EL NEGRO EN EL POZO
Jule Robinson estaba roncando en la cama cuando sus perros raposeros encontraron un rastro a una milla de distancia y lo despertaron de un sobresalto con sus aullidos. Se levantó de un salto, se puso los zapatos y corrió al patio delantero. Faltaba como una hora para el amanecer.
Sostuvo el sombrero a un lado de la cabeza como si fuera una mano ahuecada para escuchar el rastreo que tenía lugar en la cresta de la colina cercana a su casa. El sombrero le ayudó a desviar los sonidos hacia su oído y así pudo oír —tan claramente como su propia respiración— a los perros pisar la maleza seca. Apenas le costó unos segundos averiguar que los perros no estaban siguiendo una pista falsa, se puso el sombrero en la cabeza y se agachó a atarse los cordones de los zapatos.
—Papá —dijo una voz asustada—, por favor, no te vayas ahora. Espera a que amanezca.
Jule se dio la vuelta y vio el contorno borroso de sus dos hijas. Estaban acurrucadas en la ventana de su habitación. «Jessie y Clara eran suficientemente mayores para cuidarse», pensó, «pero eso no las impedía estorbarlo cuando quería ir a cazar zorros».
—Vuelve a la cama a dormir, Jessie… tú y Clara —dijo ásperamente—. Esos perros están en la colina. No creo que se alejen demasiado hasta antes del amanecer.
—Tenemos miedo, papá —dijo Clara.
—¿Miedo de qué? —preguntó Jule impaciente—. No hay nada que debáis temer dos muchachas mayores como tú y Jessie. ¿De qué tenéis miedo en este sitio?
Los perros dejaron de rastrear por un momento y Jule se detuvo a escuchar en el silencio. En seguida volvieron a seguir el rastro y Jule se agachó a acabar de atarse los cordones de los zapatos.
En la distancia pudo oír otras jaurías de perros y forzando la vista el titileo de las hogueras donde los cazadores habían acampado para calentarse las manos y los pies.
—¿Vas a ir, papá? —preguntó Clara.
—Sí, voy a ir —respondió.
Las dos niñas corrieron a sus camas y se taparon con las mantas hasta cubrirse las cabezas. No había manera de convencer a Jule Robinson cuando se empecinaba en seguir a sus raposeros.
La moda debía de haber empezado en algún momento durante las fiestas, porque al final de la primera semana de enero parecía como si todo el mundo en Georgia estuviera trocando perros durante el día y bramando «uuuaaa joo» por la noche. Desde la puesta de sol hasta el amanecer del día siguiente, los bosques, campos, pastos y pantanos hervían de hombres cubiertos de plantas espinosas y sabuesos aullando. Nadie montaba a caballo tras los perros en unas tierras donde había alambradas cada cien yardas.
Los automóviles rugían y traqueteaban por las carreteras rurales durante toda la noche. Los cazadores tenían que viajar rápido si no querían perder la pista de los sabuesos.
Ningún animal de cuatro patas estaba seguro después de la puesta de sol porque los perros estaban poseídos por la liebre de la caza y las jaurías de esos perros larguiruchos y hambrientos iban persiguiendo y devorando terneros, cerdos e incluso linces de pelaje amarillo. Había llegado un punto que hasta las gallinas se metían en los gallineros una hora antes porque esas jaurías hambrientas de caza ya ni esperaban la puesta del sol.
Jule terminó de atarse los cordones de los zapatos y dio la vuelta a la casa. El sendero que llevaba a la colina empezaba en el patio trasero y serpenteaba hacia arriba como una senda de vacas entre los matorrales. Jule pasó delante del pozo y se detuvo a ver si llevaba en los bolsillos suficiente tabaco hasta la vuelta.
Mientras estaba allí de pie oyó un sonido como de agua borboteando a través del cuello de una damajuana. Jule se detuvo a escuchar de nuevo y el sonido le llegó con más claridad. No había ningún arroyo cerca y el agua más cercana estaba dentro del pozo. Se acercó al borde y volvió a escuchar. El pozo no tenía base ni cabrestante. Era sencillamente un agujero de veinte pies en el suelo con tablones de madera por encima para evitar que los cerdos y las gallinas cayeran dentro.
—¡Por Dios, ayúdeme! —dijo una voz.
Jule se puso de rodillas y observó la tapa del pozo. Tocó a tientas los tablones y notó que tres se habían movido y que había un gran orificio alargado por el que podía pasar un ternero.
—¿Quién hay ahí? —dijo Jule estirando el cuello y ladeando la cabeza para oír mejor.
—¡Por Dios, ayúdeme! —repitió la voz más débilmente.
Volvió a oírse el borboteo y Jule supo que era el agua del pozo.
—¿Quién hay ahí ensuciándome el agua del pozo? —dijo Jule.
No se oyó nada. Incluso el borboteo había cesado.
Jule buscó una piedra a tientas y la dejó caer en el pozo. Contó hasta que pudo oír la salpicadura en el agua.
—¡Maldita sea tu estampa, quienquiera que seas ahí abajo! —dijo Jule—. ¿Quién eres?
Nadie respondió.
Jule buscó en la oscuridad el cubo de agua pero no lo encontró. En lugar de ello, encontró una piedra más grande, una piedra tan grande como su puño, y la dejó caer en el pozo.
Esta piedra tocó algo antes de caer dentro del agua.
—¡Por Dios! Me estoy hundiendo y no puedo hacer nada —dijo la voz en el fondo—. Oh, Dios. Una gran mano está intentando sumergirme.
Los sabuesos en la colina torcieron hacia el este y volvieron a empezar. El zorro que perseguían estaba tratando de hacerlos retroceder, pero los perros de Jule no se dejaban engañar fácilmente. Eran casi tan listos como un zorro.
Jule se incorporó y se puso a escuchar a los animales corriendo.
—¡Uuuaaa joo! —llamó a los perros.
Eso hizo que aullaran con más fuerza.
—¿Es usted, señor Jule? —preguntó la voz.
Jule se inclinó sobre el pozo de nuevo, pero manteniendo un oído atento a lo que hacían los perros en la colina. No quería perderles la pista cuando rastreaban de esta manera.
—Soy yo —dijo Jule—. ¿Quién eres?
—Solo Bokus Bradley, señor Jule —dijo la voz.
—¿Qué estás haciendo en mi pozo? Llenándolo de barro, Bokus.
—Ha sido así, señor Jule —dijo Bokus—. Estaba bajando la colina hace un rato, tratando de no perder a mis perros, y he tropezado con la tapa de su pozo. Supongo que de alguna manera me he salido del sendero. La tapa de su pozo no ha aguantado mi peso, no sé, y en un momento aquí estaba. Llevo dentro del pozo desde entonces. Supongo que he estado aquí casi toda la noche. Espero que no se enfade conmigo, señor Jule. No lo he podido evitar.
—Has llenado de barro mi agua —dijo Jule—. Tú verás si estoy contento.
—Supongo que sí, la he llenado un poco de barro —dijo Bokus—. Pero es que no he podido evitarlo.
—¿Adónde han ido tus perros? —preguntó Jule.
—No lo sé, señor Jule. No los he oído desde que he caído aquí dentro. Iban hacia el arroyo cuando bajaba la colina detrás de ellos. ¿Los puede oír, señor Jule?
Se podían oír varias jaurías de perros. La de Jule estaba rastreando hacia el este y una jauría bajaba el arroyo hacia el pueblo. Más allá, hacia las colinas, había varias jaurías corriendo, pero estaban tan lejos que no era fácil determinar a quien pertenecían.
—Me parece que tus perros están en el arroyo y van hacia el pantano —dijo Jule.
—¡Uuuaaa joo! —llamó Bokus.
El sonido procedente del pozo le pareció a Jule como si hubiera salido de un megáfono.
—Tus perros no te pueden oír desde ahí abajo, Bokus —dijo.
—Sé que no pueden, señor Jule, y por eso quiero salir de aquí. Mis pobres perros no saben adónde quiero que vayan rastreando si no me oyen decírselo. ¡Uuuaaa joo! —gritó Bokus—. ¡Por Dios, ayúdeme!
Parecía que los perros de Jule estaban cercando a un zorro y Jule se incorporó de un salto.
—¡Uuuaaa joo! —gritó ahuecando las manos junto a la boca—. ¡Uuuaaa joo!
—¿Sigue ahí, señor Jule? —preguntó Bokus—. Por favor, señor Jule, no se vaya y me deje abandonado en el pozo frío. Haré por usted lo que quiera si me saca de aquí. He estado aquí con el agua fría hasta el cuello durante toda la noche.
Jule tiró unos tablones por encima del pozo.
—¿Qué está haciendo, señor Jule?
Jule se sacó el sombrero y lo sostuvo a un lado de su cabeza por el ala como si se tratara de un abanico. Podía oír el jadeo de los perros corriendo.
—¿Cuántos perros raposeros tienes, Bokus? —preguntó Bokus.
—Tengo ocho —dijo Bokus—. Y son muy buenos rastreadores, señor Jule. Pero me gustaría salir de este pozo antes de seguir hablando con usted.
—Podrías pasar con menos perros, ¿no, Bokus?
—Si tuviera que hacerlo, lo haría —dijo Bokus—, pero lo que es seguro es que no me gustaría tener menos de ocho. Ocho es el número natural para una jauría, señor Jule.
—¿Cómo piensas salir del pozo? —dijo Jule.
—Pues imaginaba que usted me iba a ayudar, señor Jule —dijo—. Al menos esa es la única manera de salir de este pozo. He tratado de trepar, pero la tierra se desmenuza cada vez que hundo los dedos en las paredes.
—Has llenado ese pozo con tanto barro que el agua no se podrá beber durante una semana o más —dijo Jule.
—Haré lo que pueda para dejarla limpia, señor Jule, si algún día vuelvo a pisar suelo firme. ¿Puede oír a mis perros, señor Jule?
—Siguen en el arroyo. Supongo que podría bajar el cubo de agua y podría tirar un poco y tú podrías trepar otro poco y quizás podrías salir de esta manera.
—Eso sería perfecto, señor Jule —dijo Bokus con ansiedad—. Aquí estoy. ¿Cuándo va a bajar el cubo de agua?
Jule se levantó y escuchó a sus perros en la colina. Por el ruido que hacían, no faltaba mucho para que obligaran al zorro a subir a un árbol.
—Solo queda una hora para el amanecer —dijo Jule—. Será mejor que suba a la colina y vea lo que hacen mis perros. No puedo hacer demasiado aquí hasta que no salga el sol.
—No se vaya y me deje aquí, señor Jule —le rogó Bokus—. Señor Jule, por favor, solo baje el cubo y ayúdeme a salir. Tengo que salir de aquí, señor Jule. Mis perros se echan a perder si yo no los sigo. ¡Uuuaaa joo! ¡Uuuaaa joo!
La jauría de sabuesos venía procedente del arroyo y se dirigía a la casa. Jule se sacó el sombrero y se lo puso junto al oído. Escuchó los jadeos y aullidos.
—Si tuviera dos sabuesos más me sentiría muy satisfecho —dijo Jule gritando lo suficiente para que Bokus lo oyera—. Solo necesito dos ahora.
—¿No querrá dos de los míos, señor Jule? —preguntó Bokus.
—Es un buen momento para hacer un trueque —dijo Jule—. Es el momento perfecto, ahora que estás dentro del pozo y quieres salir.
—¿Ha dicho dos?
—Dos es lo que he dicho.
Se hizo un silencio largo en el pozo. Durante casi cinco minutos Jule escuchó las jaurías de perros a su alrededor, algunos en la colina, otros en el arroyo y otros en los campos a lo lejos. El ladrido de los perros era para él el sonido más dulce del mundo. Perdería una noche de sueño solo por escuchar una jauría de perros raposeros rastreando.
—¡Uuuaaa joo! —llamó.
—¡Señor Jule! —gritó Bokus desde el fondo del pozo.
Jule se acercó al borde y se inclinó para oír lo que el negro tenía que decirle.
—¿Qué hay del trueque, Bokus?
—Señor Jule, no puedo canjear dos de mis perros. Seguro que no puedo.
—¿Por qué no? —dijo Jule.
—Porque entonces solo me quedarían seis perros, señor Jule, y no podría salir de caza con tan pocos.
Jule se levantó y dio una patada a los tablones de encima del pozo.
—No podrás seguir a ninguno de tus perros durante un tiempo —dijo—, porque te voy a dejar en el fondo del pozo. Falta una hora, casi, para que amanezca y no puedo perder tiempo hablando contigo. Quizás cuando vuelva te interese hacer un trueque, Bokus.
Jule dio una patada a los tablones.
—¡Por Dios, ayúdeme! —dijo Bokus—. Pero no me haga canjear dos perros por la ayuda que le pido.
Jule tropezó con el cubo de agua cuando se dio la vuelta para cruzar el patio e ir hacia el sendero que subía hasta la colina. Oía como sus perros corrían allá arriba, y cuando se sacó el sombrero y lo sostuvo a un lado de la cabeza pudo oír a Polly jadear, a Senator bufar, a Mary Jane gemir y a Sunshine aullar y al resto ladrar a la cabeza de la jauría. Se puso el sombrero, se lo encasquetó bien, y subió corriendo por el sendero para seguirlos. El zorro no aguantaría mucho más.
—¡Uuuaaa joo! —llamó a sus perros.
—¡Uuuaaa joo!
El eco sonó magistral.