10
De nuevo en la Casa de los Portugueses, decidí refugiarme en el sanctasanctórum de Natalia, donde las palabras de mi padre no pudieran herirme. Entre otras cosas, había decidido adelantar mi viaje a Málaga ahora que sabía que el abogado que llevaba los asuntos familiares tenía su despacho en esa ciudad, y quería comunicárselo.
Encontré la puerta de la casa abierta de par en par. Del interior de la vivienda brotaba un extraño gemido entrecortado, semejante al maullido de un gato. El ejército de libros que flanqueaba el pasillo parecía haber iniciado una cruenta batalla fratricida, y las primeras víctimas yacían sobre el suelo, amontonadas. Libros bellamente encuadernados se presentaban ante mis ojos despanzurrados, en algunos casos partidos en dos mitades, como si hubieran sido objeto de una cruel masacre. Ni que decir tiene que la atmósfera mistificadora, debida en parte a la pulcritud y el orden con que los libros habían sido colocados en sus estantes, se había esfumado. Devolví unos cuantos ejemplares a sus baldas y pregunté:
—¿Natalia, estás ahí? ¿Te encuentras bien?
Me respondió el mismo gemido, si bien ahora me pareció más agudo.
Atravesé raudo el pasillo —en el último tramo la acumulación de libros en el suelo era aún más ostensible— y el salón-comedor —donde todas las sillas habían sido arrumbadas unas encima de otras, como si fueran a hacer una pira con ellas—, y me dirigí a la salita que el señor Santos había convertido en estudio y taller, pues de allí parecían provenir los sollozos.
Hallé al señor Santos tumbado sobre el suelo, atado de pies y manos y amordazado con cinta americana. Trataba de reptar en mi dirección, pero las mordazas se lo impedían.
En cuanto liberé su boca, exclamó con una voz desgarrada:
—¡Natalia!
—¡Cálmese! ¡Respire! ¡Así! ¡Eso es! ¿Qué ha pasado? —le di la réplica mientras boqueaba como un pez recién salido del agua que tratara de inspirar el mismo aire que lo estaba asfixiando.
—¡Natalia! ¡Se han llevado a mi pequeña! —profirió a continuación.
—¿Quién? —pregunté.
Ahora estábamos los dos de pie, frente a frente, y en el rostro del señor Santos se había dibujado un semblante de gravedad.
—Si la exponen demasiado al sol... ni siquiera he podido darle sus medicinas...
Acto seguido, profirió un suspiro de abatimiento.
—No ha contestado a mi pregunta. ¿Quién se ha llevado a Natalia?
A mí mismo me sorprendió mi calma, si bien es cierto que se sustentaba sobre la desconfianza, pues no terminaba de creer que la representación que estaba llevando a cabo el señor Santos fuera real. Yo mismo había oído a Natalia declamando a Shakespeare, el propio señor Santos había asegurado que su hija hacía «ejercicios de teatro» todas las mañanas. Para padre e hija, la vida y la literatura estaban separadas únicamente por un intersticio del tamaño de una puerta, por la que entrar y salir, de modo que en el fondo de mi conciencia tenía la impresión de estar presenciando un simulacro.
—Ha sido un cliente con el que he tenido una desavenencia... Se ha presentado aquí en compañía de dos hombres y... ¡Mi pequeña!
Ahora el señor Santos comenzó a tocarse el rostro con las manos, como si no supiera de dónde provenía la fuente de dolor.
—¡Tranquilícese! Lo primero que tenemos que hacer es llamar a la policía —indiqué.
—Quien se ha llevado a Natalia sabe perfectamente que no puedo recurrir a la policía. He tenido que enfrentarme a varias acusaciones de compra y venta de libros robados, de modo que la policía no me tiene en muy buena consideración. Estoy atado de pies y manos...
El señor Santos expuso aquella excusa como si en realidad estuviera comentando un agravio del que hubiera sido víctima. Su actitud me recordó a la de mi padre, hasta el punto de que, por primera vez, acabé achacándole los males que padecía Natalia. Al parecer, tanta concupiscencia en torno a los libros había transformado la virtud en vicio. Pero no era momento de enzarzarnos en un debate estéril, sino de actuar.
—De acuerdo, olvidemos por ahora a la policía. En estos dos días, Natalia no ha hecho más que hablarme de un extraño libro que usted se había comprometido a... recuperar, ¿tiene algo que ver su desaparición con esa obra?
—En efecto, así es.
—¿Qué es lo que quiere exactamente ese cliente suyo? —me interesé.
—Exige que cumpla con mi parte del trato, que complete el trabajo que ha quedado a medias... Hasta ese momento, mantendrá retenida a Natalia.
—Entonces, manos a la obra. ¿A qué espera? —le conminé.
—Hay un problema. Tengo vetada la entrada a la Biblioteca Nacional. Hace años desapareció un valioso mapa de la Sala Cervantes, y me convertí en el primer sospechoso. El asunto se resolvió a mi favor por falta de pruebas, puesto que el mapa nunca apareció, pero la mácula quedó en mi historial para siempre. Ese fue el motivo por el que tuve que contratar a una persona para que realizara el trabajo...
La figura del señor Santos se tornó definitivamente borrosa, deforme, como si ahora contemplara su reflejo en uno de esos espejos fabricados ex profeso para realzar la desproporción. No obstante, transformé la retahíla de reproches que me vinieron a la cabeza en una nueva pregunta:
—¿Cómo se llama ese cliente? Imagino que tendrá una dirección...
—No es tan fácil como puede parecer a simple vista, Pepe. Hablo de una persona muy astuta y esquiva. ¿Has oído hablar del conde de Saint-Germain?
—No.
—Digamos que se trata de un personaje de leyenda, o mejor dicho, legendario. Entre las personas que aseguran haber tratado o conocido al conde de Saint-Germain se encuentran el señor d’Alvensleben, embajador de Prusia en la corte de Dresde, el escritor y filósofo Voltaire (quien definió a Saint-Germain como un «hombre que no muere nunca y que lo sabe todo»), el prosista Horace Walpole o el mismísimo rey Federico II de Prusia. Se cree que el conde de Saint-Germain llegó a Francia procedente de Alemania en 1743, acompañando al embajador de Luis XV, el mariscal de Belle-lsle, para quien montó un «laboratorio mágico» en el barrio parisino de Saint-Antoine. Las informaciones sobre el origen de este personaje y el año de su fallecimiento son tan confusas que Saint-Germain es una de las escasas personas que han sido vistas incontables veces después de su muerte, acaecida supuestamente en 1784. Otro tanto ocurre con su identidad, que abarca numerosos nombres: marqués de Montferrat; conde de Belmar; conde Soltikov; príncipe Rakoczi; caballero de Schoening, monsieur Surmont, etc. El propio conde de Saint-Germain se encargó de avivar el fuego de esta confusión asegurando ser inmortal y estar dotado de unos poderes extraordinarios como químico y alquimista que, en muchos casos, tuvo la ocasión de exhibir. Demostraciones de las que también hay constancia escrita, y que dieron lugar a numerosos comentarios. Según cuenta madame de Adhémar en su obra Souvenirs, Saint-Germain habría advertido a la reina María Antonieta de la revolución que se avecinaba. Para unos, Saint-Germain era lo que decía ser: un hombre fuera de lo común, extraordinario; para otros, en cambio, no era más que un charlatán sin escrúpulos. Saint-Germain afirmaba poseer una fortuna incalculable (se cree que Alejandro Dumas padre se inspiró en él para crear el personaje de Edmundo Dantes, el conde de Montecristro), producto de sus numerosas habilidades. Además, aseguraba no tener la necesidad de comer como el resto de los mortales. De hecho, cuando asistía a almuerzos o cenas rara vez probaba bocado, sólo bebía agua. Así lo asegura la célebre madame Pompadour, dama que también trató al personaje. A una pregunta de ésta sobre su edad, Saint-Germain, respondió: «A veces me divierto dejando que crean que he vivido mucho tiempo». Sea como fuere, el barón Linden aseguró haber hablado con él en 1790, seis años después de su fallecimiento. Incluso el emperador Napoleón III se sintió tan atraído por la figura de Saint-Germain que ordenó a la policía que le fueran enviados los informes que se habían recabado sobre su persona. El incendio de las Tullerías de 1871 destruyó todos los documentos que el emperador guardaba en su biblioteca personal. La figura de un Saint-Germain inmortal y omnipotente se instaló en la sociedad europea después de aquel incidente, como si el propio conde hubiera sido el responsable de aquel incendio.
El señor Santos se tomó un respiro, como si hubiera llegado a una encrucijada de caminos y no supiera cuál de ellos tomar. O quizá, simplemente, leyó en mi rostro que su discurso estaba lleno de referencias a personas que eran desconocidas para mí.
—¿Está tratando de decirme que el tal conde de Saint-Germain es el misterioso cliente que ha secuestrado a Natalia?
—Así es.
—¿Un hombre inmortal? —pregunté confiriéndole a mi voz un enfático tono de incredulidad—. Que yo sepa, el único ser vivo inmortal que se conoce es una clase de medusa que se descubrió hace diez años.
—Eso es lo que se dice de él. Soy el primero en admitir que todo lo que te estoy contando parece fruto de una fantasía... pueril, pero en cambio tendría sentido si reconocemos que nuestra concepción del tiempo es errónea. En mi opinión, cada hombre atesora dentro de sí una biblioteca. Las palabras que aprendemos, los recuerdos que almacenamos, los pensamientos que recorren a la velocidad del rayo nuestro cerebro, conforman el caudal de esa biblioteca. Al mezclarnos unos con otros, esa biblioteca adquiere una dimensión universal. De modo que si lo que estamos hablando en este preciso momento aparece en un libro editado años antes de que mantuviéramos esta conversación, es porque, como defiende Borges, el tiempo es circular. El tiempo no es una concatenación en la que al antes le sigue el después, sino que es cíclico, siempre vuelve, se repite. «De nuevo nacerás de un vientre, de nuevo crecerá tu esqueleto, de nuevo arribará esta página a tus manos...». Dice Borges que el número de todos los átomos es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz por tanto de un número finito de permutaciones. En un tiempo infinito, pues, el número de permutaciones posibles (al ser finitas) debe ser alcanzado y el universo tiene que repetirse. Pero no sólo se repetirían los acontecimientos, sino también los pensamientos, sentimientos e ideas. El pasado, el presente y hasta el futuro, no son más que repeticiones infinitas de la misma melodía. Has mencionado a una clase de medusa, pues bien, lo que hace este hidrozoo es, una vez ha alcanzado su estado de adulto, volver a rejuvenecer, repetir un ciclo vital, una y otra vez. Imagina que una mariposa volviera a ser oruga... En eso consiste la inmortalidad de este pequeño animal. La pregunta es si algo así está o no al alcance de los seres humanos.
Adentrarse en el terreno de la divagación metafísica, le devolvió cierta calma al señor Santos. Yo empecé a colocar cada silla en su sitio, al mismo tiempo que recogía los libros del suelo y se los entregaba con la delicadeza que requería tener entre las manos un objeto único.
—Partiendo de este principio, el medidor de tiempo más complejo creado por el hombre sería el libro, y no el reloj, como creemos —prosiguió—. Cada libro almacenaría una porción de tiempo, de tiempo repetido. Y a eso nos estamos enfrentando ahora: dentro de una vida que se repite, hemos dado con un libro donde queda reflejada esa repetición —añadió.
Por descontado, las palabras del señor Santos no me impresionaron más allá de de la dosis de ingenio que contenían, pues en mi opinión carecían de fundamento científico.
—Al menos, podrá proporcionarme una descripción física de ese hombre —solicité, en un intento por devolver la conversación a un estado estrictamente terrenal.
—Desde luego. Saint-Germain tiene el aspecto de una gárgola: extremidades membranosas, cuello largo, ojos pequeños y hundidos, mirada desafiante, cejas pobladas, nariz delgada, potente mandíbula y una boca de labios finos y rectos donde siempre hay dibujada una mueca burlona. Si lo comparo con una gárgola es porque cierto día, cuando le pregunté a qué se dedicaba, me dijo que su principal actividad consistía en expulsar el mal de la misma manera que un gárgola escupe el agua de lluvia. Si hay algo de lo que no me cabe duda es que se trata de un hombre sin escrúpulos, peligroso.
—Y aún así, aceptó recuperar ese libro para él —dije a modo de reproche.
—El negocio no marcha demasiado bien, la oferta monetaria que puso sobre la mesa era irrechazable, y para colmo el trabajo suponía un reto. Has de saber que no es la primera vez que se vende un libro desglosado; todo lo contrario. Se trata de una práctica común. A veces, lo que el librero pone a la venta son hojas sueltas, lo que nosotros conocemos como honorables, de manera que decenas de bibliotecas y coleccionistas puedan adquirir un fragmento de la obra. Por ejemplo, en 1994, un colega de París vendió una hoja del Catholicon de J. Balbus, obra impresa en 1469 por Gutenberg, por 10.500 €. Pero tienes razón, no debería de haber aceptado el trabajo desde el momento en que tenía vetada la entrada en la Biblioteca Nacional...
—Natalia asegura que ella y yo éramos protagonistas de ese misterioso libro, que la obra pertenecía a un tal Usoz, quien lo mandó encuadernar en distintos volúmenes de la obra de Serafín Estébanez Calderón, y que éste lo copió a mano en un cuaderno, por no sé qué razones. Yo mismo he leído un fragmento de la obra. ¿Por qué le interesa a Saint-Germain tanto ese libro, hasta el punto de llegar al secuestro? ¿Qué contiene?
—Vayamos por partes. Lo primero que tienes que saber es que el libro que Usoz mandó encuadernar en distintos volúmenes no llegó a la Biblioteca Nacional a través de la donación de su biblioteca de libros heterodoxos y prohibidos, tal y como se ha dicho, sino que lo hizo como parte de la biblioteca del propio Estébanez Calderón, cuyos fondos acabaron también en la Nacional. Sabemos que, después de 1840, la relación entre don Luis de Usoz y Serafín Estébanez Calderón se enfrió, y que con el paso de los años se fraguó entre ambos una manifiesta animadversión. Se dijo entonces que era debido a cuestiones tanto políticas como religiosas. En mi opinión, la razón de este distanciamiento tuvo que ver con el libro que nos ocupa. Creo que Estébanez Calderón no sólo se limitó a copiar La biblioteca a mano, sino que se las ingenió también para apropiarse de los ejemplares impresos que de su obra había editado Usoz y donde éste había insertado el libro apócrifo. ¿En qué me baso? En una prueba tan sencilla como inequívoca. Los ejemplares de la colección de Usoz que obran en poder de la Biblioteca Nacional tienen una signatura propia, la U mayúscula, y sólo pueden ser consultados en la Sala Cervantes o de libros raros. Se trata de un hecho incontrovertible, puesto que así lo exigió su viuda: la biblioteca de Usoz gozaría de una sala propia, en caso contrario no sería legada a la institución. En cambio, los ejemplares donados por Serafín Estébanez Calderón no cuentan con una signatura específica que los identifique y, al haber sido editados después de 1831, pueden consultarse en la Sala General de Lectura. Entre 1800 y 1820, la imprenta perdió su carácter artesanal, de manera que se instituyó el año 1830 como frontera para establecer qué libros podían ser considerados antiguos y cuáles no. En pocas palabras, las signaturas convencionales de los libros de Estébanez Calderón que acogen La biblioteca evidencian que fue éste quien los incorporó a los fondos de la Biblioteca Nacional. Pero creo que me estoy yendo por las ramas. Me has formulado una pregunta y voy a responderte. La obra que Usoz compró en la librería Road de Londres, que luego mandó desencuadernar y volver a encuadernar en España para burlar la frontera y la censura, no hablaba sólo de él mismo, de Estébanez Calderón, de la creación de sus bibliotecas particulares primero y de la Biblioteca Nacional después, de vosotros o de mí, el protagonista sobre el que bascula la obra es en realidad el conde de Saint-Germain, y ahí es donde está la clave de todo lo que está sucediendo.
—Explíquese.
—Lo que voy a contarte es un rumor que lleva circulando desde hace muchos años entre quienes nos dedicamos a la compra y venta de libros antiguos y de lance. Siempre se ha creído que cuando se construyó la Biblioteca Nacional de Madrid Saint-Germain tuvo una participación activa por un motivo: buscaba un lugar seguro donde guardar una serie de libros, digamos, únicos. Libros que llevaba custodiando desde hacía siglos, cambiándolos de lugar según la situación política de los distintos países. Libros que reúnen muchos saberes, extraordinarios, y que, en la mayoría de los casos, se había oído hablar de ellos pero que nunca se habían visto. El libro de Toht; la Esteganografía, en su edición original, no la de Mathias Becker de 1610, sino la del abad Juan Tritemo; Las estancias de Dzyan; el Necronomicón, libro que todo el mundo cree una invención del escritor H. R Lovecraft, pero que existe, etc. El surgimiento de las primeras Bibliotecas Nacionales supuso para Saint-Germain, por tanto, una ocasión única, pues no hay mejor lugar para esconder un libro que una biblioteca, sobre todo si las dimensiones de ésta son gigantescas. ¿Por qué eligió la Biblioteca Nacional de Madrid y no otra? Precisamente por el poco interés que los libros despertaban entre los españoles, empezando por sus representantes políticos. Por aquel entonces, España era el país con el mayor índice de analfabetismo de Europa, y hasta la propia reina tenía dificultad para leer. Como alguien ha sugerido, si se quiere guardar un secreto en España, lo mejor es depositarlo en el interior de un libro. De modo que cuando la Biblioteca Nacional de Madrid fue inaugurada, los libros que Saint-Germain custodiaba fueron almacenados en sus entrañas. El sistema era relativamente sencillo. Las obras carecían de signatura, es decir, no habían sido catalogadas y, en consecuencia, nadie podía dar con ellas salvo que supiera el lugar exacto donde habían sido colocadas. Para que no se extraviaran, a cada poco se levantaba un plano con la ubicación de cada ejemplar y cuyas referencias eran las signaturas de los libros que sí estaban catalogados. Cada cierto tiempo se cambiaba el emplazamiento, de modo que las obras en cuestión se volvían de nuevo «invisibles». El problema surgió con las sucesivas reformas que se fueron produciendo en la biblioteca, así como la incorporación desproporcionada de nuevos fondos o los métodos de catalogación actuales. La estructura de hierro original diseñada por un discípulo de Eiffel para albergar el depósito general se mantiene, pero éste está ahora repartido por doce plantas y cuenta en la actualidad con más de setenta y ocho kilómetros de estanterías. El edificio ha sido modificado de manera profunda en los últimos años, hasta hacerlo inteligente. Las nuevas tecnologías y la informatización y digitalización de los fondos, que están en pleno proceso, convirtieron a la biblioteca en un lugar poco seguro. Saint-Germain, por unos medios u otros, el robo o el soborno del personal, ha ido evacuando estas obras que llamaremos comprometidas. Sin embargo, se encontró con un inconveniente. Su historia, todo el proceso que te estoy narrando, aparecía tal cual reflejado en un libro comprado en Londres por un particular, don Luis Usoz y Río, quien al introducir la obra en España había repartido cada pliego en una treintena de volúmenes de un autor del que era editor: Serafín Estébanez Calderón. Recuperar cada parte de este libro se ha convertido, pues, en una misión de vital importancia para Saint-Germain, puesto que La biblioteca habla de sus esfuerzos a través del tiempo por recuperar cierta clase de libros y ocultarlos precisamente en la Biblioteca Nacional. Más o menos, esto es todo.
—¿Y qué hay del manuscrito de la obra, el que llevó a cabo Serafín Estébanez Calderón, alias «El Solitario» y que ahora, al parecer, se encuentra en manos de un descendiente suyo, el escritor Serafín Estébanez?
—Supongo que Saint-Germain se ocupará de eso a su debido momento. Acaba de arrancarme de las manos los papeles donde se cuenta la existencia de ese manuscrito, así que imagino que tomará cartas en el asunto. Aunque, francamente, no es algo que me preocupe.
—¿Qué vamos a hacer?
—Tendré que buscar a una nueva persona que pueda encargarse de terminar el trabajo. El problema es el tiempo, que juega en contra de Natalia.
No parecía que mantener una actitud cavilosa pudiera ayudarnos, así que decidí dar un paso al frente y tomar la iniciativa.
—Yo lo haré. Yo arrancaré esas malditas páginas esta misma tarde y mañana todo se habrá resuelto —me ofrecí.
—No es tan fácil, Pepe.
Era la segunda ocasión que el señor Santos repetía la misma frase.
—El acceso a la Biblioteca Nacional es restringido —añadió—. Se necesita un carné de investigador. Las medidas de seguridad se han incrementado en los últimos tiempos, los lectores son registrados a la entrada y a la salida, las pocas pertenencias que permiten entrar (un ordenador sin funda, unos cuantos folios o apuntes, bolígrafos y lápices) han de introducirse en una bolsa de plástico transparente, hay vigilantes que pasean por las salas, cámaras de seguridad por todas partes, y la imposibilidad de solicitar más de tres libros a la vez. En definitiva, no se trata de un trabajo que se pueda llevar a cabo en una mañana.
—Yo lo haré —insistí.
El señor Santos se tomó unos segundos antes de decir:
—Sólo si prometes que seguirás las instrucciones que te dé.
—De acuerdo. Pero si el asunto no se va a resolver hasta dentro de varios días, es necesario que también nosotros pongamos algunas condiciones —me descolgué.
—¿Condiciones? ¿Qué clase de condiciones?
—A cambio de cada entrega que hagamos del libro, recibiremos una «prueba de vida».
A estas alturas, me había vuelto a enfundar la armadura y arrogado el papel de caballero andante.
—Por supuesto, me parece una petición justa —se pronunció el señor Santos.
Como no había tiempo que perder, durante las dos horas siguientes recibí un cursillo acelerado de cómo amputar unas hojas en un libro de la Biblioteca Nacional, esconderlas y sortear las estrictas medidas de seguridad. Lo primero que hizo el señor Santos fue proporcionarme un carné de investigador de alguien que, según él, lo había «extraviado». Pese a que el propietario (un tal Leonardo Malo de Molina) no se parecía demasiado a mí, la foto que figuraba había sido realizada con una webcam y su calidad era bastante deficiente. El segundo paso fue proveerme de un viejo ordenador, cuyas tripas habían sido extraídas, con un ingenioso dispositivo que permitía levantar la carcasa del teclado cuando se le introducía un pendrive en uno de los puertos USB. El ordenador, que no funcionaba, me tenía que servir de receptáculo para sacar las hojas robadas. En cuanto a la obtención de éstas, el propio señor Santos me ayudó a rellenar las fichas de color rosa que había de entregar en el mostrador de préstamos para que, transcurridos entre veinte y treinta minutos, me fueran servidas las obras solicitadas. El único apartado que dejé en blanco fue el del número de pupitre, puesto que su asignación en la sala de lectura era aleatoria, salvo en casos en los que los lectores o investigadores requerían un puesto de lectura específico. En cuanto al orden en que habría de pedir los libros, era indiferente, salvo en el caso de uno —cuya signatura aparecía subrayada con tinta roja en la hoja donde Santos había apuntado todas las referencias—, que habría de consultar y «amputar» en último término, pues así lo había exigido Saint-Germain. Si se trataba o no de un capricho, el señor Santos lo desconocía, pero, por si acaso, me hizo prometer que respetaría la palabra que le había dado a su cliente el conde. Por último, elaboró un croquis de la sala y de la disposición de los pupitres y de las cámaras de seguridad. La Sala General de Lectura, que sería mi centro de «operaciones» (ésa fue la palabra que empleó), tenía forma cuadrada, y los pupitres (trescientos siete en total) estaban distribuidos en cuatro secciones también cuadradas. De éstas, tres estaban destinadas a lectores que llevaran ordenadores. El número de cámaras de la sala ascendía a seis: cuatro en los laterales y otras dos justo encima de las puertas norte y sur. En cada una de las esquinas del cuadrilátero colgaba un gran reloj. No obstante, la «intervención» no debía llevarla a cabo en la Sala General de Lectura, sino en una pieza contigua, conocida como el Salón Pequeño, pues allí había ordenadores de consulta y también parte de las colecciones de referencia general. Se trataba, en definitiva, de una sala de paso. El plan consistía en trasladar el libro de mi interés hasta esta zona, como si fuera a llevarlo a la sala de fotocopias, posarlo en una de las baldas donde se encontraban las enciclopedias, como si me dispusiera a efectuar una consulta, justo debajo de una de las cámaras de seguridad —aprovechando el ángulo muerto—, y proceder a amputar. Cuando pregunté con qué, Santos me mostró un zíper o cierre de cremallera, cuyo canto había sido afilado como una cuchilla. Según me explicó el señor Santos, el ordenador, tras pasar el primer control de la entrada, viajaría hasta el guardarropa en una tunda con cremallera.
Una vez en el guardarropa y recogida la bolsa de plástico transparente donde habría de introducir el ordenador, apuntes y demás, tendría que desenganchar el cierre de la cremallera-cuchilla e introducírmelo en el bolsillo del pantalón. Para terminar, una vez cortadas las hojas, las depositaría en la bolsa de plástico transparente, entre los folios y fotocopias que llevaría conmigo, me dirigiría al aseo unos minutos antes de abandonar el recinto de la biblioteca y, encerrado en uno de los baños, procedería a embutir el material robado en las entrañas del ordenador. En cuanto a mi comportamiento, no debía ser ni demasiado tímido ni demasiado osado. Debía buscar la naturalidad y tratar de pasar desapercibido. Eso era todo.
Luego, como en casa de mi padre no disponía de conexión a Internet, entré en el dominio de la Biblioteca Nacional desde el domicilio de los Santos, con el propósito de hacerme una idea más precisa sobre el lugar. Navegando por sus páginas descubrí un detalle que, en mi opinión, podía facilitarme el trabajo. La Biblioteca Nacional disponía de un programa de petición anticipada a través de la red, según el cual se podía solicitar un máximo de diez volúmenes y reservarlos para su consulta durante quince días naturales. Bastaba con aportar los datos del investigador e indicar la fecha para iniciar la consulta de los libros solicitados.
Cuando puse al corriente de ese extremo al señor Santos, me dijo que le parecía buena cosa y que rellenara una solicitud de reserva para dos días después. De esa forma, veinte de los veintinueve volúmenes que faltaban por «consultar» (Santos era un experto a la hora de emplear eufemismos), quedarían a mi disposición durante un período de tiempo más que suficiente. Cuatro de los cinco ejemplares restantes podía pedirlos al día siguiente en el mostrador de préstamos, tres en una primera tanda y el cuarto una vez hubiera devuelto éstos. Otros cuatro podría consultarlos después de revisar cada uno de los lotes. De esa forma, el último día podía dedicárselo exclusivamente al libro que Saint-Germain había exigido que dejáramos para el final. Con todo, no me recomendaba llevar a cabo más de dos o tres «amputaciones» por día, repartidas entre la mañana y la tarde.
En mi opinión, contar con una reserva podía facilitarme las cosas, no sólo porque el hecho de tener repartidas el grueso de las obras en dos lotes me iba a permitir acortar los plazos, sino también porque si tardaba una semana en terminar el trabajo, por ejemplo, dispondría de unos días hasta que los volúmenes fueran devueltos al servicio bibliotecario. Eso me concedía un amplio margen para desaparecer sin dejar rastro.
De nuevo en casa de mi padre, con las sienes aún palpitándome por los últimos acontecimientos, se me ocurrió pensar que el señor Santos llevaba preparando aquella batalla mucho tiempo.
Lo primero que hice nada más poner los pies en la terraza fue buscar a Federico, puesto que el rapto de Natalia había tenido lugar en las horas que él dedicaba precisamente a vigilar desde su atalaya todo lo que acontecía en la calle. Me alegró encontrarme con una luz transida, que se consumía en un mar de nubes grises, pues que el cielo estuviera cubierto beneficiaba a Natalia.
Federico había tomado asiento en una silla veraniega plegable, y con unos quevedos del tamaño y la forma de sendas monedas de cobre antiguo, movía la cabeza como un girasol en busca de los rayos solares que, de cuando en cuando, todavía se filtraban por entre las nubes. Parecía un artista que hubiese agotado su genio tras horas de intensa creatividad. Aunque lo más probable era que su cabeza estuviera llena de pensamientos encaminados a cómo liberar a su amada de su cárcel de piedra, pese a que para lograrlo tuviera que alterar el curso natural de la evolución. Decidí no contarle nada de lo ocurrido. Ni siquiera le advertí de mi presencia. No quería que Federico involucrase a la policía, a pesar de que yo mismo seguía pensando que era lo más conveniente. En realidad, la única razón de peso para no hacerlo eran los antecedentes del señor Santos, los encontronazos que, según aseguraba, había tenido tanto con la propia policía como con la justicia. Un argumento que en ningún caso debía anteponerse al hecho de que la vida de Natalia corriera peligro, no sólo por el rapto en sí mismo, sino también por tratarse de una joven con una enfermedad crónica. Sin embargo, el señor Santos había conseguido llevarme a su terreno al asegurar que el asunto tendría una fácil solución siempre y cuando yo siguiera sus instrucciones y él las de Saint-Germain. Natalia, él y yo, incluso el propio Saint-Germain, compartíamos el mismo destino común, de modo que a nosotros y a nadie más correspondía resolver el asunto que nos traíamos entre manos. Éramos nosotros los protagonistas del libro, de La biblioteca. Yo tenía que comprender, me dijo, que los métodos de actuación de la policía eran harto burocráticos, demasiado toscos y prosaicos, y que lo que requería un caso como el de Natalia era precisamente lo contrario: reflejos, determinación y audacia. «La policía jamás creería en una historia como la que acabo de contarte, menos aún en la existencia de un personaje como Saint-Germain. Cuando quisieran reaccionar, sería demasiado tarde», me aseguró. Lo cierto era que estaba de acuerdo con él en parte, puesto que yo era el primero en dudar, en desconfiar. Por descontado, yo tampoco creía en la existencia de un personaje como Saint-Germain. En mi opinión, al margen de lo que aseguraba el señor Santos, la supuesta naturaleza sobrenatural del conde —pues no se me ocurre otro modo de referirme a la inmortalidad—, escondía un sobrenatural engaño, si se me permite el juego de palabras. Ahora tenía la impresión de haber sido demasiado condescendiente con él.
Dejé a Federico tratando de enfocar su mirada parabólica en uno de los edificios vecinos, una vez que el movimiento de su cabeza —oculto ya el sol definitivamente— hubo cesado.
Como había decidido prescindir de Federico por temor a que llamara a la policía, bajé a la portería para hablar con su madre. Tanto Natalia como sus captores tenían que haber pasado por delante del chiscón.
—¿Ha visto salir a Natalia? —le pregunté a doña Consuelo.
La mujer levantó la vista de la revista que ocupaba su atención y me atravesó con una mirada de suficiencia, como si mi pregunta llevara implícita una ofensa.
—Huy, claro que la he visto —dijo con su habitual melindre— Ha sufrido una recaída y vinieron unos enfermeros a por ella. A la pobre criatura la han tenido que evacuar en una silla de ruedas, porque, al parecer, ha sufrido un vahído de los fuertes. Pero ya está más recuperada, según acaba de contarme el señor Santos. Ha ido a verla al sanatorio.
Supuse que se trataba de una excusa esgrimida por el señor Santos, claro está, pues de saber doña Consuelo lo que en realidad había ocurrido, no habría dudado en llamar a la policía.
—Comprendo.
—Es la tercera vez en los últimos seis meses que sufre una recaída. Como sigan así las cosas temo que la pobre criatura corra la misma suerte que su madre, que Dios tenga en su gloria —apuntó la portera, al tiempo que se persignaba.
—¿Está segura?
Ahora me dedicó una mirada cargada de desaprobación. Que alguien cuestionara lo que había visto o dejado de ver, aunque fuera a través de una inocente pregunta como la que yo acababa de formular, era lo mismo que dudar de su profesionalidad.
—¿Cómo no lo voy a estar? Si hasta vienen siempre los mismos enfermeros. Tres jumentos de los buenos, pero con espaldas de Hércules.
Era obvio que Natalia no podía haber sido secuestrada en tres ocasiones en los últimos seis meses, encima por los mismos hombres, ¿o sí? En ese caso, el señor Santos no me había dicho toda la verdad, de ahí que se negara a llamar a las autoridades. Tal vez los motivos por los cuales aquellos hombres se llevaban a Natalia cada cierto tiempo, según aseguraba doña Consuelo, fueran más oscuros, si bien tenía que reconocer que, por el momento, mi grado de perspicacia no era el óptimo para resolver aquel enigma. Siempre me había vanagloriado de poseer una mente analítica, tal y como demostraba mi destreza con las matemáticas; en cambio, nunca se me había dado demasiado bien resolver enigmas, jeroglíficos y acertijos, máxime si me obligaban a elaborar conjeturas que atentaban contra la naturaleza misma de la inteligencia.
Pasé parte de la noche en vela, a oscuras, una suerte de luto que no pretendía otra cosa que facilitar mi concentración, para que nada me distrajese. No quería desviarme un ápice del objetivo que me había marcado para la mañana siguiente. Trataba además de imbuirme pensamientos positivos, pues estaba convencido de que en caso de mantener una actitud desconfiada y pesimista, mis propios gestos acabarían delatándome. De modo que sólo tenía que conservar la calma y seguir las instrucciones del señor Santos. Pero aún así, de vez en cuando mis ojos se llenaban de una oscuridad que iba más allá de la que se había apoderado de mi dormitorio. Buscaba la inspiración, pero también podía oler el perfume del fracaso que se abría paso por debajo de la puerta, tan invisible y al mismo tiempo tan presente como la noche. Hasta hacía unas horas, yo había sido una persona con un propósito claro en la vida; ahora, por contra, tenía la impresión de no haberlo tenido nunca, o mejor dicho, de no haber estado nunca de acuerdo con él. La razón de este repentino cambio de rumbo tenía nombre de mujer: Natalia. ¿Acaso había confundido el sueño o, por el contrario, era el sueño el que trataba de enredarme? En las actuales circunstancias, era imposible dar respuesta a esa pregunta. Tenía que resignarme, pues, a vivir momentáneamente en una nebulosa, al menos hasta que las cosas se fuesen aclarando. Claro que era a mí a quien correspondía aclarar el horizonte, por lo que lo primero que habría de hacer era afilar mi voluntad, adiestrarla para que no desfalleciera, pues no existía bruma más densa e infranqueable que la falta de confianza en uno mismo. Al cabo, un cansancio sin esperanza me inundó por dentro y mi ánimo se tornó oscuro e inestable como una sombra. A eso de las tres y media de la madrugada rompió por fin a llover, y el ruido de la lluvia comenzó a resonar en la calle como un sollozo en una gran sala vacía. Luego, el resplandor de un lejano rayo llegó electrizado hasta mis ventanas provocando un fogonazo de luz seguido de un trueno que desgarró el aire tímidamente. Un segundo rayo, más cercano que el anterior, iluminó el contorno de la Victoria Alada que coronaba el edificio Metrópolis —que yo veía por su espalda—, confiriéndole un aspecto espectral. ¡Cuánto hubiera dado por vivir ese momento al lado de Natalia! ¡Ella, que siempre me decía que el olor que más le gustaba del mundo era el de la lluvia, hasta el punto de haber escrito a no sé qué casa de perfumes para que fabricaran uno con esa fragancia!