Reflejos

 

 

Un día, la niña que se reflejaba en el espejo me hizo una señal. Fue un guiño furtivo mientras mi madre me peinaba; tan rápido, que creí haberlo soñado. Pero al día siguiente volvió a hacerlo y, además, me dedicó una sonrisa cómplice. Como si guardara un secreto fabuloso reservado únicamente para mí, su copia real. 

Aquella tarde me planté frente a ella y habló por primera vez. “Me das mucha pena”, dijo con expresión ufana, “los de este lado no tenemos que ir al colegio. No lo necesitamos”. 

Le pregunté entonces qué hacían durante todo el día. “Os observamos a vosotros”, respondió, “es muy divertido”. Por supuesto, aquella revelación despertó mi curiosidad. Me costó semanas convencerla de que me dejara probar el otro lado. Sentía deseos de espiar los secretos de mis padres y mis compañeras de clase. 

Finalmente, accedió a cambio de que yo le prestara mi sitio. “Sólo por un día”, juró, pero debí sospechar que se encariñaría con mi madre de carne y hueso. Poco tiempo después las vi embalar cajas juntas y unos hombres de azul se llevaron el resto de los muebles. 

Han pasado muchos años desde entonces y yo estoy cansada de mirar por este cristal. Por suerte, los nuevos inquilinos tienen una hija pequeña que se me parece.

Hoy le he guiñado un ojo.