Una vida en Sarrià
Mi primer recuerdo futbolístico es un hombre cabizbajo que espera en una esquina.
Hurgando en lo más profundo de la memoria no encuentro el brillo del césped, ni el fogonazo de un gol, ni el calor ruidoso de la grada. Tampoco el sabor seco y pálido de las derrotas, pese a conocerlo bien.
En el último sustrato aparece una banal estampa urbana, en una tarde gris de domingo. El gusto por el fútbol, y la devoción por unos colores u otros, nacen, creo, de una forma natural a partir de hechos cotidianos.
El hombre cabizbajo se llamaba Rafael González, era mi tío-abuelo y dirigía las revistas y tebeos de la Editorial Bruguera. El tío González (léase oncle Gonsàles, en catalán) rezumaba amargura y melancolía. Antes de la guerra había trabajado como periodista. Luego fue represaliado y se ganó la vida como carbonero hasta que los Bruguera le emplearon en su imperio, igual que empleaban a mi padre (abogado de la casa, guionista y escritor de novelas populares bajo el pseudónimo Silver Kane), a mi abuelo materno (mantenimiento), al cuñado de mi abuelo e incluso, durante un tiempo, a mi madre, secretaria y coloreadora de viñetas. El tío González tenía mala fama entre sus empleados. No me extraña. Debía contagiarles su amargura, además de exprimirles historietas y regatearles salarios.
Mi padre conducía un Renault Dauphine, o quizá en ese primer recuerdo era ya el Seat 1500. Recogíamos al tío González, el hombre que nos esperaba cabizbajo junto a una fuente, en el extremo norte de la avenida de la República Argentina, de camino hacia Sarrià.
Yo escuchaba la conversación desde el asiento trasero. Era siempre más o menos la misma. Empezaba con algunos comentarios genéricos sobre lo vital que era ganar ese partido, o más bien sobre los terribles riesgos que entrañaría una derrota. Se hacía de antemano un repaso de lo peor que podría pasar, y temo que eso me marcó bastante. A día de hoy procuro combatir la tendencia a ser cenizo.
Realizado el análisis previo del potencial desastre, el tío González preguntaba, en voz baja, como si hubiera micrófonos en el coche (o como si yo fuera un espía), qué se sabía de Franco. Cada viaje a Sarrià era una letanía sobre lo podridos que estaban el general y su régimen. De forma paradójica, se venía a concluir que esa podredumbre duraría hasta el fin de los tiempos.
Hablo de 1964 o 1965. Para mí, Sarrià estaba relacionado con el antifranquismo profundo y desesperado que se respiraba en el coche. En el tedio del asiento trasero me entregaba a ensoñaciones felices y redentoras. Esa misma tarde, me decía, iban a cambiar las cosas. Y cada jornada confiaba, pobrecillo, en que la megafonía de Sarrià interrumpiera el recitado de la alineación («Bertomeu, Osorio, Mingorance...») para anunciar entre aplausos la muerte de Franco. En serio. Durante años pensé que ocurriría así. Y que la consecuencia casi automática consistiría en un título de Liga para el Espanyol.
Habrá quien crea que esa expedición tan poco jaranera (a la que a veces se unía el portero de casa, el señor Jaume, y a la que unas temporadas más tarde se agregó mi amigo José Carlos de Olañeta) tenía por fuerza que ser del Espanyol, un equipo tacaño en alegrías. Por entonces, sin embargo, oficiar como barcelonista tampoco era como para tirar cohetes. La abrumadora desproporción de fuerzas entre el Espanyol y el Barcelona (a favor del segundo, preciso para quien acabe de llegar de otra galaxia) es cosa relativamente moderna. Comenzó con Ladislao Kubala, mascarón de proa del excelente Barça de principios de los 50, y con la inauguración, en 1957, del Camp Nou, construido en unos terrenos de Les Corts recalificados por orden personal de Franco. Cito el detalle de la recalificación porque en la época de la que hablo aún no se había reinventado la historia y el Barça era tan franquista como el Espanyol, el Ayuntamiento y casi cualquier otra institución no clandestina. Nos extenderemos sobre eso un poco más adelante.
Nací en 1959. El Barça ganó la Liga al año siguiente, 1960. No volvió a ganarla hasta la temporada 1973-1974, con Johan Cruyff. Mi infancia, por tanto, transcurrió sin grandes complejos respecto a mis amigos culés, tan derrotistas como cualquier periquito o incluso más. Reconozco, en cualquier caso, que el Espanyol tuvo mucho que ver con mi convicción de que suelen ganar los otros, sean quienes sean, y de que lo que puede ir mal, va mal: en 1963 viví, aunque no recuerde detalles, el primer descenso a Segunda. Luego, evidentemente, viví también los otros tres.
El más doloroso para mí fue el de 1970. Por edad y porque yo estaba enamorado de ese equipo, con su delantera de delfines (así llamados, como los sucesores de los reyes de Francia, porque se les veía como herederos de la gran delantera que tenía entonces el Zaragoza). No quiero anticipar acontecimientos, pero no me extrañaría que mis últimas palabras en el lecho de muerte fueran «Amas, Rodilla, Re, Marcial y José María».
Hasta ese descenso, yo era del Espanyol porque lo era, sin más elucubraciones. Mis padres formaban una pareja mixta, y no me refiero al sexo, sino a la devoción: padre periquito, madre culé. En teoría podía haber elegido. En la práctica, no, porque quien me llevó al fútbol desde pequeño fue mi padre. Actualmente la condición perica se transmite en casi todos los casos por vía hereditaria (será por eso que se dice que el Espanyol es un club «de familias»), pero entonces el proceso era algo más abierto.
Recuerdo un partido siniestro contra el Castellón. Llovía sobre Sarrià. La tarde era fría y oscura. El arbitraje, infame. El Espanyol jugaba de pena, con eso que mi padre llama «el pasecito»: tuya, mía, tuya, mía, siempre hacia atrás, hasta perder la pelota al borde del área propia y regalarle una ocasión de gol al rival. El público empezó a protestar agitando pañuelos. Y en ese momento se fue la luz. Sobre el césped quedaron unas sombras tristes, difuminadas por el aguacero. Cuando se resolvió la avería de los focos, el Castellón marcó de penalti. Así acabaron las cosas, 0-1 y gran bronca del respetable. En ese momento decidí que sería del Espanyol para siempre y que si me tocaba ser el último periquito, sería el último. Fue la tarde de la decisión consciente.
Bastante antes, con solo cinco años y ya habitual de Sarrià, había establecido también una relación sentimental con el Inter milanés. Fue viendo por televisión la final de la Copa de Europa entre el Real Madrid y el gran Inter de Helenio Herrera. En aquella televisión sin colores, el azul y el negro interistas se mezclaban en una especie de gris marengo que me pareció elegantísimo. Jugaban muy bien y además se llamaban «Internacional», un nombre de gran potencia. Y ganaron al Madrid, un equipo que no me resulta especialmente simpático y del que solo percibo un vago atractivo cuando se enfrenta al Barcelona.
El Inter ha sido hasta la fecha mi segunda opción (la tercera es el Athletic), pero a distancia del Espanyol. Opino que el amor solo se puede medir por el grado de dolor que es capaz de infligirnos aquello que amamos. Y a mí ninguna institución futbolística puede dolerme tanto como el Espanyol.
Mi relación con el Barça es bastante cordial. Deseo que pierda, por supuesto, y estoy convencido de que mi vida sería más plena si les viera alguna vez en Segunda (deberé conformarme, lo sé, con lo que hay), pero eso no me impide disfrutar de su juego cuando es bueno. Me gusta el fútbol. Gracias a Jordi y Albert Pané, muy amigos y muy culés, pude asistir en el Camp Nou a gran parte de la temporada de Cruyff, aquella del 73-74 en la que era aún el mejor futbolista del mundo y no se había especializado en saques de banda, y pude ver jugar con el tiempo a Maradona, Schuster y Romario. Hasta estuve en Wembley cuando el Barça ganó su primera Copa de Europa, apenas a dos metros de Joan Gaspart. Pocos culés han pasado por ese trago.
Ahora, como muchos otros pericos, siento afecto por Iniesta. La camiseta del gol del Mundial es algo que no se olvida. Una vez leí (en un tebeo de Milton Caniff, no piensen mal) que «la gratitud es la memoria del corazón». Cierto. Esa dedicatoria a Jarque inmortalizó, unidos, a un futbolista del Espanyol y a uno del Barça. La desgracia es que uno de los dos inmortales está difunto.
Supongo que la mayoría de los barcelonistas querrían ver desaparecer al Espanyol y viceversa. No es mi caso. Opino que el fútbol se disfruta más en una ciudad con al menos dos clubes de Primera, igual que creo, y que no se moleste nadie, que es mejor tener hermanos que ser hijo único. La existencia de un rival, de un ‘otro’, permite que uno se conozca mejor a sí mismo. Ahora la relación de rivalidad resulta casi unívoca, porque el barcelonismo no se mide con el Espanyol sino con el Real Madrid. Da igual. Incluso para los culés, aunque no lo sepan, es higiénico tener un vecino del Espanyol. No del Real Madrid o de otro equipo, ojo, sino del Espanyol. Un periquito es alguien que podría haberse dejado llevar por la corriente dominante,, muy dominante, y hacerse del Barça (o del Madrid, ya puestos), pero ha decidido sin embargo afrontar un destino incierto y abundante en sinsabores. Un periquito es alguien que opta por pertenecer a la minoría, con todo lo que eso comporta.
En Sarrià vi jugar a Kubala y a Di Stéfano, en el estertor final de sus carreras. Mi padre me dejaba sobre un murete, a 2,7 metros de la red trasera de la portería norte (una vez medí la distancia), y subía a la grada para encontrarse con Torcuato y Chito, amigos suyos desde la infancia. En la general, de pie, yo no habría visto nada. El murete era un buen lugar para los críos, que vivíamos cada gol en esa puerta de una forma absolutamente sensual: el sonido del golpe al balón, las briznas de hierba en el aire, las salpicaduras de barro, el resoplido del portero, el flameo de la malla, el vacío previo al clamor o al murmullo de pesadumbre. Además podíamos saltar al césped después del partido y, si alguien había traído un balón, pelotear un momento. Nadie se molestaba por eso.
Creo que nunca hablé con mis compañeros de murete. No sé por qué. Me acostumbré a ver el partido a solas, reconcentrado, intentando mantenerme ajeno al grito que un caballero situado a mi espalda soltaba cada dos o tres minutos: «¡Amaaaas, a tu sitio!». Carmelo Amas, donostiarra, era un extremo derecho que, por lo que recuerdo, raramente perdía la posición. Si se pegaba más a la banda se salía del campo. Al caballero le daba igual. El «Amaaaas, a tu sitio» se incrustó en mi cerebro y me perseguirá de por vida. Si me encuentran por la calle pueden hacer la prueba. Sitúense a mi espalda, hacia el lado izquierdo, y griten «¡Amaaaas!». No podré evitar el automatismo: «A tu sitio».
Sigo siendo un espectador más bien silencioso. Quizá también a causa de mi padre, un hombre extremadamente educado y pacífico que en el campo se transformaba en un hincha vociferante, especializado en maldecir a los árbitros. Llegué a pensar que le interesaba más el árbitro que el partido. No siempre sabía quién iba a alinearse en la media, pero del equipo arbitral no ignoraba ningún detalle. Recordaba con una precisión sobrenatural que tal linier nos había señalado un fuera de juego inexistente tres años antes, o que tal otro se había ensañado con nosotros en La Romareda nueve jornadas atrás.
Cuando crecí lo bastante como para subir a la general del gol norte, decidí colocarme a una cierta distancia de mi padre y me escoré hacia el córner. Fui espectador solitario hasta que empezaron a acompañarme mis hermanas, Gloria y Victoria. Sus nombres, que yo sepa, no guardan ninguna relación con el palmarés del Espanyol. Mi familia puede ser un punto excéntrica, pero no tanto.
El estadio de Sarrià no era demasiado grande ni especialmente cómodo. Había envejecido y las sucesivas ampliaciones le habían restado elegancia. Era, sin embargo, una casa propia, de siempre, en la que muchos podíamos movernos con los ojos cerrados. Y era una casa céntrica, accesible, abierta, con vistas. El Mundial de 1982 le había proporcionado un prestigio planetario, gracias al partidazo que disputaron en «La Bombonera», como algunos le llamaron en su época final, las selecciones de Italia y Brasil.
La muerte de Sarrià fue precedida de una larga agonía que comenzó, creo, con la terrible final de Leverkusen, de la que se hablará más adelante. Ese año, 1988, se consiguió la permanencia con apuros. El año siguiente, el Espanyol bajó a Segunda. Fue una época de angustia y desorientación. Se subió de nuevo en 1990. En 1993 se cayó otra vez.
El descenso de 1989 provocó la dimisión del presidente, Antonio Baró. Eso, a su vez, generó una situación grotesca. Según los estatutos del club, Baró debía ser reemplazado por su vicepresidente y, si éste se negaba, por el siguiente en jerarquía dentro de la directiva. Nadie mostró interés en hacerse con el mando. Eso obligó a seguir buscando en los estatutos, que establecían para esa situación tan atípica la creación de una comisión gestora, encabezada por el presidente de la Federación Catalana de Fútbol. Resultó que en esos momentos la Federación estaba a la espera de elecciones y carecía de presidente, por lo que la gestora había de quedar en manos del vicepresidente federativo. Que no era otro que Joan Gaspart, vicepresidente del Barcelona. Solo le faltaba ese sarcasmo a un club hundido en la miseria.
Lo de Gaspart se evitó in extremis porque Fernando Martorell Oliveras de la Riva, miembro de la familia más relevante en la historia del club (se habla de ella más adelante) y pariente del médico Alberto Martorell, un mítico portero del Espanyol, sucesor de Ricardo Zamora, que defendió durante 12 temporadas (1933-1945) la meta sin aceptar ni una peseta a cambio, asumió temporalmente la responsabilidad.
El 3 de diciembre de 1989 se celebraron las primeras elecciones democráticas en el Espanyol. También fueron las últimas. Ganó la presidencia el abogado Julio Pardo, quien transformó el club en Sociedad Anónima Deportiva. En cuanto el poder recayó en los grandes accionistas, encabezados por la familia Lara (Grupo Planeta), empezaron a aflorar denuncias sobre la catastrófica situación económica. En 1992, José Manuel Lara proclamó que la deuda ascendía a 6.000 millones de pesetas. Julio Pardo dimitió en 1993. En 1994, a petición del nuevo presidente, Francisco Perelló, la junta de accionistas reprobó la gestión de Pardo como «negligente, malgastadora y comprometida para el club». En 1995 murió en accidente Fernando Lara, el único miembro de la familia de editores realmente interesado en el Espanyol, que, forzando bastante la lengua catalana para mantener las siglas RCDE, había dejado de llamarse Real Club Deportivo Español para convertirse en Reial Club Deportiu Espanyol.
En 1997, con una deuda cercana a los 11.000 millones de pesetas, el Espanyol vendió Sarrià y el terreno adjunto, el Campo de la Chatarra: un enorme solar en la mejor zona de Barcelona. Nunca he conseguido entender cuál fue el precio de venta. Dijeron que la deuda había quedado prácticamente a cero. En 2012, 15 años más tarde, la deuda es de unos 187 millones de euros, algo más de 30.000 millones de las antiguas pesetas. Eso sí, el Espanyol vuelve a tener estadio propio y es estupendo. Pero la deuda sigue creciendo.
El último partido en Sarrià fue un drama. Se ganó, 3-2, aunque el resultado no tuviera importancia. Se trató de 90 minutos de despedida en los que quise memorizar los sonidos, la luz, los olores (hasta donde permitió mi limitadísimo sentido del olfato), los rostros alrededor, los anuncios, la tonalidad exacta del verde de la hierba. Cuando el árbitro pitó el final, cientos o miles de espectadores saltamos al campo para llevarnos un recuerdo antes de que todo se redujera a escombros. Ahí estábamos mis hermanas y yo, como aves de rapiña, acumulando memorabilia. Si no me falla la memoria, nos llevamos un pan de césped (que replantamos en casa de mis padres y aún veneramos), un trozo de red, un gancho de la portería y un espejo de los urinarios.
Sarrià fue demolido el 20 de septiembre de 1997. Todavía duele.