El capitán
"Serpientes marinas", dijo el hombre de barba canosa, "seis serpientes de escamas azules, irisadas, con grandes colmillos y colas puntiagudas; serpientes carnívoras, feroces, ¿dónde podría encontrarlas?"
El vendedor le miró sin responder, midiéndole en silencio. Había entrado en la tienda poco antes del cierre, apagando a su paso los ladridos de los cachorros y el canto de los periquitos que apuraban las últimas horas de sol. Lucía un traje gris de corte impecable, pero su cabello alborotado y su piel morena hablaban de océanos lejanos y puertos desconocidos, de tesoros submarinos y olas gigantescas que podrían arrasar ciudades.
El hombre abarcó de una mirada el contenido de las jaulas y peceras, y entonces planteó su extraña petición. Serpientes marinas. Azules. Feroces. El vendedor tragó saliva antes de contestar.
"¿Para qué las quiere?"
El capitán, porque tenía que tratarse de un capitán de barco, un almirante o un pirata al menos, clavó en él sus pupilas negras y se ajustó la corbata con un gesto brusco. Al hacerlo, un destello verde refulgió brevemente en su dedo meñique. Una piedra brillante, una esmeralda, quizá.
"Para qué las quiero no es asunto suyo. ¿Puede conseguírmelas, sí o no?", replicó con voz ronca.
El dependiente negó con la cabeza. Jamás había oído hablar de serpientes de esa clase, pero aquel viejo parecía estar seguro de su existencia. Se preguntó qué otras criaturas imposibles había contemplado. O qué monstruosa deidad marina se proponía dar caza con la ayuda de semejantes mascotas. El tintineo de la puerta le despertó de su ensimismamiento. El capitán se marchaba.
"¡Señor, espere!", consiguió gritar.
El viejo se volvió. Los primeros rayos de luna hacían refulgir su cabello blanco como el de un héroe de leyenda. Sin dejar de sujetar la puerta, le miró interrogante.
"Lléveme con usted", susurró el vendedor.
Tras unos segundos eternos, la puerta se cerró sin hacer ruido.