Capítulo 22

 

 

Las mañanas empezaban a ser frescas, así que le gustaba arrebujarse entre las sábanas unos minutos más antes de levantarse. Se giró, volvió a cerrar los ojos y pensó en Diego. Por primera, vez desde que supo que era su consorte, tenía esperanzas de alcanzar la dicha.

Sonó la segunda alarma de su móvil que indicaba que ya debía levantarse. Al fin había conseguido una plaza en el instituto como profesora de lengua. Los alumnos aún tardarían diez días en comenzar, pero los profesores ya llevaban una semana yendo, debían poner en marcha el plan de estudios.

Se levantó perezosamente mientras daba un largo suspiro. Fue hasta la ventana para abrirla y que entrara un poco de aire fresco, le venía bien para despejarse.

Nada más descorrer la cortina dio un salto hacia atrás mientras un pequeño grito escapó de sus labios.

—¡Anabel! ¿Estás bien? —Rubén entró volando en la habitación al escucharla.

—Sí, papá. Es que había alguien ahí fuera.

—¿Quién, los oscuros?

—No lo sé. Me han parecido tres, ha sido visto y no visto.

—No saldrás de casa.

—Papá, no soy una niña, tengo que ir a trabajar.

—Entonces te acompañaré.

La terquedad de su padre podía superar la suya propia y dado que solo se tenían el uno al otro entendía su preocupación. Así pues se lo permitió sin discutir.

 

Sobre las seis y media de la tarde, Anabel llegaba a casa de Bea, hoy tenían lectura del Libro de Hechizos. Necesitaba saber cómo ayudar a Diego y se le ocurrió que en el libro podría encontrar algo que le interesase. Desde que su prima se había casado todas las reuniones las hacían allí. Tenían más privacidad y evitaban que sus padres se preocupasen por ellas más de lo debido. Eran demasiado protectores.

—¿Y qué buscamos? —preguntó Rebeca.

—No estoy segura, tal vez algo contra la tristeza o que alivie el dolor de la pérdida de un ser querido —respondió Ana.

Bea se quedó unos minutos pensando. No estaba muy convencida con la idea que tenía su prima de ayudar a Diego.

—¿Estás segura Ana de que esto será bueno para él?

—La verdad es que no estoy segura de nada pero me da tanta pena verle así. Quiero verle feliz.

—Es normal que estés así cuando pierdes a alguien que quieres.

—Sí, pero quizá…

Abrieron el libro y se pusieron a buscar. Entre sus páginas amarillentas había cantidad de hechizos y pócimas. Pasaron y pasaron hojas hasta que…

—Chicas, creo que esto podría funcionar.

Ana leyó donde Rebeca le estaba indicando. Era una pócima del recuerdo, con los ingredientes y las palabras adecuadas podían hacer que Diego olvidara las partes tristes vividas con su hermano.

—Hacerle olvidar parte de su vida no me parece buena idea.

—A mí tampoco me lo parece —corroboró Bea—.

—Llevamos horas y esta es la única que me ha convencido —insistía Rebeca.

—Ana —comenzó a decir Bea—, piensa bien lo que vas a hacer. Recuerda que el mayor temor de Diego es que le hechicemos y eso sería justo lo que haríamos.

—Tienes razón, ¿y qué puedo hacer?

—Yo lo dejaría estar. Después de la sesión en la playa creo que está más tolerante con nosotras. Simplemente dale tiempo Ana.

—Me habéis llamado para perder el tiempo —protestó Rebeca mientras cerraba el libro.

—Estudiar el Libro de Hechizos nunca es perder el tiempo, además… —Las palabras de Bea murieron en sus labios al sentir algo extraño.

—¿Habéis sentido eso chicas? —preguntó Rebeca que también lo había notado.

—Es como si alguien nos observara. —Ana caminó hacia la ventana.

—Tal vez sea Diego.

—No Rebe, no es él —afirmó Ana con total seguridad—. Creo que son más de uno.

—¿Los oscuros?

—Esta mañana me pareció ver a tres personas mirando hacia mi ventana. Quizá hayan vuelto.

—¿Cuándo pensabas decirnos eso? —preguntó Bea empezando a inquietarse.

—¡Están ahí! —gritó mientras daba un paso atrás alejándose un poco de la ventana.

Bea y Rebeca corrieron junto su prima para confirmar lo que esta les decía. Efectivamente había tres personas al otro lado de la acera y miraban hacia ellas. Era como si pudiesen ver sus ojos en la distancia, sabían que habían sido descubiertos o más bien querían ser descubiertos.

—¿Qué hacemos? —preguntó Ana.

—Ellos son tres y nosotras somos tres, creo que deberíamos salir y enfrentarlos.

—Estás loca Bea pero tienes razón, no podemos escondernos toda la vida.

—Yo estoy más que lista —sonrió Rebeca segura de sí misma—. Podrían ser los mismos que secuestraron a Hugo.

No les dejaremos que se acerquen.

Una vez tomada la decisión, fueron hasta la puerta y bajaron las escaleras. Salieron a la calle juntas. Fijaron sus miradas en los individuos de enfrente. Vestían vaqueros y camisetas normales de manga corta. La persona de la izquierda era una mujer bastante joven. Decididas dieron el primer paso para cruzar e ir a su encuentro.

Ninguno de los tres se movía mientras ellas se acercaban, se pararon a un metro de distancia de aquellos desconocidos. Ana tomó la palabra:

—¿Quiénes sois y qué queréis de nosotras?

—Nos envía el Consejo de Brujos —contestó el más alto de los tres.

Aparentaba más de treinta años, tenía el pelo castaño, corto y peinado hacia atrás. Sus ojos oscuros no le decían mucho, pero no sentía maldad en sus palabras y eso hizo que se relajase un poco. Entonces, fue consciente de sus palabras.

—¿Consejo de Brujos? —preguntó Ana mientras miraba a sus primas que estaban tan perplejas como ella.

—Cada país consta de un Consejo de Brujos, desde allí velamos principalmente por los nuestros y también por la humanidad.

—¿Por qué nunca hemos sabido de vuestra existencia?

—Porque no era necesario, pero nosotros sí sabíamos de la vuestra.

—¿Qué es lo que queréis?

—Me llamo Ian y estos son Lidia y David.

Ella fijó su mirada en la chica, se veía muy joven de unos dieciocho años más o menos, su cabello color caoba lo mantenía recogido en una trenza un tanto despeinada. Sus ojos eran del color de la miel y su mirada cálida. El otro chico tenía el pelo dorado, sus ojos azules y risueños le transmitieron cordialidad y amistad. Su sonrisa de medio lado le daba aspecto de niño travieso, no debía de haber cumplido los treinta todavía.

—Gusto en conoceros. Supongo que no hace falta que nos presentemos —se adelantó Bea.

—No, sabemos quienes sois: Beatriz, Anabel y Rebeca —intervino David.

—Todavía no nos habéis dicho qué queréis —insistió Ana. Si el Consejo había enviado a esta gente es que algo no andaba bien, estaba segura de eso.

—Tranquilas, hemos venido a ayudar.   

—A ayudar en qué exactamente —inquirió Rebeca.

Ian, que parecía estar al mando, tomó de nuevo la palabra.

—Veo que nadie os ha contado nada, empezaré por el principio: Hace casi veinte años mis predecesores cometieron un grave error, dejaron a tres mujeres que se enfrentaran a Lennox solas. El plazo para reforzar el hechizo está por cumplirse y esta vez estaremos allí para que no vuelva a suceder lo mismo.

Aquella explicación dejó a las tres primas mudas. Ana se preguntó cómo era posible que estuviesen al tanto de lo que sucedió hacía veinte años y no hicieran nada. ¿Su madre sabría que existía ese Consejo de Brujos? Y su padre, ¿por qué nunca le había dicho nada?

—¿Y esas mujeres sabían de vuestra existencia?

—Por supuesto. El Consejo sabía que solo ellas tenían el poder de invocar a la Luz Divina por su parentesco sanguíneo y el apoyo de sus consortes. Pensaron que no necesitarían a nadie más, es evidente que se equivocaron.

—¡Malditos! Lo sabíais y las dejasteis morir. —Ana no pudo reprimir el coraje.

—Y ahora venís tan tranquilos a contarnos esto. —Rebeca se sentía indignada.

—Yo solo tenía quince años, no estuvo en mis manos. Pero ahora podemos hacer algo por vosotras y por el mundo.

—No quiero escuchar más mierda. —Rebeca no aceptaba aquella explicación.

—Chicas, tranquilas. —Bea trató de sosegar a sus primas—. Ian tiene razón, ellos no eran más que unos niños cuando todo aquello pasó. Si han venido de buena fe podemos darles el beneficio de la duda.

—De acuerdo —aceptó Anabel—. ¿Cómo pensáis ayudarnos? Nuestros padres nos contaron que solo nosotras podemos encerrar al Brujo Supremo.

—Permíteme que te aclare que Lennox hace mucho que no es el Brujo Supremo. Lo fue hace veinte años, pero quiso conquistar el mundo junto a todos los discípulos. El resto de miembros no lo permitió y fue destituido. Cuando se marchó se llevó a sus seguidores con él y trató de hacer todo por su cuenta, fue entonces cuando vuestras madres fueron convocadas para que realizasen el hechizo que mantiene a Lennox encerrado.

—¿Qué papel juega un Brujo Supremo?

—Encabeza al Consejo de Brujos. Él, junto a los miembros del Consejo, son quienes nos han enviado a ayudaros. Nos quedaremos aquí hasta que todo pase.

Ana miró a sus primas, Rebeca seguía sin estar muy convencida pero Bea asintió con la cabeza aceptando las explicaciones. Era gratificante saber más sobre lo que pasó y sobre el funcionamiento de ese Consejo del que no sabían nada hasta este momento.

—¿Ya tenéis algo pensado?

—Esto es algo nuevo para nosotros, pero daremos la talla. Cuando llegue el momento controlaremos a los discípulos de Lennox mientras vosotras hacéis el hechizo.

—Me parece bien —concluyó Anabel.

—Pues a mí no me convence —replicó Rebeca—. ¿Cómo sabemos que ellos no son discípulos de Lennox?

Aquella desconfianza hizo a Ian apretar los labios. La pelirroja lo estaba poniendo de mal humor.

—¿Acaso no sabes diferenciar el bien y el mal en una persona? Creí que eras más poderosa —comentó con suficiencia.

—¡Cómo te atreves a cuestionar mi poder!

—Hasta una brujita de cinco años podría sentir el mal.

Esa afirmación hizo que el rostro de Rebeca se pusiese del color de su pelo. No iba a permitir que le hablara con semejante prepotencia.

—Estrella de la noche —comenzó a recitar su hechizo—, cierra su boca para que no le entre una mosca.

Antes de Ian recibir el hechizo cerró los ojos y alzó la mano. Al instante se formó un escudo a su alrededor que le protegió.

—Por favor, eso es muy infantil.

La rabia de Rebeca alcanzó el cenit. Si un hechizo no podía con él, lo haría con sus propias manos. Hizo ademán de abalanzarse sobre él cuando Ana y Bea la cogieron por los brazos para retenerla.

—¡Quieta Rebe! —gritó Ana.

—¡No soporto a ese tipo!

—No le hagas ningún caso.

—Podría haber aprendido a esconder sus sentimientos.

—Yo le creo.

A todo esto David estalló en carcajadas mientras Lidia solo sonreía. Ian miró a su compañero con cara de pocos amigos.

—No tiene gracia.

—Vamos Ian, es la primera vez que te veo perder el control.

—Mejor cállate.