XII
Cuando Dude levantó la vista, vio que estaba abierta la puerta y que Ellie May, Ada y la abuela se apretujaban en ella para entrar. No sabía qué hacer, pero trató de indicarles que se fueran.
No podía ver a Jeeter, porque éste estaba detrás suyo, subido a la escalera y con medio cuerpo dentro de la ventana. Bessie vio a Jeeter, pero no podía ver a los demás.
Dude oyó a su abuela que se quejaba, marchándose luego. Pudo oír cómo arrastraba los pies por los tablones de pino que formaban el piso del hall, y el irritante crujido de sus zapatos hechos de pedazos de cuero al alejarse hacia el patio. Luego ya no prestó atención a los demás.
Pasado un rato, Jeeter carraspeó y llamó a Bessie. Ésta no le contestó la primera vez ni la siguiente. Ni ella ni Dude querían ser molestados.
Al ver que persistía en su silencio, Jeeter entró por la ventana y se dirigió a la cama; una vez allí sacudió a Dude hasta que éste se dio vuelta.
Pero Jeeter no tenía nada que decir a Dude. A Bessie era a quien quería hablar.
—He estado pensando, hermana Bessie, y cuanto más vueltas le doy, más me convenzo de que tenías razón en lo que discutíamos ayer en la galería.
—¿Qué quieres conmigo, Jeeter? —preguntó Bessie.
—Recordaba esa parte de la Biblia donde dice que si el ojo de un hombre ofende a Dios, debe ir y sacárselo.
—Eso es lo que dice la Biblia.
—Ya lo sé. Y eso es lo que me está preocupando tanto ahora mismo.
—Pero tú eres un hombre religioso, Jeeter —dijo Bessie—. Nada debía de preocupar tu conciencia ahora. Ya recé por ti por esos nabos que quitaste a Lov, y el Señor ya lo ha olvidado del todo por ahora. No te va a castigar por eso.
—No son los nabos. Es por eso de castrarme. Me parece que tenías razón en lo que dijiste; debía de ir y hacerlo.
Dude se dio vuelta y trató de empujar al suelo a Jeeter, pero éste se aferró a la cama y no hubo manera de moverlo.
—¿Por qué quieres hacer eso? —dijo Bessie.
—He estado pensando tanto en todo lo que dijiste, y sé que ahora mismo debía de castrarme, para que así el Señor no deje que sea tentado de nuevo. Lo he ofendido, y sé que debía de castrarme para no volverlo a hacer más. ¿No es cierto, hermana Bessie?
—Así es. Eso es lo que la Biblia dice que debe de hacer un hombre cuando es un pecador muy grande.
Jeeter la miró, y retiró la manta para verla mejor.
—Tal vez pudiera dejarlo para un poco más tarde, sin embargo —dijo, después de reflexionar varios minutos—. A lo mejor no soy tan malo como yo creía. Esta época hace que uno sienta cosas raras, y diga muchas cosas sin pararse a pensarlo bien. Cuando llega el tiempo de arar la tierra y de echar semilla en los surcos, uno siente como si no pudiera dominar su lengua…, y tampoco lo quiere, y lo mismo pasa con sus actos. Siempre me siento así a finales de febrero y principios de marzo; por muchos hijos que uno tenga, siempre quiere tener más.
Durante un rato largo reinó silencio en la casa. Ellie May y Ada estaban en la puerta sin hacer ruido, y Jeeter siguió sentado en la cama absorto en sus pensamientos hasta que Dude de un empujón hizo que se pusiera de pie, saltando detrás de él.
Cuando estuvieron nuevamente en el patio, Dude se sentó en el coche y tocó la bocina. Las mujeres estaban atareadas limpiando el polvo que se había depositado en los guardabarros y el capot. Pero la abuela no se aproximó al coche; volvió a ponerse detrás del amole para contemplar todos los movimientos de los demás.
Jeeter se quedó sentado en cuclillas junto a la chimenea, pensando en lo que la hermana Bessie había dicho en la casa. Estaba más convencido que nunca de que Dios esperaba que hiciera lo necesario para no volver a abrigar intenciones pecaminosas hacia Bessie.
Decidió, sin embargo, no poner en práctica su propósito en ese momento. Tenía aún tiempo de sobra, se dijo, para castrarse, y siempre que lo hiciera antes de volver a ofender a Dios, estaría bien. Mientras tanto, tendría tiempo para tratar de convencerse a fondo de que debía de hacerlo.
Aún quedaban algunos trozos de pellejo de tocino en la cocina, y Ada había hecho una torta de maíz. La torta había sido hecha con harina de maíz, sal, agua y grasa.
Todos ellos se sentaron a la mesa de la cocina y comieron el tocino y la torta con apetito; era la primera comida que hacían en el día y probablemente sería la última. Después de haber dejado bien limpios los platos, todos salieron de nuevo al patio para mirar al automóvil nuevo. La abuela había guardado un trozo de torta en el bolsillo de su delantal, y fue a esconderlo bajo el colchón de su cama para tener algo que comer al otro día si Jeeter no compraba más harina y carne.
Jeeter quería dar una vuelta en el coche en seguida, y le dijo a Bessie que quería hacerlo y que estaba listo.
Pero Bessie tenía otros planes, y dijo que ella y Dude iban a dar una vueltecita solos esa tarde, para poder hablar tranquilos de su matrimonio, prometiendo a Jeeter que lo dejaría salir cuando volvieran.
Dude y ella subieron al coche, y Dude lo sacó del patio tomando el camino del tabaco hacia la carretera principal. Jeeter pensó que tal vez fueran a Augusta, pero antes de que pudiera preguntárselo, ya estaban demasiado lejos para oírlo.
—Ese Dude es el hombre de más suerte del mundo —dijo, dirigiéndose a Ellie May—. ¿No es cierto?
Ellie May salió al camino del tabaco en medio de la nube de polvo levantada por el coche para verlos ir. Oyó que Jeeter le hablaba, pero estaba demasiado interesada en ver cómo iba el automóvil por el camino y en oír la bocina que no paraba de tocar Dude para prestar atención a lo que Jeeter decía.
—Dude tiene un coche completamente nuevo para pasear, y además se ha casado al mismo tiempo —continuó Jeeter—. Te digo que no hay muchos que consigan todo eso en el mismo día. Da gusto tener un coche así, y no hay nadie que yo sepa de aquí al río que tenga un automóvil nuevo. Y no hay muchos que tengan una mujer tan bien parecida como la hermana Bessie a su edad. Bessie es una gran mujer para cualquier hombre, sea donde sea. Aunque tengo miedo de que sea demasiado mujer para Dude; no sé por qué, me parece que necesita mucho para estar satisfecha, a pesar de ser una mujer menuda, y no sé si Dude servirá, pero Bessie no tardará en averiguarlo. En cambio, si fuese yo, no habría ninguna dificultad. Yo sabría contentar a Bessie desde el principio y seguir así hasta el fin.
Ahora Ellie May oyó lo que Jeeter estaba diciendo y le interesó, esperando oír más.
—Escucha, Ellie May, es hora que vayas encontrando un hombre. Todos mis hijos se han ido casando, y ahora te toca a ti. Ya hace tiempo que te tocaba haberlo hecho, mucho antes de Pearl y Dude, pero te disculpo por tu cara. Sé que es más difícil para ti encontrar pareja que para cualquier otra, pero en este mundo cada cual tiene que encontrar pareja. Debías de ir a buscarte un hombre ahora mismo, sin esperar más tiempo; muy pronto podría ser demasiado tarde y no querrás que pase eso. No vas a ir a ninguna parte haciendo tonterías con Lov como estabas haciendo, porque no lo vas a conseguir de esa manera; ya está casado. Son los solteros los que tienes que buscar. Hay unos cuantos muchachos que valen la pena en ese aserradero en Big Creek; vete un día paseando para ese lado y haz que se fijen en ti, que no es difícil hacerlo. Las mujeres saben cómo hacer para que los hombres se fijen en ellas, y tú ya tienes bastante edad para saber todo lo que hace falta a tus años. Esos muchachos del aserradero de Big Creek pueden muy bien aficionarse a ti, a pesar de tu cara. Cuando un hombre te mira de atrás, es seguro que tiene ganas de juntarse contigo allí mismo, sin esperar más; eso es lo que oí un día decir a Lov, y él debe de saberlo porque ahora está casado. No muestres mucho tu cara, y verás que eso no impide que los muchachos vayan detrás tuyo.
Cuando Jeeter miró de nuevo a Ellie May, vio que estaba llorando; era casi la única vez que la había visto así desde niña, y no supo qué decir ni qué hacer, porque nunca tuvo antes oportunidad de tratar de consolar a una mujer que llorase. Ada nunca lo hacía; nunca hacía nada.
Antes de que pudiese preguntarle qué le pasaba, la muchacha se había escapado al antiguo algodonal y corría hacia los bosquecillos situados detrás de la casa, saltando por los juncales como si fuera un conejo asustado.
—Bueno, nunca vi una cosa igual en mi vida —dijo Jeeter—. ¿Qué habré dicho para que lo tome así?