Hallazgo del hombre bueno

Había entonces en Viena unas cuantas personas con las que me relacionaba, a las cuales veía con frecuencia y no rehuía, y esas personas se dividían en dos grupos opuestos. A las unas —tal vez fueran seis o siete— las admiraba por su trabajo y la seriedad con que se lo tomaban. Eran personas que seguían su propio camino y no se dejaban desviar de él por nadie, personas a las que les resultaba odiosa cualquier clase de lisonja, personas que tenían miedo al éxito, entendido en el sentido vulgar, personas, en fin, que sin duda tenían en Viena sus raíces —aunque no siempre las raíces más antiguas—, que eran difícilmente imaginables en cualquier otro sitio y, pese a todo, no se dejaban corromper por la ciudad. Éstas eran las personas a las que yo admiraba, de ellas aprendía cómo se realiza una obra sin desviarse ni un milímetro, aunque el mundo no quiera saber nada de eso. Es cierto que todas estas personas abrigaban la esperanza de alcanzar un reconocimiento público en vida, pero eran lo bastante inteligentes para saber que eso era algo muy inseguro y estaban resueltas a perseverar en aquello que habían tenido que emprender, aunque hasta el fin de sus días hubieran de ser víctimas del ludibrio que la gente les tenía reservado. Describir así su posición parecerá tal vez un lenguaje heroico, y todas aquellas personas eran demasiado serias y listas como para verse a sí mismas en esa postura. Pero sin duda tenían coraje y, además, una paciencia que a veces lindaba con lo sobrehumano.

Pero estaban también los otros, que representaban exactamente lo contrario, los que por dinero, fama o poder estaban dispuestos a todo. También éstos me fascinaban, aunque, claro está, de un modo enteramente distinto. A éstos quería conocerlos a fondo, saber qué aspecto ofrecía su interior, escrutarlos hasta la última fibra; era como si la salvación de mi alma dependiese de que lograra darme razón de ellos y contemplarlos en vivo como personajes completos. A éstos los veía con igual frecuencia que a los primeros, y hasta es posible que la ávida curiosidad que por ellos sentía fuera mayor. Pues como en realidad yo nunca daba entero crédito a las cosas que de ellos veían, tenía que buscar una y otra vez la corroboración de aquello que veía. No es que, reunido con ellos, hiciese yo concesiones, no me acomodaba a ellos ni andaba tampoco con lisonjas; pese a todo, no siempre se enteraban enseguida de lo que realmente pensaba de ellos. También aquí había seis o siete personajes principales, el más conspicuo de los cuales era Alma Mahler.

Las relaciones de un grupo con el otro eran lo que peor soportaba. Alban Berg, a quien yo apreciaba, mantenía una estrecha amistad con Alma, entraba y salía constantemente de su casa, se hallaba presente en todas las reuniones un poco numerosas que se celebraban en la Hohe Warte; allí lo encontraba siempre, en un rincón, con Helene, su esposa, y yo, aliviado, les hacía compañía. Es cierto que allí Alban Berg estaba aislado de los demás y no participaba en el afanoso trajín de Alma cuando ésta exhibía a invitados nuevos o «especiales». Y es cierto que sobre algunos de los allí presentes hacía observaciones tan agudas que parecían sacadas de Die Fackel —observaciones que aliviaban mi corazón no menos que el suyo—; pero estaba allí, siempre allí, y de su boca jamás oí una palabra contra la dueña de aquella casa.

También Broch frecuentaba a todas las personas que podía, y aunque a mí me decía con franqueza, a solas, lo que sobre ellas pensaba, jamás se le hubiera ocurrido evitarlas. Lo mismo ocurría con otros a quienes yo apreciaba y tomaba en serio. Éstos tenían también un segundo mundo vulgar, en el que se movían sin ensuciarse; más aún, a menudo parecía como si este segundo mundo fuera necesario para mantener puro y limpio el otro. De todos ellos, el que más se aislaba era Musil. Éste seleccionaba con toda minuciosidad a las personas que deseaba ver, y si, contra lo esperado, se encontraba, en el café o en alguna otra parte, rodeado de gentes que le disgustaban, entonces enmudecía y nada era capaz de arrancarle una sola palabra.

En mis conversaciones con Broch surgió una cuestión que acaso pueda parecer peregrina: ¿existía el ser humano bueno? ¿Cómo tendría que ser, si es que existía? ¿Le faltaban algunos atributos por los que los demás se dejaban arrastrar? ¿Era alguien que vivía retirado, o podía moverse con libertad entre la gente, reaccionar a sus desafíos y, sin embargo, ser «bueno»? Era una cuestión que tanto a Broch como a mí nos interesaba mucho. No la evitábamos buscando definiciones para eludir el problema. Dudábamos de que en la vida real, tal como la veíamos a nuestro alrededor —cada uno a su manera—, fuera absolutamente posible un hombre bueno. No dudábamos de cómo sería si existiera. Si nos fuera posible dar con él, en el acto lo reconoceríamos. Las dos personas que manteníamos esta conversación —que, extrañamente, tenía un cariz apremiante— estábamos convencidas de saber con exactitud lo que queríamos decir. No hubo una discusión esterilizante sobre qué podría ser el bien. Esto era tanto más asombroso cuanto que, sobre muchísimas cuestiones, sosteníamos opiniones muy distintas y lo aceptábamos. Pero tanto para él como para mí el hombre bueno tenía consistencia, era una imagen intocable. ¿Sólo una imagen? ¿Existía en la realidad? ¿Dónde estaba?

La conversación, tal como se desarrolló, consistió en hacer desfilar ante nosotros a todas las personas que conocíamos. Primero habíamos estado hablando acerca de personas sobre las que sabíamos algo, pero que no conocíamos personalmente. Entonces se puso de manifiesto que sabíamos demasiado poco. ¿Qué sentido tenía adoptar, en favor o en contra de ellos, prejuicios que no podíamos controlar mediante nuestra propia visión directa y personal? Decidimos, pues, hablar únicamente de personas conocidas, y a las que conociésemos bien. Una tras otra fueron desfilando también, ora ante Broch, ora ante mí, y sometidas a examen.

Esto puede parecer pedantesco, pero en realidad significó que nos contábamos los hechos y circunstancias de sus vidas de los que habíamos sido testigos, los hechos y circunstancias de los que, por así decirlo, podíamos salir garantes. Era claro que no estábamos pensando en un hombre simple; el hombre bueno que en nuestra mente teníamos había de saber lo que hacía; en su interior habían de estar disponibles muchas energías vitales, entre las que él pudiera elegir; el hombre bueno no era un sujeto simple o limitado, no se encontraba en una situación de inopia respecto al mundo, tenía el don de calar a los demás con la mirada; no se dejaba engañar por los otros, ni hipnotizar, estaba despierto y atento, era sensible, vivo, activo. Y sólo si satisfacía todas esas condiciones previas era lícito plantear esta pregunta: ¿era bueno, a pesar de todo esto? Ni a Broch ni a mí nos faltaban personajes a quienes recurrir, bien porque los conociésemos entonces, o porque los hubiéramos conocido en otra época. Fuimos dándoles la vuelta a uno detrás de otro, como si fueran bolos, y todo aquel asunto empezó a tener pronto un mal sabor, era como un juego de verdugos, pues ¿quiénes éramos nosotros para arrogarnos el derecho a juzgarlos? Me avergoncé, ante Broch, por no considerar bueno a nadie; acaso también él, aunque por naturaleza menos violento que yo, sintiese ante mí algo así como vergüenza. Entonces, de repente, dijo: «¡Conozco a uno! ¡Conozco a uno! ¡Mi amigo Sonne! ¡Él es el hombre bueno! ¡Él es el que estamos buscando!». Yo no había oído jamás aquel nombre y pregunté: «¿De verdad se llama Sonne?». «Sí, también puede usted llamarlo doctor Sonne. Esto último suena menos mítico. Es exactamente lo que andamos buscando. A tal punto lo es, que quizá por eso no me había venido a la mente enseguida». Me enteré de que el doctor Sonne vivía retirado, que solía encontrarse con unos cuantos amigos, muy pocos, y que hacía visitas, aunque muy rara vez. «Acaba usted de nombrar hace un momento al pintor Georg Merkel» (éste había sido uno de nuestros «candidatos»). «A él lo visita a veces, allá en Penzing. Allí puede usted conocerlo. Es lo más sencillo. No hay problema».

Georg Merkel, un pintor cuyos cuadros ya a menudo habían despertado mi interés en las exposiciones, una persona de la misma edad más o menos que Broch, me había llamado la atención en el café Museum —que frecuentaba, aunque no tanto como otros pintores— por un profundo agujero que tenía en la frente, justo encima del ojo izquierdo. En la habitación—comedor de Wotruba había admirado yo sus cuadros, que tenían un aire como francés; habían sido influidos tempranamente por los neoclásicos, pero en sus colores eran únicos, y, para Viena, inusitados. En aquella ocasión, cuando estuve comiendo en casa de Wotruba, había preguntado por él y me habían contado algo. Más tarde, igual que conocí a los demás pintores importantes de la época, por mediación de Wotruba, llegué a conocerlo en el café Museum. El alemán que Merkel hablaba, un alemán elegantísimo, me había fascinado en el acto. Aquel alemán tenía un acento polaco, era lento y elevado, cada una de sus frases tenía como soporte una convicción profunda y un hondo significado. Georg Merkel hablaba como se habla en la Biblia, como si él mismo estuviera cortejando a Raquel. Las cosas de las que él hablaba eran enteramente otras, no tenían nada que ver con la Biblia; pero lo que allí resaltaba era el tono de saludo, de homenaje y honor que él quería rendir a la persona a quien hablaba; cuando Georg Merkel dirigía la palabra a alguien, éste tenía que sentirse realzado y apreciado. También era claramente perceptible, sin embargo, que el pintor se tomaba muy en serio a sí mismo, sin por ello resultar altanero. Un nombre pronunciado por Merkel quedaba en el oído tal como él lo había pronunciado; uno se sentía a veces tentado de pronunciarlo a su manera. Pero esto habría sido ridículo, pues lo que en cualquier otro hubiera sonado patético, en él era dignidad natural. Sus convicciones desbordaban sentimiento, a nadie se le hubiera pasado por la cabeza discutir con él sobre algo. Si uno hubiera puesto en entredicho una sola frase de Merkel, lo habría puesto en entredicho a él en su totalidad. Él hubiera sido incapaz de cometer una acción vulgar, de pronunciar una palabra vulgar. Esto parece increíble en un hombre tan enfático, tan apasionado como Merkel. Era menester vivir la experiencia de su manera de rechazar una ofensa, ver con qué resolución y energía, sin alterarse lo más mínimo, miraba a su alrededor para comprobar si todos lo habían oído, de tal modo que la profunda herida de la frente parecía actuar como un tercer ojo, como el ojo de un Cíclope. Se tenía la tentación de hacerlo montar en cólera, pues las cosas que decía encolerizado sonaban maravillosamente; mas se le tenía demasiado respeto y amor como para ceder a esa tentación.

El elemento eslavo, orgulloso de sí mismo, que tanto abundaba en Viena, para mí estaba encarnado de la manera más elocuente en Georg Merkel. Había estudiado en Cracovia, con Wyspianski; tal vez esto explique la tenacidad de su completa asimilación del polaco. Tras estar viviendo muchos años en Viena y en Francia —llegó a una edad muy avanzada—, jamás perdió la sonoridad de aquel lenguaje, y tanto su francés como su alemán siguieron sonando a polaco. Algunas vocales no llegó a dominarlas nunca, de sus labios jamás salió en mi presencia una ö. Nunca fue capaz de pronunciar correctamente las palabras schön («bello») ni Österreich («Austria»), dos vocablos que se contaban entre los más importantes de su vida. Decía «Esterreich», y decía también —y esto sonaba aún más asombroso—, cuando, arrebatado por la belleza de una mujer, no podía refrenarse: «¡Ist sie nicht schön! ¡Schön ist sie!». («¡Pero qué bella es! ¡Qué bella es!»). Merkel le dijo esas palabras a Veza, y se las dijo con tal énfasis que quedamos contagiados. Ya fuera que acudiera él a nuestra casa, o que lo visitáramos nosotros en la suya, o nos encontrásemos en el café Museum, jamás podía dejar de exclamar, al ver a Veza: «¡Schön ist sie!». Esto resultaba tanto más sorprendente cuanto que todas las demás frases que pronunciaba eran dichas en un alemán elegante y bien construido.

Poco antes de mantener la mencionada conversación con Broch había conocido yo a Georg Merkel, y era natural que hablásemos de él mientras buscábamos al hombre «bueno». Muchas cosas abogaban en favor de él, y, sin embargo, ninguno de los dos le dio su voto, pues lo decisivo para Merkel era su amor propio de pintor. Debido a ello estaba, de modo natural, por así decirlo, en contra de esa parte de la humanidad que no quería saber nada del arte y que no respondía lo suficiente a sus exigencias. El hallazgo del «hombre bueno», tal como lo teníamos en nuestro pensamiento, se retrasó.

Merkel había ido a París algunos años antes de que estallase la Primera Guerra Mundial y allí había vivido lo bastante, de joven, como para no perder ya nunca el sello de los años parisienses. Tal vez no haya habido nunca un grupo de pintores tan variado y numeroso como el que entonces se congregó en París. Llegaban de todas partes y estaban llenos de expectativas. No intentaban facilitarse las cosas ni adentrarse engañosamente, mediante trucos cualesquiera, por el camino del reconocimiento público y de la fama. Para ellos era tan importante pintar que no hacían otra cosa. No faltaban alicientes, la ciudad estaba repleta de pintores, allí se daban influencias orientales y africanas, pero también las tradiciones autóctonas, medievales o clásicas, conservaban su importancia, como contrapolo de lo anterior. Había más cosas que ver que nunca, pues eran muchos los pintores jóvenes que intentaban algo nuevo y peculiar. Desde luego se necesitaba energía para soportar la pobreza, pero tal vez fuera más indispensable una energía distinta: la de no ceder fácilmente a los alicientes más dispares, la de acoger sólo aquello que concordase con uno mismo, haciendo caso omiso del resto, dejándolo para los demás. Surgió entonces en París una nueva nación, la nación de los pintores. Cuando repasamos hoy los nombres de quienes para nosotros constituyen —y tal vez constituirán siempre— aquella época, resulta asombrosa la diversidad de sus orígenes; todos los países tenían a sus jóvenes en París, era como si la ciudad —la ciudad misma en cuanto instancia suprema— los hubiese llamado a filas, no para la guerra, sino para un festín. Pero no habían sido llamados a filas, se apresuraban a presentarse como voluntarios; y las privaciones, aceptadas sin el menor reparo, se veían compensadas por la perspectiva de encontrarse entre iguales a quienes tampoco las cosas les resultaban fáciles, pero que también rebosaban, como ellos mismos, de la creyente esperanza de que allí, en la capital de los pintores, conquistarían la fama.

El estallido de la Primera Guerra Mundial sorprendió a Merkel en París, ciudad que le apasionaba y en la que vivía con su esposa, Luise, también pintora. Difícil le hubiese resultado encontrar una atmósfera más apropiada; Merkel enderezaría sus pasos hacia París una y otra vez, en conjunto llegó a pasar en esta ciudad una tercera parte de su vida. Pero entonces, a finales de julio de 1914, Merkel tenía un único pensamiento: conseguir llegar, con su esposa, a Austria para enrolarse como soldado. Fue aquél un viaje lleno de aventuras, duró varios días; finalmente llegó a casa, se presentó a las autoridades y fue enviado al frente. Había entonces, entre los judíos cultos de Galitzia, algo que podríamos calificar de patriotismo austríaco; la gente no había olvidado los pogromos rusos; los judíos consideraban al emperador Francisco José su protector. Un hombre como Merkel estaba entonces lleno de sentimientos austríacos. No le habría sido suficiente prestar servicios en algún departamento de prensa de guerra, y desde allí, en un puesto carente de peligro, infundir ardor bélico en los demás. Para él era una cosa obvia y natural ser soldado; su fuga de París fue un éxito —aunque tuvo que recurrir a mil artimañas y vencer mil dificultades—, y se convirtió en un soldado.

Sus sentimientos austríacos le costaron una grave herida en la cabeza. Un casco de granada le dio en la frente, justo encima del ojo, y lo dejó ciego. Pasó algunos meses —no sé exactamente cuántos— hundido en la ceguera. Para él, pintor, fue la peor época de su vida. A mí no me habló nunca de ella, y creo que tampoco a nadie. Le quedó aquella profunda cicatriz, y siempre que uno veía a Merkel pensaba en la época de su ceguera. Recobró la visión, y todo lo que hizo más tarde estuvo determinado por este milagro. El mero hecho de ver era su paraíso; lo que había perdido no podía verlo de manera distinta una vez recobrado. No hay que tomarle a mal que pintase «lo bello»; sus cuadros se convirtieron en un permanente acto de agradecimiento a la luz de los ojos.

Se dio la coincidencia de que, poco tiempo después de aquella conversación con Broch —una conversación hecha por juego, pero llena de expectativas—, recibí mi primera invitación a ir a casa de Georg Merkel, en Penzing. Allí tenía él su vivienda y su estudio, y a veces, los domingos por la tarde, invitaba a unos cuantos amigos, a los que mostraba sus cuadros. Yo lo conocía poco todavía, pero su historia me era familiar, especialmente en lo que hace referencia a su herida y a aquel espantoso agujero en la frente. Me sentía atraído por su habla cantarina, y aunque los cuadros que de él conocía eran, pese al encanto de su paleta, todo lo contrario de lo que me fascinaba en la pintura moderna, deseaba ver más cosas suyas en su estudio. La manera como los pintores muestran sus cuadros en sus domicilios siempre me había interesado. Es un gesto en el que se mezclan el orgullo, la prodigalidad y la susceptibilidad, y la relación de esas tres cosas entre sí era siempre distinta en cada uno.

Llegué con un poco de retraso, la gente aún tomaba el té; ya conocía personalmente, de antes, a algunos de los invitados; de otros conocía el nombre o las obras. Apartado de todos, medio en la oscuridad, tímido, casi escondido, se hallaba sentado un hombre cuyo rostro conocía yo desde hacía año y medio. Se sentaba cada tarde en el café Museum, oculto detrás de algún periódico. Tenía el mismo aspecto que Karl Kraus (ya lo he contado). Yo sabía que no podía ser Karl Kraus, pero ver callado a Karl Kraus, sin lanzar acusaciones ni censuras aniquiladoras, tenía tanta importancia para mí que intenté imaginarme que lo era. El encuentro cotidiano con su rostro, un encuentro que transcurría en silencio, lo utilizaba yo para ir liberándome de la avasalladora fuerza que aquella cabeza poseía cuando hablaba.

Y ahora aquella cabeza estaba allí sentada; me azoré y enmudecí. Merkel se dio cuenta de que algo pasaba, me cogió suavemente del brazo, me condujo hasta aquel rostro y dijo: «Y éste es mi querido amigo el doctor Sonne». La manera que Merkel tenía de presentar a la gente tenía siempre un tono afectivo, no le gustaban las secas relaciones de mero conocimiento; cuando él reunía a dos personas, las reunía para toda la vida. Merkel no podía saber que desde hacía año y medio yo había estado observando con el mayor detalle todos y cada uno de los movimientos de aquel hombre. Tampoco sabía que una semana antes Broch había mencionado por vez primera aquel nombre delante de mí. Aquel juego tenaz con el hombre bueno, juego que ambos tomábamos muy en serio, se había convertido en una realidad. Y también tenía un sentido el hecho de que el nombre y el rostro, que dentro de mí estaban separados, se fusionasen en el domicilio de aquel pintor de voz cantarina.