a ese mago en ciernes…, Narm —dijo Dargoth—. El coste es demasiado alto.

—Demasiado alto ya —recalcó el clérigo Salvarad con una voz cuyo susurro advertía de cosas graves. Los triples rayos de Talos, labrados en plata, destellaron sobre su pecho—. Sí, hermanos, considerad el coste si se divulga por todas partes que una jovencita, una jovencita que dispone de una inusitada y poderosa capacidad para las artes mágicas, nos ha desafiado y destruido a muchos de nosotros. ¿Podemos permitirnos dejarla marchar ahora, al precio que sea? ¿Qué opináis?

—Oh, sí, al coste de una pérdida de reputación, dejémosla ir —dijo Zilvreen—. ¿Qué pérdida es ésa? Unas pocas matanzas, mutilaciones y pérdidas de esa índole pueden ser reparadas, al menos ante la mayoría de la gente. Pero ¿podemos desaprovechar la ocasión de hacernos con el fuego mágico, cuando nuestros enemigos podrían terminar usándolo contra nosotros? Ése es el verdadero precio, hermanos.

—Cierto; no podemos enfrentarnos al fuego mágico, lo hemos visto con toda claridad. ¡Pero debemos impedir que lo consigan nuestros enemigos! —dijo uno de los guerreros. El hombre que se sentaba a su lado se volvió y lo miró con sorpresa.

—¿Acaso crees que tus enemigos pueden afrontarlo? ¡Ja! ¡He oído decir que Manshoon, del castillo de Zhentil, tuvo que darse a la fuga a causa de esa muchacha! Yo digo que mantengamos nuestras filas a salvo y no más guerra contra Shandril… a menos que el tiempo y Tymora la debiliten de tal manera que mejoren nuestras posibilidades. ¡Dejemos, por tanto, que otros la persigan y mermen sus fuerzas en la empresa! Nosotros recogeremos el fruto de su locura, del mismo modo en que el buitre se alimenta en los campos de los caídos.

»Las espadas nos han llevado hasta donde estamos hoy. Sí, no sin la ayuda del arte y el favor divino, admito. Pero las espadas han mantenido a raya a gobernantes y bandidos. No necesitamos el fuego mágico. No malgastemos nuestra mejor sangre por él.

—Bien dicho, Guindeen —respondió Salvarad—. Sin embargo, ¿podemos permitirnos dejar que nuestros enemigos ganen el fuego mágico y lo utilicen contra nosotros? Seríamos todos destruidos sin remisión.

—Nos colocas, en verdad, ante una difícil elección —dijo Naergoth Bladelord con tono sosegado—, y eso nos lleva a otra inevitable cuestión: ¿quién quiere enfrentarse a esa joven doncella? —y miró a todos los presentes, mientras el silencio se hacía cada vez más denso.

Nadie se movió ni habló. Después de una prolongada pausa, Naergoth dijo con suavidad:

—Así es que estamos de acuerdo. Olvidemos el fuego mágico y continuemos trabajando como de costumbre por la mayor gloria de los dragones muertos.

Todos asintieron con desgana, pero nadie replicó. Es difícil reírse del miedo cuando uno lo comparte con los demás.

Cabalgaron hacia el oeste sin detenerse. Narm escudriñaba con cautela cuanto los rodeaba mientras avanzaban, a la espera siempre de otro ataque. Shandril, sin embargo, encontraba aquel bosque más acogedor que la Corte élfica. Por entre el espeso laberinto de troncos y ramas retorcidas, se podían ver profundos y escondidos recovecos. Las enredaderas colgaban como enmarañadas telas de araña desde las ramas altas hasta los troncos. Una tupida cortina de helechos se elevaba desde el suelo, interrumpida tan sólo en aquellos lugares donde las ramas habían caído.

Shandril paseaba la mirada por el musgo que cubría rocas y troncos, y por los enormes y frondosos árboles, algunos tan grandes como casas. Pero Narm sólo veía peligro, posibles emboscadas y sombras ocultas.

A medida que transcurría el día, sin que se produjera ningún ataque, él también empezó a disfrutar del camino hacia el Valle Profundo.

—¡Qué hermoso! —dijo cuando, al llegar a la cresta de una suave loma en el camino, vio la luz del sol caer como un torrente sobre un claro, a través de los árboles.

—Sí —dijo Shandril con voz humilde—. Jamás había visto estos bosques, pese a que vivía a un día de cabalgada —y miró con curiosidad a su alrededor—. A veces desearía no haber conocido nunca el fuego mágico. Así podría ir a casa tranquilamente contigo, ahora, en vez de huir de más de un centenar de magos medio locos.

—¿Por qué no te quedas? —preguntó Narm—. Tú tienes poder para matar a cien magos chiflados.

—Sí, pero en el transcurso perdería el valle, a mis amigos e incluso a ti. Los magos poderosos parece que tienen que destruir siempre cuanto los rodea. Ellos causan mayor devastación que los incendios forestales y los bandidos. A veces pienso que la vida sería más sencilla sin magia.

—Eso le dije yo a Elminster —respondió Narm—, y él me dijo que no, que si yo pudiese ver los extraños mundos que él ha conocido lo entendería.

—No, gracias —respondió Shandril—. Me parece que ya tengo suficientes problemas en este mundo.

El camino ascendía de nuevo a través de un frondoso túnel de viejos robles que daba acceso a una zona despejada. Narm y Shandril cabalgaban en silencio, uno al lado del otro, alertas a cualquier peligro. Diminutas ramas en forma de látigo que habían caído de los árboles yacían en el suelo, entre las hojas muertas, las enredadas hierbas y los helechos, como delgados y oscuros dedos de duendes esperando para agarrarse o saltar bajo los pies. Continuaron cabalgando sin ser atacados ni encontrar viajero alguno en el camino.

—Esto es bastante misterioso —dijo Shandril—. ¿Dónde ha ido todo el mundo?

—A cualquier otra parte, por una vez —dijo Narm—. ¡Agradécelo y cabalga mientras tengamos la posibilidad! Me gustaría librarme de estos valles donde todos nos conocen. Tu fuego mágico no puede durar, o triunfar, eternamente.

—Ya he pensado en ello —dijo Shandril con un tono humilde—. Hasta ahora, hemos sido muy afortunados. Más que eso, hemos luchado contra muchos que no sabían a qué se enfrentaban; lo mismo que yo. Dentro de poco, los magos vendrán en nuestra búsqueda con conjuros y estratagemas mágicas específicamente preparadas para incapacitarnos o inutilizar el fuego mágico. Y entonces, ¿qué será de nosotros?

—Ah, Shan, te quejas demasiado —replicó Narm exasperado—. Me preocupas. Al menos, tú puedes devolver los golpes. ¿Esperabas una vida como en las baladas, con todos aplaudiendo, triunfos y finales felices? No, querías aventura, y aventura tienes. ¿Oíste la definición de aventura de Lanseril, en aquella primera fiesta en el Valle de las Sombras?

Shandril frunció el entrecejo:

—Acerté a oír algo, sí. Algo sobre estar condenadamente incómodo, herido y asustado y, después, decir a los demás que no fue nada.

—Sí, así era. —Y remontaron otra cima sin que todavía se viera rastro alguno de otros viajeros por el camino—. Es un largo camino hasta Luna de Plata —añadió Narm pensativo—. ¿Recuerdas los nombres de todos los Arpistas que Storm dijo que nos encontraríamos en el camino?

—Sí, ¿y tú? —respondió su dama con malicia, y Narm negó con la cabeza.

—He olvidado la mitad, estoy seguro. Yo no estaba llamado a ser un trotamundos —respondió Narm con resignación—. Tampoco fue muy provechosa la tutela de Marimmar a este respecto.

Shandril rió:

—Ya lo creo —y observó los bosques que los rodeaban—. Si los reinos tienen lugares tan hermosos como éste, no me preocupa lo que quede de viaje, ¿sabes?

—¿A pesar de un centenar de diabólicos sacerdotes y magos tras nuestra sangre?

Shandril arrugó la nariz:

—No quiero que me llames «matamagos» ni nada por el estilo. Recuerda que ellos viene tras de mí. Yo no tengo nada en contra suya.

—Lo recordaré tras una docena de cadáveres más o así —respondió secamente Narm—. Si es que dejas a alguno para poder preguntarle, claro.

Shandril retiró la mirada de él, entonces, y dijo en voz muy baja:

—Por favor, no hables así de toda esta matanza. Yo la odio. Por nada del mundo quisiera jamás llegar a estar tan acostumbrada como para usar mi poder con ligereza. ¿Quién sabe cuándo este fuego mágico puede abandonarme? Entonces, Narm, sólo tendré tu magia para protegerme. Piensa en ello.

Descendieron cabalgando hasta un valle donde el musgo crecía entre las hojas muertas en protuberantes macizos de un verde exuberante. Pequeños charcos de agua brillaban bajo los oscuros, rugosos y viejos árboles.

Narm miró a su alrededor con cautela, como de costumbre, y dijo muy serio:

—Sí, pienso en ello a menudo.

—Parece que el destino de esta Shandril es envejecer sin que nadie la perturbe, al menos por lo que a nosotros se refiere —dijo Naergoth a Salvarad cuando los dos se encontraban solos junto a la larga mesa—. ¿Hay algún otro asunto?

—Sí, desde luego. El tema de tu mago. Malark fue destruido en el Valle de las Sombras. Cómo, no lo sé, pero pereció a manos de Shandril.

—¿Estás seguro?

—Yo vigilo de cerca, y otros vigilan para mí y, entre unos y otros, muy poco nos perdemos.

Naergoth lo miró con rostro inexpresivo:

—Entonces, ¿quién de entre los magos crees tú que puede recibir el Púrpura en el puesto de Malark?

—Zannastar, ciertamente. Podrías incluso otorgarle el Púrpura ahora. Tenemos siete guerreros y un mago.

—Bien, pero ¿por qué Zannastar?

—Él es competente en la magia; pero, sobre todo, es sumiso, cosa que no caracterizaba a Malark.

—Muy bien, pues. ¿Y quién más?

—El joven Thiszult. Es bravo… tranquilo, pero muy osado. Podría resultarnos o peligroso o magnífico. ¿Por qué no lo enviamos, solo y en secreto, tras el fuego mágico con cuatro o cinco hombres armados? O lo trae o muere en el empeño… o aprende a ser cauteloso. Eso no podrá perjudicarnos.

—¿Ajá? ¿Y qué si regresa con el fuego mágico y lo utiliza contra nosotros?

—Yo conozco su verdadero nombre —respondió Salvarad con suficiencia—, aunque él ignora que alguien lo sabe.

Naergoth asintió con un gesto:

—Entonces, envía a tu lobo. ¿Quién sabe? Quizá triunfe allí donde todos los demás han fracasado: los nuestros, los de Bane y del castillo de Zhentil. El castigo que le tenemos reservado a Shandril acabará por alcanzarla, aun cuando hasta el momento hayamos pagado con sangre por ello.

Salvarad asintió:

—Sí, es sólo una doncella, y no una guerrera. Con o sin fuego mágico, la conseguiremos al final. Pretendo conseguir aquél, también…, pero, si la cogemos con vida, ella es mía, Naergoth.

Naergoth arqueó una ceja:

—Puedes conseguir mujeres con mucha más facilidad, Salvarad.

—No me malinterpretes, Bladelord —respondió Salvarad con frialdad—. El poder que ella ha manejado… hace cosas a la gente. Yo debo aprender ciertas cosas de ella.

—Entonces, ¿por qué no vas tras ella tú mismo? —preguntó Naergoth.

Salvarad sonrió levemente:

—Estoy intrigado, Bladelord; no soy un suicida.

—Otros han dicho eso, ¿sabes?

—Lo sé, Naergoth.

La noche los envolvió mientras estaban aún en los bosques. Empezaba a hacer frío, y la pareja se arrebujó en sus capas al tiempo que cabalgaba. La niebla se elevaba entre los árboles.

Narm observó cómo se extendía en desordenados remolinos y dijo en voz baja:

—Esto no me gusta. Una emboscada con esta niebla sería demasiado fácil.

—Sí —respondió Shandril—, pero ni todos los deseos del mundo cambiarían nada. Ya no estamos lejos…, no podemos estarlo, porque los viajeros que dejaron la posada a media mañana esperaban llegar con seguridad al Valle de la Borla a la caída de la noche. Y no hay otro camino. Así que no hemos podido perderlo. —Y atisbó entre el suave silencio de los árboles. Retorcidas ramas colgaban inmóviles y oscuras entre la niebla. Nada se movía, ni se produjo ningún ataque.

Shandril suspiró.

—Vamos —dijo, espoleando su caballo para ponerse al trote—. Tratemos de llegar indemnes a La Luna Creciente. Volveré a ver a Gorstag de nuevo.

El fuego ardía lentamente en la chimenea y reinaba una gran tranquilidad en la cantina de La Luna Creciente cuando el último de los pocos huéspedes se retiró a la cama. Lureene barría en silencio las migas de pan caídas mientras Gorstag hacía la ronda de las puertas. Ella oyó sus rítmicos pasos sobre el entarimado de la cocina y sonrió.

Y así estaba, sonriendo a la débil luz del mortecino fuego, cuando Gorstag, que no llevaba vela cuando andaba solo por la noche, pues prefería la oscuridad, entró en la habitación.

—Mi amor —dijo con suavidad—. Quiero pedirte algo esta noche.

—Tuyo es, señor —dijo Lureene con cariño—. Ya lo sabes —y se llevó la mano a los cordones de su corpiño.

Gorstag tosió.

—Ah… no, mocita, hablo en serio… Quiero decir… ¡Oh, dioses, amparadme! —y respiró hondo mientras se dirigía lentamente hacia ella en la penumbra. Cuando estuvo a su lado le preguntó en un tono muy delicado y ceremonioso—: Lureene, soy Gorstag de Luna Alta, devoto de Tymora y Tempus en mis tiempos, y hombre de moderados bienes. ¿Quieres casarte conmigo?

Lureene lo miró con la boca abierta durante un buen rato. Y, de repente, se encontró entre sus brazos alzando sus grandes y oscuros ojos hacia él.

—Mi señor, tú no necesitas… casarte conmigo. No era mi intención atraparte en un compromiso tal.

—¿No quieres ser mi esposa? —preguntó Gorstag con lentitud y aspereza—. Por favor, no me engañes, dime la verdad…

—Nada me gustaría más que ser tu esposa, Gorstag —respondió Lureene con firmeza.

Entonces su sonrisa fue como un súbito rayo de sol en la oscuridad, mientras los brazos del posadero se ceñían en torno a ella.

—Acepto —añadió Lureene con sofocado aliento—. Ahora bésame, ¡y no me ahogues con tu abrazo!

Sus labios se encontraron, y Lureene dejó escapar un pequeño gemido de felicidad. Gorstag la sostenía como si fuera algo maravilloso y frágil que tuviera miedo de romper. Así estaban los dos, unidos en medio de las mesas, cuando la puerta principal de la posada se abrió con un suave chirrido y una brisa fresca sopló alrededor de sus tobillos.

Gorstag se volvió, llevándose la mano al cinturón.

—¿Sí? —inquirió antes de que sus ojos, acostumbrados a ver en la oscuridad, le mostraran quién había llegado.

Lureene se volvió también dentro de sus brazos y lanzó un grito de alegría:

—¡Shandril!

—Sí —respondió una voz humilde—. ¿Gorstag? ¿Puedes perdonarme?

—¿Perdonarte, pequeña? —rugió el fornido padrazo avanzando hacia ella a grandes zancadas para abrazarla—. ¿Qué hay que perdonar? ¿Estás bien? ¿Dónde has estado? ¿Cómo…? —Fuera se oyó un relincho y un crujido de cuero e, interrumpiendo su frase, Gorstag dijo—: ¡Pero, hay que atender a los caballos! Siéntate, siéntate con Lureene, que tiene una sorpresa que contarte, y yo me enteraré de todo cuando haya acabado con esto.

—Estoy casada —dijo Shandril rápidamente—. Es él…, Narm. Está con los caballos.

Gorstag le lanzó una mirada sorprendida sin detener el paso. A la luz del hogar, Shandril vio que las lágrimas humedecían sus mejillas y después desapareció.

Lureene la rodeó con sus brazos.

—¡Alabada sea la Dama Fortuna, Shan! ¡Estás de vuelta y a salvo! Gorstag ha estado muy preocupado por ti; ah, pero ahora… pero ahora… —y, embargada por las lágrimas, abrazó a Shandril estrechamente.

Shandril sintió el picor de sus propias lágrimas en sus ojos, y tragó saliva para evitar el feliz fluido.

—Lureene… Lureene… —consiguió decir con voz entrecortada—. No podemos quedarnos. La mitad de los magos de Faerun nos persiguen, y somos una amenaza para vosotros sólo por estar aquí.

Llena de miedo, clavó los ojos en la camarera. Le emocionaba que la hubiera echado tanto de menos… Siempre había creído que la chica mayor debía de encontrarla aburrida. Ahora temía perder, arrebatado por el miedo, lo que tan fugazmente había sentido. Lureene se encontró con su mirada y sonrió.

—Ah, gatita; mucho han tenido que herirte, desde luego, para llegar a temer que se te cerraran las puertas —dijo Lureene con tristeza—. Si, para verte otra vez, tenemos que entretener a varios miles de magos airados, Gorstag y yo los entretendremos, y aun pienso que es un precio insignificante por ello. ¡Ah, Shan, gracias, gracias! Has hecho a Gorstag tan feliz… Está como un chiquillo de nuevo. ¿No lo has visto saltar como un muelle hacia la puerta? Lo has hecho tan feliz otra vez… como no lo ha sido desde que te fuiste.

—Pero hemos de marcharnos de nuevo por la mañana —dijo Shandril, al borde del llanto—. ¿Cómo…?

—Él lo entenderá, Shan. él sabe que ya no eres nuestra. ¡Sin duda estará valorando a tu hombre en este momento! Es sólo que no sabía lo que te había ocurrido… ¿No pudiste dejar una nota o decir algo?

Entonces Shandril rompió a llorar sin poder controlarse, volcando todo el miedo, los remordimientos y la nostalgia de los días transcurridos desde que abandonara la posada en busca de aventuras. Lureene la abrazó con fuerza y la meció sin decir nada, hasta que por fin los sollozos de Shandril se apagaron y se convirtieron en una temblorosa respiración.

Entonces Lureene besó su cabeza inclinada y dijo con dulzura:

—No tengas tanta pena, pequeña. Yo te estoy muy agradecida. —Del cuerpo que tenía entre sus brazos salió una especie de gemido interrogante. Lureene la abrazó aún más estrechamente y dijo—: Gorstag estaba tan preocupado por ti, una noche, que no podía dormir. Yo fui a consolarlo. Él nunca me habría permitido hacer lo que hice si no hubiese estado tan necesitado de consuelo. Y no me habría solicitado por esposa.

Shandril levantó la mirada; su desordenado cabello le cubría los enrojecidos ojos.

—¿Lo hizo? ¿Gorstag? ¡Oh, Lureene! —Sus lágrimas fueron de felicidad esta vez y abrazó a Lureene con una fuerza contundente.

«Dioses —pensó Lureene, retrocediendo para mantener el equilibrio—, si esto es lo que la aventura hace a una mujer… ¿Una mujer? ¿Shandril? Pero… ¡sí! Ella es una mujer, ahora —se dijo Lureene sosteniéndola por los hombros y recibiendo su risa deliciosa con una cariñosa sonrisa—. Ésta no es la chica que se escabulló de la cocina».

Aquélla era una dama con su propio señor… y algo más. Algo más allá de las armas tan airosamente llevadas en la cadera y en las cañas de las botas… Una especie de tranquila confianza, de poder oculto. Nada de la escandalosa arrogancia de los aventureros que venían a la posada para una noche de juerga y que, a menudo, salían más prudentes y aplacados por las manos y la lengua de Gorstag.

—Shandril, ¿qué es lo que ha pasado contigo? —preguntó con suavidad.

Shandril le dirigió una mirada extraña, casi poseída.

—Oh —dijo en un susurro—. ¿Puedes verlo, entonces, con tanta claridad?

Lureene asintió:

—Sí, pero no sé qué es —y llevó una mano a los labios de Shandril—. No…, no me lo digas, si no quieres. No necesito saberlo.

—Pero debes saberlo —dijo Shandril—. Aunque no es algo fácil de comprender. Espero que Gorstag pueda decirme algo más acerca de por qué lo tengo.

Lureene esbozó de pronto una amplia sonrisa:

—Entonces puede esperar hasta que te hayas sentado, remojado los pies y comido. Despertaré a Korvan.

—No —dijo Shandril con brusquedad. Lureene se volvió y la miró interrogante—. No, por favor —suplicó Shandril—. No lo despiertes. No me puedo fiar de su cocina ahora. Sin ofenderte, tengo mis propias y buenas razones. Yo cocinaré, si me aceptas.

Lureene asintió con aspecto preocupado.

—¿Te ha molestado Korvan? —preguntó frunciendo el entrecejo.

—No es eso —dijo Shandril—. Por favor, confía en mí y no lo llames. Te lo contaré, pero es mejor que no lo despiertes.

—Entonces, no me apartaré de tu lado a menos que tu hombre o Gorstag estén a mano para protegerte mientras estés aquí —dijo Lureene con voz firme—. Puedes contarme lo que quieras después de que hayas descansado —y alargó su mano hacia ella—. Ven cerca del fuego.

Shandril se dejó llevar y se sentó en una silla de alto respaldo. Lureene atizó la lumbre hasta encender las llamas, colocó leña nueva y seca y fue en busca de una escudilla. Cuando volvió, la cabeza de Shandril había caído sobre uno de sus hombros y estaba dormida.

Narm sostenía las bridas de ambos caballos, tenso, preparado para huir a toda prisa si fuera necesario. Miró a su alrededor en medio de la bruma del camino iluminada por la luna, pero no oyó ninguna criatura moverse en aquel envolvente silencio. «Espera —había dicho Shandril—. Ven a buscarme sólo cuando hayas permanecido tanto tiempo como para sentir frío. Y si tienes que esperar tanto, procura venir con mucho cuidado, preparado para la lucha». Narm se revolvió, nervioso. ¿Tenía ya el suficiente frío? Entonces oyó ruidos dentro.

La puerta por la que Shandril había entrado se abrió de golpe. Un hombre corpulento de marcadas facciones, pelo entrecano y ojos grises humedecidos por las lágrimas salió con paso decidido. Extendió su fuerte brazo a Narm y dijo:

—¡Encantado de conocerte y bienvenido a la posada! Soy Gorstag, ¿tú eres el Narm de Shandril?

Narm se encontró con su mirada y tragó saliva.

—Sí, estuve aquí hace casi dos meses con el mago Marimmar. Shandril me ha hablado de vos, señor. Estoy a vuestra disposición.

Gorstag se rió.

—Bien, puedes ser de utilidad —dijo con voz áspera— llevando una montura a los establos conmigo. —Y partió con un caballo y tres mulas a rastras.

Narm lo siguió hasta un lugar donde un soñoliento muchacho encendió una lámpara para ellos y trajo agua, cepillos y forraje. En medio de un agradable silencio, comenzaron a trabajar.

—¿Conoces el arte? —preguntó Gorstag en voz baja al tiempo que ambos se inclinaban sobre el mismo cubo. Narm asintió.

—Fui educado como mago en el Valle de las Sombras. Shandril y yo hemos venido directamente desde allí, donde nos hemos casado bajo los auspicios de Tymora.

De repente, Narm sintió cierta timidez bajo los claros y duros ojos de aquel hombre. Sin decir nada más, se volvió hacia Guerrero, que rezongaba agradecido. Luego se volvió desde el flanco de su caballo y se encontró con la mirada del posadero. Inconscientemente, retrocedió un paso, pero no dijo nada. Por fin, Gorstag asintió con la cabeza y se volvió hacia la primera de las tres mulas.

—Cuéntame, si te parece, cómo conociste a Shandril Shessair —dijo con voz queda. La mula levantó las orejas, pero estaba claro que no era de ella de quien esperaba respuesta. Narm observó por un momento los anchos hombros del posadero.

—La vi aquí por primera vez y… me gustó lo que vi, aunque no hablamos. Por la mañana, partí con mi maestro e hicimos el camino hasta Myth Drannor —los brazos de Gorstag interrumpieron el rítmico cepillado por un momento y después prosiguieron—. Nos encontramos con los demonios, y Marimmar, mi maestro, fue asesinado. Los caballeros de Myth Drannor, que patrullaban por allí, me salvaron a mí de correr la misma suerte. Más tarde volví a Myth Drannor y vi a Shandril desde lejos. Una maga cruel, Shadowsil, la llevaba presa y traté de liberarla. Pedí ayuda a los caballeros y terminamos en unas cavernas donde moraba un dracolich. Shandril y yo quedamos atrapados juntos cuando la caverna se desplomó durante una enorme batalla de magia. Pensamos que nunca conseguiríamos salir, y así…

Narm hizo una pausa para observar a la mula que tenía delante y, después, suspiró y se volvió a mirar a Gorstag:

—Empezamos a preocuparnos el uno por el otro. Yo la amo. Así que la pedí en matrimonio.

Para sorpresa de Narm, Gorstag asintió con la cabeza y se rió entre dientes:

—Sí, lo mismo me pasó a mí —y entonces dio un chistido y el mozo de cuadra reapareció de inmediato—. Atiéndelos a todos… de la mejor manera, con esmero, como si una gran dama y su caballero los montaran. —Luego hizo un gesto a Narm para que lo siguiera y se volvió de nuevo hacia el muchacho para añadir—: Porque así es, vaya.

Mientras volvían a la posada en medio de aquella brumosa noche bañada por la luna, Gorstag dijo:

—Mi casa está abierta para vosotros dos, pero parecéis tener mucha prisa. ¿Cuánto tiempo podéis quedaros?

Narm titubeó.

—De… debemos salir por la mañana, señor —dijo con calma—. Muchos son los que han intentado asesinarnos, asesinar a Shandril, en realidad, estos días pasados, y no dudarían en intentarlo de nuevo. No nos atrevemos a quedarnos. Elminster nos dijo que no dejáramos de visitaros, y Shandril insistió también, pero el peligro acecha para nosotros aquí, y no debemos extenderlo hasta vosotros.

—¿Puedes decirme algo más? —preguntó el posadero—. Yo no os detendré, y Elminster es un hombre en el que tengo plena confianza, pero me quedaría más tranquilo, Narm, ¡y llámame Gorstag, muchacho!, si supiera hacia adónde y por qué la jovencita a la que he criado todos estos años está cabalgando, y quién quiere hacerle daño y por qué.

—Yo no tengo derecho a responderte, Gorstag —dijo Narm—. Sólo mi señora debería hablar de ello. Puedo decir, sin embargo, que aquéllos que nos persiguen lo hacen por distintas razones, pero todos parecen ser poderosos en el arte de la magia. Ahí reside precisamente vuestro peligro y el secreto de Shandril.

Entraron en la posada y encontraron a Lureene mirándoles con un dedo sobre los labios al tiempo que se arrodillaba junto a una silla delante de la chimenea. En cuanto las vio, Narm corrió hacia ellas. Gorstag sonrió detrás de él.

—Duerme —dijo Lureene en voz baja mientras Narm se inclinaba hacia su dama con ansiedad. Shandril movió la cabeza y murmuró algo. Todos se acercaron a escuchar.

—Narm —dijo—, Narm, estamos aquí. Estamos en casa. Espera aquí… despierta a Gorstag… ven con cuidado, preparado para la lucha… —Narm besó su mejilla y, en sueños, ella levantó la mano despacio para pasarla por la cabeza de él, sonriendo. De repente, se mostró alterada—. Iba tras de ti —gimió débilmente Shandril—. Ella iba tras de ti y… ¡no había tiempo! ¡Tenía que abrasarla!

—¡Shan! ¡Shan! —dijo Narm sacudiéndola con suavidad para que se despertara—. Está bien…, estamos a salvo.

—Sí, a salvo —dijo Shandril mirándolo, ahora ya despierta—. Por fin a salvo —y besó la mano que él tenía posada en su hombro. Entonces, sus ojos se volvieron hacia Gorstag, que permanecía mirándola con gesto grave—. Lo siento —dijo muy despacio—. No quise causarte ningún dolor. Debí haberte dicho adónde había ido. Fui una tonta.

—Todos hacemos el tonto —dijo Gorstag con una sonrisa—. Estás de vuelta y a salvo, y eso es lo único que importa ahora.

Shandril lo miró agradecida y dijo:

—Me temo que ni podemos quedarnos. Nos persigue demasiada gente para vencerlos o evitarlos a todos si nos quedamos a ofrecer resistencia. Debemos continuar cabalgando por la mañana.

—Sí, me lo ha dicho Narm —respondió Gorstag—. Y dice que a ti te correspondía decirnos por qué. ¿Lo harás, jovencita?

Shandril asintió con tristeza.

—¿Has oído hablar del fuego mágico? —le preguntó.

—Tu madre lo poseía —dijo Gorstag con dulzura—. Oh, niña… Oh, Shandril. Ten cuidado con el culto.

—En efecto, ten cuidado con el culto —dijo Narm con resignación—. Ya hemos luchado con ellos una docena de veces o más, si te refieres al Culto del Dragón.

—Sí —dijo Gorstag—. Así es —pero no dijo nada más, lo que hizo que Shandril se quedara mirándolo con llameantes ojos de asombro.

Luego se calmó y preguntó con suavidad:

—Por favor, Gorstag, ¿quiénes fueron mis padres?

—¿El sabio no te lo dijo? —preguntó Gorstag mirándola sorprendido también—. Pues bien, tu madre y yo fuimos compañeros de armas. Compartimos aventuras, hace mucho tiempo. Dammasae, la hechicera, se llamaba. Sí, tenía un apellido, pero nunca lo supe. Nació en las tierras de la Costa de la Espada. No le gustaba hablar de sí misma.

—¿Eres tú… mi padre? —preguntó Shandril pausadamente.

Gorstag se rió entre dientes.

—No, jovencita. No, aunque fuimos buenos amigos, Damm y yo, y con frecuencia nos dimos apoyo el uno al otro junto a la hoguera. Tu padre fue Garthond. Era un mago, cuando murió… Garthond Shessair. Tampoco supe nunca dónde había nacido, pero en su juventud había sido aprendiz del mago Jhavanter de Luna Alta.

—Un momento, si me permites —interrumpió Lureene con suavidad—. Esto aumenta la confusión. Déjame ir a la cocina. Gorstag, sirve cerveza y cuenta tu historia como una historia. Si haces una pregunta tras otra, Shan acabará embrollándose como una pelota de lana.

Shandril asintió:

—Me has dicho las dos cosas que más quería conocer. Despliega el resto como mejor puedas. Y trataré de no interrumpirte. Por los dioses, señor, ¿cómo no me contaste todo esto antes? Durante años he estado preguntándomelo, preocupándome y soñando. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Tranquila, muchacha. Y yo no soy tu señor. Tú eres tu propia señora, ahora —dijo Gorstag con tono solemne—. Había buenas razones. La gente te buscaba, aun entonces, y me preguntaban de dónde eras. Yo nunca quise mentirte, chiquilla, desde la primera vez que te traje aquí. Oh, tú tenías unos ojos sabios desde el principio. Yo no podía decirte falsedades. Sabía que aquella gente curiosa te hacía preguntas a ti y a las otras chicas cuando yo no estaba cerca. Si hubieses sabido la verdad, ellos te habrían engañado o sonsacado.

»Por eso no te dije nada. Dejé correr los rumores de que yo era tu padre sin darme por aludido, y esperé a que fueras lo bastante mayor para decírtelo. Ahora ya lo eres, y de sobra. Lamento que hayas tenido que escaparte para buscar tu aventura. Fue culpa mía no haber visto antes tu necesidad y no haberte complacido.

—No, Gorstag —dijo Shandril—. No recibí más que bondad de tu parte, todos los dioses son testigos, y no te culpo. Pero, cuéntame la historia de mis padres, por favor. He esperado muchos años semejantes noticias.

—Sí. Bien, pues. Dejemos a un lado las fechas y todo. Ya podremos recomponerlas más adelante. Ahí va la trama principal de la historia. Garthond, tu padre, fue aprendiz del mago Jhavanter.

»Jhavanter, y Garthond con él, lucharon varias veces contra el Culto del Dragón por Sembia, cerca de aquí. Jhavanter tenía una vieja torre en el lado este de las montañas del Trueno a la que llamaban la Torre Tranquila. Garthond moró allí con él hasta que los magos del culto destruyeron a su maestro en un combate. Después de aquello, Garthond continuó cultivando su conocimiento… y su odio por el culto.

»Siempre que tuvo ocasión trabajó contra ellos, destruyó a sus magos menores y aterrorizó a cuantos de ellos no se hallaban protegidos por el arte. Adquirió más poder y sobrevivió a muchos atentados hacia su persona por parte del culto. Por fin, rescató a la hechicera Dammasae de su cautiverio del culto. Éstos la llevaban drogada, atada y amordazada en una caravana que se dirigía a una de sus fortalezas.

»Dammasae se había aventurado conmigo y otros más, antes de aquello. Entonces se dio a conocer por un poder natural que poseía, un poder que quería desarrollar con prácticas y experimentos. Ella podía absorber conjuros y utilizar su fuerza mágica como energía bruta, retenida dentro de ella. Podía usar su poder tanto para sanar como para herir bajo la forma de ráfagas de fuego. El culto la capturó para aprender los secretos del fuego mágico para su propio uso, o por lo menos controlar su uso para sus propios planes. No hay duda, ¡si te buscan ahora, es por las mismas razones!

—Para eso —confirmó Shandril en voz baja— o para destruirme. Pero, por favor, Gorstag, ¡continúa, para que al menos pueda conocer su vida! —Sus ojos estaban húmedos cuando Narm la rodeó cariñosamente con sus brazos.

Gorstag cogió su hacha de detrás del mostrador y se dejó caer en una silla frente a ella, dejando el hacha a mano sobre la mesa de al lado. Movió un poco la silla para ver mejor la puerta principal. Fuera, la niebla, iluminada por la luna, se deslizaba por delante de las ventanas.

—Bien —continuó el posadero—. Garthond rescató a Dammasae, la protegió, trabajó la magia con ella… y se enamoraron. Viajaron mucho, buscando tantas aventuras como sólo nosotros, los locos, solemos hacer, y se hicieron promesa de matrimonio ante el altar de Mystra en Puerta de Baldur.

»Aquí se acaba lo que sé con certeza, de modo que paso a exponeros mis propias conjeturas, así como las del mago Elminster y algunos otros. Creemos que un mago del culto, un tal Erimmator, nadie sabe adónde han ido a parar sus huesos para poder preguntarle ahora, maldijo a Garthond en una batalla de magia previa. Aquella maldición vinculó en simbiosis a Garthond con una extraña criatura llamada balhiir procedente de otro plano de existencia.

Shandril se quedó boquiabierta y Narm asintió con aire severo.

—Quizá se trataba de un experimento del culto para descubrir los posibles poderes de cualquier descendiente de una unión entre una hechicera portadora de fuego mágico y un mago dominado por una balhiir.

—Eso me temo —respondió Narm—. Pero, tu historia, Gorstag… ¿qué sucedió después de que contrajeran matrimonio?

—Pues, lo normal entre un hombre y una mujer —dijo Gorstag en un gruñido—. Entonces vivieron tranquilamente en Elturel. A su tiempo nació un bebé, una niña llamada Shandril Shessair. No quisieron volver a la Torre Tranquila ni a los valles, donde el culto esperaba armado y el peligro para su bebé era más grande, hasta que fuese lo bastante mayor para viajar. Así transcurrieron ocho meses.

Gorstag se movió en su silla con los ojos distantes, absortos en cosas del lejano pasado.

—Cabalgamos juntos. Fuimos hacia el este por tierra y, en efecto, el culto estaba esperándonos —el posadero suspiró—. De algún modo, por magia, suponemos, lo supieron y pudieron ver a través de nuestros disfraces. Nos atacaron en el Puente de los Hombres Caídos, en el camino oeste de Cormyr.

»Garthond fue derribado y destruido, pero ganó la victoria para su esposa y su hija y para mí. Aquel día acabó con la vida de nueve magos del culto y otros tres espadachines. Pero él no murió en vano.

»Fue algo espléndido contemplarlo aquel día, Shan. No he visto a un mago manejar el arte tan bien y durante tanto tiempo desde aquel día hasta hoy, ni espero verlo. Antes de caer resplandeció.

Los ojos del viejo guerrero, clavados en la oscuridad de la noche, volvían a estar húmedos otra vez mientras contemplaba recuerdos que los otros no podían contemplar.

—Dammasae y yo resultamos heridos, Yo el que más, pero ella lo soportaba peor. Tenía menos carnes que perder y doble dolor y preocupación por aquello por lo que más temía, Shan: por ti. Los cultistas fueron todos muertos, salvo los que huyeron del lugar. Cabalgamos tan rápidos como pudimos hasta Cuerno Alto en busca de asistencia. Lo conseguimos, y Dammasae recibió cuidados médicos. Necesitaba las manos y la sabiduría de Sylune, pero no pudimos alcanzar el Valle de las Sombras a tiempo.

»Tu madre está enterrada al oeste del valle, en una pequeña colina en el lado norte del camino; la más próxima al camino oeste del Montículo del Sapo. Un lugar sagrado para Mystra, ya que una vez se apareció allí hace mucho tiempo, a un magíster.

Gorstag bajó la mirada posándola sobre las losas, ante su silla.

—No pude salvarla —añadió con una vieja angustia recrudecida en su voz.

Shandril se inclinó hacia él, pero no dijo nada.

—Pero pude salvarte a ti —añadió el guerrero con férrea determinación—. Lo hice —y agarró su hacha y la levantó—. Te coloqué sobre mi espalda y caminé hacia el sur desde el Valle de las Sombras, por los bosques, hasta el Valle Profundo. Mi intención era dejarte con los elfos que conocía y tratar de llegar a la Torre Tranquila para recoger escritos y algunas cosas mágicas de Garthond para ti, pero estaba todavía de camino hacia el sur cuando los elfos que encontré trajeron la noticia de que el culto había allanado la Torre, saqueándola y abriéndose camino hacia los sótanos con explosivos. Después utilizaron las cavernas que se habían formado como una guarida para un dracolich —Rauglothgor el Soberbio— cuyo tesoro había desbordado su propia morada.

»Entonces, confiando en pasar inadvertido a los ojos del culto, pocos de los que me habían visto cabalgando con Dammasae y Garthond quedaban aún con vida para contarlo, vine al Valle Profundo, donde utilicé algunas gemas que había acumulado en mis viajes para comprar una deslucida posada y retirarme.

»Me estaba haciendo demasiado viejo para pasar tantas noches duras sobre el frío suelo. Pocos de mis antiguos compañeros de armas estaban vivos y sanos, y un viejo guerrero que tiene que unirse a una nueva banda de espadas más jóvenes no está más que pidiendo un puñal en las costillas a la primera discusión.

»Te crié como sirvienta, Shan, porque no quería llamar la atención hacia ti. La gente habla si un viejo guerrero retirado vive solo con una hermosa niña, ¿sabes? Tuve que ocultar tu linaje, y, tanto como pude, tu apellido, porque sabía que el culto te habría perseguido si lo hubiese adivinado.

»Aquel combate en el puente, ¿sabes?… Podrían habernos matado a todos con su magia, desde lejos, sin exponerse a nuestras espadas y conjuros a tan alto precio, si todo lo que querían hubiese sido matarnos. No, te querían a ti, niña, a ti o a tu madre. ¡No los dejé coger a ninguna de las dos! Pero mi mayor hazaña fue mantener mi representación durante todos estos años y, al mismo tiempo, procurar que te criases como es debido.

»Porque ellos han seguido curioseando, todos estos años, el culto y otros. Yo sospeché que tu Marimmar, Narm, podía ser también otro mago espiando. ¿Quién puede estar seguro, ahora? Algunos, creo, estaban bastante seguros, pero no querían pelear con sus rivales por tu causa a menos que tú fueses el premio; por eso vigilaban con atención a ver si tú dabas señales de poseer alguno de los poderes de tu madre. Yo temía el día en que lo hicieras. Si resultaba ser una demostración demasiado pública, probablemente no habría tenido tiempo de llevarte con los elfos, los Arpistas o Elminster.

»Desconfiaba del viejo mago, porque son los grandes magos lo que más temen y más codician el fuego mágico y harían los mayores estragos para conseguirlo. Y aun cuando hubiese tenido tiempo de escapar, es posible que no lo hubiese tenido para dejar a Lureene y a los otros a salvo. El culto muy bien podía incendiar esta casa hasta los cimientos, y matar a todos sus ocupantes, si venían a buscarnos y encontraban que me había ido. —Gorstag sacudió la cabeza, mientras recordaba—. Algunos días parecía un avaro escondido, esperando que apareciesen para registrar debajo de cada piedra del patio, detrás de cada árbol del bosque y hasta en el rostro de cada huésped.

Riendo entre dientes, meneó la cabeza:

—Ahora, tú estás casada, y yo voy a estarlo; y tú fuiste a buscarte a ti misma porque yo no quería decirte quién eras. Y has vuelto, con todos mis enemigos y algunos más en pos de ti. Tú posees el fuego mágico, y yo soy demasiado viejo para defenderte.

—Gorstag —dijo Narm con voz tranquila—. Tú la has defendido. Todo el tiempo que ella lo ha necesitado, la has mantenido a salvo. ¡Ahora todos los caballeros de Myth Drannor han de luchar para defenderla! ¡Ella ahuyentó e hirió, posiblemente de muerte, a Manshoon de Zhentil! Mi Shandril necesita amigos, comida y una cama caliente… y un guardia mientras duerme. Pero, si otros le dan estas cosas, ¡no es ella precisamente quien necesita protección ahora que va a la batalla!

Shandril se rió con tristeza.

—Estáis oyendo hablar al amor —dijo apartándose el cabello de los ojos con gesto cansado—. Te necesito, ahora más que nunca. ¿No viste lo sola que estaba Simbul, Narm? No quisiera estar como ella, sola con su terrible poder, incapaz de confiar en nadie lo bastante para descansar tranquilamente entre amigos y relajar sus defensas.

—¿Simbul? —Lureene estaba boquiabierta—. ¿La Reina Bruja de Aglarond?

Gorstag también pareció atemorizado.

—Sí —dijo con sencillez Shandril—. Ella me dio su bendición. Habría deseado conocerla mejor. Está tan sola…; me duele verla. Sólo tiene su orgullo y su gran arte para seguir adelante.

En un lejano lugar, en una pequeña torre de piedra bajo La Vieja Calavera, Simbul se sentaba sobre la cama donde Elminster roncaba mientras las lágrimas manaban de sus ojos.

—Qué verdad, joven Shandril. Cuánta razón tienes. ¡Pero ya no más! —dijo en voz baja.

Elminster se despertó al instante y estiró la mano para tocar su espalda desnuda.

—¿Señora? —preguntó con ansiedad.

—No te preocupes, viejo mago —dijo con suavidad volviéndose hacia él con ojos empañados—. Simplemente estoy escuchando a Shandril hablar de mí.

—¿Shandril? ¿Controlas sus movimientos?

—No, no me entrometería tanto. Poseo un arte de magia, desde hace mucho tiempo, que me permite oír cuando alguien menciona mi nombre, y lo que dicen por unos instantes más, si están lo bastante cerca. Shandril está hablando de mí, y de mi soledad, y de cómo habría deseado conocerme mejor como amiga. Una dulce muchacha. Le deseo el bien.

—Yo también le deseo el bien. ¿Está tranquila, pues, e ilesa, crees?

—Sí, por cuanto puedo apreciar. —Simbul le lanzó una mirada traviesa—. Pero ¿y tú, señor? Tú estás tranquilo e ileso… ¿y si transformamos tu indolencia en algo más… interesante?

—Aaargh —respondió Elminster con elocuencia cuando ella empezó a hacerle cosquillas mientras él trataba de defenderse débilmente—. ¿No tienes dignidad, mujer?

—No, sólo mi orgullo y mi gran arte, según dicen —respondió Simbul. Su piel relucía como la plata bajo la luz de la luna.

—¡Yo te enseñaré gran arte! —dijo Elminster con un gruñido justo antes de caerse de la cama enredado en un amasijo de colchas y prendas revueltas.

Abajo, Lhaeo se rió para sí al oír las consiguientes carcajadas y se dispuso a calentar otra olla. O se habían olvidado de él o pensaban que se había vuelto completamente sordo… o, por fin, su maestro había dejado de preocuparse por el decoro. Ya iba siendo hora, por cierto.

Entonces empezó a cantar en voz baja «Oh, por el amor de un mago», porque tenía la seguridad de que Storm se hallaría ocupada, allá abajo en el valle, y no podría oír lo mal que cantaba.

«Éstos son los sacrificios que hacemos por el amor», pensó. Arriba, se oyeron más risas.

—Se está haciendo temprano, no tarde —dijo Gorstag cuando vio a Shandril dando cabezadas sobre su plato de sopa—. Debes ir a la cama enseguida; y os aconsejo, Narm, que os quedéis durmiendo tanto como necesitan vuestros cuerpos, antes de que partáis en un viaje tan largo, sin cobijo seguro en ninguna parte.

—Todavía no te hemos dicho todo, Gorstag —dijo en voz baja Narm—. Nos hemos unido a los Arpistas, al menos, por ahora, y vamos a Luna de Plata, a ver a la Alta Señora Alustriel, a pedirle refugio y adiestramiento.

—¡A Luna de Plata! —exclamó asombrado Gorstag—. Eso sí que es un viaje, para dos seres tan jóvenes sin aventureros que os ayuden. ¡Ah, si yo fuera tan sólo veinte primaveras más joven! Aun así podría ser una empresa peligrosa. Procurad buscar protección junto a las caravanas. Dos personas solas no pueden sobrevivir en el árido oeste de Cormyr por mucho tiempo, ¡por mucha magia de que dispongan!

—Habrá que hacerlo —dijo Shandril con tono severo y determinado—. Pero, trataremos de tener en cuenta tu consejo y nos pegaremos a las caravanas. Y, si no tienes inconveniente, dormiremos aquí hasta mañana. Con enemigos o sin ellos, yo no puedo aguantar mucho más tiempo despierta.

—Venga —dijo Lureene—, a la cama, niña. En tu antiguo sitio, en el ático. Gorstag y yo dormiremos al final de las escaleras, al otro lado de la cortina. No voy a dejarte sola mientras estés aquí.

—Sí —murmuró Shandril mientras se levantaba lentamente apoyándose en la mesa.

En la oscuridad del pasillo que conducía hacia la cocina y la escalera del ático, unos fríos ojos los observaron un último instante antes de que su dueño se volviera. «Entonces la muchacha ha vuelto, ¿no? Ciertos oídos darían mucho por enterarse de esto con prontitud».

—¿Gorstag? —preguntó Lureene soñolienta—. ¿Feliz, cariño? Pon esa hacha aquí, a mano, y vente a la cama ya.

—Sí —respondió Gorstag—. Hay algo que debo encontrar antes, amor.

Y, perdiéndose por el rincón más oscuro del ático, al final, más allá de las escaleras, arrastró hacia un lado un arca más grande que él. Hizo algo en una de las vigas del techo —bien abajo, entre el polvo— y se quedó con un pedazo de la viga en sus manos. Luego cogió algo de un pequeño y pesado cofre y volvió a colocar todo como estaba antes.

Llevando en la mano lo que había cogido, cruzó las anchas tablas del suelo del ático hasta la cortina y llamó con suavidad:

—¿Narm? ¿Shandril?

—Sí, ambos estamos despiertos. Pasa —respondió Narm desde el lecho donde yacían juntos.

Gorstag entró y entregó a Narm algo que colgaba de una cadena:

—¿Absorbes la magia de las cosas con tu simple tacto, Shan, o sólo cuando lo deseas?

—Sólo cuando invoco el fuego mágico, creo —respondió Shandril clavando los ojos en el medallón que Narm sostenía—. ¿Qué es eso?

—Es un amuleto que impide tu detección y localización por medio de la magia y la mente tal como las utilizan algunas repugnantes criaturas. Consérvalo y póntelo cuando duermas. Quítatelo sólo cuando necesites hacer uso del fuego mágico, o inutilizarías su poder mágico. Llévalo puesto esta noche, y puede que ganes un día de ininterrumpido descanso mañana. Ojalá tuviera uno para cada uno de vosotros, pero el oscuro nigromante de cuyo cuello lo corté hace mucho tiempo sólo tuvo necesidad de llevar uno.

Narm se rió en voz baja:

—Deberías haber ido en busca de su hermano.

—Alguien lo había matado ya —respondió Gorstag con una amplia sonrisa—. Parece que le gustaba atormentar a cuantos tenía a su alrededor con desagradables criaturas que invocaba o conjuraba. Al final, alguien se cansó de ello, se encaminó a su torre con un garrote y arrojó piedras a su ventana hasta que apareció, y entonces le machacó el cerebro. Ese alguien tenía ocho años.

—Una buena manera de comenzar en la vida —reconoció Narm con un bostezo, y puso el amuleto en torno al cuello de Shandril—. Esto no tiene efectos negativos, ¿verdad?

—No, no es de ésos. Buenas noches a ambos. ¿Habéis encontrado el orinal? Sí, es el que tú recuerdas, Shandril. Que durmáis en paz, bajo la mirada de los dioses.

El posadero volvió al otro lado de la cortina. Lureene le sonrió significativamente señalando la cama vacía a su lado y el hacha colocada en el suelo junto a ella.

—Ahora cierra la puerta del dormitorio, cariño, para que los cocos no puedan entrar a cogernos —dijo con dulzura.

Gorstag comprobó la trampilla al final de la escalera.

—Oh, sí —dijo, y la cerró, arrastrando hasta encima de ella un baúl de ropa de cama—. Ya está. Ahora a dormir, por fin, ¡o amanecerá antes de que me haya acostado!

Sus ropas volaron en todas las direcciones a una velocidad pasmosa. Lureene se vio envuelta al instante en un abrazo de oso y besada con súbita delicadeza. Se rió en voz baja y acarició su brazo soñolienta.

—Buenas noches, mi señor —dijo suavemente dándose la vuelta. Apenas se había acomodado cuando oyó la profunda, lenta y acompasada respiración de un Gorstag hundido en el sueño. «Aventurero una vez, siempre…» y se quedó dormida antes de terminar su máxima.

El sol estaba ya alto y se infiltraba por las pequeñas ventanas redondas hasta cada rincón de la buhardilla. La cortina había sido descorrida y Lureene, sentada sobre un cojín, remendaba un montón de sábanas rasgadas. Miró a Narm y sonrió.

—Hermosa mañana —dijo—. ¿Hambriento?

—¿Eh? No, pero supongo que debía estarlo —dijo Narm incorporándose y mirando a Shandril. Ésta yacía apaciblemente dormida con el amuleto brillando sobre su pecho y sujetando en sus manos el hábito que Narm se había quitado. Éste se rió en voz baja y tiró con suavidad de él. La durmiente frunció levemente el entrecejo, mientras sujetaba con más fuerza la prenda, y levantó una mano en un gesto imperioso de rechazo. Narm retrocedió asustado, pero no hubo fuego mágico.

—Shandril —dijo inclinándose junto a ella—, todo está bien, cariño. Relájate y duerme.

Sus manos se aflojaron y su rostro se suavizó. Entonces, todavía profundamente dormida, susurró algo, movió la cabeza y después la volvió y murmuró con bastante claridad:

—No me digas que me relaje, tú… —y volvió a perderse entre ronroneos y murmullos. Lureene contuvo la risa, y lo mismo hizo Narm.

—Sí, bien, la dejaremos dormir un poco más. Si quieres comer, hay una olla de estofado en la cantina, intacta por las manos de Korvan, colgando del gancho encima del fuego. Tengo pan y vino aquí. Vamos…, yo la vigilaré.

—Bien, yo…, muchas gracias, Lureene, yo… —y miró a su alrededor.

Lureene se echó a reír y se volvió en su cojín hasta darle la espalda:

—Lo siento. Tu ropa está ahí, sobre el arca, si puedes vivir sin ese hábito que tanto le gusta a Shandril.

—Err… gracias. —Narm saltó de la cama y encontró su ropa.

Shandril seguía dormida. Lureene le dio una palmada amistosa a Narm al pasar éste por delante de ella para coger las escaleras. Todavía estaba sonriendo cuando, avanzando por el vestíbulo que discurría desde el pie de la escalera, se encontró cara a cara con Korvan al pasar por delante de la cocina.

El cocinero y el joven mago se detuvieron en seco, tal vez a unos treinta centímetros de distancia, y se miraron fijamente el uno al otro. Korvan tenía un cuchillo en una mano y un cuarto de carne en la otra. Narm estaba con las manos vacías y desarmado.

El silencio cristalizó entre ellos. Korvan levantó el labio con desprecio, pero Narm se limitó a mirarlo en silencio. De pronto, Korvan levantó el cuchillo amenazadoramente. Narm no se movió ni retiró su mirada de la de Korvan. Silencio.

Entonces, soltando una maldición, Korvan retrocedió y se sumergió de nuevo en la cocina, dejando libre el camino del vestíbulo. Narm continuó avanzando sin vacilación hasta el interior de la cantina y saludó a Gorstag como si nada hubiera ocurrido. Elminster tenía razón. Ese Korvan no merecía el esfuerzo. Un hombre repugnante, de natural mezquino y fanfarrón…, todo farol y bravata. Otro Marimmar, de hecho. Narm se rió de sus propios pensamientos, y aún estaba riéndose cuando pasó de vuelta por la puerta de la cocina. Hubo un brusco estrépito de loza dentro de ella, seguido de un sonoro chasquido, como si algo pequeño y metálico hubiese sido arrojado con violencia contra la pared.

Thiszult maldijo mirando hacia el sol:

—¡Demasiado tarde! ¡Estarán ya fuera del valle, en el desierto, antes de que caiga la noche! ¿Cómo, por Mystra, Talos y Sammaster, voy a encontrar a dos muchachos en una extensión de kilómetros de intrincada tierra salvaje?

—Estarán en el camino, señor —le dijo uno de los hasta el momento silenciosos guerreros del culto.

Thiszult lo miró enfurecido.

—¿Eso crees? —gruñó entre dientes—. Salvarad del Púrpura también lo cree así, ¡pero yo no puedo creer que dos que han destruido a Shadowsil, a un archimago del Púrpura y a dos dracoliches puedan ser tan estúpidos! No, ¿por qué iban a correr? Después de todo, ¿quién puede igualar su poder en todo Faerun? ¡No, yo creo que se habrán desviado y estarán avanzando con cautela por el desierto matando a cuantos enemigos les salgan al paso, mientras el resto de nosotros buscamos inútilmente en otra parte, hasta que seamos todos muertos o dominados! ¡He de alcanzarlos antes de que oscurezca; antes de que abandonen el camino!

—No podemos —dijo simplemente el guerrero—. La distancia es demasiado grande. No hay poder en los reinos capaz de…

—¿No hay poder? —vociferó Thiszult—. ¿No hay poder? ¿Por qué crees que sigo a esos dos, que han derribado a otros tan poderosos? ¡Ah! ¡El que yo poseo es suficiente, te digo! —y, tirando con brusquedad de las riendas, recorrió con la mirada a todos los guerreros vestidos de cuero que cabalgaban tras él—. ¡Vosotros, todos, cabalgad detrás de nosotros hasta el Valle Profundo y, más allá, hasta las Montañas del Trueno! Si veis mi señal, así, sobre una roca o árbol, sabed que allí nos hemos desviado del camino y hacéis vosotros lo mismo.

—¿Nosotros? —le preguntó el guerrero que había hablado antes.

—Sí…, tú y yo, ya que dudas tanto de mi poder. ¡Ya puedes confiar en él, ahora, porque es todo cuanto hay entre tú y el fuego mágico! —Entonces, hizo un gesto a todos—. ¡Alto! —y, volviéndose hacia el guerrero—. ¡Tú, desmonta…, no, deja atrás tu armadura! —y puso su mano sobre él mientras pronunciaba una palabra mágica.

Ambos desaparecieron, guerrero y mago. Desaparecieron en el acto. Los otros hombres de armas se quedaron mirando con estupor. Uno de los caballos, ahora sin jinete, levantó sus patas delanteras y relinchó aterrorizado; el otro bufó. Unas manos rápidas cogieron las bridas.

—¡Bestia estúpida! —murmuró un guerrero—. Ahora no hay peligro. ¿Por qué se habrá asustado?

—Porque el olor del hombre que estaba sentado sobre su lomo ha desaparecido en un suspiro —le dijo otro luchador más viejo con tono agrio—. Desaparecido, no alejado… A ti también te asustaría, si tuvieras una pizca de cerebro. ¿Bestia estúpida, la llamas? Ella va adonde la mandan; no sabe lo que espera. Tú, sin embargo, cabalgas para combatir con dos muchachos que han destruido gran parte del poder del culto por estos alrededores en sólo unos pocos días, y sabes que te esperan, y aun así cabalgas hacia el peligro… ¿Quién es, pues, el estúpido, el hombre o la montura?

—Sabias palabras —fue la respuesta, aunque dicha entre risas. Las riendas de las dos monturas ahora vacantes fueron alargadas con el fin de poder guiarlas, y los guerreros aligeraron el paso.

—¿Piensas, entonces —le preguntó uno al viejo guerrero—, que cabalgamos hacia un cometido imposible?

El viejo hizo un gesto con la cabeza:

—Imposible no, cuidado… Pero he visto a demasiados magos jóvenes y listos, como ése que acaba de dejarnos, avanzar hacia una estrepitosa caída, para creer que este último tenga algo más de sabiduría o verdadero poder que los otros.

—¿Qué pasaría si comunicase tus palabras de duda a Naergoth del Púrpura cuando volvamos? ¿Qué dices a eso? —preguntó el guerrero a quien antes había reprendido. El viejo se encogió de hombros con una sonrisa burlona.

—Comunícaselas, si quieres. Imagino que las añadirás al informe sobre la muerte de Thiszult, a menos que éste huya. He servido al culto durante un tiempo, ¿sabes? Sé algo de lo que digo cuando hablo.

Su tono de voz era suave, pero sus ojos muy, muy fríos, y el otro guerrero apartó la mirada primero. Continuaron cabalgando en silencio.

Al final de la escalera, una Shandril con los ojos desorbitados se ponía impetuosamente las botas y se ajustaba hebillas y cordones como si le fuera en ello la vida.

—Debemos irnos —dijo jadeante a Narm mientras Lureene se deshacía en atenciones—. ¡Vienen otros… lo he soñado…! Manshoon, otra vez, créeme… y otros. ¡Date prisa y vístete!

—Pero… pero… —Narm decidió no discutir y empezó a engullir su guiso como un loco, gimiendo y poniendo una mueca de dolor al quemarse los labios con los calientes pedazos de carne.

Lureene le echó una mirada mientras él daba saltos con los pies desnudos alrededor de Shandril, y se cayó de espaldas sobre las camas en medio de un incontrolado ataque de risa.

—Perdonadme —dijo Lureene con la respiración entrecortada cuando pudo recobrar el habla.

Para entonces, Shandril se había abrochado su cinturón y comenzado a descender las escaleras, y Narm la había detenido con un brazo firme en el pecho y le había pasado la escudilla de estofado.

—Perdonadme los dos —continuó Lureene—, ¡pero dudo que jamás vuelva a ver a un poderoso mago tan desconcertado! ¡Juuu! ¡Ah, sí que estabas divertido, engullendo de esa manera!

—Deberías verme lanzando conjuros —dijo muy serio Narm. Y luego preguntó—: ¿Cuándo se ha despertado así?

—Apenas habías bajado tú cuando ella se incorporó de golpe, completamente despierta y llamándote. Entonces se ha levantado y ha empezado a vestirse a toda prisa. Ha soñado que unos enemigos venían tras vuestros pasos con rapidez.

—Es probable que tenga razón —dijo Narm con tristeza, y se apresuró él también a coger la ropa.

—¿Ha surtido tu arte el efecto deseado? —preguntó en voz baja Sharantyr.

—Sí —respondió Jhessail con tono cansado—. Urdir sueños es un trabajo muy fatigoso. No me extraña que Elminster fuese tan reacio a enseñármelo. Pero, creo que he asustado a Shandril lo suficiente para ponerla en marcha antes de que el culto lo intente de nuevo —y se recostó agotada contra el respaldo de su sillón, frotándose los ojos—. Ahhh, yo —dijo— estoy lista para dormir.

Sharantyr se levantó.

—Llamaré a Merith —dijo, pero Jhessail sacudió la cabeza.

—No, no…, es dormir lo que necesito, no mimos ni compañía… No tienes idea, Shar… Es como un pozo negro de olvido delante de mí; estoy tan cansada…

Con estas palabras, la maga de los caballeros se fue acercando al pozo y se sumergió. Sharantyr alcanzó un cojín para su cabeza, le quitó las botas, la envolvió en una manta y la dejó dormir.

Después, ella desenvainó su espada y, colocándosela sobre las rodillas, se sentó cerca de Jhessail para vigilar su sueño. Después de todo, había pasado mucho tiempo desde que Manshoon llevara a cabo su último intento dañino en el Valle de las Sombras.

Narm y Shandril dieron un beso de despedida a Lureene con excitada premura, soltaron en sus manos el plato vacío, bajaron a la cantina y salieron a la luz del día, todo ello en unos segundos.

Allí, en el patio de la posada, los esperaba Gorstarg con sus monturas y las mulas preparadas. Las dos últimas mulas de cada recua aparecían sospechosamente abultadas donde antes no había bulto alguno.

—Pan, salchichas, quesos, dos barricas de vino, hortalizas en conserva, en un tarro hermético, sellado con arcilla; una vasija de uvas e higos, un cofre de sal, algunas antorchas —explicó Gorstarg—, y que los dioses os protejan —y envolvió a Shandril en un caluroso abrazo. Luego la subió a su montura con un enérgico balanceo—. Lleva esto —dijo poniéndole una botella en la mano—. Leche de cabra…, bebedla mañana antes de que el sol esté alto, o podría cortarse.

Luego se volvió hacia Narm sin esperar un instante, como un espadachín se volvería tras dar muerte a un adversario en una batalla, y estrechó la mano del joven conjurador con un contundente apretón; lo cogió por los codos y lo subió a peso hasta su montura. Después puso de golpe sobre la mano del mago un pequeño disco curvo en miniatura de plata pulida.

—Un escudo de Tymora bendecido por los sacerdotes de Agua Profunda hace mucho tiempo. Que él os conduzca sanos y salvos hasta Luna de Plata.

Entonces se quedó mirándolos.

—Tenéis prisa —dijo con un gruñido—, y nunca me gustaron las despedidas largas. Que tengáis suerte… Espero veros de nuevo antes de morirme, y tan felices y sanos como estáis ahora. Os deseo a ambos lo mejor —y se empinó para besarlos—. Os habéis escogido bien el uno al otro.

Palmoteó la grupa de sus caballos para ponerlos en marcha y levantó su puño emulando el saludo de los guerreros cuando despedían a un campeón honorable.

Cuando salieron del patio de La Luna Creciente, Shandril prorrumpió en llanto. Narm miró hacia atrás mientras la consolaba y vio a Gorstag que permanecía como una estatua con su brazo levantado en gesto de despedida. Así permaneció hasta que se perdieron de vista.

Cuando Lureene se aproximó a él, todavía allí de pie, le oyó murmurar oraciones a Tymora, Mystra y Helm por los dos jóvenes que acababan de partir. Lo rodeó con sus brazos desde atrás y se apoyó contra su siempre musculosa y poderosa espalda. Entonces lo sintió temblar cuando él dejó de rezar y comenzó a llorar.

La sala de reuniones del Culto del Dragón estaba oscura. Tan sólo una simple lámpara de aceite parpadeaba sobre la mesa entre los dos hombres que allí se sentaban.

—¿Crees realmente que ese joven mago puede derrotar a Shandril, después de haber destruido ella al mejor y más poderoso de los tuyos? —dijo Dargoth del Púrpura con enojo.

—No —respondió sencillamente Naergoth Bladelord—. Otro de nuestros dragones anda ahora mismo en su persecución.

—¿Otro dracolich? —dijo Dargoth con airada estupefacción—. ¡No tenemos muchos más seres sagrados que perder!

—Cierto —dijo Naergoth posando sus fríos ojos en él—. Éste ha ido por su propio deseo. Yo ni lo obligué ni le pedí que fuera a combatir… pero tampoco se lo prohibí. No se le prohíbe nada a Shargrailar.

Dargoth lo miró:

—¡Por el amor del desaparecido Sammaster! ¿Shargrailar el Oscuro vuela? ¡Que los dioses nos protejan! —y se sentó sacudiendo la cabeza anonadado.

—Difícilmente van a comenzar a hacerlo después de tanto tiempo —dijo secamente Naergoth alargando la mano para apagar la lámpara.

Se hizo la oscuridad.

De repente, se encontraron en un lugar con exquisitos vapores, cacerolas y cuchillos. El guerrero miró a su alrededor y aspiró:

—¡Una cocina!

Al oír estas palabras, el cocinero, que se encontraba de espaldas inclinado sobre su tabla de cortar, dio un respingo y giró sobre sí mismo cuchillo en ristre.

Thiszult le sonrió sombríamente:

—¿Tanto te alegras de vernos, Korvan?

El agrio rostro del cocinero tuvo dificultad en recobrar la compostura; odio, envidia, miedo y regocijo se reflejaron rápidamente uno tras otro en su miserable rostro.

—Vaya, Thisz…

—¡Calla, sin nombres! ¿Cuánto hace que se marchó la muchacha? —Thiszult avanzó con resolución—. ¿Por dónde se sale de aquí?

—A la parte trasera, por aquí. O, por ahí, derechos a la cantina, y luego la cruzáis hasta la puerta principal —indicó Korvan—. Ella y el joven mago salieron tan sólo hace un minuto. Podríais muy bien alcanzarles si…

—… cogemos caballos. ¿Dónde están los establos?

—Por ese lado, hacia el final. Hay uno negro bueno y fuerte y otro más robusto y lento de color bayo, y…

—El culto te lo agradece, Korvan. Recibirás una apropiada recompensa a su debido tiempo.

Thiszult se dirigió hacia el pasillo con un golpe de su oscura capa, y con el guerrero en sus talones. Éste sacó su ancha y manchada espada y la sostuvo preparada en su mano.

—Korvan —susurró entretanto Lureene saliendo de la despensa con los ojos oscurecidos por la indignación—. ¿Conoces a esa… esa gente?

El cocinero la miró fijamente, con la cara blanca, por un momento. Entonces, levantó su cuchillo de nuevo y se fue hacia ella con determinación. Lureene le arrojó a la cara la lata de harina que llevaba en las manos y salió corriendo al vestíbulo y, de allí, a la cantina, que estaba vacía.

Cruzó corriendo la sala, sorteando las mesas, y salió de estampida por la puerta principal a tiempo de ver al mago de la capa oscura abandonar el patio de la posada como un torbellino vengativo.

Ante ella, en el barro, estaba Gorstag de pie con sus manos agarradas a los antebrazos del guerrero que había venido con Thiszult. Forcejeaban el uno contra el otro; la espada del guerrero temblaba en su mano mientras éste intentaba colocarla entre los dos. Lureene corrió hacia ellos tan rápida como pudo, jadeando sin aliento.

Tras ella, la puerta principal de La Luna Creciente volvió a abrirse de golpe, y Korvan salió a matarla. Lureene siguió corriendo desesperada deslizándose y resbalando en el barro. Tenía que avisar a Gorstag antes de que el cuchillo de Korvan pudiera alcanzarlo…

Los dos hombres se hallaban sólo a diez pasos ahora… ahora seis, ahora tres… De repente, Gorstag se deslizó hacia un lado y tiró con fuerza de la muñeca del guerrero en vez de empujarla; la espada se proyectó hacia adelante y pasó junto al hombro del posadero sin herirlo. Éste se estrelló contra el pecho de su enemigo y luego llevó su puño con toda la fuerza que pudo contra su garganta.

Se oyó un crujido, y el hombre se desplomó sin el menor sonido; Gorstag se volvió justo a tiempo para coger a Lureene por los hombros y detenerla.

—Cariño —le dijo, y ella señaló tras él.

—Korvan —jadeó—. ¡Sirve al culto! ¡Cuidado!

Mientras hablaba, el cocinero, ganando velocidad en un último esfuerzo, llegó hasta ellos y lanzó una embestida con su arma. Gorstag le dio un fuerte empujón a Lureene hacia un lado, que le hizo perder el equilibrio, y él saltó hacia el otro lado. El cuchillo sólo encontró el aire vacío.

Fuera de sí, Korvan miró a su alrededor, a uno y a otro… demasiado tarde. Unos dedos de hierro lo cogieron por el cuello desde atrás. El cocinero se tambaleó y asestó un ciego golpe hacia aquel lado con su cuchillo… y sólo consiguió que Gorstag le capturara la muñeca y se la retorciera. Korvan lanzó un pequeño grito y el arma se desprendió de sus entumecidos dedos. Gorstag le retorció el cuerpo violentamente hasta quedar ambos cara a cara.

—Así que… —dijo el posadero—, primero molestas a mi pequeña… ¡y ahora quieres matar a mi prometida! Me amenazas con un arma aquí en el patio y sirves al Culto del Dragón… en mi propia cocina. —Su voz sonaba suave y tranquila, pero Korvan se contorsionaba en sus brazos como un frenético pez en el anzuelo, con la cara blanca hasta los mismos labios.

—Esto ha venido sucediendo durante mucho tiempo, ¿no? —dijo lentamente Gorstag—. Pero al fin he aprendido algo sobre cocina…

La mano que sostenía la muñeca de Korvan soltó ésta para irse con la velocidad de un látigo hacia su garganta, donde sus viejas manos retorcieron sin misericordia. Hubo un crujido sordo, y Korvan del culto dejó de existir.

Gorstag dejó caer el cuerpo en el fango y se volvió hacia Lureene.

—¿Estás bien, mi señora? —preguntó—. ¿Hay fuego o ruinas tras de ti en La Luna?

Lureene sacudió la cabeza con ojos espantados.

—No, mi señor —dijo, al borde de las lágrimas—. Estoy bien…, gracias. Estamos a salvo.

—Eso parece —dijo Gorstag mirando hacia el camino—. Pero ¿lo estarán Narm y Shandril? Búscame el más rápido de los caballos mientras voy a buscar mi hacha.

Lureene lo miró horrorizada.

—¡No! —dijo—. ¡Te matarán!

—¿Abandonar a mis amigos a la muerte sin hacer nada por evitarlo? —La cara de Gorstag parecía de hierro—. ¡Tráeme el caballo más rápido!

Lureene corrió hacia los establos con las lágrimas empañándole la vista.

—No —murmuraba—. Oh, dioses, no. —Pero los dioses no la escucharon antes de que alcanzara los establos.

Entonces hubo un lento y sordo pisar de cascos de caballo, mientras Gorstag volvía de la cantina con el hacha en la mano. Unas caras asustadas comenzaron a congregarse alrededor del patio.

Un enano sobre una mula salpicada de barro cabalgó hasta la cancela y se detuvo delante de Gorstag. El enano se echó hacia un lado y se dejó caer desde su montura con habilidad, utilizando el hacha desnuda que llevaba sobre su hombro a modo de bastón. Tullido, se apoyaba pesadamente en su hacha mientras avanzaba cojeando hasta Gorstag. El posadero miró ansioso hacia los establos y vio que Lureene salía tirando de un caballo.

—Bien hallado —dijo el enano al posadero—. ¿Tú eres Gorstag?

El posadero, que estaba atento a Lureene y la montura que se aproximaba, miró hacia abajo con sorpresa:

—Sí, yo soy.

—¿Has visto a una compañera mía, la aventurera Shandril? Servía en esta posada hace algún tiempo —dijo el enano con voz áspera—. He oído que cabalga con un joven mago, ahora, y que arroja fuego mágico.

—Sí, lo sé —dijo Gorstag levantando el hacha—. ¿Quién eres tú, y qué tienes que ver con Shandril Shessair?

—Vengo del Valle de las Sombras —dijo el enano con brusquedad, mirándolo con una expresión en sus ojos tan firme y severa como la del propio Gorstag—. Por Sharantyr, Rathan y Torm, de los caballeros, he sabido hacia adónde se encaminaba Shandril y la he seguido. He sido enviado por Storm Mano de Plata, de los Arpistas, y por Elminster, el sabio, y traigo una nota para ti que dice que confíes en mí. Toma, léela. Ahora, dime dónde está Shandril; el tiempo pasa y mis huesos no rejuvenecen.

Gorstag sonrió ante aquello y desenrolló el pergamino:

—No tanta prisa, señor enano. La vida es menos adversa a los pacientes.

—Sí —replicó el enano—, la mayoría de ellos yacen muertos. ¡Dime dónde está Shandril!

—Un momento.

Gorstag leyó el pergamino. Lureene se acercó con el caballo y él se hizo a un lado para que ella pudiera también leer lo que había escrito:

A Gorstag, de Luna Alta. Antes que nada, ¡bien hallado! El portador de esta misiva es el enano Delg, en otros tiempos compañero de Shandril en la Compañía de la Lanza Luminosa, justo después de que ella abandonara tu casa. No sirve a ningún malvado señor ni desea mal a Shandril, créenos: se ha sometido a todas nuestras pruebas de arte a este respecto, y es verdad. El Culto del Dragón destruyó a la Compañía y creyó que sólo Shandril había sobrevivido. Este Delg, dejado por muerto en el Valle de Oversember, consiguió caminar hasta las orillas del Sember, donde fue encontrado por los elfos y llevado a los sacerdotes de Tempus. Mientras éstos curaban sus heridas y oraban al dios pidiéndole consejo en cuanto al cometido que debían asignarle a cambio de ello, un mensajero de Tempus apareció diciendo que la tarea de Delg era defender a la joven que manejaba el fuego mágico contra las espadas que la perseguían; y por eso ha venido hasta ti en busca de tus noticias. Tu parte en la defensa de Shandril está hecha, valiente Gorstag; nosotros cuidamos y recordamos el lugar donde descansa Dammasae. Ayuda a Delg lo mejor que puedas y serás altamente honrado. A tu disposición quedarán

Elminster del Valle de las Sombras y

Storm Mano de Plata del Valle de las Sombras.

Gorstag terminó de leer, frunció un poco el entrecejo, y después miró a Delg.

—Llegas algo tarde —dijo simplemente—. Se han marchado a caballo hacia el oeste, hace no mucho rato de eso. Un mago hostil los persigue, muy de cerca por cierto.

—¿Se han ido? Entonces, no hay tiempo que perder —dijo el enano cojeando con premura hasta su montura—. ¡Arriba! —le ordenó—, ¡y cabalga como el viento… o ella se hallará en dificultades de nuevo, y en necesidad del viejo Delg, antes de que lleguemos allí!

—¿No quieres coger una montura más veloz? —preguntó Gorstag señalando el caballo que sostenía Lureene. Delg sacudió la cabeza.

—Mi agradecimiento, pero ¿con qué rapidez viajaría si me caigo en la primera vuelta del camino? No, me quedo con lo que conozco y ya me daré prisa a mi manera. Que te vaya bien, Gorstag. Queda en paz junto a tu dama. Es la mejor aventura que puedes tener ahora.

Les lanzó una sonrisa y se alejó, levantando su brazo en un saludo de guerrero. Gorstag se lo devolvió y lo vio marchar, mientras Lureene acariciaba su brazo pensativa y sin decir nada.

Al cabo de un rato, Gorstag retiró la mirada del camino y gruñó con tono resignado:

—Bien; puedes guardar el animal. No lo necesitaremos.

Lureene asintió:

—Por supuesto. —Y, volviéndose, añadió—: Y hay también un pequeño detalle; algunos cadáveres esparcidos por ahí…

Shargrailar el Oscuro sobrevolaba en círculos el Desfiladero del Trueno con los fríos vientos silbando a través de sus extendidos dedos de hueso que eran todo cuanto quedaba de sus alas. Shargrailar era el más poderoso dracolich de Faerun conocido por el culto, tal vez el dragón más terrible que jamás había existido. Sus ojos eran dos lámparas blancas en las vacías cuencas de un largo y feroz cráneo. Con la fría paciencia de un ser que había dejado la tumba atrás y todavía podía volar, miró hacia abajo y, perdiendo algo de altura, siguió volando en vigilante espera.

¿De modo que una hembra humana se atrevía a destruir dracoliches? Debía morir. Sin duda, había debido de acompañarla la suerte y sus víctimas eran jóvenes idiotas pero, de todos modos, debía morir. Según decían, ella se dirigía hacia la guarida de Shargrailar, armada con su fuego mágico. Interesante. Shargrailar planeaba entre las nubes como una sombra silenciosa, escudriñando el estrecho camino que discurría allá abajo, a lo lejos, y que los hombres llamaban el Camino del Este. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Shargrailar se interesara por algo.

Allí abajo, en el camino, aparecieron dos jinetes humanos con mulas…, uno de ellos era hembra. Silenciosamente, Shargrailar descendió escrutando con su esquelética cabeza. Sí… sí… debía de ser ella. Y, si no, ¿qué importa? ¿Qué par de humanos podría nunca herir a Shargrailar? El gran dracolich bajó del cielo en picado, como una gigantesca flecha de muerte, porque ése es el modo de los dracoliches. Mientras descendía, Shargrailar pudo ver que la humana era hermosa… y abrió sus huesudas quijadas para darle muerte…

Thiszult cabalgaba a todo galope, tironeando desaforadamente de las riendas. Tenía que adelantar a la doncella y al mago y ponerse a la cabeza, para tener tiempo de invocar su magia especial… o encontrar un promontorio o su campamento, para tenerlos algún tiempo a la vista antes de hacerlo. No podía perderlos ahora… ni acercárseles demasiado y ponerlos sobre aviso, sin sus guerreros allí para asediarlos y obligarlos a detenerse.

Pensaba furiosamente mientras cabalgaba. No llevaba insignia alguna y cabalgaba solo. Nada delataba que fuese un mago ni que deseara mal a nadie. Pero cabalgaba con una prisa salvaje —peligrosa, ya que la carretera ascendía hacia las montañas— y era un aviso para cualquiera de que no iba todo bien, en especial para una pareja que, sin duda, a estas alturas, andaría siempre alerta ante cualquier ataque. Aminoró el paso de su montura, devanándose los sesos en busca de un plan. Ellos podrían eludirlo con facilidad en la oscuridad. Sin embargo, era necesario dormir, y tendrían que detenerse para acampar. Quizás entonces fuera el mejor momento para atacar, pero sólo si lograba mantenerse tras su pista y permanecía inadvertido. No había otra manera.

Con un suspiro, obligó al caballo a efectuar una estremecedora parada, saltó limpiamente de él y después ató las riendas a un arbolito antes de que el asfixiado caballo pudiera escapar. Comprobó la carga. Estaba todo seguro. Estupendo. Un rápido vistazo arriba y abajo del camino —vacío, hasta donde él podía alcanzar a ver— y enseguida se aplicó hechizos de invisibilidad y de vuelo a sí mismo y se elevó de un salto hacia el cielo.

Desapareció justo momentos antes de que Delg se encontrase al exhausto caballo y desperdiciara unos cuantos segundos en preguntarse qué significaba, mientras miraba alrededor en busca de huellas de alguien que hubiese abandonado la carretera por allí cerca y continuado a pie, sin encontrar nada. El enano sacudió la cabeza y prosiguió su cabalgada, pensando en Burlane, Ferostil y Rymel, todos ellos muertos ahora, ninguno de ellos presente para compartir unas risas… Bueno, tal vez él se les uniera pronto si había magos hostiles por alrededor. Azuzó con el pie a su mula, que aceleró el paso de mala gana, y vigiló estrechamente la carretera, por delante de él, con el hacha preparada en la mano.

—Alguien nos sigue —dijo Narm, observando atentamente por encima del hombro mientras cabalgaban.

—¿Alguien? —preguntó Shandril—. ¿Sólo uno?

—Sí… un niño, o un enano, en una mula —dijo Narm con tono de duda—. Debe de ser viajero extraño, para cabalgar solo a través de las montañas.

—Bueno, es un camino abierto —respondió Shandril—. No puedes esperar que esté desierto, de ninguna manera —y se volvió a mirar en su silla. Detrás de ellos, el terreno descendía en suaves colinas hasta los oscuros bosques del Valle Profundo, y pensó que podría ver La Luna Creciente, o el punto donde debía estar. Las lágrimas enturbiaron sus ojos por un momento, otra vez… y entonces vio, a través de ellas, a la muerte de hueso deslizándose desde el cielo por detrás de ellos.

—¡Narm! —gritó, a la vez que azuzaba los estribos de su montura y se agarraba a su cuello con repentina y desenfrenada urgencia—. ¡Agáchate!

Narm miró y vio. Con frenética prisa, se arrancó del cuello el regalo de Torm y lo tiró. Shandril pudo vislumbrar un instante su pálido rostro antes de que el mundo explotase en torno a ellos.

«En el nombre del Forjador de Almas, ¿qué es eso?». De pie en sus estribos, Delg vio, boquiabierto, cómo la gran masa esquelética descendía como una flecha por delante de él. Se parecía a un dragón, ¡pero era un esqueleto! Era… oh, por la gran suerte de los enanos, ¡debía de ser uno de esos dracoliches de los que Elminster le había hablado! Delg tragó saliva y se sentó de nuevo en su silla. Se estaba haciendo demasiado viejo para este tipo de cosas…

¡Ningún enano tendría la menor posibilidad contra eso! Ni tampoco, pensó, la tendría la pequeña Shandril aun cuando fuese acompañada por un muchacho capaz de lanzar un puñado de conjuros y ella misma pudiese fabricar algo de fuego mágico por su cuenta. Debajo de él, la mula aminoró el paso hasta una marcha moderada cuando él se sentó pensativo.

Delg entonces le clavó sin piedad sus botas en las costillas, agitando su hacha que brillaba a la luz del sol.

—¡Muévete! —gritó en las orejas del animal—. ¡Llego tarde a la batalla y me estarán necesitando; no tengas miedo!

Thiszult volaba bajo por encima de los árboles, a un lado del camino. El viento que producía su vertiginoso vuelo silbaba como un látigo en sus oídos. Tenía que encontrarlos y ponerse por delante de ellos. Pronto, ahora…

Hubo un resplandor y un fragor de llamas delante de él. Sobresaltado, Thiszult viró hacia un lado y se elevó por el aire para ver mejor. ¿Estaba en una batalla? ¡Esto podría resultar incluso más fácil de lo que había pensado!

Un enorme y oscuro esqueleto surcaba el aire, y Thiszult abrió la boca estupefacto. «¡Uno de nuestros seres sagrados! —pensó—. Pero ¿cómo ha venido a parar aquí? ¿Y… quién es? ¡Jamás había visto a ninguno tan grande y terrible!». Mientras miraba fijamente al dracolich, sus frías órbitas se encontraron con su mirada y el dragón subió hacia él. Sus esqueléticas mandíbulas parecían esbozar, de alguna manera, un gesto divertido.

«¡Pero… yo soy invisible! —pensó Thiszult con asombro—. ¿Cómo puede verme? ¿O es ése un poder que poseen los Sagrados?».

De las enormes fauces del dracolich brotó el estallido de un rayo blanco-azulado. Thiszult no tuvo tiempo de mostrarle que era un mago del culto. Todos sus miembros se convulsionaron a la vez y, en el acto, estaba muerto con la boca abierta en ademán de hablar; antes incluso de que las óseas garras de Shargrailar hicieran pedazos su cuerpo. La secreta y poderosa magia de Thiszult cayó a la tierra y se perdió entre los árboles.

Lejos de allí, Salvarad, del culto, suspiró y se alejó de su bola de cristal. Thiszult ya nunca tomaría el Púrpura.

Shandril se levantó, enfurecida. El olor a carne de caballo quemada penetraba con fuerza su nariz. Escudo Fiel había hecho honor a su nombre —¡y tanto que sí!— hasta el final. Las llamas del dracolich habían infundido fuerza en Shandril sin dañarla. Sólo esperaba que Narm hubiese sobrevivido.

Los rayos retumbaban por encima de sus cabezas mientras Shandril corría a través de la humeante carretera. No miró hacia arriba; sólo tenía ojos para su hombre. Una desgarradora y ennegrecida maraña de patas de caballos apareció ante su vista. Corrió sin vacilación hacia aquello de lo que, en otro tiempo, se habría apartado enferma y buscó ansiosamente entre la humeante carnicería. ¡Narm! ¡Oh, Narm!

Él no tenía protección contra el fuego del dragón. Muy bien podría estar muerto. Su hijo nunca conocería a su padre… «¡Nada de eso! ¡Encuéntralo, primero!», se gritó por dentro Shandril.

Allí estaba, moviéndose con debilidad, medio enterrado bajo la chamuscada carga. ¡Estaba vivo! ¡Oh, alabados sean los dioses!

Las lágrimas rodaban por el rostro de Shandril mientras se arrodillaba junto a él y apartaba a un lado los fragmentos quemados de correas y lona con frenética premura. Narm gimió. De su pelo salía humo; el lado izquierdo de su cara estaba negro y cubierto de ampollas.

—¡Oh, Narm! ¡Amor mío! —sollozó Shandril.

Los agrietados labios del joven se movieron; sus párpados, sin un resto de pestañas, se abrieron con esfuerzo. Sus ojos se encontraron amorosamente con los de ella… y entonces miraron más allá, abriéndose de par en par.

—¡Cuidado, cariño! —susurró dolorosamente—. ¡El dracolich viene!

Shandril siguió su mirada. El gran Shargrailar giraba justo sobre ellos, enorme, oscuro y terrible. A pesar de no ser más que un esqueleto hueco y vacío, la inmortal criatura era en verdad pavorosa. Shandril se estremeció al contemplar su maligno poder. El monstruo se volvió e hizo otra silenciosa caída en picado hacia ellos desde el cielo.

—¡Corre, Shan! —apremió con un ronco susurro Narm desde debajo de ella—. ¡Vete de aquí! ¡Te quiero! ¡Shandril, vete!

—¡No! —dijo Shandril entre lágrimas—. ¡No, mi señor, no me iré! —Y, mientras las grandes mandíbulas del dragón se abrían, ella trepó con cuidado y se tendió con suavidad encima del ennegrecido cuerpo de Narm, tratando de cubrirlo tanto como podía. Narm gimió de dolor. Ella se alzó ligeramente sobre él sosteniendo el peso de su propio cuerpo y dijo con dulzura:

—Yo también te quiero.

El fragor de las llamas de Shargrailar fue creciendo en el aire por encima de ellos. Shandril posó sus labios sobre los de Narm y reunió toda su voluntad. Una nueva ráfaga de fuego se los tragó.

—¡Que Clanggedin me ayude! —murmuró Delg mientras la mula saltaba asustada debajo de él.

El camino, delante de él, era una gran ruina humeante. Un rugiente cono de fuego acababa de arrasarlo de nuevo. En un momento, el devastador dracolich estaría sobre él. La mula se encabritó otra vez.

—¡Oh, maldición! —estalló Delg al encontrarse de pronto dando vueltas por los aires. Su frenético asimiento al saliente delantero de su silla se había soltado. Bueno, por lo menos seguía agarrado a su hacha, que mantuvo bien pegada a sí para que no se astillara en la dura caída que le esperaba.

Así que la silla de la mula estaba vacía cuando las aniquiladoras garras de Shargrailar lanzaron a la pobre bestia hacia el cielo, desgarrándola y despedazándola. Por primera vez después de muchos y largos años, el dracolich emitió un sonido mientras se elevaba por el aire, un largo y estridente chillido de ira y frustración. Hizo jirones a la mula como si se tratara de un trapo viejo y giró otra vez. Jamás le había costado tanto destruir a un enemigo.

Shandril absorbió con desesperación las llamas que la habían alcanzado y se esforzó por alcanzar el fuego que estragaba el desvalido cuerpo de Narm, absorbiéndolo también dentro de sí. A través de sus labios pegados, ella sintió fluir la feroz energía; lentamente al principio y, después, más y más rápida. ¡Dioses, qué dolor! Era como si un hierro candente quemara sus labios; las lágrimas la cegaban. Su cuerpo se estremecía por el dolor, pero ella se abrazó con fuerza a su Narm mientras las últimas llamas barrían el aire por encima de ellos y desaparecían.

Todavía la energía seguía afluyendo a su interior. Con un sobresalto, comprobó que la propia energía de Narm estaba introduciéndose también en ella; ¡lo estaba matando, agotándolo hasta la muerte! De inmediato separó sus labios de él y miró fija y ansiosamente su inerte y silencioso rostro. ¡Oh, Narm! ¡Ella no tenía arte para curarlo! ¿Qué había hecho?

Llena de amargura, Shandril sintió la creciente energía ardiendo dentro de sí. Sus venas hervían; estaba colmada, con más de cuanta podía retener por mucho tiempo. El dolor…

Entonces vino a su mente la voz de Gorstag, hablándole de su madre: «… para curar o dañar…». ¡Curar! ¿Podría curar tan bien como quemar? Se rehizo como pudo y volvió a tenderse con suavidad encima de Narm, colocando de nuevo sus labios sobre los de él. Cerrando los ojos, Shandril hizo, con un gran esfuerzo de su voluntad, brotar la energía hacia fuera dulce y pausadamente, como una fresca corriente de agua, a través de sus labios. Lo consiguió.

A través de su beso, pudo sentir cómo liberaba energía y la hacía fluir dentro de Narm. Tras un intenso empeño, empezó a sentir cómo su débil corazón se fortalecía y su cuerpo comenzaba a reaccionar. Entonces se movió debajo de ella en un intento de hablar.

Shandril derramaba frescas lágrimas al mismo tiempo que vertía aún más energía dentro de su compañero, hasta que éste volvió a sentirse sano y fuerte y…

Las huesudas zarpas del dragón rasgaron su espalda causándole un dolor agónico. Shandril se vio arrancada de Narm y lanzada a la carretera por el airado golpe de Shargrailar. El dolor casi la abatió esta vez; gritó con fuerza, y el fuego empezó a gotear de su boca. ¡Ohhh, Tymora, el dolor!

Ella había ignorado la embestida de otro rayo y los paralizantes impactos de una ducha de proyectiles mágicos mientras estaba curando a Narm, pero el gran dracolich podía matarla de esta manera y destruirla, a pesar de todo su fuego mágico. Shandril se retorcía y contorsionaba de dolor sobre el polvo del camino. Podía sentir la sangre manando de sí. Sangre, sangre…, había visto derramarse más estos diez últimos días que en toda su vida, y estaba completamente harta de ello.

Bien, ahora podría hacer algo por ello. Shandril abrió los ojos y buscó al dracolich. Sentía una cólera furiosa unida a un gran regocijo; ¡podía curar! Podía utilizar el fuego mágico tanto para ayudar como para combatir. Giró sobre sus manos y rodillas y vio a Shargrailar descendiendo de nuevo con sus fríos y trémulos ojos fijos en ella y sus zarpas extendidas para desgarrar y despedazar. La que otrora fuera ladrona del Valle Profundo se encontró con la escalofriante mirada del dracolich y se echó a reír.

De sus ojos brotaron dos líneas de fuego que golpearon directamente en los ojos del dragón. Brotó humo de ellos y Shargrailar gritó.

Sus alas de hueso se inclinaron hacia un lado por el dolor; Shandril reía triunfante mientras escupía un blanco infierno de llamas contra el cegado dracolich. Éste dio la vuelta hacia atrás, en el aire, y cayó con estrépito contra el suelo.

Ella hizo caso omiso de sus zarpazos y se volvió para curar a Narm. Shandril sintió un horrible escozor en su desgarrada espalda. Entonces, puso toda su voluntad en limpiar y sanar sus propias heridas mientras se arrastraba hacia Narm que yacía todavía entre los animales muertos. Suspiró ante el consolador alivio que se propagaba por su espalda. Aahhhh…

Su energía había disminuido mucho ahora y se alarmó cuando se dispuso a transmitir más de ella a Narm. No debería haberse curado a sí misma… Le quedaba demasiado poca y el dracolich aún era peligroso. Éste ya no iba a seguir malgastando su magia con ella; y ella ya no podría absorber más fuego mágico de él. ¡Oh, Tymora! ¿Tenía que tener siempre tan mala suerte?

«No —dijo una vocecilla dentro de ella—, podría ser fatal de una vez por todas y poner fin a todas sus preocupaciones». Shandril se levantó a toda prisa, buscando al dracolich con la mirada. Si él la atacaba con su zarpa ahora…

Entonces pudo oír unos extraños ruidos de huesos rotos y astillados procedentes de donde había caído Shargrailar. Observando con cautela por encima de los infelices caballos, vio un hacha subir y bajar entre las quebradas costillas del dracolich. Trozos de hueso volaban. El dracolich ya había perdido sus alas y dos garras. Débilmente, trataba de mover la cabeza para barrer a su atacante con llamas, pero los huesos de su cuello estaban quebrados en dos lugares. Mientras, el humo seguía saliendo de su ennegrecido cráneo allí donde Shandril lo había quemado.

Un enérgico golpe con el pie envió más pedazos de hueso volando por los aires. Luego la bota se plantó con firmeza sobre una de las garras de Shargrailar, y su dueño lanzó un brutal hachazo hacia abajo.

—¡Delg! —gritó Shandril con feliz asombro, y se echó a reír y a llorar al mismo tiempo que corría al encuentro de la pequeña y fornida figura cuya reluciente hacha seguía cortando y machacando metódicamente arriba y abajo sobre la ya indefensa y astillada masa del dracolich.

El enano elevó una amplia sonrisa hacia ella:

—¡Bien hallada, Shandril! Largos días han pasado, y tú metida en problemas, como siempre… sólo que esta vez estás de suerte: ¡Delg está aquí para derribar a tu dracolich desde atrás!

Entonces se encontró de pronto en el aire, envuelto en un regocijado abrazo, antes de que Shandril empezara a resoplar por el esfuerzo y se tambaleara hacia adelante volviéndolo a dejar en el suelo.

—¡Delg! ¡Delg…, creí que todos los de la compañía habíais muerto! —exclamó Shandril. El enano asintió muy serio y, enseguida, su feroz sonrisa volvió otra vez a su cara.

—Sí, también yo lo creí —dijo, con los pelos de su barba erizados—. Pero al fin te he encontrado.

—¿Encontrado? ¿Sabes lo que me ha ocurrido todo este tiempo? Este dragón de hueso que estás destruyendo no es más que el último de ellos. Apenas pasa un día sin que alguien trate de matarnos a causa del fuego mágico que poseo.

—Fuego mágico, sí, ése del que todos me han hablado.

—¿Todos?

—Sí, Elminster, Storm y los caballeros, y los Arpistas y todos. Las patas de mi mula han encogido dos dedos largos cabalgando tras de ti. Te has vuelto muy importante, muchacha, ya lo creo, y en menos tiempo del que he visto en mis años necesitar a la mayoría de los héroes y leyendas para hacerse famosos —y el enano agitó su hacha—. Así que, veamos ese fuego mágico otra vez antes de trasladar a Narm a algún lugar más seguro.

—Muy bien —dijo Shandril, y se volvió hacia donde yacía el dracolich—. ¿Conoces a éste?

—Jamás lo había visto antes de enterrar mi hacha en él —respondió Delg levantando una ceja—. ¿Importa?

—No, supongo que no —contestó Shandril, y lanzó un rugiente chorro de fuego mágico que hizo saltar en astillas el desplomado cráneo de Shargrailar. Mientras el humo se desvanecía, Shandril miró a Delg y se encogió de hombros con una cara inexpresiva.

—Ten cuidado, Delg, puede no ser del todo seguro estar cerca de mí, estos días —dijo con un suspiro—. Tanta matanza, desde que dejé La Luna Creciente… ¿Es con matanzas como se construyen todas las leyendas?

—Sí —dijo el enano con voz áspera—. ¿No lo sabías? —y se volvió hacia Narm—. Llevemos a tu señor lejos de toda esta carnicería y veamos lo que podemos salvar antes de que se ponga el sol.

—¿Llevemos? ¿Vas a venir con nosotros?

—Sí, si me aceptáis. Iré con vosotros en vuestro viaje de novios.

El enano parecía algo turbado pero la miró desafiante, retorciendo con nerviosismo sus manos sobre el hacha mientras hablaba:

—Yo soy amigo tuyo, Shandril, y permaneceré fiel a ti y a tu señor. Encontrarás a muy pocos así, ten en cuenta, y en la vida se necesita poco más que buena comida y buenos amigos. La compañía ha desaparecido ahora, excepto tú…, así que el viejo Delg cabalgará contigo.

»Si llegas a Luna de Plata sin percances, y para entonces te has cansado de mí, te dejaré. Espero que no sea así…, aunque, cuando uno tiene mi edad y acompaña a chicas bonitas, la gente se hace toda clase de ideas falsas, ¿sabes?

El viejo enano le pasó su hacha:

—Sostenla mientras traslado a tu mago… Tranquilo, muchacho, muy pronto te sentirás mejor. Lo sé, he vivido suficientes batallas hasta hoy como para saberlo… Un poquito más allá… El sol no esperará a que termine con mi cháchara.

Y no lo hizo, pero fue una feliz acampada en aquella puesta de sol.

A la mañana siguiente, el enano caminaba junto a la joven pareja en dirección oeste, adentrándose en las montañas. Era un día claro. Los verdes valles se extendían tras ellos a medida que ascendían las ondulantes colinas hacia el Desfiladero del Trueno. Todo estaba en calma. Un halcón negro solitario se remontó a gran altura en aquel aire azul y despejado, y el día pasó sin ataques ni lanzamiento de fuego mágico ninguno. Delg contó a Narm feroces historias sobre la osadía de Shandril en los días de la Compañía, y Narm, ya recobrándose, le contó a Delg las peripecias de ella en Myth Drannor y la batalla en la guarida de Rauglothgor, y cómo había hecho volar en pedazos la cima de una montaña. El enano miró a Shandril con renovado respeto y, riéndose, le dijo:

—Vaya… ¡la próxima vez no te pediré que me sostengas el hacha!

El sol estaba ya cerca del ocaso cuando, por fin, alcanzaron las alturas del Desfiladero del Trueno y se volvieron a mirar atrás la interminable sucesión de árboles. Siguieron con la vista el camino que se empequeñecía a medida que descendía y descendía y se alejaba más y más de ellos… hasta Luna Alta, ya en la brumosa distancia.

—¿Quién podría decir, mirándolo, que este hermoso paisaje fuera tan peligroso? —dijo Narm en voz baja.

Delg lo miró, pero no dijo nada.

—No te preocupes —dijo Shandril poniéndole una mano en el brazo—. Nos hemos encontrado el uno al otro, y eso hace que todo haya valido la pena.

Juntos reemprendieron el camino, pensando en las mañanas que vendrían, mientras las estrellas comenzaban a brillar tenuemente sobre ellos. Y se sentían muy felices.