La trampa

 

 

Antes de marcharse, Barbazul manoseó con nerviosismo el manojo de llaves y, con una sonrisa forzada, se lo tendió a su esposa número siete. “Aquí tienes las llaves de cada una de las estancias del castillo. Recuerda que puedes visitarlas todas, excepto la que hay en la cima del torreón norte, ¿entendido?”. La joven asintió con la cabeza y, apartando una minúscula llave plateada del resto, se la guardó en un repliegue del vestido.

Su marido la observó durante unos segundos, tratando de descifrar la expresión impenetrable de su rostro. Después, como si le costara hablar, dio media vuelta y apoyó las manos en el alféizar de la ventana. 

“Sé que mi última esposa difundió muchos rumores sobre mí. Afirmó que yo era un asesino y que en ese cuarto guardaba las cabezas decapitadas de mis ex mujeres, pero no debes creer las malas lenguas”, murmuró con tristeza.

“Lo que sí es cierto es que en esa habitación se oculta una fuerza maléfica que está aquí desde hace siglos, desde antes incluso de que se construyera el castillo. Mis dos primeras esposas entraron ahí y nunca volvieron a salir. Se perdieron. Y yo no quiero que a ti te ocurra lo mismo, Alice, así que, ¿me obedecerás? ¿Prometes no entrar en esa habitación?”. “Lo prometo”, respondió ella con una dulce sonrisa.

 “Muy bien”. Barbazul besó a su esposa en la frente y, cogiendo su gabán, dio orden al cochero de partir. Mientras el carruaje se alejaba y la joven agitaba la mano en señal de despedida, su marido aún tuvo tiempo de asomarse por la portezuela y gritar: “¡Recuérdalo, no entres en esa habitación!”. Alice asintió con energía y permaneció allí de pie hasta que la silueta de la carroza desapareció en una curva del camino.

En ese momento, su dulce gesto se endureció y la muchacha entró en el castillo con paso apresurado. Recorrió pasillos, subió escaleras, atravesó comedores dorados y salones tapizados de seda hasta llegar al pie del torreón norte. Con cuidado, se remangó los bordes de la falda y comenzó a ascender lentamente por la escalera de caracol. La luz de las antorchas parpadeó cuando se detuvo frente a la puerta de la habitación prohibida.

Alice introdujo la llave plateada en la cerradura y ésta se abrió con un suave chasquido. Aunque la luz del sol brillaba fuera del castillo, la sala del torreón estaba oscura como la noche. Era una estancia redonda y vacía, a excepción de un enorme espejo colocado justo enfrente de la puerta. Alice buscó a su alrededor, convencida de estar midiéndose con un viejo enemigo. Estaba dispuesta a acabar de una vez por todas con él. De un fuerte empujón cerró la puerta y, entonces, lo vio.

Estaba escondido detrás del marco y ahora se encogía tímidamente, mirándola con miedo a través de sus anteojos. Del bolsillo de su traje sobresalía un bulto que hacía tictac.

 "Estúpido animal, ¡sabía que tú tenías algo que ver con esto!", exclamó Alice.

Furiosa, intentó perseguirle, pero el conejo blanco la esquivó y, de un salto, atravesó limpiamente la superficie cristalina del espejo.

"Maldición", susurró Alice.

Y se lanzó tras él.