FLORES SILVESTRES

El sinsonte que se había posado sobre el tejado durante toda la noche llenando el aire frío con su música, había desaparecido al amanecer. Había un silencio profundo y tan misterioso como la planicie arenosa que se extendía millas y millas en todas las direcciones. Las sombras sobre la arena blanca empezaron a juntarse bajo los árboles y alrededor de los postes de la cerca, y difundían por el suelo el follaje de las ramas y los tablones difusos de la valla de madera.

El sol subió rápidamente, propulsándose hacia arriba como si tuviera prisa por superar las copas de los pinos y poder brillar sobre la planicie desde allí hasta el golfo.

En la casa, el dormitorio estaba iluminado y caliente. Nellie llevaba despierta desde que se había ido el sinsonte. Estaba echada de costado y tenía un brazo debajo de la cabeza. El otro brazo rodeaba su cabeza y descansaba sobre la almohada. Parpadeó. Luego, durante un minuto, sus párpados dejaron de moverse. Volvió a parpadear seis o siete o nueve veces seguidas. Esperó pacientemente a que Vern se despertara.

Cuando Vern llegó a casa la noche anterior no la despertó. Se había quedado despierta esperándolo todo el tiempo que pudo, pero le había entrado tanto sueño que sus ojos no aguantaron abiertos a que él regresara.

La cabeza oscura sobre la almohada que tenía a su lado parecía cansada, extenuada. La frente de Vern, incluso cuando estaba dormido, se arrugaba un poco sobre la nariz. En los rabillos de los ojos la piel era más oscura que en otros sitios. Se acercó con mucho cuidado y le besó la mejilla que tenía más cerca. Quiso rodear su cabeza con ambos brazos y acercársela y besarla una y otra vez y apretarla contra su cara.

De nuevo empezó a parpadear incontrolablemente.

—Vern —susurró bajito—. Vern.

Él abrió los ojos despacio y los cerró de nuevo rápidamente.

—Vern, cariño —murmuró ella con el corazón latiéndole a toda prisa.

Vern volvió la cara hacia ella. Hundió la cabeza entre el brazo y el pecho de ella hasta que Nellie notó su aliento en el cuello.

—Vern —susurró.

Él notó los besos en sus ojos, mejilla, frente y boca. Ya estaba despierto. Alargó las manos hacia el cuerpo de ella y se acercaron hasta estar bien prietos.

—¿Qué ha dicho, Vern? —preguntó finalmente, incapaz de esperar más—. ¿Qué ha dicho?

Él abrió los ojos y la miró. Estaba totalmente despierto.

Ella pudo ver la respuesta en su cara.

—¿Cuándo, Vern? —dijo.

—Hoy —dijo cerrando los ojos y metiendo de nuevo la cabeza en el calor de su esposa.

Los labios de ella temblaron un poco al oír sus palabras. No lo pudo evitar.

—¿Adónde vamos a ir, Vern? —preguntó como una niña pequeña y mirando sus labios a la espera de una respuesta.

Vern movió negativamente la cabeza y la empujó contra el pecho de ella, cerrando los ojos al contacto con su cuerpo.

Durante un rato permanecieron en silencio. El sol había calentado la habitación hasta que pareció que el verano había regresado, en lugar de encontrarse a principios de otoño. Del alféizar de la ventana subían pequeñas ondas de calor. El verano duraría un poquito más antes de que llegara el invierno.

—¿Le dijiste…? —dijo Nellie. Se detuvo y bajó la mirada hacia la cara de Vern—. ¿Le dijiste lo mío, Vern?

—Sí.

—¿Qué dijo?

Vern no respondió. Empujó la cabeza contra su pecho y la sostuvo con fuerza, como si estuviera buscando comida que lo alimentara y le diera fuerzas para levantarse y permanecer en la habitación vacía.

—¿No dijo nada, Vern?

—Dijo que no lo podía evitar, o algo así. No recuerdo lo que dijo, pero sé lo que quería decir.

—¿No le importa?

—Supongo que no, Nellie.

Nellie se puso rígida. Tembló un instante, pero tenía el cuerpo rígido, como si no tuviera control sobre él.

—Pero a ti te importa lo que me pase, ¿no?

—Por Dios, sí —dijo él—. Es lo único que me importa. Si algo pasara…

Durante un rato permanecieron en brazos uno del otro. Sus divagaciones los iban despertando más y más.

Nellie se levantó la primera. Se vistió y salió de la habitación antes de que Vern tuviera tiempo de averiguar cuánto tiempo había pasado. Saltó de la cama, se vistió y fue rápidamente a la cocina para encender el fuego. Cuando lo hubo encendido Nellie ya había empezado a pelar las patatas.

No hablaron demasiado mientras desayunaron. Tenían que marcharse y tenían que hacerlo ese día. No había nada más que pudieran hacer. Los muebles no les pertenecían y tenían tan poca ropa que no sería un problema llevársela.

Nellie lavó los platos mientras Vern lo preparaba todo. Después ya no hubo nada más que hacer excepto preparar un fardo con sus pantalones y camisas, otro con la ropa de Nellie, y ponerse en marcha.

Cuando estuvieron listos, Nellie se detuvo junto a la valla y miró hacia la casa. No le importaba dejar ese lugar, a pesar de que había sido el único hogar que ella y Vern habían tenido. La casa estaba tan ruinosa que probablemente se derrumbaría en pocos años. El techo tenía goteras, un lado de la casa se había deslizado más allá de los postes de apoyo y el porche estaba todo combado hasta el suelo.

Vern esperó hasta que ella estuvo lista para marchar. Cuando se dio la vuelta, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Pero en ningún momento volvió a girar la cabeza. Cuando hubieron caminado una milla, la carretera hizo una curva y los pinos taparon la casa.

—¿Adónde vamos, Vern? —dijo ella mirándolo a través de las lágrimas.

—Tendremos que ir caminando hasta que encontremos un lugar —dijo. Él sabía que ella sabía que en estas tierras de pinos y arena las granjas y casas estaban separadas unas diez o quince millas las unas de las otras—. No sé lo lejos que tendremos que ir.

Mientras caminaba con dificultad por la carretera de arena, Nellie pudo oler la fragancia de las últimas flores de verano. Las hierbas y matorrales las escondían, pero siempre que podía se detenía un instante y buscaba flores silvestres por la cuneta. Vern no se detenía y ella siempre tenía que correr para atraparle antes de llegar a encontrar alguna flor.

A media tarde llegaron a un arroyo donde se estaba fresquito y había sombra. Vern encontró un lugar donde pudieron echarse. Antes de sacarle los zapatos para que descansara los pies, Vern preparó un lecho de pinaza para que ella pudiera acostarse. Luego cogió varios puñados de musgo de los árboles que puso debajo de su cabeza. El agua que le llevó para beber tenía gusto a hojas y hierba, y era fresca y clara. Ella cayó dormida tan pronto hubo bebido un poco.

La tarde ya estaba avanzada cuando Vern la despertó.

—Nellie, has dormido durante dos o tres horas —dijo—. ¿Crees que podrás caminar un poco más antes de que anochezca?

Ella se incorporó, se puso los zapatos y lo siguió hasta la carretera. En cuanto se puso en pie notó que se mareaba. No quiso decir nada a Vern para no preocuparle. Cada paso que daba era doloroso. A veces era casi insoportable y se mordía el labio y apretaba los puños, pero continuaba caminando a su lado aunque manteniéndose fuera de su vista para que él no se diera cuenta.

Al ponerse el sol ella se detuvo y se sentó al borde de la carretera. Sentía que nunca más podría dar un paso. Los dolores que sentía la habían hecho palidecer y notaba como si le hubieran arrancado las extremidades. Antes de darse cuenta se desmayó.

Cuando abrió los ojos, Vern estaba arrodillado a su lado, abanicándola con su sombrero. Ella lo miró y trató de sonreír.

—¿Por qué no me has dicho nada, Nellie? —dijo—. No sabía que estuvieras tan cansada.

—No quiero estar cansada —dijo ella—. Supongo que no lo podía evitar.

La miró durante un rato y siguió abanicándola.

—¿Crees que pasará antes de que lleguemos a algún sitio? —preguntó con ansiedad—. ¿Qué piensas, Nellie?

Nellie cerró los ojos y trató de no pensar. No habían pasado junto a una casa o granja desde que habían salido esa mañana. No sabía cuánto faltaba para llegar a un pueblo y tenía miedo de pensar en lo lejos que estaba la siguiente casa. La asustaba el mero hecho de pensar.

—Creía que habías dicho que faltaban dos semanas… —dijo Vern—. ¿No es así, Nellie?

—Es lo que pensaba —dijo ella—. Pero ahora será distinto. Caminando así, todo el día…

Se le cayó el sombrero de la mano y miró a su alrededor confundido. No sabía qué hacer, pero sabía que tenía que hacer algo por Nellie en ese mismo momento.

—No puedo estar así —dijo—. He de hacer algo.

La cogió en brazos y la llevó al otro lado de la carretera. Encontró un lugar donde la pudo recostar bajo un pino. Luego desató los fardos y le puso algo de la ropa debajo de la cabeza y la tapó con el resto.

El sol se había puesto y estaba oscureciendo. Vern no sabía qué hacer. Tenía miedo de dejarla sola en el bosque, pero sabía que tenía que conseguir ayuda.

—Vern —dijo ella alargando la mano para tocarle.

Él la agarró con fuerza y acarició sus dedos y su muñeca.

—¿Qué pasa, Nellie?

—Me temo que va a pasar… pasar… en seguida… —dijo débilmente y cerró los ojos antes de poder terminar.

Él se inclinó y vio que sus labios estaban lívidos y su cara blanca como nunca había visto. Mientras él la miraba, el cuerpo de ella se puso rígido y Nellie se mordió el labio para evitar gritar de dolor.

Vern se levantó de un salto y corrió a la carretera para mirar a un lado y a otro. La noche había caído con tanta rapidez que no era capaz de ver ni campos ni claros que indicaran si alguien vivía cerca. No había señal de ninguna casa ni de gente cerca.

Regresó corriendo junto a Nellie.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Si pudiera dormir —dijo ella—, creo que estaría bien durante un rato.

Se echó junto a ella y la rodeó con los brazos.

—Si supiera que no ibas a tener miedo, subiría por la carretera hasta encontrar una casa y conseguir un carro o algo para llevarte. No puedo dejarte aquí, en el suelo, durante toda la noche.

—¡Puede que no vuelvas… a tiempo! —gritó ella desesperadamente.

—Iré lo más rápido que pueda —dijo él—. Correré hasta encontrar a alguien.

—Si vuelves en dos o tres horas —dijo ella—, creo que seré capaz de soportarlo. Pero más que eso no creo que pueda soportarlo.

Él se levantó.

—Me voy —dijo.

Corrió carretera arriba tan rápido como pudo, recordando cómo había rogado que los dejaran quedarse en la casa un poco más para que Nellie no tuviera que caminar así. La única respuesta que obtuvo, incluso después de explicarlo todo sobre Nellie, fue una negativa con la cabeza. Después de eso ya no tenía sentido rogar. Lo echaban y no había nada que hacer. Estaba seguro de que le debían dinero por su cosecha de este otoño, incluso unos pocos dólares, pero sabía que tampoco valía la pena discutir sobre eso. Había regresado a casa esa noche sabiendo que se tenían que ir. Tropezó y se precipitó al suelo.

Al levantarse vio una luz a lo lejos. Era un rayo pálido procedente de una ventana cerrada con un tablón. Pero era una casa y alguien vivía en ella. Corrió tan rápido como pudo.

Cuando llegó a la casa un perro se puso a ladrar, pero no le prestó atención. Subió hasta la puerta y empezó a golpearla con los dos puños.

—¡Déjenme entrar! —gritó—. ¡Abran a la puerta!

Desde dentro alguien gritó y varias sillas cayeron al suelo. El perro salió de debajo de la casa y empezó a mordisquear las piernas de Vern. Trató de apartarlo de una patada, pero el perro era tan decidido como él y volvía a atacarle con mayor ferocidad. Finalmente abrió la puerta de un golpe, rompiendo la cerradura.

Varios negros estaban escondidos en la habitación. Podía ver sus cabezas y sus pies debajo de la cama, detrás de un baúl y debajo de la mesa.

—No me tengáis miedo —dijo con toda la calma que pudo—. He venido a buscar ayuda. Mi esposa está en la carretera, enferma. Tengo que llevarla a alguna casa. Está echada en el suelo.

El hombre más viejo, un negro de pelo gris que parecía tener unos cincuenta años, salió de debajo de la cama.

—Yo le ayudaré, jefe —dijo—. No sabía lo que quería cuando ha venido gritando y chillando. Por eso no le he abierto la puerta ni le he dejado entrar.

—¿Tiene un carro, o algo así? —preguntó Vern.

—Tengo un carro de un caballo —dijo el hombre—. George, tú y Pete id a atar la mula al carro. Daos prisa.

Dos muchachos salieron de sus escondites y salieron corriendo por la puerta trasera.

—Necesitaremos un colchón o algo así donde pueda acostarse —dijo Vern.

Una mujer negra empezó a sacar las sábanas de la cama y Vern cogió el colchón y lo sacó por la puerta delantera a la carretera. Mientras esperaba a que los muchachos trajeran el carro, caminó de arriba abajo tratando de convencerse de que Nellie estaría bien.

Cuando el carro estuvo listo todos subieron y se pusieron en camino con tanta rapidez como lo permitía la mula. Tardaron menos de media hora en alcanzar la arboleda donde Vern había dejado a Nellie. Entonces se dio cuenta de que se había ido durante tres horas o más.

Vern bajó de un salto y la llamó. Ella no respondió. Corrió hacia el talud y cayó de rodillas junto a su esposa.

—¡Nellie! —dijo sacudiéndola—. ¡Despierta, Nellie! ¡Soy Vern, Nellie!

No podía hacer que hablara. Puso su cara junto a la de ella y notó su mejilla fría. Le puso las manos en la frente y estaba fría también. Entonces cogió sus muñecas y las sostuvo con los dedos mientras apretaba su oído contra el pecho.

Finalmente el hombre negro logró arrancarlo del cuerpo de Nellie. Durante un rato no supo dónde estaba ni lo que había ocurrido. Parecía como si su mente se le hubiera quedado en blanco.

El negro intentó hablar con él, pero Vern no oía nada de lo que le decía. Sabía que había pasado algo y que la cara y las manos de Nellie estaban frías y que no podía oír el latido de su corazón. Lo sabía, pero no podía creer que fuera verdad.

Cayó al suelo, apretó la cara contra la pinaza y sus dedos se hundieron en la tierra suave y húmeda. Podía oír voces por encima de él, y podía oír lo que las voces decían, pero nada tenía sentido. En algún momento tendría que preguntar por el bebé, por el bebé de Nellie, por su bebé. Sabía que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera preguntar algo así. Pasaría mucho tiempo antes de que las palabras volvieran a tener algún significado.