Epílogo
«¿Tenemos que hacer algo para pagar que estamos vivos?».
Meyer Levin, citado en The Stolen Legacy of Anne Frank: Meyer Levin, Lillian Hellman and the Staging of the Diary, Ralph Melnick
Ámsterdam, 2003
Esta vez Madeleine vino conmigo. Esperaba viajar con toda la familia, y ésa era la razón por la que había programado el viaje para el verano, pero mis hijos tenían ya su propia vida. E incluso los nietos. Los más pequeños acudían a campamentos para practicar el tenis y actuar en obras de teatro y, en el caso de la más pequeña de Abigail, Amanda, para adelgazar. Sigo sin comprender un campamento de verano, un campamento de verano extremadamente caro, dedicado al hambre, pero soy lo bastante listo como para mantener la boca cerrada. Los mayores realizan excursiones con grupos de estudiantes o viajan con sus amigos. De modo que Madeleine y yo acabamos yendo a Ámsterdam solos, y la primera tarde que estuvimos allí visitamos juntos la casa del 263 de Prinsengracht. Después, nos sentamos en un banco al otro lado del canal.
El castaño se había acercado más al cielo desde mi última visita. Aunque estábamos sólo a finales de agosto, las ramas tenían ya hojas de color marrón oxidado. Una castigadora ola de calor había dejado el oeste de Europa seco como el barro, y un escándalo humano estaba barriendo Francia a su paso: incapaces de renunciar a sus vacaciones de verano, las familias habían dejado solos en París a sus mayores inválidos. Los titulares de los periódicos gritaban a voces historias de gente mayor que moría en sus calurosos pisos, mientras sus hijos y sus nietos retozaban en las playas del Mediterráneo y nadaban en los lagos alpinos. Sentí lástima por esa gente mayor, que seguramente no era mayor que yo, pero lo que más me preocupaba eran sus hijos. No tenían ni idea de la que les esperaba.
Eran más de las cinco, pero el sol seguía encharcado en lagunas doradas sobre la superficie de los canales, que, según mi guía de viaje, estaban más limpios que nunca. La ciudad entera se encontraba en proceso de desinfección. Las prostitutas habían quedado recluidas a sus escaparates o, como mínimo, al barrio designado para la labor. Podías caminar manzanas enteras sin ser acosado por individuos dispuestos a venderte droga. «Empieza a parecerse más a lo que era antes», me había dicho el conserje aquella mañana. Era demasiado joven para saber cómo era antes, y yo tampoco se lo dije. Me había confesado ante mi mujer y mis hijos, ante su familia y mi socio, pero no veía motivo alguno para realizar confidencias a desconocidos. Actualmente, las víctimas del Holocausto, es así como nos llaman, son las celebridades de moda. Lo leí en una revista con motivo del estreno de La lista de Schlinder. Algunos, aunque no me encuentro entre ellos, tenemos nuestros nombres impresos en unas tarjetas de identificación, que los visitantes a los museos de Washington D. C. recogen cuando entran en la exposición. Lo sé porque mi nieto Peter me trajo una cuando estuvo de visita allí. Yo me esperaba algo similar a mi Certificado de Identidad Sustituto del Pasaporte, aunque en mi certificado apenas aparecían datos, ni siquiera mi religión. La tarjeta, en cambio, relataba una historia. «Fulanito de tal fue el único hijo de sus padres judíos. […] Su padre era vendedor. […] Hasta la guerra, la comunidad judía fue la tercera en importancia en Alemania. […] Estudió en un colegio católico masculino. […] Emigró a los Estados Unidos en…». El chico que aparecía en la tarjeta de Peter había sobrevivido, pero muchas tarjetas, la mayoría, explicaban historias de muertos. En la parte posterior aparecía una frase muy peculiar: «Esta tarjeta explica la historia de una persona real que vivió durante el Holocausto». ¿Por qué tendrían que decir eso?
No me malinterprete. Estoy a favor del museo, aunque no lo visitaré. Alguien tiene que asegurarse de que los niños se enteren de lo que sucedió, de que los adultos lo recuerden, de que los estudiantes lo estudien y de que los eruditos intenten dar sentido a lo que carece de él. Mi hijo David, que imparte clases de Historia en una universidad de Nueva Inglaterra, utiliza con frecuencia los archivos. Pero la tarjeta de identidad que cogen los turistas al entrar al museo y que luego arrojan al salir en una papelera de una acera del distrito de Columbia me ofende. Incluso que conserven la tarjeta como un recuerdo de su visita me ofende. Es comedia. Es como mi sentimental cuñada, que reclama la victimización por proximidad.
Sentada en el banco, a mi lado, Madeleine me preguntó si estaba listo para ir regresando al hotel. Le dije que sí, y nos ayudamos mutuamente a levantarnos. Cuando cruzábamos el puente sobre el canal y llegamos a la plaza de la iglesia, las campanas de la Westerkerk agitaron el aire caliente. Pasamos luego junto a la estatua. No pensaba mirarla.
Ni siquiera guarda un parecido decente. Es una imitación mala de una bailarina de Degas. Incluso Madeleine, que desconoce su aspecto, excepto por las fotografías que han aparecido en libros y revistas, en los pañuelos de seda que venden a modo de recuerdo, y en el lateral de una torre medieval en Inglaterra donde fueron masacrados los judíos durante la Edad Media, ha declarado que la estatua es kitsch. No quiero mirarla, pero cuando pasamos por su lado mi cabeza se gira. Entonces me doy cuenta de que no es la estatua lo que ha captado mi atención, sino el movimiento que hay a su alrededor.
Una niña, de ocho o nueve años, más joven que Ana pero más grande en tamaño —esta niña no ha pasado hambre; esta niña se ha criado a base de pizzas, helados y Big Macs, aunque no tiene pinta de americana—, se coloca junto a la estatua, sus dedos entrelazados con la mano de bronce de Ana, sus coletas rubias descansando sobre la cabeza de Ana, su sonrisa tímida pero orgullosa.
—Lächeln —grita una voz de hombre detrás de mí, aunque si la niña sonriera más, la cara se le rasgaría.
—Lächeln —repite una voz de mujer.
Me vuelvo y veo una pareja, la expresión del padre medio oculta detrás de una cámara digital, la madre con una sonrisa casi tan ancha como la de la hija.
—¡Sonríe! —vuelven a gritar cuando sus cabezas se unen para ver la imagen digitalizada de su hija junto a la estatua de bronce de la pequeña judía.
Madeleine me coge del brazo y echa a andar. Mi carácter se ha suavizado con la edad y enfriado desde mi confesión. Yo no me salgo de mis casillas sin motivo alguno. Ella sigue sin confiar en mí, sobre todo en situaciones como ésta.
—No es más que una estatua —dice, e intenta alejarme de allí.
Tiene razón, por supuesto. Es sólo una estatua de Ana, un homenaje, supuestamente. Es menos que la realidad y, por su capacidad para convocar y expurgar recuerdos, también más.
Dejo que Madeleine me arrastre, pero no puedo evitar volverme cada pocos pasos para observar a la familia que sigue registrando de aquel modo la felicidad de sus vacaciones. Se trata de una pareja joven, más joven que mis propios hijos. Es probable que sus padres ni siquiera hubieran nacido cuando yo tuve que esconderme. La niña no es más que una niña. Pero no puedo evitarlo. Reconozco la ironía de lo que estoy a punto de decir, su absurdidad. ¿Quién tiene la culpa aquí, la familia alemana o yo? Pero ya hay bastantes culpabilidades en danza.
A medida que voy avanzando, digo en un tono de voz lo suficientemente elevado como para que el alemán de la cámara, su ignorante esposa y su inconsciente hija puedan oírme; lo suficientemente agudo como para que los propietarios de los puestos de venta ambulante, la gente que compra flores de camino a casa e incluso algunos de los ciclistas que están esperando a que cambie el semáforo vuelvan la cabeza; lo suficientemente rabioso como para que me tiemble incluso el pecho:
—Dios mío, ¿acaso no tienen memoria?