12
Inauguración de la Biblioteca Nacional.
Madrid. 16 de marzo de 1896.
Para el conde de Saint-Germain, la inauguración de la Biblioteca Nacional de Madrid era más un alumbramiento que otra cosa. Claro que el embarazo había durado treinta años, los mismos que habían transcurrido desde que Isabel II pusiera la primera piedra del edificio, el 21 de abril de 1866. En este tiempo, había ocurrido de todo. La reina había sido expulsada del país, abriéndose un sexenio revolucionario. Se había traído a un rey extranjero primero, y más tarde, tras la renuncia de éste después de ser objeto de un atentado en plena calle, se había instaurado una república, para al final pedirle al hijo de la reina destituida que asumiera las riendas de la nación. Ahora el país estaba en manos de la mujer de éste, María Cristina, quien aguardaba el momento de entregarle el poder al pequeño rey Alfonso XIII, que aún no había cumplido los diez años. Pero así era España. Un país en el que los cambios se producían sólo en apariencia. En muchos casos, la agitación política tenía como consecuencia inmediata la paralización de las obras del Palacio de Museos, Archivos y Bibliotecas Nacionales. En otros, la culpable de la ralentización de las mismas era la mala situación económica del país.
Ni siquiera el entusiasmo que Saint-Germain ponía a favor de aquel proyecto, ya fuera con la aportación de capital a fondo perdido o con la compra de bibliotecas enteras que luego donaba al Estado español, habían logrado revitalizar las obras.
Así las cosas, el arquitecto Jareño había tenido tiempo para morirse, como le gustaba decir a Saint-Germain. El contratiempo había obligado al aristócrata a estrechar lazos con el nuevo arquitecto asignado para completar el proyecto: don Antonio Ruiz de Salces.
Más receptivo que Jareño, Ruiz de Salces había comprendido de inmediato la importancia de lo que Saint-Germain le proponía.
Gracias a que 1892 estaba próximo, año del IV Centenario del descubrimiento de América, y a que se necesitaba un espacio de grandes dimensiones que estuviera a la altura de la efeméride, las obras del Palacio de Museos, Archivos y Bibliotecas Nacionales tomaron un nuevo y definitivo impulso.
Saint-Germain no sólo se alegró, sino que se ofreció voluntario para «arrimar el hombro», eso sí, renunciando a su salario.
Su ímpetu y disciplina como obrero de la construcción hizo que su fama aumentara y que su retrato apareciera en todos los periódicos que se publicaban en el país. Titulares como: «He decidido echar una mano porque empezaba a creer que las obras del Palacio de Museos, Archivos y Bibliotecas Nacionales iban a ser eternas como yo», o, «Saint-Germain: mi sueño es levantar un edificio inmortal que se convierta en el corazón de Madrid», estaban a la orden del día.
Ningún albañil era tan hábil como él con la espátula; ningún trabajador se aclimataba mejor a las cambiantes condiciones meteorológicas. Y de entre los cientos de obreros que participaban en la construcción de aquel gigantesco palacio, Saint-Germain fue el único que no faltó por enfermedad o perdió un minuto en comer o solazarse. Tanta llegó a ser su fama de hombre duro y resistente que sus compañeros acabaron bautizándole como «El hombre de hierro», pues siguiendo las nuevas corrientes arquitectónicas, el hierro era uno de los materiales predominantes en el edificio.
Además, Saint-Germain creó su propio sindicato y se ocupaba personalmente de organizar las cuadrillas de trabajadores según las habilidades de cada cual, de modo que las piezas de aquella gigantesca maquinaria encajaran a la perfección. Las obras avanzaron en las siguientes semanas de manera tan significativa que hasta el propio Consejo de Ministros se interesó en las fórmulas aplicadas por Saint-Germain, que ufano aseguró haber participado varios miles de años antes en la mayor obra civil levantada por el ser humano: la pirámide de Keops.
Ahora, mientras aguardaba la llegada de la regente y del pequeño rey, se entretuvo leyendo con delectación el artículo aparecido en el diario La Época dos días antes, pues la admiración vertida por el cronista equivalía a reconocer su dedicación, su esfuerzo, su éxito en suma:
El lunes próximo se verificará la apertura del nuevo edificio de la Biblioteca Nacional. El hermoso palacio en donde se celebró la Exposición Universal, es ya el palacio del libro, monumento digno, él de piedra, de los monumentos escritos que en él se contienen.
Con orgullo lo decimos, la Biblioteca Nacional, tanto por las proporciones y grandiosidad del edificio, como por lo cómodo y bien dispuesto de las instalaciones, como, finalmente, por el número de sus volúmenes (un millón, si se cuentan los folletos y manuscritos), puede figurar dignamente entre las mejores de Europa.
Desde luego llama la atención de quien visita el salón del centro, vasto como una plaza, perfectamente decorado, rodeado de elegantes armarios, repletos de libros y poblado de mesas, en forma de doble plano inclinado, a cuyos lados están colocados grandes atriles de hierro construidos de manera que puede fácilmente hacérseles girar para mayor comodidad del lector.
La impresión que se recibe cuando se sale de este salón, por la puerta del fondo, es semejante a la que se experimenta al visitar el entrepuente de un trasatlántico. Toda la armazón de esta parte del edificio, lo mismo que las estanterías, es de hierro pintado de blanco; escaleras del mismo metal ponen en comunicación todos los pisos, seis nada menos, y desde la planta baja hasta casi el alero del tejado, sólo se ven libros y más libros, perfectamente colocados con arreglo a un catálogo numérico.
Recorrer todas las demás salas de la Biblioteca equivale a hacer un viaje, para el cual es necesario un guía experto. En la sala del Índice, grandes cajas contienen las papeletas en que están anotadas las obras; hay otra sala donde se encuentran colocadas, en magnífico estante, multitud de ediciones de las obras de Cervantes.
Por cierto que este salón reclama a toda prisa un toldo que mitigue la luz intensa que penetra en él por una grandísima claraboya. La sala de los manuscritos, la de libros raros, la de geografía, la de varios y otras muchísimas, excelentemente decoradas y en las que se advierte el orden más escrupuloso, con mobiliario cómodo y elegante y con excelente luz, convidan a la lectura y al estudio.
En grandes escaparates pueden verse verdaderas joyas bibliográficas, tales como incunables, manuscritos de los más ilustres escritores, láminas grabadas por los más célebres artistas, encuadernaciones que son verdaderas obras de arte, mapas antiguos, pergaminos y vitelas que ostentan primorosas pinturas, un verdadero tesoro expuesto a la vista de cuantos visitan la Biblioteca...
Ni siquiera la pésima redacción del artículo alteró al conde, pues lo único que deseaba era que la regente y el niño rey bajaran el telón de una vez, por así decir, para comprobar de primera mano que todo se había hecho según lo previsto.
Cuando al cabo de las horas Saint-Germain pudo por fin sentarse en uno de los puestos de lectura, sintió un gran alivio. Sí, todo parecía estar en orden. Los libros de los que era custodio estarían seguros en aquella biblioteca de dimensiones gigantescas.
Después de sacar un pequeño ejemplar que llevaba oculto en el forro de su levita, masculló para sí, pero como si estuviera hablando con el libro:
—Tú serás la primera aguja en este pajar.
La primera impresión que tuve fue la de estar leyendo un capítulo de una novela por entregas, pero al pasar la página para cerciorarme de que se trataba del fragmento que buscaba, que la pluma de Serafín Estébanez Calderón no estaba detrás de aquella escena, tan ajena por otro lado a su estilo y a su temática, me encontré con este otro texto:
Acabas de leer y te sientes desconcertado, así que lees y relees una y otra vez. El texto parece, en efecto, dirigido a ti. Es el que persigues. El que has de sustraer. De nuevo te asalta la sensación de que te están engañando, tal vez incluso de que alguien te vigila, pero aún así sabes que seguirás adelante. Has empezado a aceptar que la literatura pueda ser un complot contra la realidad. Hasta es posible que sea cierto que formes parte de un libro, que seas uno de sus protagonistas. El libro, por tanto, parece haberse apoderado de tu vida. Ahora te invade otra clase de miedo: temes no poder salir del laberinto. Piensas que necesitas a Ariadna para salir de él, pero es precisamente a Ariadna a la que buscas. Sabes que sólo si ella te entrega un ovillo de hilo, el laberinto perderá su secreto para ti. Lo más curioso de todo es que hasta hace poco el catálogo bibliográfico de la Biblioteca Nacional se llamaba así, Ariadna, como la dueña del laberinto donde te hallas. De modo que Ariadna y Natalia son ahora la misma persona, simbolizan la misma cosa. Comprendes entonces que has de hacer lo mismo, transformarte en Teseo. Sólo así tendrás alguna posibilidad de éxito. Pepe Dalmau en el papel de Teseo. Recuerdas que tú mismo has asegurado disponer de una armadura, y determinas hacer uso de ella en caso de ser necesario. Pero para poder representar un rol tienes primero que aprenderte el Sí, la única forma de llegar hasta Ariadna son las palabras, ellas conforman el ovillo que ha de conducirte a la salida, puesto que son las que te han traído hasta aquí...
Cerré aquel libro como quien entorna la puerta de una catedral tratando de huir en plena celebración litúrgica sin ser visto. Le han pedido que tenga fe y, en cambio, ha sentido un miedo atroz, pues es de él de quien hablan las Sagradas Escrituras. Sí, no cabía ninguna duda, yo era el destinatario de aquel mensaje, que se expresaba como un oráculo. Incluso reflejaba los pensamientos que mi cabeza generaba al mismo tiempo que analizaba lo que estaba leyendo. La impresión que me causó fue tan grande que incluso llegué a considerar la posibilidad de que el señor Santos estuviera en lo cierto, y que fuera el tiempo, en su circularidad, el artífice de aquel truco de prestidigitación. Levanté la vista convencido de que quienes se encontraban a mi alrededor habían oído el portazo. Nada más lejos de la realidad: cada cual estaba abstraído en sus asuntos, con la cabeza gacha y la mirada clavada en el libro que tenía delante de las narices.
No sabía cómo interpretar lo que acababa de leer, así que aparté el libro y me dispuse a enfrentarme al resto de volúmenes que había solicitado. Encontré el mismo lenguaje enjaezado con guirnaldas e idéntico pavoneo en el segundo volumen. De nuevo, la empalagosa y altiva narración hizo que mis ojos resbalaran de una línea a otra, de un párrafo a otro, casi de puntillas. En este caso, encontré el texto que buscaba en la página 139.