El secreto de Una
A veces, cuando miro a mi hija dormir, silenciosa y quieta como una estatua de azabache, pienso en Elena y noto un nudo terrible en el estómago, tan fuerte que siento deseos de salir a la terraza y gritarle a la noche, gritar hasta perder el juicio y la conciencia, caer al suelo como un saco roto, vaciarme de miedo, de culpa.
Sólo dura unos segundos, esa sensación, pero me deja tan devastado por dentro que tengo que recurrir a mis viejas pastillas para dormir, precisamente las mismas que Elena me prohibió seguir tomando cuando empezamos nuestra rutina de casados, allá, en la otra vida.
Me pregunto qué diría si pudiera volver a visitarnos, a Una y a mí. Si, por ejemplo, un día Elena regresara bajo una forma invisible y espectral, y nos observase durante nuestros quehaceres cotidianos: Una tejiendo en su dormitorio, muda y solitaria, y yo catalogando mi colección de insectos, fumando en pipa en el salón, o desempolvando mis libros de historia natural. Quiero pensar que se sentiría feliz al ver que hemos conseguido sobrevivir sin ella y nos hemos convertido en una pequeña familia aburrida, poco dada a la compañía de nuestros semejantes.
Seguramente, y esto es sólo una suposición, sonreiría al ver mi barriga prominente, esa tripa que ella solía palmear en broma poco antes del nacimiento de Una, afirmando que pronto seríamos padres por partida doble. Me duele recordar lo hermosa que estaba en aquella época. Su piel resplandecía con el embarazo y solía llevar su melena recogida, con los rizos cayendo en desorden sobre sus ojos brillantes.
A veces creo que Una ha heredado su pelo, fuerte y negro, o acaso el de algún antepasado más viril que yo, que cada día veo brillar más mi coronilla. El otro día, cuando pasé junto al dormitorio de mi hija, ella dejó un momento de tejer, me miró fijamente y murmuró: “Huevoss”. La verdad, tuve que reírme. Puede que Una no sea lo que se dice normal, pero es innegable que tiene sentido del humor.
Y es inteligente, mucho. Cuando nació, jamás creí que podría llegar a hablar. En más de una ocasión, uno de nuestros raros visitantes se ha sobresaltado al escucharla pronunciar una frase con su voz gutural. Sí, que Dios me perdone, pero a veces la soledad me causa tanta angustia que no me queda más remedio que invitar a algún desconocido a nuestra casa, ofrecerle una bebida y darle conversación.
Sólo entonces, mientras acompaño a mi invitado a la habitación de atrás para presentarle a Una, tomo conciencia del aislamiento en el que vivimos los dos, el vacío que rige nuestras vidas.
Pienso entonces en Elena, en su sonrisa, en aquellos días en que no salíamos de la cama, ávidos, buscando sin descanso a aquel bebé que ella tanto deseaba. Yo la amaba tanto... Recuerdo que algunas tardes se presentaba por sorpresa en el laboratorio y, tras saludar a mis ayudantes, me susurraba al oído “Vámonos”, y riendo en voz baja, nos escondíamos en una de las neveras, como las llamaba ella, aquellas salas refrigeradas donde hacíamos el amor como locos mientras miles de embriones mutados nos observaban flotando desde sus tarros de cristal.
Era desagradable y excitante a la vez. Su cuerpo caliente pegado al mío, el vaho condensándose en las vitrinas y decenas de frascos tintineando y rompiéndose a nuestro alrededor. Un día, después de uno de esos encuentros, Elena se cortó accidentalmente con una de las probetas y decidimos poner fin a aquellas sesiones de sexo improvisado.
Fue un acuerdo mutuo y silencioso, no hizo falta hablar. Elena siempre fue muy intuitiva para captar las emociones ajenas, por eso creo que habría sabido cuidar mejor de Una. Hace unos días, cuando volví del supermercado, la encontré tejiendo en las escaleras del descansillo, agazapada en un rincón. Las bombillas de nuestro bloque están tan gastadas que resultaba difícil verla, allí, en la penumbra. Me enfadé mucho con ella, mucho. A fuerza de tirones conseguí arrastrarla de nuevo dentro del piso.
Ella también se enfadó. Hace tiempo que no soporta esta vida que llevamos; susurra, me evita, se esconde en su dormitorio. Durante nuestro forcejeo me arañó el brazo, aunque quiero pensar que sólo fue un accidente. Los dos nos quedamos paralizados de pronto, mientras aquel manantial de gotas rojas manchaba el suelo del recibidor. “Sssangre”, pronunció ella en voz muy baja. Luego se separó de mí y regresó lentamente a su habitación. Apenas la veo desde entonces.
Recuerdo cuando Elena estaba en el quinto mes de embarazo y los médicos nos dijeron que algo parecía ir mal con el bebé. Nos mostraron unas ecografías borrosas donde nadie era capaz de distinguir la cabeza del feto, ni sus brazos, y mucho menos su sexo. Elena acariciaba suavemente la sombra difusa que aparecía en todas las imágenes, como un mal augurio. El doctor que nos atendía aquella tarde esbozó una sonrisa triste y abriendo los brazos, desplegó ante nosotros un limitado abanico de opciones.
Estábamos sentados en un despacho pequeño, sin ventanas. Un olor a jarabe amargo flotaba sobre el mobiliario verdoso del cuarto. Yo resucitaba imágenes olvidadas de mi infancia, a mi primo Teo, con sus ojos achinados y la baba deslizándose por su barbilla fofa, que solía morderme con saña cada vez que nuestros padres se distraían. Me preguntaba si sería capaz de querer a mi hijo deforme, a aquella sombra amenazadora que destacaba como un agujero negro en la ecografía.
Elena agarró mi mano y me sacó de aquella consulta a rastras. “Tendremos a este niño en casa”, afirmó, sofocada. “Y le querremos, porque es nuestro hijo”. Que Dios me perdone por haberla obedecido.
Mi esposa se pasó encerrada en casa los cuatro meses siguientes. No se atrevía a salir por miedo a que le ocurriera algo al bebé. A menudo se quejaba de dolores y pinchazos en el vientre. Por las mañanas se sentaba en su mecedora y, para distraerse, tejía ropita para el niño. Como aún ignorábamos el sexo, usaba una lana fina, de un tono blanco amarillento. No se le daba demasiado bien, pero con el tiempo fue mejorando. Empezó a tejer patucos y vestidos, chales y mantitas. Cuando llegaba a casa de noche, a menudo me la encontraba tejiendo en la mecedora, con ojos soñadores, mientras la tela se extendía a sus pies como un manto de nieve sucia. Era tan hermosa, y tan frágil. Se alejaba de mí. Y tejía, tejía a todas horas, fabricaba tapices con los que cubría las paredes, los muebles, el suelo, con los ojos perdidos, acariciando su vientre en un diálogo mudo con el bebé.
Me pregunto qué le diría ahora Elena a su hija si pudiera hablar con ella, hacerla entrar en razón. Desde nuestra pelea, Una apenas sale de su cuarto. A veces, dejo de escribir y aguzo el oído, atento al golpeteo de sus pasos en el recibidor, pero no oigo nada. Algo dentro de mí sabe que ella también escucha y espera, inmóvil en la intimidad de su dormitorio. El calor en la casa es insoportable. Hace días que el ambiente se ha vuelto denso, el aire se pega a mi piel como una baba fétida y fría, pero afuera no se escucha ni el zumbido de las moscas. No hay moscas por aquí, ni ningún otro ser vivo. Sólo Una y yo.
A medida que se acercaba la fecha del parto, Elena empezó a encontrarse cada vez más débil. Lo único que hacía era sentarse a esperar mi llegada y tejer sin descanso. Era como una enfermedad, sus manos parecían tener vida propia y se retorcían ágilmente anudando, cosiendo, haciendo tintinear las agujas como dos instrumentos endemoniados. Ahora, los pasos de Una me recuerdan aquel sonido, oigo sus pies avanzar por el pasillo. Es un repiquetear hueco, contenido, intenta salir sin que yo la oiga. Sé que quiere regresar de nuevo al descansillo, tal vez cruzarse con alguno de nuestros vecinos, Dios no lo quiera. La anciana del sexto volvió a preguntarme ayer si he visto a su gato. No tuve valor para mentirle.
Lo he decidido. Hablaré con Una esta noche. Intentaré que entienda que nuestro único futuro es este encierro, aunque tal vez con su madre lo habría sobrellevado mejor. Aún recuerdo su mirada, aquella noche, con Una en brazos. Los gritos, el temblor de aquel vientre vivo, los dos solos viendo nacer a nuestra primera hija, aquel charco de líquido rojizo que lo impregnaba todo, las sábanas, las alfombras, el universo blanco tejido por mi esposa.
En cierto modo, aquella noche nada podía sorprenderme, estaba listo cuando vi aparecer la primera extremidad de Una. En secreto planeaba asfixiarla mientras recordaba a aquel engendro sombrío de las ecografías. Pero entonces, sucedió. Tiré de ella, el resto de su cuerpo pegajoso quedó al descubierto y, de pronto, vi mi rostro reflejado en sus ojos brillantes como charcos de alquitrán.
Cómo prepararte para afrontar a algo así, la mirada limpia de tu primera hija. Cómo no amarla dolorosamente mientras extiende sus piernas hacia ti. Cómo no adorarla mientras sientes en tus brazos el cosquilleo de su piel oscura, cómo no vaciar tu corazón por completo y hacer su voluntad, depositarla en los brazos de la mujer que amas, adivinar lo que va a ocurrir y no hacer nada para evitarlo.
Elena sí comprendió de inmediato su deber como madre. Intuyó enseguida la ansiedad urgente que impulsaba a Una a escarbar en su pecho. Estaba muy débil, su rostro estaba desencajado por el dolor y había perdido mucha sangre. Me miró unos instantes, despidiéndose en silencio. “Está hambrienta, tesoro. Déjanos solas”, murmuró con un hilo de voz. Y yo la obedecí.
Que Dios me perdone, yo la obedecí.
Esta noche buscaré a Una. Entraré en su habitación, aunque no le guste, y le explicaré el significado de su nombre, el que su madre inventó para ella porque fue la primera en intuir que sería una hija única, especial, diferente a nada que nadie haya visto jamás. He hecho cosas terribles para lograr que creciera sana y fuerte. Renuncié a mi trabajo, a mi vida, a la mujer que amaba… la he querido como a nada en este mundo, y haré cuanto esté en mi mano para que nadie le haga daño.
Sé que si alguien descubre alguna vez su existencia, querrá acabar con ella; tal vez encerrarla en un laboratorio y condenarla a un futuro de inyecciones y pruebas. Pero, sobre todo, sé que las sombras alargadas que flotan en su cuarto despertarán la ira de la gente, devolverán a la memoria colectiva a aquellos que desaparecieron sin dejar pistas tras de sí: a las mascotas que un día meneaban sus colas indolentes en el alféizar de la ventana; o aquel vecino solitario que un día no bajó las escaleras ni saludó al portero, sino que abandonó silenciosamente su hogar, dejando las luces encendidas o un cazo de agua hirviendo mientras buscaba una pizca de sal en la puerta de al lado.
Sí, señor, he hecho cosas terribles por mi hija, pero sobre todo, por Elena. Esta noche iré a la habitación de Una e intentaré que comprenda que está mejor aquí conmigo que allá fuera, en ese mundo que la repudia aun sin conocer su existencia. Tal vez, entre las sombras oscuras que cuelgan de las telas de su cuarto, consiga entrever por un instante los párpados vacíos de mi esposa, frágiles como el cristal, o su mano fría y pálida, acariciándome en la distancia.
Llevo en el bolsillo mi viejo mechero, por si Una no atiende a razones. Entraré en su cuarto, cerraré la puerta tras de mí y quitaré la llave. Como de costumbre, ella estará tejiendo en su esquina favorita, quizás encaramada en alguna de sus redes pegajosas. Esta vez se quedará quieta y tendrá que escucharme.
He pasado horas interminables midiendo mis fuerzas. No permitiré que el mundo la encuentre. No consentiré que me la arrebaten, después de todo lo que he sufrido por ella. Prefiero dejar que el fuego trepe y devore las telas donde tantos desconocidos sucumbieron a mi hija hambrienta. Prefiero escuchar sus chillidos de dolor, mientras las llamas deshacen su esqueleto negro y afilado.
Los dos descansaremos por fin junto a Elena, en su tumba de seda.