TEMPORADA DE CULTIVO

Hacía calor como para volver loco a todo el mundo.

La hierba crecía tan rápido que Jesse English no llegaba a tiempo de segarla y taparla toda. Había segado doce acres de campo de algodón durante cinco días y estaba a punto de darse por vencido.

A mediodía, cuando su esposa lo llamó para almorzar, Jesse desató la mula y la dejó suelta. La mula caminó vacilante hacia el granero, tropezando con las hileras cavadas como dando palos de ciego. Los ojos de Jesse estaban inyectados en sangre debido al calor y temía haber cogido una insolación. Entró en la casa, pero no pudo comer nada. Se sentó en el porche y se tapó la cara con el sombrero para evitar el resplandor del sol, sintiendo como que nunca más en su vida iba a poder ponerse en pie.

Lizzie llegó a la puerta y le dijo que se levantara y comiera lo que le había preparado. Jesse no respondió y al cabo de un rato ella volvió a meterse en la casa.

El repiqueteo de la cadena procedente del patio despertó a Jesse. Se incorporó, se apoyó en un codo y miró a Fiddler, que estaba bajo el árbol santo. Fiddler se arrastró alrededor del árbol dando vueltas a la cadena alrededor del tronco. Cuando Fiddler hubo bobinado la cadena todo lo que pudo, se volvió a echar.

Jesse miró fijamente a Fiddler con los ojos ardiéndole hasta que no pudo soportarlo más. Hundió sus nudillos en las cuencas hasta que durante un breve instante el dolor desapareció.

Fiddler se incorporó y se puso a dos patas, pero cayó hacia delante como un borracho. Cada vez que Fiddler hacía ruido con la cadena, Jesse notaba como un torrente de sangre que le subía a la cabeza. Mirándolo empezó a preguntarse lo que ocurriría con su cosecha de algodón. Cuando el algodón ya estaba listo para ser azadonado se puso a llover durante una semana. Pero antes de poder segar la hierba, había crecido, se le había adelantado. Lizzie había cogido una insolación el año anterior y cada vez que estaba al sol durante quince o veinte minutos se desmayaba. No le podía ayudar a pasar la azada y no tenía a nadie que lo ayudara. Ni siquiera había un negro en la granja.

Cuando miró el campo se dio cuenta de lo poco que había hecho desde el amanecer. No veía cómo iba a ser capaz de arrancar toda la hierba antes de que las plantas de algodón se ahogaran.

La cadena sonó otra vez. Jesse se arrastró con manos y pies hasta el borde del porche y se quedó mirando a Fiddler. Lizzie volvió a asomarse a la puerta y le dijo que entrara a comer, pero él no la escuchó.

Fiddler dio vueltas, se echó y apoyó la cabeza contra el tronco del árbol santo.

Jesse, sentado en el borde del porche y meciendo los pies de atrás a delante, se frotó los ojos con los nudillos y trató de razonar. El calor, incluso a la sombra del porche, lo cegaba. Los ojos le ardían como si tuviera castañas en la cabeza. Cuando volvió a oír el ruido de la cadena de Fiddler, trató de observarlo a través del calor, pero para entonces Fiddler ya no era más que una mancha azul en el patio.

La cosecha se iba a arruinar porque no tenía a nadie que lo ayudara a quitar las hierbas antes de que ahogaran las plantas de algodón.

Jesse se bajó del borde del porche, subió las escaleras y entró en el vestíbulo. En la esquina, tras la puerta estaba su escopeta. La tenía siempre cargada y no se detuvo a mirar si había cartuchos en los cañones.

—Se está estropeando tu almuerzo, Jesse —le dijo su esposa desde algún lugar de la casa.

No le respondió.

De nuevo al sol y en medio del calor, Jesse pudo ver cómo la hierba estaba ahogando su cosecha de algodón. Atravesó el patio corriendo, entró en el campo y empezó a dar patadas a las plantas de algodón y la hierba que tenía bajo los pies. Incluso así, la hierba se volvía a levantar como los muelles de un colchón. Las plantas de algodón que había arrancado de raíz con las patadas empezaron a marchitarse lentamente al calor del mediodía. Cuando se dio la vuelta las plantas ya se habían secado y muerto.

Regresó al patio y dio una patada a la cadena. Un extremo estaba atado al árbol santo y el otro estaba sujeto al cuello de Fiddler. Apoyó la escopeta contra el árbol y empezó a hurgar en la cadena. Mientras estaba agachado, Lizzie salió de nuevo al porche.

—¿Qué quieres hacer con esa escopeta, Jesse? —preguntó haciéndose sombra con las manos.

Al no obtener respuesta, Lizzie bajó las escaleras y atravesó corriendo el patio hacia el árbol santo.

Para entonces Jesse ya había conseguido abrir el cierre. Jesse cogió la escopeta y tiró de la cadena. Volvió a tirar de ella con más fuerza y Fiddler se puso de pie y se alejó por el patio temblando como un borracho.

Lizzie intentó arrancar la cadena de la mano de Jesse. Él la empujó.

—Jesse —le gritó—. ¿Qué vas a hacer con Fiddler?

La empujó hasta colocarla detrás de él. Fiddler se bamboleaba sobre sus cortas piernas y Jesse lo levantaba con la culata de la escopeta cada vez que parecía que iba a caer. Lizzie fue detrás de ellos gritando y cayó a los pies de su esposo. Jesse se alejó de ella antes de que pudiera rodearle las piernas con los brazos.

Fiddler empezó a correr hacia el granero. Jesse corrió detrás de él sujetando la escopeta de manera que pudiera dirigir los pasos de Fiddler en la dirección que quería.

La cosecha estaba arruinada. Pero había olvidado que la hierba había ahogado las delicadas plantas de algodón. La hierba había crecido tanto que no había podido evitarlo. Si Lizzie no hubiera cogido una insolación o si él hubiera tenido a alguien que lo ayudara, podría haber salvado su algodón. La hierba que había en los doce acres era demasiada para un solo hombre si este se rezagaba.

Sus ojos estaban tan inyectados en sangre que no podía ver bien a Fiddler. El calor y el martilleo en su cabeza le hicieron olvidar todo excepto que tenía que llevar a Fiddler a la parte trasera del granero, donde estaba el terraplén. Lanzó una panocha de maíz a la mula para apartarla del camino que seguía Fiddler. La mula entró en el granero.

Fiddler corrió en otra dirección, pero Jesse lo volvió a dirigir hacia el terraplén con la culata de su escopeta. Golpeó a Fiddler de nuevo para que no volviera a ir en la dirección opuesta.

En el patio Lizzie gritaba. No llevaba el sombrero y ya le había dado demasiado el sol.

Cuando llegaron al terraplén Jesse empujó a Fiddler hacia abajo. Este se quedó en el fondo, escarbando los lados y tratando de salir.

Jesse levantó la escopeta, ajustó la mira y lo único que vio fue una masa gris contoneándose contra el fondo de color rojo del barro. Apretó el gatillo de todos modos y esperó un momento. Sin bajar la escopeta disparó un segundo cartucho contra Fiddler.

Fiddler estaba haciendo más ruido que antes. Jesse se sentó en el borde del terraplén y se frotó los ojos con los nudillos. Notó que la tierra cedía bajo sus pies y retrocedió un poco para evitar deslizarse hacia abajo, donde Fiddler se movía como un pez que hubieran dejado tirado fuera del agua.

—¡Deja de patear y chillar, maldito seas! —gritó Jesse—. ¡Muérete, maldito, muérete!

No podía quedarse más rato allí. Había esperado todo el tiempo que podía a que Fiddler dejara de retorcerse. La carga en los cartuchos era suficiente para matar a un mulo a corta distancia, pero no había sido suficiente para matar a Fiddler.

Lizzie gritaba bajo el árbol santo. El calor y el sol abrasador hicieron que Jesse corriera hacia el montón de leña de detrás de la casa. Allí cogió el hacha y regresó a la hondonada. Fiddler seguía retorciéndose en el fondo como una gallina a la que le hubieran cortado la cabeza. Jesse saltó abajo y golpeó a Fiddler tres o cuatro veces. Cuando se detuvo, la sangre cubría el mango y la cuchilla del hacha, y bañaba las perneras de sus pantalones.

Al cabo de un rato Fiddler se quedó quieto y Jesse se dirigió al lado del terraplén donde el talud no era tan empinado y subió. De camino a la casa pudo ver a Lizzie en el suelo, junto al árbol santo donde Fiddler había estado atado.

Llevó el hacha al montón de leña y la clavó en un tronco de nogal. Después se sentó encima del montón de leña y trató de aliviar el ardor en sus ojos hundiendo los nudillos en ellos.

De algún lugar vino una brisa y el viento en la cara hizo que se sintiera mejor. Se pasó el pulgar por debajo de uno de los tirantes de los pantalones y lo soltó. La brisa que soplaba contra su camisa y su piel mojadas parecía una suave lluvia.

Uno de los sabuesos que había estado durmiendo debajo de la casa se levantó y se dirigió al montón de leña y empezó a lamer el mango del hacha. Jesse lo miró hasta que hubo terminado. Cuando el perro empezó a lamer las perneras de sus pantalones, Jesse le dio una patada con todas sus fuerzas. El sabueso cayó y corrió aullando de vuelta bajo la casa.

Jesse se secó la cara con las manos y se levantó. Encontró la azada apoyada contra la pared de la casa. La llevó al porche y arrancó el afilador del soporte de madera donde había estado metido desde la última vez que lo había usado.

Creyó oír a su esposa dando traspiés en la entrada de la casa.

Apoyó la azada contra el porche y empezó a afilar la cuchilla hasta que estuvo tan fina como un cuchillo para el maíz. Cuando terminó, clavó el afilador otra vez en el soporte de madera y se dirigió al campo de algodón con la azada al hombro y sin nada que le protegiera la cabeza del sol.

Jesse no estaba seguro, pero pensó que quizás podría salvar la cosecha. La hierba no se vuelve a levantar cuando uno pasa la azada y podía volver a afilarla siempre que lo necesitara.