El bienhechor

Jean Hoepffner era el director del Strassburger Neueste Nachbrichten, el periódico más leído de Alsacia, que se publicaba a diario en dos idiomas, alemán y francés, y que se distinguía por no provocar jamás un escándalo ni salirse de lo corriente. Daba justo las noticias que se necesitaban para Alsacia, trascendía muy poco de los intereses regionales y sólo lo hacía en la medida en que era necesario para los asuntos económicos de gran envergadura. Yo no conocía en Estrasburgo a nadie que no lo adquiriera, su tirada era, con mucho, la mayor, estaba en todas partes. No daba ocasión de inquietarse, su sección cultural no se destacaba por nada, quien se interesaba por tales cuestiones leía la gran prensa de París.

La imprenta y las oficinas del periódico estaban en la Blauwolkenstrasse, la Rué de la Nuée Bleue, en un sobrio edificio comercial; el crujido de las prensas de imprimir se oía en el patio, pero también en todos los despachos. Jean Hoepffner no tenía su domicilio en aquel edificio, pero arriba, en la segunda planta, poseía un pequeño apartamento de dos habitaciones que ponía a disposición de los amigos que llegaban de fuera. Aquel apartamento estaba atestado de muebles viejos que Jean Hoepffner había ido adquiriendo a lo largo de los años en tiendas de chamarileros. No había cosa que más le gustase que huronear en tales tiendas, y se sentía feliz cuando creía haber descubierto algo que luego acababa en aquel piso y se sumaba a los demás trastos. Era como si en las dos habitaciones de arriba hubiese instalado él su propio almacén de muebles viejos que, según él, contenía sólo piezas de calidad, y en el que nada estaba en venta. Únicamente llegaban a ver aquel almacén los amigos a quienes se les permitía vivir allí. Y cuando los ojos de Jean Hoepffner, unos ojos muy claros, se posaban, bien abiertos, sobre algo que él ensalzaba exageradamente, sin saber lo que decía, nadie tenía valor bastante para decirle la verdad, a saber: que aquello no gustaba. Uno prefería callar, y sonreír, y alegrarse con él, y, tan pronto como fuera posible, hablar de otra cosa.

La gente que vivía allí durante algunas semanas iba sorteando así cada día dicha cuestión, como tuve que hacer también yo. Pues lo que allí había no era sólo lo que uno encontraba al llegar, sino que siempre se iban agregando cosas nuevas; casi a diario aparecía Jean Hoepffner con algo nuevo, de ordinario un objeto pequeño; daba la sensación de que, para que su invitado se encontrase a gusto, tuviese él que equipar aquel sitio con objetos siempre nuevos y sorprendentes. El apartamento destinado a los huéspedes estaba lleno, no resultaba fácil encontrar un hueco para los nuevos objetos, aunque al fin aparecía. No creo haber vivido en ningún otro lugar más contrario a mi propio gusto, todo tenía un aspecto polvoriento, de cosa no usada. Se hacía, desde luego, limpieza diaria en la vivienda, pero uno no se hubiera sorprendido de ver moho por todas partes —un moho simbólico, claro está, pues, bien mirado, todo estaba limpísimo. Lo que creaba tal impresión de moho era más bien el carácter de los objetos y el hecho de que ninguno casase con otro.

Sólo para dormir, y por la mañana, para desayunar, cuando me subían el café, paraba yo en aquellas habitaciones. En ellas mantuve con el señor Hoepffner unas conversaciones muy cordiales. Él me visitaba por las mañanas, antes de marchar a su despacho en el primer piso, y me hacía compañía mientras yo tomaba el café. Tenía ciertos escritores a los que leía una y otra vez, de los que jamás se saciaba, y acerca de ellos deseaba hablar conmigo. En especial, Stifter, del que conocía casi todo; muchas cosas que le gustaban las había leído cien veces, según decía. Por la noche, al volver a su casa del despacho, anhelaba el momento de poder entregarse a la lectura de su Stifter. Era soltero y vivía solo, con un perrillo de lanas; un ama de llaves, que lo cuidaba hacía años, se preocupaba de la cocina y la limpieza de la casa. Jean Hoepffner no perdía el tiempo con cosas superfluas, sabía apreciar la comida que la bondadosa anciana alsaciana le había preparado, bebía su vaso de vino y, tras jugar un breve rato con el perrito, se dedicaba a leer el relato «El solterón», que no se cansaba nunca de elogiarme. Para hacerlo encontraba acentos más serios que para ensalzar algún cacharro con el cual llegaba a veces. Pero había, era claro, una relación entre sus antiguallas y Stifter, y a él no se le hubiera ocurrido negarla.

En una ocasión le pregunté por qué leía una y otra vez las mismas cosas. Mi pregunta lo llenó de asombro, pero no me la tomó a mal. ¿Es que había otras cosas? Él no podía sufrir lo moderno, dijo, en ello todo era desesperanzado y sombrío, no aparecía ni un solo ser humano bueno. Y esto no se correspondía con la verdad. Añadió que él tenía cierta experiencia de la vida, que en su profesión había conocido a mucha gente y que entre ésta no había encontrado una sola persona mala. Es preciso, decía, ver a las personas como son y no atribuirles intenciones equivocadas. El escritor que mejor sabía hacer esto era precisamente Stifter, y desde que lo descubrió todos los demás lo aburrían o le producían dolor de cabeza.

Tuve en un primer momento la impresión de que nunca había leído otra cosa, pero esto resultó ser un error, pues me confesó que tenía otro libro favorito, leído no menos veces. Tal vez me causaría asombro saber quién era su autor, dijo. Era como si, antes de revelar el nombre, hubiera querido disculparse un poco. Uno debe saber, explicó, qué aspecto ofrecería el mundo si en él hubiera personas malas. También se necesitaba esta experiencia, pero como ilusión. Él la había tenido, y aunque sabía que lo que aquel libro presentaba tenía muy poco que ver con la verdad, estaba tan prodigiosamente escrito que era necesario leerlo, y él, dijo, lo hacía una y otra vez. Así como hay gente que lee novelas policíacas, para descansar luego de ellas en el mundo real, así leía él a su Stendhal, La cartuja de Parma. Confesé que aquél era mi autor francés preferido, lo había considerado mi maestro y me había esforzado en aprender de él. «¿Es que se puede aprender de él?», dijo. «Lo único que ahí puede aprenderse es que, afortunadamente, las cosas no son así».

Estaba convencido, añadió, de que La cartuja de Parma era una obra maestra, pero una obra maestra de la intimidación. Y era tan pura su convicción que sentí vergüenza ante él. Tenía que decirle toda la verdad sobre mí mismo y pronto le expliqué lo que yo había escrito. Le hice una descripción de Kant se prende fuego, escuchó con interés. «Pues parece que es una intimidación todavía mejor que La cartuja de Parma. Nunca leeré yo esa novela, pero es necesario que un libro así esté al alcance de los lectores. Produciría un buen efecto. La gente que lo lea despertará como de una pesadilla, agradecida de que la realidad sea diferente, de que la realidad no sea como ese sueño». Pero comprendía que ningún editor se hubiera atrevido hasta entonces a publicar mi libro, ni siquiera los que habían manifestado respeto por el manuscrito. Para esto se necesitaba coraje, dijo, y casi nadie lo tiene.

Creo que deseaba ayudarme y disfrazó su deseo con la máxima delicadeza. A él no le gustaría leer un libro como el mío, dijo; mi descripción había sido suficientemente repulsiva. Pero le había oído decir a nuestra común amiga, madame Hatt, que yo no había publicado aún ningún libro y esto no le parecía recomendable para un escritor a punto de cumplir treinta años. Realmente él no podía estar a favor del libro y por ello se inventó un propósito pedagógico que justificase la existencia de mi novela: la intimidación. En aquella misma conversación, sin transición ni titubeos, dijo que me buscase yo mismo un buen editor que tuviera fe en el libro, pero que no quisiera arriesgar demasiado dinero. Él, Jean Hoepffner, saldría garante de que el editor no sufriera ningún perjuicio económico.

—Pero es posible que nadie quiera leer el libro —dije.

—Entonces yo cargo con todas las pérdidas —replicó—, a mí me van las cosas demasiado bien y no tengo que cuidar de ninguna familia.

Aquello sonó como la cosa más natural del mundo. Pronto me había convencido de que lo hacía con mucho gusto; de que nada le era más fácil; de que así me daba una prueba de que en el mundo había también personas buenas, y que las cosas no eran como aparecían en mi libro; y de que sólo había que leerlo para volver con renovada convicción al mundo real, hecho de hombres buenos.

Cuando volví a Viena eran muchas las cosas que tenía que contar; el viaje me había llevado a Comologno y a Zürich, a París y a Estrasburgo, habían sucedido cosas inesperadas, me había encontrado con personas notables. De todo ello le hablé a Broch; éste, con franqueza y con una rapidez mayor de la que solía, me dijo que una cosa me envidiaba: mi encuentro con James Joyce. En verdad yo no tenía ningún motivo para ver en ese encuentro algo honroso. La cortante y precipitada afirmación de Joyce: «Yo me afeito con navaja, ¡y sin espejo!», me había parecido un sarcasmo y una total falta de comprensión. Broch no opinaba así. Aquella frase, dijo, mostraba que algo había conmocionado a Joyce, se había puesto en evidencia con tal frase, él era incapaz de decir una tontería. Me preguntó si yo hubiera preferido una frase pulida y complaciente. Dio muchas vueltas a aquella afirmación de Joyce, la miró por un lado y por otro y ensayó diferentes interpretaciones. Le complacía el carácter contradictorio de sus propias exégesis. Y cuando le hice notar que trataba aquella frase banal, aquella frase carente de toda importancia, como si fuera un oráculo, se mostró de acuerdo conmigo sin la menor vacilación. Eso precisamente era aquella frase, afirmó, sí, un oráculo, y siguió intentando nuevas exégesis.

El hecho de que mi comedia hubiera sacado de sus casillas a Joyce, dijo Broch, hablaba en favor de ella. Según él, Joyce había comprendido todo, naturalmente; ¿o acaso creía yo que un hombre como Joyce, que había vivido tanto tiempo en Trieste, no dominaba perfectamente el dialecto austríaco? Luego siguió explayándose sobre aquel tema, cortó mi intento de continuar el relato del viaje y volvió a Joyce: se le había ocurrido otra posible interpretación de la frase. Todo esto me hizo comprender que Joyce se había convertido para Broch en un modelo, en un personaje al que emular, del que uno no se desembaraza realmente. Broch —en quien no había rastro de arrogancia y que era sumamente amable con todos— no se dejó intimidar por nada de lo que yo argumentaba sobre la cruel soberbia de Joyce. La aparente crueldad, si es que era lícito llamarla así, dijo, era efecto de las muchas operaciones que había sufrido en los ojos y carecía de toda importancia. Lo que a Broch le interesaba era el modo resuelto que Joyce tenía de llevar su fama. No hay, dijo, ninguna fama tan selecta y noble como la suya. Me di cuenta de que la fama que a Broch le importaba era ésta, y ninguna otra. Ciertamente lo que más deseaba Broch era ser apreciado por Joyce. Y sin duda en la gestación de su obra La muerte de Virgilio intervino de modo decisivo la esperanza de lograr una hazaña paralela, por así decirlo, a la de Joyce.

Broch se alegró de todo corazón, por lo demás, cuando le hablé de Jean Hoepffner. El ofrecimiento que éste me había hecho le produjo un asombro no menor que el que a mí me había causado. Un hombre que leía casi únicamente a Stifter, que rechazaba en bloque la literatura moderna, que habría arrojado lejos de sí con repugnancia Kant se prende fuego tras leer las primeras páginas, un hombre así se ofrecía a cuidarse de que el manuscrito apareciera en forma de libro impreso. «Una vez que el libro salga a la calle», dijo Broch, «hará su camino. Es demasiado demoledor y también, acaso, demasiado siniestro como para quedar olvidado. No me atrevo a decidir si con ese libro hará usted algún bien a los lectores. Pero indudablemente su amigo hace algo bueno. Actúa en contra de sus prejuicios. Nunca entendería la novela. Además, no va a leerla. Y tampoco realiza su acción con el fin de conquistar laureles ante la posteridad. Ha barruntado que usted es un escritor y con su acción desea favorecer en algo a la literatura en su conjunto, ya que es tanto lo que a través de Stifter le debe. Lo que más me gusta en él es que vive disfrazado. ¡El director de una imprenta y de un periódico! El disfraz no podría ser mayor. Ahora a usted le será fácil encontrar una editorial».

Estuvo acertado en su predicción e incluso contribuyó de alguna manera a que se cumpliese, si bien no lo hizo con miras propias. Unos días más tarde Broch vio a Stefan Zweig, que se encontraba en Viena por dos razones. Se estaba sometiendo a una revisión completa de su dentadura y estaba fundando una nueva editorial en la que publicar sus libros, ya que la editorial Insel no podía seguir editándolos en Alemania. Creo que le habían extraído casi todos los dientes. Un amigo suyo, Herbert Reichner, editaba una revista muy buena titulada Philobiblon. Zweig resolvió confiarle sus libros y buscar además, como decoración, algunos otros de los que no hubiera que avergonzarse.

Me encontré con Stefan Zweig por puro azar, en el café Imperial, al poco tiempo de haber vuelto de mi viaje. Él estaba sentado solo a una mesa en uno de los salones de la parte de atrás y se tapaba la boca con la mano para ocultar su falta de dentadura. Aunque no le gustaba que lo viesen en aquel trance, me hizo señas de que me acercase y me forzó a tomar asiento a su mesa. «Broch me lo ha contado todo», dijo. «Ha conocido usted personalmente a Joyce. Si usted tiene alguien que ofrezca una garantía económica para su novela, puedo recomendar a mi amigo Reichner que la publique. Pero ha de conseguir que Joyce le escriba un prólogo. Así la gente se fijará en su libro».

Dije de inmediato que aquello quedaba totalmente descartado. Jamás podría yo pedirle a Joyce una cosa así. No conocía el manuscrito. Estaba casi ciego. No se le podía exigir que leyese un manuscrito como el mío. Pero, aun en el caso de que Joyce pudiera leer con la misma facilidad que cualquier otra persona, jamás le pediría yo algo así. A nadie pediría un prólogo. El libro habría que leerse por él mismo, no necesitaba muletas.

Lo que dije sonó tan brusco que yo mismo me asusté un poco. «Lo único que yo quería era ayudarle», dijo Zweig, y volvió a taparse rápidamente la boca con la mano. «Pero si no quiere…». La conversación había terminado, me marché y no lamenté lo más mínimo haber rechazado tan resueltamente la propuesta. Había salvado mi orgullo. Pero tampoco había perdido nada. Aun cuando hubiera sido posible —yo lo tenía por completamente excluido—, me era enteramente insoportable la idea de que mi libro llevase una introducción de Joyce, cualquiera que hubiese sido su contenido. Desprecié a Zweig por la propuesta que me había hecho. Pero acaso fue una suerte que no lo despreciase bastante, pues poco después recibí una carta de la editorial Herbert Reichner; en ella se hablaba, ciertamente, de la garantía económica, pero no se hacía la menor alusión a un prólogo, y se me apremiaba a que enviase el manuscrito. Pedí consejo a Broch, éste me dijo que aceptase y envié el manuscrito.