Capítulo 9

 

Al llegar a su puesto de trabajo en el periódico, Mabel encendió el ordenador y sin demora accedió a su correo electrónico del servidor de las Bahamas. Habían pasado varios días desde que había insertado el anuncio en la sección de «Varios» y recibía decenas de respuestas de toda clase: algunas obscenas, con imágenes de zoofilia, otras de criadores de perros y gallos para ofrecerle los mejores ejemplares de sus granjas, de solterones que intentaban ligar, de poetas frustrados que escribían loas sobre el amor humano a los animales... Cada loco con su tema, pensó ante la imaginación vertida por sus anónimos comunicantes. Leyó uno a uno los mensajes y los borró.
La señal de entrada de un nuevo correo electrónico parpadeó en su monitor. Lo abrió por inercia y leyó el texto: «El perro y el gallo caminan juntos, pero no dejan huellas...». No le encontró ningún sentido. Otro bromista aburrido desde primera hora de la mañana. Iba a borrarlo, como minutos antes había hecho con el resto, pero se contuvo. El texto se limitaba a reproducir el contenido del anuncio con una frase añadida: «... pero no dejan huellas...». Releyó el mensaje varias veces y comprobó que, a diferencia de los otros, carecía de nick. Nadie se identificaba como remitente. Descolgó el teléfono y llamó a Munárriz para consultarle.
—Muy extraño —opinó desde el otro lado de la línea—. Quien sea responde con otro mensaje críptico.
—O no —dijo Mabel—. Quizás alude a la falta de huellas de los tipos que lucen el tatuaje. Eso evitó que lo borrara. Si este correo guarda relación con ellos estoy segura de que alguien pretende tantearnos. Saber qué perseguimos al publicar el anuncio.
—Sí... Eso es...
—¿Le contesto?
—Hay que explorar todas las vías de investigación —determinó Munárriz decidido—. Si tu contacto quiere jugar a las adivinanzas, adelante. Respóndele con otro mensaje ambiguo y tenme al corriente. Alguien ha mordido el anzuelo.
Mabel colgó y sin pérdida de tiempo escribió en la pantalla: «Un hombre sin huellas no es nadie, como un gallo sin cresta y un perro sin amo...». Colocó el cursor sobre el icono de enviar y pulsó un clic en el ratón. Esperó nerviosa, y al instante parpadeó la señal de entrada de un nuevo correo electrónico. Abrió el contenido y comprobó que su comunicante respondía al mensaje: «¿Quiere saber por qué el gallo perdió la cresta y el perro a su amo?». Le dio un vuelco el corazón. Le sudaban las manos. No se trataba de una broma. Alguien establecía contacto. Escribió un escueto «Sí» y reenvió el correo. Con la misma rapidez que minutos antes recibió la respuesta: «Mañana a las 16.30 horas en el Zurich». Imprimió el mensaje para mostrárselo a Munárriz, y mediante otro correo preguntó cómo le reconocería. Esperó impaciente la respuesta, pero a diferencia de las veces anteriores no se produjo.

 

* * *

 

El Zurich, frente a la plaza de Catalunya, estaba abarrotado hasta los topes. Resultaba imposible identificar a su contacto entre la gente que entraba y salía sin tregua de la cafetería. Algunos turistas accedían al local sólo para tomar fotografías porque figuraba en numerosas guías de la ciudad, y otros únicamente pretendían hacer uso de los lavabos.
De espaldas a la barra, Mabel y Munárriz no perdían de vista la puerta y observaban a la muchedumbre que transitaba por la acera camino de la calle Pelai o de la Rambla, entre las estatuas vivientes que congregaban a curiosos y carteristas. Munárriz miró su reloj. Pasaban cinco minutos de las cuatro y media, la hora señalada para la cita. Mabel cabeceó indecisa. Debía de haberlo supuesto. Le habían gastado una broma de mal gusto.
—Esperemos cinco minutos más —le propuso Munárriz para tranquilizarla.
Asintió decepcionada, bebió las últimas gotas de un café cortado, pidió la cuenta y pagó. Munárriz la cogió del brazo para salir del local, pero ella le retuvo. Alguien vociferaba su nombre. Se giró y un camarero, de impecable chaquetilla blanca, paseaba entre las mesas reclamando a Mabel Santamaría con su nombre escrito a tiza en una pizarra.
—¡Soy yo! —afirmó levantando la mano y acercándose al mozo.
—Le llaman al teléfono, señorita —dijo, y señaló el final de la barra.
Cruzó una mirada de incertidumbre con Munárriz y se encogió de hombros. Salvo ellos dos nadie más conocía la cita. Ni siquiera sus compañeros del periódico. El auricular descansaba sobre un montón de diarios viejos. Lo cogió y se lo pegó al oído.
—Mabel Santamaría al habla, ¿dígame?
—Abandone la cafetería junto a su acompañante —ordenó una voz grave en tono imperativo y dejo extranjero—. Sigan la acera de la derecha en dirección a la calle Bergara y encontrarán un Chrysler 300 matrícula 6354 EWE. Les espera. Suban y les conducirá a mí.
Mabel repitió en voz alta las instrucciones que recibía y Munárriz anotó en su libreta la matrícula del automóvil. Intentó sonsacarle algo más, pero sus preguntas se perdieron en el pitido intermitente de la línea vacía.
—Ha colgado —dijo perpleja—. ¿Qué hacemos?
—Seguirle el juego —planteó Munárriz—. Nadie se toma tantas molestias para gastar una broma.
—No me gustan las citas a ciegas —protestó nerviosa.
—A mí tampoco.
Salieron de la cafetería y caminaron por la acera de la derecha de la calle Pelai hacia la intersección de Bergara. Un Chrysler 300 de color gris metalizado y la matrícula reseñada avanzó lentamente hacia ellos, hizo una señal con las luces y se detuvo a su lado. Munárriz se desabrochó la americana para tener el arma a mano.
—¡Suban! —dijo el conductor. Se acomodaron en el asiento trasero y arrancó en dirección a la plaza de Catalunya.
—¿Adónde vamos? —le interrogó Mabel.
Lejos de obtener respuesta oyó un zumbido y una mampara de cristal tintado les aisló del chófer. Munárriz tiró con disimulo de la manija de la puerta y comprobó que estaba bloqueada. Acarició su arma y respiró tranquilo. El Chrysler subió por el paseo de Gràcia, se detuvo en un semáforo y sonó un teléfono acoplado a los pies del asiento. Mabel descolgó.
—Sí —habló enérgica.
—Señorita —dijo la misma voz que minutos antes—, dentro de poco tendremos el placer de conocernos. Le ruego que disfrute del paseo. Tranquilícese. Nada malo va a ocurrirle. De lo contrario no habría permitido que su acompañante, el inspector Sebastián Munárriz, de la Unidad de Inteligencia Criminal, conservara su arma. Hasta pronto.
Su interlocutor colgó sin darle opción a efectuar ninguna pregunta. El Chrysler se dirigió hacia la parte alta de la ciudad, subió por la calle Major de Sarrià, enlazó con el paseo de Santa Eulàlia y entró en el llamado Desierto de Sarrià, una zona olvidada por la mayoría de los barceloneses.
El coche zigzagueó por un dédalo de calles estrechas, flanqueadas de casonas señoriales. Entró en una calle de muros de piedra tapizados por espesas hiedras y se detuvo frente a un portón de hierro. El conductor esperó y un hombre vestido de terno abrió la verja. El Chrysler paró bajo el porche que daba acceso a la vivienda, una mansión de dos pisos rodeada de un amplio jardín algo descuidado, una fuente barroca de dos piletas cuajadas de musgo y una alfombra de hojas secas. Munárriz oyó un leve clic y supuso que el chófer había desbloqueado la puerta. La abrió y descendieron.
—Síganme, por favor —les pidió el conductor.
Accedieron a un vestíbulo de estatuas polvorientas de atletas griegos de mármol y recorrieron un pasillo que conducía a un salón abierto al jardín por una galería de madera y cristales emplomados. De espaldas, sentado en una silla de ruedas frente a una mesa de trabajo, un minusválido leía un libro.
—Signore —dijo el chófer para reclamar su atención.
El minusválido empujó con las manos las ruedas de la silla y se encaró a ellos. Era un hombre de aspecto saludable, porte atlético, brazos musculosos, cabello castaño, de unos cincuenta años, vestido con un suéter de lana y camisa azul de cuello duro. De la cintura para abajo estaba cubierto hasta los pies por una frazada.
—Benvenuti —les saludó—. ¿Qué tal el paseo, señorita? Tomen asiento, por favor. ¿Les apetece una taza de té?
Aceptaron. El chófer salió del salón y el minusválido impulsó las ruedas hasta colocarse al otro lado de una mesa de centro con la superficie agujereada por la carcoma.
—¿Por qué sabe nuestros nombres? —soltó Mabel impaciente—. ¿Quién es usted?
—Me llamo Giovanni Falcone, y para abrirles las puertas de mi casa he hecho antes algunas indagaciones. Ya saben que en Internet hay mucho loco suelto.
—Conoce mi condición de inspector de policía —intervino Munárriz desafiante.
—Así es —admitió Falcone sin alterarse por la agresividad vertida en las preguntas—. Pero eso ahora no importa. Pusieron un anuncio en el periódico. Buscan información y yo puedo dársela.
—¿A cambio de qué? —inquirió Munárriz.
—De nada. Sólo quiero ayudarles. Ustedes deciden. Son libres de quedarse o marcharse, pero no toleraré ni un segundo más su tono impertinente.
—Ya no quedan buenos samaritanos —ironizó Mabel.
—No soy ningún alma caritativa —replicó Falcone—. Sólo pretendo ayudarles.
—¿Por qué? —insistió Munárriz en su desconfianza.
—Eso tampoco importa —atajó para zanjar la cuestión—. Tendrán que confiar en mí. De cualquier modo no pierden nada por escucharme un rato.
Munárriz asintió. Falcone no parecía mala persona, aunque ocultaba sus verdaderas intenciones. Pensó en la posibilidad de que persiguiese una venganza personal. Quizás algún tipo con un tatuaje en la lengua le había atado a una silla de ruedas de por vida. El chófer entró en el salón, dejó el servicio de té sobre la mesa de centro y se retiró. Falcone sirvió las tazas, cogió la suya y dio un sorbo.
—Su anuncio decía —abordó tras posar la taza en la mesa— que «el perro y el gallo caminan juntos», y deduzco que alude a cierto tatuaje de una cabeza de perro coronada por un gallo. ¿Me equivoco?
Mabel consultó a Munárriz con la mirada. Abrió su bolso y dejó encima de la mesa, junto a la tetera y las tazas, las fotografías del muerto aparecido en el Bogatell, del tatuaje que mostraba en el envés de la lengua y de su mano sin dermopapilas.
—Bien —suspiró Falcone al ver las imágenes—. ¿Qué desean saber?
—Todo —respondió Mabel—. ¿Quién es?, ¿por qué carece de huellas?, ¿qué significa este tatuaje?
—¿Saben algo de sociedades secretas? —les interrogó mirándoles fijamente a los ojos.
—¿Masonería? —aventuró Munárriz.
—Nada de eso, inspector —abortó Falcone—. Hablo de sociedades secretas de verdad. De sociedades de las que nadie ha oído hablar y que actúan en la sombra con un poder y secretismo absolutos.
Munárriz permaneció en silencio. Desconocía adónde quería llegar Falcone. Mabel, en algunos de sus artículos, había desenmascarado a organizaciones fundadas con fines fraudulentos, a timadores sin escrúpulos que se escudaban en milagros para desplumar a incautos, desesperados, o simplemente a devotos convencidos. Pero no se consideraba una experta en el tema.
—Escuchen —les rogó Falcone—. Este sujeto pertenece a la Orden del Perro y el Gallo...
—¿Una orden religiosa? —inquirió Mabel.
—No de manera estricta —le corrigió Falcone—. La historia viene de lejos —continuó dispuesto a darles toda clase de explicaciones—. En el siglo quinto apareció en Francia la Orden de los Caballeros del Perro, una orden religioso militar reconocida y aceptada por la Iglesia cuya misión consistió en mantener viva la fe y luchar contra las ofensas sacrílegas a los cristianos. Tras la primera Cruzada la orden se disolvió y sus miembros se integraron en otras de carácter similar.
—Una milicia semejante a los templarios —auguró Munárriz.
—En su concepto de la defensa de la fe puede decirse que sí —admitió Falcone—, pero su regla y función diferían en muchos aspectos.
—Siga, se lo ruego —dijo Mabel atenta.
—La Orden de los Caballeros del Perro adoptó como emblema la silueta de una cabeza de perro, símbolo de su fidelidad a Dios, y más tarde, como testimonio de su constante vigilancia del precepto cristiano, le añadieron un gallo.
—¿Insinúa que este hombre pertenece a la Orden de los Caballeros del Perro, a una sociedad secreta que se extinguió hace mil años? —dijo Mabel incrédula.
—No pretendo tal cosa —negó Falcone.
—Ha dicho...
—Que este hombre —le interrumpió algo molesto— pertenece a la Orden del Perro y el Gallo —enfatizó para mostrarle la diferencia.
—Entiendo... —musitó Mabel.
—Como decía —siguió para entrar en detalles—, la Orden de los Caballeros del Perro se disolvió al ponerse en marcha la primera Cruzada, y nunca más se volvió a saber de ella hasta el siglo diecinueve.
—¿Se ha refundado? —especuló Munárriz.
—De alguna manera sí —respondió Falcone tras una breve pausa—. Intentaré explicárselo de forma resumida. En el siglo trece santo Domingo de Guzmán, durante su predicación en el Languedoc contra la herejía cátara, creó una orden religiosa que comprende la Ordo Fratrum Praedicatorum y las religiosas de la Segunda y Tercera Orden.
—Los dominicos —interpretó Mabel.
—Eso es —corroboró Falcone, y le preguntó—: ¿Sabe por qué se llaman dominicos?
—Por su fundador, santo Domingo.
—Buen intento —alabó con una sonrisa—, pero su respuesta es incorrecta. En mil doscientos veintinueve, tras celebrarse el Concilio de Tolosa, se instituyó la Inquisitio Hereticae Pravitate, un tribunal eclesiástico en manos de los obispos que tuvo a Robert de Brouge como primer rector.
—La Inquisición —soltó Munárriz.
—Sí, o mejor dicho, el Santo Oficio de la Inquisición. Dos años después —siguió—, Gregorio IX organizó y dotó de medios a este tribunal eclesiástico y nació la verdadera Inquisición, la Inquisición Pontificia, que confió su autoridad y poder a los miembros de la Ordo Fratrum Praedicatorum, que a partir de ese momento se convirtieron en los Domini canis, los dominicos o «perros del Señor». La crueldad de los frailes dominicos llenó de hogueras la Europa cristiana, y el mismo Papa se encargó de moderar su celo decretando que cada inquisidor dominico tuviera un homónimo franciscano.
—¿Un inquisidor del siglo Veintiuno? —dijo Munárriz, y señaló poco convencido al tipo de la fotografía.
—Peor, mucho peor —lamentó Falcone en tono grave—. La Inquisición actuó con mano de hierro, y en su país hubo adeptos especialmente crueles, como Diego Rodríguez Lucero, inquisidor de Córdoba, que en un solo acto de fe quemó vivas en la hoguera a ciento siete personas. En el resto de Europa las cosas no fueron mucho mejor. Los dominicos actuaban sin piedad contra los herejes, y durante seis siglos la Iglesia impuso su voluntad, porque como departamento de Estado, el tribunal de la Inquisición también se utilizó con fines políticos.
—Hasta su abolición en las Cortes de Cádiz de mil ochocientos trece —recitó Mabel recordando sus años de instituto.
—Sí —ratificó Falcone—, pero la supresión definitiva de la Inquisición se produjo durante la regencia de doña María Cristina, que decretó su total abolición el quince de julio de mil ochocientos treinta y cuatro. A partir de esa fecha los frailes negros o dominicos vieron su esfuerzo de seis siglos desvanecerse, y algunos no lo aceptaron...
—Y fundaron una nueva orden —dedujo Mabel.
—Más o menos —sonrió Falcone para distender la charla—. Varios dominicos, expulsados de la orden por no acatar la abolición, decidieron actuar por su cuenta, mantener vivo el espíritu de la Inquisición al margen de la legalidad vigente y de la Iglesia. Estaban desorganizados, carecían de medios y pronto cayeron en las redes de la justicia. Pero había más gente, miembros de sociedades religioso militares que no querían perder las prerrogativas adquiridas durante siglos para luchar en defensa de su religión.
—Fanáticos... —los definió Munárriz.
—Buen calificativo —admitió Falcone—. Pero no resultaron peligrosos hasta que decidieron organizarse, hermanarse en una sociedad única y un mismo fin.
—¿Cuándo ocurrió tal cosa? —dijo Mabel.
—En el momento que aparecieron los modernistas. A finales del siglo diecinueve el modernismo, un movimiento que tenía como base el agnosticismo y el inmanentismo y consideraba, en contra de la doctrina de la Iglesia, que sólo se accedía a la divinidad mediante un sentimiento interno, creció como la espuma. En mil novecientos siete Pío X condenó el modernismo en su encíclica Pascendi, pero el movimiento había arraigado y cada día surgían más voces contrarias a la Iglesia que cuestionaban la verdad bíblica, como Charles Darwin y su teoría de la evolución de las especies, que barrió de un plumazo los preceptos de la Creación vertidos en el Génesis...
—La Iglesia estaba acorralada —planteó Munárriz convencido.
—De alguna manera sí —convino Falcone—, y esa circunstancia obligó a los reaccionarios a fusionarse bajo una sola voz y un mando único para sumar esfuerzos contra los herejes. En mil ochocientos ochenta y siete —relató—, un grupo de ancianos dominicos expulsados de la orden convocó a una reunión de todas las sociedades secretas católicas que actuaban en la clandestinidad, y tras un largo debate en la iglesia delle Anime del Purgatorio ad Arco, en Nápoles, fundaron la Orden del Perro y el Gallo con militantes de distintas sociedades e ideologías pero con un sentir común: el odio a los enemigos de la Iglesia... La nueva orden se asentó en tres pilares básicos y fundamentales: luchar contra los infieles, defender las enseñanzas del catolicismo ortodoxo y evitar que sus secretos fuesen revelados.
—Una orden religioso militar a la antigua usanza —determinó Munárriz.
—Y se reconocen entre ellos —incidió Mabel— por un tatuaje bajo la lengua de una cabeza de perro coronada por un gallo.
—Sí —respondió Falcone a las afirmaciones de ambos—. Desde entonces la Orden del Perro y el Gallo se ha convertido en el principal problema de la Iglesia porque actúa al margen de su mandato y doctrina. Sus miembros juran la militancia bajo el lema «No a nosotros, Señor, sino a tu nombre sea dada toda la gloria», el mismo que proclamaban los caballeros templarios al entregar su vida para defender y preservar Tierra Santa. Se someten a un duro entrenamiento militar equiparable a las Unidades Delta americanas, en sus reuniones visten hábito de tela de saco ceñido por un bordón blanco y negro del que pende una cruz de madera, se borran con ácido las huellas de las manos y los pies para evitar ser identificados, cruzan las fronteras de manera clandestina, mortifican su cuerpo para purificarse, nunca actúan en su país de origen, se comunican mediante el código Morse y se entienden en esperanto, la lengua oficial de la orden...
—¿Esperanto? —repitió Munárriz boquiabierto.
Falcone asintió.
—Hay adeptos de todo el mundo, de diferentes nacionalidades e idiomas, que por tradición se comunican en esperanto porque el año de fundación de la orden el profesor Ludwik Zamenhof dio a conocer su lengua de ámbito universal.
—¿Y el Morse? —intercedió Munárriz.
—Les permite enviar mensajes de alto nivel con medios muy rudimentarios.
—¿Qué representa el gallo en el tatuaje? —siguió Mabel sin darle tregua.
—El gallo representa a Cristo, porque según san Gregorio, antes de elevar su canto que incita a la primera oración del día, el gallo golpea su cuerpo con las alas en señal de penitencia.
—Llegamos a la conclusión de que este sujeto pertenece a la Orden del Perro y el Gallo —reflexionó Munárriz—. Pero ¿quién le mató?
—Para esta pregunta no tengo respuesta —admitió Falcone pensativo—. Pero la regla de la orden es sumamente estricta y cualquier adepto que falla en su misión es ejecutado.
—Según he entendido —siguió Mabel—, la principal misión de la orden consiste en luchar contra los enemigos de la Iglesia, defender sus enseñanzas y evitar que salgan a la luz los secretos del cristianismo.
—A grandes rasgos son sus objetivos primordiales —convino Falcone.
—Los dos primeros entran en la lógica, pero ¿a qué secretos se refiere?
—Es un tema delicado —aventuró Falcone.
—Tan delicado como la alquimia y el grial —apostilló Munárriz.
—¿Usted sabe...?
—Adelante. A estas alturas pocas cosas me sorprenden.
Mabel cogió la taza de té con ánimo de permanecer callada y dejar que Munárriz llevara la iniciativa. Tras la visita al asilo de disminuidos y la llamada a la Biblioteca Nacional, también compartía la hipótesis de una conexión entre el intento de robo del Beato de Gerona, el muerto del Bogatell y el accidente simulado de Begoña Ayllón.
—En la dilatada historia del cristianismo —arrancó Falcone—, desde los templarios hasta los cátaros, numerosas órdenes han tenido como misión la custodia de los secretos del grial, y los miembros de la Orden del Perro y el Gallo se consideran herederos de ese sacro deber. Sospecho —conjeturó— que la orden es responsable de la desaparición del grial de Nanteos, en Gales del Norte, un antiguo vaso de madera que curaba las enfermedades. A finales del siglo diecinueve todavía se exhibía al público, pero un buen día desapareció de forma misteriosa.
—¿Por qué lo robaron? —indagó Munárriz.
—Para custodiarlo y evitar que sus secretos cayeran en manos herejes. Proteger objetos que consideran reveladores de la esencia de Cristo forma parte de su cometido.
—Una leyenda...
—No se trata de ningún cuento chino —arreció Falcone enérgico—. La existencia del grial de Nanteos está documentada. Richard Wagner lo contempló en mil ochocientos cincuenta y cinco, y algunos musicólogos sostienen que este grial inspiró su última obra, Parsifal.
—Un supuesto miembro de la Orden del Perro y el Gallo intentó robar el Beato de Gerona —recordó Munárriz para incitarle a seguir.
—Lo desconocía —admitió Falcone interesado—. Pero no me extraña porque el Beato de Gerona figura entre los Comentarios al Apocalipsis mejor conservados y muestra cien miniaturas de carácter hermético. Si intentaron robarlo puede estar seguro de que alguna de sus láminas o páginas esconde un secreto fundamental y revelador sobre la verdad del cristianismo.
—¿Matarían para preservar un secreto?
—No le quepa la menor duda. Pueden matar y morir por defender su causa. —Munárriz sacudió la cabeza—. Por defender el grial y los secretos que entraña —insistió Falcone—. Los secretos de la alquimia que permiten obtener la quintaesencia. Déjeme explicarles algo: la principal fuente de ingresos de la orden proviene de las transmutaciones alquímicas.
—¡Por Dios! —exclamó Munárriz—. ¡Si la Iglesia condenó la alquimia!
—La Iglesia condenó a los falsos alquimistas o sopladores —le corrigió Falcone—. El papa Juan XXII dictó en mil trescientos diecisiete el decreto Spontent quas non exhibent para sancionar la fabricación y venta del «oro ignóbil». Pero lo hizo para proteger a los verdaderos alquimistas. Le diré más. Según algunos documentos el propio Papa practicaba la alquimia y varios especialistas le atribuyen el tratado Ars transmutatoria, publicado en el siglo dieciséis.
—¿Un papa alquimista?
—Cuesta creerlo. Pero en mil trescientos treinta y cuatro, cuando murió a los noventa años de edad, se descubrió en los subterráneos del palacio pontificio de Aviñón un tesoro de lingotes de oro y plata, supuestamente procedentes de sus transmutaciones, que almacenaba con el propósito de recuperar Tierra Santa. Además creó varias órdenes religioso militares, como la de Montesa en España y Cristo en Portugal...
—Monjes metidos a fabricantes de oro. —Las palabras de Munárriz sonaron a burla.
—No olvide que la alquimia posee un gran contenido espiritual. Para los alquimistas —razonó Falcone— la ciencia, la filosofía y la espiritualidad caminaban por la misma senda, porque cualquier logro científico se atribuye a la voluntad de Dios.
—¿Quién enseñó a los miembros de la Orden del Perro y el Gallo las claves de la transmutación? —preguntó Mabel, que hasta ese instante había guardado silencio.
—Los dominicos —aseguró Falcone—, los paladines de su fundación. Los dominicos y los franciscanos, a quienes el papado encomendó la puesta en marcha de la Inquisición, fueron notables alquimistas. De hecho algunas de sus torturas y condenas tuvieron como finalidad obtener la fórmula de la quintaesencia.
—Buscaban el secreto y no dudaron en tachar de hereje a quien lo poseía para torturarle hasta que lograban su confesión —dedujo Mabel.
—Una leyenda afirma que santo Domingo de Guzmán obtuvo la piedra filosofal —prosiguió Falcone—. El santo transmitió sus conocimientos a Alberto el Magno, que a su vez instruyó en los secretos de la alquimia a Tomás de Aquino, cuyos escritos aluden de forma continua a la transmutación de los metales. No tiene más que leer su Summa theologica y sabrá a qué me refiero. En uno de sus párrafos asegura que la principal función del alquimista consiste en transmutar los metales imperfectos, de manera real y nunca fraudulenta. También se le atribuye el Tratado del arte de la alquimia, del cual se conserva un manuscrito en la biblioteca de la Universidad de Leyden, y el Tratado de la piedra filosofal. —Munárriz cabeceó, algo aturdido—. En el orbe cristiano —disertó Falcone— nadie discute que la alquimia prosperó gracias a los numerosos monjes dedicados a ella. Hasta finales del siglo trece los monasterios de Europa fueron centros de estudios alquímicos. En el capítulo de la Orden Dominica celebrado en Rimini, en mil doscientos ochenta y ocho, se trató ampliamente la alquimia, porque entre los dominicos hubo grandes científicos, como Alberto el Magno, a quien se atribuyen obras tan importantes como De rebus metallicis et mineralibus, De lapis philosophorum y Compositio de compositis.
—¿Desde la Edad Media los dominicos custodian los secretos de la alquimia?
—Así es —certificó Falcone—. Pero no conviene olvidar que los franciscanos también destacaron por su experiencia alquímica. La obra Crónica, escrita en mil doscientos cincuenta y ocho por Salimbene, un notable franciscano hijo del caballero Guido de Adamo, habla de sus conocimientos alquímicos. Fray Elías de Cortona, discípulo de san Francisco de Asís, viajó a Tierra Santa y parece probado que allí aprendió de alquimistas musulmanes los secretos de la transmutación. Arnaldo de Vilanova, autor del Rosarium philosophorum, creó escuela entre los alquimistas franciscanos, como Ramón Llull o Juan de Rupescissa, autor del Libro de la quintaesencia.
—En definitiva —resumió Munárriz—, los miembros de la Orden del Perro y el Gallo son fanáticos religiosos que matan y mueren para proteger sus intereses económicos.
—No se confunda. El oro o el dinero, como quiera llamarle, sólo les sirve para financiarse, para no depender de una fuente de riqueza externa. Su verdadera misión consiste en ocultar el secreto del grial, el gran secreto de la genealogía de Cristo —matizó Falcone.
—La Virgen María como «vaso elegido», símbolo del único y verdadero grial —determinó Munárriz recordando sus conversaciones con el padre Ramírez y el arquitecto Alfonso Grau.
—Eso es —ratificó Falcone—. Para los miembros de la Orden del Perro y el Gallo el grial nunca existió, y como cáliz o copa simboliza a la Virgen María, a la madre del Hijo de Dios hecho hombre y a su descendencia terrena. El hijo divino representado por el oro alquímico y el hijo terreno por el oro mineral. El gran secreto de la Iglesia que pretenden ocultar los miembros de la Orden, y que acabaría con dos milenios de magisterio si alguien aportara pruebas irrefutables de la existencia de una dinastía de origen divino.
—Los gemelos Cástor y Pólux.
Falcone asintió entusiasmado.
—La iconografía cristiano medieval está repleta de símbolos alusivos a los gemelos, al secreto de la quintaesencia emparentado con Jesucristo y su hermano o hermanos. Por eso la orden adoptó como emblema al perro y al gallo. Porque además de la simbología que he citado, el gallo pertenece al hermetismo alquímico y a su gran iniciado, Hermes Trismegisto, representado por el número tres o un triángulo, porque sólo si el gallo canta tres veces se obtiene la iniciación. Por este motivo el apóstol Pedro sólo obtuvo la verdadera revelación tras negar a Cristo tres veces antes del canto del gallo.
—¿Y el perro?
—El perro esconde la verdadera función de la orden —dijo Falcone—. Simboliza a los dioses gemelos y aparece como representación de Xólotl, una divinidad nahua gemela de Quetzalcóatl y artífice de la segunda creación de la Humanidad, como según la tradición está predestinada a serlo la descendencia de Jesucristo.
—¿Qué postura mantiene la Iglesia frente a esta orden?
—Nunca la ha condenado en público porque oficialmente no reconoce su existencia, pero resulta obvio que está fuera de su seno y tutela, e intenta combatirla para evitar escándalos que le afecten de una manera directa.
—¿Una orden para preservar secretos? —dijo Mabel sin salir de su asombro—. Nunca lo habría imaginado.
—Desde que el mundo es mundo —confirmó Falcone— han existido órdenes o sectas empeñadas en ocultar conocimientos que consideran destructivos.
—¿Dónde se esconden sus miembros?
—Nadie lo sabe, señorita. Sospecho que algunos monasterios dominicos les dan protección de manera extraoficial, pero nunca permanecen en el mismo sitio mucho tiempo por cuestiones de seguridad. Para serle sincero no creo que tengan un lugar determinado de encuentro. Se mueven de un lado para otro, se reúnen en secreto. La mayoría de sus miembros son «durmientes», llevan una vida normal y sólo actúan si la orden lo requiere. Donde ocurre un suceso extraño relacionado con la fe, puede estar seguro de que detrás está la mano de la Orden del Perro y el Gallo.
—Ha hablado de una iglesia en Nápoles... —recordó Munárriz.
—Sí. La iglesia delle Anime del Purgatorio ad Arco, un templo del siglo diecisiete, tan bonito como interesante, con presbiterio barroco, altar de mármol y trabajo de taracea, pinturas del siglo dieciocho, un museo, una magnífica estatuaria y lo principal, un hipogeo subterráneo repleto de sepulturas excavadas en la tierra, con sus calaveras visibles, donde fueron enterrados los fundadores de la orden y algunos de sus miembros más destacados.
—Una iglesia dedicada a las almas del purgatorio.
—Los fundadores de la orden no la eligieron al azar. La iglesia fue construida por la nobleza napolitana, en especial por la familia Mastrilli, que empleó parte de su fortuna en socorrer a los pobres y procurarles un entierro digno. —Falcone hizo una pausa y contempló satisfecho que sus interlocutores le seguían con atención—. Los miembros de la orden son conscientes de su desobediencia a la Iglesia —prosiguió—, pero creen en el perdón divino porque actúan a favor de la fe y luchan contra todos sus enemigos. Por eso piensan que al morir viajarán al purgatorio, el lugar que acoge a los justos que abandonan este mundo con alguna mácula, y que del limbo serán rescatados por la mano de Dios. La única justicia que reconocen.
—Señor Falcone —dijo Mabel incisiva—, ¿cómo sabe todo esto?
—Soy historiador y he invertido muchos años en seguir los movimientos de la Orden del Perro y el Gallo. Y a ustedes —contraatacó— ¿qué les mueve a investigar?
—Escribía un artículo sobre muertos sin identificar y se cruzó en mi camino este cadáver en la playa del Bogatell —contestó Mabel.
—Ya... —musitó Falcone—. ¿Y a usted, inspector?
—Voy de comparsa —sonrió.
—¿Alguna pregunta más?
—No —respondió Mabel recogiendo las fotografías de la mesa.
—Entonces demos por terminada la reunión —concluyó Falcone—. Espero haberles sido de ayuda. Mi chófer les dejará donde le indiquen.
Impulsó las ruedas de la silla y se colocó frente a la galería acristalada del jardín para observarles mientras subían al Chrysler. El hombre del terno abrió la verja y el automóvil arrancó.
Falcone retiró la frazada que le cubría las piernas, se levantó y caminó hacia la mesa de despacho. Abrió uno de los cajones y cogió dos carpetas con el sello de Confidenziale impreso en la portada, bajo el escudo de la tiara y las llaves de san Pedro, dos expedientes elaborados por el Servicio de Información del Vaticano sobre las actividades de Mabel Santamaría, periodista de la sección de sucesos del diario La Vanguardia, y el inspector Sebastián Munárriz, adscrito a la Unidad de Inteligencia Criminal de Barcelona de la Comisaría General de Policía Judicial. Hizo varias anotaciones y los dejó encima de la mesa. Se quitó la peluca, la barba, las cejas y el bigote postizos, los metió en una bolsa y la anudó.
El hombre del terno entró en el salón.
—Todo a punto para marcharnos, señor —dijo.
—En diez minutos —convino Falcone—. Antes tengo que hacer una llamada.
De un portafolios sacó un teléfono de alta seguridad Ericsson, preparado para encriptar conversaciones, marcó un número y esperó.
—Póngame con el cardenal Rudolph Böhm —dijo autoritario al recibir respuesta—. De parte del padre Marco Pestalozzi—. Esperó mientras el dispositivo de seguridad identificaba su voz.
—¿Buenas noticias, padre Pestalozzi? —arreció el director del Servicio de Información.
—Se han tragado el anzuelo, eminencia —dijo satisfecho—. Son buenos profesionales. Nos conducirán hasta nuestro objetivo. El padre Kurchenko se ha convertido en su sombra.
—No les pierda de vista —refunfuñó el cardenal—, y téngame informado en todo momento.
—Confíe en mí, eminencia.
—Si no confiara en usted, padre —dijo el cardenal algo brusco—, jamás le habría puesto al frente del Grupo Operativo del Servicio de Información del Vaticano.

 

* * *

 

En su apartamento de la plaza de la Virreina, Munárriz analizaba la información recopilada. A medida que leía y releía las cientos de notas acumuladas en su bloc, Mabel componía sobre una hoja de papel un organigrama con todos los elementos y protagonistas unidos mediante líneas de distintos colores. Poco a poco ataban cabos. No había duda, Begoña Ayllón había descubierto un secreto oculto en las piedras de la Sagrada Familia, un secreto que poseyó Gaudí y dejó para la posteridad en parte de sus obras. Un «durmiente» de la Orden del Perro y el Gallo descubrió sus investigaciones, Begoña Ayllón cruzó el límite y decidieron actuar para proteger el secreto. La orden envió a un sicario, la mató y simuló un accidente para no levantar sospechas. Pero cometió un error. El «durmiente» averiguó que alguien indagaba sobre la muerte de la restauradora y la orden decidió ejecutar al sicario para borrar cualquier pista. El puzle tomaba forma.
—Estamos en un callejón sin salida —dictaminó Mabel—. Tenemos un móvil, pero también un posible asesino que jamás abrirá la boca porque está muerto. ¿Qué propones?
—Seguir adelante.
—Si pudiéramos localizar al «durmiente» tendríamos una posibilidad de llegar hasta la orden. Es nuestra única oportunidad.
—Tienes razón —aprobó Munárriz—. Estos tipos son escurridizos como las anguilas. No será fácil, pero hay que intentarlo. Investiga en la Sagrada Familia —le propuso—. Estoy convencido de que existe alguna conexión. Quizás alguien reconozca al cadáver del Bogatell y aporte nuevas pistas. Yo averiguaré quién es Giovanni Falcone —planeó mientras observaba atento el organigrama y el único nombre sin líneas de colores.
—Nos ha sido de gran ayuda —le recriminó Mabel ante su tenaz desconfianza—. Déjale en paz. No creo que actuara de mala fe. Sólo tomó precauciones porque Internet está lleno de zumbados.
—En esta vida no hay nada gratis —receló Munárriz—. Ni siquiera pidió dinero para soltar lo que sabía.
—Un tipo que vive en una mansión como la suya no tiene problemas para llegar a fin de mes.
—Puede que estés en lo cierto —reflexionó Munárriz con una mano apoyada en la nuca—. Pero los dos sujetos que había en la casa no parecían empleados domésticos.
—Haz lo que quieras. Aunque opino que perderás el tiempo.

 

* * *

 

Al llegar a la Sagrada Familia, Mabel tuvo la sensación de verla por primera vez. Levantó la vista y contempló los pináculos cerámicos que remataban las torres, las inscripciones latinas de exaltación al Señor, las estrellas de las ocho beatitudes, los triángulos que componían extrañas figuras geométricas y otros cientos de símbolos que Munárriz se había esforzado en explicarle tras su charla con Alfonso Grau. De pie, casi sin moverse, el templo adquirió para ella una nueva dimensión. Mirar en ningún caso es sinónimo de ver. Gaudí coronó las torres con remates redondeados, al estilo de los capiteles románicos y góticos, que vistos de lejos semejaban una mitra episcopal, uno de los símbolos del cristianismo. Gaudí levantó las torres para honrar a los apóstoles y sabía que los obispos, sus báculos y anillos, simbolizaban a los discípulos de Cristo. En el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia todo obedecía a un símbolo, tenía una doble lectura. Gaudí construyó una iglesia, un templo para honrar a Dios, pero también escribió un gigantesco libro de piedra que Begoña Ayllón se atrevió a leer.
Recorrió el templo como una visitante más. Se paró junto a un grupo de turistas y escuchó las explicaciones que impartía la guía. Explicaciones que pasaban por alto la interpretación hermética de su arquitectura. La Iglesia jamás cuestionaría la ortodoxia de Gaudí, jamás reconocería que el sanctasanctórum de la piedad barcelonesa escondía el misterio de la transmutación alquímica, del grial, de la descendencia de Cristo. El grupo se disolvió para tomar fotografías, comprar postales y suvenires y Mabel se acercó a la joven delgada, provista de una banderola, gafas y cara de cansancio.
—Perdona —le abordó—. ¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?
—Cinco años —respondió la muchacha, gustosa de abrir la boca para algo más que repetir como un loro la historia del templo—. Desde el mismo día que obtuve la licencia de guía.
—¿Atiendes a mucha gente?
—A mucha más de la que quisiera —dijo la chica sin perder de vista a su grupo.
—Ya —suspiró Mabel, y le mostró la fotografía del cadáver aparecido en el Bogatell—. ¿Recuerdas haberle visto?
—¡Dios! —exclamó con una mueca de repelús.
—Sufrió un accidente de tráfico —mintió Mabel—. ¿Le has visto? —insistió.
—No —dijo sin convencimiento—. Pero no me hagas caso. Cada día trato con cientos de personas. Somos varios guías y quizá ni siquiera formó parte de mis grupos, o entró por libre. Si me dices el nombre, la agencia, el circuito que seguía...
—Déjalo —le interrumpió Mabel.
—Pregunta a las taquilleras. Por ellas pasan todos los visitantes.
Mabel siguió su consejo y mostró la fotografía a las encargadas de vender los tiques de entrada. Ninguna reconoció al hombre. Preguntó a otros guías, pero tampoco obtuvo una respuesta satisfactoria. El sujeto parecía invisible. Descendió a la cripta, situada bajo el ábside, y caminó hacia la tumba de Gaudí. Quería comprobar algunos aspectos que le había comentado Munárriz. En la parte superior se distinguía claramente la cruz de pata de oca, el emblema de la Orden del Temple, y otra cruz en forma de equis, la cruz de la Orden de San Andrés del Cardo, y, junto a ella, varios triángulos dispersos. Alguien le tocó en el hombro.
—Disculpe —le dijo un vigilante jurado—. Vamos a cerrar.
—Ya me iba —afirmó Mabel dispuesta a salir.
—Si le queda algo por ver dispone de cinco minutos.
—Da igual, gracias.
El vigilante la acompañó a la salida, subieron la escalera y cerró la puerta de la cripta.
—¿Siempre revisa que nadie se quede dentro, señor... Vázquez? —preguntó Mabel leyendo la tarjeta de identificación prendida del bolsillo.
—Sólo si estoy de turno de tarde.
—Quizá pueda ayudarme —lanzó sin esperar una respuesta, y le mostró la fotografía—. ¿Le ha visto?
Abdías cogió la foto, se la acercó a los ojos y la observó con calma. Jamás había visto a Benayá pero intuyó que se trataba del sicario de la orden. Se la devolvió con un gesto de indiferencia.
—¿Por qué le busca? —preguntó procurando no demostrar demasiado interés.
—No tiene importancia —dijo Mabel—. De todas formas gracias.
Abandonó el templo y caminó en busca de su Opel Astra, que había aparcado en un garaje de la calle Provença. A escasa distancia, despojado de su uniforme de vigilante jurado, Abdías controlaba sus movimientos. La vio entrar en el aparcamiento y, apostado en la acera de los jardines de la plaza de la Sagrada Familia, paró un taxi. Le rogó al conductor que esperara. El hombre puso el taxímetro en marcha y asintió servicial. El Opel Astra asomó el morro en la rampa del garaje.
—Siga a ese coche —le ordenó Abdías.
—¡Como en las películas! —bromeó el taxista.

 

* * *

 

—Castilla —dijo Munárriz apoyado en la barra de un bar con el teléfono móvil pegado a la oreja—, necesito que compruebes una matrícula.
—Tan fácil como teclear el ordenador. ¿Dime?
—Un Chrysler modelo trescientos, 6354 EWE.
—Veamos —murmuró para sí Castilla—. ¿Estás seguro?
—Segurísimo.
—Pues algo anda mal —afirmó—, porque corresponde a un camión Volvo FL.
—No puede ser —gruñó Munárriz—. Ayer mismo subí en ese automóvil.
—Lo dudo —negó revisando los datos de la pantalla—. Según Tráfico se dio de baja hace un año por sufrir un accidente de carretera. La compañía de seguros lo declaró siniestro total.
Munárriz suspiró. Las cosas se torcían. Desde una distancia prudente, sentado en su potente Kawasaki de color negro y oculto tras la visera de su casco integral, el padre Yuri Kurchenko controlaba todos sus movimientos.

 

* * *

 

Mabel estacionó su Opel Astra en la calle Astúries. Abdías le indicó al taxista que parara en la plaza de la Virreina. Pagó la carrera y desde las escaleras de la iglesia de San Juan la observó entrar en el bloque de apartamentos. Cruzó la calle a la carrera, sujetó la puerta para evitar que se cerrara y esperó a que Mabel entrara en el ascensor. Oyó accionarse el motor y comprobó en la ventanita del pulsador que se detenía en el segundo piso. Subió por la escalera, desenroscó las bombillas de los plafones para dejar el rellano a oscuras y llamó al timbre.
—¿Quién es? —gritó Mabel desde el interior—. ¿Te has olvidado las llaves, Sebas?
Abrió la puerta y, sin tiempo a reaccionar, Abdías le golpeó en el cuello con el borde cubital de la mano. Mabel se desplomó sin sentido.

 

* * *

 

Munárriz metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y encontró el apartamento patas arriba y a Mabel tendida en el suelo. ¡Cielo santo! Intentó reanimarla pero su esfuerzo resultó en vano. Gracias a Dios su pulso latía firme. Llamó a una ambulancia. ¿Qué había pasado? Le colocó compresas frías en la cabeza y a los pocos minutos le pareció que balbuceaba algo. Le llamaba en estado semiinconsciente.
—Sebas... Sebas...
—¿Qué ha ocurrido, cariño? —le susurró, acariciándole la cara.
—No sé. Alguien llamó a la puerta... abrí... No recuerdo nada más... —dijo aturdida, con temblor y frases entrecortadas.
—No pienses en ello. Tranquilízate. Una ambulancia está en camino.
A los pocos minutos escuchó el ulular lejano de una sirena y respiró aliviado.
Los sanitarios le tomaron la tensión, le auscultaron el pecho y, tras colocarle una vía conectada a una botella de suero salino, la tendieron en una camilla para llevarla al hospital.
—No parece grave —dictaminó el jefe médico de la unidad—. Pero tenemos que hacerle algunas pruebas para descartar un traumatismo craneal.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Munárriz angustiado.
—Sólo está aturdida —certificó el médico—. Ha sufrido una contusión muy fuerte. Si quiere viajar en la ambulancia no hay inconveniente.

 

* * *

 

Abdías observaba los dibujos y fotografías que había encontrado al resgistrar el apartamento de la plaza de la Virreina. No entendía las extrañas operaciones matemáticas que los acompañaban, pero dedujo que había hecho bien en informar a la orden de las investigaciones de la joven restauradora. Ahora entendía por qué sus superiores habían decidido matarla.
Estrujó los papeles hasta formar una inmensa bola, la roció con alcohol de quemar y le prendió fuego en la pila de la cocina. La llama ardió con intensidad durante unos minutos y después se apagó. Abrió el grifo y el agua arrastró las cenizas por el desagüe.
Se ató un cilicio en el muslo superior de la pierna derecha, se tumbó en la cama turca y rezó repetidas veces el rosario. A las doce en punto de la noche se levantó, liberó su pierna del dolor lacerante de la disciplina y dejó el rosario en un cajón de la mesita de noche. La herida le sangraba y la presionó con un pañuelo.
Abrió las puertas del armario y se colocó frente a su aparato de telegrafía. Tecleó los números de su código secreto de comunicación —18-16/42-34— y la antena instalada en el tejado se orientó hacia dichas coordenadas. Colocó los dedos índice y medio sobre el manipulador y pulsó en código Morse su número clave, el 315: tres puntos y dos rayas, un punto y tres rayas y cinco puntos. Pasado un minuto recibió autorización para transmitir, envió un mensaje en esperanto para informar de los últimos acontecimientos y retiró los dedos del manipulador a la espera de instrucciones. Al poco rato el receptor rompió el silencio de la alcoba con su tartamudeo eléctrico: ti, tii, tiii, tii, ti, ti, tiii...
Abdías cortó la cinta de papel repleta de puntos y rayas. Cabeceó. Tenía que desaparecer. Sus superiores le ordenaban trasladarse al punto de contacto 18º 16’ Este y 42º 34’ Norte. Buscó en un atlas la posición de las coordenadas y sus ojos se posaron sobre una lejana ciudad croata.

 

* * *

 

Al salir los médicos de la habitación, Munárriz les abordó con los nervios a flor de piel. Necesitaba saber cómo estaba Mabel. Le remordía la conciencia no haberla sabido proteger. Quizá habría sido mejor apartarla de la investigación, pero ella jamás lo hubiese permitido.
—Sufre una pequeña conmoción pero sin mayores consecuencias —dijo uno de los facultativos para tranquilizarle—. En un par de días le desaparecerán los dolores de cabeza y podrá marcharse a casa. Mientras la mantendremos en observación.
—¿Puedo verla?
—Claro, hombre —sonrió el médico—. Procure no cansarla. Está débil.
Entró en la habitación y la encontró incorporada en la cama, la espalda recostada en una almohada y la vista perdida. A través de un catéter le administraban diversos tipos de sueros, y no podía mover el brazo. Habría querido abrazarla. Se acercó y le besó los labios.
—¿Cómo te encuentras? —dijo Munárriz en voz baja.
—Mucho mejor. Alguien entró en casa, ¿verdad?..
—Ahora eso no importa —replicó para calmarla—. Sólo preocúpate de ponerte bien.
—Lo he recordado —insistió ella—. Llamaron al timbre, abrí la puerta, había un hombre parado frente a ella, no pude ver su cara, estaba oscuro...
—Olvídalo...
—¡Quiero saber qué ha ocurrido! —dijo elevando el tono, y un acceso de tos le sacudió—. ¿Quién era ese hombre?
—Vamos, vamos... —la serenó Munárriz—. No hagas esfuerzos. No te conviene.
—¡Dime qué ha pasado!
—De acuerdo —aceptó para complacerla—. No tengo ni idea de quién pudo ser, pero se llevó del apartamento las fotografías y dibujos que Begoña Ayllón guardó en la taquilla de la Biblioteca Nacional.
—Un miembro de la orden...
—Sí —admitió Munárriz—. Eso mismo pienso yo. Nos han controlado. Estoy seguro de que ese maldito Falcone tiene algo que ver.
—Ibas a investigarle.
—Lo hice. El Chrysler llevaba una matrícula falsa.
—¿Por qué?
—No tengo ni pajolera idea —aceptó derrotado—. Pero lo averiguaré.
—Los médicos dicen que dentro de un par de días me darán el alta —dijo Mabel optimista—. Iremos a verle para aclarar unas cuantas cosas.
—Tienes que apartarte de la investigación —soltó Munárriz temiendo su reacción.
—¿Qué?..
—Es demasiado peligroso.
—Ni hablar —negó enfadada—. No olvides que gracias a mi artículo has dado pasos de gigante. No puedes dejarme al margen. No ahora...
—Sí puedo y lo haré —arremetió Munárriz decidido—. ¿No lo comprendes? Tengo que protegerte. Necesito saber que estás en un lugar seguro para moverme con absoluta libertad.
—Acude a la policía —le propuso Mabel.
—Imposible. Me expedientarían por ocultar información. Yo destapé la caja de Pandora y yo la cerraré.
—Sebas, tengo miedo... Tengo miedo por ti... —le confesó Mabel cariñosa.
—No te preocupes. Sé cuidarme.
—¿Qué piensas hacer?
—De momento nada, hasta que salgas del hospital.
—¿Y después? —incidió ella sabedora de que la respuesta no iba a gustarle.
—He hablado con Castilla para pedirle que te lleve a Elanchove. No puedes volver a mi apartamento, ni tampoco a tu casa. No son lugares seguros. Castilla cuidará de ti mientras me ocupo de esto.
—No puedes obligarle a que cuide de mí —argumentó Mabel.
—Sí puedo. Los policías siempre podemos cuando se trata de proteger a nuestras familias. Algún día lo entenderás y también tú tendrás que sufrir mi ausencia.
Mabel asintió. Dos lágrimas de emoción corrieron por sus mejillas. Por primera vez después de años de relación, le había pedido, a su manera, que se casaran.

 

* * *

 

Munárriz se peinó los cabellos con la palma de la mano. Precisaba canalizar todos sus esfuerzos en una misma dirección. El percance de Mabel alteraba completamente sus planes. Debía llevar la iniciativa. Pasar a la acción directa. No podía ir a remolque de los hechos ni un segundo más. Estaba obligado a seguir la única pista de que disponía: un muerto en la playa del Bogatell, seguramente croata, según dedujo Castilla del análisis de su adeene y la etiqueta de su camisa. La pista del sicario enviado por la Orden del Perro y el Gallo para matar a Begoña Ayllón. Pero antes tenía que averiguar qué papel jugaba Giovanni Falcone en la trama.
Al volante de su Peugeot 407 intentó reconstruir el itinerario del Chrysler para localizar la mansión. Subió por la calle Major de Sarrià y siguió por el paseo de Santa Eulàlia hasta entrar en el Desierto de Sarrià. Algunos detalles que había memorizado le permitieron adentrarse en el dédalo de callejuelas repletas de casonas señoriales decadentes. Hizo varios intentos fallidos pero finalmente reconoció la calle que buscaba. Aparcó el automóvil y siguió a pie. Apenas anduvo unos pasos y encontró el portón de hierro que cerraba el jardín. Una gruesa cadena de eslabones oxidados y un candado impedían abrirlo. Observó el interior: la fuente barroca y sus dos piletas cuajadas de musgo, el porche que protegía la puerta de entrada, la alfombra de hojas secas... Todo igual. Llamó al timbre varias veces sin obtener respuesta.
—Aquí no vive nadie —le advirtió alguien a sus espaldas.
Se giró. Un barrendero municipal recogía las hojas caídas.
—¿Cómo lo sabe?
—Llevo cinco años limpiando estas calles —dijo el hombre apoyado en la escoba— y nunca he visto a los propietarios.
—No puede ser —le contradijo Munárriz—. Antes de ayer había gente.
—Serían de la inmobiliaria —aventuró convencido—. La casa está en venta y a veces vienen a mostrársela a la gente. Deben de pedir un pico por ella.
—¿En venta?
—Ahí tiene el rótulo —dijo señalando uno de los balcones del primer piso—. Además, creo que se anuncia en los periódicos.
Alzó la vista y comprobó que el barrendero decía la verdad. En el primer piso el cartelón de una conocida inmobiliaria anunciaba: «Se vende». Abatido, miró al hombre, le dio las gracias y partió a toda velocidad en su automóvil. Alguien les había organizado una mascarada.