Ocho

«Él [Peter] decía que la vida habría sido mucho más fácil de haber sido cristiano o de poder convertirse en uno de ellos después de la guerra. Le pregunté si es que quería bautizarse, pero tampoco se refería a eso. Dijo que nunca sería capaz de sentirse como un cristiano».

Diario de Ana Frank, Ana Frank,

16 de febrero de 1944

Pensé en regresar a Ámsterdam una o dos semanas. Me dije que de ese modo acabaría con los fantasmas. Lo que en realidad quería era devolverles la vida. Estoy acostado en la cama a las tres de la mañana, esa hora traidora en la que todo vuelve, oyendo a mi madre amenazar con suicidarse por el miedo tan grande que tiene a morir; y a mi padre enfadarse porque no nos queda dinero para que Miep nos compre comida; y a mí pidiendo perdón por haberme olvidado de descorrer el pestillo de la puerta de la calle. De noche, cuando los trabajadores se han ido, salimos del estrecho anexo y bajamos a las oficinas y al almacén de las plantas inferiores. Durante unas horas, tenemos el edificio a nuestra entera disposición, pero siempre cerramos la puerta de la calle para estar seguros. Mi trabajo consiste en descorrer el pestillo antes de regresar a nuestro escondite, pero aquella noche me olvidé y a la mañana siguiente los hombres no podían entrar. Ahora, acostado en la cama, juraba que volvería. Que descorrería el pestillo. Que solucionaría todo lo que había hecho mal. Que los salvaría.

Pero cuando el amanecer golpeó las ventanas, supe que no regresaría nunca. No podía volver a aquel mundo. Miep, y su marido Jan, y Kleiman, y Kugler habían arriesgado su vida por salvar la nuestra, pero había otros. Recordé las palabras que algún buen ciudadano holandés había garabateado en el puente que cruzaba el canal que se veía desde las ventanas por las que se suponía no debíamos mirar. «Apartad vuestras sucias manos de nuestros sucios judíos». Por lo que había oído en el campo de refugiados, la situación no había mejorado desde la guerra. La gente que al salir de los campos regresaba a su casa encontraba vecinos durmiendo en su cama, y comiendo en su mesa, y olvidando que los habían conocido en su día, y mucho menos que habían accedido a cuidar de sus preciadas posesiones hasta que ellos pudieran reclamarlas. ¿No habéis causado ya suficientes problemas?, preguntaba la buena gente de Ámsterdam. Nosotros también pasamos nuestras penurias, insistían. Si mataron a tantos en los campos, ¿cómo es que regresan también tantos? Los judíos alemanes tenían lo peor de ambos mundos. El gobierno holandés revocó las leyes nazis contra los judíos y luego nombró enemigos nacionales a los judíos alemanes. Nunca regresaría a eso, ni siquiera como no judío.

Se me ocurrió en el transcurso de otra pesadilla estando despierto, a las tres de la mañana. Iría a la iglesia. Abrazaría más plenamente mi nuevo yo.

Seleccioné episcopalianos, presbiterianos, luteranos, católicos y seguramente media docena de confesiones más de cuya existencia ni siquiera me había percatado paseando por la zona. Madeleine lo vería extraño. Ninguno de los dos era creyente. Habíamos acordado criar a las niñas sin supersticiones. Pero ella me había visto regresar de una excursión a la oficina como si me hubiera tropezado con una banda de matones, me había sorprendido robándole la comida de la boca de la pequeña y había visto mi coche aparcado en la estación, aunque yo se lo hubiese negado. Seguramente podría tomarse también con calma una visita excepcional a la iglesia.

Pasé por delante de la iglesia de Cristo, que estaba a escasos minutos de casa, pero no me detuve. Aparqué delante de la de San Miguel, pero la escultura de Jesús en la cruz, donde al parecer lo había colocado yo, en el caso de que acabara creyéndome las mofas que había sufrido en mi juventud, me aconsejó alejarme de allí. Cuando, sentado enfrente de Todas las Almas, vi por el retrovisor que se acercaba un coche de policía, introduje la llave en el contacto, metí primera y casi choqué con otro coche con las prisas por largarme de allí.

Apenas había amanecido cuando, a la mañana siguiente, estaba ya dando marcha atrás con el coche por el camino de acceso a casa. Madeleine seguía durmiendo. Le había dado un beso a su pelo enredado y susurrado que tenía una reunión a primera hora que había olvidado mencionarle.

—No despiertes a la pequeña —murmuró, y se entregó a unos cuantos minutos más de dulce inconsciencia.

Las resbaladizas hojas caídas convertían el camino en una superficie traicionera bajo los neumáticos. Cuando llegué a la autopista, bajé la vista hacia el cuentakilómetros. Iba a cuarenta kilómetros por hora por encima del límite de velocidad. No frené. Dejé atrás los cenagales de color pardusco y los voluminosos tanques de petróleo de Nueva Jersey, atravesé el puente de Goethals y continué en dirección este. Llevaba años sin volver por allí, pero aún recordaba el camino. Cuando en aquellos tiempos pasaba por delante del edificio, siempre aceleraba el paso para pasar lo más rápido posible.

Encontré aparcamiento un poco más allá de la manzana en cuestión. La lluvia se había transformado en neblina. Se alzaba desde el suelo transportando el olor maduro y rancio de las alcantarillas. Un hombre paseaba un perro con tres patas. Dos niños saltaban en un charco. Una mujer, envuelta en un chubasquero y un pañuelo, lo rodeaba. No me miró ninguno de ellos. Las puertas echaban a la calle las caras sospechosas. Un cartel de «No se meta donde no le llaman» colgaba del húmedo aire matutino. Estaba muy lejos de Indian Hills.

La fachada de ladrillo rojo, veteada de negro por la lluvia, necesitaba una reparación, y el hueco de una de las ventanas estaba tapado con un cartón. La pesada puerta de madera cedió con facilidad, aunque por su aspecto había pensado que se atascaría. Me asaltó el olor a libros viejos, a alcanfor y a col. No comprendí lo del olor a col.

Desde donde estaba situado podía ver un pasillo estrecho que conducía hasta la parte delantera de la sinagoga. Se abría entre filas de bancos, separados hacia un tercio del recorrido por una cortina de color granate cubierta de polvo. Había olvidado por completo la cortina. La corrían los viernes por la noche, los sábados y las festividades, pues servía para separar a los hombres de las mujeres.

Avancé por el pasillo, pasé de largo la cortina y me acerqué poco a poco hacia la parte delantera de la estancia larga y estrecha. El arca estaba abierta. La Torá expuesta sobre una mesa alta de madera. Un grupo de hombres, vestidos con el taled de oración, se apiñaba a su alrededor, entonando cánticos. Aunque no comprendía sus palabras, algo en mi interior respondió a la inconsolable cadencia, aunque ¿qué alma no lo hace ante un canto lúgubre en tono menor como aquél? Mientras iban cantando, se arrodillaban para enderezarse a continuación y empujar el cuerpo hacia delante. Pese a que nunca lo había emulado, también el movimiento me resultaba familiar. La idea de que podía llevarlo en la sangre me dejó helado. Eso demostraría que ellos tenían razón. ¿Pero no era acaso por eso por lo que estaba yo allí?

Uno de los hombres se separó del grupo y empezó a retroceder por el pasillo hacia mí, sin dejar de agachar la cabeza, hacer reverencias y canturrear. Cuando llegó donde yo estaba y se volvió, me quedé sorprendido. De lejos, envueltos en sus taleds, coronados con sus casquetes, parecían hombres mayores, pero el hombre que tenía enfrente sería de mi edad. Su casquete negro se asentaba con garbo sobre una abundante mata de pelo rizado de color zanahoria. Bajo las tiras de cuero que sujetaban a su frente una cajita negra, su piel lechosa aparecía salpicada de pecas oxidadas. El cabello, pensé, debía de haberlo salvado, de lo contrario lo hubieran matado en primera instancia. Habrían realizado experimentos, por el bien de la ciencia, para descubrir detalles sobre una curiosidad menor: un judío pelirrojo. Volvió a agacharse. No estaba muy seguro de si el gesto formaba parte de su danza o si se trataba de un saludo dirigido a mí. Me ofreció un libro con cubiertas negras. Al extender el brazo, el taled cayó al suelo. Las tiras de cuero que sujetaban otra caja de cuero negro a su brazo se clavaron en su piel y distorsionaron la imagen de un número tatuado. Seguía ofreciéndome el libro, igual que el funcionario de aduanas aquella mañana en el muelle me había ofrecido mis documentos. Lo cogí.

Me empujó suavemente hacia el banco y hacia allí fui. Aunque llevaba un libro abierto en la mano, no estaba mirándolo. Seguía rezando, pero tenía los ojos clavados en mí. Yo enfoqué los míos hacia delante. Extendió el brazo, pasó las páginas del libro que me había entregado y yo sujetaba, me miró e hizo un ademán en dirección al texto. Bajé la vista. Por la superficie correteaban unos caracteres raros. Reconocí las formas, pero era incapaz de captar su significado. Ni siquiera conocía los sonidos que debían tener. Levanté la vista y miré el arca abierta. Mi mirada se elevaba, pero no mi espíritu. No sentía nada. Cerré los ojos y me concentré en el lamento de los hombres en oración. Doblé las rodillas e intenté empujar los hombros hacia delante, pero había algo, fuerte como un cable de acero, que me mantenía erguido. Quedé a la espera de una reacción. Deseé que mi estómago se revolviera de hambre. Esperé a que se me erizara el pelo de la nuca. Pero no había manera. La visión del diario de Ana me había dejado mudo. Los objetos y los rituales que medio recordaba ni siquiera me ponían la piel de gallina.

Esperé a que los devotos pronunciaran su último amén y empezaran a despojarse de sus taleds para desfilar hacia el pasillo. El pelirrojo me siguió, como sabía que lo haría. Se puso a mi altura cuando yo llegaba a la puerta y se inclinó para decirme algo. Recibí una bocanada intensa de olor a bolas de naftalina. Galletas de naftalina, las llamaba Ana cuando mi madre las sacaba de la lata, porque guardaba esas galletas en un armario a prueba de polillas. Y en aquella sinagoga desconocida saboreé de nuevo esa dulzura pegajosa que se deshacía en mi lengua.

—¿Eres judío? —me preguntó.

Me quedé mirando al joven con aspecto de viejo. El pelo se le levantaba de la cabeza como si acabara de atravesarlo una corriente eléctrica. Su raído jersey sin mangas colgaba con holgura por encima de una deshilachada camisa de franela, mientras sus pantalones grisáceos caían sobre unos zapatos llenos de rozaduras.

—Soy americano —respondí.

—Yo también. De ser otra cosa, ¿crees que podría estar aquí en una sinagoga? En Varsovia no lo habría tenido tan fácil. En Alemania ni siquiera habría podido hablar de ello. Sé que eres americano, señor Yanqui Dandi[9], pero ¿eres judío?

No le respondí.

—Es una pregunta muy sencilla. Como esa canción que dice: ¿Lo eres o no lo eres?

No se lo había dicho a mi esposa, ni a su hermana antes que ella, ni a mi socio. Nunca se lo diría a mis hijas. En parte, lo había hecho por ellas. De modo que ¿por qué debería decírselo a ese desconocido, a ese greenie que tenía pegado a mí como una mosca?

—Lo soy.

Movió la cabeza afirmativamente.

—Pero no eres creyente.

Separó sus finos labios para esbozar una sonrisa animal.

—Respecto a las creencias, no hago preguntas. —Se inclinó más aún hacia mí. Capté de nuevo el olor a bolas de naftalina y saboreé otra vez las galletas—. Y cuéntame, ¿volverás? Necesitamos hombres como tú.

—¿Hombres como yo?

—Un minyan.

Pensé por un momento que se refería a un acólito[10]. A punto estuve de decirle que yo no era eso. Pero entonces me vino a la cabeza otra palabra que había olvidado. Me quería para conseguir un minyan, el quórum de diez hombres necesario para poder llevar a cabo las oraciones rituales.

Le dije que volvería, aunque estaba seguro de que no lo haría.