Ojos y respiración

La ocasión de nuestro primer encuentro determinó más de lo que suele ser habitual mi relación con Hermann Broch. Yo iba a dar una lectura de mi drama La boda en casa de Maria Lazar, una escritora vienesa a quien ambos conocíamos, aunque cada uno por su lado. Había varios invitados. Entre ellos, Ernst Fischer y su esposa Ruth, ya no recuerdo quiénes eran los demás. Broch había confirmado su asistencia y lo estábamos aguardando, pues se había retrasado. Llegó en el último momento, junto con Brody, su editor, cuando yo estaba a punto de comenzar la lectura. No hubo tiempo más que para un breve saludo: comencé a leer La boda sin que hubiéramos podido mantener una verdadera conversación.

Maria Lazar había contado a Broch que yo sentía una gran admiración por su obra Los sonámbulos, que había leído durante el verano de aquel año de 1932. Broch no conocía nada mío; como no había nada impreso, tampoco habría podido conocer nada. Tras el profundo impacto que me había causado Los sonámbulos —y en especial el tomo tercero, Huguenau—, él era para mí un gran escritor, y yo, para él, un joven escritor admirador suyo. Seguramente era hacia mediados de octubre, yo había acabado La boda siete u ocho meses antes. A algunos amigos les había leído la pieza, eran amigos que aguardaban algo de mí, y nunca habían sido muchos a la vez.

Broch, en cambio —y esto es lo que ahora importa especialmente—, escuchó La boda entera, la escuchó en una lectura realizada con ímpetu y sin que antes hubiera conocido ninguna otra cosa mía. Leí esta obra de teatro con pasión, los personajes se diferenciaban netamente unos de otros por sus máscaras acústicas y esto es algo que no ha cambiado nada con el paso del tiempo. La pieza duraba más de dos horas, la leí de una sola tirada. La atmósfera era densa, además de mí y de Veza habría allí tal vez una docena de personas, pero su presencia era tan intensa que parecían ser muchas más.

Yo veía bien a Broch delante de mí, el modo como estaba sentado me impresionó. Su cabeza de pájaro parecía un poco hundida entre los hombros. Durante la escena del portero, la última del «Preludio» —escena que se ha convertido para mí en la más querida de toda la pieza—, me fijé en sus ojos. La frase de la agonizante señora Cocas, «Escúchame, hombre, que tengo algo que decirte», frase que ella se ve obligada a iniciar una y otra vez, pero que no logra terminar, fue para mí el instante del encuentro con los ojos de Broch. Si los ojos pudieran respirar, aquellos ojos habrían contenido la respiración. Estaban aguardando a que la frase fuese dicha hasta el final, y aquella retención y aquel detenimiento estaban colmados con las palabras del señor Cocas acerca de Sansón. Había allí una doble lectura, y al diálogo en voz alta —que en realidad no era tal, pues el señor Cocas no prestaba atención a las palabras de la moribunda— se había sumado otro diálogo soterraño, el que se desarrollaba entre los ojos de Broch, que habían asumido la defensa de la moribunda, y yo, que una y otra vez iniciaba las palabras que ella quería decir y me veía interrumpido por las frases bíblicas que el portero iba leyendo.

Esto fue lo que ocurrió durante la primera media hora de lectura. Después llegó la auténtica boda, que se inicia con una gran desvergüenza, de la cual, sin embargo, entonces no me avergonzaba en absoluto por lo mucho que la odiaba. Tal vez yo no tuviera una noción completa del carácter naturalista de esa escena asquerosa. Una de sus fuentes era Karl Kraus, pero también había confluido otro influjo: el de George Grosz, cuya carpeta Ecce homo había yo admirado y aborrecido. De todos modos, la mayor parte guardaba relación con cosas oídas por mí mismo.

Cuando leía a otros la delirante parte central de La boda, jamás prestaba atención a lo que me rodeaba. Estaba como poseído, y de esa clase de posesión formaba parte la creencia de estar flotando, flotando por encima de frases terribles y chabacanas, que nada tienen que ver con uno mismo pero que lo van hinchando a uno cada vez más y haciendo que se eleve sobre ellas, tal vez como un chamán, aunque entonces no lo supiera.

Aquella tarde, en cambio, todo fue distinto. Durante toda la parte central de la pieza no dejé de notar la presencia de Broch. Su silencio era más penetrante que el de los demás. Broch se contenía a sí mismo como uno contiene su respiración. Yo no sabía cómo podía ser concretamente aquello, pero sí que debía guardar alguna relación con el acto de respirar, y creía —con plena consciencia— que Broch respiraba de manera distinta a todos los demás. Al horrible alboroto producido por mis personajes se oponía el silencio de Broch. Aquel silencio tenía cierta corporeidad, emanaba de Broch, era un silencio que se producía, y hoy sé que estaba relacionado con su forma de respirar.

En la tercera parte de la obra —la auténtica catástrofe y danza macabra—, ya no advertí nada a mi alrededor. El gran esfuerzo que tenía que realizar se apoderó de mí, estuve tan preso del ritmo —que en este caso es lo decisivo— que no hubiera podido decir lo que ocurrió con ninguno de los que me escuchaban. Y cuando llegué al final, ni siquiera sabía que Broch estaba allí. Con el tiempo, sin embargo, había pasado algo. Quizá yo hubiera vuelto a la habitación donde habíamos aguardado la llegada de Broch. El hecho es que éste habló y me dijo que, si hubiera conocido mi pieza, no habría escrito la suya. (Parece que precisamente entonces estaba escribiendo una obra de teatro, sin duda la misma que más tarde se representó en Zürich).

Luego dijo algo que no voy a reproducir aquí, pero que delataba una sagaz penetración en la génesis de mi obra. Yo no conocía a Broch, pero advertí que había quedado profundamente conmovido y que mi pieza lo había afectado de veras. Brody, su editor, tenía para todo una sonrisa educada, que a mí me desagradó mucho. Con él no había pasado nada, acaso se había sentido molesto por aquel furibundo ataque a la vida burguesa y no deseaba que se le notase, por lo cual lo ocultaba detrás de sus buenas maneras. Pero puede que Brody fuera así siempre y nada pudiera conmoverlo. Soy incapaz de decir qué es lo que lo ligaba realmente a Broch, pues, sin ningún género de duda, mantenía amistad con éste.

Ninguno de los dos se quedó mucho rato, los estaban aguardando ya en otro sitio. Broch se había presentado acompañado por su editor, lo cual producía una impresión de algo así como orgullo; sin embargo, al final de La boda a mí me pareció una persona frágil. Era una fragilidad muy hermosa, pues dependía de los acontecimientos, relaciones y oscilaciones entre los seres humanos, y su presupuesto era una honda sensibilidad. La mayoría de la gente opinará que esto es una debilidad, yo tengo derecho a llamarla así, pues, para mí, una debilidad tan consciente de sí misma constituye una excelencia, más aún, una virtud. Pero cuando personas pertenecientes al mundo del comercio —mundo en el cual Broch había vivido— o a una forma de vida similar pronuncian hoy la palabra debilidad al referirse a Broch, me entran ganas de golpearlos en la boca.

No me resulta fácil ocuparme de Broch, pues no sé cómo ser justo con él. Intervienen aquí la expectación con la que me aproximé a él, el impetuoso asedio al que lo sometí desde el comienzo —asedio del que intentó escapar—, la ceguera con que deseaba que todo en él fuera bueno, la belleza de sus ojos, en los que yo podía leer todo menos cálculo interesado: en él yo no veía nada que no fuese sublime, y de un modo ingenuo y atolondrado me entregué, me entregué con obsesión, sin ocultar mi inmensa ignorancia. Yo era, ciertamente, una persona abierta y ansiosa de saber, pero esta ansia de saber aún no había dado fruto. Si hoy hago un cálculo de lo que había aprendido, veo que era bien poco, y en todo caso nada había aprendido de lo que constituía el saber especial de Broch: la filosofía contemporánea. Su biblioteca era en lo esencial una biblioteca filosófica, Broch no rehuía el mundo de los conceptos, como me ocurría a mí, se entregaba a ellos como otros se entregan a la frecuentación de locales nocturnos.

Broch fue el primer «hombre débil» con el que tropecé, no le interesaba ni conseguir triunfos, ni vencer a otros, ni, mucho menos, fanfarronear. En lo más hondo de su alma le repugnaba anunciar grandes propósitos; yo, en cambio, de cada dos frases que decía, una era: «Escribiré un libro sobre eso». Esto no era, desde luego, mera fanfarronería vacua, pues había escrito un largo libro, Kant se prende fuego —cierto es que no era sino un manuscrito, que muy pocos conocían—, y había decidido que otro libro, mucho más importante para mí, sobre la masa, fuera la obra de mi vida; de éste no había mucho más que una serie de experiencias vividas, pero que llegaban muy hondo, y unas lecturas extensas, ávidas, que yo creía relacionadas con la masa, pero que en realidad se referían a todo no menos que a la masa. Había apostado mi vida por una gran obra, y tan en serio la tomaba que, sin titubear, era capaz de decir: «Completarla durará decenios». Broch tuvo que darse cuenta de que era una pasión, y una pasión auténtica, mi deseo de incluirlo todo en mis propósitos y planes, el carácter inagotable y abarcador de éstos. Lo que le repelía era el modo fanático y cruel en que yo hacía depender de un castigo el mejoramiento de los seres humanos, castigo del que, sin más, me había nombrado a mí mismo órgano ejecutor. De Karl Kraus era de quien había yo aprendido eso, de Karl Kraus, al que jamás hubiera osado imitar conscientemente, pero del que había absorbido infinitas cosas, y en especial su furor, en la época en que escribí La boda, durante el invierno de 1931 a 1932.

Con este furor —que, a través de La boda, se había convertido en el mío propio— me había presentado a Broch durante la lectura de mi pieza teatral. Broch sucumbió a él, pero fue lo único mío a lo cual sucumbió, todo lo demás que tomó, lo tomó, como más tarde se vería, a su manera, una manera que no llegué a comprender hasta mucho más tarde —propiamente, hasta después de su muerte— y que consistía en hacer suyos los impulsos de las voluntades ajenas, ya que ésta era la única forma de defenderse de ellos.

Broch cedía siempre, la única forma de acoger dentro de sí cosas era ceder a ellas. No era un proceso complicado, era su manera de ser, y creo que también estuve acertado al relacionarla con su modo de respirar. Sin embargo, entre las innumerables cosas que Broch acogía dentro de sí había algunas que eran demasiado violentas y que, por ello, no se dejaban conservar con tranquilidad. Tales cosas perturbadoras, que Broch sentía como choques molestos y que desaprobaba moralmente, se convertían luego, tarde o temprano, en iniciativas propias. Cuando, bastante tiempo después, Broch, emigrado a Norteamérica, decidió investigar la psicología de las masas, seguramente no había olvidado nuestras conversaciones sobre este tema. Sin embargo, el contenido de lo que yo había dicho, su auténtica sustancia, no le había afectado para nada. La ignorancia del interlocutor, cuyas palabras no estaban teñidas de ninguna de las terminologías filosóficas dominantes, le hacía a Broch pasar por alto el contenido de lo dicho, aunque correspondiera a su propia manera de ser. Lo que a él le afectaba era la fuerza del propósito, la pretensión de llegar a una teoría nueva que alguna vez existiría. Y aunque esa teoría no existía aún —a excepción de unos mezquinos inicios—, Broch sentía ese propósito como un mandato y dejaba que este operase en su interior como si fuera una orden dirigida a él. Cuando yo comenzaba a hablar en presencia suya de lo que me proponía realizar, lo que él oía era esto: «¡Hazlo tú!». No sabía enseguida, sin embargo, que aquello lo había oído bajo una coacción, y me dejaba llevándose las semillas de una tarea que más tarde florecería en un medio nuevo, pero que no produciría frutos.

Estoy anticipando muchas cosas y embrollando con ello la línea clara de nuestra relación, que efectivamente surgió; pero ahora que ha pasado tanto tiempo es necesario que también yo vea lo que entonces ocurrió entre nosotros ya desde el comienzo, sin que lo supiera ninguno de los dos, tampoco él.

Cuando daba sus paseos caminando presurosamente, Broch venía a visitarnos con bastante frecuencia a la Ferdinandstrasse. Yo lo veía como un pájaro grande y hermoso, pero con las alas cortadas. Parecía estar recordando los tiempos en que aún podía volar. Jamás se había sobrepuesto a lo que le había ocurrido. De buena gana le hubiera hecho preguntas sobre esta cuestión, pero entonces no me atrevía todavía a hacerlo. Su modo entrecortado de hablar inducía a engaño, es posible que no le disgustase en absoluto hablar de sí mismo. Pero antes de hablar, Broch reflexionaba, de él no cabía aguardar confesiones fluidas, como las hacían la mayor parte de mis conocidos en Viena. No habría tenido consideraciones consigo mismo, tendía a autoacusarse, en él no había el menor rastro de autocomplacencia, se mostraba inseguro, pero era, así me lo parecía a mí, una inseguridad adquirida. Mi forma decidida de hablar lo crispaba, pero era demasiado bondadoso para dejarlo ver. Yo lo notaba, sin embargo, y cuando se iba, me quedaba allí avergonzado. Me hacía reproches a mí mismo por no caerle bien, según creía. De buena gana hubiera hecho Broch de mí un hombre asaltado por las dudas acerca de sí mismo, tal vez deseaba, con precaución, educarme para ello, pero no lo consiguió. Yo lo tenía en gran estima, había quedado fascinado por Los sonámbulos, ya que en esa obra él había sido capaz de conseguir aquello para lo que yo carecía de capacidad. Lo atmosférico en la literatura no me había interesado nunca, me parecía que eso correspondía más bien a la pintura. Pero ahora, en Broch, lo atmosférico estaba allí de una manera tal que me volví sensible a ello. Lo admiré porque admiraba todo lo que me estaba vedado. No me desorientó con respecto a mis planes, pero resultaba admirable ver que había algo enteramente distinto, algo que tenía sus propios derechos y que, en la lectura, nos liberaba de nosotros mismos. Tales metamorfosis realizadas al leer son indispensables para un escritor, que tan sólo cuando ha sido llevado muy lejos por otros encuentra verdaderamente el camino de retorno a sí mismo.

Todo lo que Broch publicaba lo llevaba enseguida a la Ferdinandstrasse. Daba especial importancia a lo que aparecía en el Frankfurter Zeitung o el Die Neue Rundschau. A mí no se me hubiera ocurrido pensar que mi juicio tuviera importancia para él. Hasta qué punto Broch tenía necesidad de aprobación es algo que no comprendí sino mucho más tarde, cuando se publicaron sus cartas, algunos años después de su muerte. Mi manera afirmativa de hablar lo crispaba, pero aceptaba de buena gana el carácter decidido de un juicio cuando se refería a él, e incluso lo citaba en cartas escritas a otros.

Yo daba en aquel tiempo una interpretación casi mítica al modo apresurado de caminar de Broch: él, el gran pájaro, no podía resignarse a la idea de que le hubieran cortado las alas. Ya no podía alzar el vuelo y remontarse hasta la libertad de la sola atmósfera situada por encima de todos los humanos. En lugar de esto captaba para sí cada uno de los espacios respiratorios que mediaban entre las gentes. Otros escritores coleccionaban seres humanos, Broch coleccionaba los espacios respiratorios situados alrededor de las personas y que contenían el aire que había estado primero en sus pulmones y luego habían expelido. Este aire conservado le permitía sacar conclusiones sobre la manera de ser de la gente, él caracterizaba a los seres humanos por los espacios respiratorios que les eran propios. Esto me pareció algo enteramente nuevo, con lo que jamás había tropezado hasta aquel momento. Yo sabía que había escritores condicionados por lo visual y escritores condicionados por lo acústico. Pero antes de conocerlo a él no se me hubiera pasado por la cabeza la idea de que pudiera haber un escritor condicionado por su forma de respirar.

Broch era muy reservado y, como he dicho, producía la impresión de ser un hombre inseguro. Absorbía cualquier cosa sobre la que su mirada cayese, pero el ritmo de esa absorción no era el ritmo del deglutir, sino el del aspirar. Él no chocaba contra nada, todo seguía igual que antes, inmodificado, y conservaba su especial aura de aire. Parecía acoger dentro de sí las cosas más dispares para protegerlas. Desconfiaba de las prédicas vehementes, y por muy bienintencionado que fuese el propósito con que se enunciasen, siempre sospechaba que ocultaban algo malo. Más allá del bien y del mal no había para él nada, y el hecho de que, desde la primera frase, hiciese profesión de una actitud responsable y no se avergonzase de ella, le ganó mis simpatías. Esa actitud responsable se manifestaba también en la reserva de sus juicios, en lo que antes he llamado su forma «entrecortada» de hablar, de bloquearse, en cierto modo.

La explicación que a mí mismo me daba de esa forma «entrecortada» de hablar —es decir, de no pronunciar una sola palabra durante largo rato, aunque se notaba que estaba pensando con mucha intensidad— era la siguiente: Broch no quería acosar a nadie. Le resultaba molesto estar pendiente de sus propios intereses. Yo sabía que procedía de una familia de industriales, su padre había sido el dueño de la fábrica de hilados de Teesdorf. Broch, que en realidad deseaba ser matemático, había trabajado, contra su voluntad, en aquella fábrica. Cuando su padre murió, tuvo que hacerse cargo de ella, y no por él mismo, sino porque tenía una madre y otros parientes de quienes cuidar. Por una especie de obstinación siguió cursos en la universidad, estudió tardíamente filosofía y, cuando lo conocí, acudía al seminario de filosofía de la Universidad de Viena y hablaba de ello como de algo muy serio. Yo barruntaba que Broch tenía una relación con su procedencia de una familia de comerciantes similar a la mía, es decir, una honda aversión, que recurría a cualquier medio para oponer resistencia. Tuvo que ocuparse, siendo ya adulto, de la fábrica paterna durante largo tiempo, y por eso necesitaba antídotos especialmente fuertes. Sus inclinaciones lo llevaban a las ciencias exactas, y no desdeñaba que estas actuasen sobre él en su forma académica. Me imaginaba como estudiante universitario a Broch, a ese espíritu dotado de una vitalidad tan rica. Si era tan sabio que no dejaba de ser inseguro, ¿qué seguridad encontraba en los seminarios de la universidad? Lo que a él le interesaba eran los diálogos, pero en ellos se comportaba como si quien estuviera aprendiendo fuese siempre él; yo daba por supuesto que, en la mayoría de los casos, esto no podía ser cierto —saltaba a la vista que él tenía que saber mucho más que sus interlocutores—, y por ello pensaba yo que era la bondad de su corazón lo que le impedía abochornar a nadie.

En el café Museum conocí a Ea von Allesch, la amiga de Broch. Nos habíamos encontrado por casualidad, él y yo solos, en otro sitio. Me dijo que estaba citado con Ea y que le había prometido llevarme. Me pareció que Broch no se sentía completamente libre, que su modo de hablar era distinto del de otras veces; y se había retrasado mucho. «Hace ya mucho tiempo que nos está esperando», dijo, y echó a andar con rapidez; al final, cuando atravesó la puerta giratoria, era como si volase y me arrastrase consigo al interior del local. «Nos hemos retrasado», dijo enseguida, con un tono casi tímido, antes de presentarme; luego dijo mi nombre y añadió, con un tono objetivo, que ya no delataba preocupación ninguna: «Y ésta es Ea Allesch».

Ya en ocasiones anteriores le había oído a Broch aquel nombre, y las dos partes de que se componía —el «Allesch», y sobre todo el «Ea»— me habían parecido extrañas, incluso enigmáticas. No le pregunté de dónde venía aquel «Ea» ni quise saberlo nunca. Ea andaría por los cincuenta, no era joven, tenía la cabeza de un lince, pero de un lince de terciopelo; sus cabellos eran rojizos. Era hermosa, y pensé, consternado, cuán hermosa habría sido antes. Su voz, al hablar, era queda y suave, pero tan penetrante que enseguida uno le cogía un poco de miedo. Era como si Ea, inadvertidamente, le hubiese clavado a uno sus garras. Pero se tenía esta impresión tan sólo porque le llevaba la contraria a Broch. No aprobaba ni una sola de sus frases. Preguntó dónde nos habíamos retrasado; había llegado a pensar, dijo, que ya no acudiríamos, ya llevaba una hora allí sentada. Broch le explicó dónde habíamos estado. Me involucró en aquello como si yo estuviera allí de testigo, pero la forma como Ea escuchaba dejaba claro que no daba crédito ni a una sola de las palabras de Broch. No hizo ningún reproche, pero la explicación no la convenció y, cuando ya llevábamos mucho tiempo sentados, volvió a lo mismo con una frase en que su duda aparecía ya digerida, como si se hubiera convertido ya en historia, y como queriendo hacer notar que agregaba aquella duda a todas las demás.

Iniciamos una conversación literaria. Broch quería desviar la atención de nuestra falta y recordó que, inmediatamente después de mi lectura de La boda, había acudido a casa de Ea, en la Peregringasse, y se refirió a lo que le había dicho a ella sobre mi pieza. Era como si con ello Broch suplicase a Ea que me tomase en serio. Ella no cuestionó tampoco lo que en aquella ocasión había ocurrido, pero lo volvió de inmediato contra él. Broch, dijo Ea, estaba completamente abatido y se había lamentado de no ser un autor dramático; para qué había escrito él su obra, decía, le hubiera gustado retirarla del teatro de Zürich donde estaba. Ea continuó diciendo que, desde hacía algún tiempo, Broch se figuraba que tenía que escribir. Quién le habría metido eso en la cabeza, seguramente una mujer. Ea hablaba de modo suave, casi halagüeño, pero allí no había nadie a quien ella quisiera halagar, y lo que decía resultaba demoledor. Pues añadió que ella le había dicho a Broch, con sólo ver su escritura, que no era un escritor; ella era grafóloga, aseguró, y bastaba comparar la escritura de Broch con la de Musil para saber que el primero no era un escritor.

A mí me resultaba tan penoso todo aquello, que aproveché rápidamente la alusión a Musil y pregunté a Ea si lo conocía. Desde hacía décadas, respondió, desde la época en que estaba casada con Allesch, antes, mucho antes de conocer a Broch. Musil era un escritor. El tono de Ea cambió completamente cuando dijo esto; y cuando luego añadió que Musil no tenía en demasiada estima a Freud y que no se dejaba embaucar con facilidad, comprendí que su animosidad se dirigía contra todo lo que para Broch contaba, mientras que a Musil lo dejaba intacto. Ella, dijo, solía ver a menudo a Musil en la época de su matrimonio con Allesch. Allesch era el más antiguo de los amigos de Musil. Incluso ahora, cuando ya hacía tanto tiempo que aquel matrimonio se había separado, seguía viéndola alguna que otra vez. Ea daba una gran importancia a su condición de grafóloga, incluso ocupaba una posición propia en la psicología. «Yo soy Adler», dijo señalándose a sí misma, «él es Freud», añadió señalando a Broch. Éste había sucumbido realmente a la fascinación de Freud, sucumbido de una manera religiosa, diría yo. Con esto no quiero decir, sin embargo, que se hubiera convertido en un fanático, como otros muchos a quienes conocí por entonces, sino que se hallaba impregnado de Freud como de una doctrina mística.

Una de las peculiaridades de Broch era que no ocultaba sus dificultades. No presumía. Desconozco la razón por la que me hizo conocer tan pronto a Ea. Broch no olvidaba en ningún momento que ella no lo apreciaba más que a otros. Tal vez deseaba contraponer mi veneración por su actividad literaria al áspero rechazo de que Ea le hacía víctima, pero entonces no lo capté. Poco a poco me fui enterando de que Broch había tenido fama de mecenas: se le consideraba un industrial que concedía más importancia a los asuntos del espíritu que a su fábrica, y que siempre tenía algo para los artistas. Broch había conservado su noblesse, pero pronto se daba uno cuenta de que no era un hombre rico. Nunca se quejaba de sus dificultades económicas, pero sí de su falta de tiempo. Según decía, todos los que lo conocían querían verlo mucho más a menudo.

Broch conseguía que uno hablase de sí mismo, que se enardeciese y no acabase nunca. El interlocutor pensaba que aquello suponía un interés especial por la persona que uno era, por los propósitos y planes que tenía, por los grandes proyectos. Y no se confesaba que aquel interés se dirigía a todas las personas, aunque podía haberse percatado de ello al leer Los sonámbulos. En realidad uno sucumbía a la fascinación de su modo de escuchar. En su silencio era posible explayarse, en ningún lugar se tropezaba con obstáculos. Uno hubiera podido decirlo todo, Broch no rechazaba nada. Uno se sentía tímido tan solo mientras no había dicho, entero y completo, algo. De ordinario se suele llegar, en tales conversaciones, a un punto en que uno se dice a sí mismo, dando un respingo súbito: «¡Alto! ¡Ni un paso más!», pues esa entrega que uno mismo ha deseado se vuelve peligrosa. En efecto, ¿cómo encontrar luego el camino de vuelta a sí mismo, cómo volver a estar luego solo? Pero cuando uno le hablaba a Broch, nunca aparecía ese momento ni ese lugar, nada gritaba «¡Alto!», uno no tropezaba por ninguna parte con tablillas de advertencia ni con señales, sino que seguía adelante, a trompicones, cada vez más rápidamente, como si estuviera borracho. Resulta sobrecogedor ver cuántas cosas puede uno llegar a decir de sí mismo; cuanto más lejos se atreve uno a ir, cuanto más se pierde, tanta mayor cantidad de cosas afluyen, de debajo de la tierra brotan las fuentes cálidas y uno es un paisaje de géiseres.

Esta clase de erupciones no me era desconocida, las había vivido antes en otros. La diferencia estaba en que, con respecto a otros, yo solía reaccionar: me sentía forzado a hacer algún comentario, era incapaz de callar, y mediante lo que decía tomaba partido, emitía un juicio, daba un consejo, dejaba sentir simpatía o rechazo. Muy al contrario, Broch, en tales ocasiones, callaba. No era un callar frío, o sediento de poder, tal como lo conocemos por el psicoanálisis, no era un callar cuyo objetivo es que un ser humano se entregue irremisiblemente a otro, al que no le es lícito ningún sentimiento en favor o en contra del que habla. El escuchar de Broch estaba interrumpido por pequeños, pero perceptibles empellones respiratorios, que atestiguaban que uno no sólo era escuchado, sino acogido, como si con cada frase pronunciada por uno fuera entrando en una casa y aposentándose ceremoniosamente en ella. Los pequeños ruidos respiratorios eran los honneurs que el anfitrión rendía: «Seas quien seas, digas lo que digas, entra, eres mi invitado, permanece aquí cuanto tiempo desees, vuelve, ¡quédate para siempre!». Los pequeños ruidos respiratorios eran un mínimo de reacción, las palabras y frases completas hubieran significado un juicio y equivalido a una toma de partido antes de que uno, con todo lo que arrastraba consigo, se hubiera acomodado en aquella casa acogedora. La mirada del anfitrión estaba siempre fija en uno mismo y, a la vez, en el interior de las habitaciones en que lo invitaba a entrar. La cabeza de Broch se parecía ciertamente a la de un gran pájaro, pero sus ojos nunca estaban prestos a aferrar ni a apresar. La mirada se dirigía a una lejanía que también incluía casi siempre la cercanía del interlocutor, y lo que había de más íntimo en el que miraba se hallaba en una proximidad y una lejanía idénticas.

Era una acogida misteriosa la que Broch dispensaba, y por eso uno quedaba rendido ante su hechizo. Yo no conocía entonces a nadie que no la buscase con anhelo. Aquella acogida no tenía ningún «indicio», ninguna valoración; en las mujeres se transformaba en amor.