Capítulo
9
Al llegar a su puesto de trabajo en el
periódico, Mabel encendió el ordenador y sin demora accedió a su
correo electrónico del servidor de las Bahamas. Habían pasado
varios días desde que había insertado el anuncio en la sección de
«Varios» y recibía decenas de respuestas de toda clase: algunas
obscenas, con imágenes de zoofilia, otras de criadores de perros y
gallos para ofrecerle los mejores ejemplares de sus granjas, de
solterones que intentaban ligar, de poetas frustrados que escribían
loas sobre el amor humano a los animales... Cada loco con su tema,
pensó ante la imaginación vertida por sus anónimos comunicantes.
Leyó uno a uno los mensajes y los borró.
La señal de entrada de un nuevo correo
electrónico parpadeó en su monitor. Lo abrió por inercia y leyó el
texto: «El perro y el gallo caminan juntos, pero no dejan
huellas...». No le encontró ningún sentido. Otro bromista aburrido
desde primera hora de la mañana. Iba a borrarlo, como minutos antes
había hecho con el resto, pero se contuvo. El texto se limitaba a
reproducir el contenido del anuncio con una frase añadida: «...
pero no dejan huellas...». Releyó el mensaje varias veces y
comprobó que, a diferencia de los otros, carecía de nick. Nadie se
identificaba como remitente. Descolgó el teléfono y llamó a
Munárriz para consultarle.
—Muy extraño —opinó desde el otro lado de la
línea—. Quien sea responde con otro mensaje críptico.
—O no —dijo Mabel—. Quizás alude a la falta
de huellas de los tipos que lucen el tatuaje. Eso evitó que lo
borrara. Si este correo guarda relación con ellos estoy segura de
que alguien pretende tantearnos. Saber qué perseguimos al publicar
el anuncio.
—Sí... Eso es...
—¿Le contesto?
—Hay que explorar todas las vías de
investigación —determinó Munárriz decidido—. Si tu contacto quiere
jugar a las adivinanzas, adelante. Respóndele con otro mensaje
ambiguo y tenme al corriente. Alguien ha mordido el anzuelo.
Mabel colgó y sin pérdida de tiempo escribió
en la pantalla: «Un hombre sin huellas no es nadie, como un gallo
sin cresta y un perro sin amo...». Colocó el cursor sobre el icono
de enviar y pulsó un clic en el ratón. Esperó nerviosa, y al
instante parpadeó la señal de entrada de un nuevo correo
electrónico. Abrió el contenido y comprobó que su comunicante
respondía al mensaje: «¿Quiere saber por qué el gallo perdió la
cresta y el perro a su amo?». Le dio un vuelco el corazón. Le
sudaban las manos. No se trataba de una broma. Alguien establecía
contacto. Escribió un escueto «Sí» y reenvió el correo. Con la
misma rapidez que minutos antes recibió la respuesta: «Mañana a las
16.30 horas en el Zurich». Imprimió el mensaje para mostrárselo a
Munárriz, y mediante otro correo preguntó cómo le reconocería.
Esperó impaciente la respuesta, pero a diferencia de las veces
anteriores no se produjo.
* * *
El Zurich, frente a la plaza de Catalunya,
estaba abarrotado hasta los topes. Resultaba imposible identificar
a su contacto entre la gente que entraba y salía sin tregua de la
cafetería. Algunos turistas accedían al local sólo para tomar
fotografías porque figuraba en numerosas guías de la ciudad, y
otros únicamente pretendían hacer uso de los lavabos.
De espaldas a la barra, Mabel y Munárriz no
perdían de vista la puerta y observaban a la muchedumbre que
transitaba por la acera camino de la calle Pelai o de la Rambla,
entre las estatuas vivientes que congregaban a curiosos y
carteristas. Munárriz miró su reloj. Pasaban cinco minutos de las
cuatro y media, la hora señalada para la cita. Mabel cabeceó
indecisa. Debía de haberlo supuesto. Le habían gastado una broma de
mal gusto.
—Esperemos cinco minutos más —le propuso
Munárriz para tranquilizarla.
Asintió decepcionada, bebió las últimas
gotas de un café cortado, pidió la cuenta y pagó. Munárriz la cogió
del brazo para salir del local, pero ella le retuvo. Alguien
vociferaba su nombre. Se giró y un camarero, de impecable
chaquetilla blanca, paseaba entre las mesas reclamando a Mabel
Santamaría con su nombre escrito a tiza en una pizarra.
—¡Soy yo! —afirmó levantando la mano y
acercándose al mozo.
—Le llaman al teléfono, señorita —dijo, y
señaló el final de la barra.
Cruzó una mirada de incertidumbre con
Munárriz y se encogió de hombros. Salvo ellos dos nadie más conocía
la cita. Ni siquiera sus compañeros del periódico. El auricular
descansaba sobre un montón de diarios viejos. Lo cogió y se lo pegó
al oído.
—Mabel Santamaría al habla, ¿dígame?
—Abandone la cafetería junto a su
acompañante —ordenó una voz grave en tono imperativo y dejo
extranjero—. Sigan la acera de la derecha en dirección a la calle
Bergara y encontrarán un Chrysler 300 matrícula 6354 EWE. Les
espera. Suban y les conducirá a mí.
Mabel repitió en voz alta las instrucciones
que recibía y Munárriz anotó en su libreta la matrícula del
automóvil. Intentó sonsacarle algo más, pero sus preguntas se
perdieron en el pitido intermitente de la línea vacía.
—Ha colgado —dijo perpleja—. ¿Qué
hacemos?
—Seguirle el juego —planteó Munárriz—. Nadie
se toma tantas molestias para gastar una broma.
—No me gustan las citas a ciegas —protestó
nerviosa.
—A mí tampoco.
Salieron de la cafetería y caminaron por la
acera de la derecha de la calle Pelai hacia la intersección de
Bergara. Un Chrysler 300 de color gris metalizado y la matrícula
reseñada avanzó lentamente hacia ellos, hizo una señal con las
luces y se detuvo a su lado. Munárriz se desabrochó la americana
para tener el arma a mano.
—¡Suban! —dijo el conductor. Se acomodaron
en el asiento trasero y arrancó en dirección a la plaza de
Catalunya.
—¿Adónde vamos? —le interrogó Mabel.
Lejos de obtener respuesta oyó un zumbido y
una mampara de cristal tintado les aisló del chófer. Munárriz tiró
con disimulo de la manija de la puerta y comprobó que estaba
bloqueada. Acarició su arma y respiró tranquilo. El Chrysler subió
por el paseo de Gràcia, se detuvo en un semáforo y sonó un teléfono
acoplado a los pies del asiento. Mabel descolgó.
—Sí —habló enérgica.
—Señorita —dijo la misma voz que minutos
antes—, dentro de poco tendremos el placer de conocernos. Le ruego
que disfrute del paseo. Tranquilícese. Nada malo va a ocurrirle. De
lo contrario no habría permitido que su acompañante, el inspector
Sebastián Munárriz, de la Unidad de Inteligencia Criminal,
conservara su arma. Hasta pronto.
Su interlocutor colgó sin darle opción a
efectuar ninguna pregunta. El Chrysler se dirigió hacia la parte
alta de la ciudad, subió por la calle Major de Sarrià, enlazó con
el paseo de Santa Eulàlia y entró en el llamado Desierto de Sarrià,
una zona olvidada por la mayoría de los barceloneses.
El coche zigzagueó por un dédalo de calles
estrechas, flanqueadas de casonas señoriales. Entró en una calle de
muros de piedra tapizados por espesas hiedras y se detuvo frente a
un portón de hierro. El conductor esperó y un hombre vestido de
terno abrió la verja. El Chrysler paró bajo el porche que daba
acceso a la vivienda, una mansión de dos pisos rodeada de un amplio
jardín algo descuidado, una fuente barroca de dos piletas cuajadas
de musgo y una alfombra de hojas secas. Munárriz oyó un leve clic y
supuso que el chófer había desbloqueado la puerta. La abrió y
descendieron.
—Síganme, por favor —les pidió el
conductor.
Accedieron a un vestíbulo de estatuas
polvorientas de atletas griegos de mármol y recorrieron un pasillo
que conducía a un salón abierto al jardín por una galería de madera
y cristales emplomados. De espaldas, sentado en una silla de ruedas
frente a una mesa de trabajo, un minusválido leía un libro.
—Signore —dijo el chófer para reclamar su
atención.
El minusválido empujó con las manos las
ruedas de la silla y se encaró a ellos. Era un hombre de aspecto
saludable, porte atlético, brazos musculosos, cabello castaño, de
unos cincuenta años, vestido con un suéter de lana y camisa azul de
cuello duro. De la cintura para abajo estaba cubierto hasta los
pies por una frazada.
—Benvenuti —les saludó—. ¿Qué tal el paseo,
señorita? Tomen asiento, por favor. ¿Les apetece una taza de
té?
Aceptaron. El chófer salió del salón y el
minusválido impulsó las ruedas hasta colocarse al otro lado de una
mesa de centro con la superficie agujereada por la carcoma.
—¿Por qué sabe nuestros nombres? —soltó
Mabel impaciente—. ¿Quién es usted?
—Me llamo Giovanni Falcone, y para abrirles
las puertas de mi casa he hecho antes algunas indagaciones. Ya
saben que en Internet hay mucho loco suelto.
—Conoce mi condición de inspector de policía
—intervino Munárriz desafiante.
—Así es —admitió Falcone sin alterarse por
la agresividad vertida en las preguntas—. Pero eso ahora no
importa. Pusieron un anuncio en el periódico. Buscan información y
yo puedo dársela.
—¿A cambio de qué? —inquirió Munárriz.
—De nada. Sólo quiero ayudarles. Ustedes
deciden. Son libres de quedarse o marcharse, pero no toleraré ni un
segundo más su tono impertinente.
—Ya no quedan buenos samaritanos —ironizó
Mabel.
—No soy ningún alma caritativa —replicó
Falcone—. Sólo pretendo ayudarles.
—¿Por qué? —insistió Munárriz en su
desconfianza.
—Eso tampoco importa —atajó para zanjar la
cuestión—. Tendrán que confiar en mí. De cualquier modo no pierden
nada por escucharme un rato.
Munárriz asintió. Falcone no parecía mala
persona, aunque ocultaba sus verdaderas intenciones. Pensó en la
posibilidad de que persiguiese una venganza personal. Quizás algún
tipo con un tatuaje en la lengua le había atado a una silla de
ruedas de por vida. El chófer entró en el salón, dejó el servicio
de té sobre la mesa de centro y se retiró. Falcone sirvió las
tazas, cogió la suya y dio un sorbo.
—Su anuncio decía —abordó tras posar la taza
en la mesa— que «el perro y el gallo caminan juntos», y deduzco que
alude a cierto tatuaje de una cabeza de perro coronada por un
gallo. ¿Me equivoco?
Mabel consultó a Munárriz con la mirada.
Abrió su bolso y dejó encima de la mesa, junto a la tetera y las
tazas, las fotografías del muerto aparecido en el Bogatell, del
tatuaje que mostraba en el envés de la lengua y de su mano sin
dermopapilas.
—Bien —suspiró Falcone al ver las imágenes—.
¿Qué desean saber?
—Todo —respondió Mabel—. ¿Quién es?, ¿por
qué carece de huellas?, ¿qué significa este tatuaje?
—¿Saben algo de sociedades secretas? —les
interrogó mirándoles fijamente a los ojos.
—¿Masonería? —aventuró Munárriz.
—Nada de eso, inspector —abortó Falcone—.
Hablo de sociedades secretas de verdad. De sociedades de las que
nadie ha oído hablar y que actúan en la sombra con un poder y
secretismo absolutos.
Munárriz permaneció en silencio. Desconocía
adónde quería llegar Falcone. Mabel, en algunos de sus artículos,
había desenmascarado a organizaciones fundadas con fines
fraudulentos, a timadores sin escrúpulos que se escudaban en
milagros para desplumar a incautos, desesperados, o simplemente a
devotos convencidos. Pero no se consideraba una experta en el
tema.
—Escuchen —les rogó Falcone—. Este sujeto
pertenece a la Orden del Perro y el Gallo...
—¿Una orden religiosa? —inquirió
Mabel.
—No de manera estricta —le corrigió
Falcone—. La historia viene de lejos —continuó dispuesto a darles
toda clase de explicaciones—. En el siglo quinto apareció en
Francia la Orden de los Caballeros del Perro, una orden religioso
militar reconocida y aceptada por la Iglesia cuya misión consistió
en mantener viva la fe y luchar contra las ofensas sacrílegas a los
cristianos. Tras la primera Cruzada la orden se disolvió y sus
miembros se integraron en otras de carácter similar.
—Una milicia semejante a los templarios
—auguró Munárriz.
—En su concepto de la defensa de la fe puede
decirse que sí —admitió Falcone—, pero su regla y función diferían
en muchos aspectos.
—Siga, se lo ruego —dijo Mabel atenta.
—La Orden de los Caballeros del Perro adoptó
como emblema la silueta de una cabeza de perro, símbolo de su
fidelidad a Dios, y más tarde, como testimonio de su constante
vigilancia del precepto cristiano, le añadieron un gallo.
—¿Insinúa que este hombre pertenece a la
Orden de los Caballeros del Perro, a una sociedad secreta que se
extinguió hace mil años? —dijo Mabel incrédula.
—No pretendo tal cosa —negó Falcone.
—Ha dicho...
—Que este hombre —le interrumpió algo
molesto— pertenece a la Orden del Perro y el Gallo —enfatizó para
mostrarle la diferencia.
—Entiendo... —musitó Mabel.
—Como decía —siguió para entrar en
detalles—, la Orden de los Caballeros del Perro se disolvió al
ponerse en marcha la primera Cruzada, y nunca más se volvió a saber
de ella hasta el siglo diecinueve.
—¿Se ha refundado? —especuló Munárriz.
—De alguna manera sí —respondió Falcone tras
una breve pausa—. Intentaré explicárselo de forma resumida. En el
siglo trece santo Domingo de Guzmán, durante su predicación en el
Languedoc contra la herejía cátara, creó una orden religiosa que
comprende la Ordo Fratrum Praedicatorum y las religiosas de la
Segunda y Tercera Orden.
—Los dominicos —interpretó Mabel.
—Eso es —corroboró Falcone, y le preguntó—:
¿Sabe por qué se llaman dominicos?
—Por su fundador, santo Domingo.
—Buen intento —alabó con una sonrisa—, pero
su respuesta es incorrecta. En mil doscientos veintinueve, tras
celebrarse el Concilio de Tolosa, se instituyó la Inquisitio
Hereticae Pravitate, un tribunal eclesiástico en manos de los
obispos que tuvo a Robert de Brouge como primer rector.
—La Inquisición —soltó Munárriz.
—Sí, o mejor dicho, el Santo Oficio de la
Inquisición. Dos años después —siguió—, Gregorio IX organizó y dotó
de medios a este tribunal eclesiástico y nació la verdadera
Inquisición, la Inquisición Pontificia, que confió su autoridad y
poder a los miembros de la Ordo Fratrum Praedicatorum, que a partir
de ese momento se convirtieron en los Domini canis, los dominicos o
«perros del Señor». La crueldad de los frailes dominicos llenó de
hogueras la Europa cristiana, y el mismo Papa se encargó de moderar
su celo decretando que cada inquisidor dominico tuviera un homónimo
franciscano.
—¿Un inquisidor del siglo Veintiuno? —dijo
Munárriz, y señaló poco convencido al tipo de la fotografía.
—Peor, mucho peor —lamentó Falcone en tono
grave—. La Inquisición actuó con mano de hierro, y en su país hubo
adeptos especialmente crueles, como Diego Rodríguez Lucero,
inquisidor de Córdoba, que en un solo acto de fe quemó vivas en la
hoguera a ciento siete personas. En el resto de Europa las cosas no
fueron mucho mejor. Los dominicos actuaban sin piedad contra los
herejes, y durante seis siglos la Iglesia impuso su voluntad,
porque como departamento de Estado, el tribunal de la Inquisición
también se utilizó con fines políticos.
—Hasta su abolición en las Cortes de Cádiz
de mil ochocientos trece —recitó Mabel recordando sus años de
instituto.
—Sí —ratificó Falcone—, pero la supresión
definitiva de la Inquisición se produjo durante la regencia de doña
María Cristina, que decretó su total abolición el quince de julio
de mil ochocientos treinta y cuatro. A partir de esa fecha los
frailes negros o dominicos vieron su esfuerzo de seis siglos
desvanecerse, y algunos no lo aceptaron...
—Y fundaron una nueva orden —dedujo
Mabel.
—Más o menos —sonrió Falcone para distender
la charla—. Varios dominicos, expulsados de la orden por no acatar
la abolición, decidieron actuar por su cuenta, mantener vivo el
espíritu de la Inquisición al margen de la legalidad vigente y de
la Iglesia. Estaban desorganizados, carecían de medios y pronto
cayeron en las redes de la justicia. Pero había más gente, miembros
de sociedades religioso militares que no querían perder las
prerrogativas adquiridas durante siglos para luchar en defensa de
su religión.
—Fanáticos... —los definió Munárriz.
—Buen calificativo —admitió Falcone—. Pero
no resultaron peligrosos hasta que decidieron organizarse,
hermanarse en una sociedad única y un mismo fin.
—¿Cuándo ocurrió tal cosa? —dijo
Mabel.
—En el momento que aparecieron los
modernistas. A finales del siglo diecinueve el modernismo, un
movimiento que tenía como base el agnosticismo y el inmanentismo y
consideraba, en contra de la doctrina de la Iglesia, que sólo se
accedía a la divinidad mediante un sentimiento interno, creció como
la espuma. En mil novecientos siete Pío X condenó el modernismo en
su encíclica Pascendi, pero el movimiento había arraigado y cada
día surgían más voces contrarias a la Iglesia que cuestionaban la
verdad bíblica, como Charles Darwin y su teoría de la evolución de
las especies, que barrió de un plumazo los preceptos de la Creación
vertidos en el Génesis...
—La Iglesia estaba acorralada —planteó
Munárriz convencido.
—De alguna manera sí —convino Falcone—, y
esa circunstancia obligó a los reaccionarios a fusionarse bajo una
sola voz y un mando único para sumar esfuerzos contra los herejes.
En mil ochocientos ochenta y siete —relató—, un grupo de ancianos
dominicos expulsados de la orden convocó a una reunión de todas las
sociedades secretas católicas que actuaban en la clandestinidad, y
tras un largo debate en la iglesia delle Anime del Purgatorio ad
Arco, en Nápoles, fundaron la Orden del Perro y el Gallo con
militantes de distintas sociedades e ideologías pero con un sentir
común: el odio a los enemigos de la Iglesia... La nueva orden se
asentó en tres pilares básicos y fundamentales: luchar contra los
infieles, defender las enseñanzas del catolicismo ortodoxo y evitar
que sus secretos fuesen revelados.
—Una orden religioso militar a la antigua
usanza —determinó Munárriz.
—Y se reconocen entre ellos —incidió Mabel—
por un tatuaje bajo la lengua de una cabeza de perro coronada por
un gallo.
—Sí —respondió Falcone a las afirmaciones de
ambos—. Desde entonces la Orden del Perro y el Gallo se ha
convertido en el principal problema de la Iglesia porque actúa al
margen de su mandato y doctrina. Sus miembros juran la militancia
bajo el lema «No a nosotros, Señor, sino a tu nombre sea dada toda
la gloria», el mismo que proclamaban los caballeros templarios al
entregar su vida para defender y preservar Tierra Santa. Se someten
a un duro entrenamiento militar equiparable a las Unidades Delta
americanas, en sus reuniones visten hábito de tela de saco ceñido
por un bordón blanco y negro del que pende una cruz de madera, se
borran con ácido las huellas de las manos y los pies para evitar
ser identificados, cruzan las fronteras de manera clandestina,
mortifican su cuerpo para purificarse, nunca actúan en su país de
origen, se comunican mediante el código Morse y se entienden en
esperanto, la lengua oficial de la orden...
—¿Esperanto? —repitió Munárriz
boquiabierto.
Falcone asintió.
—Hay adeptos de todo el mundo, de diferentes
nacionalidades e idiomas, que por tradición se comunican en
esperanto porque el año de fundación de la orden el profesor Ludwik
Zamenhof dio a conocer su lengua de ámbito universal.
—¿Y el Morse? —intercedió Munárriz.
—Les permite enviar mensajes de alto nivel
con medios muy rudimentarios.
—¿Qué representa el gallo en el tatuaje?
—siguió Mabel sin darle tregua.
—El gallo representa a Cristo, porque según
san Gregorio, antes de elevar su canto que incita a la primera
oración del día, el gallo golpea su cuerpo con las alas en señal de
penitencia.
—Llegamos a la conclusión de que este sujeto
pertenece a la Orden del Perro y el Gallo —reflexionó Munárriz—.
Pero ¿quién le mató?
—Para esta pregunta no tengo respuesta
—admitió Falcone pensativo—. Pero la regla de la orden es sumamente
estricta y cualquier adepto que falla en su misión es
ejecutado.
—Según he entendido —siguió Mabel—, la
principal misión de la orden consiste en luchar contra los enemigos
de la Iglesia, defender sus enseñanzas y evitar que salgan a la luz
los secretos del cristianismo.
—A grandes rasgos son sus objetivos
primordiales —convino Falcone.
—Los dos primeros entran en la lógica, pero
¿a qué secretos se refiere?
—Es un tema delicado —aventuró
Falcone.
—Tan delicado como la alquimia y el grial
—apostilló Munárriz.
—¿Usted sabe...?
—Adelante. A estas alturas pocas cosas me
sorprenden.
Mabel cogió la taza de té con ánimo de
permanecer callada y dejar que Munárriz llevara la iniciativa. Tras
la visita al asilo de disminuidos y la llamada a la Biblioteca
Nacional, también compartía la hipótesis de una conexión entre el
intento de robo del Beato de Gerona, el muerto del Bogatell y el
accidente simulado de Begoña Ayllón.
—En la dilatada historia del cristianismo
—arrancó Falcone—, desde los templarios hasta los cátaros,
numerosas órdenes han tenido como misión la custodia de los
secretos del grial, y los miembros de la Orden del Perro y el Gallo
se consideran herederos de ese sacro deber. Sospecho —conjeturó—
que la orden es responsable de la desaparición del grial de
Nanteos, en Gales del Norte, un antiguo vaso de madera que curaba
las enfermedades. A finales del siglo diecinueve todavía se exhibía
al público, pero un buen día desapareció de forma misteriosa.
—¿Por qué lo robaron? —indagó
Munárriz.
—Para custodiarlo y evitar que sus secretos
cayeran en manos herejes. Proteger objetos que consideran
reveladores de la esencia de Cristo forma parte de su
cometido.
—Una leyenda...
—No se trata de ningún cuento chino —arreció
Falcone enérgico—. La existencia del grial de Nanteos está
documentada. Richard Wagner lo contempló en mil ochocientos
cincuenta y cinco, y algunos musicólogos sostienen que este grial
inspiró su última obra, Parsifal.
—Un supuesto miembro de la Orden del Perro y
el Gallo intentó robar el Beato de Gerona —recordó Munárriz para
incitarle a seguir.
—Lo desconocía —admitió Falcone interesado—.
Pero no me extraña porque el Beato de Gerona figura entre los
Comentarios al Apocalipsis mejor conservados y muestra cien
miniaturas de carácter hermético. Si intentaron robarlo puede estar
seguro de que alguna de sus láminas o páginas esconde un secreto
fundamental y revelador sobre la verdad del cristianismo.
—¿Matarían para preservar un secreto?
—No le quepa la menor duda. Pueden matar y
morir por defender su causa. —Munárriz sacudió la cabeza—. Por
defender el grial y los secretos que entraña —insistió Falcone—.
Los secretos de la alquimia que permiten obtener la quintaesencia.
Déjeme explicarles algo: la principal fuente de ingresos de la
orden proviene de las transmutaciones alquímicas.
—¡Por Dios! —exclamó Munárriz—. ¡Si la
Iglesia condenó la alquimia!
—La Iglesia condenó a los falsos alquimistas
o sopladores —le corrigió Falcone—. El papa Juan XXII dictó en mil
trescientos diecisiete el decreto Spontent quas non exhibent para
sancionar la fabricación y venta del «oro ignóbil». Pero lo hizo
para proteger a los verdaderos alquimistas. Le diré más. Según
algunos documentos el propio Papa practicaba la alquimia y varios
especialistas le atribuyen el tratado Ars transmutatoria, publicado
en el siglo dieciséis.
—¿Un papa alquimista?
—Cuesta creerlo. Pero en mil trescientos
treinta y cuatro, cuando murió a los noventa años de edad, se
descubrió en los subterráneos del palacio pontificio de Aviñón un
tesoro de lingotes de oro y plata, supuestamente procedentes de sus
transmutaciones, que almacenaba con el propósito de recuperar
Tierra Santa. Además creó varias órdenes religioso militares, como
la de Montesa en España y Cristo en Portugal...
—Monjes metidos a fabricantes de oro. —Las
palabras de Munárriz sonaron a burla.
—No olvide que la alquimia posee un gran
contenido espiritual. Para los alquimistas —razonó Falcone— la
ciencia, la filosofía y la espiritualidad caminaban por la misma
senda, porque cualquier logro científico se atribuye a la voluntad
de Dios.
—¿Quién enseñó a los miembros de la Orden
del Perro y el Gallo las claves de la transmutación? —preguntó
Mabel, que hasta ese instante había guardado silencio.
—Los dominicos —aseguró Falcone—, los
paladines de su fundación. Los dominicos y los franciscanos, a
quienes el papado encomendó la puesta en marcha de la Inquisición,
fueron notables alquimistas. De hecho algunas de sus torturas y
condenas tuvieron como finalidad obtener la fórmula de la
quintaesencia.
—Buscaban el secreto y no dudaron en tachar
de hereje a quien lo poseía para torturarle hasta que lograban su
confesión —dedujo Mabel.
—Una leyenda afirma que santo Domingo de
Guzmán obtuvo la piedra filosofal —prosiguió Falcone—. El santo
transmitió sus conocimientos a Alberto el Magno, que a su vez
instruyó en los secretos de la alquimia a Tomás de Aquino, cuyos
escritos aluden de forma continua a la transmutación de los
metales. No tiene más que leer su Summa theologica y sabrá a qué me
refiero. En uno de sus párrafos asegura que la principal función
del alquimista consiste en transmutar los metales imperfectos, de
manera real y nunca fraudulenta. También se le atribuye el Tratado
del arte de la alquimia, del cual se conserva un manuscrito en la
biblioteca de la Universidad de Leyden, y el Tratado de la piedra
filosofal. —Munárriz cabeceó, algo aturdido—. En el orbe cristiano
—disertó Falcone— nadie discute que la alquimia prosperó gracias a
los numerosos monjes dedicados a ella. Hasta finales del siglo
trece los monasterios de Europa fueron centros de estudios
alquímicos. En el capítulo de la Orden Dominica celebrado en
Rimini, en mil doscientos ochenta y ocho, se trató ampliamente la
alquimia, porque entre los dominicos hubo grandes científicos, como
Alberto el Magno, a quien se atribuyen obras tan importantes como
De rebus metallicis et mineralibus, De lapis philosophorum y
Compositio de compositis.
—¿Desde la Edad Media los dominicos
custodian los secretos de la alquimia?
—Así es —certificó Falcone—. Pero no
conviene olvidar que los franciscanos también destacaron por su
experiencia alquímica. La obra Crónica, escrita en mil doscientos
cincuenta y ocho por Salimbene, un notable franciscano hijo del
caballero Guido de Adamo, habla de sus conocimientos alquímicos.
Fray Elías de Cortona, discípulo de san Francisco de Asís, viajó a
Tierra Santa y parece probado que allí aprendió de alquimistas
musulmanes los secretos de la transmutación. Arnaldo de Vilanova,
autor del Rosarium philosophorum, creó escuela entre los
alquimistas franciscanos, como Ramón Llull o Juan de Rupescissa,
autor del Libro de la quintaesencia.
—En definitiva —resumió Munárriz—, los
miembros de la Orden del Perro y el Gallo son fanáticos religiosos
que matan y mueren para proteger sus intereses económicos.
—No se confunda. El oro o el dinero, como
quiera llamarle, sólo les sirve para financiarse, para no depender
de una fuente de riqueza externa. Su verdadera misión consiste en
ocultar el secreto del grial, el gran secreto de la genealogía de
Cristo —matizó Falcone.
—La Virgen María como «vaso elegido»,
símbolo del único y verdadero grial —determinó Munárriz recordando
sus conversaciones con el padre Ramírez y el arquitecto Alfonso
Grau.
—Eso es —ratificó Falcone—. Para los
miembros de la Orden del Perro y el Gallo el grial nunca existió, y
como cáliz o copa simboliza a la Virgen María, a la madre del Hijo
de Dios hecho hombre y a su descendencia terrena. El hijo divino
representado por el oro alquímico y el hijo terreno por el oro
mineral. El gran secreto de la Iglesia que pretenden ocultar los
miembros de la Orden, y que acabaría con dos milenios de magisterio
si alguien aportara pruebas irrefutables de la existencia de una
dinastía de origen divino.
—Los gemelos Cástor y Pólux.
Falcone asintió entusiasmado.
—La iconografía cristiano medieval está
repleta de símbolos alusivos a los gemelos, al secreto de la
quintaesencia emparentado con Jesucristo y su hermano o hermanos.
Por eso la orden adoptó como emblema al perro y al gallo. Porque
además de la simbología que he citado, el gallo pertenece al
hermetismo alquímico y a su gran iniciado, Hermes Trismegisto,
representado por el número tres o un triángulo, porque sólo si el
gallo canta tres veces se obtiene la iniciación. Por este motivo el
apóstol Pedro sólo obtuvo la verdadera revelación tras negar a
Cristo tres veces antes del canto del gallo.
—¿Y el perro?
—El perro esconde la verdadera función de la
orden —dijo Falcone—. Simboliza a los dioses gemelos y aparece como
representación de Xólotl, una divinidad nahua gemela de
Quetzalcóatl y artífice de la segunda creación de la Humanidad,
como según la tradición está predestinada a serlo la descendencia
de Jesucristo.
—¿Qué postura mantiene la Iglesia frente a
esta orden?
—Nunca la ha condenado en público porque
oficialmente no reconoce su existencia, pero resulta obvio que está
fuera de su seno y tutela, e intenta combatirla para evitar
escándalos que le afecten de una manera directa.
—¿Una orden para preservar secretos? —dijo
Mabel sin salir de su asombro—. Nunca lo habría imaginado.
—Desde que el mundo es mundo —confirmó
Falcone— han existido órdenes o sectas empeñadas en ocultar
conocimientos que consideran destructivos.
—¿Dónde se esconden sus miembros?
—Nadie lo sabe, señorita. Sospecho que
algunos monasterios dominicos les dan protección de manera
extraoficial, pero nunca permanecen en el mismo sitio mucho tiempo
por cuestiones de seguridad. Para serle sincero no creo que tengan
un lugar determinado de encuentro. Se mueven de un lado para otro,
se reúnen en secreto. La mayoría de sus miembros son «durmientes»,
llevan una vida normal y sólo actúan si la orden lo requiere. Donde
ocurre un suceso extraño relacionado con la fe, puede estar seguro
de que detrás está la mano de la Orden del Perro y el Gallo.
—Ha hablado de una iglesia en Nápoles...
—recordó Munárriz.
—Sí. La iglesia delle Anime del Purgatorio
ad Arco, un templo del siglo diecisiete, tan bonito como
interesante, con presbiterio barroco, altar de mármol y trabajo de
taracea, pinturas del siglo dieciocho, un museo, una magnífica
estatuaria y lo principal, un hipogeo subterráneo repleto de
sepulturas excavadas en la tierra, con sus calaveras visibles,
donde fueron enterrados los fundadores de la orden y algunos de sus
miembros más destacados.
—Una iglesia dedicada a las almas del
purgatorio.
—Los fundadores de la orden no la eligieron
al azar. La iglesia fue construida por la nobleza napolitana, en
especial por la familia Mastrilli, que empleó parte de su fortuna
en socorrer a los pobres y procurarles un entierro digno. —Falcone
hizo una pausa y contempló satisfecho que sus interlocutores le
seguían con atención—. Los miembros de la orden son conscientes de
su desobediencia a la Iglesia —prosiguió—, pero creen en el perdón
divino porque actúan a favor de la fe y luchan contra todos sus
enemigos. Por eso piensan que al morir viajarán al purgatorio, el
lugar que acoge a los justos que abandonan este mundo con alguna
mácula, y que del limbo serán rescatados por la mano de Dios. La
única justicia que reconocen.
—Señor Falcone —dijo Mabel incisiva—, ¿cómo
sabe todo esto?
—Soy historiador y he invertido muchos años
en seguir los movimientos de la Orden del Perro y el Gallo. Y a
ustedes —contraatacó— ¿qué les mueve a investigar?
—Escribía un artículo sobre muertos sin
identificar y se cruzó en mi camino este cadáver en la playa del
Bogatell —contestó Mabel.
—Ya... —musitó Falcone—. ¿Y a usted,
inspector?
—Voy de comparsa —sonrió.
—¿Alguna pregunta más?
—No —respondió Mabel recogiendo las
fotografías de la mesa.
—Entonces demos por terminada la reunión
—concluyó Falcone—. Espero haberles sido de ayuda. Mi chófer les
dejará donde le indiquen.
Impulsó las ruedas de la silla y se colocó
frente a la galería acristalada del jardín para observarles
mientras subían al Chrysler. El hombre del terno abrió la verja y
el automóvil arrancó.
Falcone retiró la frazada que le cubría las
piernas, se levantó y caminó hacia la mesa de despacho. Abrió uno
de los cajones y cogió dos carpetas con el sello de Confidenziale
impreso en la portada, bajo el escudo de la tiara y las llaves de
san Pedro, dos expedientes elaborados por el Servicio de
Información del Vaticano sobre las actividades de Mabel Santamaría,
periodista de la sección de sucesos del diario La Vanguardia, y el
inspector Sebastián Munárriz, adscrito a la Unidad de Inteligencia
Criminal de Barcelona de la Comisaría General de Policía Judicial.
Hizo varias anotaciones y los dejó encima de la mesa. Se quitó la
peluca, la barba, las cejas y el bigote postizos, los metió en una
bolsa y la anudó.
El hombre del terno entró en el salón.
—Todo a punto para marcharnos, señor
—dijo.
—En diez minutos —convino Falcone—. Antes
tengo que hacer una llamada.
De un portafolios sacó un teléfono de alta
seguridad Ericsson, preparado para encriptar conversaciones, marcó
un número y esperó.
—Póngame con el cardenal Rudolph Böhm —dijo
autoritario al recibir respuesta—. De parte del padre Marco
Pestalozzi—. Esperó mientras el dispositivo de seguridad
identificaba su voz.
—¿Buenas noticias, padre Pestalozzi?
—arreció el director del Servicio de Información.
—Se han tragado el anzuelo, eminencia —dijo
satisfecho—. Son buenos profesionales. Nos conducirán hasta nuestro
objetivo. El padre Kurchenko se ha convertido en su sombra.
—No les pierda de vista —refunfuñó el
cardenal—, y téngame informado en todo momento.
—Confíe en mí, eminencia.
—Si no confiara en usted, padre —dijo el
cardenal algo brusco—, jamás le habría puesto al frente del Grupo
Operativo del Servicio de Información del Vaticano.
* * *
En su apartamento de la plaza de la
Virreina, Munárriz analizaba la información recopilada. A medida
que leía y releía las cientos de notas acumuladas en su bloc, Mabel
componía sobre una hoja de papel un organigrama con todos los
elementos y protagonistas unidos mediante líneas de distintos
colores. Poco a poco ataban cabos. No había duda, Begoña Ayllón
había descubierto un secreto oculto en las piedras de la Sagrada
Familia, un secreto que poseyó Gaudí y dejó para la posteridad en
parte de sus obras. Un «durmiente» de la Orden del Perro y el Gallo
descubrió sus investigaciones, Begoña Ayllón cruzó el límite y
decidieron actuar para proteger el secreto. La orden envió a un
sicario, la mató y simuló un accidente para no levantar sospechas.
Pero cometió un error. El «durmiente» averiguó que alguien indagaba
sobre la muerte de la restauradora y la orden decidió ejecutar al
sicario para borrar cualquier pista. El puzle tomaba forma.
—Estamos en un callejón sin salida
—dictaminó Mabel—. Tenemos un móvil, pero también un posible
asesino que jamás abrirá la boca porque está muerto. ¿Qué
propones?
—Seguir adelante.
—Si pudiéramos localizar al «durmiente»
tendríamos una posibilidad de llegar hasta la orden. Es nuestra
única oportunidad.
—Tienes razón —aprobó Munárriz—. Estos tipos
son escurridizos como las anguilas. No será fácil, pero hay que
intentarlo. Investiga en la Sagrada Familia —le propuso—. Estoy
convencido de que existe alguna conexión. Quizás alguien reconozca
al cadáver del Bogatell y aporte nuevas pistas. Yo averiguaré quién
es Giovanni Falcone —planeó mientras observaba atento el
organigrama y el único nombre sin líneas de colores.
—Nos ha sido de gran ayuda —le recriminó
Mabel ante su tenaz desconfianza—. Déjale en paz. No creo que
actuara de mala fe. Sólo tomó precauciones porque Internet está
lleno de zumbados.
—En esta vida no hay nada gratis —receló
Munárriz—. Ni siquiera pidió dinero para soltar lo que sabía.
—Un tipo que vive en una mansión como la
suya no tiene problemas para llegar a fin de mes.
—Puede que estés en lo cierto —reflexionó
Munárriz con una mano apoyada en la nuca—. Pero los dos sujetos que
había en la casa no parecían empleados domésticos.
—Haz lo que quieras. Aunque opino que
perderás el tiempo.
* * *
Al llegar a la Sagrada Familia, Mabel tuvo
la sensación de verla por primera vez. Levantó la vista y contempló
los pináculos cerámicos que remataban las torres, las inscripciones
latinas de exaltación al Señor, las estrellas de las ocho
beatitudes, los triángulos que componían extrañas figuras
geométricas y otros cientos de símbolos que Munárriz se había
esforzado en explicarle tras su charla con Alfonso Grau. De pie,
casi sin moverse, el templo adquirió para ella una nueva dimensión.
Mirar en ningún caso es sinónimo de ver. Gaudí coronó las torres
con remates redondeados, al estilo de los capiteles románicos y
góticos, que vistos de lejos semejaban una mitra episcopal, uno de
los símbolos del cristianismo. Gaudí levantó las torres para honrar
a los apóstoles y sabía que los obispos, sus báculos y anillos,
simbolizaban a los discípulos de Cristo. En el Templo Expiatorio de
la Sagrada Familia todo obedecía a un símbolo, tenía una doble
lectura. Gaudí construyó una iglesia, un templo para honrar a Dios,
pero también escribió un gigantesco libro de piedra que Begoña
Ayllón se atrevió a leer.
Recorrió el templo como una visitante más.
Se paró junto a un grupo de turistas y escuchó las explicaciones
que impartía la guía. Explicaciones que pasaban por alto la
interpretación hermética de su arquitectura. La Iglesia jamás
cuestionaría la ortodoxia de Gaudí, jamás reconocería que el
sanctasanctórum de la piedad barcelonesa escondía el misterio de la
transmutación alquímica, del grial, de la descendencia de Cristo.
El grupo se disolvió para tomar fotografías, comprar postales y
suvenires y Mabel se acercó a la joven delgada, provista de una
banderola, gafas y cara de cansancio.
—Perdona —le abordó—. ¿Llevas mucho tiempo
trabajando aquí?
—Cinco años —respondió la muchacha, gustosa
de abrir la boca para algo más que repetir como un loro la historia
del templo—. Desde el mismo día que obtuve la licencia de
guía.
—¿Atiendes a mucha gente?
—A mucha más de la que quisiera —dijo la
chica sin perder de vista a su grupo.
—Ya —suspiró Mabel, y le mostró la
fotografía del cadáver aparecido en el Bogatell—. ¿Recuerdas
haberle visto?
—¡Dios! —exclamó con una mueca de
repelús.
—Sufrió un accidente de tráfico —mintió
Mabel—. ¿Le has visto? —insistió.
—No —dijo sin convencimiento—. Pero no me
hagas caso. Cada día trato con cientos de personas. Somos varios
guías y quizá ni siquiera formó parte de mis grupos, o entró por
libre. Si me dices el nombre, la agencia, el circuito que
seguía...
—Déjalo —le interrumpió Mabel.
—Pregunta a las taquilleras. Por ellas pasan
todos los visitantes.
Mabel siguió su consejo y mostró la
fotografía a las encargadas de vender los tiques de entrada.
Ninguna reconoció al hombre. Preguntó a otros guías, pero tampoco
obtuvo una respuesta satisfactoria. El sujeto parecía invisible.
Descendió a la cripta, situada bajo el ábside, y caminó hacia la
tumba de Gaudí. Quería comprobar algunos aspectos que le había
comentado Munárriz. En la parte superior se distinguía claramente
la cruz de pata de oca, el emblema de la Orden del Temple, y otra
cruz en forma de equis, la cruz de la Orden de San Andrés del
Cardo, y, junto a ella, varios triángulos dispersos. Alguien le
tocó en el hombro.
—Disculpe —le dijo un vigilante jurado—.
Vamos a cerrar.
—Ya me iba —afirmó Mabel dispuesta a
salir.
—Si le queda algo por ver dispone de cinco
minutos.
—Da igual, gracias.
El vigilante la acompañó a la salida,
subieron la escalera y cerró la puerta de la cripta.
—¿Siempre revisa que nadie se quede dentro,
señor... Vázquez? —preguntó Mabel leyendo la tarjeta de
identificación prendida del bolsillo.
—Sólo si estoy de turno de tarde.
—Quizá pueda ayudarme —lanzó sin esperar una
respuesta, y le mostró la fotografía—. ¿Le ha visto?
Abdías cogió la foto, se la acercó a los
ojos y la observó con calma. Jamás había visto a Benayá pero intuyó
que se trataba del sicario de la orden. Se la devolvió con un gesto
de indiferencia.
—¿Por qué le busca? —preguntó procurando no
demostrar demasiado interés.
—No tiene importancia —dijo Mabel—. De todas
formas gracias.
Abandonó el templo y caminó en busca de su
Opel Astra, que había aparcado en un garaje de la calle Provença. A
escasa distancia, despojado de su uniforme de vigilante jurado,
Abdías controlaba sus movimientos. La vio entrar en el aparcamiento
y, apostado en la acera de los jardines de la plaza de la Sagrada
Familia, paró un taxi. Le rogó al conductor que esperara. El hombre
puso el taxímetro en marcha y asintió servicial. El Opel Astra
asomó el morro en la rampa del garaje.
—Siga a ese coche —le ordenó Abdías.
—¡Como en las películas! —bromeó el
taxista.
* * *
—Castilla —dijo Munárriz apoyado en la barra
de un bar con el teléfono móvil pegado a la oreja—, necesito que
compruebes una matrícula.
—Tan fácil como teclear el ordenador.
¿Dime?
—Un Chrysler modelo trescientos, 6354
EWE.
—Veamos —murmuró para sí Castilla—. ¿Estás
seguro?
—Segurísimo.
—Pues algo anda mal —afirmó—, porque
corresponde a un camión Volvo FL.
—No puede ser —gruñó Munárriz—. Ayer mismo
subí en ese automóvil.
—Lo dudo —negó revisando los datos de la
pantalla—. Según Tráfico se dio de baja hace un año por sufrir un
accidente de carretera. La compañía de seguros lo declaró siniestro
total.
Munárriz suspiró. Las cosas se torcían.
Desde una distancia prudente, sentado en su potente Kawasaki de
color negro y oculto tras la visera de su casco integral, el padre
Yuri Kurchenko controlaba todos sus movimientos.
* * *
Mabel estacionó su Opel Astra en la calle
Astúries. Abdías le indicó al taxista que parara en la plaza de la
Virreina. Pagó la carrera y desde las escaleras de la iglesia de
San Juan la observó entrar en el bloque de apartamentos. Cruzó la
calle a la carrera, sujetó la puerta para evitar que se cerrara y
esperó a que Mabel entrara en el ascensor. Oyó accionarse el motor
y comprobó en la ventanita del pulsador que se detenía en el
segundo piso. Subió por la escalera, desenroscó las bombillas de
los plafones para dejar el rellano a oscuras y llamó al
timbre.
—¿Quién es? —gritó Mabel desde el interior—.
¿Te has olvidado las llaves, Sebas?
Abrió la puerta y, sin tiempo a reaccionar,
Abdías le golpeó en el cuello con el borde cubital de la mano.
Mabel se desplomó sin sentido.
* * *
Munárriz metió la llave en la cerradura,
abrió la puerta y encontró el apartamento patas arriba y a Mabel
tendida en el suelo. ¡Cielo santo! Intentó reanimarla pero su
esfuerzo resultó en vano. Gracias a Dios su pulso latía firme.
Llamó a una ambulancia. ¿Qué había pasado? Le colocó compresas
frías en la cabeza y a los pocos minutos le pareció que balbuceaba
algo. Le llamaba en estado semiinconsciente.
—Sebas... Sebas...
—¿Qué ha ocurrido, cariño? —le susurró,
acariciándole la cara.
—No sé. Alguien llamó a la puerta... abrí...
No recuerdo nada más... —dijo aturdida, con temblor y frases
entrecortadas.
—No pienses en ello. Tranquilízate. Una
ambulancia está en camino.
A los pocos minutos escuchó el ulular lejano
de una sirena y respiró aliviado.
Los sanitarios le tomaron la tensión, le
auscultaron el pecho y, tras colocarle una vía conectada a una
botella de suero salino, la tendieron en una camilla para llevarla
al hospital.
—No parece grave —dictaminó el jefe médico
de la unidad—. Pero tenemos que hacerle algunas pruebas para
descartar un traumatismo craneal.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Munárriz
angustiado.
—Sólo está aturdida —certificó el médico—.
Ha sufrido una contusión muy fuerte. Si quiere viajar en la
ambulancia no hay inconveniente.
* * *
Abdías observaba los dibujos y fotografías
que había encontrado al resgistrar el apartamento de la plaza de la
Virreina. No entendía las extrañas operaciones matemáticas que los
acompañaban, pero dedujo que había hecho bien en informar a la
orden de las investigaciones de la joven restauradora. Ahora
entendía por qué sus superiores habían decidido matarla.
Estrujó los papeles hasta formar una inmensa
bola, la roció con alcohol de quemar y le prendió fuego en la pila
de la cocina. La llama ardió con intensidad durante unos minutos y
después se apagó. Abrió el grifo y el agua arrastró las cenizas por
el desagüe.
Se ató un cilicio en el muslo superior de la
pierna derecha, se tumbó en la cama turca y rezó repetidas veces el
rosario. A las doce en punto de la noche se levantó, liberó su
pierna del dolor lacerante de la disciplina y dejó el rosario en un
cajón de la mesita de noche. La herida le sangraba y la presionó
con un pañuelo.
Abrió las puertas del armario y se colocó
frente a su aparato de telegrafía. Tecleó los números de su código
secreto de comunicación —18-16/42-34— y la antena instalada en el
tejado se orientó hacia dichas coordenadas. Colocó los dedos índice
y medio sobre el manipulador y pulsó en código Morse su número
clave, el 315: tres puntos y dos rayas, un punto y tres rayas y
cinco puntos. Pasado un minuto recibió autorización para
transmitir, envió un mensaje en esperanto para informar de los
últimos acontecimientos y retiró los dedos del manipulador a la
espera de instrucciones. Al poco rato el receptor rompió el
silencio de la alcoba con su tartamudeo eléctrico: ti, tii, tiii,
tii, ti, ti, tiii...
Abdías cortó la cinta de papel repleta de
puntos y rayas. Cabeceó. Tenía que desaparecer. Sus superiores le
ordenaban trasladarse al punto de contacto 18º 16’ Este y 42º 34’
Norte. Buscó en un atlas la posición de las coordenadas y sus ojos
se posaron sobre una lejana ciudad croata.
* * *
Al salir los médicos de la habitación,
Munárriz les abordó con los nervios a flor de piel. Necesitaba
saber cómo estaba Mabel. Le remordía la conciencia no haberla
sabido proteger. Quizá habría sido mejor apartarla de la
investigación, pero ella jamás lo hubiese permitido.
—Sufre una pequeña conmoción pero sin
mayores consecuencias —dijo uno de los facultativos para
tranquilizarle—. En un par de días le desaparecerán los dolores de
cabeza y podrá marcharse a casa. Mientras la mantendremos en
observación.
—¿Puedo verla?
—Claro, hombre —sonrió el médico—. Procure
no cansarla. Está débil.
Entró en la habitación y la encontró
incorporada en la cama, la espalda recostada en una almohada y la
vista perdida. A través de un catéter le administraban diversos
tipos de sueros, y no podía mover el brazo. Habría querido
abrazarla. Se acercó y le besó los labios.
—¿Cómo te encuentras? —dijo Munárriz en voz
baja.
—Mucho mejor. Alguien entró en casa,
¿verdad?..
—Ahora eso no importa —replicó para
calmarla—. Sólo preocúpate de ponerte bien.
—Lo he recordado —insistió ella—. Llamaron
al timbre, abrí la puerta, había un hombre parado frente a ella, no
pude ver su cara, estaba oscuro...
—Olvídalo...
—¡Quiero saber qué ha ocurrido! —dijo
elevando el tono, y un acceso de tos le sacudió—. ¿Quién era ese
hombre?
—Vamos, vamos... —la serenó Munárriz—. No
hagas esfuerzos. No te conviene.
—¡Dime qué ha pasado!
—De acuerdo —aceptó para complacerla—. No
tengo ni idea de quién pudo ser, pero se llevó del apartamento las
fotografías y dibujos que Begoña Ayllón guardó en la taquilla de la
Biblioteca Nacional.
—Un miembro de la orden...
—Sí —admitió Munárriz—. Eso mismo pienso yo.
Nos han controlado. Estoy seguro de que ese maldito Falcone tiene
algo que ver.
—Ibas a investigarle.
—Lo hice. El Chrysler llevaba una matrícula
falsa.
—¿Por qué?
—No tengo ni pajolera idea —aceptó
derrotado—. Pero lo averiguaré.
—Los médicos dicen que dentro de un par de
días me darán el alta —dijo Mabel optimista—. Iremos a verle para
aclarar unas cuantas cosas.
—Tienes que apartarte de la investigación
—soltó Munárriz temiendo su reacción.
—¿Qué?..
—Es demasiado peligroso.
—Ni hablar —negó enfadada—. No olvides que
gracias a mi artículo has dado pasos de gigante. No puedes dejarme
al margen. No ahora...
—Sí puedo y lo haré —arremetió Munárriz
decidido—. ¿No lo comprendes? Tengo que protegerte. Necesito saber
que estás en un lugar seguro para moverme con absoluta
libertad.
—Acude a la policía —le propuso Mabel.
—Imposible. Me expedientarían por ocultar
información. Yo destapé la caja de Pandora y yo la cerraré.
—Sebas, tengo miedo... Tengo miedo por ti...
—le confesó Mabel cariñosa.
—No te preocupes. Sé cuidarme.
—¿Qué piensas hacer?
—De momento nada, hasta que salgas del
hospital.
—¿Y después? —incidió ella sabedora de que
la respuesta no iba a gustarle.
—He hablado con Castilla para pedirle que te
lleve a Elanchove. No puedes volver a mi apartamento, ni tampoco a
tu casa. No son lugares seguros. Castilla cuidará de ti mientras me
ocupo de esto.
—No puedes obligarle a que cuide de mí
—argumentó Mabel.
—Sí puedo. Los policías siempre podemos
cuando se trata de proteger a nuestras familias. Algún día lo
entenderás y también tú tendrás que sufrir mi ausencia.
Mabel asintió. Dos lágrimas de emoción
corrieron por sus mejillas. Por primera vez después de años de
relación, le había pedido, a su manera, que se casaran.
* * *
Munárriz se peinó los cabellos con la palma
de la mano. Precisaba canalizar todos sus esfuerzos en una misma
dirección. El percance de Mabel alteraba completamente sus planes.
Debía llevar la iniciativa. Pasar a la acción directa. No podía ir
a remolque de los hechos ni un segundo más. Estaba obligado a
seguir la única pista de que disponía: un muerto en la playa del
Bogatell, seguramente croata, según dedujo Castilla del análisis de
su adeene y la etiqueta de su camisa. La pista del sicario enviado
por la Orden del Perro y el Gallo para matar a Begoña Ayllón. Pero
antes tenía que averiguar qué papel jugaba Giovanni Falcone en la
trama.
Al volante de su Peugeot 407 intentó
reconstruir el itinerario del Chrysler para localizar la mansión.
Subió por la calle Major de Sarrià y siguió por el paseo de Santa
Eulàlia hasta entrar en el Desierto de Sarrià. Algunos detalles que
había memorizado le permitieron adentrarse en el dédalo de
callejuelas repletas de casonas señoriales decadentes. Hizo varios
intentos fallidos pero finalmente reconoció la calle que buscaba.
Aparcó el automóvil y siguió a pie. Apenas anduvo unos pasos y
encontró el portón de hierro que cerraba el jardín. Una gruesa
cadena de eslabones oxidados y un candado impedían abrirlo. Observó
el interior: la fuente barroca y sus dos piletas cuajadas de musgo,
el porche que protegía la puerta de entrada, la alfombra de hojas
secas... Todo igual. Llamó al timbre varias veces sin obtener
respuesta.
—Aquí no vive nadie —le advirtió alguien a
sus espaldas.
Se giró. Un barrendero municipal recogía las
hojas caídas.
—¿Cómo lo sabe?
—Llevo cinco años limpiando estas calles
—dijo el hombre apoyado en la escoba— y nunca he visto a los
propietarios.
—No puede ser —le contradijo Munárriz—.
Antes de ayer había gente.
—Serían de la inmobiliaria —aventuró
convencido—. La casa está en venta y a veces vienen a mostrársela a
la gente. Deben de pedir un pico por ella.
—¿En venta?
—Ahí tiene el rótulo —dijo señalando uno de
los balcones del primer piso—. Además, creo que se anuncia en los
periódicos.
Alzó la vista y comprobó que el barrendero
decía la verdad. En el primer piso el cartelón de una conocida
inmobiliaria anunciaba: «Se vende». Abatido, miró al hombre, le dio
las gracias y partió a toda velocidad en su automóvil. Alguien les
había organizado una mascarada.