Anna
El modo como las mujeres se entregaban a H., sin ofrecer ninguna resistencia, no dejaba de ser asombroso. Él las dirigía con su batuta, es decir, las conducía derechamente a que lo amasen. Luego, apenas habían ocupado un puesto a su lado, las abandonaba. Ellas lo aceptaban, pues para él seguían teniendo realidad en cuanto mujeres que hacían música. Cuando las mujeres tenían que trabajar para H., éste se mostraba estricto y concienzudo, con lo que quedaba siempre a salvo una parte de la antigua atmósfera y ninguna mujer perdía la esperanza de que H. volviera de pronto a encapricharse con ella. Apenas existían celos entre aquellas mujeres, todas se sentían distinguidas por él cuando les llegaba la ocasión y trataban de guardarse para sí el secreto de esa distinción. Les importaba más propiciar dichas ocasiones, protegerlas de toda publicidad, que sentir celos odiosos entre sí. Con acciones inspiradas en los celos no habrían conseguido nada de H., en quien resultaba imposible influir; H. se sentía a sí mismo como un autócrata que hacía lo que le daba la gana, y lo era.
Hubo, de todos modos, una excepción: una mujer que —por razones históricas, por así decirlo— tenía el deber de ser celosa y hacía abundante uso de tal obligación. Gustel, que durante aquellos días de Estrasburgo fue la mujer oficial de H., era su cuarta esposa. No lo era desde hacía mucho, había acudido a reunirse con él pocas semanas antes del congreso de Estrasburgo. Durante bastante tiempo había vacilado en convertirse en su cuarta esposa. Y tenía buenas razones para sentir esas dudas, pues ya antes había sido su primera esposa. En los primeros tiempos de H. en Berlín, cuando él aún no era nadie y quería llegar a ser alguien merced únicamente a su trabajo, Gustel había estado a su lado. Ella fue su india, y recordaba a una india hasta por el color rojizo de su piel. En Gustel había algo que era como una especie de curtido, que su taciturnidad y fidelidad le habían producido. Hablaba muy raras veces, pero cuando lo hacía, las palabras que de su boca salían eran desabridas y premiosas. Entonces era como si estuviera atada al poste del tormento, firmísimamente resuelta a no pronunciar palabra, y capaz también de tal parsimonia. Gustel ayudó con su trabajo a H. desde el primer momento, no había correspondencia de que ella no le aliviase; cartas, contratos, fechas, todo pasaba entonces por sus manos, no cesaba de cooperar a fin de conseguir lo que fuera. Y cuando lo que querían conseguir comenzaba a estar ya cerca, incluso a hacerse realidad, y ella veía que con cada nuevo éxito de H. cargaba con tormentos incontables e imprevisibles, Gustel seguía junto a su poste y se procuraba nuevos tormentos. Pues también él era taciturno, sacarle a H. unas palabras era tan difícil como sacárselas a Gustel. Ella callaba su desdicha; él, su dicha. Ambos tenían labios delgados, labios cerrados con firmeza.
Cuando H., bastante joven todavía, fue a Frankfurt a suceder a Furtwängler y se hizo cargo de la dirección de los conciertos de la Saalbau, conoció a Gerda Müller, la Pentesilea de mi juventud, una de las actrices más fascinantes de su época. Por ella abandonó a Gustel, sin andarse con demasiados cumplidos. Al unirse a Gerda Müller, H. recibió el regalo de algo que era exactamente lo contrario de Gustel. En Gerda había una pasión franca, una pasión intensa, había papeles enérgicos y violentos que representar, y había asimismo una energía que existía por sí misma y no estaba al servicio de nadie. Aquí el poste de tormento no era una virtud, pues habría significado incapacidad. Tal vez fue ésa la época en que se despertó el interés de H. por el teatro y el drama. También hubo de ser, en su vida privada, una época turbulenta, aunque no la más turbulenta de todas. Gustel se retiró completamente y tuvo que acomodarse a una vida ordenada y libre de vejaciones. Encontró a un amigo con el que vivió contenta durante siete años.
A mí H. apenas me habló de Gerda Müller. En cambio, sí lo hizo de la siguiente mujer que durante algún tiempo hubo en su vida, la única que se le escapó contra su voluntad. También ella era actriz. Pero mientras que Gerda Müller se refugiaba en el alcohol, Carola Neher vivía para las aventuras, y, realmente, las aventuras que a ella le encandilaban eran las del género más temerario.
Lo que voy a contar ocurrió algún tiempo después del congreso de Estrasburgo, uno o dos años más tarde. Yo estaba de visita en Winterthur, donde H. dirigía la orquesta de Werner Reinhardt. Había escuchado un concierto dirigido por él y me encontraba a altas horas de la noche sentado a su lado, en su habitación. Percibí en H. un desasosiego, un desasosiego diferente del que le era peculiar, es decir: el afán por someter y dominar a los demás. Él mismo parecía oprimido, cual si alguien lo hubiera vencido. Sin embargo, el concierto había salido bien, no peor, desde luego, que otras veces. Aunque ya era muy tarde, me pidió que me quedase. Volvía la cabeza, de una manera extraña hacia todos los lados de la habitación, como si estuviera viendo fantasmas. Su mirada no se detenía en mí, sino que erraba inquieta de un lado para otro. Ni una sola vez me miró, lo que le interesaba era que le escuchase. Aquella taciturnidad, que yo no conocía en H. de esa manera, me tenía un poco asustado, y permanecí quieto. De pronto estalló, y con una pasión que no hubiera esperado de él, dijo: «Aquí fue, en esta misma habitación, aquí tuvimos nuestra última conversación. Aquí estuvimos toda la noche hablando». Y a estas palabras siguió, a borbotones, casi con jadeos, un informe sobre la última conversación entre Carola Neher y él.
Ella quería abandonarlo, él la conminó a que se quedase. Carola quería hacer algo, aquella vida era demasiado poco para ella. Quería dejar plantado todo, su trabajo de actriz, su fama, y a él, a H., de quien se mofaba llamándolo fantoche de director de orquesta. Sentía desprecio por él porque comparecía ante un público de concierto para el que dirigía con tanto entusiasmo que el sudor le chorreaba. Qué clase de sudor era aquél, un sudor falso, sin ningún valor. A quien ella apreciaba era a un estudiante de Besarabia, un estudiante al que había conocido personalmente y que deseaba poner en juego su vida, un estudiante que no tenía miedo a nada, ni a que lo metieran en la cárcel ni a que lo fusilasen. Él se dio cuenta de que ella se lo tomaba en serio, pero estaba seguro de que podría retenerla. Hasta aquel momento había logrado someter a todos, también a las mujeres, y si alguien tenía que marcharse, era él quien lo hacía. Y él se marchaba únicamente cuando le apetecía. H. puso en funcionamiento todos los resortes disponibles para inducir a Carola a quedarse. La amenazó con hacer que la encerrasen. Se veía obligado, dijo, a protegerla de sí misma. Ella corría hacia una muerte segura. Aquel estudiante era un don nadie, un simple mozalbete sin ninguna experiencia de la vida. H. injurió al estudiante y le devolvió a Carola todos los insultos que ésta acababa de lanzar contra él y su actividad como director de orquesta. Ella parecía perder la seguridad cuando H. decía algo contra el estudiante como persona. Carola aseguraba que era la causa que defendía el estudiante, y no este mismo, lo que ella tomaba en serio. Cualquier otra persona que hubiera defendido una causa similar y se hubiese entregado a ella con igual fuerza le habría producido la misma impresión. La pelea duró toda la noche. Él quería derrotarla por agotamiento. Ella era de una tenacidad inflexible, y cedió al ataque físico refugiándose en maldiciones. Finalmente, ya hacia el amanecer, H. creyó haberla sometido, pues Carola se quedó dormida. La estuvo contemplando satisfecho, antes de dormirse también él. Cuando se despertó, ella había desaparecido y nunca más volvió.
H. estuvo aguardando su regreso durante días, durante semanas. Aguardaba alguna noticia, ninguna palabra llegó. No sabía dónde estaba. Nadie tenía la menor pista. Mandó hacer indagaciones, y se averiguó que también el estudiante había desaparecido. Cumpliendo sus amenazas, Carola se había escapado con él. De todos los teatros en que era conocida llegaba la misma noticia. Había desaparecido sin dejar huella y no escribió una sola palabra a nadie. H. mismo era el que más cosas sabía, tras la pelea mantenida aquella noche, y tenía la sensación de que le habían arrebatado a Carola de entre las manos. No logró sobreponerse y fue incapaz de seguir trabajando. Tuvo un colapso y se sintió en las últimas.
Tan desesperado era su estado de ánimo que pidió a Gustel que retornase a su lado. Le dijo que la necesitaba, le juró que nunca más volvería a abandonarla. Ella podía poner cuantas condiciones quisiera. Nunca más volvería a engañarla. Pero era necesario que acudiese, que acudiese inmediatamente, pues de lo contrario su vida estaba acabada. Gustel rompió su amistad de siete años con el hombre que sólo le había hecho bien y volvió al lado de H., que le había hecho sufrir lo peor. Impuso severas condiciones, que él aceptó. Le prometió decirle la verdad acerca de todo, ella tenía que saber siempre lo que ocurría.
La atención con la que observé a H. durante aquellas semanas estrasburguesas se vio agudizada por una serie de circunstancias cuyo alcance ninguno de los dos fue capaz de medir entonces. H. me había utilizado en Viena como mensajero y me había encargado llevar una carta a Anna, a quien conocí de esta manera. Yo ignoraba el contenido de la carta de H., pero éste me había encomendado que se la entregase en persona a Anna, y sólo a ella. Era un encargo riguroso, al que, sin embargo, H. no le había concedido especial importancia. Yo había llamado por teléfono a Anna y ella me había citado en su estudio de Hietzing.
Fueron lo primero que vi: sus dedos, que se hundían en el barro de una figura de tamaño superior al natural. Del rostro de Anna no veía nada, seguía dándome la espalda. Ella pareció no oír el crujido de la gravilla, que a mí se me metía con fuerza en los oídos. Tal vez no pudiese oírlo, se hallaba absorta en su escultura, que aún estaba poco avanzada. Tal vez aquella visita, que había sido anunciada, no le resultaba entonces especialmente oportuna. Me aferré a la carta que debía entregarle. Acababa de penetrar en el invernáculo que hacía las veces de estudio cuando, con un movimiento brusco y repentino, Anna se dio la vuelta y me miró a la cara. Yo no estaba lejos de ella y sentí que su mirada se apoderaba de mí. A partir de aquel instante sus ojos no me dejaron. No fue un ataque imprevisto, pues yo había tenido tiempo de aproximarme, pero sí fue una sorpresa: una inagotabilidad para la que yo no estaba preparado. Anna consistía en ojos, todo lo demás que en ella se veía era pura ilusión. Uno se daba cuenta de eso en el acto, ¡pero quién habría tenido la energía y la perspicacia necesarias para confesárselo a sí mismo! Cómo iba uno a tener por verdadera esta enormidad: que los ojos ocupen más espacio que el ser humano al que pertenecen. En la hondura de aquellos ojos había cabida para todas las cosas que uno pudiera haber pensado alguna vez, y ahora, puesto que se les ofrecía sitio, todas esas cosas deseaban ser dichas.
Hay ojos que a uno le dan miedo porque están prestos a desgarrar la carne, sirven para ojear la presa. Una vez divisada, ésta no puede ser sino eso, una presa. Aun en el caso de que logre escapar, quedará marcada con el sello de presa. La fijeza de la mirada implacable es terrible. Esa fijeza no cambia nunca, ninguna víctima ejerce influjo sobre ella, esa fijeza está prefigurada para siempre. Quien cae dentro del campo visual de tales ojos fijos queda convertido ya en víctima, no hay nada que ésta pueda alegar, el único modo de poder salvarse sería metamorfosearse completamente. Pero como en la realidad esa metamorfosis es imposible, han surgido, por amor a ella, mitos y hombres.
Un mito es también la mirada que no está presta a desgarrar la carne, aunque no suelte jamás lo que ha mirado. Ese mito se ha hecho verdad, y quien lo ha vivido en carne propia vuelve a pensar con espanto y estremecimiento en los ojos que lo forzaron a ahogarse en su interior. Tales ojos son la vastedad y la hondura que se ofrecen: arrójate dentro de mí, con todo lo que seas capaz de pensar y sentir, dilo ¡y ahógate!
La profundidad de tales ojos es insondable. Ninguna cosa que en ellos se abisme logrará tocar fondo. Nada vuelve a ser arrojado fuera; allí donde ha caído, permanece. El lago de esa mirada no tiene memoria, es un lago que exige y que recibe. A él le ha entregado uno todo lo que posee, todo lo que importa, todo aquello en lo que uno consiste en lo más íntimo de su ser. No es posible escamotearle nada a esa mirada, no se ejerce ninguna violencia ni se le arrebata nada a uno. Todo parece feliz, como si hubiera llegado a ser, como si hubiera llegado a ocurrir por esa sola razón.
Yo había dejado de ser un mensajero cuando le entregué la carta a Anna. No la cogió, con un gesto de la cabeza señaló una mesa que estaba en un rincón y cuya presencia yo no había advertido. Di tres pasos de lado en dirección a la mesa y de mala gana deposité encima la carta; tal vez este sentimiento se debiera a que ahora tenía una mano libre que no podía darle a Anna. Tendí esa mano a medias, ella miró su mano derecha, manchada de barro, y dijo: «Así no le puedo dar la mano».
No sé qué fue lo que después se dijo. He intentado, poniendo todo mi interés, volver a encontrar las primeras palabras, tanto las suyas como las mías. Se han sumido en el olvido. Anna se hallaba enteramente contenida en sus ojos, y por lo demás era casi muda. Su voz, aunque era profunda, nunca tuvo importancia para mí. Tal vez no le gustase hablar, siempre que podía renunciar a su voz, lo hacía, tomaba prestadas otras voces, bien de la música, bien de otras personas. A ella, más que hablar, le interesaba actuar. Y como no estaba llamada a realizar las acciones que su padre había ejecutado, intentaba darles forma con sus dedos. He conservado mi primer encuentro con Anna en la medida en que lo he liberado de todas las palabras: de las suyas, porque tal vez no hubiera en ellas nada que conservar; de las mías, porque el asombro que Anna me produjo no había encontrado aún palabras inteligibles.
Pero sé que algo dijimos ya antes de que Anna me rogara que me acercase a la mesa y ambos nos sentáramos. Deseaba leer alguna cosa mía, dijo. Yo le respondí, sin sentir vergüenza, que no había ningún libro mío publicado, sino sólo el manuscrito de una larga novela. Me preguntó si la próxima vez le llevaría el manuscrito. A ella le agradaba leer novelas largas, dijo, los relatos cortos no le gustaban. Mencionó el nombre de su profesor, Fritz Wotruba, con el que estaba aprendiendo escultura. Yo había oído hablar de él, la gente lo admiraba por su independencia y lo temía por su virulencia. Pero a la sazón no se encontraba en Viena. Anteriormente, dijo Anna, había sido pintora y había estudiado en Roma con De Chirico.
No prestó atención a la carta de H. Ésta se hallaba, sin abrir, encima de la mesa, de modo que ella no podía dejar de verla. Traté de recordarme el encargo de H., como si éste me hubiera enviado precisamente con alguna misión de ataque, y dije con titubeos: «¿Es que no va usted a leer la carta?». Anna la tomó en sus manos con desgana, le echó un rápido vistazo, como si la carta tuviese tres líneas —era, sin embargo, bastante larga—, y aunque la letra de H. era difícil de leer, como yo bien sabía, ella pareció haber captado todo a la primera ojeada. Con un gesto desdeñoso dejó caer la carta, que fue a parar cerca de mí, y dijo: «Carece de interés». Yo la miré estupefacto. Había supuesto que entre ellos existía algo parecido a una amistad y que H. quería comunicar a Anna algo importante, tan importante que no se lo podía mandar por correo y por eso me lo había encomendado a mí. «Puede usted leerla», dijo. «Pero no merece la pena». No la leí.
Puesto que lo hacía desaparecer así, no me era ya posible pensar que aquello fuera un mensaje. Yo no era consciente de la afrenta que suponía el comportamiento de Anna ni del desprecio que mostraba así hacia H. Pero yo había dejado de ser un recadero. Ya no me sentía coartado, ella me había relevado de mi cargo. La ligereza con la que se deshizo de la carta de H., sin la menor señal de cólera o desagrado, se me transmitió también a mí. No se me pasó por la cabeza preguntarle si deseaba darme una contestación para H., o si le escribiría directamente ella misma, sin el rodeo que suponía mi mediación.
Cuando la dejé había recibido un nuevo encargo: el de volver pronto para llevarle mi manuscrito. Me presenté tres días más tarde, difícil me fue aguardar tanto tiempo. Anna leyó enseguida la novela, no creo que nadie la haya leído con tanta rapidez como ella. Desde entonces fui para Anna una persona real y me trató como si estuviera provisto de todo, también de ojos. Esperaba que yo escribiese muchos libros como aquél y habló de esto a otras personas. Insistía en verme y me enviaba cartas y telegramas. Nunca antes había tenido yo la vivencia de que el amor comenzase con telegramas. Me encontraba anonadado. Al principio no comprendía que pudiera llegarme con tanta rapidez una frase suya.
Me conminó a que le escribiese cartas y me dio una dirección a través de la cual podían llegarle. Había que poner las cartas dentro de un sobre bien cerrado, y luego meter ese sobre dentro de un segundo sobre y dirigirlo a las señas de la señorita Hedy Lehner en la Porzellangasse. Era el nombre de una modelo que acudía a diario al estudio de Anna, una chica bella, de cabellos rojos, con rostro de raposa. Cuando yo llegaba al estudio la veía brevemente, ella sonreía, de manera casi imperceptible, no decía ni una palabra, y desaparecía. A veces acababa de entregar una carta mía cuando yo aparecía allí. Anna no había llegado a abrirla y menos aún a leerla. En este asunto era muy precavida, pues siempre podía llegar alguien al estudio de improviso: me confesó que le costaba un gran esfuerzo hablarme sin haber leído antes mi carta, y que en tales momentos habría preferido que yo no hubiese ido. Es cierto que yo le relataba muchas historias, y ella tenía en mucha estima las narraciones, pero le agradaban más aún mis cartas, en las que yo cantaba sus alabanzas.
«Timbales y trompetas», así llamaba Anna a las cosas que yo le escribía, traduciendo mis frases al medio de expresión artística que le era más familiar. Decía que nunca había recibido cartas como las mías; eran muchas las que llegaban, a veces tres en un solo día. La señorita Hedy Lehner no siempre podía entregar cada carta en el acto, hubiera llamado la atención el que se presentase allí varias veces al día. Y como Anna estaba sometida a una rigurosa vigilancia (a la que había dado su consentimiento), el hecho de que le hubieran permitido disponer de una modelo era una concesión que le hacían y que no quería perder cometiendo ligerezas. Anna siempre respondía a aquella elocuencia mía tan altisonante, y lo hacía a menudo mediante telegramas (que Hedy expedía en su nombre tras marcharse del estudio). A Anna no le resultaba fácil emplear palabras, y los telegramas le venían muy bien. Pero era orgullosa y quería agradecer también con cartas suyas mis imaginativos panegíricos.
Yo la encontraba enigmática, y de hecho estaba sumida en secretos. No me hacía cargo de las muchas cosas que Anna tenía que callar, ni de que para ella había llegado a ser decisivo sobrevivir junto a todas las cosas silenciadas. Es cierto que Anna tenía una gran facilidad para el olvido, y ésta era su suerte. Pero otros podían recordarle las cosas pasadas. Las esculturas de Anna, en las que trabajaba mucho, estaban llenas de silencios. Consideraba honroso el trabajo difícil. Esto lo había heredado de su padre, pero luego se lo había recordado muy enérgicamente su joven profesor, Fritz Wotruba, que trabajaba con piedra dura. Anna también modelaba, sobre todo cabezas en barro, naturalmente, y esto ya no era un trabajo duro, sino una cosa completamente distinta, a saber, el único acceso a otras personas que los hábitos dominadores y amorosos de su madre no le obstruían.
En sus cartas Anna no hablaba de sí misma. Intentaba reaccionar, y mientras se la incitase a hacerlo, estaba contenta. Cuando ya no estaba en disposición de reaccionar, en períodos de decepción, que eran frecuentes —Anna era ciega para la gente a la que en ese momento no estuviera modelando en barro, y sobre todo para aquélla a la que había resuelto amar—, en tales períodos de decepción se entregaba enteramente a la música. Tocaba muchos instrumentos, pero se recluía en el piano. Casi nunca la oí tocar, rehuí las ocasiones de hacerlo, y por ello ha continuado siendo para mí un enigma el significado que esos desahogos tenían para ella. Yo desconfiaba de una música que dejaba sitio para la escultura.
Era tan grande el resplandor luminoso de la fama que aureolaba a Anna, que no me habría creído de ella nada malo. Aunque alguien hubiera venido y me hubiera mostrado, escritas con la letra misma de Anna, las cosas más repugnantes, por ella pensadas, realizadas y confesadas, no habría dado crédito ni a esa persona ni tampoco a la letra manuscrita de Anna. Conservarla como algo intocable me resultaba tanto más fácil cuanto que muy pronto tuve ante mis ojos a su contrafigura, su madre, a quien yo podía achacar todo lo que de desagradable se veía en aquel ambiente. Allí estaban las dos: de un lado, la luz muda, que se alimentaba de golpes de cincel y de puros panegíricos; de otro, la vieja insaciable, medio borracha. Los estrechos vínculos que existían entre ambas no me desconcertaban. Para mí la hija era una víctima. Y si es cierto que las personas son víctimas de aquello que han estado viendo constantemente a su alrededor desde una edad muy temprana, entonces mi modo de considerar las cosas era acertado.
El hecho de que H. me hubiera elegido como mensajero podía considerarse una prueba de que me tenía por muy poco peligroso. Le resultaba tan natural tomarse a sí mismo en serio, que el peso de una carta manuscrita suya compensaba con creces el de cualquier recadero. Pero también puede ser que H. me considerase particularmente poco peligroso porque me había oído leer La boda. La atmósfera de esa pieza le había parecido glacial, y H. consideraba a quien la había escrito un inveterado enemigo de todo placer. Incluso puede que le pareciese divertido utilizar a semejante criatura como portador de una carta de amor. Sin embargo, H. no recibió respuesta, ni siquiera una respuesta negativa. Tan pronto como lo vi, entre ensayo y ensayo, nada más llegar yo a Estrasburgo, de las tres frases que pronunció, a su manera premiosa, una fue para preguntarme si había entregado sus dos cartas a «Anni», como él la llamaba. «Naturalmente», dije, y agregué, muy asombrado: «¿Pero es que no le ha contestado?». De esta respuesta mía dedujo que yo había visto a Anna más de una vez y que acaso nos hubiéramos hecho amigos. Era suspicacia; él, como déspota que era, tendía de entrada y en cualquier caso a la suspicacia. «¿Pero es que no le ha contestado?», esta frase sonó en sus oídos como si yo conociera a Anna lo suficientemente bien como para saber que acostumbraba a contestar. Tenía derecho a creerlo. Mas era tan grande, por otro lado, el desprecio que sentía por un joven carente de nombre e importancia como yo, y era tan natural en él ese desprecio, que quiso destruir inmediatamente sus sospechas. Y por todos los medios se propuso averiguar que nada había que averiguar.
Durante los primeros días H. intentó provocarme con frases sarcásticas sobre Anna. Su cabello amarillo, decía, era teñido, antes había sido de un gris ceniciento. Al decirlo, recalcaba la palabra gris, como si ya a sus veinte años, cuando era la esposa de Ernst Krenek —así es como H. la había conocido—, Anna hubiera tenido el pelo gris y hubiese envejecido prematuramente. Me preguntó si no me había sorprendido el modo de caminar de Anna; alguien que caminara como ella lo hacía no podía ser una verdadera mujer. Cada una de sus observaciones me dejaba perplejo, y defendí a Anna con tanta pasión y tanto ardor que H. pronto lo supo todo. «Pues no está usted poco enamorado», dijo, «no le hubiera creído capaz de tal cosa». No confesé nada, y no tanto por discreción como porque odiaba a H. a causa de los comentarios que hacía. En cambio, empecé a hablar de Anna con tanta exaltación que H. hubiera tenido que ser idiota para no notar que la amaba. Fue curioso el momento en que H. me forzó a erigirme en paladín de Anna, pues a poco de llegar a Estrasburgo recibí un telegrama y una carta de ella en los que me decía fríamente adiós. No habían pasado nada más que dos meses, poco más de dos meses, y para ella había concluido algo que a mí me iba a perseguir durante años. Anna no me hacía ningún reproche, no aducía ningún motivo. La carta decisiva empezaba con esta frase: «Creo, M., que no te amo». M., un nombre irlandés que ella me había puesto, era tan irreal como irreales eran las cartas en las que anteriormente me había dado garantías acerca de su amor. Y entonces llegaba H., que no tenía la menor sospecha de esta desgracia caída sobre mí, y de la cual él era el causante —eso es lo que yo pensaba, pues suponía que lo que había decepcionado a Anna tenía que ser mi viaje a Estrasburgo—, entonces llegaba H. y se dedicaba a destruir a fuerza de comentarios mi imagen de Anna. Era manifiesta la satisfacción que esta odiosa operación le producía. Decía de Anna cosas cada vez peores, y a veces yo pensaba que H. aguardaba sólo a decirme cosas todavía más desagradables sobre ella.
Durante el tiempo que H. dedicaba a sus ensayos y conciertos nos veíamos brevemente en el Broglie, mientras él engullía pan tostado y caviar, o más largamente en su hotel, a altas horas de la noche, cuando sólo el círculo más íntimo estaba reunido e intercambiaba comentarios malignos. Pero las cosas desagradables sobre Anna prefería decírmelas cuando estaba a solas conmigo. Por fin —no tardó mucho— llegó su auténtica amonestación: «No meta usted ahí sus dedos, déjelo, eso no es para usted, es demasiado inexperto e ingenuo». Cada una de sus palabras era ofensiva, y así lo sentía yo, pero me dolían aún más las ofensas dirigidas contra Anna. H. se dio pronto cuenta de esto, y cuando una vez más se refirió al modo de caminar de Anna, que, según él, no era normal, dijo algo tan repugnante que aún hoy me siento incapaz de consignarlo. Lo miré fijamente, horrorizado, pero también con una expresión interrogativa, como si no hubiese oído bien. No renunció al placer de repetir aquella frase. «Pero ¿por qué, por qué?», dije yo entonces, y tan aterrado estaba que no me lancé inmediatamente sobre él. Lo que afirmaba era tan monstruoso que se ensuciaba más a sí mismo que a Anna. Notó que había ido muy lejos, demasiado lejos. «No se altere usted por lo que he dicho, hay entre el cielo y la tierra más cosas de las que usted puede imaginar».
No le pregunté cómo había llegado él a saber aquello. Sabía que mentía, y sabía también el motivo por el que mentía. Me acordaba de cómo Anna había dejado a un lado su carta y de cómo, al hacerlo, había dicho: «No es importante». A ella H. le resultaba indiferente; le había dado de lado desde siempre, al igual que entonces había dado de lado su carta en mi presencia. A Anna no le interesaba H., no le interesaba ni siquiera como músico, y mucho menos como hombre. Había directores de orquesta que sí le interesaban, y con éstos sí que mantenía relación. Tenía sin duda derecho a decidir, por ser hija de quien era, a quién consideraba buen director de orquesta. Para Anna, H. era una especie de director de banda militar; tanto su aspecto exterior como su modo de comportarse le jugaron en este caso una mala pasada a H. Él, que se esforzaba por descubrir obras nuevas y difíciles, era postergado ante personas que se hubiera cuidado muy bien de tomar siquiera en sus manos una obra moderna, desconocida. El hecho de que Anna lo rechazara afectaba a H. de un modo particular. Él intentaba consolidarse en Viena; para la madre de Anna, Alma, que ejercía una gran influencia, él no significaba nada. Tanto más importante hubiera sido para él, en consecuencia, significar algo para la hija de Mahler. Pero como no quería saber nada de él, H. tenía que lanzar contra ella las peores injurias.
La situación en que de repente me encontré era tan tirante, que podía estallar en cualquier momento, y no sé si habría tenido fuerzas suficientes para permanecer en Estrasburgo si la propia ciudad, su historia literaria, así como el gran número de destacadas figuras de la música que allí conocí en pocos días y a la vez, si todo esto, digo, no me hubiera interesado tanto. Fue como una caída repentina desde un cielo claro al que hubiera sido elevado. Una mujer por la que sentía la máxima admiración, a la que encontraba hermosa y tenía por el creativo retoño de un gran hombre, esa mujer me había admitido en su mundo, había leído mi novela y la había encontrado digna de su amor. Esta novela mía ni siquiera estaba impresa, y eran pocos los que sabían algo de ella. También eran pocos los que sabían algo del drama que yo había leído en presencia de aquel director de orquesta y que era el motivo por el que este me había invitado a su congreso de nuevos músicos. A La boda debía yo esta invitación, y a Kant se prende fuego, el amor de Anna. Nada más llegar a Estrasburgo subí a la plataforma en la que Goethe había estado aguardando a Lenz. Allá arriba me encontré ante la tablilla en que éstos habían escrito sus nombres. Y al pie de la catedral, en una de aquellas hermosas casas de la parte vieja de la ciudad, me habían acogido y me habían alojado en la habitación en la que, según se decía, Herder, enfermo, había recibido las visitas de Goethe. Si hubiese habido una fusión entre mi sentimiento de felicidad y el respeto que sentía por los grandes hombres que allí habían vivido, esto habría dado lugar, tal vez, a una hybris peligrosa. Tal vez en aquella habitación que se me había destinado como dormitorio habría concebido, al igual que quienes en la Antigüedad tenían sus sueños en los templos, tal vez, digo, habría concebido allí propósitos inauditos y habría abandonado lo que me era más propio, aquella ímproba tarea que me había propuesto realizar. Pero mi fortuna quiso que casi en el mismo instante el infortunio me abrumase de repente. A los tres días de mi llegada a Estrasburgo recibí, en la secretaría del conservatorio, una carta y un telegrama de Anna. En medio del infernal trajín de los ensayos, en presencia de cien ojos, los abrí impaciente y leí sus glaciales palabras. Anna no me hacía ningún reproche, pero no sentía ya nada por mí y decía claramente, sin rodeos ni contemplaciones, que lo que a ella le había gustado eran mis cartas, no yo. Añadía que no hablaba con nadie, que se había recluido en su piano y que sólo tocaba para sí misma. Y aunque en aquella carta no había el más leve trasfondo emocional, se advertía, sin embargo, un desconsuelo —muy contenido— por su decepción. Anna deseaba seguir recibiendo cartas mías también en el futuro, pero no se comprometía a darles respuesta. Yo había dejado de tener interés, había sido depositado en tierra, pero era libre de alcanzar mediante cartas, sólo mediante cartas, el aire en el que Anna vivía. En su forma de tratar a las personas había algo casi sublime, parecía como si ella poseyera un derecho natural a ensalzarlas y a abatirlas, sin dar explicaciones, sin guardar miramientos, y como si la persona así tratada hubiera de estar agradecida incluso por el más duro de los golpes, puesto que venía de ella.
El sentimiento de aniquilación que me invadió quedó equilibrado, sin embargo, por el combate caballeresco que tuve que librar esos mismos días en defensa de Anna. De vez en cuando H. intentaba rebajarla todavía más, y entonces lo más difícil de tolerar era que esos ultrajes venían empapados de una forma peculiar de lubricidad, destinada a darme celos. Él mismo actuaba por celos y era víctima de un engaño en lo referente a mi felicidad, una felicidad que suponía que yo tenía pero que había dejado de poseer, pues a mí mismo me habían rebajado hasta lo más bajo. Yo rechazaba todo lo que H. decía, le hacía tragarse todas sus bajezas, era tan duro de mollera como él, aunque no estaba ni de lejos tan seguro de mi veneno como él lo estaba del suyo. Al principio aún me contenía para que ella y yo, nosotros —como si ese «nosotros» existiera todavía—, no quedáramos al descubierto ante él, pero luego, cuando las cosas fueron empeorando y sus ultrajes no tuvieron ya límites, eché por la borda todas las consideraciones y hablé de Anna tal como lo había hecho en las cartas que le había escrito y ahora ya no me era lícito escribirle. En aquella lucha contra la abyecta actitud de H., todas las cosas que presuntamente había habido entre ella y yo seguían en pie, intactas e inquebrantables. No podía lamentarme, no podía decirle la nueva verdad a H., pero proclamaba con tal energía y convicción la antigua, que finalmente él no supo qué contestar y, lleno de enojo por mi fe inconmovible, enmudeció.
Todo lo que H. decía ocurría en público o estaba destinado al público; por eso, a los muchos que lo rodeaban, a toda aquella corte principesca que lo envolvía, tuvo que haberles causado una impresión muy especial el hecho de que, de vez en cuando, H. quisiera estar a solas conmigo. Se retiraba a conversar conmigo, no por mucho tiempo, ciertamente, pero sí expressis verbis: «Tengo que hablar con C.», decía en esos casos. Sonaba como si se tratase de algo importante. Aquellos escasos minutos arrancados a su ingente y atareada actividad estaban dedicados única y exclusivamente a nuestras discusiones sobre Anna. Él gozaba con mis violentos contraataques, ya que éstos no eran nunca ataques contra su persona, sino panegíricos en defensa de ella, de la atacada; y aquellos panegíricos míos se diferenciaban tanto de sus sucias calumnias, que H. tenía necesidad de ellos. No podía prescindir de mis panegíricos sobre Anna, tenía necesidad de ambas cosas; y acaso —aunque esto lo pienso sólo hoy— también yo tenía necesidad de ambas cosas para superar el dolor de la humillación que Anna me había infligido.
Mas para los demás, que nada sospechaban del contenido de estas conversaciones, era como si H. me pidiera consejo sobre ciertas cosas, era como si entre nosotros hubiera una relación de confianza, necesaria para su enérgica actividad durante aquellas semanas dedicadas a la música.
Gustel misma, que, a su manera, tenía que vigilar a H., opinaba así. Éste la había llamado para que volviese a su lado diciéndole que le era indispensable. Y para convencerla de que le era absolutamente indispensable y animarla a aceptar su nueva función, le había prometido una sinceridad total. Era deber de Gustel, dijo, velar para que él no se viese envuelto en nuevos líos de mujeres. El colapso de H. tras la huida de Carola Neher, quien lo había abandonado de la manera más ignominiosa y sin ninguna clase de «circunstancias atenuantes», estaba aún próximo. Era la primera vez que un lío de faldas, o, dicho más exactamente, una derrota ante una mujer, le había privado de su capacidad de trabajo. A él, que nunca se asustaba, esto le había producido un susto de muerte, y buscó efectivamente refugio en su primera esposa, en la más antigua de sus esposas, en Gustel. Y al confiarle su nuevo cargo, velar para que ninguna mujer pudiera hacerle nada, H. no la engañaba.
Gustel estaba, pues, en su derecho de intentar también averiguar qué era lo que H. hablaba conmigo en aquellos minutos de intimidad, y se me aproximó. Con el fin de ganarse mi amistad, y acaso también mi ayuda, ella, que era una persona muy seca y cerrada, me habló de sí misma. Sufría de un modo indecible por todo lo que H. hacía; sufría, por ejemplo, si en los conciertos intervenía alguna mujer. En aquel congreso había también, como es obvio, muchas mujeres músico. Había varias cantantes, entre ellas una extremadamente seductora, desenvuelta y dispuesta a lo que fuera. Pero también se hallaba presente una violinista prodigiosa, a la que H. conocía desde los tiempos de Viena, un ser infantil, que fascinaba completamente a todos por la originalidad de su modo de hablar y por su naturalidad, una naturalidad que era, sin embargo, muy espiritual y refinada. Procedía de una familia muy musical y uno de los nombres que llevaba se lo habían puesto en homenaje a Mozart. Tal nombre le venía como anillo al dedo. En cada una de sus fibras, en cada una de sus respiraciones, aquella violinista era música. Lo que un hombre como H. había adquirido a costa de una laboriosidad inhumana, era en ella pura naturaleza. Aprendía con facilidad los ritmos que tenía que interpretar, tales ritmos penetraban en ella como una forma de obediencia. Las partituras eran para ella prescripciones, en el sentido más verdadero de esta palabra. Partitura y director de orquesta eran para aquella violinista exactamente lo mismo. Fuese cual fuese la orden dictada por un director de orquesta, esa orden representaba una prolongación o continuación de la partitura. Aquella violinista hubiera dado su vida por una partitura y, naturalmente, también por el dueño de esa partitura. Amadea —la llamo aquí por su segundo nombre, su nombre mozartiano, que, en realidad, se utilizaba sólo abreviado— no establecía diferencia alguna entre los jerarcas ejecutores de música. Establecía, desde luego, diferencias entre las obras mismas y tenía en este punto opiniones y convicciones muy personales y obstinadas. Pero sus capacidades no eran únicamente de índole técnica. Entendía de Bach —que acaso fuera su «dios supremo»—, y entendía de Mozart, pero también entendía de cosas enteramente nuevas, ante las que el experimentado público vienés retrocedía espantado, cual si se tratase del mismísimo Espíritu Maligno. Aquella violinista fue una de las primeras en tocar obras de Alban Berg y de Antón von Webern, e incluso fue llamada a Londres para interpretarlas. A lo que ella estaba completamente entregada, sin embargo, era a las indicaciones impartidas por los auténticos beneficiarios de todas las obras, los directores de orquesta. No estaba entregada a las personas de los directores —pues sobre ellas nada sabía—, sino a sus órdenes autoritarias. En Estrasburgo, H., que ya había trabajado con ella en Viena, la citaba a las seis de la mañana para ensayar. Aquella violinista era un ser enteramente puro y franco, y por ello incapaz de ocultar la servidumbre que la ligaba a H. En consecuencia, se convirtió en el auténtico objeto de la celosa vigilancia de Gustel.
Yo no entendía mucho de música. La teoría musical no me había interesado nunca. Me gustaba oír música, desde luego, pero no me correspondía a mí pronunciar un juicio. Me impresionaban cosas muy diferentes, Satie y Stravinski, Bartok y Alban Berg, pero el conocimiento no intervenía aquí. En cuestiones literarias me hubiera guardado muy bien de actuar de ese modo.
Tanto más importante era para mí observar con todo detalle a las personas, observar las múltiples formas que tenían de reaccionar entre sí en aquellas condiciones. Mis impresiones de aquellos músicos fueron indelebles. A la mayor parte no he vuelto a verlos nunca, pero, cincuenta años más tarde, continúan estando ante mis ojos clara y precisamente, y no estaría mal poder decirle ahora a cada uno de ellos qué impresión me causó. No obstante, el objeto principal de mi atención durante aquel congreso fue el hombre que lo había convocado, su corazón operante. Él era preciso y despiadado, y de modo preciso y despiadado lo estudié. Ni una palabra, ni un silencio, ni un movimiento suyos se me escaparon. Finalmente yo tenía cerca de mí, delante de mí, en estado puro, aquello que quería comprender y representar: un poderoso.
Tras el éxito del congreso, como conclusión y último acto en común de los participantes, se había anunciado que se celebraría una fiesta en Schirmeck, en los Vosgos. Y si bien a muchos les hubiera gustado marcharse antes, también querían testimoniar su agradecimiento a H. por los enormes logros que había alcanzado. Era a él a quien iban a agasajar en aquella fiesta, y por eso la mayoría se quedó.
Al aire libre estábamos sentados todos juntos a unas largas mesas, en una hostería. Hubo algunos discursos; H. me rogó expresamente que dijese unas cuantas palabras sobre mis impresiones del congreso, pues precisamente por no ser yo músico, sino escritor, era importante, dijo, que me pronunciase. Me encontré en la difícil situación de tener que decir algo que correspondiese a la verdad, pero sin permitir que se notase nada de aquellas cosas más profundas que había descubierto en H., cosas, por otro lado, que tampoco habían madurado dentro de mí lo suficiente como para poder ya pronunciarme sobre ellas. Describí, pues, la manera que H. tenía de congregar a la gente, así como su irresistible habilidad para obligarla a ejecutar cosas conjuntamente. Sin duda mis palabras le parecieron demasiado objetivas, demasiado neutrales, sin duda deseaba oír de mí una adulación servil, como las muchas que aquella noche había escuchado de boca de la mayoría de los oradores. Al final de la fiesta, cuando la parte oficial ya había concluido y H. podía entregarse a sus caprichos, se tomó venganza.
H. había sido homenajeado como maestro de la dirección orquestal, y, en verdad, ¡qué es lo que no había logrado de sus alumnos en las pocas semanas del congreso! Pero ahora, tras haber bebido bastante, quiso relajarse. Y se atribuyó a sí mismo una maestría más, una maestría que nadie de los allí presentes hubiera sospechado. De pronto salió diciendo que quería leerles la mano a todos los allí presentes, no a uno solo ni a unos cuantos, sino a todos. Dijo que le bastaba con ver la mano de una persona para conocer su destino. Pero la gente no debía apretujarse, añadió, a todo el mundo le llegaría su turno, lo mejor sería que formasen una fila. Y esto fue lo que ocurrió. Al principio hubo ciertas vacilaciones, pero tan pronto como H. empezó a actuar, la mitad aproximadamente de los allí presentes se levantó de las largas mesas y fue poniéndose en la fila que él había exigido formar. Se concentraba en cada uno, los que habían estado sentados cerca de él fueron los primeros. En esto, como en todo, actuaba con rapidez, no retenía largo tiempo la mano que le presentaban, una breve ojeada le era suficiente. Con decisión, como solía, pronunciaba su veredicto. Se limitaba a decir los años que cada cual iba a vivir. Las demás cosas, las cualidades de las personas, lo que les esperaba en el porvenir, eso no le interesaba. A cada cual le dictaba unos años de vida y no daba ninguna explicación sobre cómo había obtenido aquella cifra. No hablaba en voz más alta que de ordinario, de modo que sólo los más próximos oían lo que decía.
Entre los que habían recibido su veredicto se veían algunas caras alegres, pero también consternadas. Todos volvían a sus asientos y se acomodaban en silencio. No se hacía ningún comentario, nadie preguntaba al vecino que volvía: «¿Qué te ha dicho?». Pero fue sorprendente ver cómo la atmósfera cambió. Todo el mundo dejó de gastar bromas. Los afortunados a los que esperaban largos años de vida se guardaban su felicidad para sí. Pero tampoco los otros, aquéllos a los que H. había tratado mal, se rebelaban ni se quejaban. En apariencia H. se hallaba absorto, mirando sólo las manos, pero reparaba minuciosamente en quién acudía y quién no. La mayor parte de las manos pertenecían a personas que le resultaban indiferentes, y a éstas las despachaba sólo pro forma. A otras las aguardaba. Y como yo me mantuve en mi sitio largo rato, noté que me estaba esperando. Me hallaba sentado bastante cerca de él, casi enfrente, y no hacía el menor gesto de levantarme y ponerme en la cola. Varias veces, entre mano y mano, lanzó rápidas miradas hacia donde yo me encontraba. Luego, de repente, dijo con voz cortante, y tan alto que la mesa entera lo oyó: «¿Qué le pasa, C., es que tiene usted miedo?». No podía consentir que la gente creyese que temía su veredicto, así es que me puse en pie y di unos cuantos pasos en dirección al final de la cola. «Prefiero que venga usted ahora mismo», dijo, «¡de lo contrario se me acabará escapando!». Me acerqué de mala gana, y él rompió por esta única vez el orden de la fila, aferró ansiosamente mi mano y, aunque apenas le había echado una mirada, decretó lo siguiente: «Usted no cumplirá los treinta». Y agregó una explicación, cosa que no había hecho con nadie: «La línea de la vida se rompe, ¡aquí!». Dejó caer mi mano como si fuera algo inútil, me miró radiante y siseó: «Yo cumpliré ochenta y cuatro. Ahora tengo a mis espaldas tan sólo la mitad de mi vida. Tengo cuarenta y dos años». «Y yo veintiocho». «No cumplirá los treinta. ¡Usted no cumplirá los treinta!». Lo repitió y se encogió de hombros. «No hay nada que hacer. ¿Para qué sirve una vida como ésa?». Con una vida como ésa no se podía emprender ninguna tarea. Ni siquiera los dos años que aún me adjudicaba tenían valor ninguno, pues ¿qué se podía hacer con ellos?
Me aparté, H. me tuvo por liquidado, pero el juego no había concluido aún. Todos tuvieron que acercarse, sobre todos tuvo él que decidir. Con los más la operación era puramente mecánica, se realizaba tan sólo porque la gente estaba allí. Podrían haber sido igualmente moscas. En algunos había puesto sus miras de veras, no siempre supe por qué. Mi lugar enfrente de él quedaba cerca, volví a sentarme y escuché. Algunos se le escaparon haciéndose los borrachos, y no respondieron a ninguna llamada. La mayor parte, en cambio, acudió, y H. les fue adjudicando diferentes destinos. Para quienes jamás lo habían enojado oponiéndose a él, bastaba con su capricho y les permitía alcanzar una edad más o menos normal. Ninguno llegaba a cumplir los ochenta y cuatro años. Unas cuantas personas anodinas y dúctiles conseguían llegar a sesenta años o un poco más. Pero sus favoritos no eran éstos, en sus favoritos se fijaba con más detalle. Era evidente que lo que a él le interesaba era decidir sobre todos. A las esposas —había allí algunas— no les iba mejor que a los maridos. Todas morían antes que los hombres a los que pertenecían. A las viudas les daba poca importancia, su concupiscencia se moderaba frente a mujeres que no tuviera que arrebatar a nadie. Nadie, excepto yo, había de morir a los treinta años.