Seis

«Sería terrible que mi diario se perdiese».

Ana Frank, citado en The Stolen Legacy of Anne Frank: Meyer Levin, Lilian Hellman and the Staging of the Diary, Ralph Melnick

El doctor Gabor rara vez preguntaba por mi voz, pero aquella tarde lo hizo:

—¿Ha notado alguna mejoría?

Aquí el médico es usted, me habría gustado decirle, dígalo usted. Llevaba ya un mes acudiendo a su consulta dos veces por semana, sentándome en la penumbra, contemplando el desorden de su escritorio, respondiendo sus preguntas estúpidas lo mejor que podía, y pagando quince dólares la hora por tener ese placer. Ya me había hartado.

—Un poco —mentí.

Se recostó en aquella silla grande que le hacía parecer más pequeño y desabrochó la chaqueta de otro de sus pulcros trajes. La tenue luz de la lámpara de la mesa hizo destellar la cadena dorada que colgaba de su chaleco. Y el reflejo iba y venía siguiendo el balanceo del médico.

—Puedo darle una cosa… —empezó a decir.

No podía creer lo que oían mis oídos. Aquel hombre era un imbécil. Peor aún, un charlatán. Me había hecho perder un mes de mi vida preguntándome sobre cosas que no tenían nada que ver con mi voz cuando todo lo que tenía que haber hecho era recetarme un medicamento gracias al cual podría volver a hablar. Habría cogido Los burgueses de Calais y se lo habría estampado en la cabeza. Pero conseguí mantener un tono de voz sosegado. Había ganado una cantidad de dinero considerable desde el día en que me había sentado para superar mi examen psicológico en el antiguo despacho de la SS, pero la rabia era todavía un lujo lejos de mi alcance.

—¿Y a qué estamos esperando? —pregunté.

—Es un procedimiento muy sencillo. Administro una pequeña dosis de amobarbital sódico. Cuando esté bajo su influencia, podrá hablar con normalidad. Empezará además a recordar los hechos que llevaron a la pérdida de su voz.

—¿Se refiere a la droga de la verdad?

—Un término desafortunado.

Desafortunado, doctor, pero preciso. Sangrientamente preciso. Pretende inyectarme algo en las venas que logrará que empiece a hablar.

—No hay nada que temer —dijo.

¿Cómo demonios lo sabe usted?

—El tratamiento ha demostrado ser efectivo en casos como el suyo.

¿Casos como el mío? No hay casos como el mío, doctor, o si los hay son unos pocos. Eso es lo que no le entra en su maldita cabeza de alcornoque. No soy uno de los millones que entraron. Soy uno de los pocos que salieron. ¿Cómo se lo explica? ¿Cómo lo justifica?

Cogí un pañuelo del bolsillo para secarme el sudor que se me estaba acumulando en el bigote. Retiré la silla unos centímetros hacia atrás. Necesitaba espacio para estirar las piernas. Seguía mirándome con aquellos ojos de búho, pero yo no podía mirarlo. Mi mirada rebotaba por la estancia, buscando algo a lo que agarrarse. Notaba las sogas de Los burgueses de Calais apretándose alrededor de mi cuello. Y entonces fue cuando lo vi. Estaba encima de una librería baja, al lado del escritorio. No me imagino cómo pudo pasárseme antes, aunque tampoco entiendo cómo lo borré de mi memoria la noche en que Madeleine lo cogió de la mesilla de noche y yo perdí la voz. Era el mismo libro. Estaba seguro, aunque no podía comprender el porqué de su existencia.

La sobrecubierta era de un color rojo oxidado, el color de la sangre seca. Su fotografía ocupaba media cubierta. Sus enormes ojos me miraban. Eran negros, llenos de acusaciones. Sus gruesos labios cerraban su boca. ¿Por qué? Juzgándome. Era una cara pequeña, los hombros estrechos e imposiblemente frágiles. Había olvidado que era una niña. Jamás sería otra cosa.

¿Cómo era posible? Ella murió. Todos murieron, todos excepto Otto. Lo sabía por las listas de la Cruz Roja. Yo era el único del que no había constancia.

Su nombre aparecía debajo de la fotografía. Letras blancas gruesas sobre una caja rectangular negra y estrecha como un ataúd.

ANA FRANK

Y debajo, el título manuscrito:

Diario de Ana Frank

Está sentada escribiendo en el despachito de su habitación. El doctor Pfeffer quiere utilizar la mesa, pero ella le suplica un poco más de tiempo. Está encorvada sobre la mesa de la cocina anotando alguna cosa. Mammichen bromea con ella. Déjamelo ver, Ana, sólo una página. Está acurrucada en una silla, escribiendo furiosamente en el cuaderno que tiene en su falda. Margot ocupa otra silla, escribiendo también su diario. Escriben para la posteridad, tal y como les ha pedido el señor Bolkestein, el ministro, a través de una emisión radiofónica desde Londres. Después de la guerra, promete, se recopilarán los diarios y las cartas para mostrar al mundo qué tipo de vida se llevaba aquí. Será publicado, dice Ana, seré famosa. Margot no realiza predicciones sobre el futuro de su diario, aunque el suyo, suponemos, será el que llamará la atención. Margot es la hermana seria.

Pero es el diario de Ana el que tira al suelo el cerdo de la Grüne Polizei aquella calurosa mañana de verano en que vienen a apresarnos. ¿Vería algún vecino una sombra detrás de una persiana? ¿Oiría un sonido algún hombre de los que trabajaban abajo, a pesar del sigilo con que nos movíamos durante el día? ¿Sospecharía algún tendero de la cantidad de comida que Miep, la antigua secretaria de Otto convertida ahora en nuestra línea de vida con el mundo, lograba recuperar gracias a las cartillas de racionamiento falsificadas, sus sonrisas vencedoras y al acuerdo al que había llegado mi padre con el carnicero antes de que pasáramos a la clandestinidad? Alguien tiene que haberse chivado a los de la Policía Verde, pues sabían muy bien dónde iban. Suben las escaleras con las armas desenfundadas, retiran la librería que esconde la entrada al anexo y ascienden el otro tramo que lleva hasta nuestras estrechas dependencias. Van vestidos de civil, excepto uno que va uniformado. Pregunta dónde guardamos los objetos de valor. Su grueso puño se cierra sobre un fajo de florines. Echa un vistazo a las joyas, pero no puede cogerlas sin soltar antes el dinero. Busca algún lugar donde guardar su botín, agarra el maletín con una mano y lo pone boca abajo. Los cuadernos de Ana se desparraman por el suelo. Las hojas revolotean tras ellos. Revolotean, oscilan y navegan a través del rayo de luz melosa que penetra por una de las ventanas. Ninguno de nosotros, ni siquiera Ana, las mira mientras abandonamos el anexo y salimos por primera vez en más de dos años a aquella luz dorada. Un momento después, la oscuridad del furgón policial se cierne sobre nosotros.

—Creo que merece la pena intentarlo —dijo el doctor Gabor.

—No hay ninguna necesidad. —Mis palabras sacudieron las paredes del pequeño despacho.

El doctor Gabor se enderezó sorprendido. No había oído nunca mi verdadera voz.

Tan pronto como llegué a casa, incluso antes de subir las escaleras para contarle a Madeleine que había recuperado la voz, fui directamente a las estanterías del salón. Tardé un poco en dar con el libro. Fui de un lado a otro, mi cabeza ladeada para leer los lomos, agachándome para mirar los estantes inferiores, estirando el cuello para ver los superiores. Faulkner, Fitzgerald, Forster, Frank. Me detuve. Lo había archivado con las novelas.

Cogí el libro de la estantería, aunque no tenía ni idea de lo que pensaba hacer con él. Ana me miraba. Los ojos se negaban a pestañear. Los ojos eran indecentes. Deseaba cerrar aquellos párpados. Pero alargué el brazo y coloqué el libro en el estante superior, donde no pudieran alcanzarlo mis hijas, demasiado alto incluso para Madeleine.

—¿Qué pasó? —preguntaba sin cesar Madeleine.

—No tengo ni idea —le repetía yo.

—Tal vez fue algo que dijo el doctor Gabor —sugirió ella durante la cena.

—Tal vez —coincidí.

Cuando después de cenar bajé al salón, el libro seguía en la estantería elevada donde lo había colocado. No podía evitar mirarlo mientras deambulaba de un lado al otro del salón. Lo sentía acechándome mientras veíamos la televisión. Oía el leve murmullo que desprendía. Cuéntanos las noticias, Peter. Cuéntanos cómo va el mundo sin nosotros.

Estaba allí cuando bajé a la mañana siguiente, y cuando volví a casa aquella noche, y el día después. Era como un viejo amigo o como un pariente lejano en racha de mala suerte, a quien llevas a tu casa con la mejor de las intenciones y luego acabas arrepintiéndote. E igual que ese huésped inoportuno, me seguía por todas partes, suplicando que le hiciese caso, hambriento de consuelo, desesperado buscando algo, aunque no podría decir qué.

Me tenía echado el ojo aquel sábado por la tarde cuando Madeleine me dejó con las niñas para ir a comprar una tostadora que sustituyera la que yo había sido incapaz de reparar. Ésa era otra. De repente me había convertido en un manazas en todas las cuestiones de la casa. Madeleine se reía de mí: «De haber querido alguien incapaz de arreglar las cosas, me habría buscado un marido judío». Se acercaba por detrás mientras yo estaba en mi banco de trabajo, me abrazaba rodeándome por el cuello y me besaba en la coronilla. La tostadora le importaba un comino y estaba eufórica porque había recuperado la voz. Su pérdida le había preocupado más de lo que había estado aparentando.

La tarde en que ella se marchó de compras yo me encontraba sentado en el sofá, con un ojo en el periódico y el otro en las niñas. Abigail estaba preparándome un pastel imaginario en el hornillo de color rosa que mi suegra le había regalado por su cumpleaños. Betsy canturreaba un cuento también imaginario a un grupillo de juguetes. La presencia de mis hijas seguía asombrándome. Mi respeto hacia ellas no era menor ahora que el que sentí la noche en que llegué a casa con Abigail después de salir del hospital.

Aquella noche Madeleine se acostó temprano. Estaba agotada y tendría que levantarse pocas horas después para darle el pecho a la pequeña. Pero entré en la habitación que aún olía a recién pintada para una última comprobación antes de acostarme. Tenía que verla una vez más. Tenía que asegurarme de que seguía allí.

Había planeado mirarla un instante e irme, pero la visión de mi hija me atrajo hacia la cuna como la fuerza de la gravedad. Me quedé mirándola durante varios minutos. Finalmente, acerqué la mecedora a la cuna, me senté y pasé el brazo entre los barrotes. ¿Era normal que la piel estuviese tan caliente? Tenía sus piernecillas dobladas contra el pecho. Emitía ruiditos. Cerró la mano en torno a mi dedo. Era como si hubiese introducido una llave en la cerradura de la puerta. No podía salir de la habitación. No podía ni siquiera retirar el dedo. Incluso después de que el puñito se relajase, yo seguía siendo un prisionero. Aquel pequeño trozo de humanidad, aquel ser vivo, estaba hecho de la misma materia que yo. No había sido capaz de superar ese milagro. Y seguía sin serlo. La llegada de Betsy sólo sirvió para intensificar la experiencia. Estaba conectado.

Aquella tarde, mientras estaba sentado vigilando a mis hijas, me llamó la atención un movimiento en la estantería más alta. Era como si el libro vibrase.

Permanecí clavado en mi asiento observándolo, incapaz de moverme. Daba vueltas hacia ambos lados. Se tambaleó en el borde. Empezó a caer. La distancia entre la estantería y el suelo disminuyó. El libro adquirió fuerza y velocidad. No servía para nada repetirme para mis adentros que estaba imaginándome cosas. El libro seguía acercándose. Era una roca a punto de caer, un meteorito proyectándose directamente hacia mis hijas.

Me liberé del agarre del sofá y corrí hacia mis hijas. Abigail levantó la cabeza de repente, su rostro aterrorizado. Betsy se puso a chillar. Las cogí en volandas, una en cada brazo, y abracé con fuerza sus cuerpos sorprendentemente sólidos. Levanté la vista. El libro seguía en la estantería.

Tenía que sacarlo de la casa, pero no se me ocurría qué hacer con él. No podía quemarlo. Eso era lo que ellos habían hecho con los libros. No iba a tirarlo a la basura. Eso era lo que ellos habían hecho con nosotros.

El lunes por la mañana, lo cogí de la estantería y me lo llevé al coche. No me gustaba conducir con él a mi lado en el asiento del acompañante, el pasajero no invitado, mi molesto pasado, pero ya pensaría qué hacer con él.

Seguía allí cuando salí del despacho aquella tarde. Los grandes ojos negros me miraron fijamente. Le di la vuelta al libro. La contracubierta estaba ocupada por una caligrafía pequeña y prieta. ÉSTA ES UNA PÁGINA DEL DIARIO DE ANA FRANK. Las palabras en holandés pululaban por la página como insectos. Abrí la guantera, metí el libro dentro y la cerré con fuerza.

La idea se me ocurrió cuando pasaba por delante de la estación de tren. Giré brusca y temerariamente hacia el aparcamiento. No lo destruiría. Se lo prestaría a alguien.

A un lado había aparcados varios coches vacíos. La zona más cercana a las vías, donde las esposas permanecían sentadas detrás del volante limándose las uñas, o leyendo revistas, o diciéndoles a los niños del asiento trasero que dejaran de pelearse, mientras esperaban el regreso de sus maridos, estaba vacía. En el andén no había nadie. Era un momento entre trenes.

Aparqué en una de las plazas próximas a las vías, cogí el libro de la guantera y salí del coche. No pude evitar mirar a mi alrededor, por mucho que dejar un libro para que lo recogiera algún pasajero aburrido o algún viajero curioso no tuviera nada de ilegal. Subí corriendo las escaleras hasta el andén. Me sentía ligero como no me había sentido en muchos días. Cuando llegué al final de la escalera, era un ser ingrávido. Debió de ser por eso por lo que lo hice. No se me ocurre otra razón. No era lo que pretendía.

Avanzaba a paso ligero, con el libro en mi mano derecha, pero en lugar de dirigirme hacia uno de los bancos, giré hacia las vías. Me coloqué de lado, como el lanzador que se prepara para su disparo, eché el brazo hacia atrás, lo volteé hacia delante y dejé volar el libro. Planeó por encima de las vías, ingrávido y libre como yo, golpeó con un ruido sordo el bordillo del otro andén y cayó. Oí el golpe al chocar contra las vías. Quedó entre ellas, despatarrado sobre las traviesas.

Me quedé mirándolo. No pretendía destruirlo. Simplemente quería sacarlo de casa. Regresé furtivamente al coche, los hombros caídos, la cabeza gacha. Cuando estaba saliendo del aparcamiento, un vagón lo aplastó. Aparté la vista.

Cuando veinte minutos después entré en el salón, mi mirada se dirigió directamente hacia la estantería más alta. El ligero hueco entre los libros era un vacío profundo. El espacio fue haciéndose más ancho a medida que la noche avanzaba. Sentía el vacío como el hambre físico, que pensé que nunca desaparecería.

No fue hasta las diez cuando me levanté y le dije a Madeleine que me había olvidado unos papeles en el despacho y que tenía que ir a buscarlos.

—¿Por qué no te levantas mañana más temprano? —Su voz no escondía sospechas. Yo era un buen marido, un padre cariñoso, un hombre decente, nada que ver con los tipos dados a correrías nocturnas. Todo lo que yo quería lo tenía en mi casa.

Le dije que estaría de vuelta enseguida, subí a buscar las llaves del coche y antes de salir cogí una linterna.

—Para encontrar los interruptores de la luz del edificio —dije antes de que ella pudiera preguntármelo.

Esta vez el aparcamiento estaba completamente vacío. Estacioné de nuevo junto al andén. La apertura y el cierre de la puerta sonaron como un gemido en la oscuridad.

Subí las escaleras de dos en dos. No tenía tiempo que perder. Encendí la linterna y proyecté el haz hacia las vías. Necesité varios barridos para dar con él, aunque seguía donde había aterrizado, sobre las traviesas, entre las vías.

Caminé hasta el borde del andén. La altura hasta las vías no era muy elevada. Salté. Me torcí el tobillo al impactar contra el suelo. Se me doblaron las rodillas. Recuperé el equilibrio justo antes de caer.

Empecé a caminar por las vías, siguiendo el haz de luz de la linterna. Los zapatos crujían sobre la gravilla. La luz rebotaba y trazaba círculos en la oscuridad. Saltó una forma. Ojos brillantes. Una cola deslizándose. La cicatriz del mordisco de rata que tenía en el brazo palpitaba, aunque no me hubiera dado jamás problemas en el pasado.

Pese al dolor en el tobillo, avanzaba deprisa. A esta hora había pocos trenes, y aunque viniera uno, lo oiría a lo lejos y vería las luces, pero aun así lo que estaba haciendo no era un acto inteligente, ni para un padre y esposo ni para nadie.

Una nueva rata atravesó el haz de luz. La seguí con la linterna hasta que desapareció por un agujero debajo del andén. Cuando volví a enfocar las vías, el libro había desaparecido. Agité la linterna a mi alrededor. El haz blanco alargado trazó círculos. Condenada rata. Condenado libro. De no ser por eso, estaría en casa, mi mujer leyendo a mi lado, mis hijas durmiendo al otro lado del vestíbulo. La linterna repasó una vía y luego la otra, inspeccionó las traviesas, ascendió por los laterales del andén, se arrastró lentamente hacia atrás y acabó descansando a escasos centímetros de donde yo estaba. Los ojos negros me miraban. ¿Dónde has estado, Peter? He estado esperándote.

Me agaché junto al libro. Mi mano se ahuecó para cogerlo, palpando la suciedad y las cenizas como una sensación arenosa. Inicié el camino de vuelta. La luz de la linterna bailaba sobre las vías.

Cuando llegué al andén, deposité el libro y la linterna sobre el suelo de cemento para tener las manos libres y las posé en el bordillo para hacer palanca. Doblé los brazos, luego los tensé y lancé las piernas hacia arriba, pero el andén estaba más alto de lo que pensaba. Golpeé el suelo de cemento con la rodilla. Mis piernas se doblaron bajo el peso de mi cuerpo al caer a las vías. Me imaginé a Betsy acurrucada en la cuna. Visualicé a Abigail en su cama, su aterciopelado brazo abrazando con fuerza un osito de peluche. Vi a Madeleine mirando el reloj.

Doblé de nuevo los brazos, volví a tensarlos, lancé las piernas hacia arriba otra vez, y otra vez volví a caer. Necesité tres intentos más para subir al andén. Tenía las manos raspadas y llenas de sangre, y las rodillas y las espinillas magulladas de los golpes que me había dado contra el cemento. Cuando volví a entrar en el coche, me di cuenta de que tenía un agujero en la pernera de los pantalones.

Al llegar a casa, Madeleine me esperaba sentada en la cama, leyendo. Levantó la vista de la página, se percató de que llevaba las manos ensangrentadas y los pantalones rotos y me preguntó qué demonios me había pasado. Le expliqué que había tropezado al bajar las escaleras del edificio al aparcamiento. Me preguntó qué había sido de la linterna que me había llevado. Le dije que se habían acabado las pilas. En comparación con mis demás mentiras, ésta no era nada.

Durante la semana siguiente seguí moviendo el libro de un lado a otro. Igual que muchos de los que habían pasado a la clandestinidad habían ido escondiéndose en sótanos, armarios y cuevas cuando había cundido el miedo entre sus benefactores, o los vecinos habían empezado a sospechar, o el dinero para pagar el silencio se había agotado, yo fui encontrando nuevos lugares donde esconder mi carga. Lo cogí de la guantera del coche y lo devolví a la balda de la estantería del salón que estaba fuera del alcance de todo el mundo excepto del mío. Lo escondí en el sótano detrás de mi banco de trabajo. Lo encerré en la caja fuerte que teníamos en la parte posterior del armario de la ropa blanca. La caja no era grande, y apenas había espacio para el libro, el pasaporte y el sobre de papel de estraza con dinero que allí guardaba. Lo saqué de la caja fuerte. No quería que contaminase las demás cosas. Lo encerré en el cajón superior de la mesa de la oficina. No tenía intención de leerlo, pero no podía abandonarlo.

Continuaba siguiéndome por todas partes. Había logrado no percatarme de él cuando descansaba sobre la mesilla de noche en el lado opuesto de la cama donde yo dormía. La publicidad y las críticas no me habían llamado la atención, porque nunca leía esa sección en los periódicos. Pero ahora que conocía la existencia del libro, resultaba inevitable. Por la calle veía mujeres que lo llevaban apretado contra su pecho como una insignia al honor. Detrás de la caja registradora del restaurante donde a veces comíamos Harry y yo, la chica me miró con ojos acusadores cuando la interrumpimos para pagar con cheques. Una tarde, al volver a mi despacho, vi de refilón la cara de Ana antes de que mi secretaria la guardara de nuevo en su escondite en la mesa. Me sentía como un hombre en busca y captura que ve sus carteles colgados por todas partes.