CAPÍTULO IV

 

Eran las diez de la mañana de un lunes, y Jiménez se hallaba en su oficina. Para él, el fin de semana no había existido, ya que, una vez que llegaba el viernes, sus vigilados tenían mucha más actividad. El investigador descansaba un poco los lunes y martes, porque los “engañadores” también lo hacían. Aunque, en esta ocasión, debía entregar sus trabajos, y, por eso estaba en la oficina, revisando el material. Ante él se hallaban las fotos que había reunido en unos días. Podía decir que no le había resultado nada difícil. El encargo del tal Suárez fue coser y cantar, ya que la espiada no tenía precaución alguna, y se exhibía con su amante por todas partes.

-Es un vejete - dijo Jiménez, sin darse cuenta de que él tenía la misma edad del mencionado-, por lo que ella le engaña sin ninguna cautela. No imagina que el hombre me haya contratado. En fin, que esto está resuelto.

Fue tomando las fotos y metiéndolas en el gran sobre. El trabajo estaba finalizado, y solamente restaba cobrar. Llamaría al cliente en un par de días, para que no pensase que resultó demasiado fácil, y pretendiera regatear el precio. Fácil o difícil, él cobraba por un asunto concreto, no por horas dedicadas. Cuando se le complicaba, no pedía un extra. Así que, siendo sencillo, tampoco otorgaba descuentos.

-Y éste…

Sobre la mesa estaban las otras fotos. Aquel asunto si era extraño. Nunca antes le había sucedido.

-Es que en este caso…  No me ha costado nada. Otra que no tiene cuidado. Y este tipo… Es que parece imposible. ¿Qué carajo les da? Yo casi podría vivir de él.

Efectivamente, Soraya, la nuera a quien Celia tanto cuidaba, tampoco se escondió mucho con el tipo con quien andaba. Estaría atenta a que no la viesen los parientes de su esposo, pero no contaba con un detective.

-No ha pasado una semana.

Jiménez recordó que las dos mujeres estuvieron en su oficina el martes anterior. Era lunes, y ya tenía lo que ellas solicitaron. Y un extra. Miró las fotos y dijo:

-A éstas tengo que sacarles unas copias.

Observó al hombre que estaba con Soraya, y murmuró:

-La vida está llena de casualidades. Sigo asombrado de este fulano. Debo revisar, porque seguro que lo tengo. Luego me dedicaré a eso.

Cogió su teléfono y marcó un número. Celia madre desconfiaba mucho del detective, pero no tuvo otro remedio de darle un medio para que se comunicase. No habiendo comprado otro teléfono portátil, sería el de su hija. Y ella contestó.

-Soy Pedro Jiménez. Ya tengo su encargo.

-¿Tan pronto?

-Es lo que ustedes querían.

-Sí, sí – dijo Celia-. Me parece magnífico.

No le parecería igual a su hermano, quien saldría de la cárcel, el mediodía del martes. Su madre ya le preparaba una muy buena recepción, aunque todavía faltaban muchas horas. Si Jiménez les daba los datos del tipo, el excarcelado estaría ansioso por hacerle una visita al “amigo” de su esposa. La información vendría a ser como un regalo del reencuentro, preferible a que le llevasen flores.

-¿Cuándo puedo pasar a buscar esa información?

-Cuando quiera. Me trae el resto del pago.

-Yo… Bueno, me gustaría ir hoy, pero no sé si pueda. Le llamo, para decirle cuándo. ¿Hasta qué hora estará ahí?

Jiménez debía obtener unas copias extras. Pero calculó que las tendría en cosa de una hora. No había proyectado seguir a nadie hasta la tarde, por lo que…

-Como hasta las dos de la tarde. Regreso a eso de las siete. También mañana tendría que ser por la noche, porque voy a… un asunto.

-Procuraré pasar hoy, pero si no puedo… De todas formas, yo le llamo.

-Gracias.

-A usted. En verdad que ha sido rápido. 

-Justo lo necesario – respondió el detective, con modestia.

-Oiga, tengo que decirle algo.

-Le escucho.

-No me gusta dar mi número de teléfono. No se moleste, pero le ruego que lo borre, cuando termine esto.

-Siempre lo hago. Recoge usted lo suyo, y yo borro su número.

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Tardó bastante en sacar el teléfono portátil del bolsillo. Sonaba en ascendente, cada vez más, mientras quien fuese no cortase la llamada. Miró el número de quien llamaba. Jiménez registraba a algunos clientes, los importantes. Éste no estaba registrado. Sería un cliente nuevo, a quien alguien le habría dado su número. Contestó con rapidez, rogando que su lentitud no le privase de nuevos ingresos.

-Jiménez. Diga.

El investigador recibió la clave que acordaron, como identificación. También una tos que justificaba la ronquera de quien hablaba. El detective miró la pantalla del teléfono. Señalaba un número que no figuraba en la lista de contactos. Recordó que no lo tenía anotado, porque el cliente no se lo dio. Dijo que llamaría al de dos o tres días. Quería saber si había obtenido algo.

-Sí, ya tengo la investigación. Con fotos, por supuesto. ¿Esta noche? Bueno, pero no antes de las siete ni después de las nueve, por favor.

El detective escuchó lo que le decía el cliente. Y luego respondió:

-No hay problema. Me doy por avisado. Como usted diga. 

Jiménez cortó la llamada. Se quedó pensativo, por un segundo. Despejó su incógnita, y buscó dentro del cúmulo de papeles que amontonaba en el escritorio. Sacó un sobre, de los que usaba para sus informes, y extrajo unas fotos. En la mayoría se veía una pareja, y en otras: únicamente un hombre. Una, en particular, era ampliación de su rostro. El investigado tendría unos cuarenta y cinco, de pelo negro, bigote recortado, facciones afiladas, un tanto narigón y poco atractivo. En las de cuerpo entero se percibía, por comparación con su acompañante, que era alto y espigado.

Acabada la inspección, Jiménez abrió otro sobre, que estaba en el interior de una carpeta, bajo un montón de papeles. Como única identificación, tenía una “S”.

-Mi memoria no me falló. Lo tenía. Revelarlo y ya.

Abrió el sobre, tomó las fotos y las observó con detalle. Se trataba del mismo sujeto. Puso ambos juegos sobre el escritorio, separados, uno a la derecha y otro a la izquierda, para no mezclarlos. Las miró unos segundos, y eligió una de las instantáneas del segundo sobre, que unió con las del primero. Después, metió las restantes en su correspondiente bolsa de papel. Llevó, al archivero, la carpeta que sacó de debajo del cúmulo de papeles. Allí había otras dos, iguales a la que guardó.

-Mi lema es no hacer preguntas. Alguna razón tendrán ambos, para investigarlo. No me costó trabajo, porque además es un viejo conocido, y ya le había sacado unas fotos que no necesito volver a tomar. Con revelar el rollo es suficiente.

Esto contradecía lo que le aseguró a Emilio, de que él no se quedaba con negativos. Los guardaba bien, en un compartimento secreto, al fondo de un cajón del archivero. No con propósitos de chantaje, sino porque, como en éste  caso, las fotos de archivo podían servir para ampliar el expediente, y dejar satisfecho al cliente. No era extraño que, pasado un tiempo, alguien llegase a pedirle que investigase a un antiguo “vigilado”. Los hay que no escarmientan,  y ante él tenía un ejemplo.

-¿Qué relación habrá entre todos ellos? –se preguntó.

No era su asunto. La discreción resultaba primordial en su negocio, y últimamente iba viento en popa, porque había conseguido varias investigaciones. Una ya estaba encima del escritorio, lista para ser entregada, y a cobrar. La otra esperaría aún otro día. Percibiría más honorarios.

-Nada mal, para un martes. Y ayer también me fue de maravilla. Comienza bien esta semana.

A veces había poco trabajo, sobre todo en períodos vacacionales. La gente se iba de la ciudad, y posiblemente engañarían en las playas. Pero, de regreso, le llovían casos, como si los “infieles” quisieran recuperar el tiempo perdido.

-Fue un acierto dejar que trabajar para los del bufete de crédito. La infidelidad da mucho más dinero que investigar solvencias económicas.

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Celia esperaba a su hijo, en la puerta de la prisión. También estaba Soraya, quien llevaba en brazos al pequeño Santiago. La esposa sonreía ampliamente, y la suegra la miraba sin entender cómo podía ser tan boba. A Celia, unas frases le daban vueltas en su mente:

-“No sabes la que te espera. Cuando mi hija hable con su hermano, y le muestre… no vas sonreír en muy buen tiempo”.

Se abrió el gran portón, y apareció Santiago, a quien le colgaba, del hombro izquierdo, una mochila verde. La madre corrió hacia él, y se abrazó a su cuello. Soraya caminó al encuentro. A tres pasos de su marido, leyó, en el rostro de él, que algo extraño ocurría. También se fijó en que tenía vendada la mano derecha.

-¿Qué te ha pasado, cariño? – preguntó.

El hombre dejó caer la mochila, y extendió las manos hacia la mujer. Ésta pensó que iba a abrazarla, pero él tomó el niño en sus brazos y lo llevó contra su cuerpo, dándole varios besos. Celia cogió la bolsa con lo poco que el reo acarreaba. Santiago comenzó a caminar, para alejarse de las miradas de los guardias que vigilaban desde las garitas. Soraya y Celia intentaron igualar su paso, que era bien rápido.

-¿No me saludas? – Preguntó Soraya-. ¿Qué tienes?

-En un rato te enterarás de lo que tiene – le dijo la madre.

Soraya se detuvo, y miró a su suegra. La sonrisa había cambiado de rostro, y se había ubicado en el semblante de la mayor de las dos.

-En un rato vendrá mi hija – le anunció su suegra-. A ver cómo le explicas a Santiago lo tuyo con ese hombre.

El ex prisionero caminaba raudo, con su hijo en brazos, para alejarse lo antes posible de los muros de la cárcel. Las dos mujeres estaban aún a medio camino entre la prisión y la carretera, al no poder igualar el paso del liberado. A Soraya se le habían paralizado las piernas, y la sonrisa abandonó su faz. La madre de Santiago la miraba con ojos de halcón. Su marido se desentendía de lo que sucedía detrás, y se ocupaba de poner tierra por medio, y llevarse a su hijo.

De repente, Soraya dio un salto, ofreció la espalda a su suegra y salió disparada hacia la cárcel. No pretendía entrar, pero le pareció que, de momento, ante la puerta estaba segura. Santiago no iría tras ella, al menos mientras le pudieran ver los guardias. Luego… ella buscaría la manera de desaparecer del mapa. No entendía cómo, pero la maldita bruja, y la puta de su hija, se habían enterado de lo suyo.

-Es que no tuve mucho cuidado – aceptó.

Más bien ninguno. La necesidad de un hombre, a sus diecinueve años, la lanzó en brazos del primero que le dijo que estaba guapa. No consideró que la familia de su esposo la podía vigilar, y ahora… No regresaría ni a buscar a su hijo.

-Veré si alguien me lleva hasta la casa de mi prima – pensó-. Le pediré dinero para largarme bien lejos.

Santiago y su madre, además del niño, caminaron hacia la parada del autobús. Celia le preguntó a su hijo:

-¿Qué pasa con ella? Seguro que ya no la vuelves a ver.

-Ni puñetera falta que hace. Ni ella verá al niño.

-¿Eso es todo? –Celia necesitaba sangre, aunque fuese de las narices.

-Me encargaré del tipo. Y ésta… si regresa…

-Seguro que los suyos vendrán a saber qué ha pasado.

-Creo que enviarán a las mujeres. Si vienen los hombres, les daré, a ellos, lo que merece esta puta.

Celia no quedó muy convencida, puesto que ella esperaba que su nuera tuviera que comer puré un buen tiempo, o tomar únicamente líquidos. Pero imaginó que su hijo lo hacía por el niño, para que no se enterase, cuando fuese mayor, que su padre dejó inválida a su madre.

-Pero al tipo sí – insistió Celia.

-Deja que lo localice, y verás.

-El investigador nos dio su dirección. Está en el papel que nos entregó.

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Aún no daban las siete y media de la tarde-noche, cuando unos pasos sonaron en las baldosas del vacío corredor. Una gabardina oscura se detuvo ante la puerta del despacho de Jiménez. El cliente movió la manija, confiando que estaría abierta. No se equivocó. Pasó, y se detuvo frente al escritorio.

-¡Ah! ¿Es usted? - dijo el detective, al reconocer a su cliente-. No esperaba… Pero no es mi asunto.

El de la gabardina se sentó en la única silla desocupada, poniendo un portafolio sobre las rodillas. Jiménez tendría problemas para recibir a dos a la vez, pero no le preocupaba. De darse la circunstancia, les prestaría su silla.

-Aquí está el informe.

El usuario abrió el sobre, extrajo todo el contenido, y lo colocó encima de una pila de periódicos, que servía de mesa. Esparció las fotos. No se interesó en el informe en sí, y únicamente observó las imágenes. Se detuvo en una, a la que le decidió especial interés. Asintió con la cabeza, a la vez que metía la evidencia en el sobre, con excepción de una foto con el rostro de un hombre. Ésta la depositó en el cúmulo de diarios. El resto lo metió en su maletín. Luego, se incorporó lentamente, y llevó su mano derecha al portafolio, en busca de algo. Seguramente el dinero para pagar el servicio.

Jiménez desorbitó los ojos. Su cliente, en vez de un fajo de dinero, le mostraba una pistola, con un amasijo de tela en el cañón, sujeta con cinta adhesiva, a modo de silenciador. En la otra mano tenía una servilleta grande. Había dejado caer el portafolio al suelo, para poder usar ambas manos. El detective abrió la boca, pero no exhaló sonido alguno. Un balazo le dio en la parte baja del cuello, a dos centímetros de la nuez. Luego otros dos: uno en la frente y el segundo en la boca. A consecuencia del último, su cuerpo fue impulsado hacia atrás, y la cabeza chocó contra la pared a su espalda. La mano que sujetaba el revólver estaba a corta distancia de su rostro, por lo que los disparos fueron certeros. Además, los impactos lo propulsaron fuera del escritorio, de forma que la única sangre que salpicó fue del primer balazo, el que le pegó en la garganta. El líquido hemático se esparció sobre los papeles ante él. Unas gotas, pocas y pequeñas, se diseminaron en la foto que estaba encima de la pila de periódicos. El homicida la colocó allí, un poco a la derecha del detective, ya que sabía lo que sucedería.

El paño del cañón se incendió. El asesino lo esperaba, por lo que sofocó la ignición al rodear el arma con la servilleta, impidiendo que las llamas tuviesen contacto con el aire. Una vez controlado el fuego, el homicida metió todo en una bolsa de plástico, que también extrajo del bolso. Lo tenía todo previsto.

Tras ocuparse del arma, el de la gabardina cogió la foto con las motas de sangre, en la que estaba el rostro del hombre, y la dejó en el centro del escritorio, sobre el rojo charco. Luego buscó en el maletín, y eligió otras de las que Jiménez le había entregado, que colocó alrededor de la primera. En cada una se veía una mujer junto con el hombre. Eran tres féminas, una por cada impresión. Ellas estaban en varias fotos, por lo que escogió aquéllas en las que se les veía con mayor nitidez.

Luego el criminal fue al archivero, deslizó el cajón superior, y vio tres carpetas grandes. En cada una había un identificador muy simple, un rudimentario sistema de archivar los casos. En el anverso de la primera estaba la palabra Mendibil; en la segunda ponía Suárez, en la tercera únicamente una “S”. Abrió cada una de ellas, y ojeó lo que contenía: papeles, y fotos. Examinó, con mayor detenimiento, la de la única letra como distintivo. Dejó la segunda carpeta, y llevó las otras dos junto a lo demás, a la pila de periódicos.

El ejecutor eligió un papel del sobre de Mendibil. Lo leyó, y lo comparó con otro de los que le había entregado Jiménez. No le gustó ninguno de los dos, por lo que sacó un tercero, de la carpeta “S”. Tampoco se decidió por éste, y extrajo uno de su maletín, que puso en el escritorio. También seleccionó una fotografía del sobre con “la letra”, en la que se veía “al mismo” con “otra” mujer. La colocó al lado de las tres seleccionadas y la faz del sujeto. Parte de las fotos que le dio el investigador, así como la información escrita,  más el contenido de las dos carpetas que sacó del archivero, fueron a parar a su maletín. El sobre con la “S”´, vacío, se quedó sobre la pila de periódicos. Había hecho un arreglo a la investigación de Jiménez.

Finalizada la operación, el agresor abrió la puerta, y salió al corredor. Se apresuró a llegar a las escaleras. Una vez traspuesto el primer tramo, redujo la frecuencia de sus zancadas.

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Había pasado apenas una semana, y Cutberto ya tenía fotos de dos mujeres con las que salía Julián. Salía… o entraba, pues a las dos las llevó a su motel preferido. El espía no llegó hasta allí, y se contentó con tomarles fotos cuando caminaban muy enamorados, o cuando se besaban en la parada del autobús o en alguna cafetería.

Su última adquisición sucedió el martes anterior. Después de dejar a Amanda, el mujeriego se dirigió al centro, a la tienda de discos. Cutberto pensó que dos oponentes serían suficientes para que Amanda se diese cuenta de que el fulano era muy “amoroso”, y ella formaba parte de un harén. Siguió a Julián, y luego a ambos, cuando ellos se dirigían a la parada del autobús.

-Creo que las lleva a su casa – pensó el espía.

Era lógico, pues siempre subían al mismo autobús, aunque en distintas paradas. Eso debía indicar que en alguna parte del trayecto vivía el enamorador, porque parecía extraño que las mujeres compartiesen también barrio o, al menos, distrito.

No pudo captar bien el rostro de ella, al ponerse un tipo delante. Cut necesitaba una foto de ellos dos besándose. Decidió seguirlos hasta la casa de él, por lo que subió al autobús. Allí le era casi imposible disparar sin que los objetivos se percatasen, de forma que decidió que eso lo haría más tarde.

Le pareció raro que se bajasen en medio de la nada, aunque vio que no muy lejos había un motel. No las llevaba a su casa, sino a “un tumbadero”.

Cutberto se apresuró a alejarse en sentido contrario, para que los vigilados no sospechasen. Vio unas casas, y simuló ir hacia ellas. Pero pronto regresó, aunque por el lado contrario de la carretera, aprovechando que ellos solamente se miraban a los ojos, y, de vez en cuando, enfocaban al motel. Cuando la pareja se aproximó a la recepción, Cutberto llegó corriendo, se ocultó tras un coche, y disparó dos fotografías. A sus objetivos se les veía de espaldas, pero ya tenía otras de perfil, y lo del beso sería reemplazado por meterse a un motel. Amanda no pensaría que iban porque el televisor era en tercera dimensión. Se percibía bien la recepción y a los dos acechados. El espía, luego, sacó otra impresión de la fachada, para que no hubiera dudas.

Una vez cumplido su cometido, Cutberto, feliz y contento, esperó un autobús para regresar a la ciudad. Mientras, Julián y la vendedora de discos comprobaban si la cama estaba mullida.

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La policía llegó al despacho de Jiménez, a las diez de la noche. Acudieron porque recibieron una llamada, informando de un deceso.

En la oficina de enfrente del detective trabajaba un contador. También se había quedado hasta tarde, como solía tener costumbre. A las ocho y media, cuando abandonaba su oficina, vio que había luz en la del vecino. No le pareció extraño, ya que Jiménez casi vivía en su despacho. El contador tocó a la puerta, para despedirse. El investigador; si no estaba ocupado con un cliente; lo recibiría, y se dirían adiós. A veces comentaban cualquier incidencia, de las que sucedían en la ciudad, no de los trabajos de cada quien.  

Nadie contestó, y el tenedor de libros, Jerónimo Soriano, insistió, porque había luz. Al seguir sin respuesta, movió la manija, y la puerta se abrió. Asomó la cabeza y no vio a nadie. Eso era muy extraño, ya que Jiménez no se iba sin cerrar con llave, y apagar la luz. El vecino dio un par de pasos hacia el interior, y percibió sangre sobre el escritorio. Avanzó dos más, y se quedó helado.

Soriano corrió a su oficina, no queriendo tocar nada de la del detective, y llamó a la policía. Llegaron en quince minutos, y le hicieron repetir su historia diez veces. Tras los uniformados de la patrulla, aparecieron los detectives, quienes le pidieron que no comentase con nadie sobre el asesinato, ya que no querían que la prensa publicase el suceso, y así darse, los investigadores, tiempo para sacar conclusiones.

El contador se fue a su casa, tras prometer que sería una tumba. Su silencio vendría bien a la averiguación, y más por lo que les dijo a los agentes sobre el detective. Vivía solo, y su familiar más cercano era su hija, que se casó con un argentino, y se instaló en alguna parte de la pampa. En su casa, a Jiménez, solamente le esperaba un gato. Si no comía en dos días, andaría por los tejados, o los callejones, buscando alimento, y no informaría a las autoridades de la ausencia de su dueño.

-Eso nos otorga un muy necesario tiempo para ver qué podemos investigar sin presiones de la prensa – opinó quien dirigía la operación.

Isaac Fuentes era un joven detective, recién titulado en la academia, que apenas llevaba unas semanas en el departamento de homicidios. En cambio, su compañero, Armando Solano, era viejo en el negocio, veinte años, y no había pasado por la academia. Aprendió en las calles, entre putas y rufianes, asesinos y ladrones, y muy poca gente decente. Cuando fue trasladado a homicidios, consideró que le estaban pagando unas vacaciones.

-¿Qué opinas? – le preguntó Solano a su compañero.

Por las reglas del departamento, el titulado era el superior, y quien ponía los conocimientos se convirtió en su ayudante. Pero, ambos sabían bien que las reglas no funcionaban en la calle, por lo que Isaac aprendía de la experiencia de su compañero. Y éste, a su vez, de las teorías del joven.

-Dejaron estas fotos, después de matarlo. La manchada estaba sobre esos periódicos. Parece que alguien quiere que investiguemos- dijo el novato-. Hay que revisar los expedientes de ese archivero, y sus informes. Pero tenemos éste, que parece ser el que llevaba entre manos.

-Conozco a Jiménez, o le conocí, y sé que poco vamos a lograr, aparte de lo que nos diga esto - señaló la imagen con gotas de sangre. 

-¿Por qué?

Solano movió la cabeza a los lados. El detective se había buscado la muerte por su forma de tratar los casos, su exceso de discreción. Lo explicó:

-Jiménez nunca se guardaba nada. Decía que esa costumbre le traía más clientes. Mucha gente contrata un detective privado, y le da detalles. Pero, una vez obtenidas pruebas, necesita que todo se olvide.

-¿No conservaba datos de sus clientes?

-Ni de quienes investigaba. Todo este papeleo que ves, no sirve para nada. Pondremos a alguien a revisar los cajones, pero dudo que contengan algo.

-Veremos a quién llamó o las llamadas que recibió - dijo Isaac, señalando el teléfono portátil.

-¿Desde alguna cabina?

Fuentes puso expresión de asombro. Estaba seguro de que Solano no se equivocaba, pero quería aportar algo, ya que, en el tiempo que llevaba en homicidios, no lo había logrado.

-La gente que contrata un detective toma muchas precauciones – explicó Armando-. No les gusta que su vida se airee. Y Jiménez vivía de esto, de ser una tumba. Quizá encontremos algo en su teléfono, pero no será lo que buscamos. Quien vino a matarlo, tomó sus previsiones. 

-¿Sería un profesional?

-No lo creo. Pero sí alguien que lo había pensado muy bien. Se acercó para que el impacto lo lanzase hacia atrás, y la sangre salpicase la mesa, pero sin alcanzar al homicida. Estuvo sentado, se incorporó y… lo cogió desprevenido. Un profesional lo hubiera matado apenas abrió la puerta. ¿Para qué entretenerse?

-Eso sí. ¿Por qué sabes que estuvo sentado?

Solano señaló el borde de la mesa. Fuentes se agachó y miró, sin ver nada. Se volvió hacia su compañero, preguntando con un movimiento de párpados.

-Estas marcas… - señaló dos espacios de unos diez centímetros de ancho, en el borde del escritorio, en los que no había polvo.

-Ya. Puso las mangas en la mesa. Y con tanto polvo, la limpió.

-Así es. Y no dejó huellas - dio un giro total y se dirigió a la puerta.

Un detective estaba buscando huellas en la manija. Solano le tocó el hombro, y el agente se retiró. El veterano señaló la bola de la cerradura. Isaac se agachó, y acercó su nariz a ésta.

-Al entrar, lo más seguro es que Jiménez le abriese la puerta. Y, por ello, encontraremos sus huellas por dentro. Y por fuera: las de ayer, y los demás días, además de las del contador.

-Pero el asesino tuvo que abrirla, al salir – manifestó Fuentes.

-Usaría un pañuelo o guantes. Lo mismo que para disparar un arma y no tener rastros de pólvora en las manos. Pero… - Solano esperaba.

-…Jiménez sospecharía si le veía ponerse unos guantes o traerlos.

-No la limpió con un trapo – dijo Solano-, porque se notaría. Con tanto polvo, habría surcos de la limpieza. No hacía falta, porque no dejó huellas. Para salir, pudo usar lo que fuese; pero… quizá le pareció necesario para disparar. A no ser que sepa que no le vamos a hacer la prueba de la parafina.

-Eso nos sugiere que está seguro de no ser relacionado con la muerte. ¿Por qué dices que no es profesional?

Solano regresó al escritorio, donde aún permanecía el cadáver. Sin tocarlo, lo observó desde varios ángulos. Tras el examen, se separó unos pasos, y arrugó el ceño.

Una ambulancia esperaba, abajo, a Jiménez, y los camilleros estaban en el pasillo. Varias personas revisaban todo, lo fotografiaban, y buscaban huellas. El auxiliar señaló al occiso. Isaac le miró fijamente, sin entender cómo podía deducir que no era obra de un profesional, con tres tiros tan certeros.

-Le dio los tiros con gran precisión – opinó el jefe.

-A esa distancia hasta un miope acertaría. Pero no se trata de puntería, sino de elegir los puntos. ¿Dónde hubieses disparado tú, primero?    

-En la frente. La muerte sería instantánea, y no habría posibilidad de que gritase o se levantase. ¿Y no lo hizo?

-No, no lo hizo. ¿Por qué no lo hizo?

El veterano sonreía. Isaac volvía a preguntarse por qué estaba a cargo, si el perito era su compañero. De pronto, una luz le entró en el cerebro.

-Si le hubiese dado en la frente, le habría impulsado hacia atrás, y no caería sangre sobre el escritorio – explicó Isaac.

-Correcto. Y si el primero hubiese sido en la boca, tampoco sangraría de inmediato. La sangre saldría por la nuca, llenando la pared, y él se iría de espaldas. Digo que es alguien que lo pensó mucho, porque necesitaba que sangrase. Un profesional se hubiera preocupado de que no gritase, dándole de inmediato en la frente. Además, no hubiera estado sentado frente a él, charlando.

-Eso es cierto. Necesitaba que sangrase. ¿Sí?

-Sí. Le disparó al cuello, que no es mortal en el acto, y además suelta sangre a raudales. Y tampoco le impulsó hacia atrás, al no ser una zona dura, de resistencia al impacto. Llenó de sangre la mesa, y algo cayó sobre la foto. En vez de poner una flecha, señalando el fulano.

-Con lo que demuestra que ya estaba aquí, cuando murió Jiménez – agregó Isaac-. Soy bastante torpe, ¿verdad?

-No, únicamente no tienes aún mucha experiencia. ¿Es tu primer cadáver a balazos?

-Sí. Los otros dos fueron a cuchilladas.

-Nos dejó las fotos, para que investiguemos a los que aparecen en ellas. Un profesional no colaboraría con nosotros.

-Eso es bien cierto.

Un detective tomó lo que había encima de la mesa, después de que le sacaron fotos y buscaron huellas, y lo metió en un sobre de plástico. Una vez dentro, fue extrayendo, con unas pinzas, las fotos. Solano y Fuentes miraron cada una, y el más veterano dijo:

-Un tipo que andaba con varias.

-Eso complica el caso, ¿no? – Preguntó Isaac-. Si ellas son varias, también varios los esposos.

-Efectivamente – aceptó Armando-. ¿Y quién crees que podía desear la muerte de Jiménez: ellos o ellas? ¿Las mujeres involucradas o sus esposos?

-¿Y por qué no el tipo tan fotografiado?

-No creo que nos dejase las fotos.

-Eso es cierto. Debo pensar más, y no sacar conclusiones aceleradas. ¿Y el sobre con una “S”? Será de quien recibiría el informe.

-Eso parece, aunque yo diría que lo pusieron ahí, como lo demás. En la foto del rostro, hay gotas de sangre encima. En los demás, la sangre está debajo.

-Lo sembraron. Nos dejan pistas.

-Hay ceniza sobre el escritorio – dijo uno de los policías que obtenían huellas, pruebas o rastros de algo.

-¿De cigarrillo?  - preguntó Isaac.

-No hay ceniceros – advirtió Solano-. Creo que él no fumaba. Ni colillas en el suelo.

-Ni un bote de basura. ¿Fumaría el asesino?

Armando se puso a mirar al techo. Su jefe hizo lo mismo. No entendía qué podría haber allí. Tal vez la ceniza cayó de allí.

-Quemó algo. Quizá una fotografía. Pero es poca ceniza. No entiendo nada. No la metería, en llamas, a su bolso.

-¿Por qué un bolso?- inquirió Isaac.

-El contador dijo que no oyó ruido – recordó Armando-. También que quizá porque tenía la radio prendida.

-Que usaba auriculares – aclaró el detective que había apuntado lo dicho por Soriano.

-El asesino debió usar un silenciador – apuntó Isaac-. No podía arriesgarse a que alguien escuchase los disparos.

-Es lógico. Y no podía saber que el contador tendría prendida la radio – agregó Solano-. Usó un silenciador. Así que traería un bolso. Un portafolio.

-¿Y metió la foto, en llamas, al portafolio? – preguntó el jefe.

-No sé, pero es poca ceniza. Pienso que no fumaría, mientras disparaba.

-O quizá después, para los nervios.

-Que analicen la ceniza – propuso Solano-. Tal vez le dio dos chupadas a un cigarrillo. Que busquen más ceniza en el pasillo.

-¿Para qué? – Preguntó el detective-. Además, ya la habremos pisado.

-¿De qué nos puede servir eso? – consultó Isaac.

-No sé, pero hay que seguir todas las pistas. Sabríamos que fumaba. ¿Con guantes?

-Muy buena observación. Que analicen la ceniza.

Solano indicó a su compañero que salieran del despacho. Éste le siguió, y comenzaron a caminar por el pasillo.

-No tenemos mucho más que hacer ahí. Veremos si encuentran algo más, aunque imagino que no. Un tipo al que Jiménez estaba siguiendo, que anda con varias mujeres.

-Y que alguien relaciona con el caso.

-Es muy posible. El asesino quiere hacer nuestro trabajo.

-Quiere involucrarlo.

-Pero hay algo extraño.

-No imagino qué – expuso Isaac.

-Que el asesino llevaba una pistola de grueso calibre, y Jiménez no lo advirtió. Le conocía y no temía nada.

-O la ocultó muy bien – opinó Fuentes-. La trajo en el supuesto portafolio. No podía llevarla en el tobillo, porque, al intentar sacarla, el detective se hubiese incorporado a ver lo que hacía. Se hace imprescindible un bolso.

-Efectivamente. Ya veo que usas la lógica. Es cuestión de tiempo, y de varios casos. Imagina que la portaba en la axila, como tú y yo.

-Usaría una chaqueta especial, porque en una normal se notaría. ¿Será un policía?

-O una mujer. Ellas usan bolsos. Y si vas a pagar, tú llevarías la mano a un bolsillo, pero ella la metería en el bolso.

-¡Caramba! –Exclamó Isaac-. No se me había ocurrido. Que una mujer lleve un bolso no levanta sospechas.

-¿Qué tal si la foto es del esposo de la asesina? ¿Demasiado obvio?

-Demasiado fácil.

-En la central buscarán los datos del dueño de esa cara.

En la calle, apenas caminaron unos pasos, Isaac agarró a Solano del brazo, y le obligó a detenerse. Algo había llegado a su mente, y lo expuso:

-¿Un homosexual?  Yo no lo descartaría. Llevan grandes bolsos, colgando del hombro.

-Suena interesante. Pero, hay portafolios en los que es muy fácil ocultar un arma de grueso calibre. Y por los agujeros es similar a una 38. Además, un portafolio lo usa cualquiera, sea hombre o mujer. Si le pagó una buena suma, la llevaría en un portafolio y no en una billetera. Eso no levantaría sospechas, porque lo utilizas al ir a un banco. Y en el portafolio podía esconder unos guantes. Aunque, para abrir una puerta, basta con un pañuelo de bolsillo –especificó Solano.

-Es cierto. Así que portafolio, para meter la foto que quemó, la pistola con el silenciador y llevar unos guantes. ¿Crees que sea hombre o mujer? 

-Pues… necesito saber la distancia a la que se efectuó el disparo.

-¿Para qué?

-Para calcular el largo del brazo, considerando que les separaba el escritorio. No significa que todos los hombres sean más altos que las mujeres, pero podremos deducir su estatura, y compararla con los sospechosos. Claro que si hay algún sospechoso.

-El largo del brazo…. – Fuentes se quedó perplejo-. ¿Por qué no estudié eso?

-Y ver si hay pólvora en el escritorio, o en el suelo, lo que nos daría la ubicación de la pistola, y, por tanto, del que la disparó.

-Vaya, vaya. Tomaré nota de eso.

-No tengo nada claro lo de la ceniza. ¿Fumar con guantes? ¿Quemar, a medias, una foto? ¿Con qué la apagó? ¿Con los guantes?

Solano caminó, moviendo la cabeza a los lados.

*      *      *      *      *      *      *      *      *      *       *      *      *      *      *      *      *      *      *   

Era muy temprano en la mañana del miércoles, y alrededor de la mesa de la sala de juntas de la comisaría, se encontraban los detectives a cargo del caso. Eran tres, Fuentes, Solano y Alejandro Macías. Este último les ayudaba a recabar información. Y ante ellos, muchos papeles, de entre los que destacaban: unas copias de las fotografías, no las originales con los reversos manchados de sangre; y el sobre verdadero, éste con auténticas gotas del líquido de la vida.

-No me equivoqué –decía Solano-, y únicamente había un expediente en los archivos de Jiménez. Es de un tal Suárez, que supongo que en nada se relacionará con este caso. Lo curioso es hay cinco fotos de ese tipo, de distintos días, y con cuatro mujeres. El fulano andaba con varias a la vez.

-Eso se repite, pues nos dejaron también un buen retrato del sujeto. No hay duda de que alguien nos está informando que es el asesino – dijo Fuentes-. Pero resulta que nos lo dice quien mató a Jiménez.

-O no nos quiere decir eso – opinó Solano-, aunque sí que debemos investigarlo.

-Dijiste que Jiménez no solía guardar ninguno de sus casos – le recordó Isaac-. Según eso, las fotos se las dio el detective a su asesino. No es lógico que éste las llevase.

-Yo diría que una sí. Ésta no concuerda en el tiempo.

Solano puso el dedo sobre aquélla que el homicida sacó del sobre con la “S”. Como dijo el detective, era de una investigación anterior; pero del mismo sujeto. Le venía bien, para incrementar las pruebas.

-Podría ser-  reconoció el jefe, además de admitir que solía estar un paso detrás de su ayudante-. ¿Y sabemos, pues, de quién se trata?

Durante toda la noche, un detective había estado comparando la fotografía con las que la computadora tenía archivadas. Eran, la mayoría, del Departamento de Vehículos y Tránsito, es decir de los que tenían licencia para conducir.

-Se llama: Julián Valmaseda, y parece que a Jiménez le contrató un esposo, aunque no pone el nombre de él - amplió Macías-. Es una simple hoja, en la que aparece el nombre del investigado y el domicilio, así como “esposo”.

-¿Pone esposo, pero no nombre? – preguntó Isaac.

-Exactamente. “Esposo”, un poco más abajo, sin el nombre.

-El nombre lo tendremos que averiguar – dijo Solano.

-¿Y las fotos? – Le recordó Fuentes-. Son todas de él, pero con distintas mujeres.

Solano asintió con la cabeza. Sus dos compañeros sabían que eso indicaba que no estaba conforme, y pronto les diría la razón. No tardó.

-Lo más curioso del caso es que hay únicamente fotos- expresó Solano-. No anotaba nada. Lo único escrito, como ya he dicho, es el nombre del investigado, su dirección, y la palabra “esposo”, sin que le siga un nombre. En el de Suárez también pone “marido”. Por eso, deducimos que la palabra indica quién promueve la vigilancia.

-¿No puede ser el vigilado? – propuso Isaac.

-No lo creo, ya que en el Suárez nos da el nombre y datos del hombre de las fotos, y también en el de Valmaseda. No escribiría información de quien paga, porque él debe ser incógnito. Yo no pondría “marido” para referirme al investigado, sino “casado” o “soltero”, si es que me parece relevante.

-Jiménez era un fanático de las imágenes – observó Macías, quien también conoció al detective-. Según él, valían más que mil palabras. Además, no le gustaba escribir.

-Esposo. Eso es curioso. Parece ser que a la señora Suárez la fotografió únicamente en una ocasión - explicó Solano-, porque está con la misma ropa.

-Y un solo tipo – apuntó Isaac.

-Pero a Julián le sacó buen número de ellas, distintos días y con varias mujeres. El que pagó necesitaba muchas pruebas.

-Como que andaba con cuatro mujeres distintas – agregó Macías.

Los tres hombres volvieron a analizar las fotografías. Eran copias de las originales, puesto que éstas estaban en un sobre, en el almacén de evidencias. Las copiaron repetidas veces, para que los detectives trabajasen. Y los técnicos buscaron huellas en las impresiones. Solamente hallaron las del investigador privado.

-En cuanto a las fotos… - Solano señaló el expediente Mendibil, con su índice derecho- no son del mismo tiempo.

-Las tomaría en distintos días, porque iba con diferentes mujeres – sugirió Isaac, apuntando al expediente-. Valmaseda se cortó el cabello entre fotos.  Eso nos sugiere algo de tiempo. Le vigiló por… ¿cuánto?

-Mucho, porque ésta es más antigua.

Solano insistió, señalando la foto del sobre “S”. Julián se veía diferente, más joven.  

-Eso es muy extraño. Nadie le pagaría para que le siguiera durante… ¿meses? – se preguntó Armando.

-Yo diría que sólo pasaron unas semanas – le corrigió Macías.

-No en ésta – insistió Solano-. Pienso que a este fulano lo investigó en dos ocasiones, con cierto tiempo de distancia. Años.

-Correcto-. Fuentes aplaudió sin ruido-. Eso podría explicar la mutación del rostro del investigado.

-El hombre no ha engordado, o adelgazado en unas fotos, dependiendo de cuál sea más antigua, pero se cortó el pelo. El cabello es la única diferencia en estas cuatro. Pero la quinta es claramente de otra época. Yo diría que… - miró a su jefe, convertido en discípulo- el asesino nos da pistas. ¿Cuál de las cuatro mujeres es la actual?

-El laboratorio nos dirá la antigüedad de las fotos – dijo Macías-. Pero creo que andaba con tres a la vez, y con una, tiempo atrás.

-De todas formas, están intentando localizar, en los archivos, a las cuatro – anunció Solano-. Estará en chino, ya que no contamos con un sistema que, por los rostros, identifique a las personas. Y no tenemos huellas.

-Y si las tuviésemos, daría lo mismo, porque el sistema no es confiable a un cien por ciento – agregó Macías.

-Estamos bien – reconoció Isaac-. Así que nos vamos por lo que tenemos, y son los datos de Jiménez.

-Por el momento, no hay más – admitió Solano.

-Perfecto – reconoció Isaac-. Pudo haberle investigado por otra razón, pero Jiménez se dedicaba “casi” exclusivamente a los cuernos.

-¿A dónde nos lleva eso?- preguntó Macías.

-Mi jefe te responderá – respondió Solano, señalando a Isaac.

Éste sonrió, y balanceó la cabeza hacia los lados. Cada vez que Solano le llamaba “jefe”, sentía ganas de ir con su superior, para decirle que era un imbécil. Pero su pareja le recomendó no enojar al capitán, y dejar las cosas como estaban.

-Que plantaron las fotos, y quizá ese papel con los datos. No es seguro que el detective anduviese en este caso. Pudo ser que recibió a su cliente, por otro asunto; éste lo mató y plantó el expediente.

-En eso difiero – dijo Solano-, porque la sangre cayó sobre esa fotografía. Ya la había plantado, si es que de eso se trata, antes de matarlo. Jiménez se hubiese percatado. 

-Es cierto, pero únicamente esta foto, no lo demás. Eso vino más tarde.

-¡Vaya!  – Solano se quedó perplejo-. Ésa no me la esperaba.

-Sabremos pronto la edad de las fotos – intervino Macías-. Lo que no tiene sentido es por qué resaltar la foto del rostro, si él está en las otras.

-Porque ésta nos da un rostro nítido y actual. Las otras fueron tomadas con teleobjetivo, y destacan más los edificios que él – explicó Isaac.

-¡Caramba! Eso tampoco me lo esperaba. Te juro que no lo había deducido.

Solano se acercó a las fotos, y las observó detenidamente. Fuentes tenía razón, y en las otras no se apreciaba el rostro con tanta nitidez. Teniendo la ampliación, se encontraba el parecido en todas ellas, pero la del rostro servía de referencia.

-Correcto – opinó-. Me parece que ya no hay duda de que alguien quiere llevarnos al tal Valmaseda. Y yo diría que esta foto estaba sobre el escritorio esperando a que le cayese sangre encima. Luego colocó lo demás.

-Opino lo mismo. Una forma macabra de señalar a alguien.

-Tal vez mucho odio – apuntó Macías.

-Casi seguro que va por ahí – aceptó Solano.

-Ahora veamos la ceniza – propuso Fuentes-. Es de una tela.

Isaac leía el informe del laboratorio. Según los expertos, procedía de un paño. Especificaron que casi seguro que se trataba de un trapo de cocina.

-Una mujer  - dijo Macías.

-Del silenciador – puntualizó Solano-. Razón de más para que no sea un profesional. Amarró un trapo al cañón.

-Eso sí lo sé. Lo estudiamos en la academia – expuso el jefe-. La tela ardió, y el asesino la apagó. ¿Llevaba los guantes, previendo eso?

-Es posible. Pero no hay ceniza en la manija de la puerta. Aunque pudo apagar el fuego con la izquierda, y abrir con la derecha. O al revés. No sabemos con qué mano disparó. Eso nos lleva a…

No continuó, porque algo le interrumpió. Un policía abrió la puerta, asomó la cabeza y dijo:

-Te llaman por teléfono, Solano.

-Veamos si han encontrado a Valmaseda, y obtenemos algo de él.

Armando abandonó la sala. No se entretuvo mucho, y regresó pálido. Se sentó, y sus dos compañeros lo dejaron reposar, ya que parecía que lo necesitaba. No intentaron indagar el motivo de la desazón. Él lo diría, sin que le presionasen. Tras unos segundos, explicó:

-Parece que hemos encontrado a nuestro hombre.

-¿Lo traen, para interrogarle? – preguntó Fuentes.

-Lo traen, pero será difícil interrogarle.

-¿Muerto? – imaginó Macías.

-Muerto, y de tres balazos. No creo ser un genio; pero apuesto que de la misma arma.

-¿Entonces? – Macías demostró su asombro-. ¿Para que nos lo señalaron?

-Evidentemente, para llevarnos a otra persona – dedujo Isaac.

-Exacto- aceptó Solano-. Nos quieren conducir a alguien, y no precisamente al muerto. Éste sería el camino para dar con otro, con el que guarda relación. Y, quien sea, demuestra inteligencia.

-¿Por qué el asesino nos señala a alguien, que luego mata? – Se preguntó el jefe-. ¿O no lo mató el mismo? Liquida a alguien para echarle la culpa a quien elimine a Julián. Me parece un acertijo.

-Tal vez nos advertía que mataría a Julián. Y las fotos pueden ser para que sepamos la razón. Eso sí tendría sentido.

-Un hedonista – definió Fuentes.

-¿Y qué carajo es eso? – preguntó Macías.

Solano también se interesó en la respuesta del jefe. Los dos veteranos conocían a muchos locos, pero a ninguno que respondiese por ese nombre.

-Hedonista es el asesino que mata por placer. Pero también se suele denominar, así, al que desafía la autoridad; el criminal que se cree más listo que la policía. Por eso, nos deja pistas.

-Un puto orate – concretó Solano.

-¿Vamos a ver el cadáver? – Propuso Fuentes-. Quizá nos revele algo.

-Es probable – dijo Solano-, aunque me temo que no. Me huele que las pistas; las no plantadas por ese demente; están en el despacho de Jiménez, aunque no las veamos. Antes… - señaló a Macías-, ¿qué hemos obtenido de los números de su teléfono portátil?

-Unos apellidos, y unos números imposibles de rastrear. Cualquiera puede conseguir un portátil sin registrar. Han contestado algunos, y les investigan, pero me parece que ninguno de ellos será quien buscamos.

-Eso es seguro. Si el número del homicida está en el portátil, el aparato dormirá en el fondo del río. Bien, conozcamos a Valmaseda, aunque nada nos pueda decir.

-¿Qué hago? – preguntó Macías.

El asistente se había detenido en el umbral de la puerta. Él era detective de escritorio, de datos de computadora, de archivo y de llamada telefónica. Los otros dos pateaban  la calle, ya que odiaban estar encerrados.

-Localizar a su esposa. Tienes el domicilio. Y de las otras mujeres, veremos si los expertos las encuentran en las bases de datos, aunque deban buscar una a una.

-Unas cien mil horas – presagió Solano.

-¿Dónde hallaron a Valmaseda?- le preguntó el jefe a Solano, pues él era quien recibió la información del deceso.

-En un lote baldío, en las afueras, cerca del motel Rosario. Muy temprano. Parece ser que pasó la noche a la intemperie.

-Así que lo asesinaron anoche, como a Jiménez.

-¿No será ése uno de los moteles que frecuentaba? – Se preguntó Solano-. En algunas fotos se ven letreros o entradas.

-Pon a un hombre a que analice cada foto. Y alguien que vaya al hotel a…

-Ya están interrogando al encargado – le dijo Solano-. Veremos si era cliente asiduo. Hay algo muy extraño. Le pegaron una paliza, y luego le metieron dos tiros. ¿Para qué la paliza, si pensaban matarlo?

-¿Un escarmiento en vida?- preguntó Isaac-. Con los balazos sufriría menos.

-Podría ser. ¿Hedonista?