CAPÍTULO IX

 

Emilio se satisfizo, al descargar en el condón, aunque dentro del ano de Marcela.  Ella no sintió placer, sino, al contrario, bastante dolor, que no expresó. Su consolador era delgado, y servía para excitarla, más que para producirle un orgasmo. Sin embargo, no se quejó, y tampoco lo comentó, cuando él reposaba de la cabalgada. En cambio, tocó el tema de Julián:

-Así que resultó que Julián andaba también con tu esposa. ¡Vaya casualidad!

Ninguno de los dos quiso tocar el punto hasta terminar el encuentro sexual. Podía interferir con éste, al traerle a ella malos recuerdos, y a él: malhumor. Una vez terminado el primer episodio; porque, sin duda, habría otros; podían manejar el asunto.

-Sí, mucha casualidad. Estuvo casado contigo, y luego encuentra a Belinda. San Pedro es una ciudad grande, aunque no como Nueva York, como para que ocurran estas coincidencias.

-Pero Julián andaba todo el día buscando mujeres. Le daba igual un barrio que otro.

Emilio hizo un visaje de malestar. A eso había que añadirle que Belinda hubiese encontrado a otro, aunque tuviera que ir a la luna, a buscarlo. Para prueba, estaba El Juncal. ¿Dónde coincidió con aquel tipo? No frecuentarían los mismos círculos sociales. ¿En la estética?

-Ya que hablamos de él, quisiera saber cómo era.

-Ya te dije que me engañaba. Era simpático, pero un gran mujeriego- definió la mujer.

-Yo me refería a cómo era en la cama. Ahora que te he conocido más… íntimamente, no entiendo bien que él buscase a otras. Debería estar satisfecho contigo.

-No le faltaba sexo, pero él buscaba variedad.

-Quizá… también Belinda.

Emilio comenzaba a pensar que a él lo habían contagiado. Acababa de gozar con Marcela, y tenía en mente a Rosana. También a su esposa, a quien le encantaría suministrarle el tratamiento anal que tanto le había gustado. Para eso, necesitaba saber más de su mujer. Era ridículo que lo indagase en Marcela, aunque no por ella, en sí, sino por lo que pudiera aportar sobre Julián. ¿Qué haría Belinda con él? ¿Buscaba ella nuevas experiencias? Ahora podía jurar que sí.

-¿Con Julián… hacías algo… inusual?

-¿Quieres saber, realmente, si tu esposa encontraba, en él, algo que tú no le dabas?

Marcela se incorporó, ya que estaban ambos mirando al techo. Apoyada en un codo, ella observó la faz de su compañero. Emilio asintió, con la cabeza.

-Julián era un desenfrenado – declaró la mujer-. Le encantaba el sexo: en abundancia y variedad. Era insaciable, y podía estar con tres o cuatro mujeres el mismo día.

Emilio se quedó pensativo. ¿Cómo sabía ella eso? ¿Formaban grupos?

-Imagino que eso le gustaba a Belinda – aceptó él.

-Yo descubrí que era multi orgásmica, gracias a él. Siempre me quedé insatisfecha, con otros; aunque lo consideraba algo normal. Cuando conocí a Julián, eso cambió.

-¿Y después? ¿Qué hiciste cuando él te dejó?

-Lo que tú tienes en mente. Busqué parejas a cada rato. He procurado ser muy discreta, y que no me afectase en mi trabajo. La vida social no me importa, porque no tengo una.

-No llevas mucho en la empresa – recordó él.

La mujer hizo un mohín. Él insinuaba que ella cambiaba con frecuencia de empleo, tal vez porque algún compañero de la oficina se enteraba de “sus andanzas”.  

-Este empleo es bien pagado. No lo digo para adularte.

-No necesitas la adulación. Sabes que nuestra relación privada es muy independiente de la laboral. He comentado lo del tiempo en la empresa, tal vez de forma indebida.

-No abandoné el anterior empleo por causa de mi afición al sexo. No me pagaban mucho, y busqué mejor salario.

-Quiero saber algo más sobre él. Al decir que a Julián le gustaba la variedad, entiendo que te refieres a las parejas. ¿O es otro tipo de variedad?

-¿No tienes variedad con tu esposa? ¿Por eso me pediste el trasero?

La mente de Marcela estaba muy revolucionada para Emilio. Ella le leía el pensamiento, y tenía lista la respuesta antes de que él formulase la pregunta. Por supuesto que él pensaba en lo que Belinda había hecho con Julián, para entender si ella se cansó de que su esposo fuese muy aburrido en la cama.

-Sí- aceptó él, mirando al techo, para evitar los ojos inquisidores de la mujer.

-Seguro que hicieron de todo. No dudo que él le haya propuesto tríos, ya fuese con hombres como con mujeres.  Julián tenía la facultad de despertar, en las mujeres, deseos que ellas ni imaginaban que guardaban. Lo malo fue que lo hacía con todas, sin considerar que estaba casado.

-Por lo que dices, creo que él te abandonó.

Marcela se sonrojó vivamente. Ahora, Emilio leía en ella. Eso no le gustó a la mujer, por lo que se acostó, y guardó silencio.

-Me parece que ya entiendo a Belinda  - declaró él.

-Siendo así, podrás seguir casado – observó ella, en tono de reproche.

Zaldibar no respondió. Cavilaba en eso, precisamente. El adulterio no es tan grave, si ambos son adúlteros. Por otra parte, reconocía que él tenía mucha culpa. Nunca indagó si a Belinda le apetecían “cosas extrañas”. Tampoco él propuso cambios. Ahora que había experimentado algo distinto, y estaba muy contento, podía juzgar a su esposa sin tanta severidad.

-Le puedo proponer que hagamos un trío.

Emilio soltó una risita que pretendía decir que se trataba de una broma. Pero lo dijo en serio.

-Déjame pensarlo – respondió la mujer.

*      *      *      *      *      *      *      *      *      *       *      *      *      *      *      *      *      *      *   

El domingo por la mañana, después del extenuante sábado con Marcela, Emilio llegó a su oficina. Desde allí llamó a casa, y encontró que Belinda no había llegado. Era temprano aún, para un día de fiesta; apenas las once de la mañana, por lo que seguramente estaba almorzando con sus amigas. Ellos dos, Marcela y él, desayunaron temprano, porque ella tenía prisa por ir a su casa, ya que le dijo que los domingos llamaba a su madre, o ésta a ella. No parecía buena excusa. Posiblemente se trataba de acortar la permanencia al lado de él, después de aquella noche tan… inusitada. La mujer debía meditar, porque quizá iban muy rápido. Le propuso a él hacer lo mismo, y, para ello, lo mejor era separarse.

En casa de Emilio, la policía había registrado la llamada. No respondieron, pero supieron desde dónde llamaba. El número de la oficina se registró en la computadora de la policía, y la central estaba en comunicación con dos agentes que se habían instalado en la casa de Zaldibar. Muñoz había conseguido una orden judicial, y un cerrajero que les abrió la puerta. Él y su compañero, Otilio Cervera, esperaban a que el empresario apareciese.

-Es el número de su oficina – dijo Muñoz, a quien le informaron desde la central-. ¿Por qué habrá ido a trabajar, si es domingo?

-A esconderse, casi seguro – opinó Otilio.

-¿Y pensaría que ahí no lo íbamos a localizar? Quizá va a sacar dinero de su caja fuerte, para huir del país. Avisa a los que estén cerca, para que lo detengan antes de que huya – le dijo Muñoz al agente de la central, con el que hablaba-. Nosotros salimos ahora mismo para su oficina. Mientras siga allí, no lo molesten, y esperen a que yo llegue. 

Emilio, ajeno a todo, se dedicó al Club de Los Malditos. Dio su contraseña, y entró en el mundo de los orates. Como había prometido, Lucrecia ya estaba conectada. Se fueron a una sala privada, y Emilio le dijo:

-No puedo enviar las fotos a la policía.

-¿Por qué?

-Porque me voy a involucrar.

-¿Y qué temes, si aseguras que eres inocente?

-Es que… Bueno, me parece que también ha muerto otro amante de mi esposa.

-¿Es una epidemia? ¿Lo has matado tú?

-¡No, por supuesto que no!

-¿Qué te preocupa, entonces?

-Al terrible escándalo. Si estoy en lo cierto, han muerto sus dos amantes. Nadie creerá que no soy yo el asesino.

Zaldibar había llegado a la misma conclusión que Solano. Dos hombres muertos, y ambos “entretenedores” de la misma mujer…

-Yo sí. Estoy seguro de que ella los mató.

Emilio ya no dudaba que Lucrecia le conocía, y también a Belinda. No quería decirle quién era; pero, con seguridad, se trataba de alguien muy cercano a él. Su raciocinio le susurraba el nombre de Marcela, porque ella ya habría llegado a su casa. Además, cada vez que se había comunicado con Lucrecia, Marcela ya debía estar en su hogar, puesto que no eran horas de oficina. La Borgia no se conectaba a las cuatro de la tarde, cuando la empleada se hallaba en Contabilidad.

-“Claro que hay otros muchos que nos conocen”- pensó, para no obsesionarse en la mujer.

Esa idea la reforzaba el hecho de que él, desde el principio, juró que Lucrecia era un hombre. ¿Qué hacía una mujer en una sala en que se trataba de matar a las esposas? Esperar a que él se conectase. Tenía un verdadero lío en la mente. 

-¿Por qué asesinaría a sus amantes? – le preguntó a Lucrecia.

-Hay muchas más razones para eliminar a un amante que a un extraño. ¿No lo crees?

-Tengo que enterarme si el muerto, el que pone en el periódico de ayer, es el mismo individuo que vi con ella en un bar.

-¿Cómo se llama? No he leído el periódico de ayer. ¿Y dónde vive?

-Juan José Margáliz, de El Juncal.

-No busques más, porque él es amante de tu esposa.

-¿Cómo sabes eso?

Emilio escribió primero y pensó después. Y, al hacerlo, y leer lo que había enviado, sintió un escalofrío, y luego un sudor que le inundaba la frente. ¿Con quién estaba hablando? Dudaba mucho, tras la afirmación de ella, que se tratase de Marcela. Lo de Juanjo la sacaba de juego. Por tanto, era otra persona. ¿Quién?

-Lo sé, y es lo que importa. Jiménez no investigó bien, y te dio solamente el nombre de uno de ellos. Imaginó que era suficiente con un día de trabajo.

-¿Y cuántos hay?

-Varios. A tu esposa no le basta con uno.

-¡No es posible! ¿Cómo sabes tú eso?  ¿Quién carajo eres?

Lucrecia no respondió. En cambio, en un completo cambio de tema, preguntó:

-¿Piensas ir a la fiesta del viernes? Será de disfraces, porque, en caso contrario, de poco serviría el incógnito.

-No tengo tiempo, ni ganas, para fiestas. ¿No ves el problema en el que estoy metido?

-No, porque no estás metido en ningún problema.

Sonó el teléfono. Emilio miró fijamente al aparato. ¿Quién podía buscarle en la oficina? Quizá su esposa, si ya había llegado a casa. Levantó el auricular, y le sorprendió la voz del vigilante.

-Señor Zaldibar, aquí abajo están dos agentes de policía, que quieren verle.

-¿Y puedo saber qué desean?

Hubo un silencio. El vigilante estaba trasladando la pregunta a los dos polizontes. Y ya tenía la respuesta.

-Dicen que es sobre su esposa. Pero quieren decírselo personalmente.

A Emilio le vino a la mente el tipo asesinado. Si era así, ya habían hallado el hilo que los condujo al ovillo. Debía prepararse, oír y no hablar mucho, y nada de mezclar a Jiménez en el asunto, o a los amantes, si es que ellos no los mencionaban. Y, si la cosa se veía mal, les pediría una orden, además de comunicarse con su abogado. Se organizaría un escándalo, pero él no quedaría indefenso en manos de la policía.

-Te dejo – le escribió a Lucrecia-. Lo que temía ya ha sucedido. La policía está aquí.

-Así que no ha hecho falta enviarles las fotos. ¡Qué eficiencia!

-¿Qué se te ocurre?

-La verdad. Mandaste investigar a tu esposa, y te dieron unas fotos. ¿Las tienes?

-Aquí mismo.

-Muéstraselas, y lo que te dio Jiménez. Es lo mejor.

-Gracias. Te dejo.

Tocaron a la puerta del despacho, y Emilio dijo: “pasen”. Sabía que eran dos. Muñoz y Otilio entraron, llegaron ante el escritorio de Zaldibar, y se quedaron mudos.

-¿Qué les trae por aquí? ¿Qué le sucede a mi esposa?

Emilio les indicó que podían sentarse. Los dos agentes se acomodaron ante el escritorio, y Muñoz, con la delicadeza de un rinoceronte, le espetó:

-Es sobre el asesinato del amante de su esposa.

-Deben equivocarse de esposa, y, por ende, de amante.

-No señor, su esposa está detenida, y ha confesado que el difunto era su amante.

-¿Belinda?

Zaldibar puso expresión de gran asombro. Preguntar por el nombre era un poco tonto, ya que sólo tenía una esposa.

-Belinda Izquierdo, su esposa.

-¿Dónde está ella?

-No sé. Ayer en la tarde la detuvieron, para interrogarla, pero la soltaron por la noche.

-No estaba en casa, esta mañana.

Muñoz se encogió de hombros. Fue Otilio quien respondió:

-No, señor, se fue con una amiga. Nosotros estábamos en su casa.

-¿Y qué hacían en mi casa? ¿Con qué derecho allanaron mi propiedad?

Emilio adoptó tono furioso. Muñoz iba a responder de igual forma, pero recordó que el fulano tenía amigos poderosos. Dulcificó la voz, al decir:

-Obtuvimos una orden judicial.

-¿Qué pudieron argumentar para que un juez les permitiese allanar mi domicilio?

-Su esposa vive en esa casa, y ella huyó de la escena de un crimen.

-Le intentamos localizar a usted, el sábado, pero su teléfono portátil ha estado apagado – manifestó Otilio.

Emilio echó mano a la cintura, y cogió el aparato. Efectivamente, estaba apagado. No lo había usado, ni echado en falta.

-Se le consumió la batería- dijo-. ¿Quién les dio mi número?

-Su esposa. ¿En dónde estaba usted?

-¿El sábado? Es asunto mío. Y lo será, mientras ustedes no tengan una orden para arrestarme. Tengo vida privada, ¿saben?

Muñoz arrugó el ceño. Podía amenazarle, pero sería buscarse un problema sin mucho sentido, ya que el sábado no era el día de autos. Por tanto, cambió la pregunta:

-¿Dónde estaba usted el viernes en la noche? Según su esposa, llegó tarde a casa.

-Es lo que hago cuando asesino a alguien. ¿Tiene usted una orden judicial?

-No. No estimé que me hiciese falta, si usted cooperaba. Y ese día sí nos interesa. Por tanto, le ruego que lo recuerde.

Zaldibar se quedó pensativo. No le convenía tener aprietos con la policía, sobre todo porque no había nada que ocultar.

-Estuve en mi club. Llegué a eso de las seis y media o siete, y me fui casi a las once. Ha dicho usted “en la noche”, por lo que estimo que a “quien sea” lo mataron después de las ocho, que es cuando anochece.

-Imagino que lo puede demostrar.

-Los socios nos registramos cuando llegamos, y cuando nos vamos. Metemos una tarjeta en un aparato, que nos permite entrar.

A Muñoz no le gustó lo que escuchaba, y menos que se tratase de un club de ricos. Normalmente, los socios son gente importante, o tienen amigos poderosos, y no les agrada que la policía meta las narices en sus asuntos. 

-¿Alguien le vio, además del aparato?

-Claro que sí. Más o menos cinco empleados, y unos diez socios. Con dos de ellos charle gran parte de la noche.

-Muy conveniente.

-No le comprendo.

Emilio elevó el tono de voz. Sí comprendía, pero le agradaría que el tipo desmenuzase sus palabras. Miró al policía, con una amenaza en los ojos. Si el fulano se comportaba impertinente, él se encargaría de que el bufete de abogados, que pagaba su empresa, lo pusiera en su lugar.

-Digo que es muy conveniente para usted.

-Entiendo el español, pero no sé lo que usted intenta decir. Quizá… que busqué esa coartada. ¿Es eso? Mientras alguien mataba a un señor a quien no conozco, yo estaba en mi club, rodeado de gente que sí conozco. ¿Es lo que insinúa?

Muñoz entendió que había hablado de más. Si el hombre justificaba su estancia en el club, no pudo matar a Margáliz a las nueve y media. Siendo así, presionarlo solamente serviría para que hablase con sus amigos influyentes, y que el jefe le echase una verdadera bronca. Rectificó de inmediato:

-No, no es eso. ¿No siguió usted a su esposa el viernes, a eso de las siete de la noche?

-¿Seguir? Vuelvo a entender la palabra, pero no sé qué pretende decir.

-Quiero decir que usted pudo ir tras su esposa a un lugar llamado el Juncal. ¿Sabe dónde es eso?

Emilio pensó con rapidez. Belinda le podía haber visto, aunque él condujese un auto que ella no conocía. O el policía quería sacar una verdad, al ponerle nervioso. Si ella le reconoció, o al auto, lo hubiera dicho.

-Yo nací en esta ciudad, y sé muy bien dónde está El Juncal. ¿Qué haría mi esposa en ese sitio?

-Allí asesinaron a su amante.

-Supongo que lo mató mi esposa, ya que usted dice que ella sí fue al Juncal. Además, no me ha aclarado eso de que huyó de la escena del crimen.

-Ella regresó a El Juncal, ayer, y huyó, cuando quisimos hablar con ella.

-¿Y cuándo mataron a quien sea?

-El viernes por la noche.

Zaldibar sonrió con superioridad. Muñoz esperó que el empresario se riese de él.

-Si lo mataron el viernes, ¿cómo es que huyó, de la escena del crimen, el sábado? ¿Fue un crimen por capítulos?

-La escena del crimen sigue siendo la misma. Ella regresó allí, y huyó al vernos.

Emilio se quedó pensativo. Si Belinda hubiese asesinado al tipo, no tenía razón alguna para regresar a “la escena del crimen”.

-Y yo debo ser cómplice, porque usted supone que la seguí. ¿Para borrar las huellas?

Muñoz palideció. Lo estaba haciendo verdaderamente mal.

-¿Es así? – le espetó Zaldibar-.Resulta curioso que yo estuviese en mi club, con gente que lo puede atestiguar. Por otra parte, dejé mi auto en un taller mecánico, y yo anduve en taxi. Pueden llamar a esos de color azul y blanco, y preguntar si alguno me llevó a mi club a esa hora. ¿Les parece bien?

Efectivamente, Emilio dejó el auto de la empresa en el estacionamiento de un centro comercial, y allí subió a un taxi. No quiso llevar, al club, el auto de la empresa, ya que le dijo a Belinda que usaría taxis. Ahora, ese hecho, le serviría de mucho.

Muñoz tragó saliva. No estaba interrogando a un ladronzuelo de barrio, a quien podía aterrorizar si se ponía rudo.

-Lo comprobaremos – prometió el detective, en un tono suave, que patentizaba las patadas en los testículos que acababa de recibir-. El martes pasado mataron a un tal Julián Valmaseda.

-¿Y creen que yo lo maté? – le interrumpió Emilio.

-Ese hombre también andaba con su esposa.

El director percibió una sonrisa en los labios del detective. Ahora tocaba burlarse por un segundo amante. Zaldibar sintió ganas de pegarle con la engrapadora que tenía cerca.

-No sé cuándo mataron a quien dice, pero veré en dónde estaba y con quién. ¿Fue de noche?

-No tenemos seguridad del momento en el que lo mataron. Más o menos, alrededor de medianoche. Estaba en las afueras, cerca del motel Rosario.

-Yo nunca he ido a ese motel. No tengo la menor idea de dónde esté. ¿Necesito demostrar con quién estuve? ¿Les traigo una grabación de mis ronquidos de medianoche? ¿No dicen que se es inocente mientras no se demuestre lo contrario? ¿Por qué no demuestran ustedes que yo lo maté?

-Nosotros… Eso es el trabajo del fiscal.

-Pues pídanle que haga su trabajo. Bien, señores. Ya les he dicho lo que, en buena voluntad, debía decirles. Si no tienen una orden de detención, les rogaré que se vayan. Y cualquier cosa que quieran de mí, lo sabrán, pero estando presente mi abogado.

-¿Teme usted algo?

-La imbecilidad. Me da pánico la imbecilidad.

Muñoz se puso tieso en la silla. Otilio rió como ratón, y miró a sus rodillas, para verificar que estaban en su sitio. Zaldibar contempló al detective interrogador, con arrogancia.

-No he matado a nadie, agente. Eso es bien seguro, por lo que solamente temo que alguien de poco seso tenga la mala idea de detenerme, y luego, con una palmada en la espalda, decirme el típico “usted perdone”.

-Yo no he hablado de detenerle.

-Si lo hace, procure contar con pruebas. No sé a qué hora mataron al tal Julián; pero deduzco que fue después de las ocho, porque la noche comienza más o menos a esa hora. Desde el mediodía, hasta las seis, estuve en casa, con mi esposa.

-¿Y qué tiene eso que ver?

-Que ella se lo habrá dicho a ustedes, o no vendrían a molestar si el asesinato hubiese sucedido antes de las seis. Por lo tanto, debió cometerse después, ya que Belinda habrá manifestado que llegué tarde a casa. Las once y media, para ser exactos.

-Veo que hace usted deducciones, señor Zaldibar.

-Así es. Yo no maté a nadie, y hay mucha gente que me vio a las horas que digo. Si buscan un asesino, no pierdan el tiempo conmigo. Por cierto, aún no sé de quiénes me hablan, aunque mi esposa haya confesado que eran sus amantes. Es la primera noticia que tengo. Pero… les voy a creer.

-Es cierto – dijo Otilio, quien hablaba por primera vez-. Ella ha reconocido que andaba con ambos. 

-No parece que le hayan afectado sus muertes – expuso Muñoz.

-No. Para comenzar, no los conozco. Y segundo… no eran mis amantes.

-Ni le ha perturbado saber que su esposa andaba con ellos.  Ella lo ha confesado.

-Pues, entonces, será cierto. Pero amantes de ella, no míos. Si no me ha perturbado, como usted dice, quizá haya razones para ello. Puede usted jurar que no le pienso contar la relación con mi esposa. Y, para terminar: en el caso del asesinado en el motel, ahora mismo no tengo ni idea de qué hacía yo ese martes. Pero quizá alguien me haya visto en ese lugar, entrando o saliendo de un motel en el que no he estado nunca.

-Lo comprobaremos.

-Háganlo. Y, cuando regresen, vengan con una orden judicial, o me avisan, para que esté presente mi abogado. Que tengan ustedes un buen día.

Muñoz y Otilio salieron del despacho. Emilio miró su computadora. Lucrecia seguía allí. Le daría la última noticia. Pero, antes, pondría a recargar la batería de su teléfono, por si alguien le llamaba. Buscó el cargador en uno de los cajones de su escritorio, y metió el enchufe en el contacto que estaba en la pared tras él. Luego se dedicó a la computadora. Lucrecia le esperaba.

-Me ha visitado la policía. Y ya les dije dónde estuve, en ambos casos – escribió.

-¿Y te creyeron?

-No. Pero es sabido que la policía considera culpable a todo el mundo. Con ese sistema, al final aciertan.

-Únicamente resuelven el 15 por ciento de los casos.

-¿Y cómo ves éste? Me parece que tú sabes mucho de esto. Si yo no soy el asesino, ¿quién habrá sido?

Lucrecia tardó en escribir. Y se equivocó al teclear, ya que puso:

-Tu “eposa”. Es posible que los amantes le estorbasen. ¿No te dice nada eso? 

-No mucho, pero estoy seguro que me lo vas a explicar.

-Tu dinero, Zaldibar. Ellos le daban placer, pero no dinero.

-Yo también creo en el amor – ironizó Emilio-. Volviendo el punto: ¿quién te parece culpable? Sé que conoces a todos o todas las que han tenido algo que ver con ellos.

-Tú no sabes nada, Zaldibar. Te imaginas, al igual que la policía.

-¿Me vas a ilustrar? Te lo agradecería mucho.

Su teléfono portátil sonó. Ya tenía carga, y nunca le había faltado crédito. El hombre escribió que atendería una llamada. Había visto que se trataba de Rosana.

-Se me había olvidado ésta. Y me huele que está involucrada.

No se equivocaba, aunque no supiera que estuvo casada con Julián. Lo deducía por algo que dijo ella, en el carrusel. No se percató, en aquel momento, pero sí la noche del sábado.

-Te he llamado varias veces – dijo la mujer.

-Tenía descargada la batería, y no me di cuenta.

Emilio miró la pantalla. Allí seguía Lucrecia. Se le ocurrió que lo mismo que diría por teléfono lo escribiría en el chat. Para ello, puso el portátil en altavoz, y lo dejó sobre su escritorio.

-Pasé el fin de semana con Marcela – dijo y escribió.

-¿Marcela?  – preguntó Rosana.

-¿Quién es Marcela?- inquirió Lucrecia.

-Supongo que no te he hablado de ella.

El singular se debía a que Rosana no sabía que él chateaba con Lucrecia, y ésta supondría que ya había terminado la llamada. Las dos mujeres dijeron que no les había hablado de ella.

-Fue esposa de ese tipo al que asesinaron. Juan Valmaseda.

Esperó que Rosana se asombrase. Con ella no habló de muertos, porque, cuando el episodio del carrusel, aún estaban vivos; o eso creía. Acertó, ya que la del teléfono guardó silencio. En cambio, Lucrecia escribió:

-¿Y esperas que la policía te crea, si andas con la esposa del muerto?

-Ella se divorció, de él, hace mucho. Tres años. No sé si se casó con otra, después.

-Conmigo.

La declaración de Rosana no fue escuchada por Lucrecia, obviamente, pero con mucha claridad por Emilio, quien quedó boquiabierto.

-¿Contigo?- preguntó él, sin escribir.

-Sí. Julián estuvo casado conmigo. Hace dos años que nos divorciamos.

-¡Carajo! ¡Qué pequeño es el mundo! San Pedro tiene más de tres millones de habitantes, pero parece una aldea.

Lucrecia escribió que a la policía quizá no le importasen las fechas. Emilio respondió que recibía otra llamada. Lo de Rosana era muy interesante, así que le dedicaría exclusividad.

-Creo que es enorme casualidad. ¿Cómo conociste a esa esposa de Julián?

-Trabaja en mi empresa. ¿Tú la conoces?

-Sí, y también a otra esposa. No nos hablamos, pero nos vimos en el funeral. Un policía nos dijo, a cada una, quiénes eran las otras.

-Oye, ¿qué te parece si nos vemos…?

Emilio vio el mensaje de que Lucrecia se desconectaba. Le pasó, por la mente, que Rosana era la misteriosa, y que hacía lo mismo que él: hablar por teléfono y escribir en la computadora.

-¿Puedes mañana? – propuso Rosana.

-Puedo ahora mismo.

-No, hoy no. Tengo otro compromiso. ¿Mañana?

-De acuerdo. ¿Dónde y a qué hora?

-En la zapatería que hay en el centro Comercial Apolo. ¿Te viene bien a las siete?

-Perfecto. Allí estaré.

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Aunque no les hizo ninguna gracia, Solano y Muñoz fueron a buscar a Marcos Montes, el fulano que se acostaba con la esposa de Suárez. A éste, la policía no le había localizado, por lo que estaba pendiente la entrega del informe de Jiménez. Esperaban que él llamase al detective, para agarrarlo. No sabían su dirección, ni su nombre. Únicamente leyeron Suárez en la carpeta. Pero podían averiguar su identidad, si el que le adornaba la frente conocía los datos de la mujer con la que se acostaba. Cabía la posibilidad de que no, y que ella quisiera mantenerse en el anonimato.

Eran las tres de la tarde, cuando los policías llegaron al domicilio de Marcos. Se trataba de un edificio de apartamentos, en las afueras. Lo había construido una empresa, para sus empleados, por lo que no eran nada espaciosos, aunque sí resultaron baratos.

-Debe estar casado – dijo Muñoz-. Aquí viven familias.

-Los dieron a los empleados. No creo que fuese indispensable estar casado. Pueden tener novia, o la tuvieron el día que lo solicitaron – explicó Armando-. O no querían vivir con sus padres.

Los detectives tocaron a la puerta. Escucharon pasos. Abrió el fulano de la foto. Era alto y de buen tipo, aunque no muy guapo. Se veía mejor, al natural, que en las fotos. Estaba en bata, bajo la que asomaban las desnudas piernas. Como era media tarde del domingo, se entendía que el sábado fue de juerga, y prácticamente se acabase de levantar de la cama. Muñoz mostró la placa, y el hombre retrocedió:

-¿Qué desean?

-Hablar de la señora Suárez.

-¿Y quién es ella?

-¿Podemos pasar?- preguntó Solano.

-Díganme quién es ella.

-La que te beneficias – puntualizó Muñoz, con su gran tacto y delicadeza.

El hombre se puso pálido. Pero quizá se beneficiaba a muchas, porque no supo de quién le hablaban; y, por ello, preguntó:

-¿Cuál es su nombre de pila? No me suena Suárez.

Isaac ya les había dicho que Suárez podía no ser el apellido de quién encargó la investigación. De alguna forma debía llamarse, por lo que pudo elegir ese apellido como otro.

-Eso queremos saber nosotros. ¿Conoce a esta mujer?

Solano le mostró las fotos que obtuvieron del expediente de Suárez. Marcos cambió de color, pasando al rojo intenso. Dio un paso atrás, sin tocar las fotografías, y dijo:

-Pasen. Sí, sí conozco a esa mujer. Se llama Felisa. No sabía que era Suárez.

-Tal vez no se apellide así – explicó Armando-, pero su esposo eso le dijo al investigador.

-¿Un investigador?

El hombre se detuvo en medio del pasillo, y dio media vuelta. Iba delante de los policías, mostrando el camino.

-El marido contrató un detective privado, para que siguiese a su esposa.

-¿Está usted casado?- preguntó Muñoz.

-No. Yo no… Hace dos años estuve a punto, pero… Siéntense.

Los policías se acomodaron en el sofá, y Marcos lo hizo en un sillón. Muñoz preguntó:

-¿Conoce desde hace mucho a Felisa?

Recibió una mirada de regaño, por parte de Solano. ¿De qué servía aquello para la investigación? Antes de que el joven respondiese, el veterano formuló otra pregunta:

-¿Sabe usted dónde vive ella? ¿Y su verdadero apellido?

-No. Llevamos tres meses viéndonos. Ella no habla nada de su vida. Me dijo Felisa, aunque quizá no se llame así. Miren, yo… busco un poco de diversión. No quiero alardear, pero no sólo ando con ella.

-Otro Julián – dijo Muñoz.

-¿Quién es Julián?- preguntó el interrogado.

-No importa. Alguien que…- Solano conminó a Fidel Muñoz, con la mirada, a callarse-. Nos interesa conocer a su esposo. Si sabía que era casada, ¿no?

-Eso sí. Lo confesó, desde el principio. Y yo le dije que era soltero. A pesar de eso, nunca quiso venir aquí. Prefería un motel.

-Perfecto. Así que no conoce su apellido, ni dónde vive, ni quién es su esposo.

-Nada de eso. Me dijo que se llamaba Felisa, y que… no tenía hijos. También que su esposo no era nada… Bueno, que no la satisfacía como debiera.

-Eso dicen todas – opinó Muñoz, que no podía tener cerrada la bocaza.

-¿También la tuya?- le preguntó Solano.

Fidel entendió, por fin, que debía estar callado. Miró la punta de los pies, y decidió dejar que Solano llevase la investigación.

-¿Se conocieron en un bar?

-Sí. Hay algunos bares a los que van mujeres casadas. No quiero decir que todas busquen… algo. Pero siempre hay alguna… Felisa fue una de ellas.

-Bien, pues…- Solano miró a su compañero, indicándole que no dijese nada más- esto es todo. Si acaso recuerda algo que nos pueda llevar a saber quién es ella, o su esposo, le ruego que me llame. Le dejo mi tarjeta.

-Quiero hacer una pregunta. ¿Por qué buscan al esposo?

-Porque el detective está muerto – manifestó Muñoz, quien quería decir la última palabra.

-¡Joder! – Exclamó Marcos-. ¿Y creen que el esposo lo mató?

-Pudiera ser. Y si no, quizá aporte algunos datos. Nos vamos, señor… Montes. Le agradecería que me llamase, si recuerda algún detalle.

Cuando salieron, Solano le dijo a Muñoz:

-¿No has escuchado, nunca, eso de que un policía habla poco y escucha todo lo que puede?

-No. Nunca he oído eso. Creí que podía cooperar. ¿O para qué vine?

-Para aprender a estar callado. Pero ya veo que eso, para ti, es imposible.

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Emilio llegó a su casa a media tarde. No tenía ninguna prisa por enfrentar a su esposa, por lo que comió en un restaurante, en donde pensó cómo abordar la inevitable conversación. No diría que no sabía que la policía la detuvo, o, al menos, la interrogó.

Belinda sentada en la cama, con un camisón transparente, veía la tele. Tenían allí un aparato, porque ella solía distraerse, mientras él estaba abajo, en su escritorio. Emilio se detuvo en el umbral, y la mujer lo miró detenidamente, sin decir nada. Él tardó un buen rato en despegar los labios. Se observaron en silencio, intentando leer, cada uno las expresiones del otro.

-No hay otro remedio que hablar de Julián Valmaseda- dijo él, al de un rato de tenso mutismo.

-No, no hay otro remedio. ¿Ya lo sabías o te acabas de enterar?

-Lo sabía. Te espié en una ocasión.

Emilio fue a la barra, y se sirvió un coñac. La voz de ella lo acompañó:

-Imaginé que lo sabías, porque cambiaste, de pronto.

-¿Debía seguir igual? Me refiero a igual de bobo.

Belinda no respondió. Conocía a su marido, por lo que no temía que él reaccionase de forma impetuosa. Si pensaba hacer algo, no se lo diría. Por tanto, podían conversar, en una situación tensa y desagradable; pero sin violencia.

-Tú y yo habíamos discutido, y fui a una cafetería. Allí lo encontré. Yo estaba muy molesta contigo, y acepté ir con él. Luego… se convirtió en un vicio.

-Y para quitarte el vicio, te liaste con el otro.

Belinda agachó la cabeza. Como no tenía respuesta, atacó:

-Tú también me has engañado, y yo no he dicho nada.

Emilio sonrió. O ella había contratado un detective, o lo había seguido. Dudaba que tuviese comunicación con Marcela o Rosana.

-¿Con quién y cuándo?

-Estos últimos días. ¿Crees que no me dado cuenta?

Era posible. No sólo porque las mujeres tienen sexto sentido, sino porque quizá ella también olió sus calzones, o encontró alguna prueba que a él se le pasó desapercibida. Una pista que sumar a la inapetencia que había demostrado de unos días a la fecha.

-No sé en qué te has dado cuenta.

-Me has evitado desde… por lo menos una semana. Las mujeres nos fijamos en ciertos detalles. ¿Con quién andas?

-Conocí a una mujer, en un bar – confesó, como lo más natural-. Lo mismo que tú, y por idéntica razón

-Entiendo que yo te engañé primero; pero ya te has vengado. ¿O no?

Emilio encontró la parte divertida de la situación. Si consideraba que Belinda era otra amante, aunque de planta, su vida podía ser soportable. No hay cuernos, si uno consiente. Y no hay engaño, si no estás atado a la otra persona.

-Creo que sí. Considero que te has adelantado. Y… cuando me di cuenta, yo hice lo mismo.

Se sentó en uno de los dos taburetes, y dio un sorbo a la copa. Ella saltó de la cama, y se acercó. Emilio sirvió coñac en otra copa, además de regalarle, a Belinda, una sonrisa. Estaba mucho más tranquilo que lo que ella supuso.

-Y lo he pasado muy bien – declaró él-. He descubierto un mundo que no conocía.

-¿Y ahora…? ¿Qué vamos a hacer?

Belinda puso una súplica en sus ojos. Emilio bebió el coñac lentamente. No necesitaba pensar, pero simularía hacerlo.

-¿Con respecto a qué? ¿A nuestro matrimonio? ¿A los dos asesinados?

-A todo. Yo… quiero seguir contigo. No puedo decir que te amo, pero sí que…

-Eso también se aplica por mi parte. Si te vas, deberé buscar otra, y no creo que me vaya mucho mejor.

-¿Entonces…podemos llegar a un acuerdo?

-Imagino que sí. He explorado una faceta de la vida que me gusta.

La mujer se sentó en el otro taburete. Estaban, pues, frente a frente, bebiendo sin expresar ninguna agresividad.

-En cuanto a los asesinatos… Yo te juro que no tengo nada que ver con ellos – declaró la mujer.

-Yo tampoco. Matar no es mi estilo. Y, en todo caso, te mataría a ti.

Él no mencionaría a Jiménez. Si ella no lo conectaba con el investigador, y la policía tampoco, él no sería quién lo metería en su vida. Por eso dijo que la había seguido personalmente. Era creíble, ya que ella no fue muy precavida.

-Luego hablamos de ellos-. Belinda apuró el contenido del vaso, de un trago-. Tengo ganas de sexo. Te propongo hacer las paces. 

-¿Crees que podamos intentar algo original?

La mujer se quedó boquiabierta. Miró largo rato el rostro de él, que ostentaba una gran sonrisa.

-Dices que has descubierto un mundo nuevo. ¿Te lo ha mostrado tu amiga?

Emilio hizo una mueca con los labios. Trataría a Belinda como a cualquier puta. Y seguramente lo pasaría mejor que en todo el tiempo junto a ella.

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Cutberto despidió, con varios besos, a Amanda, a las seis de la tarde del domingo. Si le hizo enorme ilusión, cuando llegó la joven, fue mucho mayor cuando se fue. A él no le respondían las piernas, por lo que le dijo adiós apoyado en el quicio de la puerta.

-Recuerda que nos veremos en secreto – le dijo ella-. Y que a nadie comentaremos lo de esta tarde.

-No me creerían.

-Por si acaso, no digas nada. Y nos pondremos de acuerdo en los días en que vendré. 

Él pensó que, si ella acudía, al menos dos días a la semana, estaría sexualmente satisfecho. Quizá más que eso: extenuado. Siendo así, podía andar por los bares, tomando copas y hablando de fútbol, en vez de buscar ligues. Si alguna se le acercaba, por eso del olor a otra hembra, bien, y si no: también.

-Y sin casarme con ella – pensó.

Recordó que debía ir, al día siguiente, a la comisaría, y entregar las fotos de las dos mujeres que andaban con Julián. Amanda se lo recomendó mucho, porque quizá alguna de ellas lo había asesinado.

-Y poner, detrás, la dirección de cada una. ¿A máquina? A mano no voy a escribir, porque, en caso de una investigación, pueden cotejar la letra. Aunque se ve la tienda de discos, en un caso. Y en el otro… está en una parada del trolebús. Yo creo que es suficiente. Lo malo está en cómo entregar las fotos. Lo de las huellas es lo de menos, si las limpio bien. 

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Belinda daba gritos alarmantes. Estaba tumbada boca abajo, en la cama, y tenía a su marido encima, y muy dentro. Él había propuesto algo que jamás osó mencionar. Extrañamente, o quizá no, ella aceptó. Ya de nada le servía fingir. Él había estado con una de las mujeres del obseso, por lo que sabía bien lo que éste hacía con ellas. No iba a ser distinto con la señora Zaldibar.

-¿Por detrás? – preguntó, boca abierta-. ¿Te refieres a…?

-El canal oscuro. Dijimos algo original.

La mujer demostraba su perplejidad, moviendo la cabeza a los lados. No negaba, sino expresaba incredulidad. Pero en los ojos de su esposo brillaba una extraña luz, que indicaba que él no hablaba en broma.

-No será original para ti – dijo él-, pero sí para mí.

-¿Por qué crees que no es original para mí?

-Descubrí que a tu amigo le maravillaba.

-¿Y cómo descubriste eso?

-No lo sabía; pero no lo has negado.

Aunque parecía imposible, el semblante de la mujer se pintó de colorado. Había caído en la trampa de su esposo.

-¿Lo hiciste con tu amiga? ¿Ella también anduvo con Julián?

-¿Y eso… por qué? ¿No podría ser con Juanjo?

-No. Juanjo era menos… A Julián le gustaba esa postura, y acabas de decir que no sería original para mí.

-No te equivocas. Me dijo que a él le encantaba.

-¿Quién es ella? ¿Una de sus esposas o amantes? Los dos hemos hablado con la policía, así que sabemos casi lo mismo

Emilio sonrió. Ella deducía mejor que los estúpidos detectives que le visitaron. No diría, por el momento, ningún nombre. Ya que Julián anduvo con medio mundo, podía ser cualquiera. Eso lo sabía Belinda, así que, si le decía Lola o Juana, lo aceptaría.

-Quizá más tarde. Sorpresivamente, ahora tengo más secretos que tú.

-Y una actitud nueva. Me gusta, y no es por alagarte.

-¿Entonces…?  ¿Al estilo Julián?

Belinda no negó, ni protestó, y se tumbó boca abajo. En la faz de él sí apareció un visaje entre perverso y triunfante. Encontraba muy divertida la nueva relación con su esposa.

Él notó que eyaculaba. Y le pareció que ella también recibía su clímax. Sería pues, la segunda vez para la mujer, quien ya recibió uno de lengua y dedos. Para el goce actual, ella consideró ayudar un poco a su pareja, y metió la mano entre sus piernas, y se masturbó al compás de los empellones que él le daba.

-Estás desatado, cariño – dijo ella, poco antes del mutuo orgasmo-. ¿Es tu forma de vengarte?

-Si me vengase, te sacaría un ojo. Ya te dije que aprendí algo, e imaginé que me llevabas ventaja. Desde ahora, intentaré empatarte.

Llegaron ambos al orgasmo, y luego se tumbaron boca arriba, mirándose de reojo. Ella seguía asombrada, y él se mostraba radiante.

-Así que estuviste con una de las amantes de Julián – dijo ella.

-Lo dedujiste sin esfuerzo.

-Y ahora estoy segura, porque Julián era así de salvaje. Ella aprendió de él, y tú: de ella.

-Y tú también de él. Por tanto, Julián ha sido el maestro de ambos. ¿Deberemos agradecérselo?

-¿Quién es ella? – preguntó Belinda.

-Fue su esposa.  

Emilio no se refería a Marcela, sino a Rosana. Él no lo imaginaba, pero ella lo declaró, aunque dejó los detalles para la cita. Pero, si debía develar a alguien, ante Belinda, no sería a Marcela, por la relación laboral.

-Estuvo casado varias veces. ¿Cuál de ellas?

-Solamente conozco a una ex esposa. ¿Tuvo otras? ¿Las conoces tú?

Zaldibar no quería quedarse sin cartas, además de que pretendía enterarse de todo lo que podía saber ella. Por ello, seguiría refiriéndose a Rosana, si bien la sodomía fue con Marcela.

-No, no. A ninguna. Pero me habló de ellas.

-Por cierto, ¿cómo era Juanjo? ¿Y cómo lo conociste?

-Juanjo era… como una puta, pero en hombre. Él hacía lo que yo le pedía. Claro que cobraba por ello. Lo conocí en un bar. Julián no llegó, y me fui con Juanjo.

A Emilio le pareció increíble que él pudiera escuchar aquello de la boca de su esposa, sin lanzar un alarido, o estrujarle el pescuezo. Y también que ella se expresase sin vergüenza alguna. Los dos habían sufrido, de pronto, un terrible cambio. El de ella lo motivó ser descubierta. Al no tener defensa posible, se destapó completamente. En cuanto a él… Su mente aún daba vueltas, pero comenzaba a disminuir la velocidad, y se concentraba en la idea de que Belinda era una más de las mujeres que, en adelante, ocuparían sus horas. Ella no sería la favorita, aunque sí la legal. La determinación de no sentirse engañado, porque ya no la amaba, le permitía mantener una conversación que jamás hubiese supuesto pudiera darse.

-¿La conociste en un bar? ¿No te parece mucha casualidad? – preguntó la mujer, cambiando de protagonista.

-Creo que sí. No, al principio, pero luego… Yo diría que me buscó.

Eso dijo Rosana, en broma, aunque Emilio no lo dudaba últimamente. Saber que estuvo casada con Julián, y que éste se acostaba con su esposa, le hizo muy suspicaz. Por el momento, se reservaría los nombres. Le interesaba poner a Rosana en el papel de la seductora; que lo era; para ver si lograba algo de Belinda. Tal vez la conociese, aunque lo negase.

-¿Para qué te buscaría?

-No tengo idea. Pero quizá todo esté relacionado con Julián. Ella sabría de ti y él, y que eres mi esposa.

Belinda palideció. Por su mente pasaron las mujeres de las fotos que le mostró la policía. Podía ser alguna de ellas. No había memorizado los nombres, pero quizá…

-¿Cómo se llama? La policía me dijo los nombres de sus esposas y de sus amantes.

Emilio se quedó pensativo. Marcela fue esposa de Julián, y seguro que la policía dijo su nombre. Por el nombre no la relacionarían con él, si bien sí con la empresa. ¿Cómo no lo habían hecho ya? Casi seguro que los detectives no cruzaron esa información. Ella no era sospechosa, sino la esposa de un asesinado, así que no le abrieron expediente. Y más tarde, dos detectives fueron a verlo, pero por los amantes de su esposa, nada relacionado con Marcela.

Lo que le daba vueltas en el cerebro era la relación de Marcela y Rosana. No había tenido tiempo para analizar bien a ambas, intentando lograr otra conexión que una frase común.

-Te advierto que, una vez que comencemos, no hay retorno – le dijo Rosana, al entrar en la taza giratoria.

-Yo puedo estar un tiempo sin sexo; pero una vez que comienzo, no hay retorno – aseguró Marcela, en el hotel.

“No hay retorno”. ¿Leían las mismas novelas? ¿Ambas eran los dos personajes misteriosos del Club de los Malditos? La frase le golpeaba la cabeza, y hacía pensar en cierto vínculo entre las mujeres. Sabía que Julián era el nexo. ¿El tipejo diría “no hay retorno”? Siendo así, tal vez Belinda conocía la expresión.  Ante la posibilidad, se decidió:

-Rosana. Se llama Rosana. Es alta, de pelo negro, piel blanca, muy guapa, unos treinta años. Destacan sus ojos grises.

-Sí, ella es una de las esposas – certificó Belinda-. La vi en el funeral de Julián. No me fijé en los ojos, porque estaba la policía, y salí corriendo.

-¿Fuiste a su velatorio?

Emilio sonrió. Así que no se quedó con Juanjo. Dejaría todo eso para después, y seguirían con Rosana.  

-Ya imaginaba que ella podía ser esposa de ese tipo – Zaldibar mintió, porque se asombró al oírlo-. No me cayó del cielo. No soy muy dado a las casualidades, y a que me seduzcan de buenas a primeras. Y así sucedió.

-¿Por qué? Supongo que porque yo andaba con Julián. Pero… ¿y qué puede obtener de ti?

-Quizá culparme de asesinato. ¿No es posible?

-¿Quiere vengarse de mí, por medio de ti?

Emilio se encogió de hombros. No lo entendía. Presentía que Marcela y Rosana estaban de acuerdo, no sólo en el uso de una frase, que pudieron aprenderla del esposo común. Pero no acertaba a saber la razón de involucrarle en sus asuntos, si Julián era un “asunto”. Como proponía su esposa, algo se traían contra ella.

-Se divorciaron de él hace tiempo – dijo él-. ¿Por qué razón lo matarían?

-No lo sé, pero me gustaría averiguarlo.

La mujer se incorporó, en la cama, y miró al interior de los ojos de su marido. Con voz suave, como de espía que sabe que le graban, susurró:

-Podemos ser socios en esto. Es mucho más emocionante que esposos.

-Nunca pensé en tener, contigo, el sexo de hace un rato, ni que… me hiciese gracia lo que planteas. Pero sí, estoy de acuerdo. Me parece que te voy a contar todo. ¿Y tú…?

-No tengo nada que relatar. Lo he soltado todo. Bueno, te lo dijo la policía. Preveo que lo tuyo es más escalofriante.

-Pues aunque no sea normal en mí, creo que sí.

Emilio comenzó a narrar cómo entró en el Club de los Malditos. También reveló su “asunto” con Marcela, y luego con Rosana. Belinda, en vez de molesta, estaba entusiasmada. Zaldibar coligió que ella se había aburrido con él, quien sólo ofrecía buena vida, pero sin ninguna emoción. Ella tenía espíritu aventurero; se mirase como se mirase; y con él sólo había obtenido malos orgasmos, y dinero para ir de compras.

-¿El Club de los Malditos? ¿Podemos entrar en charlar con Lucrecia y el otro?

-El Destripador. Tal vez sean ellas dos.

-¿Qué emocionante? ¿Y pensabas matarme, al descubrir el olor de mi braga?

-Tenía que buscar la manera, y ellos me ayudarían.

La mujer soltó una sonora carcajada. Emilio no entendió cómo se reía al escuchar que alguien planeó su muerte. Podía estar en la misma situación que sus amantes. Y ya que su mente tocó ese punto…

-¿No tienes más amantes? – le preguntó a su esposa.

-No. Pero, si vamos a vivir como amigos, tendré que conseguir alguno. Tú ya tienes dos.

-Pero habrá que ser discretos, cara a nuestros amigos.

-Vas a ir mañana con Rosana, ¿verdad?

A él le pareció que la pregunta sonaba a “a qué hora es tu junta”. Comprendió que ella estaba en la sociedad conyugal que siempre quiso, pero no se atrevió a proponer: una relación tan abierta que no tenía rejas ni cadenas, ni siquiera un pequeño seto. Y él, si lo pensaba bien, no se veía disconforme. Antes, sin Marcela y Rosana, lo hubiera estado. Con ellas dos, y Belinda en casa, aunque no siempre…

-Sí, para hablarle de su marido.

-Me cuentas lo que suceda. Con detalles sucios. Me encantas los detalles sucios.

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Jiménez, todavía vivo, estaba obsesionado con Julián. Era la tercera vez que le encargaban espiarlo. Al detective le gustaba hacerlo, porque el fulano no sospechaba nada, y parecía que posaba para él.

-Es que debería asociarme con él – musitó el investigador.

Ya tenía algunas fotos, pero aquel día esperaba obtener otras. Le siguió a un bar, en el que el vigilado entró. El detective lo esperó fuera, sabiendo que no tardaría en salir.

-Lo suyo no es el licor.

No se equivocó, ya que salió acompañado de una maravillosa mujer caribeña, de piel muy tostada, cabello negro, y una anatomía que producía mareos. Adela estaba muy bien terminada, con acabados de lujo. Jiménez se apresuró a disparar varias instantáneas.

-¿Cómo lo hará?- se preguntó-. ¿Qué coño les da este tipejo?

Eso no lo sabría jamás, pero sí que a él le producía ingresos. Eso era lo importante. Volvió a apretar el botón, y tomó dos fotos más.

-No muchas, porque éstas no me las paga su esposo. Revelaré un par de ellas, para este caso, y ya.