Capítulo Uno
Sólo había una cosa que podía hacer que la celebración del trigésimo cumpleaños de Della Hannan fuera mejor de lo que había pensado. Era algo con lo que no había contado y ya era mucho decir puesto que, siendo niña, había planeado todos los detalles de la celebración.
Se había criado en un vecindario en el que celebrar los cumpleaños era una cosa inasequible y, por eso, se ignoraban. Muchas cosas eran inasequibles y por tanto ignoradas. Por eso era por lo que Della se había prometido disfrutar de aquella celebración, porque, ya desde niña, había sabido que sólo podría contar consigo misma.
En los últimos onces meses, desde que conociera a Geoffrey, eso había cambiado. No le quedaba más opción que contar con él, aunque esa noche Geoffrey no estaría allí. Había decidido que no iba a pensar en él ni en nada más. Esa noche era especial. Era sólo para ella e iba a ser todo lo que una niña proveniente de uno de los barrios más desfavorecidos de Nueva York había imaginado.
Por entonces, Della se había prometido que antes de cumplir los treinta años habría abandonado las duras calles de su barrio, se habría convertido en millonaria y viviría cerca de Central Park. Se había imaginado que a aquellas alturas de su vida, se habría acostumbrado al estilo de vida de los ricos y famosos. No iba a renegar de su promesa porque estuviera celebrándolo en Chicago en vez de en Nueva York. Empezaría con una cena en un lujoso restaurante, seguida por un asiento en un palco en la ópera y una copa en un club que sólo permitiera la entrada a la crème de la crème de la sociedad. Vestía alta costura valorada en miles de dólares, se había adornado con rubíes y diamantes y se había peinado y hecho la manicura en la mejor peluquería de la ciudad.
Suspiró contenta mientras disfrutaba de la primera parte de la noche. El restaurante Palumbo’s, en la calle State, era la clase de restaurante cuyos precios igualaban los presupuestos anuales de algunos países. Había pedido los platos más caros de la carta, todos ellos de nombres europeos cuya pronunciación había estado practicando durante toda la semana. Porque pedir los platos más caros era lo que cualquier persona sofisticada, elegante y rica haría el día de su cumpleaños, ¿no?
Aquel pensamiento hizo que mirara a su alrededor para asegurarse de que el resto de comensales, todos ellos sofisticados, elegantes y ricos, estuvieran disfrutando de su cena. Y
también para cerciorarse de que Geoffrey no la hubiera seguido, a pesar de que se las había arreglado para escaparse. No se pondría en contacto con él hasta el día siguiente, cuando hiciera la llamada diaria habitual. De todas formas, era imposible que supiera a dónde había ido y mucho menos que se había escapado, algo que no debía haber hecho. Había planeado la escapada de esa noche incluso con más minuciosidad que la celebración de su treinta cumpleaños.
Para todos los que estaban allí, ella tenía la misma sangre azul que ellos y pertenecía a la misma clase social. Y, por suerte, no había señales de Geoffrey por ningún sitio.
Mientras esperaba que le trajeran un aperitivo de calamares, Della dio un sorbo a su champán sintiéndose a gusto. Llevaba años frecuentando sitios como aquél a pesar de no haber nacido en una familia rica. Había salido de su barrio y había subido peldaños en la escala social, estudiando e imitando a todos los de aquel mundo hasta conseguir hacerse pasar por uno de ellos.
Esa noche no era una excepción. Había gastado una fortuna alquilando el vestido de terciopelo de Carolina Herrera y los zapatos de Dolce & Gabbana, además de los pendientes de Bulgari y el abrigo negro de seda de Valentino. Los tonos rojos resaltaban sus ojos grises y el rubio oscuro de su pelo largo, recogido en una trenza.
Se llevó la mano al pelo para asegurarse de que el peinado seguía en su sitio y sonrió por lo mucho que le gustaba tenerlo largo. Toda su vida había llevado un corte de pelo masculino hasta comienzos de ese año. También había decidido dejar de teñirse el pelo de negro y llevaba su color natural. A lo largo de los años ni siquiera se había dado cuenta de que su rubio se le había oscurecido hasta adquirir un bonito color miel. Entre su color natural y el nuevo largo, nadie de su viejo vecindario podría reconocerla esa noche.
Pero se recordó que no iba a pensar en el pasado. Esa noche iba a ser perfecta, tal y como había planeado durante años.
Excepto por el hombre atractivo y elegantemente vestido al que el camarero había sentado en una mesa cercana a la suya unos minutos antes y al que no podía dejar de mirar.
De niña, nunca se había parado a pensar que pudiera tener compañía en una noche tan especial. No sabía muy bien por qué no. Quizá por la idea de que sólo se tenía a sí misma. O
quizá porque de niña, nunca se había imaginado un hombre como aquél. En su barrio, ir vestido elegantemente significaba llevar la camisa abotonada, y atractivo suponía que no le faltara ningún diente.
De pronto, el hombre levantó la cabeza y sus ojos se encontraron. Algo pasó entre los dos. El hombre inclinó la cabeza a modo de saludo y curvó ligeramente los labios esbozando una sonrisa. Después de un momento de duda, ella alzó la copa a modo de brindis. Vestía un impecable esmoquin hecho a medida, que resaltaba cada centímetro de su físico. Sus ojos oscuros estaban iluminados por la cálida luz de la vela que tenía delante y su media sonrisa le provocó un estremecimiento en la espalda. Era la clase de sonrisa que le decía a una mujer que no sólo la estaba desnudando con los ojos, sino que estaba imaginando lo que podía hacer con su cuerpo.
Al sentir que se le ruborizaban las mejillas, apartó la vista. Se llevó la copa de champán a los labios para dar un sorbo y se fijó en otras cosas, como los manteles blancos, los platos de porcelana, la gente… Pero sin poderlo evitar, su atención volvió al hombre que estaba en la mesa de enfrente y quien seguía mirándola con mucho interés.
–Así que, ¿qué le parece? –preguntó él alzando la voz lo suficiente para ser oído dos mesas más lejos.
Della parpadeó desconcertada. Por primera vez en su vida, comprendía perfectamente lo que era el desconcierto: una mezcla de confusión con una extraña excitación en el estómago que no resultaba del todo agradable. Un montón de posibles respuestas asaltaron su mente, como por ejemplo, decirle que era el hombre más guapo que había visto jamás. O preguntarle qué iba a hacer en fin de año.
–Del menú –añadió él alzando la carta–. ¿Qué me recomienda?
Aquélla era una pregunta completamente diferente a la que pensaba que había hecho.
Menos mal que no se había precipitado en contestar.
–No estoy segura –respondió–. Es la primera vez que vengo a cenar aquí.
Por alguna razón, no le parecía que un hombre como él pudiera impresionarse si le decía que pidiera lo más caro de la carta para parecer elegante, sofisticado y rico. Era todas esas cosas simplemente por estar en el mundo.
Su respuesta pareció sorprenderlo.
–¿Cómo puede ser su primera vez? Palumbo’s lleva más de cien años siendo una institución en Chicago. ¿No es de Chicago?
No estaba dispuesta a contestar a esa pregunta. Sobre todo porque nadie excepto Geoffrey sabía que estaba en la ciudad y la estaba vigilando muy de cerca. Incluso aunque no supiera dónde estaba exactamente en ese momento, no iba a arriesgarse a que descubriera su pequeña escapada hablando más de la cuenta con alguien.
Así que no podía ni debía contestar a aquel hombre esa pregunta. Tendría que mentir, cosa que Della no hacía nunca, o su respuesta daría lugar a una conversación que la haría hablar de su pasado. O peor aún, de su presente. Y quería mantenerse al margen de ambas cosas esa noche, teniendo en cuenta que nada de su pasado o presente le permitirían lucir vestidos de Carolina Herrera o diamantes y rubíes o comprar entradas de palco para La Bohème.
Así que decidió contestar a la primera pregunta que le había hecho.
–He pedido el especial. Me encanta el marisco.
Él permaneció callado y Della se preguntó si sería porque estaba valorando la respuesta o pensando en insistir para que contestara a la segunda pregunta.
–Lo tendré en cuenta –dijo él por fin.
Por alguna razón, parecía que lo que pretendía recordar era el hecho de que le gustara el marisco y no lo que le había recomendado para cenar.
El hombre abrió la boca para decir algo, pero el camarero llegó con un cóctel color ámbar que dejó delante de él y otro de color rosa que dejó en el asiento que había a su lado.
Della se dio cuenta de que estaba esperando a alguien. A juzgar por el color de la bebida, debía de ser una mujer. Las parejas no cenaban en sitios como Palumbo’s a menos que su relación fuera estable o que uno de ellos pretendiera que así fuera. Aquel hombre estaba lanzándole miradas ardientes, incluso flirteando con ella, a pesar de que en cualquier momento le acompañaría una mujer. Eso quería decir que era todo un sinvergüenza.
Quizá la celebración de su treinta cumpleaños no fuera a resultar todo lo perfecta que había planeado, y no por estar sentada cerca de un sinvergüenza ni por haber alquilado el vestido y los accesorios en una boutique de la avenida Michigan en vez de escogerlos de entre los de su armario.
Quizá fuera porque, además de no llevar la vida de una millonaria, el actual modo de vida de Della ni siquiera era suyo. Todo lo referente a su vida, todo lo que hacía, cada sitio al que iba o cada palabra que decía, tenía que ser examinado y controlado por Geoffrey. Su vida no volvería a ser normal nunca. O, al menos, nunca sería la vida que se había forjado por sí misma o la que había planeado. Sería una vida creada y orquestada por otra persona.
Tan pronto se formó aquel pensamiento, lo apartó al fondo de su cabeza. Se recordó que esa noche no quería pensar en nada de aquello y se preguntó por qué le estaba resultando tan difícil conseguirlo. Porque esa noche no quería ser Della, sino la mujer que hacía dos décadas había soñado que sería. Nada iba a arruinar esa noche, ni siquiera aquel príncipe encantador que seguía observándola con mirada seductora mientras esperaba a su pareja.
Como si hubiera adivinado sus pensamientos, la camarera sentó a un bullicioso grupo de cuatro en la mesa que había entre ellos, impidiéndole ver al hombre. Della se sintió agradecida, a la vez que decepcionada.
Porque aunque fuera un sinvergüenza, seguía siendo el hombre más atractivo que había visto jamás.
Hora y media más tarde volvió a verlo en el teatro, mientras buscaba su asiento. Al darse cuenta de que estaba en la zona equivocada del auditorio, Della pidió ayuda a un acomodador, que le indicó el palco al que debía dirigirse. Desde allí había una espléndida vista del escenario y del sitio donde estaba sentado el guapo desconocido que había visto en el restaurante. De nuevo, estaba sentado solo.
Ya al salir de Palumbo’s había reparado en que su cita no había aparecido y en que seguía solo. Se había fijado por casualidad. Quizá le había surgido algún imprevisto a aquella mujer y no había llegado a tiempo o quizá se había dado cuenta de la clase de hombre que era.
Le daba igual cuál fuera el motivo.
Al avanzar por el pasillo hasta su asiento, se dio cuenta de que no sólo estaba en el mismo palco que ocupaba el hombre, sino en la misma fila también. Era un palco de tan solo tres asientos. También reparó en que había dejado un programa y una rosa en el asiento de al lado, como si en breve fuera a ser ocupado.
Della sintió mariposas en el estómago ante la perspectiva de sentarse tan cerca. Una vez se sentara en su butaca, no habría manera de escapar.
Respiró hondo y se obligó a avanzar hasta que llegó al extremo de la fila. Él levantó la cabeza y al reconocerla, esbozó aquella sonrisa que la hizo estremecerse de nuevo.
Al ponerse de pie, murmuró un saludo que Della apenas escuchó porque estaba ocupada tratando de no desmayarse. No sólo olía bien sino que era más alto de lo que le había parecido, lo que la obligó a echar hacia atrás la cabeza para mantenerle la mirada. Era algo a lo que no estaba acostumbrada puesto que con aquellos tacones que llevaba, superaba el metro ochenta. Ante aquel hombre, los ojos le quedaban a la altura de sus anchos hombros.
Pero fue su rostro lo que llamó su atención. Su mentón era firme, su nariz recta y bien definida, sus pómulos parecían esculpidos en mármol y sus ojos… Sus ojos eran del color del chocolate, un marrón tan oscuro y tan hipnotizador que Della fue incapaz de apartar la mirada. Luego se dio cuenta de que no era el color ni la profundidad de sus ojos lo que le habían cautivado. Había sido el reconocimiento de algo en ellos tan sugerente como su deslumbrante sonrisa.
En cuanto Della lo identificó, la mirada del hombre se ensombreció, como si pensara que era capaz de ver dentro de él.
–Tenemos que dejar de vernos así –dijo él ampliando su sonrisa.
El tono de humor en su voz la sorprendió, especialmente después de cómo había cambiado la expresión de sus ojos. A pesar de eso, no pudo evitar devolverle la sonrisa.
–Es extraño, ¿verdad?
–Lo cierto es que yo pensaba en otra palabra.
–¿Cuál? –preguntó a pesar de que no quería saber cuál era.
–Casualidad –contestó él rápidamente–. Pensaba que era casualidad.
No sabía qué decir, así que agitó la entrada y señaló su asiento.
–Si no le importa, ése es mi sitio.
Se quedó mirándola unos segundos. Esta vez, sus ojos no delataron lo que se le estaba pasando por la cabeza.
–En absoluto –dijo, saliendo al pasillo para dejarla pasar.
Della se dio prisa en tomar asiento y ponerse a leer el programa antes de que dijera algo que diera inicio a una conversación.
No obstante, él no se dio por enterado.
–¿Qué tal su cena?
–Magnífica –contestó Della sin levantar la vista del programa.
Su breve respuesta no sirvió para disuadirlo.
–Acabé pidiendo faisán. Estaba muy bueno –dijo y al ver que Della no contestaba, añadió–: Debería probarlo la próxima vez que vaya a Palumbo’s. Se lo recomiendo.
Estaba intentando descubrir si vivía en la ciudad al igual que antes había intentado averiguar por qué no había ido nunca a Palumbo’s. Estaba intentando saber si había alguna posibilidad de volver a encontrarse, a pesar de la rosa y la butaca vacía que había entre ellos.
–Lo tendré en cuenta –dijo ella y continuó leyendo el programa.
Aun así, él siguió sin captar la indirecta.
–¿Sabe? Apenas conozco gente de mi generación a la que le guste la ópera –dijo intentando una nueva vía–. Sobre todo para verla en directo o para pagar por asientos de palco. Debe de gustarle mucho.
Della suspiró para sus adentros, maldiciendo por el cambio de conversación. No había manera de que pudiera resistirse a hablar de una de sus aficiones favoritas.
–Lo cierto es que me encanta –dijo sin poder evitarlo, dejando caer el programa en su regazo.
Cuando volvió a mirarlo, su expresión dejaba bien claro que sentía pasión por la ópera y que estaba tan encantado como ella de estar allí. La tristeza que anteriormente había asomado en sus ojos había desaparecido. Ahora se daba cuenta de que no eran del todo marrones, puesto que tenía destellos dorados.
–Me gusta la ópera desde niña –dijo ella–. Nuestra vecina era una gran aficionada y me enseñó a apreciar a los clásicos.
Lo que no dijo fue que su interés se debía a que la radio de la señora Klosterman se escuchaba a través de las finas paredes de su apartamento. Además, no se perdía los comentarios que hacía el presentador después de cada ópera.
–La primera vez que vi una en directo –continuó, sin mencionar que había sido en televisión–, me fascinó.
Lo cierto era que le hubiera gustado estudiar música y especializarse en ópera, pero ir a la universidad no había sido posible para una estudiante mediocre sin recursos económicos.
Por eso, después de acabar el instituto se había puesto a trabajar como mensajera en las oficinas de una de las casas de corretaje más conocidas y respetadas de Wall Street. Y aunque se había esforzado hasta llegar a ser secretaria, Della nunca había sacado tiempo para estudiar. Se había mantenido bastante bien con su salario, al menos mejor de lo que nunca había imaginado, y estaba contenta con cómo iba su vida. Hasta que su vida se había roto en mil pedazos y sólo le había quedado Geoffrey, que le había ofrecido una especie de refugio, no sin pagar un precio alto.
Como si la orquesta hubiera adivinado aquel pensamiento, la música empezó a sonar y las luces se fueron apagando. Della no pudo evitar dirigir una última mirada a su vecino de asiento, mientras el auditorio se quedaba a oscuras. Pero cuando vio que la estaba mirando, rápidamente dirigió su atención al escenario.
Después de eso, se concentró en el mundo de Mimi, Rodolfo y sus amigos bohemios, olvidándose de su realidad. Así, cuando las luces se encendieron en el intermedio, necesitó de unos segundos para regresar del París del siglo XIX al Chicago del siglo XXI. Parpadeó varias veces, respiró hondo y, antes de que pudiera evitarlo, miró a su compañero de butaca. Él la estaba mirando del mismo modo en que la había mirado cuando las luces se habían apagado, como si hubiera pasado la primera mitad de la ópera mirándola.
Volvió a sentir aquella extraña sensación en el estómago así que rápidamente miró a la gente que había a su alrededor. El esplendor de los vestidos de las mujeres, unido a las joyas que lucían, las hacía brillar en medio del teatro. Della observó que muchas mujeres tomaban del brazo a sus acompañantes al salir en el intermedio y cómo los hombres inclinaban la cabeza mientras ellas reían o hablaban.
Por un momento, sintió que aquella noche no pudiera durar para siempre. ¿No sería maravilloso poder disfrutar de noches como aquélla, sin tener que preocuparse de su coste o del riesgo de ser vista en un lugar donde no debería estar? Ni siquiera se acordaba de la última vez que había salido. Geoffrey la mantenía encerrada. Pasaba el tiempo leyendo libros, viendo películas o mirando las paredes que, al fin y al cabo, formaban parte de su prisión.
Aunque la casa que había conseguido Geoffrey carecía de rejas y tuviera muchas comodidades, Della se sentía como una prisionera. Y así sería hasta que Geoffrey le dijera que podía irse.
Pero esa idea tampoco le producía alivio, puesto que no tenía ni idea de a dónde iría o lo que haría una vez Geoffrey decidiera que ya no la necesitaba. Tendría que volver a empezar de cero, al igual que había hecho al dejar su antiguo vecindario.
Razón de más para disfrutar de esa noche, se dijo. ¿Quién sabía lo que le depararía el futuro en las próximas horas?
–¿Qué le parece de momento?
Se giró al oír la aterciopelada voz de barítono y sus latidos se aceleraron al ver su mirada. Tenía que controlarse. No sólo era un sinvergüenza por estar flirteando con una mujer cuando se suponía que estaba con otra, sino que era de la clase de hombres que estaba fuera de su alcance.
–Tengo que confesar que La Bohème no es de mis favoritas –admitió Della–. Creo que Puccini fue algo comedido al componerla, comparado con la euforia de obras como Manon Lescaut. Pero me está gustando mucho.
Claro que eso tenía algo que ver con su acompañante de palco, pero no tenía por qué decírselo.
–¿Y usted? ¿Cuál es su veredicto? –preguntó ella.
–Creo que la he visto demasiadas veces como para ser objetivo –respondió él–. Pero es interesante eso que dice de que Puccini fuera comedido. Siempre he pensado eso. De hecho, me gusta más la interpretación de Leoncavallo del libreto de Murger.
–A mí también –dijo ella sonriendo.
–Somos minoría.
–Lo sé.
–De hecho, me gusta más La Bohème de Leoncavallo que su Pagliacci, una opinión que puede hacer que te echen de muchos teatros de ópera.
Ella rió.
–A mí también me gusta más que Pagliacci. Parece que a los dos nos echarían.
Él también sonrió y ambos se quedaron en silencio, como si ninguno de los dos supiera qué decir. Después de unos tensos segundos, fue Della la que rompió el silencio.
–Bueno, si ya ha visto muchas veces La Bohème, y le gustan más otras óperas, ¿por qué está aquí esta noche?
–Tengo abonos de temporada –contestó encogiéndose de hombros.
Había hablado en plural, lo cual significaba que el asiento vacío del al lado era suyo también. Quizá había alguien que lo había ocupado otras noches. ¿Su esposa tal vez?
Miró su mano, pero no vio anillo alguno. Aun así, había muchas personas casadas que no llevaban anillos. Della se preguntó quién solía acompañarlo y por qué no había ido esa noche. Esperó a ver si daba alguna explicación sobre la misteriosa butaca vacía.
–Por eso sé que no suele venir en las noches de estreno y ocupar esa butaca –dijo sonriendo–. Me habría dado cuenta.
Della intentó ignorar las mariposas de su estómago.
–Es la primera vez que vengo aquí –confesó.
–Su primera vez en Palumbo’s, en el Lyric… Se acaba de mudar a Chicago, ¿verdad?
Se ahorró contestar porque los dioses la estaban sonriendo. Una pareja se había acercado a saludar a su compañero de asiento, dirigiéndose a él como Marcus. Luego siguieron hablando hasta que las luces comenzaron a apagarse. La pareja se marchó y Marcus volvió a mirar a Della.
–¿Ve bien desde donde está? –dijo y dio unas palmadas a la butaca vacía–. Quizá vea mejor desde este asiento. Tiene que disfrutar del mejor ángulo para Addio Dolce Svegliare Alla Mattina.
Aquellas palabras en italiano fluyeron como si hablara aquel idioma a la perfección.
Aunque no le parecía que fuera a haber mucha diferencia entre un asiento y otro, Della se sintió tentada a aceptar su ofrecimiento. Quien fuera que solía sentarse allí, era evidente que no iba a ir. Y no parecía importarle. Así que quizá su relación con la persona que habitualmente ocupaba esa butaca no fuera una relación amorosa, a pesar de la rosa roja.
Quizá fuera mejor mantenerse alejada de aquel hombre y no compartir más que aquella conversación sobre ópera. Podía ser un recuerdo más de aquella estupenda noche.
–Gracias, pero veo bien desde aquí –dijo.
Y así era, se dijo ella. Al menos de momento y por esa noche. Pero, desgraciadamente, no para siempre.