Capítulo Dos
Marcus Fallon se sentó a tomar su bebida habitual en su mesa de siempre del club.
Estaba inmerso en extraños pensamientos o más bien, en pensamientos sobre una extraña mujer. Era completamente diferente a cualquier mujer que hubiera conocido antes y no sólo porque compartiera su pasión y su gusto por la ópera. Por desgracia, en cuanto había caído el telón, ella se había ido a toda prisa, dándole las buenas noches y mezclándose con el resto de la gente antes de que pudiera decirle nada. Se había ido así, sin más, como si nunca hubiera estado allí. Y no tenía ni idea de cómo encontrarla.
Volvió a dar otro sorbo a su whisky, saboreándolo, mientras miraba entre la gente que había allí como si estuviera buscándola. Pero sólo veía a los habituales en aquel salón de paneles oscuros, lujosamente decorado. Bernie Stegman estaba sentado como siempre en una butaca de cuero, junto a la chimenea, charlando con Lucas Whidmore, acomodado en una butaca idéntica. Delores y Marion Hagemann cenaban en la mesa del rincón con Edith y Lawrence Byck. Cynthia Harrison estaba como siempre flirteando con Stu, el camarero de los sábados, que esquivaba sus avances con su habitual aplomo. Perdería su trabajo si lo pillaban besuqueándose con las clientas.
Aquella idea del besuqueo hizo que Marcus volviera a pensar en la misteriosa mujer de rojo. Desde el primer momento en que la había visto en Palumbo’s, había pensado en besarla. Le había parecido impresionante. Pero una vez había empezado a conversar con ella en el teatro, lo único que había deseado había sido seguir hablando con ella de ópera. Y no sólo porque compartiera sus opiniones, sino por el modo en que se había emocionado al hablar de ello. A pesar de lo guapa que estaba sentada sola en la mesa del restaurante, durante su conversación la había visto radiante.
Radiante, repitió mentalmente frunciendo el ceño. Aquélla era una palabra que nunca había usado para describir a una mujer. Quizá fuera porque nunca pasaba de la fase de encontrar guapa a una mujer. Una vez se acostaba con ellas, lo que solía pasar poco después de conocerlas, perdía interés. Eso se debía a que pocas mujeres merecían la pena ser conocidas más allá del sentido bíblico.
De pronto, surgió una voz en su cabeza que lo sacó de sus pensamientos. Era la voz rasgada de Charlotte por los muchos cigarrillos que había fumado en sus ochenta y dos años de vida. Más de una vez en las dos décadas que hacía que se habían conocido, había hecho algún comentario políticamente incorrecto sobre el sexo contrario, que ella había censurado.
La echaba de menos.
Miró el vaso con el combinado que estaba junto a su whisky. Llevaba tanto rato allí que el cristal se había cubierto del rocío de la condensación. La rosa había comenzado a marchitarse e incluso el programa de la ópera parecía manoseado. Ambos se veían viejos, al igual que Charlotte la última vez que había estado con ella en aquella misma mesa.
Habían pasado siete meses desde su funeral y Marcus todavía no se había acostumbrado a su pérdida.
Un reflejo rojo llamó su atención y Marcus alzó la mirada. Era Emma Stegman dirigiéndose al encuentro con su padre en el bar. Volvió a mirar a su alrededor, pero tan solo vio a las mismas personas de siempre. Conocía a todo el mundo allí, pensó. Pero entonces,
¿por qué se sentía solo? Stu, el camarero, no era el único al que Cynthia Harrison pretendía seducir. Si Marcus quería, podía acercarse sigilosamente a ella y llevársela al hotel Ambassador, próximo al club. Y desde luego que no perdería el trabajo por eso. Lo único que perdería sería aquella sensación de vacío desde la muerte de Charlotte. Claro que la sensación volvería al día siguiente, cuando volviera a estar solo.
Se llevó la copa a los labios y apuró el whisky que le quedaba. Cerró los ojos para disfrutar del sabor y cuando los volvió a abrir vio a una mujer vestida de rojo en una mesa al otro lado del salón. No podía creer su buena suerte. El encontrarla la primera vez había sido casual. La segunda, había sido suerte. La tercera, sólo podía ser cosa del destino.
Olvidándose de que no creía en esas cosas y antes de arriesgarse a perderla de nuevo, se dirigió hacia donde estaba ella, haciéndole una señal a Stu. Sin esperar a ser invitado, tomó la silla que había frente a ella y se sentó.
Ella alzó la vista y se sorprendió al verlo, pero sus labios dibujaron una falsa sonrisa como invitándolo. Aquello era algo nuevo para él. Nunca había necesitado que lo invitaran a nada. Al contrario, siempre se había hecho con lo que había querido. Era una de las cosas que pasaban cuando uno nacía en una de las familias más ilustres del país. Uno obtenía lo que quería, muchas veces sin ni siquiera pedirlo.
–Tenemos que dejar de vernos de esta manera.
Esta vez fue ella la que dijo las mismas palabras que Marcus le había dicho en la ópera.
–Empieza a gustarme verla de esta manera.
Ella se sonrojó ante su comentario y él sintió un nudo en el estómago. No recordaba la última vez que había hecho sonrojarse a una mujer. Lo había conseguido alguna vez al sugerir hacer algo en el dormitorio que para la mayoría resultaría atrevido.
–¿Te importa si te acompaño?
–Creo que ya lo está haciendo.
Él fingió sorpresa.
–Cierto. Va a tener que dejar que la invite a una copa.
Ella abrió la boca para decir algo y él temió que lo rechazara. Otra experiencia nueva para Marcus. No sólo era el temor a ser rechazado, algo que pocas veces le había pasado, sino la sensación de decepción ante esa posibilidad. En esas raras ocasiones en que una mujer lo había rechazado, había hecho caso omiso y había buscado a la siguiente. Porque inevitablemente siempre había una siguiente. Pero con esa mujer…
Bueno, no podía imaginarse una siguiente. Ni siquiera con Cynthia Harrison a menos de cinco metros.
–Muy bien –dijo ella por fin al llegar Stu a su mesa–. Tomaré una copa de champán, por favor.
–Tráiganos una botella –le pidió Marcus al camarero antes de que se fuera–. Una de Perrier-Jouët Cuvée Belle Epoque del año 2002.
–De veras, no es necesario…
–Marcus, llámame Marcus… –añadió él dando su nombre y confiando en que le dijera el suyo.
–No me digas tu apellido.
Él se detuvo antes de decírselo, sorprendido por su petición.
–¿Por qué no?
–Porque no.
Iba a decírselo, pero por alguna razón decidió acceder a su petición.
–De acuerdo –dijo ofreciéndole su mano para estrecharla–. Y tú eres…
Ella dudó antes de tomar su mano, pero finalmente se la estrechó. Los dedos de Della eran delicados y finos comparados con los de él. Su piel era suave, cálida y tan clara como el marfil. Se sonrojó al sentir que le apretaba la mano, pero no la retiró.
–Della –dijo ella por fin–. Me llamo Della.
Tampoco le dijo su apellido, pero no le importó. Antes de que la noche acabara, no sólo conocería su apellido, sino otras cosas de ella, sobre todo sus zonas erógenas y los gemidos cada vez que descubriera una zona nueva.
Ninguno de los dos dijo nada más. Permanecieron mirándose mientras sus manos seguían unidas. Ella tenía unos ojos increíbles de color gris claro. Era la clase de ojos en los que un hombre podía perderse para siempre. Ocultaban poco y decían mucho. Era una mirada sincera de alguien que siempre parecía hacer lo correcto.
Stu carraspeó junto a ellos y Della apartó su mano. A regañadientes, él la soltó.
–¿Quiere algo más, señor…?
Stu se detuvo antes de decir el apellido de Marcus. Era evidente que había escuchado su conversación.
Marcus agitó la mano en el aire y le pidió a Stu que les llevara algún aperitivo, sin especificar cuál. Le daba igual todo, a excepción de la intrigante mujer que estaba sentada frente a él.
–Bueno –dijo él iniciando de nuevo la conversación–, si estás aquí en el club Windsor, no puedes ser nueva en Chicago. Tienen una larga lista de espera de más de dos años para los nuevos socios. A menos que hayas venido invitada por alguno de los socios.
–Esta noche estoy sola –dijo.
Parecía estar sugiriendo que otras noches no estaba sola, pensó Marcus. Por primera vez se le ocurrió mirarle las manos. Ninguna alianza le había impedido seducir a una mujer.
Llevaba un anillo en la mano derecha, pero no era de compromiso.
–O quizá formes parte de una de las familias fundadoras del Windsor con derecho a ser socio desde su nacimiento –dijo sonriendo–. Como yo. A pesar de las veces que han intentado echarme de aquí, no han podido hacerlo.
–¿Y por qué iban a querer echar a alguien tan formal y decente como tú?
Él la miró arqueando las cejas.
–Si nadie te ha prevenido sobre mí, es que eres nueva en la ciudad. Es lo primero que les dicen a las mujeres jóvenes y guapas. De hecho, el noventa por ciento de los folletos turísticos recogen una advertencia para que se mantengan alejadas de mí. Algo así como: Manténgase alejada de Marcus como quiera que se llame. Ese hombre sólo trae problemas.
Ella rió. Tenía una risa bonita.
–¿Y qué dicen el diez por ciento restante?
–Bueno, esos citan los sitios menos recomendables de la ciudad –dijo y sonrió de nuevo–. En ellos ocupo un lugar destacado. A esos malditos fotógrafos no les importa a quién le hacen fotos.
Ella rió de nuevo, despertándole a Marcus una sensación cálida y efervescente que nunca antes había conocido.
–No te creo –dijo–. Me parece difícil compaginar la ópera con las juergas.
–Hay otras cosas aparte de la ópera –dijo mirándola a los ojos–. Muchas más.
Ella se ruborizó, haciéndole sonreír de nuevo. De todas formas, no tuvo que responderle ya que llegó Stu con la botella de champán y una bandeja de queso y frutas. El camarero se esmeró en la presentación y apertura de la botella, probablemente porque él también se había dado cuenta de que Della no era una clienta más. En una palabra, era extraordinaria.
Stu sirvió una copa de champán a cada uno.
–Soy conocido en esta ciudad. Pregúntale a cualquiera.
Della se giró hacia el camarero, que estaba metiendo la botella de champán en un cubo de hielo.
–¿De veras es conocido?
El camarero miró primero a Marcus, que asintió discretamente para que contestara con sinceridad.
–Sí, señorita. No sólo en Chicago. Aparece en las páginas de sociedad de todo el país y es habitual verlo en muchas páginas web sobre famosos. Si le ven con él, probablemente usted también aparezca.
Della volvió a mirarlo. Esta vez, la expresión de sus ojos no era de diversión sino de…
¿miedo? No, probablemente no. ¿De qué iba a tener miedo?
–¿Es eso cierto? –preguntó ella.
–Me temo que sí. Pero no te preocupes. No dejan entrar a los paparazzi en el club.
Estás a salvo aquí. Nadie te verá conmigo.
Se le ocurrió que tal vez tuviera miedo precisamente de eso, de que la vieran con él.
Quizá no sólo por los paparazzi, sino por alguien en particular.
Al observarla detenidamente, reparó en su aspecto. Era cuidado y caprichoso, al menos en apariencia. Parecía la clase de mujer que se relacionaba con hombres que pudieran mantenerla. Todavía en la actualidad había muchas mujeres que se abrían paso en el mundo con su sexualidad. Solían mostrarse guapas, elegantes y reservadas, al menos en apariencia.
Aunque nunca había visto a Della entre esa clase de mujeres en el entorno social en el que él se movía. Eso aumentaba sus sospechas de que estaba en la ciudad de visita.
–Claro –dijo ella–. Quiero decir… Lo sabía. Estaba bromeando.
Él asintió, pero sin estar del todo convencido. Tal vez tenía una relación con alguien que no se alegraría de verla allí con otro hombre. Quizá temiera que su foto apareciera en alguna parte junto a Marcus y eso le creara problemas con ese alguien.
¿Quién era aquella misteriosa mujer de rojo? ¿Y por qué Marcus quería descubrirlo?
En un intento por relajar la tensión entre ellos, Marcus levantó la copa de champán para hacer un brindis.
–Salud.
Ella se quedó pensativa unos instantes antes de levantar su copa.
–Salud.
El brindis no hizo desaparecer la incomodidad que se había instalado en la mesa, pero al menos hizo que ella recuperara el color de las mejillas. Era suficiente, decidió Marcus. Al menos, por el momento.
Della dio un sorbo a su champán y miró al hombre que estaba sentado frente a ella. No sabía en qué momento el rumbo de la noche había cambiado para dirigirse a un túnel oscuro y tenebroso. La última parte de la noche había pasado de estar disfrutando de una última copa de champán en el conocido club Windsor de Chicago a estar sentada junto a aquel hombre atractivo que tanto le había intrigado en la ópera.
Marcus. El nombre le iba bien. Era extraño que se hubiera encontrado con él en todos los sitios en los que había estado esa noche. Claro que había elegido lugares frecuentados por ricos y poderosos, y él encajaba perfectamente en esa descripción. Además, acababa de descubrir que también le era de aplicación otro adjetivo, el de famoso, que era algo que ella quería evitar.
Así que, ¿de qué tenía miedo? Marcus tenía razón. Todo el mundo que estaba en el club pertenecía a aquel lugar, excepto ella. Nadie parecía haber reparado en ellos, por no mencionar que era sábado por la noche y que la mayoría de la gente se había ido. Había pronóstico de nieve, algo que no era extraño en una ciudad como Chicago. Probablemente todos estarían en sus casas, dispuestos a pasar el domingo aislados por la nieve sin nada que hacer.
A Della le gustaría disfrutar de algo así, pero se sentía como si llevara aislada por la nieve, sin nada que hacer, durante los últimos once meses. Al menos cuando no estaba a disposición de Geoffrey.
Pero esa noche no era el caso. Esa noche lo estaba pasando bien. Tenía que aprovechar la oportunidad de compartir las dos últimas horas de su cumpleaños con un hombre como Marcus.
–Así que… –comenzó, decidida a retomar el tono sugerente de su conversación–. ¿Qué clase de cosas has hecho para ser tan famoso?
Él saboreó otro sorbo de champán y dejó la copa en la mesa. Pero en vez de soltarla, acarició el pie y el contorno de la copa. Della se quedó hipnotizada por el recorrido de sus dedos, sobre todo cuando deslizó el dedo corazón por el borde del cristal. Lentamente, Marcus siguió haciéndolo una y otra vez, hasta que una sensación de calor se expandió desde su vientre a todo el cuerpo.
De repente empezó a imaginarse a Marcus dibujando aquellos círculos en su cuerpo.
Por el hombro, el muslo… Aquellas caricias podían llevarla al borde de la locura.
Ante aquel pensamiento, cerró los ojos, como si al no ver lo que estaba haciendo, pudiera evitar aquellas imágenes en su cabeza. Pero al cerrar los ojos, las imágenes se hicieron más intensas, más eróticas, más… Abrió los ojos de nuevo en un intento por borrarlas completamente. Eso hizo que se encontrara con Marcus, que la miraba divertido como si se hubiera dado cuenta de lo que había llamado su atención y supiera exactamente lo que estaba pensando.
Al observarla, detuvo el dedo en el borde del cristal. Luego, rozó el borde del champán antes de hundir los dedos en el líquido. Luego los sacó y los llevó hasta los labios de Della.
Una sensación de ardor la inundó, haciendo que su estómago se encogiera y sus latidos se aceleraran. Sintió un cosquilleo en sus pechos y humedad en la entrepierna. Sin pensar en lo que hacía, separó los labios lo suficiente como para que metiera un dedo en su boca. Saboreó el champán junto a la esencia de Marcus, que le resultó mucho más embriagador.
Rápidamente echó la cabeza hacia atrás y apartó los labios de sus dedos. Aquello no sirvió para contener su excitación. ¿Qué le había pasado? ¿Por qué se sentía atraída por aquel hombre? Apenas sabía nada de él, a excepción de su nombre, su gusto por la ópera y el buen champán, y el hecho de que hubiera comprado una rosa para alguien que…
La rosa, ¿cómo se había olvidado de la rosa? Quizá estuviera siendo objeto de las insinuaciones de un hombre casado. Lo último que quería era ser parte de un triángulo amoroso.
¿Dónde estaba la rosa? ¿La habría tirado en alguna papelera o la habría guardado entre las páginas del programa? Miró las otras mesas hasta que vio una vacía, con una rosa y un programa de ópera encima. ¿Habría aparecido por fin la mujer a la que esperaba? ¿Habría compartido un momento como aquél con otra? ¿Podía ser tan sinvergüenza?
–¿A quién esperabas esta noche?
Della lanzó la pregunta antes de que las palabras se uniesen en su cabeza. Marcus se sorprendió tanto como ella y arqueó las cejas.
–A nadie –dijo–. Ni siquiera a ti. Nunca me hubiera imaginado a alguien como tú.
–Pero la rosa, esa bebida,…
Él se giró para mirar en la dirección de sus ojos y se fijó en la mesa que había estado ocupando hasta que ella llegó. Dejó caer los hombros y la cabeza, como si se pusiera a la defensiva. Cuando volvió a mirarla, sus ojos volvían a reflejar la tristeza que había visto antes.
–Compré la rosa y pedí esa bebida para alguien –dijo–. Y sí, ese alguien era especial.
–¿Era? –repitió Della–. Entonces, ¿ella y tú ya no estáis juntos?
–No –dijo, sin que su expresión revelara lo que pensaba.
Della quería saber más de la mujer, pero algo en su comportamiento le advirtió que no debía preguntar. No era asunto suyo, se recordó. Bastante mal había hecho ya al despertarle tristes recuerdos. Fuera quien fuese aquella mujer, ya no formaba parte de su vida, aunque era evidente que todavía sentía algo por ella.
Pero, ¿por qué le molestaba tanto? Seguramente no volvería a verlo después de aquella noche. Daba igual si sentía algo por alguien. Cuanto menos supiera de él, mejor. Así sería más fácil olvidarlo, aunque fuera la clase de hombre que una mujer nunca olvidaría.
–Sabía que no vendría esta noche, pero se me hacía raro no comprarle la rosa ni pedirle una copa, tal y como siempre hacía por ella. Siempre llegaba tarde –añadió–. Sentía como si la estuviera traicionando por no pedir por ella, cuando lo cierto es que era ella la que… –se detuvo y se encontró con los ojos de Della otra vez–. Sé que es demasiado sentimental por mi parte. Pero no, Della, no estoy con nadie. ¿Y tú?
Aquella era una pregunta complicada. Della no estaba con nadie, al menos de la manera que Marcus pensaba. Llevaba casi un año sin tener una relación. Su última pareja había sido Egan Collingwood, un hombre que resultó ser diferente a lo que parecía. Lo cierto era que Della estaba con alguien, pero de un modo diferente. Estaba con Geoffrey y mientras estuviera con él, no podía estar con nadie más.
No quería decirle eso a Marcus, así que se llevó la copa a los labios para dar un sorbo al champán. Después, siguió bebiendo hasta que se dio cuenta de que la copa estaba casi vacía. Cuando dejó la copa en la mesa, Marcus se la llenó.
–Marcus, ¿estás intentando emborracharme? –preguntó sonriendo.
–Sí.
Su sinceridad la sorprendió y rió. No recordaba la última vez que se había reído tanto.
–No funcionará –dijo y se llevó la copa a la boca–. Tengo un metabolismo especial.
–Cuento con eso –dijo sonriendo.
El tiro le iba a salir por la culata. Porque a pesar de que Marcus pensara que la noche iba a pasar de una cena casual a un maratón de sexo, de ninguna manera iba a ocurrir eso.
Della tenía que devolver la ropa alquilada al día siguiente, en cuanto la tienda abriera a mediodía ya que si no, perdería el depósito. Ni siquiera el sueño de disfrutar de un maratón de sexo con aquel hombre tan irresistible iba a hacer que lo olvidara.
Miró a Marcus y reparó en sus ojos ardientes y en su traviesa sonrisa. Un mechón de pelo se le había caído hacia la frente y parecía pedir el roce de unos dedos de mujer.
Eso no iba a impedir que recuperara el depósito. Además, no podía pasar la noche en cualquier parte. Si Geoffrey llamaba a su casa y no la encontraba, se enfadaría. Claro que también podía llamarla al teléfono móvil para saber si estaba bien, pero igualmente se pondría furioso si no estaba enclaustrada como se suponía que debía estar. Había tenido suerte de que nunca hubiera llamado a su casa en las pocas ocasiones en las que había salido muerta de aburrimiento. Pero no sabía cuánto tiempo más duraría su suerte. Si Geoffrey se enteraba de sus excursiones, querría retorcerle el cuello. Entonces, estaría más decidido que nunca a mantenerla escondida.
–Así que emborrachas a las mujeres y luego te aprovechas de ellas –dijo sin apartar la mirada de Marcus.
–Nunca he tenido que emborrachar a una mujer para aprovecharme de ella –dijo derrochando seguridad–. De hecho, nunca me he aprovechado de ninguna.
No tenía duda alguna de que eso era cierto. Acababa de conocer a aquel hombre y ya estaba teniendo pensamientos sobre él que no debía tener.
–Entonces, ¿por qué eres conocido?
Él se echó hacia delante, acortando la distancia que había entre ellos al apoyar los codos en la mesa.
–¿Por dónde empezar? ¿Tienes toda la noche?
Sin saber qué decir, volvió a dar otro sorbo a su champán. Estaba empezando a sentirse algo mareada.
Como si fuera consciente del giro que habían dado sus pensamientos, Marcus alargó la mano para rozar la de ella. Ante aquel inocente roce, Della sintió una chispa que se convirtió en llamas cuando sus manos se entrelazaron.
–Porque si tienes toda la noche –continuó él–, estaré encantado de darte las explicaciones necesarias.
¿Qué era lo que había pensado decir? Algo como que tenía que volver a casa porque era casi medianoche y en cualquier momento iba a convertirse en calabaza.
Pensó qué decir, pero no se le ocurrió nada. Todas sus neuronas estaban ocupadas imaginándose escenas de ella con Marcus. Era un hombre increíblemente sexy y hacía mucho tiempo que no se sentía tan atraída por nadie. Además, seguramente pasaría tiempo hasta que encontrara a alguien con quien quisiera estar. No sabía qué pasaría una vez que Geoffrey acabara con ella. De lo único de lo que tenía seguridad era del presente, de aquel sitio, aquel momento y aquel hombre. No debía sucumbir ante Marcus puesto que la dejaría hechizada el resto de su vida. Pero por alguna razón, no podía alejarse de él todavía.