El oro al final del arco estelar
Frederik Pohl
CONSTITUTION UNO
Diario de a bordo del Teniente Coronel Sheffield N. Jackman, USAF, comandante de la Nave Espacial Constitution, Día 40.
Todo marcha bien, amigos. Gracias a Control Misión por el lote de mensajes personales. Disfrutamos mucho con el concierto que nos irradiasteis; de hecho, grabamos la mayor parte de él para reproducirlo cuando perdamos la comunicación.
Ahora estamos acercándonos al punto seis semanas en nuestra expedición a Alfa Centauro, Planeta Aleph, y al haber superado la mayor distancia que el hombre había recorrido desde la Tierra empezamos a sentirnos realmente en nuestro verdadero camino. Nuestros últimos datos de navegación confirman el plan de Control de Misión, y calculamos que cruzaremos la órbita de Plutón aproximadamente a las 1631 horas, tiempo de la nave, del Oía 40, es decir, hoy. Letski ha estado controlando el efecto de la dilatación del tiempo, el cual empieza a ser significativo ahora que viajamos al seis por ciento de la velocidad de la luz, y dice que eso equivale aproximadamente a la una y cuarto de la mañana de vuestro tiempo, Control Misión. Pronto dejaremos atrás el Sistema Solar y seremos los primeros seres humanos que penetren en las profundidades del espacio interestelar. Planeamos celebrarlo con una pequeña fiesta. Letski y Ann Becklund han confeccionado una bandera para lanzarla en aquel punto, lo cual haremos a través de la compuerta de observación Número Tres, junto con la placa de acero inoxidable que contiene el saludo del Presidente. También lanzaremos algunos objetos personales por cada uno de nosotros. Yo contribuiré con mi faja de graduado de la Academia del Aire.
Pocos cambios desde los anteriores informes. Nos estamos adaptando perfectamente a nuestra rutina. Hace semanas que terminamos todas nuestras comprobaciones postlanzamiento, y tal como predijo el doctor Knefhausen, empezamos a disponer de tiempo libre. No tenemos mucho en que ocuparnos entre este momento y el de nuestra llegada al planeta Alfa-Aleph que sea realmente esencial para el funcionamiento de la nave espacial. De modo que hemos puesto en marcha el programa recreativo propuesto por Kneffie, utilizando los esquemas preparados por el Departamento de Personal de la NASA. Al principio —creo que los muchachos de Indianápolis son lo bastante mayores como para saber esto—, recibieron lo que podría llamarse una fría acogida. La opinión general fue la de que este asunto de aprender teoría aritmética, que es lo que nos sirvieron de entrada, era cosa de chicos. Pensamos que no estábamos aún suficientemente desesperados para aquello, de modo que dedicamos nuestro tiempo a otras cosas. Ann y Will Becklund jugaban mucho al ajedrez. Dot Leski empezó a escribir una adaptación en verso de “Guerra y Paz”. El resto de nosotros nos dedicamos a revisar el equipo, a efectuar observaciones astronómicas y a contar chistes. Pero no tardamos en cansarnos, tal como Kneffie había predicho.
Se nos ocurrió que el mejor modo de matar el tiempo en una nave espacial era aprender a interesarnos en los problemas matemáticos. La idea prosperó. Hasta el punto de que Letski lleva diez días tratando de encontrar una fórmula para los números primos, y mi querida Flo está tratando de demostrar la Conjetura de Goldbach por medio de la teoría de las congruencias (se trata de la misma chica que hace dos meses era incapaz de sumar la lista de la lavandería). Desde luego, resulta entretenido.
Módicamente, nos encontramos todos en excelentes condiciones. Adjunto datos detallados sobre nuestra presión sanguínea, pulso, etc., así como la cinta con las lecturas del cohete del sistema de navegación. Volveré a informar de acuerdo con lo previsto. Cuiden a la Tierra para nosotros: esperamos volver a verla dentro de unos años…
WASHINGTON UNO
Aquella semana, la guerra de guerrillas urbanas en Washington pareció remitir. El helicóptero pudo flotar encima mismo del Césped Meridional de la Casa Blanca: no hubo disparos de tiradores parapetados, ni bombas incendiarias, ni siquiera lanzamiento de piedras. El Dr. Dieter von Knefhausen contempló suspicazmente los piquetes de aspecto cansado en sus “legales” cincuenta yardas a lo largo del perímetro. No parecían militantes: tal vez Gay Lib, o quién sabe qué, tal vez naturistas o anti—impuestos. En cualquier caso, no lanzaron piedras y sólo se permitieron un desorganizado abucheo cuando el helicóptero aterrizó. Knefhausen se inclinó ante Herr Omnes sardónicamente, se apeó del aparato y se apartó con rapidez sabiendo que iba a remontar el vuelo inmediatamente. Y así ocurrió. Knefhausen no se molestó en correr hacia la Casa Blanca. Su paso era normal, como si estuviese dando un paseo. No temía a aquella gente sencilla, aunque al piloto del helicóptero le inspirara verdadero terror. Además, no tenía ninguna prisa en acudir a su cita con el Presidente.
El ADC que le cacheó no sonrió. El ordenanza que le condujo a la Terraza Oeste no le saludó. Nadie le alivió del peso de su maletín, lleno de papeles y documentos. No resultaba difícil saber cuándo uno había caído en desgracia, pensó, encogiendo la cabeza entre los hombros ante el estrépito del rotor mientras el piloto daba una vuelta sobre la Casa Blanca para ganar altura antes de aventurarse a regresar a través de la vasta ciudad.
Todo había sido mu distinto en otros tiempos, pensó con cierta nostalgia. Podía recordar cada minuto de aquellos viejos días. Allí mismo, en aquel umbral, había posado ante los fotógrafos de toda la prensa mundial y había hablado a los periodistas de aquella misma prensa del Proyecto Alfa-Aleph. Había visto su fotografía junto a la del Presidente en todas las primeras planas, se había contemplado a sí mismo en los noticiarios de la TV, hablando de la Nueva Tierra que daría a América todo un planeta colonizable situado a una distancia de cuatro años—luz. Recordaba el lanzamiento en El Cabo, con un millón y medio de invitados de todo el mundo, estadistas extranjeros y científicos comiéndose las uñas de envidia, políticos norteamericanos reventando de orgullo. Entonces, los ordenanzas le saludaban, desde luego. Una conferencia representaba para él un cheque en blanco. Incluso se habló de nombrarle candidato para la Vicepresidencia en la siguiente elección… y probablemente hubiese ocurrido así de haberse celebrado la elección en aquellos momentos de euforia… y si no hubiese existido el problema de su nacimiento en un país extranjero.
Ahora, todo era distinto. Tenía que subir en el ascensor de servicio. Más que por sí mismo, el hecho le preocupaba como reflejo de una delicada situación interna. ¿Se trataba simplemente de las habituales historias de los periódicos, o existía realmente una fuga?
El marine de guardia llamó con los nudillos a la puerta de la sala del Gabinete, y abrieron desde dentro.
Knefhausen entró.
Ningún Vicepresidente salió a su encuentro para agarrarle del brazo y palmear su espalda. Le acogieron treinta rostros silenciosos vueltos hacia él, algunos reservados, algunos francamente hostiles. Todo el Gabinete estaba allí, junto con media docena de jefes de departamento, y los ayudantes del Presidente, y el rostro más hostil alrededor de la gran mesa ovalada era del propio Presidente.
Knefhausen se inclinó. Una atávica tendencia a las bromas estudiantiles le hizo pensar en entrechocar sus tacones y ajustarse un monóculo, pero no tenía monóculo y no se dejaba llevar por impulsos como aquel. Se limitó a ocupar su puesto, de pie en un extremo de la mesa, y cuando el Presidente asintió con un gesto, dijo:
—Buenos días, damas y caballeros. Supongo que deseaban verme a propósito de las absurdas mentiras que los rusos están propalando acerca del programa Alfa-Aleph.
—Roobarooba —se murmuraron el uno al otro.
El Presidente dijo, con su voz atenorada:
—De modo que usted cree que son simples mentiras…
—Mentiras o errores, señor Presidente, no importa la diferencia. Nosotros estamos en lo cierto y ellos están equivocados, eso es todo.
—Roobaroobarooba.
El Secretario de Estado dirigió una interrogadora mirada al Presidente, obtuvo un gesto de asentimiento y dijo:
—Dr. Knefhausen, sabe usted que he pertenecido a su equipo durante mucho tiempo y que no deseo mostrarme en desacuerdo con cualquier afirmación que usted tenga a bien hacer, pero, en el caso que nos ocupa, ¿está usted completamente seguro? Los rusos han publicado unas cifras muy convincentes.
—Son falsas, señor Secretario.
—iAh! Bien, Dr. Knefhausen, por mi parte no tendría inconveniente en aceptar su palabra, pero hay otros que no opinan como yo. No se trata de chiflados ni de descontentos, sino de personas excelentes y reconocidamente honradas. ¿Tiene usted alguna evidencia para ellos?
—¿Con su permiso, señor Presidente?
El Presidente asintió de nuevo. Knefhausen abrió su maletín y sacó de él un pequeño fajo de diapositivas. Se las entregó a un comandante de marines, el cual miró al Presidente en demanda de aprobación y luego hizo lo que Knefhausen le indicó. Las luces se apagaron y, tras unos ajustes del foco, fue proyectada la primera diapositiva por encima de la cabeza de Knefhausen. Mostró una enorme formación de postes metálicos en forma de Y, extendiéndose a lo largo de un paisaje árido y polvoriento.
—Esta fotografía es de nuestro radio—telescopio de Farside, la Luna —dijo Knefhausen—. Nunca es visible desde la Tierra, debido a que esa parte de la superficie lunar se encuentra permanentemente oculta a nuestros ojos, motivo por el cual la escogimos para instalar el telescopio. No existen interferencias eléctricas de ninguna clase. El instrumento está compuesto por treinta y tres millones de elementos dipolares independientes, montados con una exactitud de millonésimas. Su tamaño real es aproximadamente el de un círculo de dieciocho millas, pero en virtud de su favorable posición su alcance equivale al de un telescopio de veintiséis millas de diámetro. La siguiente diapositiva, por favor.
Click. La fotografía del enorme RT desapareció y fue reemplazada por otra construcción similar, aunque visiblemente más rústica y de menor tamaño.
—Este es el instrumento ruso, caballeros. Su diámetro es aproximadamente la cuarta parte del nuestro. Tiene una décima parte de elementos, y nuestros informes —lo sé de buena fuente— indican que el montaje es muy deficiente.
“La diferencia entre los dos instrumentos en capacidad de reunir información es de cien a uno a favor nuestro. Luces, por favor.
“Lo cual significa —continuó, sonriendo a cada una de las personas sentadas en torno a la mesa— que si los rusos dicen “no” y nosotros decimos “sí “, puede apostarse por el “sí “. En nuestro telescopio puede confiarse. En el de ellos, no.
Los reunidos se removieron nerviosamente en sus asientos. Estaban tan ansiosos por creer a Knefhausen como éste lo estaba por convencerles, pero no estaban seguros.
El Representante Belden, Presidente del Comité de Medios y Arbitrios del Congreso, habló por todos ellos:
—Nadie duda de la calidad de su equipo. Especialmente —añadió— teniendo en cuenta que aún lo estamos pagando. Pero los rusos han hecho una afirmación categórica. Dicen que Alfa Centauro no puede tener un planeta de más de mil millas de diámetro, ni a una distancia inferior a quinientos millones de millas de la estrella. Tengo aquí una copia de la gacetilla de la Tass. Admite que su equipo es inferior al nuestro, pero tienen una declaración firmada por veintidós académicos que dicen que su equipo no podría pasar por alto un objeto más próximo o de mayor tamaño de lo que acabo de citar, ni cualquier cuerpo de cualquier tipo lo bastante grande para permitir que nuestros astronautas se posaran en él. ¿Conoce usted esa declaración?
—Sí, desde luego, la he leído…
—Entonces sabe usted que ellos afirman categóricamente que el planeta al que usted llama “Alfa— Aleph” no existe.
—Sí, eso es lo que ellos afirman.
—Además, unas declaraciones de las autoridades del Observatorio de París, del Centro Astronómico de la UNESCO en Trieste y del Astrónomo Real de Inglaterra, dicen que ellos han revisado y confirmado sus cifras.
Knefhausen asintió jovialmente.
—Eso es cierto, Representante Belden. Ellos confirman que, si las observaciones corresponden a la realidad, las conclusiones a las que ha llegado la instalación soviética de Novy Brezhnevgrad en Farside son correctas. No discuto la aritmética. Sólo digo que las observaciones se han realizado con un equipo inadecuado, y en consecuencia los astrónomos soviéticos han llegado a una falsa conclusión. Pero no deseo abusar de su paciencia con una afirmación sin pruebas —se apresuró a añadir, mientras el congresista abría la boca para hablar de nuevo—. Lo que los rusos dicen es teoría. Yo ofrezco, no sólo una teoría mejor, sino también un hecho objetivo. ¡Sé que Alfa-Aleph existe porque lo he visto! ¡Las luces, comandante! Y la diapositiva siguiente, por favor…
La pantalla se iluminó y mostró un espacio blanco brillante con una serie de puntitos negros, como polvo. Uno de mayor tamaño aparecía en el centro de la pantalla, rodeado de una docena de puntos visiblemente menores.
Knefhausen cogió un puntero con la punta fluorescente y señaló con la pequeña flecha de luz el punto central.
—Esto es un negativo fotográfico —dijo—, o sea, que es negro donde la escena real es blanca y viceversa. Esos objetos son astronómicos. Fue tomado por nuestro satélite Briareus XII cerca de la órbita de Júpiter, en su camino hacia Neptuno, hace catorce meses. El objeto central es la estrella Alfa Centauro. Fue fotografiada con un instrumento especial que filtra la mayor parte de la luz de la propia estrella, de naturaleza electrónica y parecido al coronascopio que se utiliza para fotografiar protuberancias en nuestro Sol. Confiábamos en que por ese medio lograríamos fotografiar el planeta Alfa-Aleph. Tuvimos éxito, como pueden ver. —El puntero apoyó su pequeña flecha junto al punto más próximo a la estrella central—. Eso, damas y caballeros, es Alfa— Aleph. Se encuentra exactamente en el lugar que habíamos predicho de acuerdo con los datos del radio—telescopio.
Se produjo un nuevo estallido de rumores en torno a la mesa. En la oscuridad, resultaron más ruidosos que antes. El Secretario de Estado gritó en tono agudo:
—¡Señor Presidente! ¿Podemos hacer pública esta fotografía?
—La haremos pública inmediatamente después de esta reunión —dijo el Presidente.
—Roobarooba.
Luego, el Representante Belden:
—Señor Presidente, estoy convencido de que si usted dice que ése es el planeta que queremos, el planeta es ése. Pero fuera de nuestro país pueden ponerlo en duda, ya que en realidad yo veo iguales todos esos puntos. Sólo para satisfacer la curiosidad de un profano, ¿cómo sabe usted que es Alfa-Aleph?
—Diapositiva número cuatro, por favor… sin quitar la número tres. —Era la misma escena, sutilmente distinta—. Observen cómo en esta fotografía, caballeros, uno de los objetos, este, ha cambiado de posición. Se ha movido. Saben ustedes que las estrellas no muestran ningún movimiento discernible. Se ha movido porque esta fotografía fue tomada ocho meses más tarde, cuando el Briareus XII regresaba de Neptuno y el planeta Alfa-Aleph había girado en su órbita. Esto no es teoría, es evidencia, y debo añadir que la película original se conserva en Goldstone, de modo que no existe posibilidad de error.
—Roobarooba.
Pero ahora en tono más alto y excitado.
Satisfecho, Knefhausen inclinó su puntero.
—Ahora, comandante, haga el favor de colocar las diapositivas tres y cuatro una al lado de la otra… así… y páselas hacia adelante y hacia atrás con la mayor rapidez posible… gracias. —El puntito negro llamado Alfa-Aleph rebotó hacia adelante y hacia atrás como una pelota de tenis, en tanto que todos los otros puntos permanecían inmóviles—. Esto es lo que se llama un proceso comparativo. Y debo señalar que, si lo que están mirando no es un planeta, es la estrella más rápida que nunca han visto. Y también que se encuentra a la distancia exacta y con el período orbital exacto que habíamos especificado basándonos en los datos del radiotelescopio. Ahora, ¿alguna pregunta más?
—¡No, señor!
—¡Estupendo, Kneffie!
—Creo que el asunto ha quedado aclarado.
—Será una lección para los comunistas.
La voz del Presidente dominó el barullo.
—Comandante Merton, puede usted encender las luces —dijo—. Dr. Knefhausen, gracias. Le agradecería que se quedara unos minutos para revisar con Murray y conmigo el texto de nuestro comunicado antes de hacer públicas esas fotografías.
Hizo un gesto de despedida a su principal asesor científico y luego, advertido por los felices rostros de su gabinete, se acordó de sonreír con placer.
CONSTITUTION DOS
Diario de a bordo de Sheffield Jackman. Nave espacial Constitution. Día 95.
Según Lestski, ahora viajamos al quince por ciento de la velocidad de la luz, es decir, a casi 45.000 kilómetros por segundo. Los impulsores a fusión funcionan estupendamente: tal como estaba previsto, el ritmo de las explosiones es tan rápido que sólo las notamos como vibración. Las curvas del combustible, de la energía y del mantenimiento vital se encuentran en su punto óptimo. Ningún problema de ningún tipo con la nave, ni, realmente, con ninguna otra cosa.
Los efectos relativistas han comenzado a manifestarse, tal como estaba previsto. Los estudios espectrales de Jim Barstou muestran a las estrellas situadas enfrente de nosotros variando al azul, y al Sol y otras estrellas detrás de nosotros variando al rojo. Aunque en el espectroscopio apenas puede apreciarse. Beta Circini parece un poco rara, tal vez. En cuanto al Sol, es aún muy brillante —la última observación de Jim, hace unas horas, ha fijado su magnitud en menos seis—, y como nunca lo había visto en las actuales condiciones no puedo decir si el color parece brillante o no. No es ciertamente el amarillo dorado que yo asocio con el tipo GO, pero tampoco lo es Alfa Centauro, delante de nosotros, y no veo realmente ninguna diferencia entre ellos. Creo que el motivo estriba simplemente en que son tan brillantes que las impresiones cromáticas son secundarias a las impresiones de brillo, aunque el espectroscopio, como ya he dicho, hace ver las diferencias. Hemos establecido turnos para mirar hacia atrás. Todavía podemos ver la Tierra e incluso la Luna en el telescopio, pero las posibilidades son menores cada día, y pronto dejarán de existir.
Vamos a ver… ¿qué más?
Hemos pasado muy buenos ratos con el programa recreativo de matemáticas. Ann se ha lanzado a la aritmética binaria como un pato al agua. Creo que está trabajando en algo relacionado con la experimentación estadística —no acostumbramos a fijarnos demasiado en lo que hacen los demás hasta que ellos nos hablan del asunto—, y se le ocurrió pedirnos nada menos que unas monedas para no sé qué. Naturalmente, ninguno de nosotros pensó en traer dinero. Bueno, dos de nosotros teníamos una moneda: Ski tenía un rublo de plata que el tío de su madre le había regalado para que le diera suerte, y yo encontró en uno de mis bolsillos un dólar antiguo acuñado en Filadelfia. Ann rechazó mi dólar diciendo que pesaba muy poco, pero se pasa el día lanzando el rublo al aire para ver si cae cara o cruz, y anotando los resultados como una serie de números binarios, 1 para las caras y 0 para las cruces. Al cabo de una semana mi curiosidad era tan intensa que empecé a fisgar para descubrir lo que estaba haciendo. Sin embargo, a todas mis preguntas contesta cosas como: “Por medio de lo fácil y lo sencillo, captamos las leyes del mundo entero”. Y cuando le digo que eso es muy bonito, pero que no me aclara lo que espera conseguir lanzando al aire la moneda, dice: “Cuando las leyes del mundo sean captadas, tendremos la perfección”. Como ya he dicho, no nos atosigamos unos a otros, y dejó la cosa así. Todo esto ayuda a pasar el tiempo.
Kneffie estaría orgulloso de sí mismo si pudiera ver cómo nos mantiene ocupados nuestro recreo. Ninguno de nosotros ha conseguido demostrar el Último Teorema de Fermat ni nada por el estilo, pero de ello se trata, precisamente. Si pudiésemos resolver los problemas, los dejaríamos de lado y, ¿qué haríamos entonces para entretenernos? Sirven exactamente para el fin previsto: mantenernos mentalmente despiertos durante este largo e intrínsecamente aburrido viaje.
¿Relaciones personales? No pueden ser mejores. Mucho mejores de lo que cualquiera de nosotros esperaba durante los cursillos preparatorios en Control Misión. Las chicas toman las píldoras blancas cada día hasta tres días antes de sus períodos, luego toman las píldoras verdes durante cuatro días, luego pasan otros cuatro días sin tomar nada, y luego vuelven a las blancas. Al principio, la cosa daba motivo a toda clase de bromas, pero ahora es pura rutina, como lavarse los dientes. Los hombres tomamos nuestras píldoras rojas todos los días —Ski las bautizó con el nombre de “apagaluces”—, hasta que las chicas nos dicen que están “en condiciones” —ya me entiende, cada una se lo dice a su marido—. Entonces nosotros tomamos el Diablo Azul —es decir, el “antídoto”—, y lo pasamos de lo mejor hasta que las chicas empiezan de nuevo con las píldoras blancas. Ninguno de nosotros creía que esto diera resultado. Pero funciona. Yo no pienso siquiera en el sexo hasta que Flo besa mi oreja y me dice, disculpen la expresión, que está dispuesta a entrar en calor. Tenemos un hermoso camarote con dos lechos individuales, y lo llamamos el Hotel Luna de Miel. Lo ocupa la pareja que lo necesita, y ni una sola vez han sido utilizadas las dos camas. El resto del tiempo dormimos normalmente, y nadie ha tenido problemas en ese aspecto.
Disculpen que me refiera a cosas tan “personales”, pero ustedes me dijeron que querían saberlo todo, y no hay mucho más que contar. Todos los sistemas funcionan estupendamente. Los revisamos de cuando en cuando, pero no se nos ha planteado ningún problema, y no parece que se nos vaya a plantear más tarde. Y en el exterior no hay absolutamente nada digno de verse, aparte de las estrellas. Y todos nosotros las hemos contemplado hasta la saciedad.
Nos hemos acostumbrado al sistema de recuperación. Ninguno de nosotros pensaba realmente habituarse al retrete de succión, y mucho menos a lo que ocurre con su contenido, pero sólo resultó molesto los primeros días. Ahora no hay problema. El producto pasa a los tanques de algas. El residuo de las algas pasa a los lechos de residuos hidropónicos, aunque para entonces no es más que materia vegetal verde—pardusca. Todo es manipulado automáticamente, desde luego, de modo que nuestro primer contacto real con el sistema se produce en la cocina.

Ingerimos los alimentos en forma de hermosos tomates rojos, arroz pilaf y cosas por el estilo. Echamos un poco de menos las proteínas animales: los alimentos congelados tienen que durar mucho tiempo, de modo que cada hamburguesa es un festín especial que sólo nos permitimos una vez a la semana. El agua que bebemos procede realmente del aire, condensado por los deshumidificadores en el tanque de reserva, del cual la sacamos para beber. Está muy fresca y tiene un sabor muy agradable. Desde luego, pasa al aire tras haber sido exudada por nuestros poros o transpirada por las plantas —las cuales son regadas directamente con el producto tratado de los tanques de cultivo—, y todos nosotros sabemos, cuando nos paramos a pensar en ello, que cada una de sus moléculas ha pasado a través de nuestros riñones un mínimo de cuarenta veces. Aunque no directamente. Y esto es lo que importa. Lo que bebemos es rocío claro y dulce. Y si alguna vez fue otra cosa, ¿no podría decirse lo mismo del Lago Erie?
Bueno, creo que me he extendido demasiado. Ustedes, probablemente, ya habrán captado la idea: somos felices en el servicio y les damos las gracias por este crucero de placer.
WASHINGTON DOS
Mientras esperaba entrevistarse con el Presidente, el Dr. Knefhausen leyó de nuevo el comunicado de la nave espacial, con aire satisfecho. “Felices en el servicio”. “Kneffie estaría orgulloso de sí mismo”. Realmente, Kneffie lo estaba. Y orgulloso de ellos, tan valientes, tan fuertes.
Estaba tan orgulloso de ellos como si hubiesen sido hijos suyos, los ocho. Todo el mundo sabía que el proyecto Alfa-Aleph había sido engendrado por Knefhausen, pero éste trataba de ocultar al mundo que en su propia mente extendía su paternidad a la tripulación. Eran la avanzadilla del mundo asequible, y él les había situado allí. Irguió la cabeza, escuchando los lejanos cánticos que llegaban desde la verja del perímetro, donde no cesaba la exhibición de violencia de las multitudes para fastidiar a las personas que hacían marchar el mundo. Allí estaban, con los cabellos largos y la moral sucia. Los cielos sólo pertenecían a los ángeles, y Dieter von Knefhausen había escogido los ángeles. Él había establecido los procedimientos de selección… y si había hecho algunas cosas que era preferible no mencionar para asegurarse de que los procedimientos daban el resultado apetecido, ¿qué importaba? Él era el que había concebido y adaptado el importantísimo programa recreativo, y por encima de todo era él el que había concebido todo el proyecto y persuadido al Presidente para que lo pusiera en ejecución. La quincalla no era nada, sólo dinero. Los conceptos científicos básicos eran conocidos; la mayoría de los componentes estaban en las carpetas; sólo se necesitaba voluntad para reunirlos. La voluntad no hubiese existido de no haber sido por Knefhausen, que anunció el descubrimiento de Alfa-Aleph desde su radiotelescopio de Farside —le dio aquel nombre, aunque pudo haberle dado otro cualquiera escogido por él, incluso el suyo— y entabló la lucha por el proyecto con todos los medios a su alcance, hasta que el Presidente lo aceptó.
Había sido una lucha dura y amarga. Knefhausen se recordó a sí mismo que lo peor estaba aún por llegar. No importaba. Costara lo que costara, ya estaba hecho, y valía la pena. Aquellos informes del Constitution lo demostraban. Todo se desarrollaba de acuerdo con las previsiones establecidas, y…
—Disculpe, Dr. Knefhausen.
Levantó la mirada, catapultado casi desde medio año—luz de distancia.
—He dicho que el Presidente le verá ahora —repitió el ujier.
—¡Ah! —exclamó Knefhausen—. ¡Oh, sí, desde luego! Estaba sumido en mis pensamientos.
—Sí, señor. Por aquí, señor.
Pasaron por delante de una ventana y vieron fugazmente la agitación al otro lado de las verjas, las pancartas utilizadas como picas, una nubecilla azul de gas lacrimógeno…
—Parece que la gente está excitada —dijo Knefhausen con aire ausente.
—No hay ningún peligro, señor. Por aquí, por favor.
El Presidente estaba en su despacho particular, pero, ante la sorpresa de Knefhausen, no estaba solo. Le acompañaba Murray Amos, su secretario personal, lo cual era comprensible: pero había otros tres hombres en la estancia. Knefhausen les reconoció como el Secretario de Estado, el Presidente de la Cámara y el Vicepresidente. Muy raro, pensó Knefhausen, puesto que le habían hablado de una entrevista confidencial con el Presidente… Pero reaccionó enseguida.
—Disculpe, señor Presidente —dijo, en tono jovial—. Debí entenderlo mal. Pensó que íbamos a hablar a solas, usted y yo.
—No importa —dijo el Presidente. Los años de preocupaciones en la Casa Blanca empezaban a pesar sobre sus hombros. Parecía muy viejo y muy cansado—. Les dirá a esos caballeros lo que me habría dicho a mí.
—Sí, comprendo —dijo Knefhausen, tratando de disimular el hecho de que no comprendía absoluta— mente nada. Seguramente que el Presidente quería dar a entender otra cosa con sus palabras, de modo que era preciso averiguarlo—. Sí, desde luego. Aquí hay algo, señor Presidente. ¡Un nuevo informe de la Constitution! Se recibió en Goldstone hace una hora, y acaba de salir de la sala de descifrado. Permítame que se lo lea. Nuestros bravos astronautas se están comportando espléndidamente, tal como estaba previsto. Dicen…
—Deje eso ahora —le interrumpió el Presidente—. Lo oiremos más tarde. Antes quiero que le cuente a este grupo toda la historia del proyecto A1fa—Aleph.
—¿Toda la historia, señor Presidente? —inquirió Knefhausen, ligeramente desconcertado—. Comprendo. Quiere que empiece por el principio, o sea, a partir del momento en que nos dimos cuenta en el observatorio que habíamos descubierto un nuevo planeta…
—No, Knefhausen. No me refiero a la historia ficticia, sino a la verdadera.
—¡Señor Presidente! —exclamó Knefhausen, súbitamente alarmado—. Debo informarle que protesto por este prematuro…
—¡La verdad, Knefhausen! —gritó el Presidente. Era la primera vez que Knefhausen le oía levantar la voz—. No saldrá de esta habitación, pero debe usted contarlo todo. Dígales por qué los rusos están en lo cierto. Dígales por qué hemos enviado los astronautas a una misión suicida, ordenándoles aterrizar en un planeta que desde el primer momento sabíamos que no existe.
CONSTITUTION TRES
Diario de Shef Jackman, Día 130.
Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad? Lamento ser un corresponsal tan perezoso. Estaba jugando una partida de ajedrez con Eve Barstou —ella copiando el estilo de Bobby Fischer y yo el de Reshevsky—, cuando Eve dijo algo que me hizo pensar en el viejo Kneffie, y que, desde luego, me recordó que les debía una transmisión. De modo que aquí está.
Sin embargo, debo alegar en mi defensa que no se trata únicamente de que haya estado ocupado en otras cosas. El transmitir estos comunicados significa un gran consumo de energía. Y algunos de nosotros no estamos tan seguros de que merezca la pena. Cuanto más avanzamos, más energía necesitamos acumular para una transmisión.
Ahora mismo no está tan mal la cosa, pero… Bueno, debo decirles la verdad, ¿no? Kneffie nos hizo prometer que diríamos siempre la verdad, puesto que formamos parte del experimento y ustedes necesitan saber en todo momento lo que estamos haciendo, absolutamente todo. Bien, la verdad en este caso es que durante una temporada hemos andado algo escasos de energía, debido a que Jim Barstou necesitaba mucha para sus investigaciones. Ustedes se preguntarán probablemente de qué investigaciones se trata, pero aquí tenemos por norma no meter las narices en lo que cualquier otro está haciendo hasta que la cosa está a punto, y lo de Jim todavía no está a punto. Asumo toda la responsabilidad, no sólo por el gasto de energía, sino también por los posibles daños a la nave. Le dije que podía seguir adelante con ello.
Ahora estamos viajando muy aprisa, y a simple vista podemos observar las variaciones en azul y en rojo de las estrellas, según se encuentren delante o detrás de nosotros, respectivamente. Resulta raro, pero aún no hemos podido ver el planeta Alfa-Aleph, ni siquiera con el disco oscureciendo la estrella. Ahora, con la variación al azul, probablemente no lo veremos hasta que se reduzca nuestra velocidad. todavía podemos ver el Sol, aunque supongo que lo que estamos viendo es ultravioleta en su origen. Desde luego, las variaciones de la frecuencia relativista significan que necesitamos energía compensadora extra en nuestras transmisiones, lo cual es otro motivo para que no me dedique a escribir a casa cada domingo, entre el almuerzo y el partido de baseball…
Pero la misión marcha muy bien. Las “relaciones personales” continúan siendo excelentes. También en este aspecto hemos llevado a cabo algunos experimentos que no figuraban en el programa, con estupendos resultados. Sin entrar en detalles, me limitaré a darles una pista: Dot Letski me encarga que les diga a los muchachos de Control Misión que cojan dos píldoras blancas y una de Diablos Azules, que las mezclen con un cuarto de cucharadita de pimienta negra y unos 2 centímetros cúbicos del líquido acondicionador del sistema de recuperación. Hay que tomarlo con un sorbete de naranja. Es algo asombroso. La primera vez que lo tomó, Flo se convirtió en un verdadero ciclón… y ustedes ya me entienden. La propia Dot inventó la fórmula hace unas semanas. Nos maravilla comprobar lo rápidamente que avanza su “Guerra y Paz” en verso, hasta que nos dio a conocer el secreto. Entonces descubrimos lo que podía hacer por uno, emotiva e intelectualmente.
Ann y Jerry Letski renunciaron muy pronto a sus propios programas recreativos: demasiado pronto. ¡Se suponía que iban a durar todo el viaje! Intercambiaban microfichas, dando por sentado que cada uno de ellos estaba interesado en un aspecto de la causalidad, y querían comprobar lo que el otro bando podía ofrecer. Ahora, Ann se interesa por individuos tales como Kant y Carnap, y Ski está que trina porque en los cultivos hidropónicos no hay Achillea millefolium. Dice que necesita los tallos para sus investigaciones. Pero su estado es completamente normal, de veras. No hubiese estado de más pensar en nuestras otras necesidades, aparte del sexo y de la teoría de los números. Ni siquiera podemos utilizar los huesos de las sobras de la cocina, porque en la cocina no hay sobras de ninguna clase. Sé perfectamente que no podían pensar ustedes en todo, pero… Sin embargo, improvisamos lo mejor que podemos, y repito que las cosas marchan bien.
Vamos a ver… ¿qué más? ¿Les envió la demostración de la conjetura de Goldbach de Jim Barstou? Resultó muy sencilla, en cuanto Jim hubo desarrollado su idea de los análisis de paridades múltiples. Sin embargo, la mayor parte de nosotros no perdemos ya el tiempo con esas tonterías. Nos hemos cansado de la teoría de los números, tras haber resuelto todos sus aspectos divertidos, y ahora —aparte de lo que nos interesa particularmente—, si hay algo que nos atrae de un modo colectivo es probablemente el cálculo de la expresión. No lo hacemos sistemáticamente, ya que sólo le dedicamos el tiempo que nos permiten nuestras otras actividades, pero todos estamos convencidos de la factibilidad de una gramática universal, con todas sus implicaciones.
Flo ha trabajado en ello más que todos nosotros. Opina que Boole, Venn y todos aquellos personajes de la antigüedad siguieron un camino equivocado, pero piensa que podría haber algo aprovechable en la idea del “calculus ratiocinator” de Leibniz. Sobre todo, le gusta una sugerencia de J. W.. Swanson para los lenguajes multíplices. (Jim la aprovechó para trabajar en sus análisis de las paridades.) La idea consiste en desarrollar un lenguaje de vocabulario doble. Una serie de significados es transportada, digamos por medio de fonemas, es decir, la forma de las propias palabras. Otra serie es transportada por el tono. Es como cantar un mensaje cuya mitad lo compusieran las palabras y la otra mitad la música. Emitidas en tercera, en cuarta o en otras dimensiones, las dos series de significados deberían transportar muchos tipos de significados a la vez, aunque hasta ahora no hemos podido llegar tan lejos… excepto si utilizamos el sexo como uno de los medios de comunicación. La mayoría de los sentidos asequibles son demasiado limitados para abarcar tanto.
A propósito, hemos revisado todos los “lenguajes artificiales” existentes, en la medida de lo posible (por ejemplo, hemos situado a Will Becklund bajo regresión hipnótica para “recapturar” el esperanto que había aprendido siendo un niño). Pero todos son callejones sin salida. Ni siquiera transportan tanto como el inglés o el francés normales.
Sigue el parte médico. Nuestro estado de salud es excelente. Eve Barstou nos sometió a una revisión para más seguridad. Ann y Ski tenían un par de muelas picadas, de modo que Eve aprovechó la ocasión para practicar un poco. No me refiero a practicar en el empaste de muelas, sino en la aplicación de la acupuntura en vez de la procaína. Dio un resultado excelente.
A todos nos gustaría enviarles algunas muestras de nuestros trabajos caseros. Lo malo es su abundancia. Todo el mundo tiene algo de lo que está personalmente orgulloso, como la demostración de Barstou de la mayoría de los problemas matemáticos clásicos, y mi adaptación múltiple de “Sur le pont d’Fivignon”. Pesultaba difícil decidir lo que íbamos a enviarles con la escasa energía disponible, de modo que lo hicimos por votación y decidimos que lo mejor era la adaptación en verso de “Guerra y Paz” de Ann. Es bastante larga.
Espero disponer de suficiente energía. La transmitiré mientras pueda…
WASHINGTON TRES
La primavera estaba muy avanzada en Washington. A lo largo del Potomac, los cerezos habían empezado a florecer, el Rock Creek Park era una sinfonía en verde pálido con las hojas nuevas. Incluso a través del uhap, uhap del rotor del helicóptero, Knefhausen podía oír un ocasional crepitar de disparos de arma corta en torno a Georgetown, y los cocteles Molotov y los gases lacrimógenos desprendían estelas de humo que rizaban en el aire. Los alborotadores no cesaban de armar jaleos, pensó Knefhausen, enojado. ¿Valía la pena tratar de salvar a una gente como aquella?
Estaba distraído. Se encontró a sí mismo dividiendo su atención en tres partes: el agreste y verde paisaje sobre el cual volaban, los aparatos de escolta que orbitaban alrededor de su propio helicóptero, y los documentos que sostenía en su regazo. Las tres le fastidiaban.

No podía concentrar su mente en ninguna de ellas. Lo menos que le gustaba era el informe de la Constitution. Había tenido que pedir ayuda de un experto para traducir el informe, y no le gustó la necesidad de hacerlo, y todavía le gustaron menos los resultados. ¿Qué había pasado? Eran sus chicos, escogidos uno a uno. Ninguno de ellos, por ejemplo, había mostrado el menor síntoma de tendencias hippies, excepto en los casos de Ann Becklund y Florence Jackman, antes empero de que cumplieran los veinte años. ¿Cómo se les había ocurrido lo de aquel repugnante brebaje y aquella estupidez de la Achillea millefolium, más conocida como hierba de carpintero o milenrama? ¿Qué “experimentos” se traían entre manos? ¿A quién se le había ocurrido lo de la anti—científica acupuntura? ¿Cómo se atrevían a apartarse de su programa de consumo de energía, para dedicarla a “investigaciones”? ¿Qué clase de investigaciones? Y, por encima de todo, ¿qué significaba lo de “posibles daños a la nave”?
Garabateó en un bloc:
Dejen de hacer tonterías de inmediato, rengo la impresión de que están actuando como chiquillos irresponsables. Están olvidando los ideales de nuestro programa.
Knefhausen
Tras recorrer la corta distancia entre el helicóptero y el vigilado porche de la entrada a la Casa Blanca, entregó la hoja de papel a un asistente del Centro de Mensajes para que lo pasaran en clave y lo transmitieran inmediatamente al ++Constitution** vía Goldstone, Satélite Lunar y Base Farside. Lo único que necesitaban era un recordatorio, se dijo a sí mismo, y su comportamiento volvería a ser normal. Pero seguía estando preocupado mientras contemplaba su imagen en un espejo, alisándose los cabellos y atusándose el bigote con la punta de un dedo, y se presentaba al secretario del Presidente.
Esta vez bajaron, en vez de subir. Knefhausen fue conducido a la cámara del sótano que había sido sucesivamente piscina de Franklin Roosevelt, sala de prensa de la Casa Blanca, estudio de TV para grabar escenas del Presidente con los congresistas y senadores para el gran público y, ahora, un bunker acorazado en el cual podían encontrar refugio durante varias semanas los miembros de la Casa Blanca en caso de un ataque desde el exterior, en espera de que las fuerzas armadas restablecieran la situación. No era una estancia cómoda, pero sí segura. Además de estar fuertemente acorazada, había sido construida a prueba de sonidos y a prueba de espías como ninguna otra cámara en el mundo, sin exceptuar los sótanos del Kremlin ni la base NOROM en Colorado.
Knefhausen fue admitido y se sentó, mientras el Presidente y otras dos personas conversaban en voz baja en un extremo de la estancia, y otras varias docenas de personas presentes estiraban sus cuellos para mirar a Knefhausen.
Al cabo de un instante el Presidente levantó la cabeza.
—De acuerdo —dijo. Bebió un sorbo de agua de un cubilete de cristal; parecía contrariado, como un chiquillo que acaba de ver cómo se desvanece uno de sus mejores sueños—. Todos sabemos el motivo de que nos encontremos reunidos aquí. El gobierno de los Estados Unidos ha hecho pública una información que era falsa. Lo hizo con pleno conocimiento de causa, y la mentira ha sido descubierta. Ahora queremos que conozcan ustedes lo que hay en el fondo de este asunto, y a tal fin el Dr. Knefhausen va a explicarles el proyecto Alfa-Aleph. Adelante, Knefhausen.
Knefhausen se puso en pie y echó a andar lentamente hacia el pequeño atril instalado para él, a uno de los lados del Presidente. Colocó sus documentos en el atril, los estudió unos instantes pensativamente con los labios fruncidos, y dijo: —Tal como ha dicho el señor Presidente, el proyecto Alfa-Aleph es lo que podríamos llamar un enmascaramiento. Unos cuantos de ustedes se enteraron de ello hace unos meses, entonces se refirieron a él con otras palabras. “Fraude”. “Engaño”. Palabras por el estilo. Pero, si se me permite decirlo en francés, no es ninguna de esas cosas, sino una legítima ruse de guerre. No la guerra contra nuestros enemigos políticos, ni siquiera contra los estúpidos muchachos de las calles, con sus cocteles Molotov y sus ladrillos. No me refiero a esas guerras, me refiero a la guerra contra la ignorancia. Ya que había ciertas cosas que teníamos que conocer en beneficio de la ciencia y del progreso, Alfa-Aleph se planeó con la finalidad de descubrir todas esas cosas para nosotros.
“Primero les hablará de los aspectos peores. En primer lugar, no existe ningún planeta llamado AIfa—Aleph. En segundo lugar, lo hemos sabido desde el primer momento. Incluso las fotografías eran falsas, y tarde o temprano el resto del mundo se enterará de nuestra ruse de guerre. Confío en que no se enteren demasiado pronto, ya que si tenemos suerte y conservamos el secreto durante una temporada, espero que obtendremos buenos resultados para justificar lo que hemos hecho.
“En tercer lugar, cuando la Constitution llegue a Alfa Centauro no encontrará ningún lugar para posarse, y sus tripulantes no podrán abandonar la nave ni tendrán combustible para regresar: sólo tendrán las estrellas y el espacio vacío. Este hecho acarrea ciertas consecuencias.
“La Constitution fue diseñada con una capacidad de carburante para un vuelo de ida, más una reserva de maniobra. Repito que no tendrán combustible para el regreso, y la fuente que esperaban encontrar, o sea, el planeta Alfa-Aleph, no existe. En consecuencia, morirán allí. Estos son los aspectos desagradables que debo admitir.
De entre el auditorio se alzó un susurrante murmullo. El Presidente permanecía como absorto en sus pensamientos. Knefhausen esperó pacientemente que la medicina fuese tragada, y luego continuó:
—Se preguntarán ustedes por qué hemos hecho esto… Por qué hemos condenado a morir a ocho personas jóvenes. La respuesta es simple: conocimiento. En otras palabras, debemos poseer el conocimiento científico básico para proteger al mundo libre, todos ustedes están familiarizados, supongo, con el hecho de que los progresos científicos básicos han sido muy escasos en los últimos diez años. Mucha tecnología. Muchas aplicaciones. Pero, a partir de Einstein, o mejor dicho, de Weizscker, poca ciencia básica.
“Pero, sin el nuevo conocimiento básico, la nueva tecnología no tardará en ver interrumpido su desarrollo. Cae por su peso.
“Ahora voy a contarles una historia. Es una historia científica real, no un chiste; sé que este no es el momento más apropiado para los chistes. Había un hombre llamado de Bono, un maltés, que deseaba investigar los procesos del pensamiento creador. No existe mucho conocimiento acerca de esos procesos, pero a él se le ocurrió una idea que podía dar resultado. De modo que preparó para un experimento una habitación desprovista de muebles, con dos puertas, una en frente de la otra. Se entraba por una puerta, se cruzaba la habitación y se salía por la otra. En la puerta que era la entrada colocó algunos materiales: dos tablas lisas y algunas cuerdas. Y escogió como sujetos a unos niños. Les dijo: “Esto es un juego. Se trata de cruzar esta habitación y salir por la otra puerta, sencillamente. Si lo hacéis, habréis ganado. Pero hay una regla. No debéis tocar el suelo con los pies, ni con la rodillas, ni con cualquier parte de vuestro cuerpo o de vuestras ropas. Estuvo aquí un muchacho que era muy atlético, y cruzó la habitación andando cabeza abajo sobre sus manos: naturalmente, quedó descalificado. No debéis hacer eso. Ahora, en marcha, y el que llegue antes ganará unos chocolates”.
“Había una docena de chiquillos, aproximadamente, y todos hicieron lo mismo. Algunos tardaron más en descubrirlo, otros lo descubrieron en seguida, pero siempre era el mismo truco se sentaban en el suelo, se ataban una tabla a cada pie y se deslizaban a lo largo de la habitación como si esquiaran. El más rápido descubrió en seguida la solución y cruzó la habitación en pocos segundos. El más lento tardó varios minutos. Pero todos utilizaron el mismo método, y aquello fue la primera parte del experimento.
“A continuación, aquel maltés, de Bono, realizó la segunda parte su experimento. Era exactamente como el primero, con una diferencia. No les dio dos tablas. Les dio una sola tabla.
“Y en la segunda parte todos los chiquillos utilizaron el mismo truco, aunque era un truco distinto, desde luego. Ataron la cuerda al extremo de la tabla y se encaramaron a ella, saltando y tirando al mismo tiempo de la cuerda para empujar la tabla hacia adelante, saltando y tirando, avanzando con lentitud, pero al final todos ellos lograron cruzar. Sin embargo, en el primer experimento el promedio de tiempo utilizado para cruzar había sido de cuarenta y cinco segundos. Y en el segundo experimento fue de veinte segundos. Con una sola tabla se las apañaban mejor que con dos.
“Tal vez algunos de ustedes hayan captado la idea. ¿Por qué ninguno de los chiquillos del primer grupo pensó en el sistema más rápido de cruzar la habitación? Sencillamente, porque quisieron utilizar todos los materiales que tenían a su alcance. Y se demostró que no los necesitaban todos. Podían obtener un resultado mejor con menos materiales, utilizados de distinto modo.
Knefhausen hizo una pausa y miró a su alrededor, saboreando el momento. Sabía que se había ganado al auditorio. Del mismo modo que se había ganado al Presidente, tres años antes. Estaban empezando a comprender la necesidad de lo que se había hecho, y los rostros vueltos hacia él no tenían ya una expresión de hostilidad; ahora aparecían perplejos y un poco asustados.
Continuó:
—Eso es el proyecto Alfa-Aleph, damas y caballeros. Hemos escogido ocho de los seres humanos más inteligentes que pudimos encontrar, saludables, jóvenes, enamorados de la aventura. Muy creativos. Les hemos hecho víctimas de una sucia jugada, de acuerdo. Pero les hemos dado una oportunidad que nadie ha tenido nunca. La oportunidad de pensar. De pensar en cuestiones básicas. Allí no tienen la segunda tabla para distraerles. Si quieren saber algo no pueden correr a la biblioteca a enterarse de que alguien había dicho que lo que ellos pensaban no podía dar resultado. Deben descubrirlo por sí mismos.
“Para hacer posible eso les hemos engañado y el engaño les costará la vida. De acuerdo, es trágico, sí. Pero a cambio de sus vidas les damos la inmortalidad.
¿Cómo lo lograremos? Se trata de otro truco, damas y caballeros. No les he dicho: “Tenéis que descubrir nuevos fundamentos básicos para la ciencia e informarnos de ellos”. He ocultado el objetivo, de manera que no se vean distraídos ni siquiera por él. Les hemos dicho que se trata de un simple pasatiempo. Otra ruse de guerre. El “pasatiempo” no es una ayuda para hacerles más agradable el viaje, es el verdadero objetivo del viaje.
“De modo que empezamos con las herramientas básicas de la ciencia. Con los números, es decir, con magnitudes y cuantificación, con la gramática. Esta no es la que aprendieron ustedes cuando tenían trece años. Es un término técnico; significa el cálculo de la expresión y las reglas básicas de la comunicación: queremos que puedan aprender a pensar claramente mediante una comunicación plena y sin ambigüedades. Les hemos dado poca cosa más, sólo la oportunidad de mezclar esos dos ingredientes básicos y extraer de ellos nuevas formas de conocimiento.
“¿Qué saldrá de todo eso? Una pregunta muy lógica. Por desgracia, no existe ninguna respuesta… todavía. Si conociéramos la respuesta por anticipado, no habríamos tenido que realizar el experimento. De modo que ignoramos cuál será el resultado final de esto, aunque ya hemos conseguido mucho. Antiguos problemas que habían intrigado a los científicos más sabios durante centenares de años ya han sido resueltos. Les citaré un ejemplo. Ustedes dirán: “Sí, pero, ¿qué significa?”. Y yo contestará que no lo sé, lo único que sé es que se trata de un problema tan difícil que hasta ahora nadie había sido capaz de resolverlo. Es la demostración de una cosa llamada Conjetura de Goldbach. Sólo una Conjetura: pueden llamarlo ustedes una suposición. Una suposición de un eminente matemático, hace muchísimos años, en el sentido de que todo número par puede ser escrito como la suma de dos números primos. Este es uno de esos problemas de matemáticas que todo el mundo puede comprender, por su sencillez, y nadie puede resolver. Puede decirse: “Desde luego, dieciséis es la suma de once y cinco, ambos números son primos, y treinta es la suma de veintitrés y siete, que también son primos, y existen dos números primos aplicables a cada número par”. Sí, puede decirse; pero ¿se puede demostrar que siempre es posible hacer esto con todos los números pares? No, nadie ha sido capaz de hacerlo, pero nuestros amigos de la Constitution lo han conseguido, en el curso de los primeros meses. Les quedan aún casi diez años. No puedo decir lo que conseguirán en ese espacio de tiempo, pero sería absurdo imaginar que será inferior a lo que ya han logrado. Una nueva relatividad, una nueva gravitación universal… No lo sé, lo que digo son simples palabras. Pero algo grande”.
Hizo una nueva pausa. El silencio era absoluto. Incluso el Presidente parecía haber despertado de su abstracción y miraba fijamente a Knefhausen.
—Todavía no es demasiado tarde para estropear el experimento, de modo que es necesario que guardemos el secreto durante una temporada. Esto, damas y caballeros, es toda la verdad acerca del proyecto Alfa-Aleph. —Temió lo que iba a seguir, lo demoró unos instantes consultando sus documentos, se encogió de hombros y finalmente dijo—: ¿Alguien desea formular alguna pregunta?
¡Oh, sí, desde luego! Herr Omnes estaba un poco aturdido, tardó un poco en liberarse del embrujo de las sencillas y hermosas verdades que acababa de oír, pero primero habló uno, luego otro, luego dos o tres gritaron al mismo tiempo. Había preguntas, naturalmente. Preguntas que no tenían respuesta. Preguntas que Knefhausen no tenía tiempo de oír, y mucho menos de contestar, antes de que le llegara la pregunta siguiente. Preguntas cuyas respuestas desconocía. Y, lo que era peor, preguntas cuyas respuestas eran como pimienta en los ojos, cegando el sentido común de la gente. Pero tenía que enfrentarse con ellas, y trató de contestarlas. incluso cuando los gritos hacían que los centinelas apostados detrás de las puertas dobles se mirasen unos a otros con intranquilidad, preguntándose qué estaría pasando en el interior de la cámara para que llegara hasta ellos sistema de insonorización de la estancia.
—Me gustaría saber quién le metió a usted en este feo asunto.
—Nadie, señor Secretario; me atengo a lo dicho.
—Pero, vamos a ver, Knefhausen: ¿trata usted de decirnos que estamos asesinando a esos muchachos para demostrar las teorías de un tal Goldbach?
—No, Senador, no para demostrar la Conjetura de Goldbach, sino para hacer posibles los progresos científicos que permitan sobrevivir al mundo libre.
—¿Está confesando usted que ha arrastrado a los Estados Unidos a un evidente fraude?
—No se trata de un fraude, señor Presidente de la Cámara, sino de una legítima astucia de guerra, porque no existía otro medio.
—¿Y las fotografías, Knefhausen?
—Falsas, General, como ya he dicho. Acepto toda la responsabilidad.
Y así por el estilo, repitiéndose una y otra vez las palabras “fraude”, “asesinato” e incluso “traición”.
Hasta que por fin el Presidente se puso de pie y levantó la mano.
El orden tardó un poco en restablecerse, pero al final todo el mundo guardó silencio.
—Nos guste o no, estamos metidos en ello —se limitó a decir—. Han acudido a mí, muchos de ustedes, haciéndose eco de rumores y exigiéndome la verdad. Ahora tienen la verdad, clasificada como Secreto de Estado que no debe ser divulgada. Todos ustedes saben lo que eso significa. Sólo añadirá que me ocupará personalmente de que cualquier indiscreción que afecte a la seguridad de la nación sea investigada con todos los recursos del gobierno y castigada con todo el rigor de la ley.
El Presidente parecía haber envejecido unos cuantos años en el curso de aquella reunión, y movió los labios como si tuviera algo amargo en la boca. No permitió ninguna otra discusión y dio por terminada la conferencia.
Media hora más tarde, en su despacho particular, el Presidente se entrevistó a solas con Knefhausen.
—De acuerdo —dijo el Presidente—, hemos parado el golpe. Pero el mundo acabará por enterarse. Puedo retrasarlo unas semanas, quizá unos meses, pero no puedo impedirlo.
—Le estoy muy agradecido, señor Presidente, por…
—Déjese de discursos, Knefhausen. Lo único que quiero de usted es una explicación: ¿qué diablos significa eso de mezclar narcóticos, amor libre, etcétera?
—iAh! —dijo Knefhausen—. ¿Se refiere usted al último comunicado de la Constitution? Sí. Ya he enviado una orden en ese sentido, señor Presidente. Tardará unos meses en llegar, como usted sabe, pero le aseguro que el asunto será corregido.
El Presidente replicó, en tono seco:
—No quiero seguridades de ese tipo, Knefhausen. ¿No ve usted la televisión? No me refiero al Show de Lucille Ball ni a los partidos de baseball. Me refiero a los noticiarios. ¿Sabe usted cuál es la situación de nuestro país? La catástrofe financiera de 1922 y los disturbios raciales de 1967 no fueron nada. Hubo una época en la que podíamos recurrir a la Guardia Nacional para sofocar los desórdenes. La semana pasada tuve que llamar al Ejército para utilizarlo contra tres compañías de la Guardia. Un escándalo más y estaremos perdidos, Knefhausen, y éste es mayúsculo.
—El objetivo no puede ser más digno.
—No voy a discutir eso ahora. El objetivo de usted, que he hecho mío, puede ser muy digno. Pero, ¿cuáles son los objetivos de sus amigos de la Constitution? Estuve de acuerdo en sacrificar a ocho mártires. No estoy de acuerdo en sacrificar cuarenta mil millones de dólares que salen del bolsillo de los contribuyentes para que sus ocho amiguitos se pasen diez años drogándose y entregándose a toda clase de excesos.
—Señor Presidente, le aseguro que esta es sólo una fase temporal. Le repito que ya he enviado órdenes estrictas en ese sentido.
—Y si no las obedecen, ¿qué va usted a hacer? —El Presidente, que nunca fumaba, tomó un cigarro, mordió la punta y lo encendió—. Es demasiado tarde para que diga que no debí dejar que me metiera usted en esto. De modo que me limitaré a decir que, si no puede usted ofrecer resultados concretos antes de que el asunto trascienda, yo dejaré de ser Presidente y dudo de que usted continúe con vida.
CONSTITUTION CUATRO
Shef de nuevo, y estamos… vamos a ver… alrededor del Día 250. ¿0 es el 300? No, creo que no. Miren, siento lo de la fecha, pero he de confesar sinceramente que ya no pienso mucho en esos términos. He estado pensando en otras cosas. Estoy también algo trastornado. No resulta agradable comunicar con ustedes. No somos vengativos, pero el hecho es que algunos de nosotros quedamos muy dolidos al descubrir lo que ustedes nos han hecho.
Empecemos por lo bueno. Nuestra velocidad está llegando ahora a punto—cuatro—cero c. El escenario empieza a resultar interesante.
Durante varias semanas las estrellas a babor y a estribor han ido desviándose del campo visual, en tanto que las situadas delante pasaban al ultravioleta y las situadas detrás al infrarrojo. Ustedes creían que, al ser desviadas por el espectro, las otras partes de las banda electromagnética se harían visibles. Es posible que sea así, pero las estrellas aparecen a determinadas frecuencias, y la mayoría de ellas lo hacen a frecuencias visibles, de modo que el efecto resultante es su aparente desaparición. En primer lugar surgió delante de nosotros una mancha negra y redonda en la que no podíamos ver absolutamente nada, ni Alfa Centauro, ni Beta Centauro, ni siquiera las brillantes estrellas de Circe. Luego perdimos el Sol detrás de nosotros, y un poco más tarde vimos que el oscurecimiento se extendía a un creciente círculo de estrellas. Luego, los círculos empezaron a ensancharse.
Desde luego, sabemos que las estrellas están realmente allí. Podemos detectarlas con nuestros instrumentos, del mismo modo que podemos transmitir y recibir mensajes variando las frecuencias. Pero ya no podemos verlas. Las que se encuentran en la línea directa de vuelo, en la que nuestra velocidad vectorial es de .31c o .37c —según se encuentren delante o detrás de nosotros—, no irradian ya en la banda visible, sencillamente. Las más alejadas han sido desplazadas visualmente a causa de los efectos relativistas de nuestra velocidad. Pero el efecto que nos produce es el de que viajamos procedentes de la Nada y en dirección a la Nada y, francamente, resulta intimidante.
Incluso las estrellas situadas a uno de los lados muestran variaciones de color relativistas. Es casi como un arco iris, uno de aquellos arco iris completamente circulares que se ven en las nubes a veces cuando se viaja en avión. Sólo que este círculo nos rodea por completo. Más cerca del negro agujero que tenemos delante, las estrellas adquieren con frecuencia un opaco color rojizo. Jim Barstou las ha estado observando y puede encajarlas en el mapa del cielo real. Pero a mí me resulta imposible. Jim ve algo en el negro agujero que yo no puedo ver. Dice que en su opinión se trata de un brillante fuente de radio, probablemente Centauro A, y pretende que ahora está irradiando intensamente sobre toda la banda visible. Pero yo no puedo apreciarlo. Es posible que haya una especie de resplandor leve y difuso allí, como el Gegenschein, pero no estoy seguro. Ni lo está ninguno de nosotros.
Pero el arco estelar en sí es muy hermoso. Sólo por verlo, merece la pena haber llegado hasta aquí. Flo ha estado aprendiendo a pintar al óleo con el fin de poder pintar un cuadro y enviárselo para que lo cuelgue en una de las paredes de su casa, aunque cuando descubrió lo que nos habían hecho se puso tan furiosa que pensó en destruirlo con una bomba de fisión o algo por el estilo. (Ahora se ha tranquilizado, supongo.)
De modo que ya no estamos enfurecidos con ustedes, aunque hubo un tiempo en que, de haber podido comunicar directamente, mi lenguaje no hubiese sido demasiado educado.
Acabo de reproducir todo lo anterior, y suena embarullado y confuso. Lo siento mucho. Resulta difícil para mí hacer esto. No me refiero a la dificultad intelectual —como la derivada de un problema de ajedrez o de un análisis extensor— sino a la sensación de que estoy acarreando arena con una cucharilla. Ocurre que no estoy acostumbrado a constreñir mis pensamientos en esta camisa de fuerza. He intentado que esta vez se hiciera cargo de la comunicación alguno de los otros, pero todos rehusaron. En cambio, me han dado una gran cantidad de consejos. Dot dice que no debo perder el tiempo recordando cómo hablábamos. Ella quería escribir un relato en numeración simplificada para ustedes, calculando que serían capaces de traducirlo en un espacio de tiempo razonable —de diez a veinte años—, y que les proporcionaría una narración fidedigna de todo. Objetó que su propuesta ofrecería dificultades prácticas. No en la preparación del relato: eso es pan comido para nosotros ahora. Pero la longitud de transmisión sería excesiva. No disponemos de la energía suficiente para trasmitir el número necesario de grupos, en particular desde el accidente. Dot dice que podríamos Godelizarlo. Yo opiné que ustedes eran demasiado obtusos para des—Godelizarlo. Ella dijo que sería una práctica excelente para ustedes.
Bueno, Dot tiene razón en este último aspecto, y ya es hora de que todos ustedes aprendan a comunicarse de un modo sensible, de modo que si la carga de energía lo permite, incluiré el relato de Dot al final… en forma Godelizada. Mucha suerte. No me extrañaría que omitieran ustedes un dígito o algo por el estilo y que el relato se convirtiera en “Rebecca of Sunnybrook Farm”, o en algo parecido. Ski dice que en cualquiera de los casos no les haría a ustedes ningún bien, ya que Henle estaba en lo cierto. Por mi parte, ningún comentario.

Sexo. Ustedes siempre quieren oír hablar de sexo. Es estupendo. Ahora que ya no necesitamos tomar las píldoras, estamos disfrutando de unos momentos maravillosos. Flo y Jim Barstou lo iniciaron como parte de un sistema de comunicaciones multíplice que hay que verlo para creerlo. El otro día, cuando tuvimos que someternos a una intervención quirúrgica menor —ahora tenemos los huesos “aclimatados”—, Ann y Ski decidieron utilizar la expectación sexual en vez de la anestesia, y dicen que resultó mejor que la acupuntura. No bloquea la sensación. Se daban cuenta de que les extirpaban los dedos meñiques de los pies, pero no lo percibían como dolor. De modo que cuando le tocó el turno a Jim quiso someterse a la operación sin otra anestesia que la expectativa de acostarse con Flo un poco más tarde, y dio resultado. Jim quedó muy trastornado por ello; pretendió que demostraba una causalidad inversa a la que sus teorías habían predicho, pero que no habían sido demostradas hasta entonces. Algo así como la suspensión de la—causa—precediendo—al— efecto (no estoy seguro de haberlo captado del todo). Supongamos que Jim no se hubiese acostado con Flo. ¿Le habrían dolido los dedos retroactivamente? Confieso que no acabo de verlo claro. Dot dice que es debido a que no comprendo la fenomenología en general, y creo que tendré que seguir el consejo de Ann y dedicarme a Carnap, aunque las lingüísticas son tan pobres que resulta difícil progresar. Bueno, todo va incluido en el relato eidético Godelizado. De modo que voy a transmitírselo a ustedes, y mientras lo hago llevaré a cabo una especie de revisión y tal vez consiga aclarar de un modo suficiente lo de la causalidad.
Miren, voy a darles una pista. El relato contiene también el plasma ideado por Ski para más de 500K milisegundos, de modo que cuando lo descifren sabrán cómo construir aquellos reactores a fusión de que se hablaba cuando nos marchamos. Es como la zanahoria delante de su nariz, de modo que adelante con la des-Godelización.
Bien, tengo que interrumpir este comunicado, ya que la energía ha perdido intensidad y quiero transmitir el relato eidético, tal como les he anunciado. Es como sigue:
1973 + 331852 + 172008 + 547 + 39606 + 288, réstese 78.
¡Mucha suerte, camaradas!
WASHINGTON CUATRO
Knefhausen levantó la cabeza del montón de papeles de su escritorio. Se frotó los ojos, suspirando. Había dejado de fumar al mismo tiempo que el Presidente, pero, al igual que el Presidente, estaba pensando en volver a hacerlo. Podía matarle a uno, sí. Pero era un reductor de la tensión y él lo necesitaba. Había cosas peores que el que le mataran a uno, pensó con desaliento.
Desde todos los puntos de vista, los últimos dos o tres años habían sido muy difíciles para él. Habían empezado muy bien y estaban adquiriendo muy mal cariz. No tan malo como aquellos lejanos recuerdos de su infancia, cuando todo el mundo era tan pobre y Berlín era tan frío y las únicas ropas de abrigo que tenía procedían del Winterhilfe. Menos duro que al final de la guerra, desde luego. No tan malo como aquellos primeros años en América del Sur y después en el Middle West, cuando incluso los afortunados y los famosos, los Von Braun y los Ehrick, se encontraban con dificultades para conseguir lo que merecían y un joven como Knefhausen tenía que pelar papas y manejar ascensores para vivir. Pero más difícil y peor de lo que un hombre en la cumbre de su carrera tenía motivo para esperar.
¡El proyecto Alfa-Aleph, fundamentalmente, era bueno! Apretó los dientes, pensando en ello. Daría resultado… No, por Dios, estaba dando resultado, y convertiría al mundo en un lugar distinto. Las generaciones futuras tendrían ocasión de verlo.
Pero las generaciones futuras no estaban aún aquí, y en el presente las cosas marchaban mal.
Recordó algo súbitamente, tomó el teléfono y llamó a su secretaria.
—¿Ha logrado establecer contacto con el Presidente? —inquirió.
—Lo siento, Dr. Knefhausen. He estado llamando cada diez minutos, como usted me dijo.
—iAh! —gruñó Knefhausen—. No, espere. Déjeme ver. ¿Qué llamadas hay ahí?
Crujir de papeles.
—Los nuevos servicios, desde luego, preguntando otra vez acerca de los rumores. La oficina de Jack Anderson. El hombre de la CBS.
—No, no hablaré con la prensa. ¿Alguien más?
—Ha llamado el senador Copley, preguntando cuándo iba usted a contestar a la lista de preguntas que le envió su Comité.
—Le daré una respuesta. Le daré la respuesta que Götz von Berlichingen le dio al obispo de Bamberg.
—Lo siento, Dr. Knefhausen, no comprendo…
—No importa. ¿Algo más?
—Sólo una llamada de larga distancia de un tal Mr. Hauptmann. Tengo su número.
—¿Hauptmann?
El nombre le resultaba vagamente familiar. Al cabo de unos instantes, Knefhausen lo localizó en su memoria: el técnico que había colaborado en la falsificación de las fotografías tomadas desde el Briareus XII. Bueno, tenía órdenes de mantenerse fuera de circulación y con la boca cerrada.
—No, eso no es importante. Ninguna de las llamadas lo es, y no quiero ser molestado con tales tonterías. Siga como hasta ahora. Si consigue línea con el Presidente, póngame en seguida con él, pero no atenderé a ninguna otra llamada.
Colgó el receptor y volvió a sus papeles. Los contempló triste y cariñosamente al mismo tiempo. Todo estaba allí: los informes de la Constitution, sus propias interpretaciones y comentarios, y más de un centenar de notas compiladas por sus ayudantes, con el fin de desentrañar los significados y las implicaciones de aquellos informes del espacio, a veces tan… ocultos:
“Henle. Al parecer se refiere a Paul Henle; probablemente se quiere aludir a su afirmación: “Existen ciertos simbolismos en los cuales ciertas cosas no pueden ser dichas”. Conjetura: el idioma inglés es uno de esos simbolismos”.
“Sorbete de naranja. Se ha realizado un estudio experimental del material del Documento Ref. Nro. CON-130, Párrafo 4. Los análisis químicos y los experimentos realizados demuestran que la mezcla recomendada de sustancias farmacéuticas y otros ingredientes producen una droga para-alucinógena de considerable fuerza y cualidades no del todo conocidas. Un centenar de sujetos ingirieron el producto, y el informe de los efectos incluye sensaciones de enorme competencia y de agudizada comprensión. Sin embargo, los datos son puramente subjetivos. Se intentó ampliar el experimento, pero los sujetos no colaboraron bien algunos de ellos se ausentaron sin permiso del laboratorio de pruebas”.
“Lenguaje Godelizado. Un sistema para cifrar cualquier mensaje como un solo número muy grande. Se empieza por escribir el mensaje en lenguaje normal y luego se cifra como bases y exponentes. Cada una de las letras del mensaje es representada en orden por el orden natural de los números primos: es decir, la primera letra se representa por la base 2, la segunda por la base 3, la tercera por la base 5, llego 7, 11, 13, 17, etcétera. La identidad de la letra que ocupa aquella posición en el mensaje viene dada por el exponente: sencillamente, el exponente 1 significa que la letra que ocupa aquella posición es una A, el exponente 2 significa que es una B, 3 una C, etcétera. El mensaje, como conjunto, es elaborado como el producto de todas las bases y exponentes. Ejemplo: la palabra “cab” puede ser representada como 23 × 31 × 52, o 6OO ( = 8 × 3 × 25). El nombre “Abe” sería representado por el número 56250, o 21 × 32 × 55 ( =2 × 9 × 3125 ). Una frase como “John lives”, sería representada por el producto de los siguientes factores: 210 × 315 × 58 × 110 × 1312 × 179 × 1922 × 235 × 2919 × 3127, en el cual el exponente “0” ha sido reservado para un espacio y el exponente “27” ha sido designado arbitrariamente para indicar el final de la frase. Como puede apreciarse, la forma Godelizada para un mensaje muy breve implica un número muy grande, aunque tales números pueden ser transmitidos de un modo del todo compacto en forma de una suma de bases exponentes. El ejemplo transmitido por la Constitution se calcula que equivale al contenido de un diccionario corriente sin abreviar.
“Observaciones de Jim Barstou. El sujeto James Madison Barstou sufrió algo de miopía en sus primeros años escolares, al parecer debido a un exceso de lectura, y trató de remediarla con unos ejercicios oculares similares al “Método Bates” (véase nota adjunta). En la época de las revisiones para el proyecto Alfa-Aleph su visión era óptima. Personas que le conocen desde hace muchos años han asegurado que siempre se mostró muy interesado en aumentar su capacidad visual. Explicación alternativa. Existen indicios de que también estaba interesado en fenómenos paranormales tales como clarividencia o pre—visión, y es posible, sin que pueda asegurarse nada, desde luego, que el término “observación” se refiera a “ver por anticipado” en el tiempo”.
Y así interminablemente.
Knefhausen contempló los papeles con una expresión entre cariñosa y desesperanzada, y se pasó la mano por la frente. ¡Los muchachos! Eran tan maravillosos… pero tan ingobernables… y tan difíciles de comprender. Era muy propio de ellos el haber ocultado sus propias realizaciones. ¡El secreto de la fusión del hidrógeno! Esto justificaría con creces, por sí solo, todo el proyecto. Pero, ¿dónde estaba? Encerrado en aquel jeroglífico numérico. Knefhausen no dejaba de apreciar la elegancia del método. También él era capaz de tomarse en serio una idea de tan luminosa sencillez. Una vez escrito el número sólo había que dividirlo por dos tantas veces como fuera posible, y el número de veces nos daría la primera letra.
A continuación, dividir por el segundo primo, tres, y ese número de veces nos daría la segunda letra. Pero, ¿y las dificultades prácticas? No podía llegarse a la primera letra hasta tener todo el número, y la IBM se había negado a comprometerse a construir un banco de computadoras para escribir aquel número, a menos que el plazo de desarrollo del programa se extendiera a veinticinco años. Veinticinco años. Y entretanto, en aquel número se ocultaba probablemente el secreto de la fusión del hidrógeno, posiblemente muchos secretos más importantes, y con toda seguridad la clave del bienestar de Knefhausen durante las próximas semanas…
Sonó el teléfono.
Knefhausen lo agarró y gritó inmediatamente:
—¡Sí, señor Presidente!
Se había precipitado. Era su secretaria. Habló con voz temblorosa, pero decidida:
—No es el Presidente, Dr. Knefhausen, sino el senador Copley. Asegura que se trata de algo muy urgente. Dice…
—iNo! —gritó Knefhausen, y colgó el teléfono.
Inmediatamente lamentó haberlo hecho. Copley era un personaje importante, presidente del Comité de las Fuerzas Armadas; no era un hombre al que Knefhausen deseara tomar como enemigo, y había procurado ganarse su amistad a lo largo de varios años de paciente contemporización. Pero no podía hablar con él, ni con nadie, mientras el Presidente no contestara a sus llamadas. La categoría de Copley era elevada, pero no estaba en la línea jerárquica directa por encima de Knefhausen. Cuando la cumbre de aquella línea se negaba a hablar con él, Knefhausen quedaba desconectado del mundo.
Trató de tranquilizarse examinando la situación objetivamente. En primer lugar, las presiones sobre el Presidente eran enormes. Los continuos disturbios en las ciudades, en todas las ciudades. Las convenciones políticas en preparación. La necesidad de ser elegido para un tercer mandato, y la necesidad de modificar la ley para hacer posible la reelección. Y, desde luego, tal como Knefhausen reconocía, la peor de las presiones eran los rumores que circulaban acerca de la Constitution. Había advertido al Presidente. Fue una lástima que el Presidente no le escuchara. Había dicho que un secreto conocido por dos personas está comprometido, y que un secreto conocido por más de dos personas no es un secreto. Pero el Presidente había insistido en informar de la verdadera situación a todo aquel amplio círculo de altos funcionarios, los cuales habían jurado, naturalmente, que guardarían el secreto. Pero, a pesar de todo, era indudable que se habían producido filtraciones.
Knefhausen acarició amorosamente los informes de la Constitution. Aquellos estupendos muchachos podían lograr aún que todo acabara bien…
Era lo menos que podían hacer por él. Ya que él era quien los había hecho tan estupendos. Él había inventado la idea. Él les había escogido. Él había hecho cosas por las cuales no se había reconciliado aún del todo consigo mismo, para asegurarse de que serían ellos, no otros, los que formarían la tripulación. Por encima de todo, se había asegurado de su lealtad por todos los medios posibles. Adiestramiento. Disciplina. Lazos de afecto y de amistad. Lazos más fiables; cargando su provisión de víveres, sus cintas magnetofónicas, sus actividades programadas, con toda clase de inducciones publicitarias, de compulsiones M/R, de refuerzos psicológicos que fue capaz de descubrir o de inventar, de modo que no dejaran de informar fielmente a la Tierra de cualquier cosa que hicieran. A pesar de todo lo que pudiese haber ocurrido, los informes no habían fallado. Los datos podían resultar difíciles de desentrañar, pero estaban allí. No podían evitarlo; sus mandamientos eran más estrictos que los de Dios; al igual que Martin Lutero, debían decir Ich kann nicht anders. Aprenderían, y dirían lo que habían aprendido, y así quedaría justificada la inversión…
¡El teléfono!
Empezó a hablar antes de acercarlo a su boca:
—¡Sí, sí! ¡Habla el Dr. Knefhausen, sí!
Con toda seguridad era el Presidente…
No era él.
—¡Knefhausen! —gritó el hombre al otro extremo del hilo. Le diré lo que le he dicho a esa asquerosa secretaria suya: si cuelga usted el teléfono, daré ordenes a cuatro miembros de las Fuerzas Armadas para que le detengan y le traigan a mi presencia antes de veinte minutos. ¿Entendido?
Knefhausen reconoció la voz y el estilo. Suspiró profundamente y se obligó a sí mismo a conservar la calma.
—Entendido, senador Copley —dijo—. ¿De qué se trata?
—La cosa ha reventado, ni más ni menos. Ese amigo suyo de Huntsville… ¿cómo se llama?… el técnico en fotografía…
—¿Hauptmann?
—¡Ese! ¿Le gustaría saber dónde está ese bastardo? —Supongo… supongo que en Huntsville…
—¡Supone mal! El muy bastardo fingió que estaba enfermo y que tenía que ser visitado por un especialista. El servicio de información no le perdió de vista, aunque sin detenerle, para poder enterarse de lo que pretendía hacer. Bueno, ya se han enterado. Hace una hora le vieron salir del aeropuerto de Orly en un avión de la Aeroflot. ¡Ha desertado! Ahora, Knefhausen, empiece a devanarse los sesos pensando en cómo va a hacer frente a la situación, y procure que la solución sea buena…
Knefhausen dijo algo, no sabía qué, y colgó el teléfono, no recordaba cuándo. Se quedó mirando fijamente un punto indeterminado del espacio durante un par de minutos.
Luego llamó a su secretaria y dijo, sin escuchar las tartamudeantes disculpas de Mrs. Ambrose:
—Antes me habló usted de una llamada de larga distancia de un tal Hauptmann. No me dijo de dónde procedía.
—Era una llamada de ultramar, Dr. Knefhausen. De París. No me dio usted ocasión…
—Sí, sí, comprendo. Gracias. No importa.
Volvió a colgar el teléfono y se hundió en su asiento. Se sentía casi aliviado. Si Hauptmann se había marchado a Rusia, sólo podía haberlo hecho para contarles a los soviéticos que la fotografía era un fraude, que no existía ningún planeta en el que pudieran aterrizar los astronautas, y que no se trataba de un error, sino de un engaño cuidadosamente planeado. De modo que ahora el asunto ya no estaba en sus manos. La Historia le juzgaría. La suerte estaba echada. Se había cruzado el Rubicón.
Demasiadas alusiones literarias, pensó Knefhausen. En realidad lo inmediatamente importante no era el juicio de la historia sino el juicio de determinadas personas que estaban vivas y que posiblemente reaccionarían de un modo desagradable. Estremeciéndose, tomó el teléfono para llamar una vez más al Presidente. Pero estaba completamente seguro de que el Presidente no volvería a contestar a su llamada, nunca más.
CONSTITUTION CINCO
Habla de nuevo el viejo Shef. Hemos recibido su mensaje. No pretendemos discutirlo. Se ha puesto usted nervioso. Está de un humor agrio, ¿no es cierto? Si no puede decir algo agradable, no diga nada. Nosotros hacemos las cosas lo mejor que podemos, y si no coinciden exactamente con lo que usted esperaba de nosotros, es posible que se deba a que nosotros sabíamos mucho más que usted cuando nos contrató con el espejismo del supuesto Alfa-Aleph. En este aspecto, no tenemos nada que agradecerle.
En cambio, hemos de agradecerle lo que hizo desde otro punto de vista, es decir, por habernos permitido llegar al punto que hemos llegado, y no me refiero a lo espacial. De modo que no voy a reprocharle nada. Pero no quiero hablar con usted, sencillamente. Dejaré que los otros hablen por sí mismos.
Habla Dot Letski. Esto es importante. Anótelo. rengo que decirle tres cosas que no quiero que olvide. Uno: La mayoría de los problemas tienen soluciones gramaticales. El problema de transportar personas desde la tierra a otro planeta no se ha resuelto encajando piezas de acero al azar, con el resultado de haber construido la Constitution por accidente. Se ha resuelto construyendo un modelo — = ecuación ( = gramática)—, el cual describe las circunstancias necesarias en que se produce el transporte. Una vez que se tiene el modelo gramatical, no hay más que colocar el metal a su alrededor.
Cuando haga comprendido esto, se encontrará preparado para:
Dos: No existe lo que se llama causalidad. Se ha perdido mucho tiempo tratando de asignar “causas” a los “acontecimientos”. Se dicen cosas tales como “Rascar un fósforo es la causa de que se encienda”. ¿Afirmación verdadera? No, afirmación falsa. Se hace un lío al examinar si el “acto” de “rascar” es “necesario” y/o “suficiente”, y se pierde en palabras. Las gramáticas pragmáticamente útiles carecen de tiempos. En una gramática decente —desde luego, este no es el caso del idioma inglés, pero hago todo lo que puedo— puede hacerse una afirmación como “Existe una conjunción de formas de materia —especificada— que combina con el desprendimiento de energía a determinada temperatura… la cual puede ser la temperatura asociada con el calor de la fricción”. ¿Donde está la causalidad? “Causa” y “efecto” se encuentran en la misma afirmación intemporal. De modo que, Tres: No existen las llamadas leyes empíricas. Ski llegó a comprender que era capaz de conservar el plasma de nuestro cohete indefinidamente, no empujando las partículas de un lado a otro mediante impulsos magnéticos de fuerza bruta, sino estimulándolas a permanecer juntas. Hay otra manera de expresar lo que él hace —por ejemplo, “crea un entorno en el cual la fuerza centrípeta supera a la fuerza centrífuga”—, pero prefiero expresarlo a mi modo. La moraleja es que debemos ser amables con las cosas, si queremos que las cosas sean amables con nosotros. No se olvide de informar de esto a T’in Fa en Tietsin, al profesor Morris en Áll Soul’s y a quienquiera que ocupe la cátedra de Carnap en la UCLA.
Habla Flo. A mi madre le hubiese gustado mi jardín. tengo cañafístulas y narcisos creciendo unos junto a otros en la lodosa arena. Ellos nos agradan a nosotros, y nosotros a ellos! Probablemente transmitiré todo un manual de floricultura en una fecha futura, pero entretanto resulta vergonzoso comerse un rábano. En cambio, las zanahorias disfrutan con ello.
Observaciones de Letski. A la hora t, un número Dirac inconmensurable con GMf, puede observarse el siguiente fenómeno: La fuente de radio Centauro A es identificada como un solo objeto colectivo posicionalmente estable, más bien que como dos nubes de gas que se entrecruzan, y se observa que se contraen radicalmente hacia un centro. Los análisis y las observaciones revelan que es un Agujero Negro cuyos detalles no son aún detectables. Se infiere que todas las galaxias desarrollan tales vórtices centrales, con implicaciones de interés para los astrónomos y escatologistas. Yo, Seymour Letski, propongo echar una mirada más de cerca, pero los otros prefieren seguir con el vuelo programado. Notifíquenlo, por favor, al servicio Smithsoniano de Harvard.
“Arco estelar”, un estudio preliminar para una versión en inglés de un poema de James Barstou:
Chatarra de ánades, pero cumbre de nuestra razaViajamos a través del espacio relativístico.Dilatados, menospreciados, desalentados, exploramos:Pero está vacante el Signo del Caballo y el Hombre.Vacante el Signo del Caballo y el Hombre.Y ahora conjeturamos la meta de nuestro viaje.Engañados y defraudados, corremos tristementeDetrás del hijo del soltero sol.La trampa es descubierta y confesadaY nosotros somos objeto de las peores chanzas.El Ganso que nos engendró, la Oca de cuyo huevo salimos,Nos traicionó astuta y arteramente.Está en deuda con nosotros. No lo olvidamos.Con fortuna y firmeza nos cobraremos la factura.Sólo pedimos un poco de suerte y a su debido tiemponos cobraremos el oro al final del arco estelar.
Ann Becklund:
Creo que fue Stanley Weinbaum el que dijo que una mente de veras superior podía deducir todo el universo partiendo de tres hechos. Ski opina que es posible con un número finito, aunque considerablemente mayor que ése. Nosotros estamos muy lejos de ser mentes superiores de acuerdo con esos niveles, e incluso por nuestros niveles propios. Pero disponemos de un número de hechos superior a tres, e incluso a tres mil, de modo que hemos podido deducir bastante. Esto no es tan valioso para ustedes como seguramente suponían, querido viejo bastardo Kneffie y todos ustedes, los otros bastardos, debido a que una de las cosas que hemos deducido es que no podíamos contárselo todo, porque ustedes no lo comprenderían. Podríamos ayudar a alguno de ustedes si estuviera aquí y con el tiempo sería capaz de hacer fácilmente lo que nosotros hacemos, pero no por control remoto.
¡Pero no todo está perdido, muchachos! iAlegraos! No deduciréis como deducimos nosotros, pero en cambio tenéis mucho más en que trabajar. Intentadlo. Aguzad el ingenio. Podéis hacerlo si de veras lo deseáis. Olvidaos de vuestra personalidad, componed vuestras mentes antes de hablar, afirmad vuestras relaciones antes de pedir algo. Eve Barstou:
Cuando yo era niña solía jugar al ajedrez, muy mal, con jugadores muy buenos, y ésta es la historia de mi vida. Soy una super—perfeccionista crónica. No soporto a las personas que no son más listas y mejores que yo, pero el resultado es que siempre soy la última. Aquí todos son muy amables conmigo, incluso, Jim, pero ellos saben lo mismo que yo cuál es la situación.
De modo que me mantengo ocupada y aplaudo lo que yo no puedo hacer. No es una mala vida, tengo todo lo que necesito, excepto orgullo.
Permítanme contarles lo que es un día típico aquí, entre el Sol y Centauro. Nos despertamos —si hemos estado durmiendo, cosa que algunos de nosotros todavía hacemos— comemos —si aún seguimos comiendo, que es el caso de todos menos de Ski—. La comida es deliciosa y Florence la ha inducido a crecer guisada y sazonada cuando ello resulta deseable, de modo que no tenemos ninguna dificultad en comer un sabroso huevo escalfado o un puñado de frituras a la francesa (en realidad, yo preferiría brioches para el desayuno, pero, por motivos sentimentales, Florence no puede arreglarlo). A veces bailamos un poco o entonamos antiguas canciones folklóricas. En tales ocasiones Ski se reúne con nosotros, pero no por mucho tiempo, ya que vuelve inmediatamente a su contemplación del universo. El arco estelar es magnífico y apabullante. Ahora es una franja de unos 40 grados de una parte a otra, que nos rodea por completo de luz coloreada. Siempre se puede mirar en las otras frecuencias y ver estrellas fantasmas delante y detrás de nosotros, pero la única luz procede de aquella hermosa franja de estrellas.
A veces escribimos comedias o hacemos un poco de música. Shef ha deducido cuatro conciertos para piano de Bach perdidos, que recuerdan mucho a Corelli y a Vivaldi, y todos nosotros nos hemos adaptado a ellos para la interpretación. Ann y Shef han sintetizado orquestas enteras. La hija mayor de Flo canta una especie de nana adaptada a unos corales de Buxtehude. ¡Oh! No he hablado aún de los niños… Ahora son once. Ann, Dot y yo tenemos uno por cabeza, y Florence tiene ocho (aunque me han dicho que la semana próxima voy a tener cuatrillizos). Me dejan que los cuide durante las primeras semanas, mientras son pequeños y tan encantadores.
De modo que me paso la mayor parte del tiempo cuidando a los niños y trabajando en algunas ecuaciones que Ski tiene la amabilidad de reservarme, y, debo confesarlo, sintiéndome un poco sola. ¡Me gustaría contemplar un buen show de la televisión tomando una taza de café con un amigo! De cuando en cuando me dejan cambiar el interior de nuestro hogar móvil. El otro día, en broma, lo rehice al estilo suburbano de Pittsburg. ¿Qué opinan de unas ventanas de hojas en el espacio interestelar? Nunca las abrimos, desde luego, pero tienen un aspecto muy real con sus visillos de quimón y sus lazadas de encaje. Y hemos añadido varias habitaciones nuevas para los niños y sus animalitos (Flo cultiva para ellos unos simpáticos conejitos en el complejo hidropónico.)
Bueno, lo he pasado muy bien con esta pequeña charla, pero ahora tengo que cortar. Quiero mencionar una cosa. Los otros han decidido que no desean recibir más mensajes de usted. No les gustan las maniobras que ha realizado para alienar nuestros subconscientes y todo eso… No es que hayan tenido éxito, desde luego, pero a pesar de todo resultan fastidiosas. De modo que en el futuro nuestro receptor estará cerrado. No fue idea mía, pero me alegro de que se les ocurriera hacerlo. A mí me gustaría disfrutar de un rato de compañía de cuando en cuando, aunque no de la suya, desde luego.
WASHINGTON CINCO

En otros tiempos, el edificio conocido ahora como DoD Temp Restraíning Quarters 7 —aunque Knefhausen opinaba que debería dársele su verdadero nombre: “cárcel”— había sido un hotel de lujo de la cadena Hilton. Las celdas de máxima seguridad se encontraban en los pisos subterráneos, en lo que habían sido salas de juntas. No había puertas ni ventanas al exterior. Si uno salía de su propia celda tenía que subir un tramo de escaleras para llegar al nivel de la calle, y enfrentarse con los centinelas antes de llegar al aire libre. Y entonces, suponiendo que en aquel momento no existiera ningún asedio activo, se exponía uno a tropezarse con los adictos y los activistas del exterior.
A Knefhausen no le preocupaban aquellas cosas. No pensaba en escapar, o al menos no había vuelto a pensarlo después de los primeros momentos de pánico, cuando se dio cuenta de que se encontraba detenido. Al cabo de unos días dejó de reclamar la presencia del Presidente. Era una tontería llamar en su aguda a la Casa Blanca, cuando la Casa Blanca le había metido allí. Seguía estando convencido de que si pudiera hablar con el Presidente unos momentos en privado, todo se aclararía. Pero Knefhausen era realista y se había enfrentado con el hecho de que el Presidente no volvería a hablar nunca más con él en privado.
De modo que tomaba en cuenta sus ventajas.
En primer lugar, los chicos seguían en el espacio y seguían haciendo algunas cosas, grandes cosas, a pesar de que no informaran de ello. Su venganza era todavía una perspectiva.
En tercer lugar, los carceleros le permitían recibir periódicos y materiales para escribir, aunque no le entregaran sus libros ni le facilitaran un aparato de televisión.
Echaba de menos sus libros, y nada más. No necesitaba que la TV le contara lo que estaba pasando en el exterior. Ni siquiera necesitaba los periódicos, sometidos a una estricta censura. Podía oírlo por sí mismo. Todos los días se escuchaba el crepitar de armas automáticas, casi siempre lejano y esporádico, pero un par de veces sostenido y muy próximo. Brownings contra AK47s, al parecer, y de cuando en cuando el taponazo y el estallido de los lanzagranadas. A veces oía sirenas aullando a través de las calles, y se preguntaba si seguía existiendo un departamento civil de bomberos. A veces se oía el chirrido de pesados motores que tenían que ser tanques. Los periódicos no entraban en detalles, pero Knefhausen sabía leer entre líneas. La Administración estaba amadriguerada en alguna parte: Cayo Vizcaíno, o Camp David, o la California Meridional, nadie decía dónde. Las ciudades se hallaban en plena revuelta roja.
Knefhausen se sentía injustamente acusado de aquellos desastres. Escribía interminables cartas al Presidente, puntualizando que los graves problemas con que se enfrentaba la Administración no tenían nada que ver con el proyecto Alfa-Aleph: las ciudades llevaban muchos años en rebeldía constante, el dólar había perdido altura desde las guerras indochinas. Algunas las rompía, otras no conseguía enviarlas, unas cuantas lograba cursarlas… sin obtener ninguna respuesta.
Un par de veces por semana venía un funcionario del Departamento de Justicia a formularle las mismas absurdas preguntas, una y otra vez. Knefhausen sospechaba que trataban de montar un sumario que demostrase que todo era culpa de él. Bueno, allá ellos. Se defendería cuando llegara el momento. O le defendería la historia. La cosa estaba clara. No tan clara, tal vez, en lo que respecta a las consecuencias morales. No importa. No podía hablarse de cuestiones morales en una zona tan vital para la búsqueda del conocimiento como esta. Los informes de la Constitution habían sido ya muy fructíferos… aunque era evidente que algunas de sus partes más significativas resultaban difíciles de comprender. El mensaje Godelizado no había sido traducido, las alusiones a su contenido seguían siendo alusiones.
A veces soñaba en proyectarse a sí mismo a la Constitution. Había pasado un año desde que se recibió el último mensaje. Knefhausen trataba de imaginar lo que estaban haciendo. Ahora estarían más allá del punto medio, desacelerando. El arco estelar estaría ensanchándose y difundiéndose cada día más. Los círculos de negrura delante y detrás de ellos se estarían encogiendo. Pronto verían Alfa Centauro como ningún hombre la había visto. Desde luego, comprobarían que no existía ningún planeta llamado Aleph en torno al primario, aunque ya habían sospechado eso hacía mucho tiempo. ¡Bravos y estupendos muchachos! Incluso así, habían seguido adelante. Lo de las drogas y el sexo no tenía importancia. No encajaba con las normas de la humanidad vulgar, pero, como había ocurrido siempre, los que sobresalían del rebaño tenían derecho a dictar sus propias normas. Cuando era niño se había enterado de que el obeso y orgulloso caudillo del aire tomaba cocaína, y de que los grandes guerreros buscaban a veces su placer sexual unos con otros. Un hombre inteligente no se preocupaba por aquellas minucias, lo cual era una prueba más de que el funcionario del Departamento de Justicia, con sus continuas alusiones al pasado del propio Knefhausen, no era un hombre inteligente.
Lo bueno de las visitas del funcionario del Departamento de Justicia era que a veces podían deducirse cosas de sus preguntas, y raramente, muy raramente, incluso contestaba alguna pregunta.
“¿Se ha recibido algún mensaje de la Constitution?”
“No, desde luego que no, Dr. Knefhausen. Ahora dígame, ¿quién fue la primera persona que le sugirió este plan fraudulento?”
Aquellos eran los puntos brillantes en sus días, pero la mayoría de ellos transcurrían monótonamente.
Ni siquiera los marcaba en la pared de su celda, como el prisionero del castillo de If. Hubiese sido una lástima estropear el revestimiento de madera noble. Además, Knefhausen disponía de otros relojes y calendarios. El ritmo de sus comidas, el de las visitas del funcionario del Departamento de Justicia… Cada una de ellas era como una fiesta: mejor dicho, como un día festivo, no alegre pero sí solemne. En primer lugar se producía una visita del capitán de la guardia con dos soldados armados en pie junto a la puerta. Registro minucioso de su persona y de su celda buscando… ¿qué? Una bomba nuclear, quizás. O un puñado de pimienta destinado a los ojos del funcionario visitante… No encontraban nada, porque no había nada que encontrar. Luego se marchaban y durante un largo espacio de tiempo todo quedaba tranquilo. Ni siquiera le servían una comida, aunque coincidiera con la hora de la comida. No ocurría absolutamente nada, hasta que una o tres horas más tarde llegaba el funcionario con su propia guardia en la puerta, igualmente vigilante hacia adentro que hacia fuera, y su técnico manipulando los aparatos de grabación, y sus preguntas.
Y llegó el día en que se presentó el funcionario del Departamento de Justicia y no iba solo: le acompañaba el secretario del Presidente, Amos Murray.
¡Cuán voluble es el corazón humano! Cuando ha renunciado a toda esperanza, necesita muy poco para que la esperanza renazca en él…
—iMurray! —exclamó Knefhausen, casi sollozando—. ¡Cuánto me alegro de verle! ¿Y el Presidente, está bien? ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Se ha producido alguna novedad?
Amos Murray se detuvo en el umbral de la puerta. Miró a Dieter von Knefhausen y dijo amargamente:
—¡Oh, sí, se han producido novedades! Muchas. Las Fuerzas Armadas han cambiado de bando, de modo que estamos evacuando Washington. Y el Presidente quiere que salga usted de aquí de inmediato.
—iNo, no! Quiero decir… Oh, sí, me alegro de que el Presidente se preocupe por mi bienestar, aunque lamento lo de las Fuerzas Armadas. Lo que quiero decir, Murray, es esto: ¿se ha recibido algún mensaje de la Constitution?
Amos y el funcionario del Departamento de Justicia intercambiaron una mirada.
—Dígame Dr. Knefhausen —inquirió Amos con suspicacia—: ¿Cómo ha logrado enterarse de eso?
—¿Enterarme? ¿Cómo he logrado enterarme? No sabía nada. Lo he preguntado con la esperanza de recibir una respuesta afirmativa. Entonces, ¿ha llegado un mensaje? ¿A pesar de lo que habían dicho? ¿Han vuelto a hablar?
—Efectivamente, ha llegado un mensaje —dijo Amos pensativamente. El funcionario del Departamento de Justicia le susurró al oído, pero Amos sacudió la cabeza—. No se preocupe, terminaremos en seguida. El convoy no saldrá sin nosotros. Sí, Dr. Knefhausen, el mensaje llegó a través de Goldstone hace dos horas. Ahora está en la sala de descifrado.
—¡Bien, muy bien! —exclamó Knefhausen—. Ya verá como ellos lo justifican todo. Pero, ¿qué dicen? ¿Tienen ustedes buenos científicos para interpretarlo? ¿Pueden entender el contenido?
—No exactamente —dijo Amos—, ya que se ha planteado un pequeño problema que la sala de descifrado no había previsto y para el cuál no estaba preparada. El mensaje no estaba cifrado. La escritura era normal, pero en idioma chino.
CONSTITUTION SEIS
El siguiente mensaje fue recibido y manipulado por la sección de descifrado de acuerdo con las directrices recibidas. Debido a su naturaleza especial, se llevó a cabo una investigación para determinar su procedencia. Los datos radiodireccionales recibidos de la Base Farside señalan su origen a lo largo de una línea que coincidía con la prevista situación actual de la Constitution. La fuerza de la señal era elevada, aunque dentro de los límites correctos, y la degradación de la separación de frecuencia coincidía con las variaciones relativistas debidas al impacto con partículas y nubes gaseosas.
Aunque los datos asequibles no demuestran incuestionablemente que la transmisión proceda de la nave espacial, no se ha encontrado ninguna contraindicación.
Examinado, el texto resulta ser una transcripción fonética de lo que aparece como un dialecto del Imperio Medio Mandarín. Sólo se ha completado una traducción parcial (véase nota adjunta al texto). La traducción presenta dificultades poco corrientes por dos motivos principales: en primer lugar, la dificultad de encontrar un traductor suficientemente capacitado y que al mismo tiempo ofrezca garantías desde el punto de vista de la seguridad; en segundo lugar, cabe la posibilidad de que el lenguaje utilizado no corresponda exactamente a ningún dialecto, y que se trate de un amaño del personal de la Constitution (véase PÁRRAFO OCHO).
Este texto es PROVISIONAL Y NO AUTENTIFICAOO, y se facilita únicamente como una primera tentativa de traducir al inglés el contenido del mensaje. La sección de descifrado continúa trabajando en la traducción del mensaje completo y en la obtención de un texto más fidedigno.
Las posteriores versiones y enmiendas serán facilitadas a medida que sean obtenidas.
SIGUE EL TEXTO:
PÁRRAFO UNO. El que habla por todos —teniente coronel Sheffield H. Jackman— descansa. La obra bien hecha permite relajar la vigilancia. Yo —identidad no comprobada, pero probablemente alguna de las otras tres mujeres que se encuentran a bordo, o una de sus descendientes— ocupo su puesto, impulsada por la caridad y por el amor.
PÁRRAFO DOS. No basta con estudiar y con realizar hazañas que impulsen a la gente a asombrarse y a inclinar sus cabezas. No basta con comprender la naturaleza del cielo o del mar. Sólo a través de la comprensión de todo nos acercamos a la sabiduría, y sólo a través de la sabiduría podemos actuar correctamente.
PÁRRAFO TRES. Estos son los preceptos tal como nos han sido dados para comprenderlos:
PÁRRAFO CUATRO. El que impone su voluntad por medio de la fuerza carece de justicia. Dejad que le arrojen por un acantilado.
PÁRRAFO CINCO. El que provoca la codicia ajena por un trazo de madera labrada o una confitura carece de bondad. Dejad que se le impida continuar ejerciendo sus prácticas erróneas.
PÁRRAFO SEIS. El que ata un nudo y dice: “No me importa quién lo ha de desatar”, carece de perspicacia. Dejad que lave las úlceras de los pobres y acarree el contenido de las letrinas hasta que aprenda a considerar el día por venir como hermano del día que es.
PÁRRAFO SIETE. Los que estamos aquí no debemos imponer nuestra voluntad por la fuerza a ustedes que están ahí. La comprensión llega tarde. Lamentamos el incidente de la semana próxima, ya que fue hecho apresuradamente y por error. El que habla por todos obró sin pensar. Los que estamos aquí lo lamentamos más tarde.
PÁRRAFO OCHO. Es posible que se pregunten por qué estamos comunicando en este lenguaje. El motivo es en parte recreativo, en parte inductor: la naturaleza del proceso es tal que deben ustedes pasar por él antes de que pueda serles dicho de qué se trata. Nuestros pasos han hollado este sendero. Para reconstruir el chino del I Ching, fue necesario reconstruir primeramente el alemán de cuya traducción procedía el texto inglés. Los errores acechan a cada paso. Numerosos defectos marcan nuestra tarea. Obsérvenlos en silencio durante horas y días hasta que los defectos se conviertan en parte del trabajo.
PÁRRAFO NUEVE. Se dice que tienen ustedes ocho días de plazo antes de que lleguen las partículas más pesadas. Las muertes y los destrozos serán escasos. Será mejor que todos los reactores nucleares volantes permanezcan en el suelo hasta que el incidente quede superado.
PÁRRAFO DIEZ. Cuando hayan completado la reconstrucción envíennos un mensaje, dirigido al planeta Alfa-Aleph. Para entonces, nuestro hogar estará a punto. Cuando estemos listos, enviaremos un ferry para ayudar a los colonos a cruzar la corriente.
El texto anterior incluye los primeros 852 grupos de la transmisión. El resto del texto, incluyendo aproximadamente 7.500 grupos, no han sido traducido satisfactoriamente. En opinión de un asesor del Departamento de Lenguas Orientales de la Johns Hopkins, puede ser un poema.
WASHINGTON SEIS
El Presidente de los Estados Unidos —Washington— abrió la ventana de su estudio y se inclinó hacia fuera para aullarle a su Asesor Científico:
—¡Harry, suba de una vez! ¡Estamos esperándole!
Harry miró hacia arriba y agitó una mano, y luego continuó chapoteando a través de la chorreante selva en que se había convertido el Césped Septentrional. Entre la crecida maleza, la lluvia y el barro resultaba difícil avanzar, pero el Presidente estaba de un humor de perros. Cerró la ventana de golpe y dijo:
—Ese hombre se mete por los lugares más difíciles para fastidiarme. ¿Cuánto tiempo se supone que tendré que esperarle para poder decidir si tenemos que trasladar o no la capital?
La primera dama levantó los ojos de su labor de punto.
—Jimbo, cariño, ¿por qué armas tanto lío? ¿Por qué no nos trasladamos de una vez y acabamos con todo?
—Bueno, no resulta tan fácil tomar una decisión tan importante. —El Presidente se dejó caer en un sillón—. En realidad, estaba esperando el desfile del Décimo Aniversario —se lamentó—. ¡Diez años valen la pena de conmemorarse! No deseo nada excepcional, sólo bajar por la Avenida de la Constitución, como en los viejos tiempos, con la gente manifestando su alegría, los reporteros, las cámaras y todo eso. Entonces, ese hijo de perra de Omaha no podría decir que no soy el verdadero Presidente…
Su esposa dijo, en tono tranquilo:
—No te preocupes por él, cariño. ¿Sabes lo que he estado pensando? Que el desfile resultaría muy poco brillante en la Avenida de la Constitución. Sería mucho más agradable en una calle más pequeña.
—¡Oh! ¿Qué sabes tú de eso? De todos modos, ¿a dónde podríamos ir? Si Washington está bajo el agua, qué te hace pensar que Bethseda sería mejor?
Su secretario de estado soltó las cartas de su solitario y alzó la mirada. Las últimas palabras del Presidente, al parecer, le habían interesado.
—No tendría que ser Bethseda, necesariamente —dijo—. Tengo unos hermosos terrenos cerca de Dulles que podríamos utilizar. Allí la altitud es mayor.
—Naturalmente. En Virginia hay unos terrenos muy hermosos —confirmó la primera dama—. ¿Recuerdas aquel picnic al que asistimos después de tu Segundo Aniversario? Fue en Fairfax Station. Todo rodeado de colinas. Era muy bonito.
El Presidente descargó su puño sobre la mesita auxiliar y aulló:
—iYo no soy el Presidente de Fairfax Station, soy el Presidente de los Estados Unidos de América! ¿Cuál es la capital de los Estados Unidos de América? ¡Washington! ¡Dios mío! ¿No os dais cuenta de que todos esos cretinos de Houston, de Omaha y de Salt Lake se matarían de risa si se enterasen de que he tenido que mudarme de mi propia capital?
Se interrumpió, debido a que su Asesor Científico acababa de aparecer en el umbral de la puerta, sacudiéndose el barro que llevaba pegado a todas sus ropas.
—¿Y bien? —inquirió el Presidente—. ¿Qué es lo que dicen?
Harry se sentó.
—Las cosas están muy mal. ¿Alguien tiene un cigarrillo seco?
El Presidente le lanzó un paquete. Harry se secó los dedos en la camisa antes de sacar un cigarrillo.
—Bueno —dijo—, he hablado con todos los capitanes de barco que pude encontrar. Todos dicen lo mismo. Las mareas suben y bajan a lo largo de todo el litoral.
Miró a su alrededor en busca de una cerilla. La esposa del Presidente le entregó un mechero de oro con el gran sello de los Estados Unidos grabado en él; después de varias tentativas, Harry logró que se encendiera.
—Las cosas no presentan un buen aspecto, Jimmy. En este momento la marea está baja, pero no podemos confiar en eso. Mañana estará un poco más alta. Y se producirán temporales, no una simple lluvia como aquí. Se acerca una depresión tropical procedente de las Bahamas.
—No estamos en el trópico —dijo el secretario de estado en tono suspicaz.
—No he querido decir eso —replicó el asesor científico, que en otros tiempos había facilitado informes meteorológicos para la estación local de Televisión ABC, cuando existían cosas tales como una red de televisión—. Me refiero a que se producirán tormentas. Huracanes. Pero lo peor no es eso, sino la marea. Si los hielos se derriten, alcanzarán unas alturas insospechadas.
El Presidente hizo repiquetear sus dedos sobre la mesita. Súbitamente, gritó:
—¡No quiero trasladar mi capital!
Nadie contestó. Sus estallidos de malhumor eran famosos. La primera dama se concentró en su labor de punto, el secretario de estado recogió sus cartas y empezó a barajarlas, el asesor científico se quitó la chaqueta y la colgó cuidadosamente detrás de una puerta.
El Presidente dijo:
—Tienen que ver las cosas así: suponiendo que nos trasladáramos, todos esos paletos provincianos que pretenden ser el Presidente de los Estados Unidos verían fortalecida su posición, y la eventual reunificación de nuestro país sufriría un gran retraso. —Movió sus labios unos instantes, y luego estalló—: ¡No pido nada para mí! Nunca lo he hecho. Sólo deseo representar el papel que me corresponde en lo que es bueno para todos nosotros, y eso significa que he de conservar mi posición como verdadero Presidente, de acuerdo con la enmienda introducida en la Constitución de los Estados Unidos de América. Y eso significa que voy a permanecer aquí, en la verdadera Casa Blanca, pase lo que pase.
Su esposa dijo, en tono vacilante:
—Cariño, no te excites. El otro Presidente tiene una Casa Blanca de verano… Camp David. Y nadie se ha llevado las manos a la cabeza. ¿Por qué no haces tú lo mismo? Cerca de Fairfax Station hay una antigua casa de labor hermosísima, y podríamos arreglarla a nuestro gusto.
El Presidente la miró con aire de sorpresa.
—No es mala idea —declaró—. Lo malo es que no podemos trasladarnos permanentemente, y tenemos que conservar este lugar tal como está para que nadie pueda echarnos de él, y regresar de cuando en cuando a echar un vistazo. ¿Qué opina usted, Harry?
El Asesor Científico dijo, pensativamente:
—Supongo que podríamos alquilar algunas embarcaciones. Depende. No sé qué altura alcanzará el agua.
—¡Nada de “supongo”! ¡Nada de “depende”! Se trata de una prioridad nacional. Tenemos que hacerlo para que ese bastardo de Omaha siga prestando atención al verdadero Presidente.
—Bueno, Jimbo, cariño —dijo la primera dama al cabo de unos instantes, estimulada por el éxito de su sugerencia—, tienes que admitir que ahora mismo no nos prestan demasiada atención. ¿Cuándo fue la última vez que pagaron sus impuestos?
El Presidente la miró taimadamente por encima de sus gafas.
—Hablando de eso —dijo—, les reservo una pequeña sorpresa. Una especie de arma secreta.
—Espero que nos dé mejor resultado que en la última guerra —dijo su esposa, suspirando.
El Presidente se puso en pie, indicando que la reunión del gabinete había terminado.
—Harry —dijo—, acérquese a la biblioteca del Congreso y trate de encontrar algunos mapas buenos en las salas que se salvaron del incendio. Busquemos un buen lugar, situado a una altura conveniente, a unas veinte millas de aquí, más o menos. Luego haremos que el Ejército nos condene a la Casa Blanca de Verano, como dice Mae, y tal vez pueda dormir en una cama que no está enmohecida, para cambiar.
Su esposa le miró con aire preocupado.
—¿Qué vas a hacer, Jimmy?
El Presidente dejó oír una risita.
—Voy a revisar mi arma secreta.
Cuando le dejaron solo en el estudio, el Presidente se dirigió a la cocina y tomó una botella de Fresca del refrigerador abierto. La compañía de guardia de la Marina seguía intentando poner de nuevo en marcha el generador de gas, sin el menor éxito. Al Presidente no le importaba. Eran sus pretorianos personales y, aunque eran una nulidad como plomeros, habían demostrado lo que valían en los momentos de apuro. El Presidente no olvidaba que durante los disturbios no había sido más que un simple congresista, su rápido ascenso a la presidencia del Congreso y posteriormente de la Nación se debía, no sólo a su habilidad política y reconocida capacidad de maniobra, sino también al hecho de que su cuñado estaba al mando de la guarnición de infantes de Marina en Washington.
El Presidente, en realidad, estaba muy satisfecho de la marcha del mundo. Si bien envidiaba a los presidentes del pasado —misiles, flotas de bombarderos nucleares, miles de millones de dolares a su disposición—, cuando miraba al mundo que le rodeaba no veía nada comparable con su propia estatura.
Se bebió la soda, abrió un par de centímetros la puerta de su estudio y atisbó por la rendija. No había nadie a la vista. Se deslizó fuera y bajó por la escalera de la parte de atrás. En lo que en otro tiempo habían sido las partes públicas de la Casa Blanca podía apreciarse más claramente la extensión de los daños. Después de las algaradas y de los incendios, la voluntad de reparar y de reconstruir se había ido debilitado paulatinamente. Al presidente no le importaba. Ni siquiera se fijó en las chamuscadas paredes y en los trozos de yeso caídos del techo. Estaba escuchando el sonido de las explosiones de un motor de gasolina cada vez más lejanas, y una sonrisa distendió sus labios mientras se acercaba al piso subterráneo donde estaba encerrada su arma secreta.
El arma secreta, cuyo nombre era Dieter von Knefhausen, estaba tratando de completar la defensa total de cada uno de los actos de su vida que él llamaba sus memorias.
Estaba menos satisfecho del mundo que el Presidente. Podría haber deseado muchos cambios. Su estado de salud, por ejemplo: se daba cuenta de que su hipertensión básica, su bronquitis y su gota estaban librando los últimos asaltos de una guerra total para ver cuál de ellos tenía el honor de destruir su mutuo campo de batalla, que era él mismo. No le importaba su falta de libertad, pero sí la absurda destrucción de muchos de sus documentos.
El manuscrito original de su autobiografía se había perdido hacía mucho tiempo, pero él había convencido al Presidente —al que se llamaba a sí mismo Presidente—, para que enviara a alguien en busca de lo que pudiera recuperarse. Sólo habían aparecido algunos fragmentos de la copia. Los suficientes, sin embargo, para que Knefhausen reemprendiera la tarea de contar cómo había planeado el Proyecto Alfa-Aleph, detallando meticulosamente cómo había mentido, engañado falsificado para sacarlo adelante.
Era tan sincero como podía serlo. No omitía nada. Admitía su complicidad en la muerte “accidental” del primer marido de Ann Barstou en una colisión de automóviles, para dejarla en libertad de casarse con el hombre que él había escogido para que formara parte de la tripulación de la Constitution. Había confesado que sabía que el secreto no podría mantenerse por toda la duración del viaje, traicionando así la confianza del Presidente que lo había hecho posible. Lo contaba todo, todo lo que podía recordar, y alardeaba de su éxito.
Ya que para él era evidente que su éxito estaba más que demostrado. ¿Qué mejor prueba que lo que había ocurrido hacía diez años? El “incidente de la próxima semana” fue tan dramático y completo como pudiera desear el más exigente. Si sus detalles eran todavía indescifrables, en gran parte debido a la destrucción de la estructura tecnológica existente que había acarreado, sus principales características eran obvias. La lluvia de partículas pesadas —¿bario? ¿cuarzo, quizás?— había empapado la Tierra. La fuente había sido localizada en un punto del cielo que coincidía con la prevista situación de la Constitution.
Estaban tambián los mensajes recibidos: considerados en conjunto, no cabía duda de que los astronautas habían desarrollado unos conocimientos tan superiores a todos los de la Tierra que, desde una distancia de dos años—luz, podían imponer su voluntad a la raza humana. Lo habían hecho. Con un chaparrón de partículas, habían inutilizado todo el complejo militar—industrial del planeta.
¿Como? ¿Como? Ah, pensó Knefhausen con envidia y orgullo, esa era que todos los ingenios nucleares —bombas, plantas de energía, fuentes de radiación para hospitales, pilas atómicas— se habían empapado simultáneamente con la corriente de partículas y en aquel mismo instante habían dejado de existir como fuente de energía nuclear. No fue rápido y catastrófico, como una bomba. Fue lento y persistente. El uranio y el plutonio habían acabado de fundirse en la prolongada y continua reacción que todavía burbujeaba en los lagos de lava hirviente en que se habían convertido los antiguos depósitos y plantas nucleares. Se desprendió muy poca radiación, pero sí abundante calor.
Hacía mucho tiempo que Knefhausen había dejado de lamentar lo que no podía ser evitado, pero seguía pensando en lo mucho que le hubiera gustado tener la oportunidad de medir adecuadamente la cantidad total de calor desprendido. No menos de lO^l6 vatios—año, estaba seguro, a juzgar por los efectos sobre la atmósfera de la tierra, las tormentas, el aumento gradual de la temperatura en todo el mundo y, por encima de todo, por los rumores acerca del aumento general del nivel del mar, que presuponía la fusión de los casquetes polares. No existía ya una red de información meteorológica, pero las fragmentarias informaciones que había logrado reunir sugerían un mundo con niveles más altos de temperatura —de seis a siete grados centígrados—, que seguían aumentando en Checoslovaquia, el Congo, Colorado y un centenar de infiernos menores.
¿Rumores acerca del nivel del mar?

No se trataba de rumores, se corrigió a sí mismo, puesto que a juzgar por lo que podía ver a través de los barrotes de la ventana de su celda, las aguas lamían ya las mismas puertas de la Casa Blanca.
Se abrió la puerta. El Presidente de los Estados Unidos (Washington) entró, palmeando el hombro del flaco, asustado y macilento muchacho que montaba guardia junto a la puerta.
—¿Cómo van esos ánimos, Knefhausen? —inquirió el Presidente en tono jovial—. ¿Está usted dispuesto a entrar en razón?
—Haré lo que usted diga, señor Presidente, pero tal como ya le he dicho, existen límites. Además, no soy ningún jovenzuelo y mi estado de salud…
—¡Al diablo con su salud y sus límites! —gritó el Presidente—. ¡No empiece con la cantinela de siempre, Knefhausen!
—Lo siento, señor Presidente —murmuró Knefhausen, en tono casi inaudible.
—¡No lo sienta! Yo juzgo por los resultados. ¿Sabe lo que cuesta mantener en marcha esa bomba extractora de agua para que usted no se ahogue? ¡La gasolina está racionada, Knefhausen! Para obtenerla, hay que alegar motivos de alto interés nacional. Y sí usted insiste en no colaborar, no podrá continuar justificando esa sangría en nuestros recursos.
Triste, pero obstinadamente, Knefhausen dijo:
—En lo que de mí depende, señor Presidente, no he dejado de colaborar.
—Sí, desde luego. —Pero el Presidente se encontraba hoy en un humor anormalmente optimista, observó Knefhausen, con la enfermiza atención del recluso por los detalles, y al cabo de unos instantes añadió—: Escuche, no quiero que discutamos por esas minucias. He venido a hacerle una oferta. Dígame que acepta, y despediré a ese hijo de perra de Harry Stokes y le nombrará a usted mi asesor científico. ¿Qué le parece? De nuevo en la cumbre. Un apartamento de su propiedad. ¡Luces eléctricas! Criados… podrá escogerlos usted mismo, y hay algunas chicas muy monas disponibles. La mejor comida que pueda haber soñado. La posibilidad de prestar un verdadero servicio a los Estados Unidos de América, ayudando a reunificar este gran país para que vuelva a convertirse en la gran potencia que todos deseamos…
—Señor Presidente —dijo Knefhausen—, mi mayor deseo es el de prestar toda la ayuda posible, pero no es la primera vez que hablamos de este asunto. Haré lo que usted me pida, pero no puedo hacer que las bombas vuelvan a funcionar. Sabe usted perfectamente lo que ha ocurrido. Han desaparecido.
—¿Quién ha hablado de bombas? Mire, Kneffie, yo soy un hombre razonable. Lo único que tiene que prometerme es que utilizará sus conocimientos científicos en la medida en que le sea posible. Dice usted que no puede fabricar bombas: de acuerdo. Pero habrá otras cosas.
—¿Qué otras cosas, señor Presidente?
—No me apremie, Knefhausen. Cualquier otra cosa que signifique un servicio para la patria. Prométame eso, y hoy mismo saldrá de aquí. ¿O prefiere que interrumpa el funcionamiento de la bomba extractora de agua?
Knefhausen sacudió la cabeza, no para negar, sino en un gesto de desesperación.
—No sabe lo que me está pidiendo. ¿Qué puede hacer hoy un científico por usted? Hace diez años, sí… incluso hace cinco años. Es posible que entonces hubiese podido hacer algo. Pero ahora las condiciones previas no existen. Cuando todas las plantas nucleares han desaparecido… cuando las fábricas de abonos no disponen de nitrógeno y las fábricas de insecticidas han dejado de producir… cuando la gente empieza a morir de hambre y empiezan las epidemias…
—Sé todo eso, Knefhausen. ¿Sí o no?
El científico vaciló, mientras contemplaba pensativamente a su adversario. De pronto, un destello de la antigua sagacidad apareció en sus ojos.
—Señor Presidente —dijo lentamente—. Usted sabe algo. Algo ha ocurrido.
—Exacto —asintió el Presidente—. Ahora, dígame, ¿qué es lo que sé?
Knefhausen sacudió la cabeza. Después de siete décadas de vida vigorosa, y de otra década de lenta consumición, resultaba difícil recobrar la esperanza. Pero aquel hombrecillo, aquel advenedizo, no carecía de cierta astucia animal, y parecía estar muy seguro de sí mismo.
—Por favor, señor Presidente. Dígamelo.
El Presidente se llevó un dedo a los labios, y luego pegó un oído a la puerta. Cuando se hubo convencido de que nadie podía estar escuchando, se acercó más a Knefhausen y dijo en voz baja:
—Usted sabe que tengo representantes comerciales en todas partes, Knefhausen. Algunos en Houston, algunos en Salt Lake, algunos incluso en Montreal. No están allí únicamente para comerciar. A veces se enteran de cosas, y me las cuentan. ¿Le gustaría saber lo que acaba de contarme mi representante en Anaheim?
Knefhausen no contestó, pero sus cansados ojos tenían una expresión implorante.
—Se trata de un mensaje —susurró el Presidente.
—¿De la Constitution? —exclamó Knefhausen—. ¡No, no es posible! Farside ha desaparecido, Goldstone está destruido, los satélites han dejado de orbitar…
—No se trata de un mensaje por radio —dijo el Presidente—. Llegó desde Monte Palomar. No el gran telescopio, que también desapareció, sino lo que ellos llaman un Schmidt. Ignoro lo que es, pero funciona. Y hay algunos viejos que siguen atisbando por él, de cuando en cuando, en recuerdo de los antiguos tiempos. Y captaron un mensaje, transmitido en morse con destellos de láser. Procedía de Alfa Centauro. De sus jóvenes amigos, Knefhausen.
Sacó una hoja de papel de su bolsillo y lo hizo oscilar ante los ojos de Knefhausen.
Knefhausen se vio acometido por un súbito acceso de tos, pero logró graznar
—¡Démelo!
El Presidente retrocedió un par de pasos.
—¿Trato hecho, Knefhausen?
—iSí, sí! ¡Lo que usted diga, pero deme el mensaje!
—No faltaría más —sonrió el Presidente, entregándole la arrugada hoja de papel.
Decía:
ROGAMOS TOMEN NOTA DE QUE HEMOS CREADO EL PLANETA ALFA-ALEPH. ES HERMOSO Y GRANDE. ENVIAREMOS NUESTROS FERRIES PARA TRAER PERSONAL ADECUADO. NUESTROS SALUDOS ESPECIALES AL DR. DIETER VON KNEFHAUSEN, CON EL CUAL TENEMOS MUCHOS DESEOS DE HABLAR. LLEGAREMOS TRES SEMANAS DESPUÉS QUE ESTE MENSAJE.
Knefhausen lo leyó por segunda vez, miró al Presidente, y volvió a leerlo.
—Me… me alegro mucho —dijo, absurdamente.
El Presidente arrancó el mensaje de sus manos, lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo, como si aquel trozo de papel fuera la llave del poder.
—¿Se da cuenta? —dijo—. La cosa es sencilla. Usted me ayuda a mí, y yo le ayudo a usted.
—Sí, sí, desde luego —dijo Knefhausen, con aire distraído.
—Ellos son sus amigos. Harán lo que usted diga. Todas esas cosas que usted me dijo que podían hacer…
—Sí, las partículas, la capacidad de reproducir, la capacidad, Dios nos asista, de construir un planeta…
Knefhausen podía haber continuado catalogando las habilidades de los astronautas indefinidamente, pero el Presidente estaba impaciente.
—De modo que ahora sólo es cuestión de días… ¡Imagine lo que traerán! Armas, herramientas, de todo… Y lo único que tiene usted que hacer es lograr que me ayuden a volver a situar a los Estados Unidos de América en el lugar que le corresponde. ¡Sabré recompensarles, Knefhausen! Y también a usted. Ellos…
El Presidente de interrumpió, observando cuidadosamente al científico. Luego gritó: “¡Knefhausen!”, y se inclinó hacia adelante para agarrarlo.
Era demasiado tarde. El científico había caído al suelo, en redondo. El centinela, obedeciendo la orden del Presidente, corrió hacia la Casa Blanca en busca del médico, que se presentó con toda la rapidez que le permitieron sus vacilantes piernas y su cerebro empapado de cerveza, pero era demasiado tarde, también. Todo llegaba demasiado tarde para Knefhausen, cuyo viejo corazón le había fallado… muy a tiempo. Como se demostró pocos días después, cuando las grandes naves doradas procedentes de Alfa-Aleph aterrizaron y descargaron sus brillantes y terribles tripulaciones para limpiar la Tierra.
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