XVII
La próxima gira en coche, proyectada por Jeeter al regreso de Augusta, era un viaje al distrito de Burke para ver a Tom. Por lo que repetidas veces había Jeeter oído decir a varias personas que habían estado por aquellos sitios, sabía que Tom era un próspero contratista de traviesas. Aquéllos que habían estado por algún motivo u otro cerca del aserradero de Tom, dijeron a Jeeter a su regreso a Fuller que no conocían a nadie que ganara más dinero que Tom, y Jeeter estaba casi tan orgulloso de éste como de Dude.
Poco más se sabía de Tom Lester, y ése era uno de los motivos por los cuales Jeeter quería ir a verlo. Antes que nada, quería averiguar cuánto dinero estaba ganando Tom, para luego pedirle que le diera algo todas las semanas.
Bessie y Dude tampoco pensaban quedarse en casa mientras el coche nuevo pudiera caminar, y el viaje a Augusta no les había hecho perder el entusiasmo por los viajes. Pensaban que haber doblado el eje delantero, rajado el parabrisas, rayado la pintura, estropeado los asientos y perdido la rueda de repuesto no eran más que percances corrientes cuando se viajaba en automóvil. Al aplastarse el guardabarros delantero y romperse el elástico de atrás, había disminuido el primer entusiasmo de todos, y después del primer accidente, cuando Dude chocó con la parte trasera de un carro cerca de McCoy y mató al negro, cualquier otra cosa que le pasara al coche no tenía ya mayor importancia.
Al otro día, Jeeter mencionó en forma casual que le hacía mucha ilusión ir hasta el distrito de Burke para ver a Tom.
En ese momento Dude estaba echando agua al radiador, y se detuvo para oír qué diría Bessie; pero ella no dijo nada y Dude volvió a coger el cubo y llenó el radiador hasta que se desbordó el agua. Jeeter se apartó, esperando que Bessie se decidiera y marchó hacia la parte trasera de la casa como si quisiera ponerse fuera de su vista hasta que decidiese si quería ir o no. Pero no se apartó tanto que no pudiese ver el coche con el rabillo del ojo; Bessie era capaz de cualquier cosa cuando no estuviese mirando, y no quería que se le escaparan dejándolo plantado.
—Sube y salgamos en seguida, Dude —dijo Bessie en un susurro, empujándolo al mismo tiempo hacia el coche—. ¡Pronto, antes de que tu padre nos vea!
Jeeter estaba en ese momento al lado del pozo, mirando hacia los juncales, y no se había dado cuenta de que estaban preparándose para dejarlo.
Cuando oyó que Dude arrancaba el motor, corrió hacia el coche, pero para entonces Dude ya había arrancado, y el coche salió del baldío hasta el camino del tabaco, y mucho antes de que Jeeter pudiera llegar al camino ya estaban lejos. Lester se quedó mirándolos.
—Bueno, en mi vida he visto cosa igual —dijo—. No sé por qué se han escapado, dejándome. Siempre traté bien a Bessie, pero cuando te vuelves viejo la gente cree que no te gusta salir, y se marchan dejándote en casa.
Siguió contemplándolos hasta que el coche desapareció. Ada y Ellie May estaban en la galería mirándolo también. Habían salido en el momento en que oyeron arrancar el motor, y las dos también querían ir a algún lado; no les habían permitido subir al coche todavía.
Jeeter se sentó en una silla en la galería, a esperar la vuelta de Dude y Bessie, y durante todo el resto de la mañana estuvo sombrío y silencioso. Cuando Ada, a la hora de comer, le dijo que entrara en la cocina para comer un poco de queso y galletitas, Jeeter no se movió de la silla, y Ada volvió adentro sin insistir. Era tan poca la comida, que se alegraba de que no viniera. El queso y las galletitas que habían traído de Augusta apenas bastaban para que pudiesen comer una o dos personas, y como él no quería moverse, quedaba más para ella y Ellie May. La abuela no contaba, porque a ella le darían las cortezas del queso y las migajas que sobraban después de haber comido los demás. Jeeter comía siempre tan rápidamente, que nunca daba tiempo a que los demás lo hicieran a gusto; Jeeter comía como si se tratara de la última vez que fuera a hacerlo.
Ada y Ellie May se sentaron a comer, dejando solo a Jeeter.
Cuando bien entrada la tarde Bessie y Dude regresaron, Jeeter seguía aún esperándolos en la galería. Se incorporó cuando llegaron y siguió al coche hasta su lugar junto a la chimenea. Aún seguía enfadado, pero se le había pasado momentáneamente. Estaba ansioso por saber si habían visto a Tom.
—¿Vieron a Tom? —preguntó a Bessie—. ¿Qué hacía? ¿Me mandó algo de dinero?
Ada salió a escuchar; la abuela fue a su sitio acostumbrado detrás del amole, para ver y oír todo, y Ellie May se acercó.
—Tom no es el mismo que yo conocía —dijo Bessie, sacudiendo la cabeza—. Yo no sé lo que le ha pasado.
—¿Por qué? —preguntó Jeeter—. ¿Qué hizo…, qué dijo? ¿Dónde está el dinero que me ha mandado?
—Tom no ha mandado ningún dinero, y no parece que esté pensando en ayudarte para nada. Es un mal hombre.
—Debías de haberme llevado contigo, Bessie —dijo Jeeter—. Conozco a Tom mejor que a mí mismo, y siempre fue mi hijo favorito. Yo y Tom nos llevábamos muy bien. Los otros muchachos estaban siempre peleando conmigo, pero Tom nunca lo hizo. Era un gran muchacho, de chico.
Bessie oyó lo que decía Jeeter, pero no quiso discutir el motivo de que lo hubiesen dejado. Eso era cosa vieja; ya habían hecho el viaje y ahora estaban de vuelta.
—¿Por qué no me dejaste ir contigo para ver a Tom?
—Tom tiene como cien bueyes trabajando —dijo Dude. Estaba impresionadísimo por el número de bueyes que usaba su hermano en el aserradero—. Nunca creí que hubiese tantos bueyes en todo esto.
—¿Cuándo dijo Tom que iba a venir por aquí a verme? —preguntó Jeeter.
—Tom dijo que nunca más volvería por aquí —contestó Dude—, y que pensaba quedarse donde estaba.
—No suena eso como cosa de Tom —dijo Jeeter, meneando la cabeza—. A lo mejor tiene que trabajar tan fuerte, que no tiene tiempo para salir de allí.
—No es eso —dijo Bessie—. Tom dijo justamente lo que te ha contado Dude, y que no vendría más por aquí porque no le da la gana.
—No suena eso como cosa de Tom. Yo y él nos llevábamos de primera en todo y con él nunca tuve dificultades, como siempre las estaba teniendo con los otros. Ésos solían tirarme piedras y darme palos en la cabeza, pero Tom nunca lo hizo. Era un gran muchacho, y no hay razón para que ahora haya cambiado y se haya vuelto lo mismo que los demás.
—Yo le dije lo mal que estabas, lo mismo que su mamá —dijo Bessie—. Le dije que no había harina ni carne en la casa la mitad del tiempo, y que no puedes labrar la tierra o recoger una cosecha, y Tom dijo que tú y Ada se vayan al asilo y se queden allí.
—Hiciste mal en decirle a Tom que no labraré más la tierra. Este año voy a recoger una buena cosecha de algodón, si puedo conseguir algo de semilla y guano. En cambio, el resto de lo que le dijiste es verdad y es exacto. Tenemos hambre la mayor parte del tiempo; eso no es ninguna mentira.
—Bueno, eso es de todas maneras lo que dijo. Me ha dicho que tú y Ada os vayáis al asilo a quedaros.
—Realmente eso no parece que fuera Tom hablando. Tom nunca me dijo una cosa así, y no puedo comprender por qué quiere que yo y su madre nos vayamos a un asilo. Me parece que debía de mandarme algo de dinero en cambio; para algo soy su padre.
—No creo que eso le importe mucho a Tom ahora —dijo Bessie—. Ahora se preocupa de él solo.
—Ojalá fuera joven de nuevo, así no tendría que pedir a nadie, ni siquiera a mi propio hijo. Pero no parece el mismo de antes; me parece que debía de mandarme algo de dinero a mí y a su mamá.
—También dijo Tom que te fueras al diablo —dijo Dude.
Bessie dio un salto, y cogiendo a Dude del cuello lo sacudió hasta dar la impresión de que se le iba a desprender la cabeza de los hombros, y continuó sacudiéndolo hasta que el chico consiguió escapársele de entre las manos.
—No debías de haber dicho eso a Jeeter —gritó Bessie a Dude—. Eso está muy mal y no conozco nada más malo. El diablo está tratando de separarte de mí, para que no pueda hacerte un predicador.
—¡Cristo Todopoderoso! —le gritó Dude—. ¡Casi me has matado! Yo no dije eso, ha sido Tom el que lo dijo, y yo no hacía nada más que contarle lo que había dicho Tom. ¡Yo no lo dije! Déjame en paz, que yo no te he hecho nada.
—El Señor sea alabado —dijo Bessie—. Nunca vas a ser un predicador si sigues hablando así. Me parecía que dijiste que te ibas a dejar de jurar. ¿Por qué no lo dejas?
—No lo haré más —dijo Dude, recordando que el coche era de ella—. Y tampoco lo habría dicho ahora si no me hubieses hecho daño al sacudirme tan fuerte.
Jeeter dio una vuelta alrededor del coche, tratando de restablecerse de la impresión que le había producido oír lo que Tom dijo. No podía creer que Tom se hubiese convertido en un hombre capaz de mandar al diablo a su padre. Tom debía haber cambiado mucho desde la última vez que lo vio.
Se detuvo detrás del coche y estaba mirando a la reja en donde antes estuvo la rueda de repuesto, cuando vio la abolladura de la carrocería, y se quedó contemplándola hasta que Bessie y Dude terminaron de discutir.
—No podrás predicar un sermón el domingo próximo si sigues blasfemando así —estaba diciendo Bessie—. La gente decente no quiere oír sermones que digan predicadores blasfemos.
—No lo diré de nuevo; nunca más volveré a jurar.
Jeeter les hizo señales de que se acercaran, y luego les mostró la abolladura de la carrocería. El centro de la parte trasera había sido hundido unos treinta centímetros, y la carrocería quedó dividida en dos mitades casi iguales.
—¿Quién hizo eso? —preguntó, señalando aún con el dedo.
—Estaba dando marcha atrás para salir del aserradero, y nos dimos contra un pino —dijo Bessie a regañadientes—. No sé cómo pudo pasar, pero parece como si todo tratase de arruinar mi coche nuevo. Ya no se parece en nada a lo que era cuando pagué ochocientos dólares por él en Fuller.
Dude pasó la mano por la abolladura. La pintura chafada cayó al suelo, mientras trataba de hacer que la abolladura pareciera menor frotándola.
—Pero no habrá hecho que ande peor el coche, ¿no? —dijo Jeeter—. Total sólo es la carrocería abollada. Todavía sigue andando bien, ¿no es cierto?
—Yo creo que sí —dijo Bessie—, aunque mete un ruido bárbaro cuando rueda cuesta abajo, y también cuesta arriba.
Ada se acercó a mirar la abolladura, y le pasó las manos por encima hasta que saltó más pintura y cayó sobre la arena, junto a sus pies.
—¿Cómo está Tom ahora? —preguntó a Bessie—. Supongo que ya no parecerá el mismo de antes.
—Se parece mucho a Jeeter. No hay mucho parecido entre él y tú.
—Humm —dijo Ada—. Hubo un tiempo en que hubiera jurado que tenía que ser todo lo contrario.
Jeeter miró a Ada y luego a Bessie, sin poder comprender de qué estaba hablando Ada.
—¿Qué dijo Tom cuando le contaste que tú y Dude estaban casados ahora? —preguntó Jeeter.
—Nada; me pareció que no le importaba gran cosa.
—Tom dijo que ésta solía ser una perra tirada cuando la conoció hace mucho tiempo —dijo Dude—. Y se lo dijo en la cara, pero ésta no contestó nada. Me parece que Tom sabía de qué estaba hablando, porque ésta no dijo que era mentira.
Bessie cogió nuevamente a Dude del cuello y lo sacudió con furia, mientras Jeeter y Ada seguían junto a ellos mirándolos. Ellie May había oído todo, pero no se acercó.
Dude se separó de Bessie más rápidamente que antes; estaba aprendiendo a escaparse de ella con más facilidad.
—¡Maldita seas! —gritó, dándole un puñetazo en la cara—. ¿Por qué demonios no me dejas de una vez en paz?
—Por favor, Dude —le rogó Bessie—, me prometiste que no ibas a jurar más. La gente decente no quiere oír un sermón los domingos de un predicador blasfemo.
Dude se encogió de hombros y se marchó. Ya estaba cansándose de la forma en que Bessie se le echaba encima y le retorcía el cuello cada vez que decía algo que no le gustaba.
—¿Cuándo va a empezar Dude a ser un predicador? —preguntó Jeeter.
—Va a predicar un sermón corto el domingo próximo en la escuela, y ya le estoy enseñando lo que tiene que decir cuando predique.
—Me parece que eso debía de saberlo él —dijo Jeeter—. No tendrás que decirle todo lo que tiene que hacer, ¿no? ¿No sabe nada acaso?
—Hombre, no está enterado de cómo se predica, como yo. Yo le enseño lo que tiene que decir y él lo aprende. No va a tardar mucho en aprender y entonces ya no tendré que decirle nada. Mi primer marido me dijo lo que tenía que decir un sábado por la noche y a la otra tarde me fui a la escuela y prediqué casi durante tres horas sin parar. No es difícil hacerlo cuando se aprende. Dude ya me ha dicho que va a predicar el domingo, y ya sabe lo que va a decir cuando llegue el momento.
—¿De qué va a predicar el domingo?
—De los hombres que usan camisas negras.
—¿Camisas negras? ¿Para qué?
—Pregúntaselo a él. Él lo sabe.
—A mi manera de ver, las camisas negras no son una cosa como para predicar sobre ellas. Nunca oí decir una cosa así.
—Ven al sermón de la escuela el domingo por la tarde y verás.
—¿Va a predicar a favor de las camisas negras o contra las camisas negras?
—Contra.
—¿Por qué, hermana Bessie?
—No me toca a mí hablar de lo que Dude predique. Vete a la escuela y lo oirás. Los predicadores no quieren que sus secretos se desparramen por todas partes antes del sermón. Si hicieran eso, nadie se molestaría en ir a oírlos.
—Tal vez no entienda mucho de predicar, pero nunca he oído de nadie que predicara de los hombres que usan camisas negras, y contra las camisas negras además. Tampoco he visto a ningún hombre que usara una camisa negra.
—Los predicadores tienen que predicar contra algo. No les serviría de nada predicar a favor de todo, y siempre tienen que estar en contra de algo.
—Nunca lo miré de esa manera —dijo Jeeter—, pero puede haber mucho de verdad en lo que dices. Aunque, por ejemplo, ¿no predicarías contra Dios y el cielo, supongo?
—Los buenos predicadores no predican de Dios y el cielo y cosas como ésas. Siempre predican contra algo, como el infierno y el demonio. Ésas son las cosas que hay que atacar. No serviría de nada a un predicador que hablara de Dios; tiene que predicar contra el diablo y todas las cosas malas y que son pecado. Eso es lo que quiere oír la gente.
—Bien seguro que eres una mujer que convences, hermana Bessie. Dios debe estar orgulloso de tener una predicadora como tú, aunque no sé lo que irá a pensar de Dude. Especialmente cuando empiece a hablar de hombres que usan camisas negras… Nunca he visto a un hombre que use camisa negra y no creo que lo haya en todo el país.
Jeeter se agachó y pasó las manos por encima de la abolladura del coche, rascando la pintura con las uñas hasta que la mayor parte se desprendió y cayó al suelo.
—Deja de hacer eso a mi coche —dijo Bessie—. Parece que no tuvieras cabeza. Entre tú y Ada casi me han sacado toda la pintura haciendo eso.
—Parece mentira que me hables así, Bessie. ¿Acaso estropea el coche más de lo que está?
—De todas maneras, saca las manos de encima.
Jeeter se apartó arrastrando los pies, se apoyó contra la esquina de la casa, y se quedó mirando fijamente a Bessie sin decir nada.
—Casi he arruinado mi coche nuevo dejando que metieras la mano —dijo Bessie—. Debía de haber tenido más cabeza que para dejar que te acercaras al coche, y esa leña que te dejé llevar a Augusta llenó de agujeros el asiento de atrás.
—¿No me vas a dejar andar más en el coche? —preguntó Jeeter, bien erguido.
—¡No, señor! No vas a andar en mi automóvil nuevo nunca más, y por eso no quise que vinieras conmigo esta mañana para ver a Tom, y tampoco que te le acerques más.
—Por Dios y por Jesucristo, que si es eso lo que piensas hacer, ya te puedes marchar de mi tierra —dijo Jeeter, apoyándose contra la casa—. De todas maneras no me hace mucha gracia tenerte cerca de mí.
Bessie no supo qué decir. Trató de hallar a Dude, pero éste no estaba visible.
—¿Vas a hacer que me vaya?
—Ya he empezado a hacerlo. Ya te he dicho que te vayas de mi tierra.
—Esta tierra no es tuya; es del Capitán John. Él es el dueño.
—Es la antigua tierra de los Lester, y el Capitán John no tiene más derechos que cualquier otro. Esa gente rica de Augusta viene aquí y se lleva todo lo que tiene uno, pero no podrán sacarme de la tierra. Por Dios y por Jesucristo; mi padre fue dueño de ella, y su padre antes que él, y no me voy a marchar de aquí mientras viva. Pero que me ahorquen si no puedo echarte a ti…, vamos, ¡vete!
—Yo y Dude no tenemos dónde ir. En mi casa está podrido todo el techo.
—Eso no me interesa nada. No me importa a dónde se irán, pero te vas a marchar de aquí. Si no me vas a dejar subir al coche nuevo cuando me dé la gana, no te quedarás aquí. Además, ya estoy cansado de mirar a esos dos agujeros sucios que tienes en tu maldita nariz.
—¡Ah, hijo de perra! —exclamó furiosa Bessie, abalanzándose sobre él y arañándolo en la cara—. ¡No eres más que un hijo de perra podrido! ¡Ojalá Dios te mande derecho al infierno y nunca te deje salir de allí!
Ada llegó corriendo desde la casa al oír los gritos de Bessie.
Al ver a Jeeter sangrando, fue presa de un acceso de furia incontrolable, y empezó a dar patadas y puñetazos a Bessie.
Dude llegó también corriendo, y sé quedó mirando la pelea, mientras los tres se golpeaban y arañaban. Ellie May se reía detrás de un amole.
Bessie empezó a retroceder. Ada y Jeeter la estaban golpeando y no podía contestarles. Corrió hasta el coche y se metió dentro de un salto. Jeeter cogió un palo y la golpeó con él varias veces, hasta que Ada se lo quitó de las manos y empezó a pinchar a Bessie en las costillas; la aguda punta del palo le hacía más daño que los golpes que Jeeter le había dado en la cabeza y los hombros, y empezó a dar gritos de dolor.
Ellie May y la abuela salieron de detrás de los amoles y se quedaron en mitad del patio viendo lo que pasaba.
Dude saltó al coche, y arrancó en marcha atrás hacia el camino lo más rápido que pudo. Se había decidido por Bessie, porque le gustaba demasiado manejar un automóvil para dejar que éste se le escapara de las manos por una cosa tan baladí como una pelea sin importancia como ésa.
Mamá Lester, que había estado viendo la pelea desde el principio, corrió a través del patio para ponerse detrás de otro amole y ver desde un sitio más ventajoso todo lo que pasaba, pero recién había llegado a mitad de camino entre dos de los árboles, cuando la parte trasera del automóvil la alcanzó, derribándola, y el coche pasó por encima de ella.
Bessie asomó medio cuerpo afuera sacudiendo los puños y haciendo ademanes insultantes a Ada y Jeeter, mientras éstos seguían al coche hasta el camino del tabaco.
—¡Hijos de perra! —les gritó a voz en cuello—. ¡Todos ustedes los Lester son unos hijos de perra!
Ada cogió un pedrusco y lo tiró con todas sus fuerzas, pero ya el coche estaba a varios cientos de metros y la piedra cayó lejos. Debía de haberse dado cuenta de que ya no tenía fuerzas como para tirar piedras de ese tamaño. Era casi tan grande como la tapa de una olla.