16 BIS

Hice el camino de vuelta con el ánimo de un penitente que pretende alcanzar la redención de sus pecados con su gesto: la cabeza gacha, los pies arrastrándose por el suelo y la aceptación de la mortificación. Al afrontar el primer repecho de la calle Alcalá en dirección a la Casa de los Portugueses, el ordenador se me hizo tan pesado como la enorme piedra que el atribulado Sísifo se vio obligado a empujar por una ladera empinada en un esfuerzo inútil e incesante, ya que antes de alcanzar la cima volvía a rodar hasta el punto de partida. Jamás había imaginado que la falta de honradez pudiera pesar tanto en la conciencia, hasta convertirse en una fuerza ineluctable. Como quien se agarra a una barandilla, traté de aferrarme a la idea de que mis actos perseguían un fin noble para completar el trayecto. Salvar a Natalia, intentarlo al menos, poniendo en peligro todo lo que había conseguido en la vida, había sido un acto de nobleza por mi parte. Pero resultó inútil, pues de inmediato la barandilla desapareció dejando los escalones al aire, expuestos al abismo, y en esa situación de precario equilibrio, sin tener dónde asirme de nuevo, comprendí que los actos nobles también podían causar aflicción a quienes los protagonizaban. Por no mencionar un detalle que hasta ese momento no había tenido en consideración: aquélla había sido la primera estación del vía crucis.

No volví a sentir las piernas hasta que no estuve en casa del señor Santos y a éste se le ocurrió estrecharme ente sus brazos con tanto ímpetu que acabó clavándome el rosario de huesos de su anatomía. Antes de tomar asiento, me desprendí del ordenador con verdadero alivio.

—¿Qué tal te ha ido, muchacho? —me preguntó, al tiempo que agitaba el portátil que acababa de entregarle como si se tratara de una caja de caudales.

—Bien, me ha ido bien.

—¿Has hecho todo lo que dije?

—Sí.

—Veamos.

Santos procedió a insertar el pendrive en el puerto USB y a desenganchar el teclado de su sitio. Cuando por fin tuvo las hojas entre las manos, exclamó:

—¡Sí señor, aquí están los primeros honorable! ¡Sabía que podía confiar en ti!

Luego examinó el material con más calma, como si en vez de simples hojas fueran diamantes a la espera de que alguien certificara su calidad.

—Habrás de llevar estos honorables a la iglesia de San Nicolás. Mañana a mediodía —dijo cuando hubo terminado su labor escrutadora.

Miré el reloj, eran las seis y media de la tarde.

—¿Y la prueba de vida? —le pregunté.

—Haréis un intercambio.

—¿Por qué en una iglesia? —me interesé.

Santos se encogió de hombros antes de decir:

—¿Tal vez porque se trata de un lugar tranquilo? No lo sé. Desgraciadamente, no puedo entrar en la mente de ese hombre. Luego, en cuanto termines, vuelve a la biblioteca para seguir con el trabajo.

—Me pregunto si sería conveniente seguir un orden a la hora de seleccionar los textos de La biblioteca —sugerí.

—¿A qué te refieres con eso de «seguir un orden»?

—Cada texto va encabezado por un número y un epígrafe donde se menciona el lugar y la fecha. Si ordeno los textos que vaya recopilando por fechas, el rompecabezas tal vez cobre un sentido del que ahora mismo carece.

—Perderíamos un tiempo precioso, o mejor dicho, lo perdería Natalia. Además, olvidas que el orden interno del libro se corresponderá siempre con el orden que tengan los textos que vayas recogiendo. Sí, el orden del libro ya está preestablecido de antemano. De modo que lo que resulta de capital importancia es precisamente deshacernos cuanto antes de esas páginas, salir de su influjo, para poder recuperar a Natalia.

—Tiene razón. Mañana dispondré de los diez ejemplares de la primera reserva.

—Selecciona tres o cuatro y haz lo mismo que hoy —sugirió el señor Santos.

Asentí con la cabeza, si bien mi decisión era la de «amputar» un número mayor de volúmenes, tal vez cinco o seis, con el fin de acelerar el proceso.

Pasé las dos horas siguientes recabando información sobre el escritor Serafín Estébanez en Internet. Mi plan era hasta cierto punto sencillo: ponerme en contacto con él a través de la red con el propósito de que, al facilitarme información sobre el manuscrito que obraba en su poder, un avance de lo que iba a ocurrir, por ejemplo, yo pudiera adelantarme a los acontecimientos, disponer de una ventaja adicional. Por otro lado, pensé, si La biblioteca era lo que el señor Santos afirmaba, a estas alturas el propio Serafín Estébanez tenía que estar al tanto de lo que había ocurrido e incluso de la petición de ayuda que yo estaba a punto de formularle. Es decir, cualquier cosa que yo pensara o dijera tenía que figurar obligatoriamente en el manuscrito que obraba en su poder. ¿Por qué entonces no había intervenido? ¿Por qué no había evitado el secuestro de Natalia? Una simple llamada telefónica a la librería del señor Santos hubiera sido suficiente. Claro que cabía la posibilidad de que no se pudieran alterar los acontecimientos en los que nos veíamos implicados, puesto que, según la teoría que defendía el señor Santos, cada una de nuestras obras y palabras formaban parte de una repetición infinita e inacabable. Además, incluso admitiendo la circularidad del tiempo, para que un acto, una palabra o un pensamiento se repitieran, tenían que dejar su impronta una primera vez. Eso significaba que el tiempo circular del que hablaba Santos era en realidad lineal, puesto que tenía que existir un principio y un fin, para que luego pudiese darse de nuevo el mismo principio. En eso consistía la teoría del eterno retorno. Sólo así los acontecimientos, pensamientos, sentimientos e incluso ideas se podían volver a repetir en el mismo orden, tal cual ocurrieron, sin ninguna posibilidad de variación.

Por desgracia, al parecer, Serafín Estébanez carecía de web propia y tampoco formaba parte de red social alguna, con lo que tuve que conformarme con la escasa información que sobre su persona aparecía en Internet. Al parecer era, en efecto, pariente del escritor y político Serafín Estébanez Calderón, si bien lo único que había heredado de éste era su nombre y el primer apellido. Su padre, según había manifestado el escritor en una entrevista, se dedicaba a la compra y venta de antigüedades. Es decir, con toda probabilidad el padre del escritor era la misma persona que mencionaba mi abuelo en su carta. ¿Se trataba de una casualidad? En cuanto a su obra, tampoco podía compararse con la de su antepasado, escritor prolífico, puesto que se limitaba a tres novelas publicadas, entre las que destacaba la más reciente de todas, El palco. Claro que yo sabía que existía una cuarta obra, La biblioteca, cuyo manuscrito obraba en su poder listo para ser publicado.

Cuando hube terminado, escribí en un pequeño resumen de lo que hasta ahora había deparado el caso, con el propósito de hacerme una idea general de la situación. Si bien era capaz de establecer, con alguna dificultad de comprensión, eso sí, una secuencia entre la compra de La biblioteca por parte de don Luis Usoz y el hecho de que el manuscrito del libro hubiese llegado a manos de Serafín Estébanez, en cambio las piezas relativas al inspector Sammartino y a la mujer llamada Aquí no encajaban en el rompecabezas. Tampoco tenía muy claro el interés que Saint-Germain podía tener en la obra, así como su papel en la misma.

Durante un buen rato, Federico y yo estuvimos contemplando cómo la noche embadurnaba el cielo de alquitrán a base de gruesas y rápidas pinceladas que al instante adquirían la forma de negros nubarrones, basta que la bóveda celeste terminó por convertirse en una masa viscosa y amenazante. Fue lo mismo que contemplar a un niño emborronar concienzudamente un papel en blanco con trazos tan disformes como determinantes, embriagado por una pulsión irracional. Conforme iba creciendo la oscuridad, más turbadora resultaba su extensión y mayor era nuestro silencio. Cuando la cerrazón terminó de enseñorearse del todo, las esculturas de coronación de los edificios vecinos fueron engullidas por las sombras, y al cabo surgieron regurgitadas con nuevas y extrañas formas. Una clase de transformación que semejaba una metamorfosis, el tránsito del orden al caos. Las formas hieráticas que la luz del día perfilaba y definía dieron paso a otras más extravagantes, criaturas de nuevo cuño nacidas del vientre de la noche. La Victoria Alada del edificio Metrópolis, por ejemplo, perdió su esbeltez, hasta el punto de que la negrura transformó su figura en una masa informe, que ensanchaba o adelgazaba siguiendo los estímulos de las tinieblas. Por un momento, tuve la sensación de estar experimentado un cambio parecido al de aquellas esculturas, pues ahora vivía gobernado por la confusión y la incertidumbre. Sí, la desazón íntima que me embargaba era comparable a aquella noche huérfana de luna, dúctil e inestable, sin rango, sin fisonomía. Al mirar de nuevo a Federico, me di cuenta de que su rostro, como también el mío, como todo lo que había a nuestro alrededor, se había ensombrecido.