La invención del pasado

Lo que llamamos ‘historia’ no es lo que ocurrió, sino lo que se ha escrito sobre lo que ocurrió. Y lo que se ha escrito se corrige, reescribe y rectifica día a día desde un presente continuamente cambiante. Los hechos desnudos e indiscutibles se disfrazan de forma distinta en cada época, bajo una condición: la narración histórica es siempre la que más satisface a los grupos dominantes en la sociedad. Por poner un ejemplo chusco, si España se convirtiera en una república islámica, el relato de lo que ahora se llama Reconquista cambiaría por completo, aunque los hechos fueran los mismos.

Ya sé que todo esto queda raro en un libro sobre fútbol. Pero me parece necesario. Llamamos fútbol a un juego y a todo lo que rodea ese juego. El envoltorio es lo que genera pasión, lo que transforma el simple hecho físico del movimiento de un balón en un hecho social trascendente. Y cuando palpamos el envoltorio comprobamos que está hecho del mismo material que la historia. Solo el pasado da sentido al presente.

Los perdedores de la historia son aquellos cuyo relato queda orillado u oculto. Es decir, quienes necesitan apelar de forma continua al relato escrito por los ganadores para discutirlo o impugnarlo. Eso ocurre con los pueblos nativos de América, con los chiíes, con los palestinos, con los armenios y con mucha otra gente. Quizá también ocurre, en cierto sentido, con los catalanes, aunque la capacidad de fabulación histórica catalana resulta tan extraordinaria que uno no se siente capaz de decidir si somos perdedores de la historia (frente a la historia española) o los creadores de un género propio, vagamente vinculado al realismo mágico.

A día de hoy, el Espanyol figura entre los perdedores. Eso me parece indiscutible. Las causas son opinables. Tengo mis ideas al respecto, como el lector tendrá, o no, las suyas.

En otoño de 1900, cuando Ángel Rodríguez, Octavi Aballí y Lluís Roca decidieron crear un club de fútbol, o «football» en la terminología de la época, ya existían el Català, el Barcelona y el Hispania. Podría considerarse que ya se habían establecido tres años antes, porque en 1897 los tres amigos, estudiantes universitarios, empezaron a jugar como equipo de la Sociedad Gimnástica Española, que presidía el catedrático Rafael Rodríguez Méndez, padre de Ángel. La historia es elástica y no vale la pena discutir trienios. En cualquier caso, los tres amigos, junto a Joaquín Carril, fundaron en 1900 la Sociedad Española de Football.

El nombre elegido era bastante obvio. Por un lado, las denominaciones referidas a Barcelona y Cataluña ya estaban ocupadas. Por otro, la principal característica del nuevo club consistía en que todos sus futbolistas eran españoles, estudiantes universitarios en su gran mayoría.

El Català, que se disputaba con el Barcelona la condición de club decano barcelonés, había empezado en 1899 con la exigencia de que los jugadores fueran de origen local, por lo que el suizo Joan Gamper fue rechazado. Gamper montó su propio club con extranjeros y el Català, casi de inmediato, admitió también extranjeros. En cuanto al Hispania, como su propio nombre no indicaba, estaba compuesto mayormente por obreros y técnicos británicos de las fábricas textiles.

A los pocos meses de su fundación, la Sociedad Española de Football se convirtió en Club Español de Football. (En este pasaje sobre la historia hablaremos del Español porque la ‘ñ’ se cambió por la ‘ny’ catalana en 1995). La equipación de los jugadores era completamente amarilla, por razones azarosas típicas de la época: a uno de los directivos le sobraba tela amarilla. Cabe señalar que a otros clubes de gran futuro les correspondió en su nacimiento peor suerte cromática: la Juventus de Turín, por ejemplo, jugó sus primeros partidos de rosa y con corbatín negro.

Hoy puede parecer extraño, pero a principios del siglo xx los universitarios conseguían empleo en cuanto se licenciaban. En 1906, el Español tuvo que interrumpir sus actividades porque su plantilla inicial se disolvió, por motivos laborales o por traslado a otras universidades. Un grupo de socios, encabezado por Julià Clapera y Emili Sampere, refundó la institución en 1909 o 1910, con el nombre Club Deportivo Español. También decidió que en adelante los colores serían el azul y el blanco, como los del escudo del almirante Roger de Llúria (o Lauria): un marino italiano que sirvió a las Coronas de Aragón y Sicilia y murió en Valencia, lo que con el tiempo le confirió la condición de gran héroe catalán.

El principal impulsor del Club Deportivo Español fue Genaro de la Riva, un joven con gran aptitud para los deportes (vela, hockey, esgrima, fútbol) y una fastuosa cuenta corriente. De la Riva, que jugó un par de años como centrocampista blanquiazul, solía contar que el campo de Sarrià empezó a construirse en la barbería que frecuentaba junto a su amigo Joan Gamper. El suizo le gastó una broma sobre las miserias del Español, tan pobre que pronto iba a quedarse sin el campo de la calle Muntaner, y De la Riva se picó. Compró junto a sus hermanos una finca llamada Can Ràbia (ya entonces tenía ese nombre, sin ninguna relación con futuras rabias futbolísticas) y en ella edificó Sarrià. Fue un asunto típicamente españolista: la constructora quebró, se perdió gran parte de lo invertido y los De la Riva tuvieron que pagar mucho más de lo previsto.

Los años 20 fueron felices. En 1923 se inauguró Sarrià y Ricardo Zamora, el mejor portero del mundo, defendía la puerta. El de Zamora constituye un caso hoy irrepetible: era canterano del Español, por el que fichó con solo 16 años, en 1919 se marchó al Barcelona y tres años después, cuando empezaron sus años dorados tras los Juegos Olímpicos de Amberes, el Español lo recuperó a golpe de talonario. Qué tiempos.

El Español fue en 1929 uno de los diez clubes fundadores de la Liga española, su jugador Pitus Prats marcó en Sarrià el primer gol de la competición (minuto cinco del Español-Real Irún) y, ese mismo año, el club ganó su primera Copa de España. En 1930, el Español traspasó a Zamora al Real Madrid por una cantidad descomunal: 100.000 pesetas, más de la mitad de lo que había costado el estadio.

En la década de los 20, sin embargo, empezó a fraguar también la superioridad económica y social del Barcelona. La diferencia deportiva era muy escasa: un pequeño margen en Copas catalanas y un trofeo de los que entonces se llamaban «nacionales», o sea, españoles, en cada vitrina: la Liga de 1929 para el Barcelona, la Copa de ese mismo año para el Español. Es difícil precisar las causas por las que el Barcelona atrajo desde tan pronto más simpatizantes. Quizá por su mayor actividad política: mientras en la directiva azulgrana se hacían notar algunas figuras republicanas y catalanistas, sobre todo después de la muerte de Joan Gamper (1929), en la directiva del Español, dominada por los propietarios de facto del club, los De la Riva, gente más bien apolítica (o sea, de derechas), se procuraba dejar la política en la calle. Quizá fue eso lo que propició que el Barcelona resultara más atractivo para los inmigrantes de otras regiones de España. Ese mismo fenómeno, el del club de fútbol como factor de integración, favoreció en Italia a la Juventus frente al Torino, y al Milan frente al Inter.

En cualquier caso, ya entonces el Español gastaba fama de minoritario. El dibujante Valentí Castanys, principal ilustrador del semanario satírico-futbolístico El Xut y tertuliano habitual del bar Els quatre gats, decidió denominar a los españolistas combinando el significado popular de la expresión «cuatro gatos» con el Gat Perico, nombre que en catalán recibió el Gato Félix, famoso personaje de historietas. En sus viñetas, Castanys dibujaba a los españolistas como gatos escasos en número, concretamente cuatro. De los «Quatre gats Pericos» salió lo de los «pericos» o «periquitos». No, como se ha dicho a veces, porque hubiera muchos periquitos en la finca de Can Ràbia.

La guerra civil causó terribles destrozos en los clubes barceloneses. Murieron futbolistas y aficionados y, en el caso del Barcelona, el propio presidente, Josep Sunyol, fusilado en 1936 por los franquistas. Sunyol no fue fusilado por barcelonista, sino por ser dirigente de Esquerra Republicana de Catalunya. En la primera temporada futbolística de la dictadura, 1940, el Español seguía siendo dirigido por Genaro de la Riva y ganó la Copa. El Barcelona, en cambio, fue intervenido por las autoridades militares (el general Moscardó nombraba a los directivos) y entró en una crisis profunda. Por primera vez, su número de socios llegó a ser inferior al del Español.

Conviene precisar algún detalle relacionado con lo que decíamos antes sobre el relato histórico y con lo que diremos más adelante. Si en el Español mandaban los De la Riva, catalanes franquistas, en el Barcelona era presidente Josep Vendrell, catalán muy franquista. Parece una tontería recordar eso. No creo que lo sea. A veces, leyendo algunos textos actuales, parece que no hubiera existido franquismo en Cataluña. Y la verdad es que sí. Mucho e importante.

En los años 40, la Historia no había arrollado todavía al Español. Eso empezó a ocurrir en los 50. Por razones deportivas, como la llegada de Kubala al Barcelona y de Di Stéfano al Madrid, y sobre todo políticas. La dictadura fue muy futbolera. El régimen comprobó que el fútbol distraía y que mientras se hablaba de goles, no se hablaba de política. La competencia entre las dos principales ciudades españolas, Madrid como capital política y Barcelona como capital comercial, no podía expresarse en un lenguaje político (eso no existía), y en cambio era fácilmente traducible al lenguaje deportivo. De forma casi involuntaria, Real Madrid y Barcelona adquirieron identidades alternativas y complementarias. El crecimiento de ambas instituciones fue alentado desde el poder. No estoy seguro de que las cosas hayan cambiado mucho en el siglo xxi.

El Español siguió a lo suyo. Creyó que el juego se limitaba al fútbol. No percibió que lo que se jugaba trascendía el balón, ni cayó en la cuenta (muy poca gente lo hizo) de la importancia de las primeras elecciones a la presidencia del Barcelona, en 1953. Aquellas elecciones fueron un arreglo, como todo en la época, pero empezaron a abrir la institución a la sociedad e introdujeron en la directiva a empresarios de la industria textil bien conectados con el palacio del Pardo y a la vez oficialmente ajenos al círculo interno de la dictadura.

Creo que el momento crucial en la historia del Español se produjo en 1969. La dictadura se deshilachaba y cada cual tomaba posiciones. El Barcelona se había emparejado en 1968 con el poder financiero a través del presidente Narcís de Carreras, hombre fuerte y futuro presidente de La Caixa. En su toma de posesión, Narcís de Carreras pronunció aquella célebre frase que, como los mejores eslóganes, no significaba nada y podía significarlo todo: «El Barça es más que un club». El Español, que tenía un equipo competitivo (la famosa delantera de los delfines), había apostado por Juan Vilà Reyes, un empresario a la vez textil y tecnológico, vinculado con los sectores aperturistas’ del franquismo, respaldado por Juan Antonio Samaranch (el camaleón más brillante del siglo xx) y con unos recursos económicos muy notables. Vilà Reyes significaba el salto a la modernidad. Era la oportunidad de que el Español no perdiera el tren en un momento decisivo. La prensa hablaba de negociaciones con Beckenbauer. El futuro parecía abrirse sin límites.

Todo se hundió con el «caso Matesa». La Dirección General de Aduanas denunció que Maquinaria Textil del Norte de España, SA, Matesa, la empresa de Vilà Reyes, estaba recibiendo créditos a la exportación para vender telares sin lanzadera que, en realidad, ‘aparcaba en filiales extranjeras. El fraude rondaba los 10.000 millones de pesetas. Lo que hacía Matesa lo hacían también otros grupos industriales españoles, pero sobre el cadáver empresarial de Vilà Reyes se libró una feroz disputa entre el franquismo falangista y el franquismo tecnocrático. Con la caída de Vilà Reyes y la implicación de Laureano López Rodó y otros ministros vinculados al Opus Dei, los falangistas creyeron haber conseguido una gran victoria. Luego no fue así, pero al Español ya no le importaba. Vilà Reyes dimitió y el Español bajó a Segunda.

Llegamos al tardofranquismo y a la Transición en un sentido estricto: desde 1973, cuando muere el almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno, en un atentado de ETA, hasta las elecciones de 1977 o quizá hasta la aprobación de la Constitución, en 1978. Es uno de esos raros momentos en que la Historia se ofrece en blanco para ser reescrita. Cualquier invención es válida, con tal de que la crea un número suficiente de personas. Cualquier cosa que uno desee para el futuro puede proyectarse hacia el pasado.

El presidente del Español era Manuel Meler, un abogado que dirigía Tabacos de Filipinas y poseía un inmenso sentido común. Rescató al Español de Segunda, lo llevó al tercer puesto en el campeonato de 1973 (esa Liga estuvo a punto de ganarse, con Santamaría en el banquillo), derrotó al Barcelona en el Camp Nou y le metió cinco goles en Sarrià. En términos objetivos, fue un gran presidente.

Por desgracia, la época no era propicia para el sentido común ni para los términos objetivos. Desde el otro bando, el azulgrana, una brillantísima generación de periodistas e intelectuales, encabezada por Manuel Vázquez Montalbán, estaba reinventando la historia del FC Barcelona. Por eso que decíamos: cuando uno mira hacia el pasado, refleja el presente y piensa en el futuro. Del primigenio «más que un club» y de frases exquisitamente huecas como «somos lo que somos y representamos lo que representamos», se extrajo una tradición según la cual el FC Barcelona equivalía a antifranquismo y catalanismo, las dos grandes fuerzas sociales emergentes por la sencilla razón de que en pleno cambio de página casi nadie quería parecer franquista y anticatalanista. (Un libro tan breve como este no da para teorizar sobre el significado de ‘catalanismo’; basta con la idea que cualquiera quiera hacerse de ello).

En amplísimos sectores del imaginario popular quedó establecido que Josep Sunyol fue fusilado por presidir el Barça. Que un celebérrimo error del árbitro Guruceta en un Barcelona-Real Madrid había constituido una operación de castigo del régimen contra Cataluña. Que Alfredo di Stéfano había sido robado al Barcelona por razones políticas. Que la bandera del Barça equivalía a la senyera. Cuando el genial Manuel Vázquez Montalbán dijo, en uno de sus clásicos ditirambos matizados por la ironía, aquello de que «el Barça es el Ejército desarmado simbólico de Cataluña», creó una especie de axioma.

Mientras los vencedores inventaban su historia, el Español no inventaba nada. Y se encontró a la sombra de la historia ajena. Si el Barça simbolizaba el antifranquismo y el catalanismo, el Español, su vecino y rival, debía simbolizar lo contrario. Lógico, ¿no? Si el Barça representaba a Barcelona y a Cataluña, ¿a quién representaba el Español? Sin un relato propio, la sociedad blanquiazul, bastante más extensa de lo que creen los propios pericos (hasta bien entrados los 80, los sondeos indicaban que en barrios barceloneses como Gràcia y Sarrià había tantos simpatizantes del Español como del Barça), se vio obligada a envolverse en la elemental bandera de la resistencia.

Solo sabemos con seguridad que somos distintos a ellos, ‘los otros’. Nos sobra fe, pero tenemos problemas de identidad. Cuando el Barça se autoproclamó «más que un club», el Español anunció desde su himno que era «solo un club deportivo» con «el deporte como único objetivo». Santa inocencia. Cuando se habla de fútbol profesional nunca se habla solo de deporte.