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LOS aviones de combate eran cada vez más rápidos, potentes, destructivos y, sobre todo, complejos. Y ése era el problema.
Un piloto humano carecía de la capacidad de reacción necesaria para manejar un cacharro que podía acelerar varias g en cuestión de segundos, y que analizaba tantos datos como para saturar su cerebro. Los fracasos en los vuelos de prueba de los nuevos prototipos habían alarmado a los jefes militares. El asunto era muy preocupante.
Por otro lado, nadie se fiaba de los ordenadores para entregarles el control de un arma de combate. No era sólo por la creciente influencia del pH, el partido Humanista, cuyos miembros más radicales linchaban robots y androides para reivindicar las virtudes humanas, como el amor y la comprensión. No; los cerebros artificiales eran tan raros… ¿Y si se pasaban al enemigo, o se negaban a disparar?
Se desarrollaron dos vías de solución al problema. Una fue integrar al piloto con una máquina subinteligente. Mediante drogas, neurotransmisores y sondas electroópticas, el tripulante se hacía uno con el avión. Sus sentidos eran bloqueados y sustituidos por radares Doppler, detectores de masa, quimiosensores y muchos más, todos extraños. En resumen, el avión se convertía en una especie de prótesis del piloto, único responsable de su control. Los resultados fueron prometedores, y los primeros aviones de la serie, bautizados como CORA-1, serían operativos en poco tiempo.
Otra idea, muy discutida, fue la de unir a un ser humano y un cerebro biocuántico en una aviónica avanzada. Un cierto sector de las F.E.C. mostró su recelo, pero fue acallado por los amantes del progreso. Una simbiosis humano-ordenador podía dar unos resultados magníficos, sobre todo si pilotaba un caza tan innovador como el USC-1000.