CAPÍTULO V
Emilio debió haber hecho lo más sensato: desaparecer el teléfono portátil especial, el que compró para utilizarlo únicamente con Jiménez. Una vez que decidió, tras recibir el informe de éste, que ya no requeriría sus servicios, lo pudo tirar al río. Pero no lo hizo, por lo que lo usó cuando volvió a contactar al investigador, para conocer más detalles. Si se hubiese desecho del primero, luego hubiese comprado otro o ido a una caseta. Él tenía el número del investigador, de manera que lo localizaría si lo necesitaba. Y Jiménez respondía a quien llamaba, porque siempre esperaba nuevos clientes.
No podía explicar la razón por la que lo guardó en el cajón de su escritorio, si determinó que le urgía romper toda relación con el detective, y le gustaría poder borrar que solicitó sus servicios, y blanquear la memoria del hombre.
Pero tuvo la inmensa suerte de que el artefacto sonó cuando él estaba fuera de su despacho, por lo que no lo escuchó. Posiblemente hubiera tomado la llamada, suponiendo que el detective tenía algo que decirle. Esperaba una amplia investigación del tipo que andaba con Belinda. No tenía prisa, porque ahora quería detalles, no morbosos, pero sí sobre quién era y a qué se dedicaba. Tal vez se los arrojase a ella, a la cara, al exigirle una explicación.
En otra parte de la ciudad, alguien desechó otro teléfono móvil a un contenedor de basura, ubicado en un obscuro callejón. Si supuso que así desaparecería, en un vertedero de las afueras, se equivocó, puesto que había gente revolviendo los recipientes, antes de que el ayuntamiento hiciese la recolección. Un mendigo encontró el aparato, y lo primero que se le ocurrió fue venderlo. Dudaba que alguien le llamara a aquel número, y tampoco le encontraba utilidad, al no tener con quién comunicarse.
Al indigente, apenas le dieron unos centavos. El artefacto se quedó en una tienda de objetos usados, la mayoría robados. Allí sonó, cuando la policía marcó el número. Pero el dueño de la tienda no tenía ninguna gana de responder, para charlar con el legítimo propietario. Éste debería cancelar el número, y ponérselo a un nuevo aparato. El de la tienda lo vendería, sin número. Debió haberlo apagado; pero se le olvidó. Ahora estaba en una estantería, entre otros similares, y debería sonar otra vez, para que el vendedor lo localizase y lo silenciase.
-Hay tres números activos que no contestan – informó el detective encargado de esta parte de la pesquisa-. De entre los que él llamó, y los que se comunicaron con él, algunos han respondido, y otros están ya cancelados. Los que nos han contestado son amigos o conocidos.
-¿Y clientes? ¿No hay ninguno?
-Quizá esos tres. Jenny, Mendibil y Suárez. Jiménez los metió en su lista de contactos.
-Obviamente, Suárez no responde – manifestó Fuentes-. De alguna manera, se habrá enterado. Le llamaría, y a no contestar, se olió algo. ¿Quiénes serán los otros?
-Ni idea. Lo extraño es que él no ha llamado a dos de ellos: Jenny y Suárez – explicó el agente-. Están registrados los números, y ha recibido llamadas de cada uno. Con Mendibil sí se ha comunicado.
-No hallarás nada por ese lado – opinó Solano-. Si no se queda con documentos, también borrará los contactos, una vez terminado el caso. Y ellos, seguro que han arrojado al río sus aparatos.
-Insistiré varias veces, a distintas horas, a ver qué consigo.
El detective tuvo suerte y Emilio también. La del segundo se debió a que la llamada se produjo, nuevamente, cuando él no se encontraba en su despacho; y el detective: porque a las nueve de la noche, alguien, en la tienda, contestó.
-Hola, ¿Enrique? – preguntó el policía.
-No, no soy Enrique.
La voz era de un anciano. Lo de Enrique era el ardid para no decir: “¿quién está ahí?” Y en principio, daba resultado.
-Oiga, es sobre el premio. ¿No eres Enrique?
-¿Qué premio? – el anciano sonó interesado.
-El de los 500 dólares. No importa que no esté Enrique, ya que tú puedes responder a la pregunta.
-Bueno. ¿Es una pregunta difícil?
-Claro que no. Primero dime cómo te llamas, y si estás en tu casa.
Se hizo el silencio. El detective imaginó que el hombre cortaría la comunicación. Pero el anciano volvió a hablar, para satisfacción del policía.
-Me llamo Aurelio Martínez, y estoy en el trabajo. Soy velador.
-Si aciertas la pregunta, ¿a dónde te envío los 500 dólares?
-Estoy en la Calle Colibrí número 45, en la tienda de objetos usados. ¿Cuál es la pregunta?
-¿Cuál es la capital de Estados Unidos?
De nuevo se hizo el silencio, pero ya de nada serviría si el vigilante cortaba la comunicación, pues el detective había pasado la información a un compañero, y una patrulla estaría en camino, en unos segundos.
-Nueva York – respondió el anciano.
-¡Exacto! – Gritó el detective, muerto de risa-. Te has ganado 500 dólares. Y en un momento, un empleado te los llevará a tu trabajo. Ten a mano, Aurelio Martínez, una identificación, para recibir el dinero. Y también te dará un bolígrafo del concurso.
El policía miró a su derecha. En un escritorio estaba un compañero, quien no dejaba de carcajearse. El que hablaba le guiñó un ojo.
-¿Quién es?
-Jenny. Bueno, un vejete de una tienda de objetos usados.
-¿Por qué vendería el aparato? Yo lo hubiese convertido en trocitos.
* * * * * * * * * * * * * * * * * * *
La tarde del miércoles, el día siguiente del de la defunción de Jiménez, en la sala de juntas de la comisaría de policía, estaban nuevamente los tres detectives. Tras haber encontrado el teléfono portátil, y comprobar que las huellas eran de tres personas: el mendigo, el dueño de la tienda y el velador, certificaron que el asesino usó guantes. Al indigente lo localizaron en seguida, porque el propietario del comercio dijo que a él se lo compró, y sabía por dónde debía andar.
-El caso es que ella le llamó – Solano se refería a Jenny-, una sola vez, la mañana del martes.
-Para concertar la cita para la tarde. Y en el aparato hay únicamente esa llamada.
-Lo compró para ese uso exclusivo. No quiso dejar el número de su casa – observó Fuentes.
-Jenny. Hay que considerar que los guantes nos llevan a una mujer – dijo Macías-. Y todo lo demás – ojeó sus apuntes.
-No forzosamente – objetó Solano-; porque pudo ponerse los guantes luego, para abrir la puerta. O no usó guantes, sino un pañuelo. Y yo me llamo Macaria, para un detective.
Los otros dos sonrieron. Efectivamente, el cliente pudo dar el nombre que se le antojó. Si hubiese dicho “Titanic”, ¿sería hombre o mujer? Quizá Jenny era una compañera del trabajo.
-No tenemos el arma, y casi seguro que jamás la hallaremos. Así que nada de huellas – dijo Isaac.
-¿Apagaría el silenciador de tela con un pañuelo? ¿Estaría seguro de que no puso los dedos en ninguna parte? ¿No abriría el archivero? ¿No tocaría las fotos? ¿Se arriesgaría a tener un error? ¿O es de este departamento, y sabe que no tenemos un buen sistema de comparación de huellas dactilares?
Solano asintió, con la cabeza, a las deducciones del jefe. Macías también lo hacía, observando a ambos hombres. Reconocía que pensaban.
-Si no tocaba nada, Jiménez sospecharía – añadió Isaac.
-De acuerdo. Lo mató después de recibir las pruebas de manos de Jiménez, porque puso la foto sobre el escritorio, para que cayese la sangre sobre él. Usaba guantes, ya que sabía que debería extraer las evidencias. O si él las plantó, al menos sacarlas de su portafolio. Evitaría dejar huellas en los fotografías.
Armando entendió que el jefe tenía razón. Isaac no dijo nada más, al adelantar que Solano cambiaría la versión. Y así lo hizo:
-Pensemos en esta circunstancia. Alguien se presenta con Jiménez, para contratar un servicio. Lleva guantes, lo que sería normal si hiciera frío o… si tiene un problema en las manos. El hombre le dice a Jiménez que tiene alguna enfermedad, una infección, por ejemplo, y le da la mano con los guantes puestos. ¿Cómo suena? Y digo hombre, mientras que no haya nada que me indique que fue mujer.
-Jiménez no sólo no desconfiaría, sino que agradecería que el tipo no lo contagiase- observó Macías.
-Cuando regresa – continuó Solano-, a recoger el informe y pagar, vuelve a presentarse con guantes, y el detective lo ve como lo más normal.
-Pudiera ser - aceptó Isaac-. En el caso de una mujer, unos guantes delgados son signo de elegancia, y no necesitan explicación. Así que no sabemos si fue mujer u hombre. ¿Y la longitud de su brazo?
-La pólvora en el suelo, nos da un aproximado de desde dónde disparó. Se llevaría pólvora en la ropa.
-¿Y cómo crees que podamos conseguir la ropa?- preguntó Solano.
-Si le detenemos, podremos analizar la ropa. De estatura media – leyó Macías-, lo que nos deja igual que antes.
-No tanto, ya que también mató a Julián. Si hay dos muertos, se duplican los posibles testigos, y las pruebas – opinó Fuentes-. Más errores con dos que con uno.
-Misma arma, mismas balas, y un asesino de estatura media – explicó Solano-. Incluso a los dos les pegó tres tiros. ¿Su número de la suerte?
El detective señaló el informe de balística. Seis balas de calibre .357 SIG, disparadas por la misma arma. Muescas producidas por el cañón, iguales en todos los casos. Casi seguro que salieron de una pistola SIG-Sauer P226.
-No mucha gente tiene una – dijo Macías, experto en estadísticas.
-Muy metódico – continuó Armando-. Parece que, a Julián, le disparó estando ambos de pie. No sé cómo estaba erguido, si tenía los huesos molidos. Se hallaban en un lugar solitario, a un lado de la carretera. Se detuvieron, porque seguramente fueron en un auto, bajaron, y a Julián lo apalearon. Luego, el sospechoso disparó sobre él. Y no estaba tumbado. ¿Usaría el silenciador de trapo? No es relevante. Y no encontraremos ceniza entre el polvo del camino.
-Irían al motel, pero tuvieron alguna disputa – sugirió el jefe-. No entiendo para qué bajar del auto. ¿No podían discutir dentro?
-No, si el asesino ya proyectaba matarlo. Llevaba una pistola, y no sería para jugar en el motel – opinó Armando-. No podía matarlo dentro, y que nadie se enterase. El encargado lo vería al entrar, y sospecharía al salir solo.
-Lógico – aceptó Macías-. Le obligaría -a bajar, y le disparó.
-No – objetó Solano-. Es muy difícil controlar a alguien, si uno debe salir por un lado, y el otro por el opuesto. No le pegaría los tiros en el pecho, sino en la espalda.
-Eso es cierto – corroboró el jefe-. ¿Y si iban más de dos personas con él? La paliza no se la daría una mujer.
-¿A un motel? – Preguntó el detective con experiencia-. Tal vez planeaban un trío. Serían dos mujeres. ¿A no ser que…? Los golpes parecen de hombre, por la contundencia. Un trío de dos hombres y una mujer. ¡Joder, qué casos!
-¿Acarrearía el portafolio? ¿Dónde escondería el arma? – preguntó Macías.
-No usaría silenciador, en esta ocasión – propuso Isaac-. Podía llevarla en el bolsillo. No importaba el ruido, ya que pasan camiones por la carretera. Ya conocen las explosiones de esos motores Diesel.
Isaac movió la cabeza a los lados. Estuvo un momento cavilando, para manifestar:
-No llegaremos a nada, por el momento. Quien sea, mató a Julián después de acabar con Jiménez. No mucha diferencia, lo que indica que lo había planeado.
-Matar a Jiménez es lógico, si podía hablar. Le pidió investigar a este tipo, planeando matarlo seguidamente. Recibió las pruebas, y se deshizo del testigo.
-Y parece tener un cómplice.
-Quizá Julián esperaba, en la calle, a que la asesina matase a Jiménez. Estaba abajo, con el otro individuo – expuso Macías.
-Si estaba con ellos, no sabía que pensaban liquidarlo – rebatió Fuentes-. Quien mató a Jiménez, plantó la fotografía de Julián.
-Tal vez tenían otro plan, que resultó mal – argumentó Solano-. Se dirigían al motel, discutieron y… - se rascó la cabeza-. No veo nada claro por qué salieron del auto. Lo sacaron a punta de pistola.
-A hacer pis – propuso Macías-. Se bajaron a mear, y el asesino aprovechó. Bueno, antes, el otro tipo lo molió a golpes.
-Lo muelen a golpes, y lo matan de frente. ¿Hacía pis frente a su asesino? – Se preguntó Solano-. ¿No se haría pis al recibir los golpes?
-Para eso, debe haber también un hombre. Nosotros sí bajamos juntos – dijo Isaac-. Las mujeres van en parejas al excusado, pero no mean en el campo. Se aguantan.
-En fin, que sabemos que el asesino es el mismo – cortó Macías-. ¿Con qué seguimos?
-Ahora sobre la esposa – expuso Isaac-. La dirección del papel nos ha llevado con Mariana Hidalgo. Y la cosa se pone peor, ya que resulta que ella no contrató la investigación de Valmaseda; pues le cayó con las manos en la masa, hace cosa de un año. No necesitó detective. Y, por consecuencia, se divorció de él. Así que él ya no vivía en aquella dirección.
-Nos plantaron el papelito con esa información – dijo Solano-. ¿Qué más habrán fabricado?
-Que el papel no es original, porque la letra no es Jiménez – manifestó Macías-. Si lo fuera, debió sacarlo del expediente que el detective le dio a la esposa que contrató la investigación; que no es Mariana. Cotejamos el falso con el que estaba en el expediente de Suárez.
-¿Y hay diferencias entre ambos papeles? – preguntó el jefe.
-Puedes verlas tú mismo.
Macías puso las pruebas ante Fuentes. Era indudable que los estilos de letra no se parecían en nada, aunque contenían similares datos. Éstos eran básicos, los que Jiménez les proporcionaba a sus clientes, sobre los acompañantes de los investigados: nombre, dirección y poco más.
-Esto indica que, quien nos plantó el papel, tiene un expediente semejante. Rellenó los datos; pues sabía cuáles se requerían.
-Ya suponíamos que se trataba de un cliente de Jiménez- expresó Armando-. Tenía cita con él, para recoger unas fotos y el informe. Pero bien pudo plantar ese papel para incriminar a la esposa.
-¿Por qué incriminar a la esposa, si hacía un año que ya no vivía con ella? – Se preguntó Isaac-. El asesino debe saber eso, y que nosotros lo descubriríamos en seguida. No me parece lógico.
-Otra esposa. Alguien pidió esa investigación – apuntó Macías.
-Pero no está la dirección de ella, sino la de Mariana, que no acudió con Jiménez. ¿Cómo supo el asesino que vivió con Mariana? – preguntó Isaac.
-Mariana, aunque se haya divorciado hace un año, puede ser la asesina – apuntó Macías-. Quizá pensó que el tiempo no la haría sospechosa.
-¿Y escribe su dirección? Julián ya no vivía con ella – le recordó Solano-. Muy boba, para llevarnos a su casa.
La tormenta de ideas intentaba exponer el mayor número de posibilidades. Y de entre tanto, tal vez saliese un dato valioso. No tenían casi nada, por lo que con algo deberían comenzar.
-¿Con quién habrá estado este último año? Pudo haberse casado de nuevo - sugirió Isaac Fuentes.
-¿Y los anteriores? – Preguntó Macías-. ¿No habrá estado casado más de una vez? ¿Quién pagó por investigarlo? ¿La misteriosa Jenny? ¿Y si se trata de un hombre?
-Siempre terminamos en el punto de partida – dijo Armando-. Creo que tenemos trabajo por hacer.
-Y ver si identificamos a alguna de las cuatro mujeres – les recordó Isaac-. Y ella nos lleva a las otras.
Un detective entró en la sala. Se quedó ante la puerta, y dijo:
-Un hombre ha contestado al otro portátil.
-¡Por fin! – Exclamó Isaac-. ¿Quién es?
-No lo sabemos. Bueno, está a nombre de Mendibil. Preguntó si era Jiménez, y en cuanto yo hablé, colgó.
-¿Qué le dijiste?
-Que hablaba de parte de Jiménez. No podía imitar la voz del investigador, pues jamás le oí hablar.
-Ahora sí ha tirado el teléfono al río – dijo Solano-. Pero ya sabemos que hay un hombre que esperaba algo de Jiménez. ¿Mendibil? Yo confiaba que localizásemos antes a Suárez. ¿O tal vez “S”?
-Si tenía pendiente el expediente de Suárez, lo lógico es que él llamase – dijo Fuentes-. Si ya se ha enterado que está muerto, no irá a por sus fotos.
-Debemos localizarlo – le recordó Solano-. No tiene nada que ver en esto; pero, al menos, nos dirá algo. ¿Quién será Mendibil? ¿Otro que esperaba noticias?
-Pudiera ser. Me parece que… tenemos mucho trabajo que hacer. ¿Vas a ver lo de los divorcios? – le preguntó Fuentes a Macías.
-Yo voy a intentar hallar a la mujer con la que la esposa… - leyó el papel que tenía en la mano-. Bueno con la que lo encontró Mariana, quien sabemos que fue su esposa. Es posible que haya pasado este año con ella.
-Mariana no aporta mucha información – dijo Macías, leyendo la declaración de la mujer-. Los vio cuando entraban en el bar El Cotorro Azul. Irrumpió hecha una furia, y le armó el gran escándalo. Luego les golpeó a la mujer y a él.
-De armas tomar la tal Mariana – opinó Solano.
-Julián dijo que se trataba de una compañera de la oficina. Su esposa fue a la oficina, y allí no trabajaba ella. Volvió a montarle una gresca a Julián, y éste dijo que la había conocido en aquel mismo bar. Ella ya no quiso averiguar más, lo echó de casa, y pidió el divorcio.
-¿No aportó pruebas? Eso nos ayudaría – expresó Isaac.
-Necesitaremos leer el expediente del divorcio- dijo Macías-. Ella dice que no, que la mujer ya no apareció más. Y Julián no presentó pelea.
-Es que le sobran las mujeres – aseveró Isaac.
-Quizá sea imposible encontrarla. O después de aquello, tampoco ella quiso saber de Julián – consideró Armando-. Un momento… Desde que se divorció de Mariana, hasta ahora, ¿en dónde ha vivido?
-Buena pregunta – aceptó el jefe-. No lo sabemos. Y solamente nos enteraremos si dejamos que los reporteros aireen su muerte. Si se fue hace un año de casa de Mariana, y lo han hallado en un terreno baldío, no tenemos nada de nada.
-Entonces, llamaremos a la prensa- decretó Solano.
-Mejor mañana – opinó Isaac-, cuando ya sepamos si se casó antes o no.
Ya se preparaban para salir, cuando otro detective apareció con un papel en la mano. Sin esperar a que le preguntasen, leyó:
-En el motel Rosario conocen a Julián Valmaseda. Le recuerdan como cliente asiduo, pero ese día no estuvo allí. El empleado aseguró que se acordaría, porque llevaba mujeres que estaban muy bien. Y en las fotos hay dos moteles solamente. Los demás fondos son de calles de la ciudad.
-¿Y los moteles? – preguntó Isaac.
-El Palmeras y el Gardenias.
-Le gustaban las plantas – dijo Solano-. ¿Has enviado a alguien?
-Ya han salido hacia allí.
-Perfecto – aprobó el jefe-. Tenemos mucho que investigar; así que manos a la obra.
-¿Por dónde empezamos? – preguntó Alejandro Macías.
-Por todas partes – respondió Isaac.
-¿Por qué no amplias, un poco, el espacio?
* * * * * * * * * * * * * * * * * * *
Emilio escuchó que el teléfono portátil del cajón sonaba. Eso indicaba que Jiménez le tenía algo. No sabía que el detective había sido asesinado la noche anterior, y que, a esa hora, las cinco de la tarde, aún no se publicaba, en los periódicos, su defunción. El único; aparte de la policía; que sabía lo sucedido, era el contador que halló el cuerpo, y éste tenía orden de no decir nada. Mientras se silenciase; y ya que nadie se preocuparía por el difunto, en unos días; podían hacer sus pesquisas sin molestias.
Zaldibar contestó, por fin:
-Hola, Jiménez. ¿Me tiene algo?
Nadie le respondió. El detective, que debía usar algún truco para localizar a quien tenía el teléfono, no sabía qué decir. No le volvería a funcionar lo de un premio, y lo único que se le ocurrió fue…
-Llamo de parte del señor Jiménez.
Grave error, porque Emilio sabía que Jiménez trabajaba solo. También habían acordado que no le daría a nadie el número del portátil de Emilio. Por tanto, Jiménez no le habría dicho a aquel fulano que le llamase. Algo extraño pasaba, así que, para comenzar, cortaría la comunicación. El detective se quedó sin interlocutor.
Una vez que suspendió la conexión, el siguiente paso fue apagar el aparato, porque supuso que le volverían a llamar. Y lo siguiente…
-Me parece que algo extraño sucede. Jiménez no le encargaría a alguien que me llamase.
De eso estaba muy seguro. Pero no adivinaba qué le podía haber sucedido. Antes de nada, se desharía del aparato; pero no arrojándolo a un bote de basura, porque llevaría sus huellas, por mucho que lo limpiase. Y luego…
-¿Y qué tengo que temer? – se preguntó.
Se había puesto neurótico sin razón alguna. Que hubiese contratado a un detective privado, para que vigilase a su esposa, no era delito.
-¿Qué habrá ocurrido?
Eso sí le preocupaba. Si algo grave le había sucedido al detective, como que estuviera en el hospital, quizá encargó a alguien darles ese mensaje a sus clientes. No le parecía muy lógico, porque, en su caso, él le había dicho que no tenía prisa por saber sobre el tipo que andaba con Belinda. Si no decidía qué hacer, le daba igual conocer al fulano o no. Primero necesitaba tener un plan.
-¿Se habrá muerto?
Sin tener ningún motivo, juraría que quien le habló era un policía. Tenía el tono de seguridad que empleaban ellos. Y si era así, estaban llamando a los números registrados en el teléfono del detective. En el caso de que Jiménez les hubiese puesto nombre, él sería Mendibil. Eso no decía mucho, pero no podía confiarse.
A Emilio se le habían quitado las ganas de trabajar. Saldría a la calle, y compraría un periódico. Quizá habían asaltado al hombre. O se habría muerto de un ataque al corazón. Respiraba mal, y tenía sobrepeso. Por otra parte, su trabajo suponía comer mal y a deshoras, y pasar mucho tiempo inactivo, acechando. Si era ésta la razón de su defunción, la policía no llamaría a todos los números, a no ser que intentasen localizar a sus familiares.
Fue a un kiosco y compró un periódico. Buscó en todas partes, y no halló nada.
-¿Y si voy a su oficina?
No se acercaría al portal. Únicamente miraría desde enfrente. Quizá tuviera suerte, y Jiménez aparecería. Siendo así, ¿por qué le pidió a alguien que le llamase? No era nada congruente. Por tanto, subió a su auto y se dirigió a la oficina del detective.
No necesitó bajarse del auto para ver que en la calzada, ante la puerta, había una patrulla de policía. Por tanto, no se detuvo allí, sino que siguió hasta la siguiente calle, y estacionó su coche. Luego caminó por la acera, sin prisa, como cualquier paseante. A unos metros del portal del edificio de oficinas había una tienda de las llamadas misceláneas, que venden alimentos; pero sobre todo refrescos, cerveza, golosinas y cigarros. Entró, pidió unos chicles y unos caramelos. Y mientras le cobraban, preguntó:
-¿Por qué está ahí la policía?
La miscelánea la atendía un hombre de edad, medio sordo, a quien debió repetirle la pregunta. El hombre hizo una mueca graciosa, con lengua fuera, para indicar que no tenía mucha idea, y respondió:
-Ya estaban aquí por la mañana. Y dicen que anoche vino una ambulancia.
-Será que alguien se ha puesto enfermo.
-Me han dicho que robaron en el segundo piso.
-¿Y esperan que los ladrones regresen?
Eso era suficiente para Emilio. Si robaron, y llegó una ambulancia, y allí seguía la policía, había sucedido algo grave. Sería robo con violencia; quizá un cadáver. Y en el segundo piso estaba la oficina de Jiménez. Eran demasiadas coincidencias.
Zaldibar se alejó lentamente, y subió a su auto. Ya no regresaría a la oficina. Y como no tenía ganas de ir a su casa, se metería en un bar. Pensó en llamar a Marcela, pero le pareció poco conveniente. Debería ser a su casa, puesto que ella ya había salido del trabajo. Esperaba que la mujer se comunicara, para no parecer insistente. Si ella quería verlo, sabía que únicamente necesitaba enviarle un mail. Claro que eso también podía hacerlo él.
Buscó un bar en una zona iluminada. A Emilio no le gustaban los lugares sórdidos, porque allí lo único que uno puede encontrar son problemas. Ya había ido a un hotel poco elegante, con la servidora sexual, y ésa fue la mayor concesión que le hizo al anonimato. Por tanto, se dirigió a la avenida Papa Pío XII, donde había cientos de bares de alterne, de ligue y de golfas, al gusto de cada uno. El ayuntamiento no le puso el nombre del Papa a aquella calle de libertinaje, sino que el “vicio” llegó cuando ya estaba instalado El Santo Padre. De cualquier forma, la conocían como la Calle Pío; por lo que igual podía referirse al Sumo Pontífice como a Pío Baroja.
Entró en una cafetería que no estaba demasiado llena. Para llegar a ella, pasó ante algunos bares con poca gente, y la mayoría parejas. Pudo meterse en uno de ésos, porque no buscaba ligue; pero le parecieron muy aburridos, y quería uno que, al menos, contase con distracción visual. Por tanto, eligió el semi-lleno, con algunas mujeres sentadas en las mesas. Él prefirió la barra, y en un punto desde el que veía a quien entraba, para así no estar muy fijo en las mujeres que parecían esperar. Imaginó que eran de alquiler. No tenía ganas de ligar aquella noche. No se trataba, obviamente, de cicatería, ya que Emilio tenía dinero y sabía gastarlo con alegría, sino que se encontraba un tanto… apático. Quizá no era apatía, sino el nerviosismo lógico de saber que a alguien conocido le ha sucedido un percance muy grave. Y él podía asegurar que Jiménez había sufrido un ataque, quizá un robo, y que la ambulancia se debía a que salió mal parado.
El empresario pidió una cuba de ron jamaiquino, y revisó ocularmente el entorno. A su vez, cuatro mujeres, de a dos por mesa, le analizaban a él. Estaban valorando si el sesentón buscaba diversión, o solamente una copa. Emilio volvió a mirar hacia la puerta, simulando esperar a alguien. Si no pensaba ligar, ¿por qué no escogió uno de los bares sin mujeres? Era una buena pregunta, y quizá la contestase cuando terminase su trago y se fuera a otro sitio.
De las cuatro mujeres, a la vista, ninguna le gustaba. Eran muy ostentosas para su agrado. No vestían colores de guerra, por lo que su profesión se suponía más que ser notoria. Eran sus miradas de halcón lo que no le agradaba a Emilio. Por ello, se marcharía en cuanto consumiese la cuba. Pero sin mucha prisa, para que las hetairas no supusieran que lo habían ahuyentado. No quería pasar por timorato o pusilánime. No estaba en edad de eso.
-Parezco colegial - admitió.
Ya pensaba irse, cuando se abrió la puerta del bar, y entró otra mujer. Ésta llegaba sola, y su aspecto era de alguien que tenía una cita prefijada, no que fuese a ver qué caía. Era muy hermosa, y vestía con recato, aunque no como monja, ni siquiera como a su abuela le hubiera gustado. Mostraba sus largas piernas, desde unos dedos encima de la rodilla, pero no con una falda como las de las otras, que parecían cinturones anchos. Era morena de cabello, blanca de piel, y con unos ojos que parecía que leían mentes. Además, tenía una hermosa sonrisa, y unos dientes perfectos. Se sentó en una mesa alejada de las otras mujeres. O la conocían mucho, o nada, porque las cuatro la observaron largo rato, hasta que ella respondió, con porte insolente y airado, a sus miradas. Quizá era nueva en el negocio, aunque no lo parecía; pero despertó la curiosidad de las cuatro asistentes sexuales. Y también la de Emilio, quien llamó al camarero, para decirle, antes de que fuese a atender la mesa de la recién llegada:
-Yo pago lo que ella tome.
El camarero fue a donde la “nueva” y le transmitió lo que Emilio le había dicho. Ella sonrió al invitador, y le hizo un gesto, con la cabeza, indicando la silla que estaba frente a la que ella ocupaba.
-Veremos cuánto cobra – se dijo Emilio, yendo hacia la mujer.
Había cambiado de opinión radicalmente. La vez anterior, fue con la prostituta porque le rebosaban las ganas. En esta ocasión, lo haría, porque la mujer le había encantado, en los dos sentidos: de gustar y de hipnotizar.
-Hola- dijo Emilio, al sentarse ante la mujer.
-Hola. Me llamo Rosana.
-Yo: Emilio. Entré a tomar algo, sin esperar ver a alguien como tú.
-Yo, en cambio, entré porque te vi a ti.
Emilio se quedó perplejo. La mujer clavó en él sus hermosos ojos, y sostuvo la mirada por unos segundos. Luego, al notar que la desorientación del hombre no disminuía, soltó una carcajada, antes de manifestar:
-Es broma. No tenía ganas de estar en casa, y vine a tomar una copa.
-¡Ah! Me habías… no sé… Creo que hasta me asusté.
-¿Por haber entrado al verte? ¿Y por qué no? ¿No lo hubieras hecho tú?
-Yo sí, por supuesto. Pero no es lo mismo.
-Ya. Eres del tipo tímido. Seguro que… te irás temprano a casa.
Él comprendió que estaba muy desentrenado en el asunto del flirteo. Hacía mucho que no ligaba, si es que eso estaba haciendo. La conversación, y las miradas de la mujer, parecían indicar que ella no era de alquiler, aunque podía usar una técnica menos directa que las demás, para poner emoción al contrato.
-No, no tengo que ir temprano a casa. Sí estoy casado – aventuró-, pero es mi noche libre. ¿Y tú?
-No estoy casada, y también tengo libre esta noche. ¿A qué te dedicas… Emilio?
-Tengo un negocito que me da para vivir. ¿Y tú?
-Yo soy empleada. Trabajo en una dependencia de gobierno.
Emilio pensó que, ante lo dicho por ella, no debía aventurar precio ni ser demasiado directo al proponer un motel. No le parecía, por su indumentaria, que ella fuese burócrata; aunque, al no estar en horas de oficina, vestiría como quisiera. Por otra parte, le agradaría que ella no resultase de alquiler, aunque eso supusiese que aquella noche no habría refocilo.
-Perfecto – dijo él-. Ya que conocemos nombres y profesiones, además de estados civiles, ¿qué tal si hablamos de… gustos y aficiones?
-Soy adicta al Internet. Paso horas en la pantalla. ¿Y tú?
-No. Yo… No es un tópico, pero no tengo tiempo. Sí entro de vez en cuando, pero no soy un adicto – mintió, sin saber por qué. Eso fue antes, ya que ahora sí era devoto.
-¿Y qué sueles buscar en la red? ¿Sexo fácil? ¿Citas a ciegas?
Emilio tragó saliva. Tras lo dicho por ella, volvía a pensar que era una prostituta con una buena táctica para conseguir clientes. Intrigaba, y eso excitaba al interlocutor, por lo que luego éste no regatearía el precio. Seguro que era cara.
-No, realmente no. Yo soy del sistema antiguo.
-¿Cuál es ése?
A una seña de Emilio, el camarero había llegado para llevarle otra cuba, y ver si la mujer quería algo más. Estaba tomando un ruso negro. Ella asintió con la cabeza.
-Yo busco en bares o en… la calle. No confío en el Internet, porque prefiero ver antes de… Eso es el sistema antiguo.
-Palpar antes de comprar. Haces bien, porque en Internet todo el mundo miente.
Emilio estaba desconcertado por la manera en la que Rosana exponía lo que pensaba, incluso lo que debía pensar él. Acertaba, y leía su mente. Debía contraatacar o quedaría como un bobo. Por ello, preguntó:
-¿Y tú que sistema usas?
-También uno muy antiguo: vengo a un bar y espero a que me inviten.
La mujer sonrió, al percatarse de que había hecho mella en él. Su audacia turbaba a Zaldibar. Así que debía madurar lo que diría, porque ella respondía con rapidez y agudeza, con fuertes ganchos al orgullo del empresario, como lo de entrar en un bar y hallar un bobo que pagase su consumición.
-Te invité porque es mi costumbre – replicó, intentando recomponer su dolorida auto estima.
-Lo sé. Eres un caballero, y yo no soy una dama. Imagino que eso te desconcierta. ¿Solamente conoces damas, Emilio?
-No. No únicamente damas.
A la mente del hombre llegó su esposa. Ella no era una dama, sino una puta como las de las mesas cercanas. A éstas ya les habían caído en suerte dos clientes, y ambos grupos se los disputaban. Belinda no cobraría, o quizá lo haría en especie; pero definitivamente no era una dama.
-Eso me agrada- dijo ella-. Me gustaría conocer un caballero, pero sin tener que comportarme como lo que no soy. ¿Me entiendes?
-Eso intento. ¿Quieres decir que tú eres…? – Emilio miró a su derecha.
-¡No, por favor! – Rosana pareció, o simuló, asustarse-. No, nada que ver con ellas. No soy una dama, pero tampoco una… - sonrió-. Soy una mujer liberada, con gustos no muy convencionales; pero sin la mínima relación con la venta de mi cuerpo. Lo regalo, a quien me da la gana.
Emilio miró embobado, a la mujer. Ella manejaba la conversación, y él únicamente asentía con la cabeza. No era de alquiler, e insinuaba que ella estaba dispuesta a regalarse, y le había elegido destinatario de tal presente. Él no se lo creía, pero sonaba a música celestial.
-Te dije que soy adicta al Internet. Y de él obtengo ideas un poco insolentes, que la mayoría de la gente no comparte.
-¿Cómo cuáles?
-Como salir a buscar hombres que quieran experimentar nuevas sensaciones. ¿Eres tú uno de ellos, Emilio?
-No tengo la menor idea.
-¿Y quieres descubrirlo?
-¿No me dolerá?
-Solamente en el espíritu. ¿Te arriesgas?
Emilio sonrió. No esperaba nada aquella noche, y lo que había hallado superaba las posibles expectativas de un día en que hubiese salido de cacería. Ella era increíblemente hermosa, y se le estaba ofreciendo, si bien le advertía que lo que adviniese sería arriesgado. Escrutó el fondo de los hermosos ojos negros de la mujer, y luego, distraídamente, bajó la mirada hasta su busto, que destacaba sobre una blusa que le quedaba pequeña.
-Soy un poco cobarde – declaró Zaldibar, aumentando conscientemente su timidez-, pero creo que no debo perderme la experiencia que ofreces.
-No te arrepentirás.
Emilio pagó al camarero, y, como prueba de que el servicio fue muy bueno, le dio diez dólares de propina. Rosana sonrió al ver el billete. O era muy espléndido, o pretendía impresionarla.
-¿A dónde vamos? – preguntó él.
-Imagino que tienes coche.
-Sí. Lo tengo ahí enfrente. Es el gris.
-Buen auto. ¿Eres rico?
-Me pruebas, y lo compruebas.
La mujer sonrió. Los hombres con sentido de humor están predispuestos a gozar de buen sexo. Los adustos, circunspectos, nostálgicos o melancólicos suelen tener prisa para todo, incluso para pasarlo bien.
-Yo dejo aquí el mío – propuso ella-. Me traes de vuelta.
-¿Crees que estarás viva cuando regresemos?
-Deberías preocuparte por ti-. Rosana le dio un codazo-. Pero me agrada que estés tan motivado. Te advierto que, una vez que comencemos, no hay retorno.
-Me asustas-. Emilio le devolvió el codazo.
Con las indicaciones de Rosana, Emilio condujo sin saber a dónde se dirigían. Advirtió que dejaban atrás la ciudad. Conocía la zona, aunque no imaginaba qué podría haber por allí, que no hallasen en lugar más céntrico. Si se trataba de un hotel, debería ser nuevo, porque él solamente había visto moteles normales, de los que se encuentran en cualquier parte.
-¿Vamos al bosque? – preguntó.
-No. Mucho más interesante.
-Debe serlo. Quizá la playa.
La más cercana estaba a cuatrocientos sesenta kilómetros. Rosana no respondió, y simplemente señaló hacia una desviación. Se trataba de un camino oscuro como boca de lobo. Emilio se sintió intranquilo.
-¿Por ahí? -. Demostró asombro.
-Está muy cerca. No es malo el camino, aunque conduce con cuidado. Yo te indico dónde detenerte.
Emilio obedeció. Al de cosa de medio kilómetro, dentro de una oscuridad absoluta, la mujer le avisó que habían llegado. Él paró el vehículo, y miró a su alrededor. Parecía que estaban ante una granja. Y “le pareció”, porque solamente veía una casa grande, vieja, con aspecto de finca rústica.
-¿Y qué hay aquí?- preguntó Emilio-. ¿Vacas?
-No, ya no hay vacas. Hace años que no vive nadie. Mi abuelo suele venir, de vez en cuando.
-Así que es de tu familia.
Ella, como respuesta, metió una llave en la cerradura, y la puerta, grande y ruidosa, sujeta por herrajes oxidados, se abrió. La mujer movió su brazo a la derecha, y prendió una luz. Estaban en el vestíbulo de la vivienda principal de una granja, o el casco de una hacienda. Rosana avanzó decidida, a la vez que decía:
-Cierra. Antes se solía dejar todo el día abierto; pero los tiempos han cambiado.
Emilio así lo hizo, y, para atrancarla, pasó un gran pasador de hierro. Luego siguió a la mujer, quien caminó unos pasos, y atravesó otra puerta. Ésta no estaba cerrada con llave. La mujer buscó, a tientas, un interruptor en la pared, e iluminó la estancia ante ella, y… Emilio vio que era un establo, aunque, como ella advirtió, no había vacas. En cambio, estaba ocupado por un carrusel, de los que tienes tazas que giran sobre sí mismas, a la vez que dan vueltas como todo tiovivo. Y también caballitos; nombre genérico que se da, en las ferias, a las figuras de animales, ya que algunos eran cerditos o leones.
-¿Y esto?- preguntó Emilio.
-Es el juguete de mi abuelo. Cuando éramos niños, nos subía en él todo el día. Así pasábamos los fines de semana. Me hice adicta.
-Y a Internet.
-También. ¿Te gusta?
-Sí. Hace mucho tiempo que dejé de subirme a ellos.
-Hoy lo recordarás. Y en el futuro, evocarás este día.
-¿Será tan memorable?
-Me lo dices después.
Rosana subió al carrusel, y comenzó a quitarse la ropa, ante los atónitos ojos de Emilio. Éste suponía que lo que hicieran, sería sin atuendos; pero no quería adelantarse. La mujer fue arrojando prendas al interior de una taza giratoria. Cuando estuvo desnuda, dio media vuelta, y se expuso completa ante Emilio, exhibiendo con orgullo su espléndida anatomía. La turgencia de sus carnes no correspondía a su edad, sino a alguien de unos diez años menos.
-Pensé que sabías a qué veníamos – dijo ella.
-Yo quise imaginar algo sexual; pero ya no estoy muy seguro. ¿De qué se trata?
-Primero: de quitarse la ropa.
Emilio arrugó el ceño, pero comenzó a desvestirse. Fue subiendo al carrusel, y arrojando sus ropas a la misma taza en la que estaban las de la mujer. Cuando estuvieron ambos en cueros, frente a frente, él la interrogó con la mirada.
-Elije una taza- dijo ella-. Con excepción de la que hace de armario.
Él entró en la que estaba junto al guardarropa. Rosana fue al centro del tiovivo, la parte que no se mueve, donde se hallan los controles, y manipuló una rueda con aspecto de cronómetro. Eso era, pues ella lo explicó:
-Cinco minutos serán suficientes. ¿O mejor… tres, para comenzar?
-Yo no soy experto en carruseles. .
-Tres minutos - decidió ella-. Oye, ambos confiamos en que no estamos enfermos. No me preocupa el embarazo, pero sí contraer algo.
-No había pensado en eso. Creo que estoy sano.
-Yo también. Así que prescindimos del condón.
Emilio no había pensado en eso, cuando aceptó ir con ella. Lo consideraría en adelante, y llevaría preservativos consigo. La prostituta acarreaba su dotación, en previsión de clientes olvidadizos o descuidados. Se sentó en una de las tazas, y comprobó que no había barra de seguridad que se pusiera ante él, para evitar salirse con la velocidad. Por tanto, se agarró a la varilla que había a su espalda. No le gustó la falta de protección, pero había decidido no demostrar miedo.
Rosana entró en la taza, a la vez que el carrusel comenzaba a moverse. La mujer se puso a bailar ante Emilio, mostrando su exquisita desnudez. El hombre pensó que su virilidad le había abandonado, debido al miedo, y al notar, en su trasero, el frío del asiento. Ante la visión de la carne, sintió que eso no era óbice para obtener una buena erección. La mujer también lo percibió. Ella fue a su lado. Se sentó junto a él, y se sujetó con una mano a las agarraderas del borde superior de la taza. Luego se inclinó, y llevó la boca al miembro de él. Emilio imaginó que ella no podría mantener tal postura por mucho tiempo, ya que las tazas comenzaban a adquirir velocidad, y se movían sobre su eje, además de que lo hacían sobre un plano inclinado, y a la vez, como tercera rotación, siguiendo al tiovivo. Pero Rosana, aferrada con una mano a una manija, se dedicó a darle una felación de calentamiento. Emilio apreció que el vértigo aumentaba, y cerró los ojos. Nunca antes había dejado de contemplar la lindura de una mujer, pero advertía que se mareaba.
Al de pocos segundos, Emilio asía la barra con ambas manos, teniendo tensos los músculos de brazos y piernas. Por una parte, el mareo relajaba su libido, y Rosana, por otra, lo excitaba. Él no sabía si iba o venía, si le agradaba la felación o quería vomitar. De pronto, cuando había transcurrido apenas un minuto, que pareció dos horas, Rosana se movió y sentó sobre él. La escudilla giraba, rotaba y casi volaba, y la mujer parecía no sentirlo. Se incrustó en él, y recostó el cuerpo, obligando a Emilio a pegar su espalda contra la fría pared de la taza. La fémina buscó de dónde sujetarse, por lo que dobló sus brazos hacia atrás, encontrando los asideros protectores.
Durante el siguiente minuto, de miles de segundos en la mente del hombre, ella permaneció quieta sobre él, moviendo únicamente los pies, que levantaba hacia delante. Emilio quería sujetarla de la cintura, pero debía soltar, al menos, una mano, y le daba pavor. Era la mujer la que aseguraba a ambos, con sus brazos estirados.
El empresario seguía sintiendo vahídos, aunque había soportado, de niño, carruseles y ruedas de la fortuna. Pero hacía ya tiempo, y estaba desacostumbrado. Ella, en cambio, levantaba las piernas, y se dejaba caer sobre él, o se movía para atrás, o se posicionaba, si el miembro de su pareja se salía.
Cuando Emilio se hallaba a punto de vomitar, notó que la velocidad del tiovivo disminuía. Entonces, Rosana se soltó de las agarraderas, y elevó los brazos, a la vez que comenzó a mover los sólidos glúteos, en un violento frotamiento contra el hombre. Éste sintió que su virilidad renacía. Se atrevió a soltar una mano, y pasó el brazo por la cintura de su pareja, para apretarla contra él. Según desaceleraba el carrusel, la mujer se apresuraba, y Emilio apreciaba que su libido despertaba, que el vómito desaparecía, y podía abrir los ojos. También percibió la tersura de la piel de ella, así como el olor de su cabello, que se separaba de su noca, para pegarse a la faz de él. Y, en ese momento, supo que el orgasmo le llegaría sin demora. Ella, por su parte, anunció el suyo, saltando sobre el cuerpo del aterrado, quien ya había liberado ambas manos, y la sujetaba por el talle. Llegaba el eretismo, y ambos estaban listos. Emilio pegó su barbilla contra la espalda de Rosana, quien llevó sus manos sobre las de él, y las apretó contra el vientre. Era el instante del no retorno, según la mujer. Y entonces, la taza se volvió loca, pues como colofón, dio varias vueltas vertiginosas sobre su eje.
Emilio no podía soltarse de la mujer, y ésta, que conocía el remate del carrusel, clavó los pies en el suelo, y no llevó las manos a las agarraderas de seguridad. Por tanto, los cuerpos de ambos entraron en el tornado de la taza, y solamente la fuerza centrífuga los mantuvo sujetos al asiento. El fluido de él brotó con fuerza, y ella empujó hacia atrás, tensando los músculos de sus piernas. Emilio lanzó un grito, que ella coreó con otro, e, inmersos en la vorágine del carrusel, recibieron el éxtasis.
No fueron muchas vueltas, pero sí de locura. El carrusel iba disminuyendo la velocidad, aunque la taza se hubiese vuelto loca. Ésta tardó un poco más, unos segundos en los que Emilio no soltó a la mujer, y le clavó el mentón en la espalda. Ella jadeaba, y sudaba, porque había soportado los dos cuerpos con la fuerza de sus piernas y brazos, tensando cada tendón y músculo, apresando a su pareja contra la jícara loca.
Cuando todo quedó estático, Emilio lanzó un soplido. Rosana le contestó con un hondo suspiro, y ambos contuvieron la respiración por segundos, omitiendo comentarios, y sintiendo cada uno el cuerpo del otro. Ella preguntó, por fin:
-¿Te ha gustado?
-Creo que eso lo tendré que responder cuando confirme que sigo vivo.
-Yo te aseguro que lo estás.
Rosana se puso en pie, y dio media vuelta para situarse de pie frente a Emilio. Éste admiró, con mayor detenimiento, la hermosura de ella. Le gustaría tenerla en una cama, tumbada boca arriba, esperando que él se acostase encima. Pero quizá ella no sintiera nada, al hacerlo de forma más convencional.
-Ha sido interesante – concedió él.
-Interesante. Has pasado mucho miedo, pero, al final, has tenido el mejor coito de tu vida. ¿O no es cierto?
-Uno de los mejores. Te aseguro que lo recordaré.
-¿Repetimos?
Rosana se acercó a él, se colocó de rodillas, y cogió, con su mano derecha, el miembro exhausto del hombre. Emilio sabía que tardaría en volver a funcionar, aunque él lo deseaba.
-¿Otra vez las vueltas?- preguntó.
-Hay un sofá en la sala. ¿No lo has visto?
-Me encanta la escena del sofá. Es que amo el teatro.
-A también mí me encanta el teatro; pero si puedo tener sexo en una butaca.
Emilio soltó una carcajada. Le habían dicho que existían las ninfómanas, pero no había conocido a ninguna. ¿Su sino, por fin, se había apiadado de él?