LA NOCHE EN QUE REGRESÓ MI VIEJO
Poco antes de medianoche los perros empezaron a ladrar y Ma se levantó a mirar por la ventana. Era una noche de invierno y faltaban dos semanas para Navidad. El viento había amainado un poco desde la cena, pero no lo bastante para que dejara de silbar por los aleros de vez en cuando. Era la típica noche de invierno en la que a uno le apetecía estar en la cama bajo un montón de mantas.
En la entrada había una luz encendida porque siempre dejamos una luz encendida durante toda la noche. Ma no encendió la lámpara del dormitorio enseguida. Podía ver mejor lo que pasaba afuera si la habitación estaba a oscuras.
No dijo nada durante un rato. Los perros gruñeron un poco y luego volvieron a ladrar. Durante la noche los teníamos atados a un lado de la casa. Si los hubiéramos dejado sueltos habrían mordido a cualquiera que pasara por ahí después de anochecer. Eso también le fue bien a mi viejo. Le habrían mordido igual que morderían a alguien a quien no hubieran olisqueado antes. Mi viejo pasaba tanto tiempo fuera de casa que era como un extraño. La última vez que vino a casa fue en verano y solo se quedó durante cinco minutos. Había regresado a por un par de pantalones que había dejado colgando de un clavo en la leñera el invierno anterior.
—Es él —dijo Ma golpeando el alféizar con la llave de la puerta. No estaba más enfadada de lo normal, pero sí lo suficiente. Lo único que los demás necesitábamos para saber cómo se sentía era ver si golpeaba la carpintería con cosas como una llave.
De repente hubo un estruendo que sonó como un carro tirado por dos caballos cruzando un puente de madera. Entonces una sacudida agitó la casa como si alguien hubiera cogido un mazo y hubiera tirado abajo los cimientos.
Era mi viejo tanteando los escalones delanteros para ver si sostenían su peso. Siempre tenía miedo de que alguien le colocara una trampa, como aflojar los tablones en el porche de manera que pudiera caer y quedar tirado ahí abajo hasta que Ma le acercara una escoba o algo.
—Uno de estos días será la última vez que venga a esta casa de esta manera —dijo Ma—. Estoy más que harta.
—Quiero levantarme y verle —dije—. Por favor, Ma, déjame.
—Quédate donde estás, William, y tápate la cabeza con las mantas —dijo Ma volviendo a golpear el alféizar con la llave—. Cuando entre aquí no va a ser un espectáculo apto para tus ojos.
Me agazapé y me tapé la cabeza con las mantas. En cuanto pensé que Ma había dejado de mirarme aparté las mantas lo justo para poder ver.
La puerta de la entrada se abrió con un golpe y casi se rompió el cristal de la parte superior. A mi viejo nunca le importaba romper el cristal de una puerta, o los muebles, o cualquier otra cosa de la casa. Una vez vino y destrozó la máquina de coser de Ma y a Ma le costó mucho ahorrar dinero para arreglarla.
No sabía que mi viejo pudiera armar tanto jaleo. Era como si estuviera saltando en el vestíbulo para comprobar si podía atravesar el suelo. Las fotos colgadas en las paredes temblaban y algunas se torcieron. Incluso la foto grande del abuelo quedó horizontal.
Ma encendió la luz y se acercó a la chimenea para prender el fuego. Entre las cenizas había muchas brasas que brillaron en cuanto ella las abanicó con un periódico. Colocó encima astillas y cuando estas empezaron a arder colocó dos o tres troncos y se sentó de espaldas al fuego a esperar a que mi viejo apareciera.
Él estaba dando golpes en la entrada. Parecía como si su intención fuera enviar todas las sillas al otro extremo junto a la cocina a base de patadas. En medio de todo ese jaleo se detuvo y le dijo algo a alguien que estaba con él.
Ma se levantó rápidamente y se puso un albornoz. Se miró al espejo una o dos veces y se atusó el pelo. Que trajera alguien a casa no era algo normal en él.
—Tápate la cabeza y duérmete como te he dicho, William —dijo Ma.
—Quiero verle —le rogué.
—No discutas conmigo, William —dijo dando golpecitos en el suelo con los pies descalzos—. Haz de una vez lo que te he dicho.
Me tapé con las sábanas, pero luego las bajé un poquito para poder ver.
La puerta que conducía al pasillo se abrió unas pulgadas. Me incorporé sobre mis rodillas y codos para poder ver mejor. Justo entonces mi viejo dio una patada a la puerta. Esta golpeó la pared y se levantó una cantidad de polvo que nadie sabía que existiera.
—¿Qué quieres, Morris Stroup? —dijo Ma con los brazos doblados y mirada desafiante—. ¿Qué quieres esta vez?
—Ven, entra y ponte cómoda —dijo mi viejo dándose la vuelta y tirando del brazo de alguien para que entrara en la habitación—. No seas tímida en mi propia casa.
Hizo entrar a una muchacha la mitad de grande que Ma y la empujó por toda la habitación hasta que se colocaron cerca de la máquina de coser de Ma. Esta se dio la vuelta para mirarlos como si fuera una veleta movida por el viento.
Daba bastante miedo ver a mi viejo borracho y tambaleante, y a mi madre tan enfadada que no le salían las palabras de la boca.
—Di hola —le dijo a la muchacha.
Ella no abrió la boca.
Mi viejo le pasó el brazo alrededor del cuello y la hizo inclinarse. Continuó haciendo que se inclinara ante Ma y luego él empezó a hacer lo mismo. Lo hicieron durante tanto rato que la cabeza de Ma empezó a moverse arriba y abajo, como si no pudiera evitarlo.
Supongo que entonces yo debí de reírme en voz alta porque Ma me miró con aire un poco ridículo y se fue a sentar junto al fuego.
—¿Quién es? —preguntó Ma haciendo ver que estaba ansiosa por saberlo. Hasta dejó de tener aspecto enfadado—. ¿Quién es, Morris?
Mi viejo se sentó con suficiente violencia como para romper el asiento de la silla.
—¿Ella? —dijo—. Es Lucy. Ahora es mi ayudante.
Se dio la vuelta en la silla y me vio agazapado sobre mis rodillas y codos, tapado con la manta.
—Hola, hijo —dijo—. ¿Cómo estás?
—Bastante bien —dije encogiendo las rodillas y tratando de pensar en algo que decirle para que viera lo contento que estaba de verle.
—Sigues creciendo ¿verdad, hijo? —dijo.
—Un poco, supongo —le respondí.
—Eso está bien. Es lo que debes hacer. Sigue así, hijo. Algún día, antes de que te des cuenta, serás un hombre hecho y derecho.
—Pa, yo…
Ma cogió una astilla y se la arrojó. Erró el tiro y la astilla dio en la pared que tenía detrás. Mi viejo se levantó de un salto y empezó a bailar como si la astilla le hubiera dado a él en lugar de estrellarse contra la pared. Se tambaleó por toda la habitación hasta que perdió el equilibrio. Se deslizó pared abajo y se quedó sentado en el suelo.
Alargó las manos y cogió una silla de respaldo recto. La miró con cuidado y entonces empezó a arrancar los travesaños. Cada vez que lograba arrancar uno, lo lanzaba al fuego.
—Vámonos, Morris —dijo Lucy, la muchacha. Era lo primero que decía desde que habían llegado. Tanto Ma como yo la miramos sorprendidos y mi viejo también le lanzó una mirada, como si hubiera olvidado que estaba ahí.
—Morris, vámonos —dijo.
Lucy parecía muy asustada, estaba claro. Y no era de extrañar, ya que todos la habíamos estado mirando muy intensamente y Ma actuaba como una demente.
—Siéntate y ponte cómoda —le dijo mi viejo—. Siéntate, Lucy.
Ella alcanzó una de las sillas y se sentó tal como le habían ordenado.
Lucy sentada en un rincón, la veta demente de mi madre y mi padre destrozando la silla, todo eso era una escena digna de ver. Supongo que debí de reírme en voz alta porque Ma se dio la vuelta, agitó su dedo hacia mí y me indicó que me tapara la cabeza con las mantas y que me durmiera, supongo. Pero yo no me podía dormir con todo eso sucediendo ahí mismo. Además hacía tiempo que no había visto a mi padre y Ma debía saberlo. Me agazapé todo lo que pude y continué mirando.
—Cuando hayas terminado con la silla, Morris Stroup, puedes darme los siete dólares que cuesta comprar una nueva —dijo Ma meciéndose.
—Caramba, Martha —dijo mi viejo—. Caramba. No creo que haya una sola silla en el mundo por la que pagara algo más de un dólar, o quizás dos.
Ma se despertó de su embeleso como con un chasquido de dedos. Se levantó de un salto y cogió la escoba que había junto a la repisa y se fue hacia mi padre. Le estuvo pegando en la cabeza hasta que vio como estaba destrozando la paja de la escoba. Entonces se detuvo. Había arrancado tanta paja que ahora yacía esparcida por el suelo. Entonces le dio la vuelta a la escoba y empezó a atizarle con el palo.
Mi viejo se levantó rápidamente y cruzó la habitación hacia el armario. Por el camino tiró lo que quedaba de la silla al fuego. Abrió la puerta del armario y se metió dentro. Algo hizo con la cerradura, porque Ma intentó abrirla y no pudo.
Para entonces Ma estaba tan enfadada que ya no sabía lo que hacía. Se sentó en el borde de la cama y se recogió el cabello.
—Bonitos tejemanejes te montas a estas horas de la noche, Morris Stroup —le gritó a través de la puerta—. ¿Cómo voy a criar a este niño con este tipo de cosas sucediendo en casa?
Ni siquiera esperó a que mi viejo le respondiera. Se dio la vuelta hacia Lucy, la muchacha que mi viejo había traído con él.
—Quédatelo —dijo Ma—, pero lo has de mantener alejado de aquí.
—Me dijo que no estaba casado —le dijo Lucy a Ma—. Todo el tiempo me dijo que era soltero.
—¡Soltero! —gritó Ma.
Se puso roja y corrió a la chimenea a por el atizador. Nuestro atizador tenía tres pies de largo y estaba hecho de hierro. Lo metió por la abertura del armario y empezó a atizar.
Mi viejo empezó a gritar y a dar golpes. Nunca había oído tanto jaleo como cuando los perros empezaron a ladrar de nuevo. La gente que los oyó debió de pensar que esa noche unos ladrones nos estaban asesinando.
Entonces Lucy se levantó llorando.
—¡Para! —le gritó a Ma—. Le estás haciendo daño.
Ma se dio la vuelta mientras seguía atizando con un brazo.
—¡Déjame en paz! —le dijo Ma—. Ocúpate de tus asuntos.
Yo tuve que escurrirme al otro lado de la cama para no perderme lo que estaban haciendo en la puerta del armario. Nunca había visto a dos personas comportarse así. Las dos estaban enfadadas y tenían miedo a su propia reacción. Eran como dos gallitos que querían pelea, pero que no sabían cómo empezar. Se limitaban a agitar las alas tratando de asustarse mutuamente.
Pero Ma era muy fuerte por su tamaño. Todo lo que tuvo que hacer cuando se decidió a atacar fue soltar el atizador, agarrar a Lucy y empujarla. Lucy salió volando hacia la otra punta de la habitación y aterrizó contra la máquina de coser. Parecía muy asustada cuando se dio cuenta de lo rápido que había llegado allí.
Ma volvió a coger el atizador y empezó a golpear de nuevo. Entonces, ¡bang! La puerta se abrió de golpe. Ahí estaba mi viejo, contra la pared del armario, todo enredado en la ropa de Ma. Parecía que lo hubieran cogido por sorpresa con una mano en la caja registradora del tendero. Nunca antes había visto a un hombre tan avergonzado.
En cuanto lo sacó del armario y lo lanzó en medio de la habitación, Ma arremetió contra Lucy.
—Voy a sacarte de mi casa —le dijo Ma—, y poner fin a esto de ir por ahí con mi esposo. ¡Eso es algo que no voy a permitir!
Agarró a Lucy, pero se le escapó. Entonces se enfrentaron exactamente como dos gallos que finalmente han reunido valor para darse picotazos. Empezaron a dar vueltas por la habitación agitando los brazos como alas. El albornoz de Ma y la falda de Lucy volaban como plumas sueltas. Saltaron en círculo durante tanto tiempo que parecía que estuvieran subidas en un tiovivo. Entonces empezaron a tirarse del pelo con las manos. Nunca antes había oído tantos gritos. Justo entonces los ojos de mi viejo se empezaron a acostumbrar a la luz y las pudo ver. Su cabeza daba vueltas y se perdía parte del espectáculo.
Ma y Lucy siguieron peleándose en la habitación, luego cruzaron la puerta y salieron al pasillo. Allí la refriega continuó. Mientras, mi viejo cruzó a trompicones la habitación y buscó una silla. Cogió la primera que encontró. Era la mecedora de respaldo alto de Ma, la silla que utilizaba para coser y descansar.
Para entonces la escaramuza proseguía en el porche principal. Mi viejo cerró con llave la puerta que daba a la entrada. Esa puerta era gruesa y tenía una cerradura de golpe y un pasador.
—Es inútil hablar, hijo —dijo sentándose en la cama y sacándose los zapatos—, no hay nada en el mundo como un par de hembras peleando. A veces…
Metió los zapatos debajo de la cama y apagó la luz. Buscó a tientas alrededor de la cama hasta que encontró la mecedora de Ma. Pude oír el crujir de la madera mientras arrancaba los travesaños. Se tapó con las mantas y empezó a hacer pedazos la mecedora. Los pedazos los iba lanzando al fuego. De vez en cuando daban contra la repisa y a menudo también contra la pared.
Para entonces Ma y Lucy habían hecho que los perros empezaran a ladrar de nuevo. Debían de estar prosiguiendo la escaramuza en el patio, porque no las pude oír en el porche.
—A veces, hijo —dijo mi viejo—, a veces me parece que el buen Dios nunca debería de haber creado a la mujer.
Me acurruqué bajo las mantas y encogí las piernas apretándolas muy fuerte, deseando que mi viejo se quedara en casa siempre en lugar de largarse de nuevo.
Mi viejo arrancó el respaldo de la mecedora y la arrojó en medio de la oscuridad a la chimenea. Primero dio al techo y luego a la repisa. Luego procedió a hacer pedazos el asiento.
Me gustaba mucho estar con él en la oscuridad de la habitación.