I

Barcelona
Templo Expiatorio de la Sagrada Familia
Lunes, 7 de junio de 1926

 

Antonio Gaudí pasó el día encerrado en su estudio. Sobre un elevado tramo de peldaños de madera había instalado el taller de dibujo y el laboratorio de fotografía, dotados de un techo corredizo para que penetrara la luz natural. Junto a esta dependencia, otra habitación albergaba una maqueta de la Sagrada Familia a escala 1:10, y todavía en otra alcoba, colgados del techo, Gaudí almacenaba diversos modelos utilizados para otros tantos experimentos. Su colaborador y amigo, Lorenzo Matamala, definió con acierto aquel cementerio de ideas como una «cueva de reptiles».
La casa del parque Güell también se había convertido en un lugar siniestro tras las muertes de su padre Francisco y su sobrina Rosa Egea. Sólo dos hermanas carmelitas acudían un par de veces a la semana para lavarle la ropa y asear la vivienda. Su amigo el obispo Torres y Bages falleció en 1916, y dos años después le siguió su mecenas, Eusebio Güell. Sin familia ni amigos íntimos sólo le preocupaba terminar su obra cumbre. La soledad y la distancia que separaba el parque Güell de la Sagrada Familia le decidieron a mudarse y durante el otoño de 1925 se instaló en el templo. Un reducido habitáculo, dotado de un catre de madera, le servía para dormir, y una misérrima cortina separaba su cama del resto de estancias. Hacía cuarenta y un años que el maestro arquitecto dedicaba su vida por entero a la Sagrada Familia, y sólo seis meses que vivía en el templo.
Llevaba muchas horas trabajando. Se acarició sus cabellos cortos y canos en un signo de fatiga. Cada día le costaba más trazar planos y dibujos porque sus manos, débiles y huesudas, sostenían con dificultad el lápiz a causa de la artritis. Había tenido un día muy agitado, pero finalmente su inquietud de años encontraba sosiego. Por fin había cumplido la promesa hecha a su padre, por fin el secreto Gaudí estaba a salvo: después de siglos había culminado la misión que el Señor había encomendado a los Gaudí.
La noche que su padre le confió el secreto, su vida dio un giro. Una noche oscura de 1894. Tenía cuarenta y dos años, y ahora lo recordaba como si acabara de suceder. A partir de entonces, muchas veces se descubría extasiado como un místico del Medievo, y sus ojos, de un azul claro, se llenaban del brillo intenso de las mentes alucinadas.
Su misión como arquitecto de Dios le obligaba a construir un templo para gloria del Señor, pero también a transformar la piedra bruta, el Caos, en la victoria del Creador, a convertir los bloques de piedra extraídos de la cantera de Montjüic en una alabanza a Dios, al Orden Universal. El repicar constante de los martillos, cinceles y cortafríos de los operarios, que llegaba a su estudio como el eco de un murmullo lejano, se le antojaba un coro de ángeles. Golpe a golpe el templo tomaba forma. Había concluido la fachada del Nacimiento, y pronto la dotaría de una policromía, a semejanza de las antiguas iglesias románicas.
Completó el esbozo de una campana y dejó el lápiz sobre la cartulina. Llevaba meses estudiando el sonido y la forma de las ochenta y cuatro campanas que debían albergar las torres para que tañeran en una sola voz. Se mesó su barba blanca, se quitó el guardapolvos y alisó instintivamente su desaliñada ropa. Echó una última mirada a su mesa de trabajo como si olvidara algo. Sólo vio planos, croquis, bocetos de imágenes que componían escenas bíblicas, libros de arquitectura de su admirado Viollet-le-Duc... Respiró con fatiga y apagó la escasa luz de una lámpara de tulipa de cristal.
—Vicente —dijo Gaudí al despedirse de su ayudante—, mañana venga temprano que haremos cosas muy bonitas.
—¿Ya se marcha, maestro?
—Sí —respondió frotándose los ojos para librarse del escozor—. Por hoy es suficiente.
Caminaba lento, apoyado en su bastón para mantener el equilibrio como el funámbulo aferrado a su pértiga. Tenía setenta y tres años, y faltaba poco más de dos semanas para celebrar su septuagésimo cuarto aniversario. Salió del Templo Expiatorio de la Sagrada Familia y se detuvo unos instantes para escuchar las sirenas que marcaban el final de una larga y dura jornada de trabajo en el barrio de Sant Martí de Provençals. Después ululó la sirena de la fábrica de cervezas Damm y sus casi mil trabajadores inundaron las calles.
Cada tarde, al concluir su trabajo, Gaudí efectuaba el mismo recorrido, unos tres kilómetros desde la Sagrada Familia a la iglesia de San Felipe Neri, para visitar a su consejero espiritual, el padre Agustín Mas. Se detenía unos minutos en el quiosco de prensa de la plaza de Urquinaona y compraba La Veu de Catalunya. Lo doblaba, lo pinzaba bajo la axila y continuaba su peregrinación hasta la iglesia. Ya de noche regresaba a la Sagrada Familia para cenar dos torrijas untadas con miel y un puñado de uvas pasas. Sólo alteraba su monótona rutina para visitar al sacerdote José Pedragosa Monclús, que regentaba la llamada Casa de Familia, un refugio para delincuentes que tras cumplir condena abandonaban la cárcel Modelo de Barcelona. Gaudí dormía muchas noches en ese refugio, rodeado de ladrones, como Jesucristo en la cruz.
Ese día descendió por la calle Bailèn hasta el cruce de la Gran Via de les Corts Catalanes. Miró el reloj. Las seis de la tarde. El centro de la avenida lo ocupaban los cuatro raíles de los tranvías. Cruzó la calle sin escuchar el estridente campanilleo del tranvía 30. Abstraído en sus pensamientos, en cómo solucionar la estructura de las campanas, prosiguió su marcha hacia el centro de la calzada. Cruzó la primera vía. El conductor del tranvía frenó. El chirriar de las ruedas metálicas sobre los raíles hizo reaccionar a Gaudí. Se echó hacia atrás para retroceder, pero el tranvía que circulaba en sentido opuesto lo arrolló. La fuerza del impacto lanzó el cuerpo del arquitecto contra un poste del tendido eléctrico. Gaudí cayó al suelo inerte. El conductor detuvo el vehículo. Se bajó e inspeccionó al moribundo sin reconocerlo. Le pareció un mendigo borracho. Hizo a un lado el cuerpo y continuó su trayecto. Gaudí sangraba por un oído. Un grupo de peatones acudieron a socorrerle. En cuatro ocasiones intentaron que un taxi le llevara al hospital, pero los chóferes se negaban, más preocupados por las manchas de sangre que dejaría en su tapicería que por la vida de aquel supuesto vagabundo borracho (posteriormente tres de los taxistas fueron sancionados por denegación de auxilio).
Por último, gracias a la colaboración de un guardia civil, un taxi, conducido por Ramón Cos, de la Compañía General de Coches y Automóviles, trasladó al herido al dispensario de la Ronda de Sant Pere. Los médicos le diagnosticaron rotura de costillas, conmoción cerebral y hemorragia interna en un oído. La gravedad de las heridas aconsejó trasladarlo al hospital Clínico, pero los empleados de la ambulancia, a punto de finalizar su turno laboral, decidieron llevarle al vecino hospital de la Santa Cruz, en la calle del Carme. Al efectuar el ingreso nadie le reconoció. Se le asignó la cama número 19 de la sala pública, y el maestro agonizó durante toda la noche.
Pasadas las ocho de la tarde, el padre Gil Parés se alarmó al comprobar que Gaudí no había regresado al templo de la Sagrada Familia. Llamó al arquitecto Sugrañés e iniciaron la búsqueda por hospitales, clínicas y comisarías. Al recabar información en el dispensario de la Ronda de Sant Pere, uno de los facultativos dijo al padre Gil Parés que un vagabundo, cuya descripción encajaba, había sufrido un accidente de tráfico. Le registraron los bolsillos, pero no llevaba ningún tipo de documentación. Sólo una Biblia y un puñado de pasas y nueces. No podía tratarse del insigne arquitecto. Si hasta se sujetaba los calzones con imperdibles...
A falta de otra cosa, el padre Gil Parés decidió seguir la pista del vagabundo, y así encontró a Gaudí agonizante en la sala pública del hospital de la Santa Cruz. A la mañana siguiente, Gaudí recobró el sentido y solicitó que le administraran los Santos Sacramentos. Mientras tanto, la noticia de su accidente corrió como un reguero de pólvora por la ciudad. Sin perder un minuto, las autoridades municipales ordenaron trasladarle a una habitación privada de la sala de la Inmaculada y ponerle al cuidado personal de los doctores Homs, Thenchs y Bosch. Varios personajes de la vida pública y allegados, entre ellos los canónigos administrativos del hospital de la Santa Cruz, los doctores Auget y Vilaseca, el conde Güell, el arquitecto Martorell, la marquesa de Castelldosrius, el concejal señor Mariné, y representantes del Colegio de Arquitectos, el Orfeón Catalán y el Instituto de Cultura, acudieron al hospital. Gaudí permaneció en silencio. El dolor que le ocasionaban las costillas rotas le impedía respirar con normalidad. Sólo musitaba: «Jesús, Dios mío», y aferraba con la mano un crucifijo. En la edición matutina del miércoles los periódicos informaron del trágico accidente. La gente no se creía lo ocurrido. Finalmente, el jueves 10 de junio de 1926, a las cinco de la tarde, Gaudí entregó su alma a Dios. Su cuerpo fue velado por los arquitectos Isidro Puig, César Martinell, Pelayo Martín, Ángel Truñó, y otros.
Parte de su legado histórico pereció dos semanas después de su muerte, a manos de las monjas carmelitas encargadas de su casa del parque Güell. Las hermanas vendieron a un trapero todas sus pertenencias. El resto desapareció el 20 de julio de 1936. Ese día la cripta de la Sagrada Familia conoció la profanación de las hordas anticlericales, que respondían quemando conventos e iglesias a la insurrección fascista del general Franco. Los archivos y maquetas que se conservaban en la Sagrada Familia, junto con numerosos libros, planos, láminas, croquis y dibujos, ardieron hasta convertirse en cenizas.

Capítulo 1

 

Una llamada de teléfono siempre entraña una sorpresa, pero sólo el destino sabe si buena o mala. Sentado en su sillón de piel, con orejeras aptas para siestas, arropado por las voces cantarinas de los actores de un culebrón sudamericano, Sebastián Munárriz escuchaba el timbre del aparato entre la duermevela de la digestión, sin acertar si aquel reclamo estridente correspondía a la vida real o al serial que emitía un canal de televisión. Dormía la siesta los fines de semana, en especial las tardes de otoño e invierno cuando a las cinco el sol declinaba manso en los tejados, la noche caía sobre la ciudad y un alto en las obligaciones de su trabajo le permitía refugiarse en su apartamento del barrio de Gracia.
Buscó a tientas el mando a distancia e instintivamente bajó el volumen, pero los timbrazos sonaban altos y claros en el salón. La cabeza estaba a punto de estallarle. El timbre insistía con su campanilleo molesto. Enmudeció por completo al televisor, se desperezó y se levantó del sillón para descolgar el teléfono, un artilugio negro, de baquelita, comprado a un buhonero de los Encantes Viejos.
—Sí... —dijo enérgico.
—¿Sebas...?
Reconoció la voz al otro lado del hilo telefónico pero dudó. Después de tantos meses de silencio nunca pensó que le llamaría.
—¿Mabel? —titubeó nervioso.
—Sí... Soy yo...
—¿Tú?.. —musitó Munárriz sorprendido.
—Tardabas en descolgar y temí no encontrarte en casa. He probado en tu móvil pero está desconectado.
—¡Es cuanto tienes que decirme!
—Por favor, Sebas —le rogó Mabel con un nudo en la garganta—. No me eches nada en cara. Ahora no, por favor te lo pido.
—Esperaba una disculpa por tu parte.
—Perdóname, pero necesito tu ayuda.
—¿Cómo te atreves...?
—No tengo tiempo de darte explicaciones —alegó Mabel—. La hija de un íntimo amigo de Rafael Vilaró, el director de La Vanguardia, ha sufrido un accidente.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—Ayúdame —insistió con la voz rota—. Necesito saber qué ha pasado...
El vacío se hizo en la línea. Munárriz estaba confuso. Tras meses sin tener noticias suyas le llamaba sin ningún remordimiento, sólo para pedirle un favor. Nunca cambiaría. Sintió un impulso irrefrenable de colgar, pero se contuvo. Su corazón aún palpitaba enamorado.
—Serénate —la tranquilizó— y cuéntame qué ocurre.
—¿Te suena Carlos Ayllón? —dijo Mabel más calmada.
—No —respondió indiferente—. ¿Debería?
—Seguro que alguna vez has bebido brandi Marqués de Ayllón.
—Me ofreciste una copa las últimas navidades —recordó Munárriz—. Estaba exquisito.
—La hija de Carlos Ayllón ha sufrido un fatal accidente y el viejo ha pedido a Rafael Vilaró que envíe a alguien para averiguar lo ocurrido.
—¿Dónde ha sido?
—En la Sagrada Familia.
—¿La Sagrada Familia?
—No tengo más detalles —lamentó Mabel contrariada—. Imagínate cómo están sus padres: hija única, treinta años, toda una vida por delante...
—La policía autonómica trabaja bien —afirmó Munárriz convencido—. Como sabes actúo de enlace, para temas de delincuencia organizada, entre la Comisaría General de Policía Judicial y la Dirección General de Seguridad Ciudadana de la Generalitat, y puedo asegurarte que los Mozos de Escuadra te darán la información que precises.
—Me han negado el acceso —protestó Mabel.
—¿Estás a pie de noticia?
—Sí...
—Todavía no habrán concluido la inspección ocular —argumentó Munárriz.
—Te pido un favor de amigo —insistió ella, y Munárriz sintió un estremecimiento—. Ya sé que informarán al viejo, que le darán pelos y señales sobre el accidente. Pero les importa un comino quién sea. Se limitarán a redactar un informe y a entregárselo. Y el hombre necesita un poco de calor humano. ¡Joder, Sebas! —gruñó con familiaridad—. Tú puedes hablar con la persona que lleva la investigación y obtener datos de primera mano, sin que el hombre tenga que esperar el informe del forense, los resultados de la inspección técnica de la científica, el dictamen del juez sobre la calificación del sumario...
—Está bien..., está bien... Me acercaré a ver qué ha pasado. Espérame.
Miró el reloj digital de una pequeña estación meteorológica: las cinco y cuarenta minutos de la tarde. Apagó el televisor y se asomó a la ventana. La plaza de la Virreina, señoreada por la fuente de Ruth, estaba solitaria. Un viento helado y húmedo, que soplaba del mar, arrastraba plásticos y papeles que volaban como pequeñas cometas empujadas por las ráfagas. La estación indicaba una tendencia a la baja de la presión atmosférica y mostraba un dibujo de nubes y lluvia. Se avecinaban días de frío y agua.
Se metió en la ducha y la modorra de la siesta desapareció por el desagüe. Dejó que el chorro caliente le golpeara la nuca para relajar la tensión de los músculos cervicales. Se puso unos tejanos, una camisa de franela, un jersey, unos zapatos Panama Jack y una trenca por si le sorprendía la lluvia y se ajustó a la cintura su arma, una SW-99 del calibre 9 milímetros Parabellum.

 

* * *

 

Abandonó el metro por la boca del chaflán de las calles Provença y Sardenya y el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia emergió ante sus ojos como un bosque de piedra. La plaza homónima, iluminada por farolas de luces aciguatadas, estaba solitaria. El aire frío y húmedo batía las copas de los árboles y levantaba nubes de polvo que formaban remolinos. Sólo algunos jóvenes ocupaban los bancos. Las bolsas de plástico, repletas de envases de alcohol, hielo y refrescos, delataban su intención de celebrar un botellón. Un radiocasete a pleno volumen ambientaba su espera mientras las chicas aliviaban el frío batiendo palmas al son de los Chichos.
Caminó en dirección a la calle Mallorca y varios coches patrulla de los Mozos de Escuadra, con los destellos de sus luces azules, le señalaron el lugar del accidente. Mabel le chistó para llamar su atención. Se giró y la vio apostada en la acera, con los brazos apretados alrededor del pecho para mitigar el frío. Cruzó la calle y acudió a su encuentro.
—Ya estoy aquí.
Mabel se adelantó para besarle, pero él giró la cara.
—Gracias por venir —dijo con un brillo de tristeza en los ojos—. Sabía que no me fallarías.
—Siempre he comido de tu mano —admitió en tono de autocensura—. Ése es mi problema.
—¿Aún me guardas rencor?
—No puedo olvidarlo, Mabel. Te quería, y traicionaste mi confianza.
—Te llamé para disculparme, pero nunca quisiste hablar conmigo. Lo siento —dijo apenada—. No calculé las consecuencias. Nunca pensé que pudiera herirte.
—Pues lo hiciste —determinó con sequedad—. Te aprovechaste de mí, y nunca debiste hacerlo.
—Me he arrepentido cientos de veces —confesó con temblor en la voz—. Si pudiera dar marcha atrás lo haría, pero no me queda más remedio que apechugar. ¡Lo siento! —gritó helada—. ¿Merece la pena echarlo todo por la borda por una simple noticia?
—Ahora no quiero hablar de ello.
—Nunca me reclamaste la llave de tu casa.
—Porque pensé que una noche vendrías, me pedirías perdón y todo seguiría igual.
—No me atreví...
—Da igual —atajó Munárriz—. Ya todo da igual. Espérame. No creo que tarde.
Mabel asintió y le vio subir las escaleras de la fachada de la Pasión para desaparecer en el interior del templo. La hora de visita finalizaba a las seis de la tarde y la ausencia de turistas facilitaba la actuación de los Mozos de Escuadra. Un agente le cerró el paso. Munárriz metió la mano en el bolsillo interior de su trenca, sacó una carterita de piel negra y le mostró su placa. El mozo le saludó y le indicó que cruzara el patio hasta una caseta de obra situada junto al taller de cantería. Las luces de los flases le guiaron. Apostado en la puerta, el caporal Jordi Llopart observaba el trabajo de sus compañeros de la División de la Policía Científica. Le tendió la mano.
—Bona nit, inspector Munárriz. No me diga que le envían de la Comisaría General para coordinar la investigación de un simple accidente...
—No, claro que no —adujo para justificar su presencia—. Estoy aquí en visita privada. La joven es hija de un amigo mío.
—¿Conoce a Carlos Ayllón?
—Sí —mintió para evitar dar explicaciones—. Hace años un caso me llevó hasta sus bodegas y cultivamos cierta amistad.
—Bodegas Ayllón... ¿Ha probado el Marqués de Ayllón?
—Un buen brandi.
—Tomo nota —dijo el caporal—. ¿En qué puedo ayudarle?
—El viejo está hecho polvo.
—No me extraña —admitió—. Perder a una hija de la noche a la mañana no se digiere con facilidad.
—Y mucho menos si hablamos de una hija única.
—Pobre hombre —masculló apesadumbrado el mozo de escuadra.
—¿Sabe qué ha ocurrido? —le preguntó Munárriz.
—Todavía no han concluido las investigaciones, pero los datos del forense indican que cayó desde lo alto de la escalera al coger un libro de la estantería —señaló el mueble metálico y un tomo en el suelo—, con la mala suerte de golpearse la cabeza en el canto de la mesa.
—¿Puedo echar un vistazo?
—Adelante, inspector —asintió—. Está usted en su casa. Pero antes, por favor, colóquese unos guantes para no contaminar la escena. El reglamento es el reglamento.
Enfundó los dedos en unos guantes de látex que le ofreció un miembro de la policía científica y entró en la caseta. Una caseta típica de obra convertida en una especie de despacho y estudio, con paredes de laminado metálico, techo revestido de aislamiento térmico, un climatizador de doble función (aire caliente y frío) y un pequeño excusado dotado de váter químico y un ventanuco de aireación. En el suelo, con un grueso trazo de tiza, el forense había delimitado el contorno del cuerpo sin vida de Begoña Ayllón: soltera, licenciada en Bellas Artes y experta en tratamientos para la rehabilitación de la piedra, como luego le explicaría el caporal.
Un agente, ayudado de unos bastoncitos de celulosa, tomaba muestras de sangre del canto de la mesa para compararla con el adeene de la víctima; otro fotografiaba la escalera y la estantería, un mueble metálico repleto de libros hasta el techo. Sacó varias fotos del libro posado en el suelo tras la caída, del bolso de la víctima colgado de una escarpia en la pared y de la mesa de trabajo. Una mesa de conglomerado, repleta de papeles, fotografías y dibujos de la Sagrada Familia, un ordenador portátil, unas gafas de presbicia apoyadas junto al ordenador, una silla funcional con reposabrazos, una papelera repleta de basura: latas de refrescos, folios rotos, restos de un bocadillo... El agente, ayudado de una lente macro, obtuvo primeros planos de la sangre que manchaba la mesa y de la posición de la víctima en el suelo.
Munárriz preguntó al caporal Llopart si habían tomado huellas en la ventana del baño y en la puerta de entrada y le respondió que sí. Nada había sido forzado. La puerta de acceso la hallaron con el pestillo echado, y no había signos de violencia. Descartaron el robo porque ningún chorizo dejaría intacto el bolso o el ordenador portátil. En el bolso los agentes hallaron trescientos euros en billetes de cincuenta, y el ordenador, un Mac último modelo, costaba más de dos mil. Conclusión: muerte accidental.
Se imaginó la escena. La joven encerrada en su despacho, angustiada por terminar un estudio técnico que debía presentar en un plazo quizá ya extinguido, necesitó consultar un libro, comprobar un dato olvidado, se levantó, acercó la escalera a la estantería, cogió el libro que precisaba, desplazó el pie para descender al siguiente peldaño, resbaló, se golpeó la cabeza en el canto de la mesa y se desnucó. Las estadísticas demostraban que los accidentes domésticos y laborales causaban más víctimas que la violencia.
—¿Todo en orden, inspector? —se interesó el caporal Llopart al verle salir.
—Sí —dijo—. No parece haber elementos de sospecha.
—Ni uno —convino—. El dictamen forense in situ, delante del juez que ha levantado el cadáver, concluye en muerte accidental por traumatismo craneal severo.
—Gracias, caporal.
—A sus órdenes, inspector.
Iba a marcharse pero vio que se acercaban dos siluetas vestidas de negro. El caporal torció el gesto. Problemas. El obispo de Barcelona y su acompañante, un sacerdote de rostro anónimo, caminaban hacia la caseta sujetándose los faldones de las sotanas para amortiguar los envites del aire racheado. El obispo, famoso por sus declaraciones a la prensa en defensa de la enseñanza obligatoria de la religión en los colegios y su oposición a las uniones homosexuales, se adelantó, se plantó ante ellos y se presentó con un vozarrón grave, casi en tono imperativo.
—Soy...
—Monseñor Granvela —le cortó el caporal—. ¿A qué debemos el honor de su visita?
—¿Por qué nadie ha avisado al obispado de lo ocurrido? —gruñó molesto.
—Quizá el Departamento de Interior espera tener un informe concluyente.
—Ya... —farfulló pensativo el prelado—. ¿Puede adelantarme algo?
—Un lamentable accidente laboral —le explicó el mozo de escuadra—. Begoña Ayllón trabajaba en un proyecto de restauración, resbaló desde lo alto de una escalera y se golpeó la cabeza.
—¿Y usted quién es? —arreció de pronto el obispo.
—Un amigo del padre de la víctima—respondió Munárriz ocultando su condición de policía para no complicar las cosas.
—Bien, muy bien. —Se dirigió al caporal—: ¿Está usted al mando de la investigación, señor...?
—Jordi Llopart, de la comisaría del Ensanche —respondió molesto por su tono altivo—. Y sí, sí estoy al mando de la investigación.
—Entonces escuche atentamente —bramó con un dedo inhiesto frente a su cara—. Ahí fuera he visto a una periodista de La Vanguardia, y no me gustaría que se especulase con este tema. Dígales a sus superiores que emitan pronto un comunicado de prensa esclarecedor de los hechos. Intenten quitar hierro al asunto porque este monumento —señaló en círculo y el brazo en alto— está a la cabeza de los más visitados del Estado...
—Transmitiré su queja a mis superiores —le interrumpió el caporal.
—Ya me he puesto en contacto con el Departamento de Interior de la Generalitat —gruñó el obispo, y sonó a amenaza.
—¿Desea algo más, monseñor Granvela? —preguntó el caporal con una solapada invitación a abandonar el lugar.
—No, nada más. No quiero escándalos. Sólo eso.
El obispo y su acompañante desaparecieron con la celeridad con la que habían llegado. Su coche oficial, un Audi A8 de color negro metalizado y cristales tintados, les esperaba con el motor en marcha.
Munárriz comprendía las razones del obispo. La Iglesia, acuciada por el descenso de contribuyentes, la falta de vocaciones y de asistencia al culto, velaba para que sus intereses no se vieran lesionados bajo ningún concepto. En síntesis, el obispado no deseaba airear el accidente. Los turistas se mostraban sensibles a cierto tipo de noticias, y por cada uno que cancelara su visita al templo más emblemático de la ciudad, la Iglesia dejaría de percibir ocho euros. Cada año visitaban la Sagrada Familia dos millones y medio de personas. No había más que echar cuentas.
—Yo también me marcho —dijo.
—Gracias por no revelar su condición de policía —suspiró el caporal—. El obispo se habría puesto más nervioso si cabe.
—Gracias a usted por su amabilidad.
—Dele el pésame a su amigo de mi parte —dijo apenado—. Tengo una niñita de siete años y no puedo imaginarme el dolor si llegara a perderla.

 

* * *

 

Mabel esperaba sentada en un banco de la plaza de la Sagrada Familia, acurrucada dentro de su abrigo, las solapas levantadas, y la cabeza hundida para soportar el aire helado cargado de humedad. Podían haberse citado en un bar, caviló Munárriz, pero no cayó en la cuenta. ¡Tenía tantas cosas en la cabeza! La vio temblar de frío y sintió remordimientos. No había pasado mucho tiempo, media hora a lo sumo, pero suficiente para pillar un constipado.
La amaba, pero no podía olvidar. Nunca se plantearon el matrimonio, ni siquiera la posibilidad de vivir juntos, aunque cuando el trabajo se lo permitía ella pasaba largas temporadas en su apartamento. De repente un día desaparecía obligada por su profesión y le llamaba desde algún país remoto para decirle que elaboraba un reportaje sobre el tráfico de niños, la prostitución infantil, la trata de blancas, el narcotráfico o el contrabando de petróleo o armas. Y luego su traición incomprensible, que estuvo a punto de costarle el puesto.
Una noche, mientras Mabel le besaba con suavidad el cuello, mordisqueaba sus pezones y acariciaba su miembro erecto, le preguntó por el clan de los Orozco, una familia de narcotraficantes colombianos adscritos al cártel de Cali, cuya presencia había detectado la Unidad de Droga y Crimen Organizado en la Costa Brava. Como coordinador de las fuerzas de la Comisaría General de Policía Judicial, Munárriz conocía numerosos detalles sobre los movimientos de la banda y los pormenores del dispositivo organizado para detenerles a primera hora del día siguiente. Mabel sonrió, le besó los labios hasta dejarle sin aliento y se colocó a horcajadas sobre su pubis para introducirse lentamente el miembro. Hicieron el amor hasta quedar rendidos, y después se durmieron como otras tantas noches.
En la primera edición de la mañana, La Vanguardia publicó detalles tan minuciosos del operativo, que pusieron en alerta al clan de los Orozco y les permitió eludir la acción de la justicia. Mabel se arrepintió al instante de la filtración facilitada a su periódico. A media noche se despertó y mientras Munárriz dormía a pierna suelta hizo una llamada a la redacción. Supuso que el operativo se llevaría a cabo de madrugada, como solía ser habitual. Pensó que cuando el periódico saliera a la calle ya habría concluido la operación y se apuntaría un tanto ante sus jefes al dar la información en primicia. Pero se equivocó. El despliegue policial se retrasó por culpa de la orden de registro que debía expedir el juzgado de Blanes, y la noticia frustró la detención. Los Orozco pusieron tierra de por medio.
—Vamos —dijo Munárriz tratando de alejar por un momento los malos recuerdos—. Tomemos algo para entrar en calor.
—¿Has averiguado qué ha pasado?
—Sí —contestó para satisfacerla—. La chica cayó desde lo alto de una escalera y se desnucó.
—Tengo que llamar a Rafael Vilaró —dijo más tranquila—. Espera mis noticias para hablar con Carlos Ayllón.
—Claro —musitó Munárriz dolido. Siempre había alguien antes que él.
Mabel se apartó unos pasos, sacó su teléfono móvil y efectuó la llamada. La vio cabecear, asentir y pronunciar monosílabos. Colgó y regresó a su lado.
—Vilaró te manda saludos —dijo—, y agradece tu colaboración.
—No hay de qué.
—¿Podrás perdonarme? —soltó Mabel de repente, con ímpetu y congoja.
—¿Me quieres?
—Ya sabes que sí.
—Si no te perdonara no podría mirarme al espejo.
—¿Entonces?..
—Pasemos la noche en mi casa —propuso Munárriz cogiéndole de las manos—. Recobremos el tiempo perdido.
Caminaron unos metros y ella detuvo la marcha. Le rodeó con los brazos la cintura y le miró a los ojos sin decir nada. El vacío se hizo a su alrededor. Mabel sintió el calor de su cuerpo, su perfume todavía vivo en su piel, y le besó los labios suavemente, casi con duda después de meses sin hacerlo, sin saber si la amaba o la detestaba por su mala cabeza, por imponer la obligación de su trabajo a su cariño. Tenía el compromiso de difundir las noticias, es cierto, pero se extralimitó. Hay barreras que no deben cruzarse. Debía haberle consultado, revelado sus intenciones, pero no lo hizo porque nunca valoró las consecuencias de su acción. Le había hecho demasiado daño.
El grupo de jóvenes reunidos para celebrar un botellón estalló en chiflas al verles acaramelados. Subieron el volumen del radiocasete, un enorme aparato plateado, y las chicas arrancaron de nuevo a tocar las palmas al ritmo de una ranchera cantada por Luis Miguel. Sonrieron al saberse observados, descubiertos como dos quinceañeros que se besan por primera vez, y corrieron agarrados de la mano para cruzar la calle y alejarse.

 

* * *

 

Hicieron el amor, se amaron con la pasión de un reencuentro deseado por ambos, aunque ninguno se atrevía a dar el primer paso, y Mabel se durmió con la cabeza apoyada sobre su pecho. Su respiración sonaba dulce, acompasada, como el soplo suave de la brisa de primavera. Munárriz también intentó dormir, relajarse, pero no lo consiguió. Las manecillas del reloj avanzaban en su lento viaje por la noche y seguía despierto, con los ojos abiertos como un búho al acecho de un ratón. Había algo que le inquietaba, que le impedía conciliar el sueño. Algo que le mantenía en alerta. Había experimentado la misma sensación en varias ocasiones. Casi siempre en el escenario de un crimen; una inquietud, una zozobra que le impedía actuar con normalidad. A su padre le ocurría igual. En medio del mar, con las redes plantadas en mitad de la noche, se quedaba quieto, marmóreo, escuchando el silencio penetrante de la oscuridad. Entonces, pasados unos minutos, ordenaba izar las redes, recoger los aparejos y poner rumbo a Elanchove porque se avecinaba una galerna. El mar permanecía en calma, con el rumor suave del chapoteo del agua en la proa. Pero su padre ordenaba frenético regresar a puerto. Ya en casa, el mar rugía con el lamento de un animal herido, el viento huracanado batía con violencia las jarcias, las olas se alzaban majestuosas sobre los diques y las barcas que faenaban en mar abierto tenían serios problemas para alcanzar las dársenas salvadoras. Había heredado ese sexto sentido.
Algo en la caseta no encajaba. Todo demasiado técnico, impoluto, sin un atisbo de duda. Todo colocado con perfección milimétrica: la escalera, la mesa, el libro, el cuerpo de la chica, el bolso, el ordenador, la papelera... Nada fuera de lugar. Todo en armonía como el atrezo de un decorado de cine, como los soldaditos de plomo alineados en el estante de un museo militar. Todo en orden salvo el ventanuco del excusado abierto, la calefacción encendida y un libro en el suelo.

 

* * *

 

A las ocho de la mañana la vio desperezarse, levantarse desnuda de la cama y colocarse su albornoz blanco de algodón, recuerdo de un viaje fantástico en el Transcantábrico, un lujoso tren de vía estrecha que enlazaba León y Santiago de Compostela. Fueron las últimas vacaciones antes de su enfado, de la traición que les mantuvo separados casi un año.
Mabel preparó para el desayuno huevos revueltos con beicon, tostadas de pan de molde y zumo de naranja recién exprimido. La contempló en silencio desde el quicio de la puerta de la cocina. Estaba radiante. Recién levantada pero radiante, con el pelo alborotado, las marcas de la sábana todavía dibujadas en sus mejillas, los labios limpios de carmín, los ojos sin rímel, el albornoz abierto hasta la cintura y sus pechos, abundantes y tersos, asomando ligeramente entre los pliegues de la tela. Se acerco y la besó. Mabel se liberó de su abrazo para retirar el pan de la tostadora.
—¿Qué tal has dormido?
—Mal... muy mal —respondió Munárriz—. No he pegado ojo en toda la noche.
—¿Por qué? ¿Acaso no lo pasaste bien?
—Ha sido mi mejor velada en mucho tiempo —dijo, y guardó un instante de silencio—. Pero en la inspección de la caseta —confesó como si hablara consigo mismo— algo no cuadra, y no atino a saber qué. Mi olfato me dice que nada es como parece.
—Llamé a Rafael Vilaró —protestó Mabel perpleja— y le dije que se trataba de un accidente. ¿No me habrás mentido para vengarte?
—Es la versión oficial. La conclusión de los Mozos de Escuadra.
—Te conozco, Sebas —determinó Mabel mientras servía los huevos revueltos—, y nunca te equivocas. Me huelo que barruntas algo, que hay una noticia jugosa a la vista.
—¡Ni se te ocurra!
—Palabra de honor. —Levantó la mano derecha en señal de juramento—. He aprendido la lección. A partir de ahora nuestras conversaciones permanecerán en el ámbito de las relaciones de pareja. Top secret —sonrió—. Nunca más volveré a aprovecharme de tus confidencias. Pero créeme que resulta muy tentador. No todos los periodistas se acuestan con un destacado miembro de la Unidad de Inteligencia Criminal. Anda, suéltalo...
—La versión oficial —dijo cauteloso—, tanto de la policía científica como del forense, habla de un accidente. Suponen que la chica se encaramó a una escalera para coger un libro de la parte alta de la estantería, resbaló, se golpeó la cabeza contra la mesa y se desnucó.
—¿Qué hay de raro? —inquirió Mabel sin comprender adónde quería llegar—. Eso ocurre todos los días, por extraño que parezca.
—Por lógica —dedujo pensativo—, la escalera, una escalera de aluminio poco pesada, debería estar volcada por el impulso de la caída. Al resbalar, es razonable suponer que la chica intentó agarrarse, y en ese intento derribaría alguna cosa, se arañaría las manos, se produciría moratones en los brazos. No sé... —Sacudió la cabeza—. Esta mañana intentaré hablar con el forense. Quizá pueda aclararme cómo se produjo la caída y mis sospechas queden en nada.
—Interesante —musitó Mabel.
—Hay más —continuó con un pedazo de panceta ahumada en la boca—. El ventanuco de aireación del retrete estaba abierto, la calefacción encendida y en el interior de la caseta hacía frío. ¿No te parece raro?
—A simple vista no —respondió encogiéndose de hombros—. Quizás el ambiente estaba cargado y la muchacha abrió la ventana.
—Puede —admitió—. Pero todavía hay más.
—¿Más puntos oscuros?
—Sí. —Munárriz no levantó la vista del plato—. Había un libro en el suelo. Eso indica que la caída se produjo después de tenerlo en sus manos. Observé la escalera: una escalera plegable de cuatro escalones. Calculé la altura desde el último peldaño al suelo: un metro más o menos, y para coger el libro precisó estirar el brazo. La chica, por el contorno dibujado con tiza, medía alrededor de un metro setenta y cinco, es decir, que su altura hasta la cruz rondaba los ciento cuarenta y cinco centímetros. Si sumamos la longitud del brazo, unos sesenta o sesenta y cinco centímetros, tenemos que el libro cayó desde una altura de tres metros aproximadamente...
—¿Qué insinúas? —preguntó nerviosa por conocer el desenlace.
—No pude inspeccionar el libro —admitió contrariado—para no alterar la escena, pero era antiguo, y me extrañó que no sufriese ningún daño. Estaba intacto.
—Tienes razón —advirtió Mabel con su buen olfato de periodista—. Parece lógico que al desplomarse la fuerza del impacto soltara algunas páginas, arañara la encuadernación, doblara las puntas de las tapas, quedase abierto... En fin, tengo que admitir que tus dudas son razonables. ¿Qué piensas hacer?
—Inspeccionaré de nuevo la caseta, hablaré con el forense y después visitaré a Lorenzo Castilla, de la Científica.
—A la Iglesia no va a gustarle que hurgues en sus asuntos. Te lo digo por experiencia.
—Lo imagino —asintió—. Mientras hablaba con el caporal Llopart llegó monseñor Granvela, para recomendarle discreción y que procurara no levantar mucho revuelo.
—Un simple accidente no interesa más allá de una columna de cinco líneas en el apartado de sociedad —advirtió Mabel—, pero si tu hipótesis es cierta y alguien mató a la chica, va en primera página de sucesos.
—Espero que cumplas tu promesa —receló Munárriz ante sus palabras—. De momento sólo son especulaciones que no llevan a ningún lado.
—Nunca te equivocas, Sebas —suspiró seria—, y si estás en lo cierto quiero la historia. Me mantendré al margen, lo prometo, pero quiero esa historia si alguien se cargó a la chica.
—¿Viste al obispo?
—Por supuesto —confirmó—. Casi me congelo esperándote.
—¿Sabes quién le acompañaba?
—Sí —afirmó satisfecha de poderle ayudar—. Su mano derecha en asuntos de inteligencia. El padre Mieszko Pavlovic, un polaco al frente de la Oficina de Prensa del obispado, aunque su cargo es sólo una tapadera. El padre Pavlovic en realidad pertenece al Servicio de Información del Vaticano y actúa como delegado de la Nunciatura Apostólica en Barcelona para temas de seguridad e información. Los periodistas le apodamos «el espía del Papa».
—¿Crees que sospechan algo?
—No, sinceramente no —subrayó Mabel—. Si tuviesen la más mínima duda, la Sagrada Familia habría estado plagada de agentes encubiertos de la inteligencia vaticana. Sólo quieren controlar la información que se transmita a los medios, que la noticia no se les vaya de las manos.
Munárriz intentó olvidar el asunto y disfrutar del momento. No estaba acostumbrado a desayunar en compañía, con calma, a que alguien le sirviera la mesa y escuchara sus problemas. Tenerla en casa hacía que se sintiera bien, le devolvía la confianza en las relaciones de pareja.
Mabel recogió los cacharros, los metió en el lavavajillas y se dio una ducha. Pese a ser domingo tenía trabajo. A las diez le esperaban en la redacción para cerrar un artículo sobre la delincuencia infantil en Barcelona, y quería ser puntual. De lo contrario le habría propuesto acostarse de nuevo, amarse y dejar correr el tiempo sin que nada importase. Pero el deber obliga. Salió envuelta en una toalla y su cara brilló bajo la luz perlada por cientos de gotitas de agua.
—Pasaré por mi casa a recoger un poco de ropa —dijo Mabel sin consultarle— y me instalaré aquí unos días.
Munárriz asintió complacido, y comprendió que junto a ella estaba su felicidad.

 

* * *
Las visitas a la Sagrada Familia comenzaban a las nueve de la mañana. Varios grupos de turistas japoneses y americanos recorrían el templo de arriba abajo mientras los guías narraban las vicisitudes de su construcción. La mayoría no les escuchaban, enfrascados en tomar cientos de fotografías a unas formas arquitectónicas que jamás hubiesen imaginado. «Es como vivir un sueño con los ojos abiertos», dijo una mujer cogida del brazo de su marido.
En medio de aquel bosque pétreo el ser humano empequeñecía. La grandeza del templo simbolizaba a la perfección la grandeza de Dios. Uno de los cicerones se desgañitaba para que le oyeran los miembros de su grupo: «El modernismo es la principal seña de identidad de la arquitectura catalana de los siglos XIX y XX, y la Sagrada Familia, la última obra faraónica de la Edad Moderna. En su proyecto original consta de dieciocho torres, de ochenta y cuatro campanas de diferentes medidas y sonidos, y la misa inaugural contará con más de mil quinientos cantores, setecientos niños de escolanía y cinco grandes órganos... Imagínenselo, señoras y señores, porque sólo así comprenderán la magnitud de esta iglesia...».
Munárriz se dirigió a la caseta de obra que servía de oficina a Begoña Ayllón, situada junto al taller de cantería en una zona cerrada al público, y escuchó que alguien chistaba a sus espaldas. Se giró para averiguar quién reclamaba su atención y vio acercarse a paso ligero a un vigilante jurado.
—No puede estar aquí, señor —dijo tomándole por un turista despistado.
Munárriz le mostró su placa. El vigilante la inspeccionó, como si recelara de su autenticidad, y pasados unos segundos asintió contrariado. No parecían gustarle los policías. Invadían su feudo, le despojaban de su autoridad. Quizá sólo se trataba de resentimiento, quizás intentó ingresar en el Cuerpo y le rechazaron. Casi todos los vigilantes jurados se confesaban policías frustrados.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó con frialdad.
—Señor Vázquez... —dijo Munárriz tras leer la chapa de identificación que mostraba su uniforme—, investigo el accidente de ayer. ¿Estaba aquí cuando sucedió?
—No. El cuerpo lo halló una mujer de la limpieza.
—Quisiera hablar con ella.
—Veré si está. Creo que tiene turno de guardia —recordó, y le dio la espalda con desdén.
Mientras el vigilante iba en busca de la limpiadora, Munárriz echó una ojeada a su alrededor. Había numerosos bloques de granito de todos los tamaños, grúas grandes y pequeñas, martillos hidráulicos, uñetas, escodas, sierras radiales, aparatos para pulir la piedra y maquinaria diversa junto a desechos de cantería. Un lugar perfecto para ocultarse. La caseta había sido instalada para que Begoña Ayllón pudiera trabajar con comodidad. Hasta donde él sabía, realizaba un estudio para restaurar las partes más viejas del templo. Había que limpiar y recomponer algunas zonas que la humedad, el agua, la contaminación y los excrementos de las palomas y gaviotas habían deteriorado.
—¿Me buscaba, señor? —preguntó la mujer de la limpieza con un hilo de voz, algo asustada porque la policía le imponía respeto y temor.
—Sólo quiero hacerle unas preguntas.
—No sé nada —argumentó temblorosa—. Ya se lo dije a sus compañeros.
—Tranquilícese. —La cogió del brazo para inspirarle confianza y caminó unos pasos—. Cuénteme cómo encontró el cuerpo.
—Suelo limpiar la oficina de la señorita Begoña los viernes por la tarde, pero este viernes tenía hora en el callista y no pude hacerlo. Pero como sé que a Begoña le gusta ver su despacho ordenado, vine el sábado sobre las cuatro y media aprovechando un ratito libre. Limpiarlo no me lleva más de media hora.
—Ya —dijo Munárriz pensativo—. ¿Tiene llave de la puerta?
—No..., no... —se apresuró a negar, porque consideraba su posesión una responsabilidad—. La llave se guarda en un armario de la garita de los vigilantes. La pedí y me la dieron.
—¿Y después?
—Abrí la caseta y allí estaba el cuerpo de Begoña —dijo con la imagen del horror nítida en sus ojos—. Pobre muchacha. Tan joven...
—¿Tocó algo?
—Nada, señor —afirmó tajante—. El susto me dejó paralizada.
—¿Avisó a la policía?
—Di un grito y enseguida acudieron los vigilantes y se ocuparon ellos.
—¿Recuerda si la ventana de la caseta estaba abierta?
—La verdad —dijo—, no me fijé.
Munárriz se llevó el dedo índice a los labios, cavilando, como si buscara un punto de apoyo a su hipótesis en las palabras de la limpiadora.
—¿Desea algo más? —preguntó la mujer con intención de marcharse.
—No. Gracias. Es todo.
La limpiadora regresó a su puesto. La vio hablar unos segundos con el vigilante y después caminar en dirección a las oficinas. Munárriz se acercó a la caseta. Los Mozos de Escuadra la habían precintado. Alrededor de la cerradura observó restos del polvo de aluminio utilizado para obtener huellas dactilares. No parecía forzada. Rodeó su perímetro. Comprobó el cierre del ventanuco del cuarto de aseo. Nada, impoluto, salvo por los restos de polvo de aluminio. Los compañeros de la Científica se habían empleado a fondo. Necesitaba entrar. Regresó a la puerta y aprovechó la ausencia del vigilante para desprender el precinto con una navajita multiuso que llevaba en el bolsillo. Después forzó la cerradura, ayudado de un pequeño destornillador inserto en el mango de la navajita, y la abrió. Podía haberle pedido la llave al vigilante, pero se la habría negado amparado en el precinto judicial. Conocía bien su oficio y sin una orden explícita no le dejaría entrar.
Todo estaba igual que la tarde anterior. La mesa también mostraba residuos de polvo de aluminio. En la silueta de tiza comprobó las medidas del cuerpo de la chica: alrededor de ciento setenta y cinco centímetros de altura, como había calculado. Después hizo lo propio con la escalera. Midió su posición respecto a la mesa y el hueco dejado en la estantería por el libro, y todo encajaba con perfección milimétrica. La muchacha tuvo que colocarse de puntillas para cogerlo. Una caída matemática. Cogió el volumen del suelo, con restos de la ninhidrina utilizada para obtener huellas dactilares en la superficie rugosa de las tapas. Lo dejó sobre la mesa, todavía manchada de sangre, sacó una libretita y anotó: Chapelles de Notre Dame de Paris, autor Eugène Viollet-le-Duc, publicado en París, 1869. Miró los otros libros de la estantería. Muchos modernos pero otros antiguos. Reparó en la presencia de un voluminoso compendio de diez tomos, el Dictionnaire raisonné de l’architecture française du XI au XVI siècle, del mismo autor, editado entre 1854 y 1868.
Abrió el libro culpable del accidente. Las tapas crujieron. La encuadernación parecía buena pero después de casi ciento cuarenta años se resentía. Pasó algunas hojas con delicadeza. Estaban apergaminadas, quebradizas. Había que manipularlas con sumo cuidado para no desgarrarlas. Cerró el tomo y lo dejó en el suelo, en la misma posición en que estaba. Salió, cerró la caseta con la ayuda de su navajita multiuso y pegó de nuevo el precinto. Agazapado bajo el ventanuco del retrete, el vigilante jurado observó todos sus movimientos.

 

* * *

 

Desde la galería acristalada de su despacho del palacio Episcopal, en la confluencia de las calles del Bisbe y Santa Llúcia, en pleno barrio Gótico, el padre Mieszko Pavlovic contemplaba el paso de los funcionarios que se dirigían a sus puestos de trabajo en la vecina Generalitat o el Ayuntamiento. Más tarde, entrada la mañana, el barrio Gótico se llenaría de turistas en busca de la historia, de la arquitectura de su catedral neogótica alzada sobre las ruinas de un templo románico, la mayoría acariciarían el caparazón de la tortuga pétrea que decoraba el buzón diseñado por Doménech Montaner para la casa del Arcediano, o visitarían el Museo Federico Marés, para seguir su marcha hacia la plaza de Sant Jaume y el palacio del Tinell. El padre Pavlovic residía en el corazón de la Barcelona medieval. Cerca del palacio Episcopal, en la calle Paradís, estaba el punto más elevado del Mons Taber, el núcleo originario de la ciudad romana.
El tañido de las campanas de la catedral le sacó de su abstracción. Se apartó de la cristalera y se acomodó en su sillón de piel. Descolgó el teléfono, un aparato dotado de un sistema Ericsson para encriptar la voz y evitar que las conversaciones fuesen interceptadas, y llamó a la central del Servicio de Información del Vaticano en Roma. Escuchó varios pitidos intermitentes, y una voz masculina le atendió.
—Buon giorno.
—Póngame con el cardenal Rudolph Böhm —ordenó autoritario, en italiano y un leve dejo polaco.
—Un momento, por favor.
Las notas musicales de una melodía popular napolitana ocuparon la línea. Conocía de sobra el protocolo de seguridad interior del Vaticano. Nadie podía hablar con el cardenal Rudolph Böhm, director del Servicio de Información, sin antes ser identificado por la Oficina de Control y Seguridad Interior. El joven respondió con un simple «Le paso», y otra voz anónima le interrogó sobre el motivo de su llamada.
—¿Qué desea?
—Soy el padre Pavlovic —dijo enérgico—, adscrito a la Nunciatura Apostólica de Madrid, y quiero hablar con el cardenal Böhm.
El joven, un miembro del Corpo della Vigilanza, le pidió que esperara. Tecleó el nombre de su comunicante en el ordenador y accedió automáticamente a su registro de voz. Después insertó la grabación de su corta charla y esperó a que el aparato comprobara la identidad del padre Pavlovic. «Positivo», leyó pasados unos segundos en la pantalla, y transfirió la comunicación al despacho del director de la inteligencia vaticana.
—Padre Pavlovic —le saludó efusivo el cardenal Böhm—. ¿Qué tal le sientan los aires de Barcelona?
—Bien, muy bien, eminencia.
—Espero que no llame para darme malas noticias.
—No, señor —anticipó Pavlovic para tranquilizarle—. Sólo quiero comunicar un hecho y solicitar el control del Grupo Operativo.
—Adelante.
—Ayer —dijo, con la prudencia de calibrar sus palabras—se encontró el cuerpo sin vida de una restauradora en la Sagrada Familia. Todo indica que sufrió un lamentable accidente, pero durante la visita al lugar de los hechos, junto al obispo Granvela, advertí la presencia de un miembro de la Unidad de Inteligencia Criminal.
—Habrán iniciado una investigación rutinaria —dedujo el cardenal.
—Así es, eminencia—convino—, pero la investigación oficial está en manos de los Mozos de Escuadra, la policía autonómica catalana, y el inspector Munárriz ocultó su condición de agente de la Comisaría General de Policía Judicial al preguntarle su identidad.
—¿Cómo le reconoció?
—Soy gato viejo, eminencia. Su actitud me pareció sospechosa y solicité información a la seguridad de la Nunciatura Apostólica de Madrid.
—¿Recela de algo?
—No, eminencia. Sólo pretendo un control rutinario por si las cosas se complican. Ora et labora...
—Está bien, padre Pavlovic —dijo el cardenal Böhm dando por concluida la charla—. Me encargaré del asunto.
—Gracias, eminencia.
El padre Pavlovic colgó. Había cumplido con su deber: informar. No sospechaba nada, pero había aprendido a nadar y guardar la ropa. Se levantó. Miró de nuevo por la cristalera. Los músicos callejeros tomaban posiciones para ambientar con sus melodías el paso infatigable de los turistas, y algunos grupos de escolares alborotaban en la fuente del palacio Episcopal. Barcelona no se parecía en nada a su Gdansk natal. En Barcelona los monumentos hablaban por sí solos de la historia de la ciudad. En Gdansk, destruida por completo durante la Segunda Guerra Mundial, todo había sido reconstruido y carecía de alma.

 

* * *

 

En su despacho del palacio del Governatorato, en el Vaticano, el cardenal Rudolph Böhm meditó unos segundos sobre la información que acababa de recibir. Nada, por insignificante que fuese, se dejaba al azar si incumbía a la seguridad del Estado de Dios. Pulsó un botón dorado, de los muchos que contenía una cajita de madera de palosanto encastrada en la mesa, y a través de un interfono ordenó a un vigile ir en busca del padre Marco Pestalozzi, jefe del Grupo Operativo del Servicio de Información del Vaticano.

Capítulo 2

 

El taxi enfiló la avenida del Hospital Militar, pasó bajo el puente de Vallcarca y siguió en dirección al Tibidabo para detenerse frente a la puerta del antiguo Hospital Militar del Generalísimo, reconvertido en el Parque Sanitario Pere Virgili: un laberinto de edificios dedicados a la sanidad pública que albergaba el Instituto de Medicina Legal de Cataluña. El guardia de la entrada le saludó y, entre jardincitos que amarilleaban con los primeros fríos del otoño, Munárriz llegó a la sede del Instituto de Medicina Legal. Una joven, protegida tras un mostrador de madera, atendía a las visitas.
—¿Puedo ayudarle? —le abordó.
—Busco al doctor Luis Mascaró.
—¿De parte de quién?
—Del inspector Sebastián Munárriz, de la Comisaría General de Policía Judicial.
—Un momento, por favor. —Descolgó un teléfono y Munárriz le oyó hablar con el jefe de la Unidad Forense—. Siga este pasillo —le indicó finalmente—, en la tercera puerta a la derecha tiene el despacho el doctor Mascaró.
Munárriz conocía de sobra el camino. Lo había hecho en muchas ocasiones para recabar información de primera mano de los forenses que trabajaban en el moderno Instituto de Medicina Legal de Cataluña, heredero del viejo Instituto Anatómico Forense. Dio las gracias a la chica y, acompañado por la melodía del hilo musical, accedió al despacho del doctor Mascaró. Le estrechó la mano. No podía considerarle un amigo pero se habían visto en varias ocasiones, aunque siempre por motivos profesionales.
—¿Qué le trae por aquí, inspector Munárriz?
—El resultado de una autopsia.
—Lo imaginaba —determinó el forense con una sonrisa—. Nadie viene a verme por gusto. ¿Sabe el nombre de la víctima?
—Begoña Ayllón.
—¡Joder! —exclamó al oír el nombre de sus desvelos dominicales—. Esta mañana temprano me han llamado del Departamento de Interior de la Generalitat para que me hiciera cargo personalmente de su autopsia. ¡Me han fastidiado el domingo! ¡Adiós a la barbacoa en casa de unos amigos! ¿Quién es la chica?
—La hija de un importante bodeguero de El Puerto de Santa María.
—Debe de ser muy, muy importante. ¿Le manda la Comisaría General, inspector?
—Visita privada —confesó Munárriz—. Tengo particular interés en este caso.
—¿Desconfía de nuestra valía? —protestó el médico—. ¿De la capacidad técnica de la Policía Autonómica?
—No —le tranquilizó Munárriz—. Sólo quiero conocer el dictamen forense.
—Muerte accidental por traumatismo craneal severo —certificó con la autoridad propia de su cargo—. ¿Desea ver el cuerpo?
—No es preciso, pero me gustaría leer el informe.
—Aquí lo tiene —le ofreció el doctor Mascaró deslizando una carpeta sobre la mesa—. Acabo de redactarlo para que pueda entregarse el cuerpo a la familia.
Munárriz abrió el expediente. La primera página resumía los rasgos antropométricos y personales. A continuación venían las medidas de la herida, un dibujo de su geometría, una serie de valoraciones sobre la fuerza del impacto respecto a la altura de la escalera y la mesa, la posición del cuerpo en el momento del golpe y otra tabla de parámetros analíticos. Los forenses se habían tomado en serio su trabajo. La autopsia no revelaba ningún signo evidente de violencia. Los microhematomas post mortem correspondían a la posición en que se había hallado el cuerpo, y permitían determinar que no había sido movido. La temperatura del hígado establecía la hora de la muerte alrededor de las cuatro de la tarde del sábado. El adeene de la sangre de la mesa correspondía a la víctima. Nada fuera de la normalidad en un accidente de aquellas características. La autopsia no registraba la más mínima sospecha de una muerte violenta. Munárriz cerró el dosier.
—La chica resbaló y se golpeó la cabeza —afirmó el doctor Mascaró convencido—. He obtenido un molde de silicona de la herida y encaja perfectamente en el ángulo ensangrentado de la mesa. No hay moratones en brazos y piernas. Tampoco hay restos de sangre ajena o epiteliales en sus uñas. Los análisis patológicos descartan que padeciera cualquier enfermedad, y los tests no revelan la presencia en sangre de tóxicos alimentarios o sustancias de cualquier otro tipo, como barbitúricos, anfetaminas o drogas. Ni siquiera hay restos de antibióticos —apostilló—. Esa chica estaba sana, sanísima.
—Parece lógico suponer que durante la caída braceara para evitar o amortiguar el golpe, que intentara agarrarse, y entonces tuvo que arañarse, hacerse alguna herida o contusión —expuso Munárriz.
—Sí. Pero no hay hematomas por traumatismo, ni rasguños o cualquier otro indicio de que tal cosa ocurriera. Quizá sufrió un vahído, una pequeña bajada de tensión debido al exceso de trabajo, al estrés, y se desplomó de forma limpia. La posición del cuerpo respecto a la escalera y la mesa así lo indica. Inspector —dijo en tono circunspecto, aunque algo paternal—, hemos analizado el cuerpo de la joven milímetro a milímetro y no hay nada sospechoso. Se lo garantizo.
—Gracias, doctor Mascaró.
—Ha sido un placer atenderle.
Munárriz se cruzó con los abogados de Carlos Ayllón, enviados para acelerar el papeleo y trasladar lo antes posible el cuerpo de la joven a El Puerto de Santa María. Miró el reloj. Las dos del mediodía. Sacó el móvil y llamó a Mabel a la redacción del periódico. Todavía tenía para un buen rato. Su artículo sobre la delincuencia infantil, organizada por varias familias rumanas, iba a página entera en la edición del lunes. Quedaron en su apartamento para cenar juntos. Mabel se ofreció a comprar una botella de vino y a preparar una cena especial.

 

* * *

 

El Gabinete de Policía Científica, al servicio de la Comisaría General de Policía Judicial, se hallaba en un moderno edificio en las afueras de la ciudad, en la carretera de la Rabasada que conduce al Tibidabo, el antiguo camino que unía Gracia y Manresa. A medida que ganaba altura al volante de su Peugeot 407, la ciudad ofrecía sus mejores vistas. Las torres de la Sagrada Familia, durante años reinas y señoras del cielo barcelonés, empequeñecían ante los nuevos iconos de la arquitectura catalana: el edificio de la sede de Aguas de Barcelona, de Jean Nouvel, o el hotel Arts, de los arquitectos Bruce Graham y Frank O. Gehry. En la cumbre del monte Vilana las nubes ocultaban el último segmento de la torre de comunicaciones levantada por Norman Foster para los Juegos Olímpicos.
Munárriz mostró su credencial al policía que custodiaba la entrada, quien le indicó que estacionara el automóvil en el aparcamiento de visitantes. Había oscurecido y las luces del puerto, con sus gigantescos transatlánticos amarrados, señalaban los límites de la ciudad que poco a poco ganaba terreno al mar. Entró en el edificio, de líneas demasiado minimalistas para su gusto, subió a la segunda planta y se encontró ante la puerta del laboratorio de criminología. Llamó con los nudillos y una voz grave le autorizó a entrar. Lorenzo Castilla, especialista en balística y análisis de rastros biológicos, comparaba las marcas de percusión de dos cartuchos con los ojos acoplados a un binocular de gran aumento.
—No saludas a los amigos —protestó Munárriz para reclamar su atención.
—¡Vaya, vaya...! —exclamó Castilla al levantar la cabeza y advertir su presencia—. Desde que te nombraron coordinador de operaciones apenas te veo.
—¿Cómo estás? —dijo Munárriz, y le dio un abrazo.
—Bien, ¿y tú? —Castilla le correspondió con unas palmadas en la espalda.
—Relajado. Trabajo de oficina. Se acabó aquello de patear las calles, pero a veces echo en falta un poco de acción —admitió.
—Mira esto —le pidió Castilla.
Munárriz colocó los ojos en el binocular y observó unos arañazos idénticos en los pistones de dos cartuchos. Ambos proyectiles habían sido disparados con la misma arma, pese a ser recogidos en escenarios diferentes.
—Preciso tu ayuda —soltó al apartar la vista del aparato.
—He supuesto que no venías a felicitarme por la resolución de este caso —dijo Castilla, y señaló el binocular—. ¿Qué investigas?
—De oficio nada —le advirtió Munárriz serio—, pero necesito tu opinión sobre un libro.
—¿Un libro? —se extrañó Castilla—. No dejas de sorprenderme. ¿Quién dirige la investigación reglamentaria?
—Los Mozos de Escuadra.
—La División de Policía Científica —observó mientras apagaba la luz polarizada del binocular— dispone de buenos técnicos y muchos medios. ¿Por qué no acudes a ellos?
—No conozco a nadie de confianza y me harían demasiadas preguntas.
—Entiendo —dijo resuelto a ayudarle—. ¿De qué libro se trata?
—Chapelles de Notre Dame de Paris —leyó el título de su anotación en la libreta—, de Viollet-le-Duc, editado en París en mil ochocientos sesenta y nueve.
—¿Viollet-le-Duc?
—Sí —confirmó intrigado—. ¿Te suena?
—Claro —admitió Castilla—. Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc, arquitecto francés del siglo diecinueve, de formación autodidacta, especializado en monumentos medievales. Sus estudios supusieron un primer intento de racionalizar la arquitectura gótica —dijo con aires de catedrático—. Más tarde, su pensamiento influyó en la generación de arquitectos que a finales del diecinueve se convirtieron en los grandes maestros del art nouveau, del modernismo.
—Curioso —musitó pensativo—. ¿Conoces el libro?
—A tanto no llego —admitió modesto—. ¿Por qué?
—Necesito averiguar qué daños sufriría tras una caída de tres metros de altura.
—Tengo un programa de simulación de impactos —le ofreció Castilla—. Funciona bastante bien para conocer la trayectoria de una bala rebotada, la fuerza de choque de un vehículo en una colisión, los daños ocasionados por un objeto contundente sobre distintas partes del cuerpo humano, pero nunca he probado con un libro.
—Siempre hay una primera vez.
Castilla asintió, y animado por el desafío, se colocó delante de un ordenador. Le ofreció un taburete y Munárriz se acomodó a su lado. En la pantalla, sobre un fondo de color azul en el que ondeaba el escudo de la Policía Nacional, desfilaban las siglas GPC (Gabinete de Policía Científica). Pulsó algunas teclas, abrió el programa de simulación de impactos, colocó la palabra «libro» en el selector de materias y apareció en la pantalla una batería de preguntas. Cada una correspondía a un vector de análisis.
—Cuantos más datos introduzcamos —dijo Castilla con un dedo apoyado en el monitor—, más fiabilidad tendrá el resultado. Veamos —arrancó mirándole a la cara—. ¿Conoces el estado de conservación del libro?
—Diría que regular —dedujo Munárriz—. La encuadernación crujía al abrirlo, y las páginas estaban apergaminadas. Había que manejarlo con cuidado para no descoyuntarlo.
—Bien —determinó Castilla, y marcó las casillas de regular y malo—. ¿Sabes el peso?
—Entre setecientos y ochocientos gramos —calculó a ojo.
—¿Encuadernación rústica, cartoné, a media pasta, en pasta...?
—No sé —dudó Munárriz sin comprender los tecnicismos—. Tenía las tapas duras.
—¿Material de confección de las tapas: papel, percalina, piel, seda, tela...?
—Lo ignoro.
Castilla dejó la respuesta en blanco y colocó el cursor sobre otra ventana.
—¿Altura estimada de la caída? —siguió.
—Unos tres metros.
—¿Golpe vertical u horizontal?
—Vertical.
—¿Sujeción de las hojas?
—Ni idea —admitió—. El típico libro antiguo.
—Cosido con bramante —dedujo Castilla—. ¿Forma?
—Rectangular.
—¿Lomo redondeado o cuadrado?
—Redondeado.
—¿Número de páginas?
A medida que introducía datos, unas casillas desaparecían de la pantalla para dejar paso a otras. La mayor parte de las preguntas resultaban muy técnicas, y para responderlas con exactitud se requería el concurso de un bibliógrafo: ¿encuadernación otónida?, ¿gofrados mediante técnica de punzón?, ¿estilo Grolier, Mahieu, Canevari, fanfare, abanico, dentelle, Derôme, à la cathédrale...? Sólo la operación de encuadernar constaba de treinta y cuatro modalidades.
Repasaron las preguntas y dejaron un elevado número de casillas en blanco. Castilla sacudió la cabeza poco convencido. Pulsó una tecla para conocer el índice de fiabilidad del análisis: sesenta por ciento.
—No es mucho —opinó—, pero no está nada mal para un par de neófitos como nosotros.
—Tienes razón —convino Munárriz, impaciente por conocer el diagnóstico.
Castilla pulsó otra tecla. El ordenador mostró en la pantalla una ventana rectangular y el mensaje «En proceso» y al lado un reloj digital que indicaba el tiempo de espera para obtener el resultado: 00.01.30.00. Noventa segundos. Aguardaron en absoluto silencio, tensos. Los dígitos del reloj marcaron 00.00.00.00. La pantalla se fundió en negro y apareció un mensaje con el dictamen de la simulación: «Daños mínimos: hundimiento del lomo..., rotura de las guardas..., desprendimiento de las hojas sometidas a la mayor presión del impacto...; daños máximos: desprendimiento de la encuadernación..., desgarros en hojas sometidas a la mayor presión del impacto...; desprendimiento de hojas centrales..., rotura del lomo...».
—¿Se corresponde con la realidad? —inquirió Castilla.
—No —respondió Munárriz, satisfecho de saber que estaba en la línea de investigación correcta—. No tenía ni un rasguño.
—Imposible. El simulador confirma unos daños mínimos, y aunque el índice de fiabilidad es sólo del sesenta por ciento, hay que tomarlo por bueno.
Pulsó de nuevo las teclas, regresó al inicio del programa y alteró la distancia de caída para reducirla a un metro. Después dio los pasos necesarios para que el ordenador calculara los daños con la corrección efectuada. El reloj mostró un tiempo de espera similar al anterior y, pasado el mismo, apareció otro mensaje con el resultado de la simulación: «Daños mínimos: arañazos en cubiertas..., dobleces en cantoneras...; daños máximos: hundimiento del lomo..., rotura de las guardas..., desprendimiento de las hojas sometidas a la mayor presión del impacto...».
—¿Lo ves? —dijo Castilla—. Entre los datos fundamentales para el análisis está la altura de la caída o del impacto. Si alteramos ese parámetro el resultado varía, pero incluso desde un metro el simulador establece unos daños mínimos.
—Ya entiendo. —Munárriz se mesó los cabellos—. Reduciendo un dato fundamental del análisis, como la altura, aumenta el valor del resultado.
—Así es —ratificó—. La fiabilidad a un metro, en comparación matemática con la altura inicial de tres metros, asciende al ochenta u ochenta y cinco por ciento.
—No hay duda —afirmó—. El libro tuvo que sufrir daños. Eso significa...
—Que no cayó. Que alguien lo posó en el suelo —concluyó Castilla pese a desconocer los detalles del caso—. ¿Me equivoco?
—No —admitió preocupado—. Alguien intentó simular un accidente.
—¿Quisieron encubrir un asesinato?
—Eso pienso —declaró—. Pero cometieron un error.
—Tendrás que comunicárselo a la División de la Policía Científica de los Mozos de Escuadra.
—De momento prefiero callar —adujo Munárriz a su favor—, hasta estar seguro al cien por cien.
—Ten cuidado —le advirtió Castilla—. Si me necesitas aquí estaré.

 

* * *

 

Mientras descendía por la carretera de la Rabasada en dirección a su apartamento del barrio de Gracia, no dejaba de pensar en las palabras de Castilla. Alguien había matado a Begoña Ayllón, estaba seguro, pero necesitaba encontrar un móvil, una razón para su muerte. Una causa que justificara la intervención de un sicario, de una persona entrenada para matar sin dejar huellas en apariencia. Un individuo con suficiente maestría para engañar a la policía científica, para camuflar su crimen bajo el disfraz de un simple accidente. Sólo un detalle, un minúsculo detalle, y su sexto sentido le habían descubierto.
Consultaría los archivos de la Unidad de Inteligencia Criminal. En sus treinta y pico años de servicio no recordaba un caso similar. Los asesinos siempre perseguían un beneficio inmediato, hacerse con un sustancioso botín, eliminar a un testigo antes de un juicio, cumplir una venganza, un ajuste de cuentas... Actuaban de forma expeditiva, sin importarles los daños a terceros, sin preocuparse de retirar los casquillos de las balas, limpiar la sangre, borrar las huellas de los objetos que tocaban. No les importaba dejar rastros evidentes porque trabajaban en absoluta impunidad, con la seguridad de que nunca serían descubiertos. Llegaban a España desde Colombia, Ecuador, Perú, Rumania, Albania... con un billete de avión de ida y vuelta en el bolsillo, cumplían su encargo y a los pocos días regresaban a su país sin ningún problema, sin que la policía pudiera identificarlos. Pero a Begoña Ayllón la mataron en silencio, sin alboroto, disfrazando su muerte. Un trabajo limpio. Necesitaba un porqué.

 

* * *

 

Dos velas, en sus candeleros de cristal tallado, titilaban en la oscuridad mientras Mabel se afanaba en la cocina a dar los últimos toques a una bullabesa de patatas y bacalao y a un confit de pato. Junto al decantador había una botella vacía de Pago de los Capellanes Finca el Picón, un exquisito Ribera del Duero. Un cedé de Gordon Haskell ponía la nota romántica.
Al verle se quitó el delantal, le abrazó y le besó, con ese aire juguetón que caracterizaba su modo de enfrentarse a la vida. Pese a su ajetreada jornada de domingo, aún había tenido tiempo de coger algo de ropa de su casa, hacer algunas compras en una tienda de delicatesen, preparar la exquisita cena que borboteaba en el fuego y tenerlo todo a punto para cuando llegara.
—¿Sebas? —le preguntó cariñosa y burlona—: ¿Eres capaz de quedar al cuidado de la comida por un momento?
Una noche especial requería un atuendo especial. Se dio una ducha rápida y se engalanó con un vestido de raso que se ajustaba a su cuerpo como un guante.
Munárriz la vio apoyada en el quicio de la puerta, en una postura provocativa, una pierna doblada para mostrar sus muslos a través de la abertura lateral que arrancaba en las caderas, y el escote ancho y de pico desvelando la voluptuosidad de sus senos. De pie, paralizado por su sensualidad, comprendió que había perdido la batalla de la reconciliación. Jamás podría dejar de amarla, por muchos enfados que tuvieran. Su vida sólo tenía un nombre: el nombre de aquella mujer que le hacía perder la cabeza.
—¿Qué tal el día? —preguntó Mabel llevándole a la mesa.
—Los he tenido mejores.
—¿Fuiste a la Sagrada Familia? —Mabel formuló su pregunta con tiento, sin mostrar demasiado interés, mientras servía dos copas de vino.
—Sí —admitió cabizbajo.
—¿Tenías motivos para sospechar?
—Hay un pequeño indicio —apuntó con incertidumbre, y la copa en su mano—. Puede que no haya sido un accidente.
—¿Hablas en serio?
—Totalmente.
—Mañana sale en La Vanguardia una necrológica de Begoña Ayllón, pero si estás en lo cierto quiero seguir el caso.
—Me prometiste guardar silencio. ¡Recuérdalo! —le señaló con un dedo acusador.
—Soy una tumba —replicó Mabel desairada—. Pero quiero mantenerme al corriente, quiero ayudarte, y si mataron a la chica... —se interrumpió de pronto, pensativa—. ¿Inspeccionaste el libro?
—Estaba intacto. Según Castilla, del Gabinete de Policía Científica, cayó de una altura suficiente para sufrir daños.
—¿De qué libro hablamos?
—De un libro del siglo diecinueve, escrito en francés por un arquitecto especializado en construcciones góticas. Un libro viejo, frágil...
—¿Hay evidencias suficientes para abrir una investigación?
—Me temo que no.
—¿Y ahora qué piensas hacer?
—No sé...
—¿Vas a quedarte al margen?
—Sí —respondió Munárriz—. No puedo permitirme meter la pata en un asunto tan delicado. El caso lo investigan los Mozos de Escuadra y plantear dudas equivale a poner en tela de juicio su capacidad. Conozco el percal. Si me equivoco me darán una patada en el culo y acabaré jubilado en mi casa de Elanchove mucho antes de lo planeado.
—¿Todavía conservas la casa de tus padres?
—Hace unos meses empecé a restaurarla.
—Vayamos a pasar unos días —le propuso Mabel con el grato recuerdo de una estancia anterior—. Pasearemos por playa Laga, la ría de Mundaca, los pueblos de la costa... Podemos visitar la isla de Chacharramendi.
—Aún dispongo de vacaciones —admitió entusiasmado con la idea—. ¿De veras te apetece?
—Iría contigo a cualquier lugar del mundo —dijo con dulzura—. Pero Elanchove siempre será mi refugio preferido.
—Allí los problemas quedan lejos —musitó Munárriz.
—¿Es un sí?
—Necesito tiempo para organizar mi trabajo. Tengo que comunicarlo a mis superiores para que designen un sustituto mientras esté fuera.
—De acuerdo —aceptó Mabel—. En cuanto puedas nos tomamos unos días libres.
—¿Cenamos? —propuso para cambiar de tema.
—Antes brindemos —sugirió Mabel, y levantó la copa—. Brindemos por nosotros, para que nunca volvamos a separarnos.

 

* * *

 

Quince años de vigilante jurado en la Sagrada Familia le habían permitido conocer el templo al dedillo. César Vázquez había subido infinidad de veces a la parte más alta de las torres, durante jornadas enteras había custodiado la cripta donde yacía el maestro Gaudí gracias a una bula del papa Pío XI, conocía a todos los operarios de la última catedral gótica de Europa y a los sacerdotes, sacristanes y monaguillos a cargo del culto, pero no mantenía amistad con ninguno de ellos. Se mostraba amable y servicial, pero también reservado y distante. Su vida, para quienes compartían el trabajo a su lado, se convertía en el secreto mejor guardado.
Al finalizar la jornada nunca se reunía con sus compañeros para unos minutos de charla o de risas en torno a unas cañas de cerveza o unas tacitas de café. No participaba en ninguna actividad social. Durante las comidas y cenas de Navidad siempre eludía su presencia con excusas banales. Jamás acudía a los partidos de futbito de la liguilla que organizaban distintas empresas de seguridad. Casi nunca agotaba su periodo anual de vacaciones. Si alguien presentaba una baja de enfermedad acudía voluntario a sustituirle. Si alguien tenía algún problema familiar le cambiaba el turno, o lo doblaba sin pedirle nada a cambio. En Nochebuena, cuando en la cripta se celebraba la Misa del Gallo, se ofrecía voluntario para vigilar la eucaristía sin importarle el frío o las muchas horas de pie que comportaba la liturgia.
Al concluir su turno se esfumaba, se convertía en un personaje anónimo entre la multitud que tomaba el metro en la estación de Sagrada Familia. No le gustaba subir a los vagones si iban excesivamente llenos. Prefería esperar en el andén la llegada del próximo convoy y viajar sin empujones ni apretones. Estar rodeado de gente en un espacio cerrado le producía una sensación de angustia que le cortaba la respiración y le impulsaba a salir con urgencia. Lo mismo le ocurría en los ascensores. Claustrofobia, le diagnosticó el médico del asilo una tarde que le encerraron en un cuarto oscuro como castigo y estuvo a punto de morir asfixiado debido a una parálisis cardiorrespiratoria.
No tenía parientes ni amigos. De hecho nunca tuvo familia. Sus padres le abandonaron en un asilo de expósitos y sus recuerdos de infancia se reducían a los hábitos de las monjas, a sus griñones como alas de bestias antediluvianas, a la cantinela lejana de sus rezos que sonaba lúgubre en la soledad de la madrugada, a las ofrendas florales a la Virgen durante el mes de mayo, a las visitas a enfermos y desvalidos en el cottolengo del Padre Alegre y al aroma de los almendrados que horneaban los días de fiesta.
A los siete años, tras recibir el sacramento de la comunión, le trasladaron a un orfanato de niños tutelado por los padres dominicos. Le instalaron en una gran nave repleta de literas y taquillas, le vistieron con un uniforme a rayas blancas y negras y le colgaron del cuello un número de identificación. A partir de ese momento dejó de ser César Vázquez, Cesi, como le llamaban cariñosamente las monjas, para convertirse en el número 315. Dormía en la cama 315, sus cubiertos estaban grabados con el 315, su ropa tenía bordado el 315, el pupitre que ocupaba en clase lucía el 315, en el forro de sus libros figuraba visible el 315...
Allí aprendió a obedecer al escuchar su número, a madrugar sin rechistar para fregar la nave de arriba abajo, de rodillas, con una bayeta y un barreño de agua jabonosa, a desatrancar las letrinas, a rezar antes de emprender cualquier acción, a entregar su adolescencia al Señor mediante las incontables horas de catequesis, la asistencia diaria a misa, la lectura de la Biblia durante los almuerzos y las cenas y los rezos del rosario antes de acostarse, deslizando sin error sus dedos entre los agallones, bajo la atenta mirada de un sacerdote que vara de avellano en mano golpeaba a los distraídos, a los que sólo susurraban o movían los labios sin atender a la oración. No, no guardaba en la memoria recuerdos felices de su infancia. Ni siquiera guardaba ya recuerdos, poco a poco los había borrado de su mente para pensar sólo en la oración y en la sumisión que todo buen cristiano debía sin reservas al Señor.
Cumplidos los dieciocho años le mudaron a una casa de acogida. Por las mañanas, de ocho a dos, aprendía el oficio de electricista en un taller de la Orden Dominica, y por las tardes se entregaba a la oración y a la redención de los pecados que cometía de pensamiento y obra. Arrodillado en un reclinatorio, frente a la imagen de Cristo crucificado que presidía la capilla, se desnudaba de cintura para arriba y con un flagelo se azotaba la espalda para redimir con dolor, como Jesucristo en la cruz, los pecados del alma y del cuerpo. Había leído que el dolor estaba entre los mejores y más queridos instrumentos de Dios para expiar los pecados, y cumplía el precepto bíblico con entereza, hasta que su espalda sangraba y el flagelo de cuero y púas de hierro le arrancaba la piel a tiras. Lo había aprendido en el Libro de Isaías y, arrodillado, mientras laceraba con violencia su espalda, proclamaba ante el Crucificado, en voz alta, sólo quebrada por el dolor de los golpes: «Como oveja le llevaron al matadero... Con violencia e injusticia cayó preso... herido de muerte por los pecados de mi pueblo... Después de las penas... verá luz y será colmado...». Nunca se infligía más de treinta y nueve golpes, para no transgredir la ley bíblica de la Segunda Epístola de Pablo a los Corintios: «Cinco veces recibí de los judíos los treinta y nueve latigazos...».
El padre Amorós, regente de la casa de acogida, espiaba sus sesiones de autoflagelación para purgar los pecados y sentía complacencia ante la obra de Dios que había atraído a su causa a un acólito incondicional. Se convirtió en su confesor y amigo, en la familia que nunca tuvo y siempre deseó, en el referente moral e intelectual que precisaba en su formación como ser humano y servidor de Dios. Su vida transcurría entre aquellas cuatro paredes, y poco a poco abandonó sus estudios de electricista para centrarse en el aprendizaje de la Biblia, en la historia de las órdenes mendicantes y flagelantes, y convertirse en un discípulo de Cristo, en un servidor de su causa, según el mandato del Deuteronomio: «El Señor vuestro Dios quiere probaros para ver si realmente le amáis con todo vuestro corazón y toda vuestra alma. Seguiréis al Señor y le respetaréis, guardaréis sus mandamientos y obedeceréis su voz, le serviréis y viviréis unidos a Él...».
Una noche, tras observarle en el reclinatorio, con la espalda herida por las disciplinas impuestas con violencia y convicción, el padre Amorós se le acercó, le limpió la sangre con una toalla húmeda, le aplicó un egipciaco y le ofreció dar un paso más en su camino hacia la redención y la vocación de servicio al Señor. Con voz suave le propuso aprender esperanto, un requisito indispensable para cumplir su misión. César Vázquez desconocía de qué le hablaba y qué pretendía el padre Amorós, pero aceptó sin hacer preguntas porque entendió que el Señor manifestaba su voluntad por boca del fraile.
Encerrado en su cuartito avanzó día a día en el conocimiento del idioma creado en 1887 por el doctor Lejzer Ludwik Zamenhof para servir de lengua universal a los hombres, para eliminar las barreras lingüísticas que exacerbaban los antagonismos raciales y nacionales. Enclaustrado en su alcoba, a semejanza de una celda de monasterio, la mesa repleta de libros y apuntes, susurrando las lecciones para grabarlas en su memoria, comprendió que aquella lengua le permitiría retornar a los orígenes de la sabiduría divina, a la torre de Babel, la bab-ili o «puerta de Dios», que levantaron los hombres en la llanura de Senaar antes de que el Señor confundiera su habla. Un castigo que los fieles y devotos superarían en Pentecostés como vaticinaba el libro de los Hechos de los Apóstoles: «Al llegar el día de Pentecostés... Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas... Al oír el ruido la multitud se reunió y quedó estupefacta... por aquella maravilla, y decían: “¿No son galileos los que hablan? Pues ¿cómo nosotros los oímos cada uno en nuestra lengua materna?..”».
El padre Amorós se enorgullecía de los constantes progresos de su discípulo. Por la noche, al quedar la casa en silencio, le oía murmurar los principios de la gramática esperantista incluso en sueños: «Los sustantivos terminan en —o, los adjetivos en —a... Sustantivos y adjetivos forman el plural con la desinencia —j, y el acusativo termina en —n...». Avanzaba tan rápido en el aprendizaje de la lengua universal que pronto se atrevió a leer el Antiguo Testamento en esperanto y a conversar en el nuevo idioma. Estaba preparado para dar el paso definitivo.
El padre Amorós le entregó una tabla con el alfabeto Morse y cambió el estudio del esperanto por aquel código que transformaba las letras y números en puntos y rayas. Había llegado al final del camino. Sólo le quedaba ordenarlo «soldado del Señor» para formar parte de una militia Christi en la clandestinidad. Una militia Christi compuesta por hombres de distinta nacionalidad pero con un mismo idioma, el esperanto.
Arrodillado en la capilla, frente a la imagen de Cristo crucificado, el padre Amorós le hizo jurar que guardaría silencio sobre todo lo aprendido y sobre cuanto le confiaría de ahora en adelante, y así lo hizo César Vázquez, poniendo a Cristo por testigo y jurando entregar su vida a la causa del Señor y de la Iglesia. El padre Amorós le impuso las manos sobre la cabeza, musitó la jaculatoria del bautismo de sangre y le dio el nombre de Abdías, del hebreo abadyahu, «servidor de Yahvé», el nombre secreto que le identificaba como soldado de Cristo. Después del juramento, en un acto solemne, le presentó una jofaina llena de ácido sulfúrico y le pidió que sumergiera con suavidad las palmas de sus manos en ella. Abdías lo hizo y sintió una quemazón, un dolor punzante, un dolor como nunca antes había experimentado durante las sesiones de autoflagelación, y un fuerte olor a chamusquina.
Pasados unos minutos el padre Amorós le ordenó alzar las manos. Sus palmas y yemas estaban completamente quemadas por la acción del ácido. Le incitó a repetir la operación con los pies. Abdías obedeció y sintió de nuevo el intenso olor y el dolor terrible que ascendía por sus piernas y le alcanzaba la coronilla. Apretó los dientes con fuerza para no proferir un grito, hasta que el padre Amorós le permitió abandonar el suplicio y le ofreció otra jofaina de agua fría y clara para enjuagarse las manos y los pies. Su dolor remitió poco a poco. Después el dominico le aplicó una pomada antiinflamatoria y antibiótica y le vendó las extremidades a la espera de que las quemaduras cicatrizaran. Tardarían alrededor de un mes, como había comprobado en otras ocasiones. Transcurrido ese tiempo, la piel se habría regenerado pero las huellas de Abdías habrían desaparecido.
Al día siguiente del bautismo de sangre, Abdías abandonó la casa de acogida. El padre Amorós le facilitó un piso de alquiler en el Turó de la Peira, un barrio obrero surgido durante la inmigración de los años sesenta, y algún tiempo después entró a formar parte del cuerpo de vigilantes jurados de la Sagrada Familia.

 

* * *

 

Abdías bajó del metro en la estación de Vilapicina y anduvo deprisa hasta un piso amenazado por la aluminosis, que había convertido en su santuario particular. Nunca utilizaba el ascensor, siempre subía por la escalera, y evitaba entretenerse con los vecinos, a los que despedía con prisas y excusas para no entablar conversación. Metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y entró. Respiró aliviado. Un estrecho pasillo, con las paredes repletas de rosarios comprados en sus viajes de peregrinación a diversos santuarios marianos, conducía al comedor, un habitáculo reducido, amueblado sólo con una mesa, una silla y un sofá de dos plazas con la tapicería repleta de lamparones y algo raída por el uso. Colgadas del techo y sobre peanas en las paredes había cientos de imágenes de madera, resina, o escayola de la Virgen en sus diferentes advocaciones, decenas de cristos crucificados, vírgenes convertidas en botellas de agua milagrosa, estampas bendecidas en lugares como Montserrat, Lourdes, Fátima, Carabandal, Czestochowa, Turzovka; recortes de prensa con noticias y fotografías de las visitas de los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI a España, pósteres de los papas Roncalli, Montini y Luciani, escapularios y relicarios de diversa procedencia, figuras de santos modeladas en plástico y velones bendecidos en Año Nuevo.
Se despojó del uniforme y, completamente desnudo, entró en una habitación provista de una cama turca, una mesita de noche, un armario ropero, un reclinatorio de madera y anea frente a una gran imagen de Cristo crucificado y varios cilicios de alambre de espino, zarzas y cuero, colgados de alcayatas en las paredes. Se ató uno de los cilicios al muslo de la pierna, se arrodilló frente a la imagen de Cristo y, con un flagelo que colgaba del reclinatorio, se azotó la espalda mientras entonaba un salmo: «El Señor da la muerte y da la vida, hace descender a los infiernos y hace subir... El Señor aniquila a sus contrarios...». Luego se frotó con ortigas los genitales para frenar los deseos sexuales que le impedían conciliar el sueño.
Al concluir los rezos y la mortificación del cuerpo se metió en la ducha. Abrió el grifo del agua fría y un espasmo le recorrió el espinazo. La sangre de las heridas tiñó el agua de rojo y desapareció por el desagüe. El frío alivió su quemazón. Se secó con una toalla y observó su espalda en el espejo. La tenía plagada de pequeñas cicatrices, de heridas abiertas por la última flagelación y de costras que formaban extrañas geometrías del dolor. Se cubrió con un albornoz y se preparó una cena frugal: un consomé, una tortilla francesa de dos huevos, una rebanada de pan y un vaso de agua. Después se tumbó en la cama turca, cogió una traducción de la Biblia al esperanto y leyó el primero de los libros proféticos. Miró la hora en el reloj que descansaba sobre la mesilla: las diez y cuarto de la noche. Tenía que permanecer despierto hasta las doce.
Desde su cama escuchaba el sonido de los televisores a pleno volumen con la transmisión de un partido de fútbol. Se concentró en la lectura de la Biblia, y a falta de pocos minutos para las doce se levantó. Sacó de la mesilla de noche un sobre precintado, rompió el lacre, con la figura de una cabeza de perro coronada por un gallo, y leyó su contenido. Cuatro cifras: 18-16/42-34. Abrió las puertas del armario y se colocó frente a un aparato de telegrafía compuesto por un transmisor mecánico y un receptor registrador. En un teclado pulsó los números del sobre. La antena instalada en la azotea se movió impulsada por el zumbido de un motor eléctrico y se orientó hacia la posición señalada: 18º 16’ Este y 42º 34’ Norte. Abdías esperó a que la luz roja del tablero de control se apagara y se encendiera una segunda de color verde. Pulsó en el manipulador su número clave, el 315, y transmitió un mensaje en esperanto y código Morse.

 

* * *

 

Sentado a la mesa de su despacho en la Jefatura Superior de Policía, Munárriz no dejaba de pensar en la muerte de la restauradora. Tenía montones de expedientes para analizar y evaluar, cientos de informes de la División de Investigación Criminal de los Mozos de Escuadra para leer, y debía coordinar sus pesquisas con las realizadas por la Unidad de Inteligencia Criminal de la Comisaría General de Policía Judicial, pero no podía concentrarse en su trabajo. Las imágenes de la caseta acudían a su mente como los fotogramas de una película a la pantalla de cine. Cada vez que analizaba la secuencia de los hechos se planteaba nuevos interrogantes.
Rastreó en su ordenador los datos de las muertes violentas acaecidas en Barcelona durante los últimos seis meses y no encontró ningún caso similar. De hecho la muerte de Begoña Ayllón ni siquiera había sido calificada de muerte violenta. Buscó en los expedientes de accidentes laborales y, pese a su elevado número, ninguno encajaba en su perfil. Un trabajo limpio. La puerta de la caseta estaba cerrada por dentro. Seguramente el asesino disponía de una copia de la llave. Pero no podía entrar a las bravas porque la muchacha habría gritado, se habría defendido y alertado de la presencia de un extraño. Dedujo que a través del ojo de la cerradura el sicario inyectó algún gas narcótico, como óxido nitroso, ciclopropano, halotano o etileno, gases utilizados en medicina y fáciles de conseguir en el mercado sanitario. La joven quedó inconsciente y el sicario entró, colocó la escalera y el libro de manera precisa para simular una caída, le cogió la cabeza, la golpeó de forma certera contra la mesa y depositó el cuerpo en el suelo en una posición acorde. Después abrió el ventanuco para airear la caseta y disipar el gas y cerró la puerta de nuevo con llave.
Pensó durante unos minutos y tomó la decisión de investigar por su cuenta. El oficio le podía más que la prudencia. Le arrastraba como la corriente de un río de montaña. Su destino lo había forjado a golpe de impulsos, de corazonadas desde el mismo día que se marchó a Bilbao para estudiar bachillerato en un liceo. Su padre quería apartarle del mar, de las penurias de la vida del pescador. Quería convertirle en abogado o médico, las dos únicas profesiones que consideraba importantes. Munárriz terminó el bachillerato y se matriculó en la Facultad de Derecho para contentarle. La medicina siempre le produjo repelús.
Aprobó los dos primeros cursos y habría continuado, aunque jamás se imaginó togado frente a un tribunal, si Héctor Berazadi, uno de sus compañeros de piso, no hubiese ingresado en la Academia General de Policía. Al principio creyó que sólo quería fastidiar a su familia: una familia aberzale. Pero se equivocó. Héctor llevaba a un policía en la sangre. Al concluir el plan de estudios le asignaron a la Brigada de Información, y a Munárriz le encandiló el dinero que Héctor ganaba todos los meses. Dinero suficiente para sus gastos, para alquilar su propio piso y vivir con absoluta independencia, para comprar ropa y salir de bares y restaurantes sin tener que controlar el presupuesto. Héctor le habló de su trabajo, de la libertad de horario, y Munárriz se dejó arrastrar por la corriente. Abandonó la Facultad de Derecho e ingresó en la Academia General de Policía.
Su padre se puso hecho una fiera. La policía tenía mala imagen en el País Vasco debido a los años de dictadura. Dejó de hablarle unos meses, pero después comprendió que su hijo estaba obligado a cometer sus propios errores. A elegir su futuro según su libre albedrío. Al completar su formación le destinaron a la Brigada de Investigación Criminal y pateó las calles tras la delincuencia común. De tarde en tarde quedaba con Héctor para tomar zuritos y pinchos en cualquier bar del casco viejo de Bilbao y hablar del trabajo y de los problemas que se vivían en el País Vasco debido a los atentados terroristas. Un día Héctor abandonó su amistad. Munárriz le telefoneó varias veces, le dejó infinidad de mensajes en el contestador, pero no respondió a sus llamadas. Cambió de domicilio sin dejar las nuevas señas. Se esfumó.
Muchos años después, en el ochenta y tres, volvió a verle de casualidad. Su aspecto había cambiado, vestía de forma distinta y gesticulaba con otros ademanes. Al principio dudó que el sujeto acodado en la barra del bar fuese Héctor Berazadi, pero al oírle pedir un vermú Perucchi se convenció. Se acercó y le saludó como si el tiempo no hubiese transcurrido. Héctor simuló no conocerle. Munárriz insistió en recordarle los viejos tiempos. Entonces Héctor le agarró del brazo y le arrastró a los servicios. Allí le confesó que estaba infiltrado en ETA, que el Héctor de antaño había muerto. Munárriz se quedó de piedra, sin saber cómo reaccionar, y se marchó en silencio.
Al poco tiempo de aquel encuentro fortuito estalló el caso GAL. Temió que Héctor estuviera metido en el ajo. Pero no lo estaba, había seguido su propio camino. Se convirtió en un depredador solitario. Organizó su particular unidad antiterrorista. Su nombre jamás apareció en las declaraciones de los encausados por pertenecer a los Grupos Antiterroristas de Liberación, pero cometió atentados en el sur de Francia por su cuenta y riesgo: una bomba en un restaurante de Hendaya, otra en un local aberzale de San Juan de Luz, un tiro en la nuca a un correo de ETA... La tensión lo volvió loco y se convirtió en un lobo estepario fuera de control.
Sus compañeros de la Brigada de Información le localizaron en un piso del barrio de San Francisco, en pleno corazón de Bilbao. Vivía como un marginado, como un indigente. Llamaron a la puerta. Sonó un disparo. Se había volado la cabeza para evitar el arresto. A partir de su muerte, Munárriz quiso alejarse del País Vasco y solicitó el traslado a Barcelona.
No estaba dispuesto a tener que pedir otro traslado. Entró en el despacho del comisario decidido a solicitar la baja voluntaria por vacaciones. Su superior se disgustó por comunicárselo sin la antelación necesaria para organizar el relevo, pero Munárriz le tranquilizó. Pasaría por Jefatura y pondría al corriente a su sustituto sobre los asuntos pendientes: un seguimiento conjunto de la Unidad de Inteligencia Criminal y la División de Investigación Criminal a una banda de narcotraficantes y una operación de vigilancia, con intervención de teléfonos incluida, a un grupo de nigerianos falsificadores de tarjetas de crédito y cheques de viaje. El comisario se relajó al comprobar que todo estaba bajo control. Llevaba semanas de trabajo intensivo, le adeudaban días de vacaciones y tenía todo el derecho a reclamar sus beneficios laborales. Además, Munárriz figuraba entre los mejores agentes de su unidad, y no podía negarle el favor.

Capítulo 3

 

El edificio de La Vanguardia, en la calle Pelai, conservaba el ambiente retro de los antiguos diarios con tanta historia como noticias entre sus paredes. Munárriz entró en el vestíbulo y solicitó a un conserje hablar con Mabel Santamaría, redactora de sucesos. El hombre le rogó que esperara en una salita anexa.
—¿Qué haces aquí? —exclamó Mabel, feliz y sorprendida de verle.
—Voy a tomarme esas vacaciones.
—Perfecto —asintió complacida—. Veré cuándo podemos marcharnos.
La cogió del brazo y la apartó de un grupo de estudiantes que visitaba el periódico para familiarizarse con la dinámica del oficio.
—No vamos a irnos a Elanchove —le dijo Munárriz en tono grave—. He decidido investigar el caso de Begoña Ayllón por mi cuenta.
—Lo sabía —sonrió Mabel—. Sabía que no dejarías escapar la oportunidad. Eres un policía de raza.
—Sí... —Meditó un instante sin ningún convencimiento—. ¿Puedes hacer unas indagaciones?
—Las que quieras.
—Rafael Vilaró es amigo de la familia Ayllón, ¿correcto?
—Intimísimo —certificó Mabel—. Carlos Ayllón y su mujer se hospedan estos días en su casa.
—Sonsácale sobre las amistades de la chica —le pidió Munárriz—. Averigua si tenía enemigos, si salía con alguien, dónde vivía... Necesito conocer a Begoña Ayllón como si fuese mi hija. Pero hazlo con discreción. No quiero levantar la liebre antes de tiempo.
—Descuida.

 

* * *

 

Munárriz metió la llave en la cerradura y abrió la puerta de un empellón. Cogió a Mabel en volandas y la llevó a la cama. Jugaron un rato, mientras se desnudaban el uno al otro, y, como cada noche desde su reconciliación, hicieron el amor para recuperar el tiempo perdido, las caricias robadas por la distancia.
Mabel se tumbó en la cama, suspirando, y le pidió que le acercara el bolso.
—¿Me has traído un regalo? —bromeó Munárriz a su lado.
—Mejor que eso —dijo mostrándole un llavero.
—¿Abren el cofre del tesoro? —rió, y se colocó sobre ella para amarla de nuevo.
—Son las llaves del piso de Begoña Ayllón.
—¿Qué?
—Carlos Ayllón ha pedido a Rafael Vilaró que recoja las cosas de su hija y se encargue de mandárselas a El Puerto de Santa María.
—¿Cómo las has conseguido?
—Estaba en el despacho de Vilaró y llegó Carlos Ayllón. Vi cómo le entregaba las llaves. Esperé a que saliera Vilaró, las cogí, hice una copia y devolví el original a su sitio.
—Buen trabajo —afirmó complacido—. ¿Y qué has averiguado?
Munárriz se sentó en la cama dispuesto a escucharla. Había perdido todo interés en proseguir el juego amoroso.
—Poca cosa —admitió Mabel contrariada—. Hablé con Vilaró, de manera informal, y la chica parece un dechado de virtudes.
—¿Tenía enemigos?
—No —dijo tajante—. Era la bondad personificada. Colaboraba con varias oenegés. Gastaba el dinero de su padre en ayudar a los demás porque se sentía culpable de la fortuna familiar. Varias veces al año viajaba a África para colaborar con agencias humanitarias e ingresaba una parte de su dote personal en programas de desarrollo social en el Tercer Mundo. El resto lo gastaba en comprar arte.
—¿Amigos?
—No tenía muchos —determinó Mabel segura—. Desde que se echó novio y vino a Barcelona vivía apartada de sus amistades.
—¿Qué sabes del novio?
—Poco —admitió—. Se llama Francisco Bonastre, trabaja de ingeniero en una empresa de obras públicas, se gana bien la vida y parece un buen muchacho. Begoña mantenía sus relaciones sentimentales en la más absoluta reserva para evitar la censura de sus padres, que son en extremo conservadores. Su madre temía que cayera en brazos de un cazadotes. Pero el chico viene de buena familia. Aquí tienes sus datos. —Le entregó un folio de ordenador.
—¿Vivían juntos?
—No —respondió Mabel—. Cada uno en su casa.
—¿Por qué estudió Bellas Artes?
—Para fastidiar a su padre, supongo. Carlos Ayllón hubiese preferido que su hija se licenciara en Económicas o Enología, se pusiera el frente de la empresa y tomara el relevo generacional. Pero ella erre que erre hasta que se salió con la suya.
—Restaurar edificios —opinó Munárriz— me parece una excelente profesión.
—Sí, claro —convino Mabel, y siguió—. Carlos Ayllón no tiene más hijos y cuando muera todo se irá al carajo. Sus sobrinos se frotan las manos. Según me dijo Vilaró, esperan como buitres para darse la gran vida. Si Bodegas Ayllón cae en sus manos venderán las propiedades de la noche a la mañana, capitalizarán varios millones de euros y los lapidarán en juergas, viajes y mujeres. Pero el viejo no es tonto, y un minuto después de enterarse de la muerte de su hija sus abogados organizaban una fundación cultural en beneficio del arte. La Fundación Begoña Ayllón Balaguer, que se sustentará con los fondos de la venta de Bodegas Ayllón.
—¿Ha decidido vender el negocio?
—Eso parece.
—Los hijos nunca hacen caso a los padres —dijo Munárriz con la mirada perdida—. Es la ley de la vida.

 

* * *

 

Estacionó en la plaza Adrià y descendió a pie hasta encontrar el número de la calle Santaló donde residía Begoña Ayllón. Un bloque de apartamentos de lujo, casi en la esquina de Copèrnic, con puerta de entrada para el servicio, portería dotada de mostrador y, en el sótano del inmueble, un aparcamiento privado para los inquilinos. Empujó la pesada puerta de hierro pavonado y adornos dorados y entró en un amplio vestíbulo con sofá de cuero de tres plazas, una mesa de centro de metacrilato y dos lámparas de bronce y pantallas de seda pintadas con motivos. Todo limpio y acicalado, como correspondía a un edificio de aquellas características. Al verle curiosear en los cajetines de los buzones, el portero acudió a su encuentro.
—¿Puedo ayudarle? —dijo en tono altivo.
—Busco el piso de Begoña Ayllón.
—La señorita Ayllón no está en casa —respondió el hombre, algo inquieto—. Si quiere dejarle un recado, con gusto se lo daré.
Munárriz miró al portero de hito en hito. Vestía un traje de color azul, camisa blanca y corbata bien combinada y, salvo por una chapita de metal grabada con el nombre del edificio, nadie diría que se trataba de un uniforme. Parecía buen tipo. Munárriz le mostró su placa y el hombre retrocedió de forma instintiva. Enfrentarse a la policía siempre traía complicaciones, y por nada del mundo quería verse envuelto en algo turbio.
—No pensé... —se disculpó el portero. Quizá se había excedido en sus funciones, pero había tanto mangante suelto que cualquier persona ajena al inmueble le parecía sospechosa.
—¿Puede decirme el piso? —le cortó Munárriz mientras guardaba la carterita de piel con su placa reluciente como el oro.
—Tercero, cuarta —murmuró aturdido al comprobar que iba armado—. ¿Ocurre algo, señor...?
—Inspector Munárriz, de la policía judicial.
—Debería llamar a la señorita Begoña y decirle...
—No lo creo necesario. Está al tanto de mi visita.
—¿Problemas?
—Limítese a responder a mis preguntas, por favor.
—Sí... sí...
—¿Ha visto a alguien merodear por el edificio?
—No —dijo rotundo—. Estoy muy pendiente de la gente que entra y sale. Hace un par de años hubo un robo en el primero segunda y desde entonces pongo más celo en la vigilancia. La prueba la tiene en que le abordé apenas traspasó la entrada, porque no me gustó su conducta. Perdón, no quería...
—¿Cuál es su buzón?
—Éste —le indicó el portero.
Munárriz sacó las llaves que le había entregado Mabel, buscó la más pequeña y lo abrió. Encontró un sobre con el membrete de la compañía del gas. Cerró de nuevo el cajetín. El portero le explicó que una vez al día, a última hora de la tarde, vaciaba los buzones de los vecinos que estaban de viaje, para evitar que la correspondencia se almacenara y delatara su ausencia.
—¿De viaje? —repitió Munárriz.
—Hace unos diez días —recordó el portero con un dedo apoyado en la sien—. El lunes pasado no, el anterior, vi salir a la señorita Begoña con una maleta, le pregunté adónde iba y me dijo que a visitar a su familia. Si quiere puedo llamar a casa de sus padres.
—No es necesario —se apresuró a responder Munárriz; resultaba evidente que el portero desconocía la muerte de la joven—. ¿Notó algo raro en su conducta?
—No. Siempre entraba y salía de forma imprevista. Se iba de viaje a El Puerto de Santa María para visitar a sus padres, en ocasiones a África, porque colaboraba con una oenegé. La mayoría de las noches dormía fuera.
—¿Conoce a su novio?
—Sí —respondió desconcertado por el interrogatorio.
—¿Ha venido por aquí la última semana?
—Que yo sepa no —dijo harto ya de tanta pregunta—. Oiga —le mordía la curiosidad—, ¿por qué tiene llaves del piso de la señorita Begoña?
—Soy amigo de la familia —argumentó Munárriz—, y vengo a recoger unas cosas.
—Le acompaño.
—No hace falta. —Munárriz frenó en seco sus intenciones—. Siga a lo suyo. Gracias por su colaboración.
—De nada, inspector.
El portero regresó a su garita, a su silla y a su estufa eléctrica que le calentaba los pies, y Munárriz subió al ascensor.
Las puertas se abrieron con un campanilleo electrónico y una voz femenina recitó: «Tercer piso». Un gran distribuidor, alfombrado para amortiguar los pasos, conducía a las cuatro puertas de cada rellano. Apartamentos de soltero, de gente que salía por la mañana a trabajar o estudiar y no regresaba hasta la noche. Resultaría inútil llamar puerta a puerta para recabar información, porque a buen seguro no habría nadie. Hizo la prueba. Pulsó todos los timbres, uno tras otro, y nadie le abrió.
Se colocó frente a la cuarta puerta y observó la cerradura: una Azbe de serie, como las instaladas en los demás pisos. Sacó las llaves y cogió la que mostraba la tija repleta de agujeritos y dientecitos. De las tres que formaban el juego, la más pequeña correspondía al buzón, como había comprobado, y la otra al portón de la calle. Metió la llave en la cerradura y la giró un par de veces. El pestillo se deslizó con dos golpes secos. Empujó la puerta y entró. Todo estaba revuelto, patas arriba: la ropa de los armarios esparcida por el suelo, los cojines de los sillones amontonados sobre la mesa del comedor, el colchón de la cama apoyado en una pared, los cajones de las mesillas de noche vacíos, los cacharros de cocina fuera de sus estanterías, los cedés sin sus cajitas de plástico, los cuadros descolgados, los tarros de cremas y champús vacíos... Alguien había revuelto cada rincón a conciencia, pero sin romper nada para no hacer ruido. Un trabajo de especialistas. Sus dudas sobre la muerte de Begoña Ayllón quedaron despejadas. Quien la había matado también había registrado su piso.
Inspeccionó el apartamento. Reducido, con pocos muebles y adornos pero elegante. Sacó su libreta, anotó los puntos más importantes de cuanto le había dicho el portero y señaló algunos interrogantes: ¿adónde había ido Begoña Ayllón? ¿Por qué mintió sobre el destino de su viaje? ¿Cuándo regresó a Barcelona? Preguntas cuyas respuestas le acercarían al asesino.
En el salón comedor había un televisor Sony Bravia HD-1080 de cuarenta y dos pulgadas, conectado a un reproductor de Blu-Ray Disc, y a su lado, en un precioso mueble de laca china, un aparato estéreo Bang & Olufsen. Los cuadros, que el intruso había descolgado para comprobar que no escondían una caja fuerte encastrada en la pared, correspondían a litografías numeradas y autentificadas con las firmas de sus autores: Miró, Kandinsky, Klee, Carrà, Morandi... Sus escasas nociones de pintura (en algunas ocasiones investigó a bandas de ladrones de arte) le permitieron valorar cada litografía en unos quince mil euros de media. Una pequeña fortuna colgada de las paredes que el asesino había despreciado. El motivo del allanamiento no estaba en el robo. Los Mozos de Escuadra tampoco habían echado en falta objetos de valor en la caseta de la Sagrada Familia.
Desde su teléfono móvil llamó a la comisaría del Ensanche. Preguntó por el caporal Llopart y esperó la comunicación con la música empalagosa de una canción de Bruce Springsteen en versión sinfónica pegada a la oreja. Necesitaba comprobar un par de datos. Pasados unos minutos la voz del caporal de la policía autonómica sustituyó a la música del auricular.
—¿Sí?..
—Caporal Llopart —dijo cordial—, soy el inspector Munárriz.
—Bona tarda —le saludó—. ¿Cómo le va por Jefatura?
—Bien, bien —musitó, y fue directo al grano—. Le llamaba por la chica de la Sagrada Familia...
—Se ha confirmado el accidente —le explicó el caporal, ajeno a sus pesquisas—. Los dictámenes del forense y de la División Científica no dejan lugar a dudas.
—Lo sé —disimuló Munárriz—. Como le dije el padre de la chica es amigo mío, y le llamo para saber cuándo le entregarán los efectos personales de su hija. Si pudiera averiguarlo me haría un favor.
—No es preciso —respondió el mozo de escuadra—. Los hemos remitido esta mañana a la Guardia Civil de El Puerto de Santa María para que los pongan a disposición de la familia.
—Gracias, caporal —dijo mientras buscaba un argumento para tirarle de la lengua—. En el Registro de Defunciones —fabuló— le han pedido al hombre el carné de identidad de su hija y se pregunta si está entre sus objetos personales. ¿Podría consultar la relación policial del contenido del bolso, por favor?
—Un momento.
Munárriz oyó posar el teléfono sobre la mesa. Quería averiguar si el bolso guardaba el juego de llaves de Begoña Ayllón o si el asesino se lo había robado. Apenas pasó medio minuto y el caporal recuperó el aparato.
—Aquí tengo la lista —confirmó con el papel en la mano.
—¿Puede leérmela?
—Sí, claro... Veamos —susurró—. Trescientos euros en efectivo, unas gafas de sol, un lápiz de labios, un tubo de crema hidratante, una botellita de colonia, un iPod, una agenda, una carterita repleta de fotos de familia, un pase profesional para acceder a su puesto de trabajo... y su DNI...
—¿Contenía más cosas?
—Un espejito de maquillaje —siguió leyendo—, un paquete de clínex, un estuche de preservativos y un pañuelo de seda.
—¿Es todo?
—Sí —afirmó, y repasó la lista con un ligero murmullo.
—Gracias.
—Ya sabe dónde me tiene, inspector.
—Y usted a mí —correspondió al cumplido—. ¡Adiós!
No figuraba ningún llavero en el contenido del bolso, lo que permitía suponer que el asesino había registrado la casa después de matarla.
Echó una última mirada al salón y al dormitorio. Sobre una mesa rinconera había un ordenador, un Mac de pantalla plana. Se sentó a la mesa, conectó el aparato, a la espera de que apareciera un listado de archivos, pero el monitor permaneció en blanco. Pulsó varias teclas. Nada. Movió el ratón. Nada. El asesino había formateado el disco duro. La memoria de la cepeú había desaparecido. Profesionales, verdaderos profesionales. Las cosas se complicaban.

 

* * *

 

A las ocho de la mañana oyó a Mabel abrir la puerta del apartamento. Había corrido por el perímetro de la plaza de la Virreina durante tres cuartos de hora, como tenía por costumbre, y llegaba con la respiración entrecortada. Se metió en la ducha y salió lista para emprender una nueva jornada en busca de la crónica negra de la ciudad.
Los periodistas de sucesos pertenecían a una raza especial en la profesión. Se jugaban el tipo husmeando en los bajos fondos. No se conformaban con leer las noticias enviadas por las agencias, acudir a ruedas de prensa organizadas por cantantes, futbolistas, actores o políticos, sino que pateaban la ciudad, como policías sin placa, para recabar información, infiltrarse en bandas de delincuentes, localizar a personas desaparecidas o desentrañar casos ya olvidados por las autoridades.
Munárriz estaba orgulloso de su compañera, aunque su dedicación y profesionalidad le hubieran traído tantos problemas... Pero eso ya formaba parte del pasado. Desayunaron juntos y se despidieron hasta la noche.
Cogió su libreta de notas y buscó los datos del novio de Begoña Ayllón. Vivía en el paseo de la Bonanova, una zona aristocrática de la parte alta de la ciudad. Miró la hora. Las ocho y media de la mañana. Calculó que todavía estaría en casa y llamó al número que le había facilitado el servicio de información telefónica. Escuchó los timbrazos al otro lado del hilo y de repente una voz pastosa.
—¡Haló!...
—¿Francisco Bonastre?
—Sí..., sí... —titubeó aturdido por el repentino despertar—. ¿Quién es?
—Sebastián Munárriz —dijo algo brusco—, un amigo del padre de Begoña. Quisiera hablar con usted.
—¿Conmigo?
—Sí —insistió.
—¿Para qué?
—Necesito hacerle unas preguntas.
—No entiendo.
—Soy policía —soltó para espabilarle—. Intento reconstruir los pasos de Begoña Ayllón la última semana.
—Policía... —masculló en evidente tono de preocupación—. ¿Sucede algo?
—Nada, créame —alegó Munárriz para no alterarle—. Pura rutina.
—Pero si la policía investiga...
—La policía no investiga —le contradijo para llevar la voz cantante—. Le he dicho que soy amigo del señor Ayllón, y sólo pretendo averiguar qué hizo su hija para informar a la familia. ¿Tiene algún inconveniente?
—No, desde luego.
—¿Cuándo podríamos vernos?
—Hoy al mediodía. Sobre la una y cuarto. ¿Le parece bien?
—Sin problema.
—A esa hora almuerzo en el Compostela —señaló Bonastre—, un restaurante de la calle Ferran, en el número treinta.
—A la una y cuarto —convino mientras tomaba nota del nombre.
—Espéreme en la barra.
—¿Cómo le reconoceré?
—Llevaré una carpeta con las siglas Coinsa, la empresa donde trabajo.
—Allí estaré.
Dedicó el resto de la mañana a poner al corriente a su sustituto de los casos que precisaban de colaboración e intercambio de datos confidenciales entre la policía nacional y la policía autonómica. Se lo había prometido al comisario y no quería contrariarle.

 

* * *

 

Entró puntual en el Compostela, un restaurante marisquería de cocina tradicional gallega, frecuentado por ejecutivos y profesionales liberales que aprovechaban los almuerzos para cerrar negocios o mantener contactos de empresa en un ambiente distendido, periodistas de las emisoras de radio ubicadas en la Rambla y funcionarios de la Generalitat o el Ayuntamiento. Se acomodó en la barra, frente a una espumosa caña de cerveza, y esperó a que alguien entrara portando una carpeta. Pasados cinco minutos un joven alto, rubio, de pelo engominado y aspecto de modelo, vestido con un traje de Ermenegildo Zegna, una corbata de seda y un vade de piel con las siglas Coinsa abrió la puerta, miró hacia la barra y esperó a que alguien le reconociera.
—Sebastián Munárriz —dijo acudiendo a su encuentro, y le estrechó la mano—. Encantado.
—Igualmente.
—¿Desea beber algo? —le ofreció Munárriz, al tiempo que tomaban asiento en dos taburetes de la barra.
—Un bíter.
—¡Camarero! —alzó un poco la voz para reclamar su atención—. Un bíter, por favor.
—Oiga —dijo nervioso Bonastre—. ¿De verdad es policía?
—Si desconfía puedo mostrarle la credencial.
—No malinterprete mi duda. Sólo que no entiendo por qué un policía investiga la vida de Begoña.
—No lo pinte tan trágico —replicó Munárriz para calmarle—. Como le dije soy amigo de Carlos Ayllón, y me ha pedido que averigüe algunos datos sobre su hija. Nada más. No busque tres pies al gato. Digamos —argumentó para zanjar el tema— que son excentricidades de millonario.
—Sí —afirmó Bonastre—. El viejo siempre me ha parecido algo extravagante —admitió—. Por cierto —cayó en la cuenta—, usted no estaba en el funeral.
—No pude asistir —improvisó—. Problemas de trabajo.
—Ya... —cabeceó dando un trago al bíter—. Usted dirá.
—¿Dónde trabaja? —le preguntó Munárriz, que a priori no descartaba a ningún sospechoso y el joven figuraba en su lista. Por otra parte, le sorprendía la falta de congoja con respecto a la muerte de su novia.
—Soy ingeniero y trabajo en Coinsa, justo aquí al lado, una empresa de obras públicas con proyectos en varios países del mundo. ¿Ha oído hablar de la presa de Gezhouba, en China?
Munárriz asintió, aunque desconocía los detalles.
—La bóveda de hormigón —dijo Bonastre orgulloso—está diseñada y construida por Coinsa, y el cálculo de fuerzas y presiones lo realizó el equipo técnico que dirijo.
—¿Cuánto tiempo hacía que conocía a Begoña?
—Poco más de dos años —recordó sin esfuerzo—. Ella elaboraba un informe para restaurar una iglesia románica del Pirineo; yo estudiaba el aprovechamiento de los recursos hidroeléctricos del valle del Escrita, y coincidimos en un hotel de Espot. Después lo típico: llamadas de teléfono, viajes a Barcelona y a El Puerto de Santa María, hasta que formalizamos la relación.
—Begoña se instaló aquí. ¿Por qué?
—Le gustaba Barcelona —argumentó—. Quería salir de El Puerto de Santa María. Buscar nuevos horizontes. Hablamos mucho sobre la cuestión y finalmente decidió trasladarse.
—¿Y vivir en casas separadas?
—Sólo para guardar las apariencias —sonrió con malicia—. En realidad casi siempre estaba en mi piso. Bueno —aclaró con un guiño de complicidad—, nuestro piso, porque lo compramos a medias. Pero mantenía otro de alquiler en la calle Santaló para tranquilidad moral de sus padres. ¿Me entiende? Los señores Ayllón son una pareja muy tradicional, muy católica, como sabrá. El padre incluso pertenece a una cofradía y en Semana Santa desfila de cruciferario con su hermandad.
—¿Tiene llaves de ese piso?
—No —dijo—. Ya le he dicho que estábamos casi todo el tiempo juntos. De hecho pasaba semanas sin ir por allí. Aunque a veces lo utilizaba de oficina. Decía que en casa no le dejaba trabajar, que no podía concentrarse.
—Comprendo —musitó Munárriz atando cabos—. ¿Observó algún comportamiento raro en ella?
—Los últimos días —soltó Bonastre un tanto contrariado— no le veía el pelo. Se recluyó en su trabajo. La llamaba y me ponía excusas para no quedar. Dejó de venir a dormir a casa. Creo que no salía de ese garito que le instalaron en la Sagrada Familia.
—¿Excusas de qué tipo?
—Trabajo, sólo trabajo —protestó—. Analizaba la meteorización de la piedra.
—¿Perdone...?
—Los cambios químicos que experimenta la piedra debido a la acción del agua, del oxígeno y del anhídrido carbónico. Hay que conocer muy bien estos factores para saber qué métodos de restauración deben emplearse.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Déjeme pensar. —Hizo memoria con un dedo sobre los labios—. El lunes anterior al accidente me llamó para decirme que se marchaba a Soria y quedamos dos o tres días antes, el sábado o el viernes.
De momento Francisco Bonastre no mentía. Eso le tranquilizó. Sus respuestas coincidían con las observaciones del portero de la calle Santaló.
—¿Viajó a Soria?
—Eso me dijo —aseguró Bonastre—. Supongo que iría a ver al padre Ramírez. Un cura que ejerce su magisterio en la iglesia de Santo Domingo.
—¿Qué le unía a ese sacerdote?
—El padre Ramírez —le aclaró— es primo hermano de la señora Balaguer, la madre de Begoña, y desde pequeña han mantenido una relación muy estrecha. La bautizó, le administró la primera comunión, la confirmación, y cada vez que coincidíamos en El Puerto de Santa María se empeñaba en casarnos llegado el momento.
—¿Ofició el funeral?
—No —dijo contrariado—. Tiene ochenta años y anda fastidiado del corazón. La familia, según me contó el señor Ayllón, no quiso que fuera para evitarle un dolor innecesario, un dolor que podía desencadenarle una crisis cardiaca. Ya sabe lo desagradable que son estas cosas. Pero el hombre lo sintió, lo sintió con toda su alma porque como le he dicho estaba muy unido a Begoña.
—¿Para qué visitó al padre Ramírez?
—No tengo ni idea —admitió con una mueca de indiferencia—. Sólo me llamó para decirme que se marchaba a Soria, y supuse que iba a visitarle.
—¿Sabe dónde puedo encontrarle? ¿Un número de teléfono? ¿Una dirección?..
—Oficia en la iglesia de Santo Domingo —repitió—. Pero desconozco más detalles.
—¿Compartían alguna confidencia?
—Como sacerdote no lo creo —negó Bonastre convencido—, porque Begoña se declaraba agnóstica. Pero el padre Ramírez es amante del arte, principalmente del arte sacro, y de pequeña le metió el gusanillo en el cuerpo. Por eso estudió Bellas Artes en contra de la voluntad de su padre. Carlos Ayllón nunca le perdonó al cura que animase a Begoña a matricularse en Bellas Artes.
—Habría preferido que su hija estudiase Enología o Económicas —apostilló Munárriz, para simular cierto grado de intimidad con la familia.
—Eso es. Pero el cura ganó la partida —sonrió—. Begoña se licenció en Bellas Artes, se especializó en restauración de edificios histórico-monumentales, y al terminar la carrera el padre Ramírez le consiguió su primer trabajo. Restauró la portada de la iglesia de Santo Domingo.
—Muchas gracias, señor Bonastre.
—¿Es todo?
—De momento —aventuró Munárriz—. Quizá necesite hacerle otras preguntas más adelante.
—Quédese a almorzar —le propuso—. Yo invito. Aquí hay excelentes mariscos y pescados.
—No, gracias. Tengo cosas que hacer. —Metió la mano en el bolsillo y le entregó una tarjeta—. Si recuerda algo, le agradecería que me llamara.
—¿Algo como...?
—Un detalle —dijo—, alguna actitud que despertara su atención. No sé. Cualquier cosa.
—Descuide —asintió Bonastre, y guardó la tarjeta—. ¿De veras no puede quedarse a comer?
—No, pero se lo agradezco.
—Pensaba emborracharle para conocer sus verdaderas intenciones —bromeó el ingeniero—. No me creo que sólo pretenda reconstruir los pasos de Begoña durante sus últimos días.
—Es cierto. —Munárriz levantó el brazo como si jurara ante un tribunal norteamericano—. Puedo garantizárselo.
Dejó al joven en la barra del bar dando los últimos sorbos al bíter mientras esperaba que el camarero le acomodara en una mesa. Quizás esa frialdad fuera parte de su carácter, o una forma de defenderse del dolor. En cualquier caso, un nuevo interrogante se abría en su investigación.

Capítulo 4

 

Desde la ventana de su habitación en el parador Antonio Machado de Soria, en el parque del Castillo, Munárriz tenía una magnífica vista de la ciudad. Una capital de provincia ni grande ni pequeña, turística debido a sus notables muestras de arte y exquisita gastronomía. Bajó a la recepción, solicitó un mapa del centro y un joven le trazó un amplio círculo sobre el emplazamiento de la iglesia que le interesaba.
Condujo hasta el aparcamiento de la plaza del Olivo. Estacionó el automóvil y por la calle de la Aduana Vieja llegó a la iglesia de Santo Domingo, que formó parte del antiguo convento del mismo nombre ocupado más tarde por las Madres Clarisas. Dobló el mapa, lo guardó en un bolsillo y entró en el templo.
Dos beatas, arrodilladas en los primeros bancos, rezaban el rosario mientras el sacristán ordenaba y limpiaba los objetos de la liturgia tras celebrarse el culto del mediodía. Contempló unos segundos el magnífico retablo de madera policromada que presidía el altar mayor. Después se acercó al sacristán y le preguntó por el padre Ramírez. Con gesto indolente, le señaló una puerta lateral.
Llamó con los nudillos, unos golpecitos suaves pero que, amplificados por el eco y el silencio, sonaron como dos aldabonazos.
—¡La puerta está abierta! —gritó alguien.
La empujó. Un sacerdote, vestido de sotana, se acomodaba con la punta del dedo unas gafas bifocales de montura de concha en el puente de la nariz. Su calva le acentuaba las arrugas de la frente, y su espalda, encorvada por los años, le daba un aire peculiar. Sentado a su mesa del despacho parroquial, casi oculto por un montón de legajos y una nube de humo que escapaba de la pipa reclinada en un cenicero, el padre Ramírez anotaba en el libro de registro los actos litúrgicos que debía celebrar el resto de la semana. Se levantó, le invitó a sentarse con un gesto, cogió la pipa y dio una calada profunda. Una voluta de humo le envolvió la cabeza. Tosió, pero la tos estertórea no le impidió saborear otra calada. Respiró hondo, para que el humo descendiera hasta sus pulmones, y después lo soltó con deleite por los agujeros de la nariz.
—¿Padre Ramírez? —dijo Munárriz al tomar asiento.
—No sé por cuánto tiempo —bromeó el cura con carraspera.
—Me llamo Sebastián Munárriz —le tendió la mano— y me gustaría hablar unos minutos con usted.
—Si es para celebrar una boda canónica —se le adelantó señalando el libro de registro— siento decirle que hay lista de espera hasta el verano.
—No, padre, no. —Hizo un esfuerzo por contener la risa—. Quiero hablar de una amiga común, Begoña Ayllón.
—¡Descanse en paz! —Cambió el semblante y se persignó—. ¿Conoce a sus padres? ¿Cómo están Carlitos y Angelines?
—Bien, dentro de las circunstancias.
—Mi prima —comentó el padre Ramírez— siempre ha sido muy sufridora con su hija. Nunca aceptó de buen grado que se marchara a vivir a Barcelona. Ya sabe cómo son las madres.
—Tenía treinta años. No era una niña.
—No se trata de eso —arremetió el cura con otra calada y la subsiguiente bocanada de humo—. A los hijos únicos se les mima demasiado. Sus padres nunca le negaron nada. Angelines no tenía otra ilusión que verla casada por la Iglesia, organizar una gran fiesta, vestirse de gala y disfrutar de sus nietos. —Cabeceó resignado—. Y Carlitos, qué voy a contarle de Carlitos. Su mayor deseo hubiese sido llevarla del brazo al altar. Pero en la vida de Begoña se cruzó ese tal Francisco y desbarató sus planes. Abandonó su hogar, se marchó a miles de kilómetros de distancia y digamos que mantenía una relación abierta con su novio. —Le miró a la cara, esperando que aprobara sus palabras, pero Munárriz permaneció callado—. No sabe las lágrimas que vertió Angelines cuando la niña se marchó.
—¿No le cae bien Francisco Bonastre?
—Quizá no sea mala persona —admitió frunciendo el ceño—, pero tiene ideas muy liberales. En varias ocasiones me ofrecí a casarles y siempre salía por la tangente. ¿Comprende? Se declaraba ateo, y no figuraba en sus planes casarse por la Iglesia. Creo —vaticinó convencido— que ni siquiera estaba dispuesto a contraer matrimonio civil. —Resopló y dos chorros de humo escaparon de su nariz—. Su actitud destrozó el corazón de Angelines, que ahora se culpa de la muerte de su hija porque nunca tuvo valor para impedirle que se marchara a Barcelona.
—Vivían separados —mintió para tranquilizarle.
—No sea ingenuo —le amonestó el padre Ramírez con una risa burlona—. Begoña alquiló un piso por conveniencia, pero sus padres no son tontos y sabían que su hija vivía amancebada con el novio. Todo esto hundió a Angelines —sentenció abatido—. Hablo todos los días con ella y ni siquiera encuentra consuelo en la fe.
—Es difícil afrontar la muerte de un hijo. Los psicólogos aseguran que el subconsciente está preparado para asimilar la muerte de los padres, pero no para hacerlo con la muerte de los hijos.
—Y a usted, ¿qué amistad le unía a Begoña? —preguntó el padre Ramírez intrigado.
—Nos conocimos en la Sagrada Familia —mintió de nuevo Munárriz—. Ella trabajaba para evitar la meteorización de la piedra y yo me encargo de la seguridad.
—¡Maldito accidente! —gruñó—. Segundo a segundo me pregunto qué motivos tendría el Señor para reclamarla a su lado.
—Ya... —Munárriz sacudió la cabeza—. Verá, padre, estoy aquí porque Francisco Bonastre me dijo que Begoña le telefoneó el lunes pasado para decirle que venía a Soria, y el muchacho supone que se entrevistó con usted.
—Claro —aceptó el cura sin comprender la duda—. ¿A qué iba a venir a Soria? Me gustaba hablar con ella, y a ella conmigo. Pasábamos horas discutiendo sobre las teorías del arte conceptual.
—¿Es usted un experto?
—No diría tanto. —El padre Ramírez se sonrojó—. Sólo un estudioso del pensamiento humano a través del arte. ¿Me entiende?
—¿Intenta explicar la psique del ser humano mediante la evolución del arte?
—Sí. Creo que guardan un estrecho paralelismo. ¿Nunca se ha preguntado por qué el ser humano sintió la necesidad de producir obras de arte? Los antropólogos todavía no tienen respuesta. Yo tampoco. ¿Y usted?
—Nunca me lo he planteado.
—Pues debería —le sugirió en un tono casi de reproche—. Es un ejercicio muy sano. Le formularé la pregunta de otra manera. ¿Por qué hace unos treinta y ocho mil años, en el paleolítico superior, en plena expansión del Homo sapiens, se inició el arte? —Munárriz arqueó las cejas—. Nadie lo sabe, pero es indiscutible que las sociedades son un reflejo del arte que ejecutan. El arte del Medievo, por ejemplo, se ajusta perfectamente al pensamiento de su época. Verbigracia, estudiando el arte de la Edad Media puede comprenderse a las sociedades medievales.
—¿De qué hablaron, padre?
—Es personal —contestó cortante ante su falta de tacto—. ¿No le parece una pregunta indiscreta? Quizá hablamos en secreto de confesión. No abuse de mi amabilidad —le advirtió enérgico y con un dedo amonestador ante su cara—. Le he atendido por deferencia hacia Begoña, pero no creo que pueda seguir charlando con usted si continúa por ese camino.
—Lo siento, padre —se apresuró a disculparse—. No pretendía molestarle.
El cura le observó en silencio, mientras recargaba el tabaco de la pipa, y eso le dio unos segundos para tramar un cambio de estrategia. No quería decirle la verdad, no quería transmitirle sus sospechas para no alarmarle con una noticia que ni siquiera había pasado por su cabeza, pero tendría que hacerlo para obtener su colaboración. El padre Ramírez no le confiaría el motivo de la visita de Begoña Ayllón salvo por una causa justificada. Munárriz meditó su decisión. El cura apretó con el dedo el tabaco en la cazoleta de la pipa y después le prendió fuego con una cerilla. Dio unas caladas profundas y tosió de manera convulsa.
—Quisiera pedirle perdón por mi conducta —incidió Munárriz.
—No importa. —El padre Ramírez relajó la tensión con el tono de voz—. Sólo le pido sinceridad, que respete mi dolor por la muerte de Begoña. La quería como si fuese hija mía.
Munárriz metió la mano en un bolsillo de su trenca y dejó sobre el libro de registro su carterita de piel, abierta frente a los ojos del cura, con la placa dorada que dejaba patente su condición de policía. El padre Ramírez la cogió y la observó con curiosidad, como si escudriñase los minúsculos grabados de una biblia miniada. La cerró y se la devolvió con un gesto de preocupación.
—Me ha mentido —le reprendió sin rencor—. No la conocía.
—Lo siento, padre —dijo avergonzado—. No, no conocía a Begoña Ayllón hasta el día que murió.
—¿Qué le ha traído a mí? —inquirió desconfiado.
—Intento reconstruir los días anteriores a su muerte.
—¿Por qué?
—Hay algo oscuro —respondió Munárriz de manera ambigua.
El padre Ramírez parecía hipnotizado por sus palabras. Clavó la vista en el humo que ascendía de la cazoleta de la pipa, susurró una oración incomprensible, una especie de Padrenuestro en latín, y después se persignó. Se quedó callado, inmóvil, como si el tiempo se hubiese detenido en el espacio del despacho parroquial. Levantó la cabeza hacia el techo e intentó ocultar las lágrimas que descendían por sus mejillas. Sacó un pañuelo de hilo del bolsillo de la sotana, se limpió los ojos y suspiró para recuperar el control de sus sentimientos.
—¿Va a decirme qué ocurrió? —pidió con voz trémula.
Munárriz le relató los hechos. Le rogó discreción sobre su visita y le explicó que su presencia en Soria formaba parte de una investigación privada. El cura cabeceó con las palabras atrancadas en la garganta. Pocas veces en su larga vida se había quedado sin argumentos, sin saber qué decir, ni cómo decirlo. Recuperó la pipa, dio una calada y le miró tan fijamente a los ojos que Munárriz sintió cómo le taladraban.
—Le ruego que me disculpe —dijo el cura con remordimiento de conciencia—. Mi conversación con Begoña —admitió— no está sujeta al secreto de confesión. Pregunte cuanto quiera.
—¿Sin reservas?
—Sin ninguna reserva —autorizó.
—¿De qué hablaron, padre? Es importante para conocer el motivo que la trajo a Soria —arguyó.
—De nada trascendente —certificó estupefacto por su insistencia—. Créame. Hablamos de arte, como casi siempre. Si le sirve de algo, nunca la confesé. Nunca me confió intimidades. Begoña cumplía algunos ritos católicos para no disgustar a sus padres. Pero salvo el día de su primera comunión, no creo que volviera a confesarse.
—Su novio me comentó que andaba algo preocupada.
—Me llamó el lunes por la tarde —recordó— para decirme que el martes estaría en Soria y que deseaba verme. Le dije que no había inconveniente, y el martes por la tarde se presentó en la iglesia.
—¿Sabe cuántos días estuvo en Soria?
—Apenas uno —afirmó el cura seguro—. Que yo sepa partió el miércoles a primera hora.
—¿Dónde se hospedó?
—En el hotel Ciudad de Soria.
Lo comprobaría para saber el tiempo que había permanecido en la capital. Meditó unos segundos antes de proseguir con las preguntas. El padre Ramírez respondía como un autómata, como si hablase consigo mismo, pero sus palabras sonaban sinceras. Estaba desconcertado. La noticia le había dejado fuera de situación, como si hubiera recibido un golpe. Pero, sin saberlo, le había facilitado una nueva vía de investigación: ¿dónde había estado Begoña Ayllón entre el miércoles y el viernes?
—¿Sólo hablaron de arte? —insistió Munárriz.
—Sí —dijo—. Bueno, también de sus padres, de su novio... Pero fue una conversación informal. Begoña vino porque estaba interesada en visitar la ermita de San Bartolomé y deseaba que la acompañase.
—¿Está aquí?
—No —sonrió el padre Ramírez ante su torpeza geográfica—. En la vecindad de Ucero. En un paraje fantástico.
—¿Para qué deseaba ir a esa ermita?
—La verdad —habló pensativo—, desconozco el motivo. Conocía de sobra el lugar. De pequeña la llevé varias veces de excursión, y de mayor pasamos en San Bartolomé muchas horas conversando acerca del arte medieval, de cómo se funden los estilos en un equilibrio casi perfecto. Creo que allí se relajaba.
—¿Es todo?
—Sí —admitió—. Paseamos un rato junto al río, charlamos y regresamos a Soria.
—¿Se interesó por algo en especial?
—Especial, especial, no —caviló intentando recordar algún detalle—. Pero insistió en conocer mi opinión sobre los canecillos y el rosetón de la ermita.
—Padre —le suplicó Munárriz desorientado—, confieso mi ignorancia en temas de arte, y le ruego que me relate los pormenores, que me explique de dónde partía su interés. ¿Qué son los canecillos?
—Disculpe —dijo, y carraspeó como si preparase su garganta para un largo monólogo—. Los canecillos, en palabras comprensibles para un profano en la materia, son elementos arquitectónicos que sobresalen de un plano y sirven para sostener alguna cosa, como una cornisa, un alero o un tejado; y los rosetones, ornamentos lineales, propios del arte medieval, delimitados en círculo. Ahora —le ofreció—, en cuanto salgamos de aquí, le muestro el rosetón y los canecillos de Santo Domingo y lo entiende mejor. Una imagen vale más que mil palabras.
—¿Adónde vamos? —dijo Munárriz al verle levantarse.
—A comer —sentenció el cura con una mano apoyada en el estómago—. Son las dos de la tarde, y mis tripas ronronean como un gato en celo. Acompáñeme. Será un placer seguir la charla mientras degustamos algunos platos sorianos.
El padre Ramírez apagó el tabaco de la pipa, lo vació en el cuenco de la mano con ligeros golpecitos y depositó las hebras en el cenicero. Cambió el filtro y junto a la petaca guardó la pipa en el bolsillo de su sotana. Salieron del despacho parroquial y dio instrucciones al sacristán para cerrar a cal y canto el sagrario y la puerta principal.
—Corren rumores sobre profanaciones y robos de hostias consagradas para someterlas a ritos satánicos, ¡imagínese! —exclamó alzando los ojos al cielo. Después, de pie en medio de la nave, señaló el rosetón abierto en la fachada principal—. Observe qué maravilla —dijo con el brazo extendido.
Munárriz asintió ante el magnífico juego de luces producido por los cristales de colores.
—La mayoría de los rosetones —disertó el padre Ramírez con autoridad— incorporan vidrieras, en especial los ejecutados a finales del Medievo, pero los rosetones primitivos derivan del oculus de las basílicas paleocristianas, y su particularidad estriba en los trabajos de filigrana.
Abandonaron el interior de la iglesia, y en el exterior el cura se detuvo frente a la magnífica portada románica construida en la segunda mitad del siglo XII. Le explicó orgulloso que su perfecto estado se debía a los trabajos de restauración dirigidos por Begoña. Su primer trabajo, recordó nostálgico. Le señaló la parte inferior del rosetón para mostrarle los canecillos que sostenían el tejaroz que protegía dos estatuas sedentes de Alfonso VIII y su esposa Leonor de Aquitania, benefactores del templo durante la construcción de la fachada. Munárriz contempló unos minutos la portada románica más bella de Soria, mientras el padre Ramírez le relataba algunos detalles de las arquivoltas semicirculares que descansaban sobre capiteles sostenidos por columnas dobles en los extremos.
La portada estaba flanqueada por dos jambas, rematadas por diez capiteles con motivos del Génesis, que sujetaban el tímpano. Las arquivoltas mostraban una decoración de figuras en forma radial. En la inferior aparecían los veinticuatro Ancianos del Apocalipsis de san Juan, separados por un ángel y portando instrumentos de música. La siguiente arquivolta ofrecía la iconografía de la matanza de los Santos Inocentes. La tercera representaba escenas de la infancia de Jesús. La cuarta escenificaba la Pasión, y la quinta se reducía a una laboriosa decoración vegetal. El tímpano enmarcaba un grupo escultórico presidido por la Trinidad, con la Virgen encerrada en la mandorla y escoltada por cuatro ángeles y los símbolos de los evangelistas, junto a José y María. Una obra articulada mediante arquerías que no correspondía a la tradición arquitectónica del románico soriano, sino a los templos franceses, en especial al modelo de Notre Dame de Poitiers.
—¡Nunca he visto una fachada igual! —exclamó Munárriz al concluir el padre Ramírez su docta explicación.
—Sí. No puede imaginarse las horas que pasé junto a Begoña estudiando los detalles de las iconografías con motivo de su restauración.
—¿El rosetón y los canecillos de la ermita de San Bartolomé son parecidos a éstos?
—No, en absoluto —aseguró el padre Ramírez—. El rosetón de Santo Domingo muestra policromía y tiene cierto diámetro, pero el de San Bartolomé es mucho más pequeño, menos vistoso, pero más rico en hermetismo. Lo mismo puede decirse de los canecillos.
—¿A qué se refiere?
—A la lectura esotérica de las piedras. No está bien que un servidor de Dios y de la Iglesia hable de estas cosas, pero he estudiado el tema y puedo garantizarle que la simbología cristiana esconde una doble lectura.
—¿Esto le interesaba a Begoña? —preguntó Munárriz un tanto sorprendido.
—Sí —contestó tajante el padre Ramírez—, y coincidía conmigo en afirmar que las iglesias y catedrales medievales esconden importantes enseñanzas relacionadas con la Orden del Temple, la búsqueda del grial y la transmutación alquímica, porque forman parte de un gran libro de piedra escrito a lo largo del Camino de Santiago.
—¿Intenta decirme...?
—Sólo digo lo que sale de mi boca —incidió el sacerdote, incómodo—. Si el obispado supiese que mantengo ciertas teorías sobre el arte sacro sería carne de cañón de la Congregación de la Observancia de la Fe. ¿Lo comprende? ¿Comprende por qué debo andarme con pies de plomo antes de hablar de algunas cosas? Por eso me mostré reacio a ser interrogado sobre mi conversación con Begoña.
Munárriz asintió, aunque sin convencimiento. El padre Ramírez observó su cara de incredulidad y le tomó del brazo para caminar hacia la calle de la Aduana Vieja. Se detuvo frente al restaurante Santo Domingo y le invitó a entrar.
El camarero acudió presto a sentarles a una mesa apartada del bullicio de la barra, pero cómoda y resguardada de las corrientes de aire, como reclamaba el párroco.
—¿Le puedo aconsejar? —preguntó el cura sin molestarse en abrir la carta.
—Por favor.
—Anselmo —se dirigió al camarero que bloc en mano esperaba el dictado de la comanda—, ¿hay judiones con chorizo y morcilla?
—Para chuparse los dedos, padre.
—¿Y perdiz estofada?
—La mejor de Soria —presumió—. Cazada hace sólo una semana.
—¿Qué le parece?
—Usted manda.
—¡Venga! —dijo—. No se hable más.
—¡Marchando!... —gritó el camarero hacia la barra.
—¿No le parece un ágape demasiado fuerte? —tanteó Munárriz.
—Con el frío las calorías se queman en un santiamén. Además —se justificó—, usted todavía es joven y necesita alimentarse bien. No me diga —espetó sobresaltado por la duda— que sólo come verduras, va al gimnasio, se depila el pecho y utiliza cremas para las arrugas.
—Verduras las menos posibles —respondió siguiendo la broma—, mi gimnasio lo cerraron hace años, nací con el pecho lampiño y la única crema que me gusta es la catalana.
El padre Ramírez rió, relajado por primera vez. El camarero les sirvió el primer plato, acompañado de una cesta con abundante pan y una botella de vino tinto Arzuaga Gran Reserva, y el cura metió la cuchara, pescó un trozo de chorizo y un par de judiones y se los llevó a la boca. Masticó con calma, paladeó el guiso y cabeceó en señal de aprobación. Después hizo lo propio con la copa de vino. Delicadamente, como si acercara el cáliz de la eucaristía a sus labios, dio un sorbo y aprobó el buqué. El camarero sonrió complacido y se retiró.
—Padre —insistió Munárriz tras saborear la primera cucharada de judiones—, ¿podría hablarme de los canecillos y del rosetón de la ermita de San Bartolomé?
—Sí, hombre —se avino con otro sorbo de vino—. Pero quería hacerlo a pie de obra. Iba a proponerle que fuéramos a la ermita. Sobre el terreno las cosas se comprenden mejor.
—¿Está cerca?
—A setenta kilómetros. Un paseo, ya lo verá.
—Gracias, pero no quisiera causarle más molestias.
—Usted busca la verdad sobre la muerte de Begoña y yo iría al fin del mundo para ayudarle a encontrarla —sentenció.
—Quizá me lleve a la ermita y no saque nada en claro —le advirtió receloso—, pero tengo la obligación de seguir todas las pistas.
—No me cree, ¿verdad?
—Lo siento, padre —alegó con cierto pudor—, pero las historias del Temple, del grial, de alquimistas... me suenan a cuento chino.
—¿Eso piensa?
—Sí... aunque admito que mi información al respecto es escasa.
—De acuerdo —le retó el padre Ramírez con la boca llena de judiones—. Hagamos un ejercicio de praxis académica. ¿Le parece bien?
—Usted dirá.
—Ahora pregunto yo —dijo sonriente el cura—. ¿Qué ha visto en la portada?
—Un rosetón, arquivoltas...
—Me refiero —corrigió su pregunta— a qué ha visto en las imágenes.
—La Virgen, los ángeles, los evangelistas, pasajes escuetos del Génesis... Nada fuera de lo normal en la iconografía cristiana tradicional.
—Me lo temía. —El cura se enjuagó la boca con un sorbo de vino—. Empecemos por el rosetón —dijo dispuesto a convencerle—. Para los ortodoxos sólo se trata de un elemento de la decoración, pero su simbolismo hermético habla de la rosa mística, la rosa que nunca se marchita, la rosa que señala la consecución de la Gran Obra o quintaesencia. Los trovadores llamaban a María «grial del mundo» y aplicaban este mismo término a la «dama del jardín de las rosas», por eso el símbolo supremo de María Virgen es la rosa, y el rosario, el objeto cumbre de la devoción mariana. —Hizo un paréntesis para insistir—. Y en el rosario, ¿qué ve?
—Un instrumento de oración.
—Correcto —aprobó el cura—, pero si observa uno de cerca verá que está formado por agallones en múltiplos de cinco. El cinco es el número de la devoción mariana. La rosa en el cristianismo se representa siempre con cinco pétalos, Cristo recibió cinco heridas y el grial tuvo cinco transformaciones. La rosa simbolizaba la quintaesencia, la consecución de la piedra filosofal. La lapis non lapis, como la definía Rulandus, la «piedra que no es piedra», el elixir de la inmortalidad según Avicena y Kodar. La meta de la carrera alquímica.
—Curioso —admitió Munárriz al comprender que un simple rosario contenía un simbolismo que lo transformaba en algo más que un objeto de oración.
—Sigamos con nuestro ejercicio —propuso el cura—. ¿Le dice algo la Virgen de la portada?
—Nada —afirmó indiferente.
—Como habrá observado —siguió el padre Ramírez—, la Virgen aparece rodeada por una mandorla, es decir, por una almendra mística, y la almendra simboliza lo esencial, lo espiritual oculto en lo accesorio. Por ello se identifica con Cristo, porque su naturaleza humana esconde su naturaleza divina en el cuerpo de la Virgen Madre. Por esta razón, en la antigüedad la almendra simbolizaba el embarazo y la fertilidad. De ahí que se arrojaran almendras a los novios durante las bodas. Los griegos llegaron a identificar el aceite de almendras con el semen de Zeus. ¿Observa la doble lectura?
—Sí —advirtió, ahora nuevamente interesado—. Usted pretende demostrar que hay un mensaje oculto en las piedras, visible para los iniciados, para los expertos en simbolismo, un mensaje que pervive en el tiempo y sólo los adeptos pueden descifrar.
—Me alegra que entienda mis palabras —se congratuló el sacerdote—. Escuche. Resulta cuanto menos curioso que el nombre hebreo de la almendra sea luz, el mismo nombre que recibe una misteriosa ciudad subterránea, la ciudad de la inmortalidad, que más tarde, tras la visión del patriarca Jacob, recibió el nombre de Bethel, la «casa de Dios». La almendra que ha contemplado en la portada de Santo Domingo simboliza la oscuridad, la interioridad necesaria para alcanzar la sabiduría que conduce a la quintaesencia. Por eso en latín vulgar amindula, «almendra», se traduce por «oscuro».
—¿Qué esconde todo esto, padre? —preguntó intrigado.
—Desde el punto de vista de la iconografía cristiana una alegoría de la Virgen como madre del Señor —determinó con seriedad—, pero con la visión de un hermetista el mensaje se difumina. Podemos comprender que existen símbolos misteriosos, pero no podemos descifrarlos porque carecemos del suficiente conocimiento.
—Si los hermetistas están en lo cierto —aventuró Munárriz metido de lleno en la materia—, la Biblia debe interpretarse en un doble sentido: uno sagrado y otro profano.
—Así es —convino el cura—. La Biblia está escrita en clave hermética y para muchos expertos se trata de una obra que habla del proceso alquímico. El Libro del Apocalipsis o la Pasión de Jesús pueden interpretarse en clave alquímica. No me cabe ninguna duda.
—¿En San Bartolomé ocurre algo parecido al pórtico de Santo Domingo?
—¿Algo parecido? —sonrió el padre Ramírez—. Para los hermetistas la ermita de San Bartolomé figura entre los grandes puntos iniciáticos de la península Ibérica. Lo consideran un enclave mágico, místico, sagrado...
—¿Por qué?
—Porque forma parte de las grandes enseñanzas de la Orden del Temple, la más sabia de cuantas órdenes militares hubo en la antigüedad.
El camarero se acercó a la mesa y el padre Ramírez calló en seco. No deseaba que nadie le escuchara disertar sobre ideas condenadas por la Iglesia. Munárriz pensó que seguramente había estudiado los entresijos de la alquimia, el esoterismo y el hermetismo, en la soledad de su templo, leyendo viejos evangelios apócrifos, libros condenados por contradecir el dogma de Roma, tratados sobre extrañas manipulaciones que obraban en los minerales transmutaciones prodigiosas, que también actuaban sobre el espíritu humano.
—Escuche —dijo el padre leyendo el pensamiento de Munárriz—, mi búsqueda no debe entenderse como una flaqueza de mi fe en Cristo, sino como un camino más hacia la verdad absoluta, la única verdad que hace a los seres humanos libres y les acerca a Dios. La verdad que proclama el Libro de los Salmos: «Envía tu luz y tu verdad; ellas me guiarán, me conducirán a tu montaña santa, a tus moradas...».
El camarero les sirvió dos perdices estofadas y se retiró deseándoles buen provecho. Las perdices tenían un aspecto jugoso, y el cura trinchó la carne hasta dejar los huesos mondos y lirondos. Munárriz le siguió y comprobó que la carne se deshacía en la boca como la miel en un cuenco de agua templada. Una comida deliciosa. El padre Ramírez también entendía de los placeres terrenales.
—¿Qué sabe de los templarios, señor Munárriz? —insistió.
—No mucho, la verdad. Que fueron una orden de caballería, que protegieron los Santos Lugares, que custodiaron el grial, que sufrieron la persecución de un rey francés... He leído alguna que otra novela histórica.
—Déjeme que le ponga en antecedentes —solicitó amable al comprobar que sus nociones resultaban vagas en extremo—. La Orden del Temple la fundó Hugo de Payns en mil ciento diecinueve para proteger a los peregrinos que viajaban a Tierra Santa. En realidad, su misión consistía en formar un ejército, de carácter religioso y militar, para defender los Estados Latinos de Oriente.
—¿Algo parecido a las Cruzadas?
—Digamos que sí —afirmó antes de seguir—. Balduino II les concedió un palacio junto al templo de Salomón, en Jerusalén, y de ahí tomaron el nombre de templarios o caballeros del Temple, aunque en sus orígenes pertenecieron a la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. Adoptaron como hábito una capa blanca y una cruz roja, la cruz templaria, y su organización interna seguía la regla del Císter.
—La regla de san Bernardo de Claraval —subrayó Munárriz.
—Muy bien —aprobó el padre—. Déjeme hacer un inciso para relatarle una curiosidad. —Munárriz asintió mientras daba buena cuenta de la perdiz—. En el Concilio de Troyes san Bernardo sentó las bases de la orden, y algunos años después elaboró una regla de setenta y dos artículos, una regla que rendía homenaje a los nueve caballeros que viajaron a Tierra Santa y fundaron la Orden del Temple, porque el número onomántico de setenta y dos es nueve.
—¿Todo tiene una doble lectura?
El padre Ramírez asintió.
—Por eso intento explicarle los recovecos de la orden, para que comprenda mejor el simbolismo de la ermita de San Bartolomé.
—Siga, se lo ruego.
—Muy pronto —continuó el cura— las numerosas donaciones de los fieles, y sus buenos resultados en las finanzas, permitieron a los templarios convertirse en una potencia económica y controlar los intercambios comerciales entre Europa y Oriente. Pero tras el descalabro de San Juan de Acre, en mil doscientos noventa y uno, se transformaron en simples banqueros e incrementaron su poder.
—Una vez leí —recordó Munárriz mientras ensartaba un trozo de perdiz en el tenedor— que los templarios inventaron el cheque de viaje, que se desplazaban sin necesidad de portar dinero encima, sólo con un documento firmado.
—Es cierto —confirmó el sacerdote—, y ese poder económico les llevó paradójicamente a la ruina. A principios del siglo catorce —relató enfrascado en la charla— la orden tenía más de quince mil adeptos y su riqueza hacía peligrar la pervivencia de algunos Estados, entre ellos la Francia del ambicioso Felipe el Hermoso. Por eso el monarca planeó su desaparición. A la muerte de Bonifacio VIII, en mil trescientos tres, el Rey controló la elección de Clemente V, un papa títere al servicio de la corona. Clemente se sometió a la absoluta voluntad del Rey y trasladó su residencia a Aviñón.
—La ciudad de los antipapas Clemente VIII y Benedicto XIII, y hasta la Revolución Francesa una posesión administrada por legados pontificios.

 

—No anda mal de historia después de todo —ratificó el padre, complacido—. El principio del fin de los templarios estaba servido —lamentó con la boca llena—. En mil trescientos siete Felipe el Hermoso ordenó arrestar al gran maestre de la orden, Jacques de Molay, y junto a otros caballeros fueron acusados de herejía. Torturados bajo el hierro candente confesaron sus pecados. Así Clemente V obtuvo la excusa que precisaba para ordenar la detención de todos los caballeros en los reinos cristianos.
—Una caza de brujas.
—Sí, ésa sería una buena definición de los hechos —coincidió el padre Ramírez pensativo—. Mentira tras mentira para acabar con los templarios, porque el Concilio de Vienne, celebrado en mil trescientos once, no reconoció las acusaciones vertidas sobre la orden. Pero ya todo daba igual. Las alegaciones del Concilio no evitaron que el Papa dictara la bula Vox in excelso y declarase la abolición de la Orden del Temple. En mil trescientos catorce Jacques de Molay murió en la hoguera y los cuantiosos bienes de la orden pasaron a la corona de Francia y a la Orden del Hospital. Así se extinguió la mayor organización religioso-militar de todos los tiempos.
—Hay algo que no comprendo, padre.
—No se lo reprocho —asintió el cura—. La historia del Temple es tan apasionante como enigmática, y plantea numerosos interrogantes. Si le sirve de consuelo llevo años estudiándola y tampoco entiendo muchas cosas.
—¿Cómo pudieron acusarles de herejía?
—Ahí comienzan los grandes enigmas del Temple —suspiró con impotencia—. Felipe el Hermoso les acusó de herejes debido a sus prácticas homosexuales...
—¿Prácticas homosexuales?
—Sí —admitió el cura, sonrojándose a su pesar—, pero dichas prácticas no deben entenderse como una desviación anómala del placer sexual, sino como un rito de iniciación en los misterios del cosmos y la alquimia. —Munárriz parecía asombrado, y el cura prosiguió—. Felipe el Hermoso necesitaba el apoyo del pueblo para disolver la orden, y una de sus principales acusaciones hizo hincapié en la costumbre de los caballeros templarios de besarse. Este simple acto bastó para acusarles de sodomía y que la gente les viese con malos ojos.
—¿Por qué se besaban?
El padre Ramírez suspiró y antes de continuar apartó el plato con los huesos de la perdiz como despojos de una batalla.
—Las estrictas reglas de la orden obligaban a los caballeros templarios a mantener una absoluta castidad, y en algunos aspectos la regla insistía sobre los peligros de permanecer en compañía de las mujeres. Por eso los templarios sólo podían besar a sus madres y a sus hermanas... Pero los cargos presentados por los inquisidores de Felipe el Hermoso citaban extrañas prácticas de iniciación que les obligaban a desnudarse y a besarse en las nalgas, el ombligo y la boca. Por último, se entregaban a la sodomía. —Munárriz enarcó las cejas—. Geoffroy de Charney, ejecutado en la hoguera junto a Jacques de Molay, aseguró en sus declaraciones que tales prácticas fueron ciertas, y otros iniciados las corroboraron.
—¿Hay una explicación? —preguntó Munárriz sin comprender el intríngulis—. Me refiero a una doble lectura.
—¡Evidente! —exclamó el sacerdote—. Los templarios mantuvieron en Oriente relaciones con sabios árabes, hebreos y gnósticos, y con grandes iniciados en la alquimia. Ahí está la explicación a su conducta. De ellos aprendieron misteriosas prácticas iniciáticas.
—Ya comprendo...
—Sus profundos conocimientos de teología les permitieron comprender que su doctrina hundía las raíces en mitologías y creencias mucho más antiguas —sostuvo el cura—, y decidieron adoptarlas como una forma de incrementar su fe en Cristo.
—Adoraban a Dios bajo ritos que consideraban primigenios —dijo Munárriz intentando hilar los cabos de la conversación.
—La mayoría de sus ritos nacieron de la unión del misticismo oriental y el estudio de diversos documentos alquímicos —continuó el sacerdote—, porque el orfismo todavía se mantenía vivo en Oriente Medio. Los supuestos desenfrenos de los templarios constituían la máxima expresión de la teología órfica, heredera de los ritos mistéricos de Egipto.
—¿Egipto?
El padre Ramírez asintió.
—En Egipto nació el monoteísmo gracias a la reforma de Akhenatón, de la cual tomó el modelo Moisés. Tenga presente —le advirtió tras una pausa— que en muchas culturas la sodomía sólo pretendía transmitir la fuerza espiritual o mágica del iniciado al adepto y se entendía en el contexto de las prácticas religiosas para entrar en comunión con los dioses.
—Una simple manipulación de las energías del microcosmos para unirse al macrocosmos. El principio del tantrismo.
—Notable —calificó el cura, considerándolo ya un alumno aventajado—. El beso en el óculo trasero se practicó en India, como rito y elemento de estimulación de la serpiente Kundalini, la fuerza cósmica que anida en la base de la columna vertebral, la serpiente del dios Siva, origen y fuente de las energías sexuales y espirituales. La serpiente Kundalini se identifica en el yoga con el canal energético que une los chakras o centros de energía del cuerpo humano. La estimulación del kundalini desata una energía que abre un tercer ojo, el ojo que permite la visión del espacio y el tiempo.
—Y los templarios —interpretó Munárriz siguiendo su línea argumental—, a través de las corrientes culturales de Oriente, accedieron a estos conocimientos.
—Gracias a los alquimistas musulmanes —avanzó el sacerdote— los templarios descubrieron las energías del cuerpo y su posible vinculación con la energía del cosmos, la capacidad de polarización cósmica de la piedra negra de la Kaaba y que la torre de Babel nunca se concibió como tal, sino como el menhir más grande de la historia de la Humanidad para concentrar las fuerzas telúricas que propiciaban la obtención de la quintaesencia.
Munárriz cabeceó lentamente, procurando seguirle.
—Controlaron las energías telúricas y eso les permitió realizar la transmutación alquímica, la transmutación de los metales. ¿Eso pretende decir?
—Sí. Pero para controlar las fuerzas telúricas y lograr la transmutación había que conocer el punto inicial de las mismas, el umbilicus telluris, el omphalos del oráculo de Delfos, el centro del mundo.
—¿Un centro místico?
—Eso mismo —ratificó el padre Ramírez—. Muchos pueblos de la antigüedad creían en la existencia de un centro del mundo cósmico, y diferentes culturas lo idolatraron mediante una montaña artificial, un pilar, un árbol o un gigante. ¿Ha oído hablar de los zigurats? ¿De las torres escalonadas propias de la arquitectura religiosa asiria y caldea?
—Sí —respondió.
—Desde el punto de vista simbólico los zigurats equivalían a la «montaña cósmica». Sus siete pisos representaban los siete cielos planetarios, como en Borsippa, o lucían los colores del mundo, como en Ur. Incluso el cristianismo adoptó esta creencia milenaria. El nombre del monte Tabor, de Palestina, deriva de tabbûr, «ombligo» u omphalos, y en la tradición cristiana el Gólgota se sitúa en el «centro del mundo», porque se identifica con la cima de la «montaña cósmica». La leyenda asegura que Dios creó a Adán en el Gólgota y que allí mismo yace enterrado. De esta manera la sangre de Cristo ungió el cráneo de Adán, inhumado al pie de la cruz, y lo redimió. El beso en el ombligo que practicaban los templarios encerraba esta enseñanza, el verdadero secreto de la alquimia que permitía la transmutación de los metales y el total dominio del cosmos.
Munárriz suspiró.
—Desde un punto de vista filosófico, no tengo nada que objetar, pero con los principios de la ciencia empírica no puede aceptarse que un grupo de monjes, vestidos con capa y espada, sin conocimientos de física nuclear, pudieran transmutar oro.
—No hay ninguna evidencia de que lograran la transmutación —admitió el padre Ramírez, cauto—, pero hay relatos históricos que apuntan en esa dirección.
—Padre —dijo Munárriz, de nuevo incrédulo—, no puedo aceptar tales patrañas.
—Tampoco lo pretendo. Sólo quiero exponerle unos hechos para que a pie de ermita juzgue mejor lo que allí le relataré.
El camarero se acercó a la mesa al comprobar que habían terminado el segundo plato e impuso sin saberlo un nuevo silencio al padre Ramírez. Les ofreció la carta de los postres pero habían comido y bebido en abundancia, y coincidieron en una infusión digestiva como mejor colofón del almuerzo. El cura hizo ademán de abonar la cuenta, pero Munárriz no le dejó. No podía permitir que pagara la comida después de semejante clase magistral.

 

* * *

 

Al salir a la calle el aire frío de la tarde le espabiló. La comida, muy pesada en comparación con su dieta diaria, la botella de vino, que habían apurado hasta la última gota, y el cansancio del viaje provocaban en Munárriz una modorra que le empujaba hacia el Parador, pero el deber le obligaba. Por el contrario el padre Ramírez estaba fresco como una rosa. A sus ochenta años mostraba una vitalidad envidiable.
—Tengo el coche en el aparcamiento de la plaza del Olivo —le ofreció Munárriz con las llaves en la mano, dispuesto a conducir hasta la ermita de San Bartolomé.
—¿En qué automóvil anda? —preguntó el cura.
—Un Peugeot cuatrocientos siete.
—Entonces iremos en el mío —sentenció.
Munárriz no rechistó. Se limitó a obedecerle. Caminaron por la Aduana Vieja, pasaron nuevamente frente a la iglesia de Santo Domingo y siguieron un corto trecho por la calle Santo Tomé hasta encontrar un Citroën 2CV berlina aparcado sobre la acera. El padre Ramírez sacó una rudimentaria llave y abrió la puerta del conductor. Se acomodó en el asiento y liberó el cierre de la puerta del copiloto para que Munárriz pudiera subir.
Enfiló la N-234 en dirección a Abejar. La sierra de Cabrejas se alzaba a su izquierda. El Citroën ronroneaba pero mantenía una velocidad constante de 70 kilómetros a la hora. A Munárriz nunca le habían adelantado tantos coches. Algunos conductores saludaban al padre Ramírez con toques de claxon y otros le increpaban por su lentitud al volante. Pasaron Abejar, cuyos manantiales de aguas ferruginosas tuvieron fama antaño, y al emprender las primeras cuestas del puerto de Mojón Pardo, que culminaba a 1.234 metros de altitud, el 2CV dio varios tirones, redujo la marcha y el cura hizo un gesto de resignación. ¡Paciencia! Al descender recuperó sus habituales 70 kilómetros de velocidad punta. Los pinares de Navaleno dieron paso a San Leonardo de Yagüe, en las estribaciones de las sierras de Urbión y la Demanda. Tomó el desvío a Ucero, la SO-920, y cruzó el pueblecito vigilado por su castillo, propiedad de los obispos de Osma, que conservaba altiva su torre del homenaje. Tras una curva muy cerrada detuvo el automóvil en un aparcamiento.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó Munárriz.
—Todavía faltan unos kilómetros —afirmó—, pero quiero enseñarle algo.
Bajaron del coche. El aparcamiento estaba rodeado de altos escarpes que sobrevolaban varios buitres leonados. El frío penetraba hasta los huesos, y Munárriz se subió las solapas de la trenca. El padre Ramírez le llevó hasta el pretil de un puente de sillares. El aire soplaba fuerte, y el cura se sujetó el faldón de su sotana, que le impedía caminar con libertad. Por la carretera no transitaba ni un alma.
—Estamos —indicó el cura elevando la voz para vencer el empuje de las ráfagas— sobre el puente del Nacedero, y aquí debajo —señaló una charca— brota el Ucero, cuyo caudal se incrementa con las aguas del río Lobos, el río que da nombre a este cañón.
—¿Dónde está la ermita?
—En mitad del cañón. —Señaló la dirección con el dedo—. A unos kilómetros de aquí.
—Este lugar sobrecoge.
—Por eso quería mostrárselo.
—Padre —comentó Munárriz con la vista clavada en las aguas cristalinas de los ríos—, siempre pensé que la principal misión de los templarios consistió en custodiar el grial, pero de nuestra conversación deduzco que su meta estaba en la obtención de la Gran Obra o quintaesencia.
—Depende de qué entienda por grial.
—El cáliz de la Última Cena —proclamó Munárriz, extrañado ante su pregunta—. La copa en la que Jesucristo instituyó la eucaristía.
—Ese cáliz o copa nunca existió —afirmó tajante el padre Ramírez—. Marcos relata que Jesucristo celebró la eucaristía y determina que utilizó una copa o cáliz. Pero Juan, en su Evangelio, sólo presenta a Jesús en una cena de fraternidad junto a sus discípulos. Una cena que en modo alguno constituye una conmemoración de la Pascua o una institución simbólica de su muerte. En el Evangelio de Tomás, y el Evangelio Q, no se menciona ninguna tradición relacionada con la Última Cena. En mi opinión —concluyó— el grial debe entenderse como un símbolo.
—Entonces, ¿la Última Cena es una fábula? —preguntó Munárriz sorprendido.
—Eso parece —insistió el sacerdote—. En la Didaché, redactada en la segunda mitad del siglo I, esta comida no presenta la menor relación, ni en sus orígenes ni en su evolución posterior, con la cena de Pascua, la Última Cena o el simbolismo de la Pasión.
—Se trataría de una invención muy posterior a los hechos.
—Así es —convino el padre Ramírez—. Tras la muerte de Cristo algunos seguidores instituyeron el rito de la Última Cena para representar y conmemorar su muerte. Vistos los antecedentes no puede considerarse un hecho histórico. El grial nunca existió.
—¿Dónde arranca la creencia?
—Buena pregunta —suspiró el cura—. La historia del grial comienza con la sangre que mana de las heridas de Cristo en la cruz. José de Arimatea la recogió en la misma copa que supuestamente utilizó el Mesías durante la Última Cena para instituir la eucaristía. Al día siguiente de la Resurrección los romanos echaron en falta el cuerpo de Cristo y acusaron a José de Arimatea de haberlo robado. Le encerraron en la cárcel y le condenaron al hambre para obligarle a confesar dónde lo había escondido. Pero José de Arimatea no se amilanó y una tarde Cristo se le apareció en la celda, rodeado de una intensa luz, y le entregó el cáliz.
—Una especie de entrega oficial —dictaminó Munárriz—. Una forma de convertir la leyenda en dogma.
—Más o menos —asintió el padre Ramírez sin entrar en detalles—. A partir de ese momento José de Arimatea se alimentó gracias a una paloma, identificada con el Espíritu Santo, que entraba en su celda y depositaba todos los días una hostia en el cáliz para que le sirviera de sustento. Algún tiempo después, hacia el año setenta, recuperó la libertad y emprendió el camino del exilio seguido de sus fieles, entre los que figuraban su hermana y su cuñado Born.
—¿Adónde se dirigieron? ¿A la ermita de San Bartolomé?
—No, no... —rió el cura ante su equívoco—. Según la leyenda del grial, durante la peregrinación se detuvieron en un lugar indeterminado para construir una mesa similar a la empleada por Jesús en la Última Cena. En dicha mesa, el puesto de Cristo lo ocupó un pez, y el asiento número trece, el asignado a Judas, quedó vacío porque según la tradición moriría quien lo utilizara.
—De ahí la superstición negativa del número trece.
—Sí —convino el padre Ramírez—. El «asiento maldito o peligroso», como se denomina en la leyenda, hizo que el número trece también se considerara nefasto en la cultura cristiana.
—¿Y el pez? —preguntó Munárriz por curiosidad—. ¿Qué pintaba un pez en sustitución de Cristo?
—San Agustín —le explicó el cura—, en Civitate Dei, asegura que los primitivos cristianos se denominaban a sí mismos ichtus, «pez», porque en dicha iconografía veían la representación de Jesucristo o la eucaristía.
—No entiendo la relación.
—Es fácil —aseguró el sacerdote—. El vocablo griego icthus contiene las iniciales de la frase Iesorus Christos Theos Uios Sother, «Jesucristo, El Salvador, Hijo de Dios».
—Curioso, muy curioso —admitió el policía perplejo—. Pero supongo que también hay una segunda lectura. Como siempre.
—Sí, desde luego —afirmó el cura sonriente—, porque el advenimiento de Cristo marcó la transición entre la era de Aries y la de Piscis, y motivó que el «pez» sustituyera al «cordero».
—Si algo he aprendido con usted —dijo Munárriz convencido—, es que todo puede verse de dos formas distintas.
—La vida es dual. Ya lo sabe: el bien y el mal, el frío y el calor, la luz y la oscuridad, el hombre y la mujer, el yin y el yang...
—¿Qué ocurrió después con el grial?
—A partir de este punto la leyenda se ramifica y adquiere diversas formas —continuó el padre Ramírez—. Algunas versiones relatan que José de Arimatea llegó a Gran Bretaña y en Glastonbury, en el actual condado de Somerset, fundó una capilla en honor a la Virgen María para depositar el grial. Otras versiones sostienen que permaneció en Francia y encargó la protección del Santo Cáliz a su cuñado Born, apodado el Rico Pescador porque alimentó a todos sus seguidores con un solo pez, reiterando así el milagro de Cristo. Según esta versión los discípulos de José de Arimatea se establecieron en Avalon y allí fundaron la Orden de los Caballeros Custodios del Grial y construyeron una segunda mesa en el interior de un templo protegido por un castillo, en un paraje denominado Muntsalvach o Monte de la Salvación, que algunos autores identifican con el macizo de Montserrat, en Cataluña.
—¿Y después? —insistió Munárriz.
—La leyenda se diversifica aún más —siguió el cura—, pero hay un hecho común a casi todas las versiones. Por causas desconocidas, Born recibió una herida en los genitales y a partir de ese momento se le denominó el Rey Herido. A la par que sufrió la herida, las tierras que rodeaban la fortaleza de los Caballeros Custodios del Grial se volvieron yermas, los árboles murieron, los ríos se secaron y el Santo Cáliz desapareció como el agua de los ríos o los árboles, hasta que llegó el mago Merlín.
—El fundador de la Mesa Redonda.
—La tercera mesa del Grial —especificó el sacerdote— alrededor de la cual se reunía una hermandad de caballeros encabezada por el rey Arturo. Por aquel entonces el Santo Cáliz había desaparecido, como le he contado, hasta que una noche de Pentecostés reapareció frente a los caballeros de la Mesa Redonda proyectado sobre un haz de luz y cubierto por un velo. Pero al poco tiempo desapareció de nuevo y los caballeros juraron dedicar la vida entera a su búsqueda.
—Si el grial debe entenderse como un símbolo —preguntó Munárriz—, ¿cómo puede buscarse algo inmaterial?
—De una manera espiritual —determinó el padre Ramírez para completar su exposición—. A partir de ese momento la leyenda se complica todavía más. Los caballeros pasaron numerosas pruebas en clave de iniciación. Lanzarote estuvo a punto de hacerse con el grial, pero sus amores adúlteros con Ginebra, esposa del rey Arturo, se lo impidieron. Otro de los caballeros, Gauvain, sobrino de Arturo, consiguió llegar muy cerca del Santo Cáliz, pero finalmente fracasó porque estaba demasiado apegado al mundo terrenal. Algunas versiones aseguran que sólo tres caballeros encontraron el grial: Galaad, hijo de Lanzarote y de Elaine, a su vez hija del Rey Pescador, que murió al contemplar el interior del vaso sagrado; Bohort, el único que regresó a Camelot para narrar su gesta; y Perceval o Parsifal, apodado el Tonto Santo a causa de su inocencia, que tras su fracaso vagó durante cinco años en solitario hasta que encontró de nuevo el camino que conducía al castillo del Rey Herido. Allí consiguió curarle al plantearle una pregunta clave en la simbología del grial: «¿A quién sirve el Cáliz?».
—Pero entonces —dijo Munárriz— no se trataba de un símbolo, sino de un objeto tangible.
—Para mí —replicó el cura— el grial es sólo un símbolo.
—¿Y qué representaría?
—En pocas palabras, a la Virgen María, porque en su seno transmutó el espíritu divino en carne mortal. En la Queste del Saint Graal, al entrar Galaad en Sarras con el Cáliz hay una alusión directa a la misa de la Madre de Dios, y en Perlesvaus y la Morte d’Arthur existen referencias concretas a la misa de Nuestra Señora. Le diré más —prosiguió convencido—, en Perlesvaus, una obra escrita con seguridad en Glastonbury, se afirma que la Virgen oficiaba la misa y ofrecía a su Hijo como sacrificio vivo. María, como Madre del Hijo de Dios encarnado, recibió adoración por parte de los custodios del grial al considerarla el vas electum, el «vaso elegido», el único y verdadero grial.
—Una parte de la historia sagrada bastante desconocida.
—Por supuesto —admitió el cura—, porque de aceptar a María Virgen como oficiante la Iglesia perdería todos los argumentos que esgrime en contra del sacerdocio femenino.
—Ahora lo comprendo —susurró Munárriz.
—En la Letanía de Loreto —siguió el padre Ramírez—, de origen medieval, la Virgen recibe los nombres de vas spirituale o «vaso espiritual», vas honorabile o «vaso honorífico», y vas insigne devotionis o «vaso de insigne devoción». María se convirtió así en el propio cáliz, en el grial viviente, el recipiente que contuvo al Niño Divino. Los trovadores que practicaban el «amor cortés» llamaban a María «grial del mundo». Una imagen puramente alquímica, porque María se asimila al recipiente hermético donde se gesta la quintaesencia, el nacimiento del niño divino, Mercurio.
—Su argumentación parece fundamentada —afirmó Munárriz convencido.
—Una alegoría alquímica postula: «In mercurio est quidquid quaerunt sapiens», algo así como «En el mercurio está cuanto buscan los sabios». Por esta razón, en los libros mudos el mercurio se representaba con la figura de un niño. Claro está —dijo el cura para evitar confusiones—, que el mercurio de los alquimistas no guarda ninguna relación con el mercurio obtenido del cinabrio. Además, el grial esconde una doble naturaleza. De un lado la Virgen Madre y del otro el Rey del Grial, una fusión mística de Cristo y María como simbolizan las figuras andróginas de la alquimia, que representan la naturaleza divina con la dualidad hombre y mujer, anima y animus. —Munárriz lo seguía atónito; el padre Ramírez prosiguió, mientras el rumor del agua acariciaba sus palabras—. En alquimia María equivale al vas mirabile, el recipiente hermético en el que los alquimistas mezclan los elementos para la obtención de la quintaesencia, como se mezclaron los elementos de la creación en la cratera griega y el kernos de Eleusis. De ese recipiente místico nació el filius philosophorum, el «hijo de los filósofos», el niño que en alquimia simboliza la sabiduría que nace del vaso o útero y, por antonomasia, del grial identificado con el vientre de María.
—Fascinante —musitó Munárriz—. Según esta teoría los templarios no protegieron un vaso, el cáliz de la Última Cena o el santo grial, sino el secreto de la transmutación alquímica oculto bajo su símbolo.
—Puedo estar equivocado, pero eso creo —asintió el padre Ramírez—, porque la voz «grial» adopta en algunos textos medievales la forma sangreal, muy ambigua. Tan ambigua que dependiendo de cómo se interprete alude al san greal, el «santo grial» conforme a la tradición de José de Arimatea; o a una sang real, la «sangre real» de un linaje regio e iniciático. Según mi opinión el grial simbolizaría la transmisión, de generación en generación, de los secretos iniciáticos, los secretos de la transmutación alquímica.
—A través de un linaje místico —siguió Munárriz—, la descendencia de Cristo, la dinastía merovingia. ¿Eso cree?
—No quiero pecar de apóstata, pero la fe, desde mi punto de vista, no puede estar encorsetada por el dogma, por la infalibilidad papal, por decisiones tomadas en el Concilio de Trento. En Trento se establecieron los libros canónicos, pero la ciencia ha avanzado mucho en cinco siglos y han aparecido nuevos documentos que deberían tenerse en cuenta antes de negar un posible linaje de Jesús.
—Estoy de acuerdo, padre.
—La mayoría de libros apócrifos —argumentó el cura para aclarar sus palabras— defienden la descendencia de Jesús. Incluso el Nuevo Testamento habla de los hermanos de Jesús: Santiago el Menor, José, Simón y Judas. Pero la Iglesia no los acepta como hermanos, en el sentido estricto de la palabra, sino como primos, y mucho menos acepta que Jesús contrajese matrimonio con María Magdalena.
—Se desmoronaría el dogma.
—Ahí está la clave —coincidió el sacerdote—. Tenga presente que en la Edad Media, durante la lectura de las Sagradas Escrituras en los conventos, a san José se le denominaba Pater putatibus, porque María concibió a Jesús sin la intervención de su marido. Con el paso del tiempo pasó a citársele sólo con las siglas «P. P.», y de ahí la costumbre de llamar «pepes» a los «josés».
—¿Se reconocía a la Virgen como adúltera?
—Puede decirse así —admitió el padre Ramírez—. Espere a llegar a la ermita y comprenderá mis argumentos.
—Pues si le parece —sugirió Munárriz impaciente— pongámonos en marcha.
—Sí —dijo el cura adelantándose—. No falta mucho.

 

* * *

 

Montados en el 2CV reemprendieron el camino. Al abandonar el aparcamiento, Munárriz comprendió por qué el padre Ramírez había preferido viajar en su automóvil: dejaron el asfalto para entrar en una pista forestal llena de baches, surcos y regatos. En un bosquecillo numerosos rabilargos revoloteaban entre las ramas. A la izquierda, el cauce del Lobos mostraba las grandes hojas de los nenúfares amarillos que colonizaban sus aguas, vigiladas desde los árboles por varios martines pescadores que intentaban capturar a las bermejuelas que se ocultaban debajo.
El padre Ramírez detuvo el coche frente a una cadena de hierro que cortaba el paso y le entregó una llave para abrir el candado. La pista estaba cerrada a los vehículos de motor para evitar la invasión de turistas los fines de semana. Poco a poco, acompañados por la espesa columna de polvo que levantaba el 2CV, penetraron en la parte más estrecha del cañón. Las oquedades de las paredes más altas escondían numerosos nidos de buitres leonados, fáciles de descubrir por el color blanco de las deyecciones. El cura aparcó en una enorme explanada avenada por las aguas del Lobos y presidida por la ermita de San Bartolomé y la cueva Grande.
—¡Fin del camino! —exclamó sobre el chirriar del freno de mano.
—Un sitio maravilloso —admitió Munárriz.
—Espero —sonrió complacido el padre Ramírez— que recuerde nuestra charla en el restaurante porque ahora va a hacerle falta. Sígame, por favor.
El párroco cruzó un pequeño puente de madera sobre el Lobos y se colocó frente a la entrada principal de la ermita. El silencio permitía escuchar el murmullo del agua y el canto de los pájaros. Las siluetas de los buitres, en vuelo coronado, corrían como fantasmas por el cielo.
—Bien, señor Munárriz —dijo el padre para reclamar su atención—. Aquí tiene la ermita de San Bartolomé, el último vestigio de un antiguo monasterio templario construido en el siglo doce. Las marcas de cantería de algunas piedras permiten suponer que lo construyeron maestros picapedreros de Aquitania.
—Debo admitir —dijo Munárriz embelesado por la hermosura del lugar— que este paraje cautiva incluso aunque sólo se contemple con ojos de turista.
—Se lo advertí. Por eso quería traerle.
—¿Conoce el nombre del antiguo monasterio?
—Algunos historiadores hablan del cenobio de San Juan de Otero, fundado por bula del papa Alejandro III en mil ciento setenta, pero otros lo sitúan un poco más lejos, en Peroniel del Campo, Tozalmoro o Mazalvete.
—¿Dónde está aquí la doble lectura?
—Ha aprendido bien la lección —bromeó el sacerdote—. El simbolismo hermético está en su propio enclave, a mitad de camino entre el cabo de Creus, el extremo más oriental de la península Ibérica, y el cabo de Finisterre, su territorio más occidental. Esta ermita señalaría un punto telúrico, un punto de concentración de energías, uno de los umbilicus telluris, de los centros de la Tierra que los templarios simbolizaban con el beso en el ombligo. ¿Recuerda? —Se llevó el dedo índice a la cabeza—. El ombligo del ser humano marca el centro del cuerpo. Por esta razón los yoguis y los ascetas de la Iglesia oriental hacen de la contemplación umbilical un principio cósmico. —Munárriz seguía sus explicaciones atento—. Hay otros indicios —prosiguió el cura su explicación—; por ejemplo, en la capilla meridional o en la puerta septentrional unos triángulos invertidos y flechas indican las rutas hacia varios lugares. Pero lo más sorprendente es que la ermita se sitúa en el centro de una cruz de pata de oca de cuarenta grados, en cuyas prolongaciones se alzan poblaciones templarias de renombre hermético, como Caravaca, donde en mil doscientos treinta y dos se produjo el milagro de la Cruz; o Culla, una importante villa templaria en el Alto Maestrazgo...
—Supongamos que está en lo cierto, padre —teorizó Munárriz aunque le costaba admitirlo—. Entonces esta ermita, debido a las fuerzas que concentra, sería el lugar idóneo para efectuar una transmutación. ¿Es así?
—Cuanto menos una transmutación espiritual, porque la ermita de San Bartolomé está dentro de los cientos de caminos que conducen a Santiago de Compostela. Frente a ella se abre la cueva Grande —siguió para reforzar su argumento—, y tenga en cuenta que las grutas formaban parte de los ritos de iniciación como símbolo del regresus ad uterum, del regreso al útero materno, al principio cósmico. Por eso, en el arte de la Iglesia oriental el nacimiento de Cristo se representa en una cueva. La cueva se convierte aquí en la matrix mundi, en la «matriz del mundo», el elemento de la fecundación cósmica.
Munárriz se quedó unos instantes callado, y el padre Ramírez adivinó de nuevo su pensamiento.
—Todo esto y otras muchas cosas le interesaban a Begoña —dijo con seriedad—. Pero esencialmente buscaba la verdad. El día de marras, vinimos porque quería ver los canecillos y el rosetón.
—¿Ese rosetón? —señaló Munárriz.
—Sí. Ése. Uno de los más simbólicos de Europa.
—Parece una sucesión de corazones entrelazados.
—Me complace que mire el arte con mente abierta —afirmó el sacerdote satisfecho—, porque los rosetones por sí solos entrañan ya un símbolo: la representación de la piedra luminosa, la cristalización de la materia, el ojo del templo, el ojo místico capaz de observar el final del camino que emprende el adepto.
—Un símbolo de concentración de energías, que ratifica a la ermita como punto telúrico de importancia.
—Los rosetones —continuó el párroco— están elaborados con luz, y esa luz magnifica la idea del círculo, el mismo círculo que guió la enseñanza del grial, recuerde que sus mesas fueron redondas.
—Recuerdo perfectamente su disertación.
—Este rosetón, como muy bien ha advertido —prosiguió el padre Ramírez—, está compuesto por una filigrana de cinco corazones porque los antiguos entendían al corazón como el órgano vital de la vida, que guardaba una estrecha relación con el centro energético del cuerpo humano. Por este motivo en India consideran al corazón el punto de contacto con Brahma, el padre de todos los dioses, el creador del universo; y en el judaísmo y el cristianismo es refugio de la sabiduría. Los corazones de este rosetón son cinco porque el número cinco representaba el centro de los nueve primeros números, el centro de los cuatro elementos fundamentales de la alquimia occidental, por eso Jesús recibió cinco heridas en la cruz y las columnas de la piedad del islam también son cinco. Y recuerde —dijo para que atara cabos—, el cinco es el número de María.
—Nada obedece al azar.
—Absolutamente nada, señor Munárriz. Todo en este mundo, y en sus diferentes culturas, encaja con la sincronía de las piezas de un reloj. En India, por ejemplo, el cinco simboliza el principio vital y Siva, el tercero de los dioses de la tríada hindú, se representa en ocasiones con cinco rostros, el quinto mirando al cielo para simbolizar el eje del mundo. Estas creencias llevaron a los alquimistas a buscar la piedra filosofal, la piedra de la transmutación o quintaesencia, el quinto elemento que permitía unir los cuatro ya conocidos: tierra, aire, agua y fuego; el espíritu creador capaz de perpetuar la vida, el elixir de la inmortalidad, por eso muchísimas iglesias y catedrales medievales contienen el número cinco en sus ornamentaciones.
—Un mensaje para los adeptos —especuló Munárriz—. Un mensaje sobre la consecución de la piedra filosofal o quintaesencia, la transmutación alquímica.
El cura se limitó a asentir.
—¿Qué pensaba Begoña? —preguntó Munárriz de sopetón.
—Lo que usted mismo acaba de decir: que las piedras de esta ermita escondían importantes símbolos alquímicos —afirmó el cura—. Yo soy de la misma opinión. Acompáñeme, por favor.
El padre Ramírez le cogió del brazo, para evitar perder el equilibrio y dar un traspiés, y le condujo a la parte del ábside. El terreno estaba resbaladizo, y caminó despacio hasta colocarse frente a la estructura semicircular del mismo. En lo alto, en la línea divisoria entre el muro y la cubierta, le señaló una sucesión de canecillos con extraños símbolos, cruces, figuras de animales y otros elementos difíciles de catalogar.
—Rodeemos la ermita —propuso el sacerdote al soltarle el brazo—. Así comprenderá la idea de centro de este lugar, porque a medida que avanzamos de naciente a poniente los canecillos hablan de María como símbolo del grial.
Empezaron a caminar, y a cada paso el padre Ramírez se detenía, alzaba el brazo con un dedo inhiesto y señalaba un canecillo para explicarle su significado, para interpretar el símbolo hermético que escondía y formaba parte de un libro pétreo para comprender la verdad. Una verdad que se manifestaba a muy pocos elegidos.
—Begoña —dijo el cura— se interesó por esta cruz volumétrica compuesta por dos cruces del martirio, a su vez formadas por una doble cruz de tau, como símbolo del cielo y la tierra, porque la cruz de la Pasión está compuesta por cuatro cruces de tau que representan a los cuatro elementos de la alquimia y configuran una quinta cruz: la quintaesencia. Para que lo comprenda, el tau corresponde a la última letra del alfabeto hebreo, equivale a nuestra T, y en alquimia simbolizaba el final o culminación de la Gran Obra.
—¿Esta cruz indica que la ermita contiene el secreto de la transmutación?
—O lo contenía —dudó el padre Ramírez—, porque muchos símbolos se han perdido con el paso de los siglos.
—¿A qué conclusiones llegó Begoña?
—No me lo dijo —aseguró el cura pensativo—. Ayudada de un metro láser midió los brazos de la cruz y su vertical y calculó el volumen.
—¿Para qué?
—Le pregunté —contestó el sacedorte— y me respondió que para un estudio sobre el simbolismo en el arte cristiano medieval.
—¿La creyó?
—¿Por qué no? Esta cruz figura entre los pilares del simbolismo cristiano. En la Epístola a los Hebreos o Epístola de San Bernabé, porque Tertuliano la atribuye a este santo, se lee: «Crux in littera T gratiam erat signatura», que traducido significa: «La cruz en la letra T debía simbolizar la gracia», y sólo los puros de corazón, quienes estaban en gracia, podían alcanzar la transmutación. Por eso el ángel del Apocalipsis marcará con el tau la frente de los predestinados, de los puros.
El padre Ramírez continuó su paseo por el perímetro de la ermita y se detuvo de nuevo para señalar con el dedo uno de los canecillos: una estrella de diez puntas. La estrella simbolizaba la luz espiritual que penetraba las tinieblas. El diez era el número sagrado de la totalidad, el número que representaba a Dios. Por eso en la Biblia aparecía como número de un conjunto (el Decálogo, los diez patriarcas antes del Diluvio, las diez plagas de Egipto, las diez vírgenes, los diez leprosos, los diez vicios que excluyen del reino de los cielos...).
Avanzó despacio hasta detenerse bajo la figura de un pulpo.
—¿Un pulpo tan lejos del mar?
—El pulpo —argumentó el sacerdote— estuvo siempre asociado a la constelación del Cangrejo, que se extiende de los noventa grados a los ciento veinte de longitud astronómica. El Sol penetra en esta región a principios del verano, el veintiuno de junio, durante el solsticio, el día mágico de todas las religiones mediterráneas, y la abandona el veintidós de julio para ingresar en el trópico de Cáncer. El cuerpo celeste más importante de la constelación del Cangrejo, un cúmulo abierto, recibe el nombre de Pesebre o Nacimiento. Perceptible a simple vista, este cúmulo lo forman sesenta y dos estrellas, distribuidas en una región del espacio de trece años luz de diámetro...
Al poco de reemprender la marcha el cura le señaló una cabeza de lobo, el símbolo de la Luz, porque según la tradición los lobos pueden ver en la oscuridad. La loba que amamantó a Rómulo y Remo, los gemelos abandonados, simbolizaba las fuerzas animales o telúricas. Otra vez un símbolo en relación con el umbilicus telluris. Por último, se detuvo para mostrarle una figura misteriosa. Dos niños o dos hombres abrazados, de concepción casi simétrica.
—He dejado este canecillo para el final —dijo el padre Ramírez—, porque se trata de los gemelos, el tercer signo zodiacal representado por Cástor y Pólux, los dioscuros, dioses griegos de origen oriental que simbolizaban la eternidad cósmica. Los dioscuros Cástor y Pólux fueron hijos de Zeus, aunque también se denominaban tindáridas porque Tindáreo se consideraba su padre mortal. En realidad, aunque fueron gemelos, Cástor era hijo de Tindáreo, y por consiguiente mortal, y Pólux de Zeus, y por lo tanto inmortal. ¿Me sigue?
—Lo intento—. Munárriz se rascó la cabeza.
—¿Recuerda mi disertación sobre María como símbolo del grial? ¿Sobre el vas electum, porque transmutó al Hijo de Dios en carne mortal?
—Sí.
—Hace un momento —dijo el cura— me preguntó sobre el linaje de Jesús, sobre el símbolo del sangreal o «sangre real», y aquí tenemos una prueba del mismo, o cuanto menos de que los templarios estaban convencidos de que tal linaje existía. —Hizo una breve pausa, como si buscara las palabras adecuadas para seguir, y continuó—: En el Nuevo Testamento se habla de los hermanos de Jesús, ya lo hemos comentado, pero hay otros documentos, como el Protoevangelio de Santiago, el Evangelio del Pseudo Tomás, o la versión copta de la Historia de José el Carpintero, que hablan abiertamente de los hermanos de Jesús.
—Naturalmente, la Iglesia nunca lo aceptó...
—Aceptarlo —argumentó el padre Ramírez— supondría un gran descalabro dogmático. El linaje de Jesús cuestiona directamente la virginidad de María y la propia naturaleza divina de Cristo. Tenga presente —apostilló— que el papa Pío IX proclamó que la virginidad de María no obedecía a una suposición teológica, sino a una revelación divina.
El cura hizo una pausa siguiendo la mirada de Munárriz.
—Honradamente creo, y que Dios me perdone si estoy equivocado —se persignó—, que Jesús tuvo un hermano gemelo, Tomás, uno de sus doce apóstoles, al que también se conoció como Dídimo, «gemelo» en griego, porque el arameo tomá se traduce por «gemelo».
—Ya entiendo —susurró Munárriz—. El cristianismo asumió el mito de Cástor y Pólux como clave hermética de la transmutación. El niño mortal y el niño inmortal. El niño inmortal simboliza la quintaesencia, la Gran Obra, la piedra filosofal; y el niño mortal, el linaje que protege el secreto iniciático, la genealogía de Jesús.
—Los gemelos —prosiguió el cura—, uno mortal y otro divino, en el plano filosófico aluden a la gran enseñanza de Hermes Trimegisto: «Lo que está arriba es como lo que está debajo...». La base del pensamiento alquímico. —Munárriz asintió asombrado—. En hebreo Tomás también significa «gemelo». Santiago y Tomás, ambos hermanos de Jesús, fueron los fundadores del linaje de Cristo, y los apóstoles presentaron a Tomás a los paganos para hacerles creer que Jesucristo había resucitado, y convencerles así de su poder divino. Resulta sospechoso que Tomás, en el Evangelio de Juan, sea el incrédulo, pero tenía que serlo, porque si el propio Tomás cuestionaba la resurrección de Cristo, el lector de los evangelios nunca sospecharía de la suplantación maquinada por los apóstoles. ¿Comprende la importancia de esta ermita? ¿Comprende por qué a Begoña le fascinaba?
—Sí, padre —cabeceó Munárriz, y recitó para sí mismo—. La Iglesia ha mantenido oculto el verdadero mensaje de las Sagradas Escrituras, porque no hablan de un ser divino redentor de la Humanidad, sino del proceso de la transmutación alquímica. Pero los templarios descubrieron su verdadero significado y se entregaron a la búsqueda del grial, a la búsqueda de la Gran Obra o quintaesencia.
—No olvide que sólo son conjeturas —le advirtió el padre Ramírez para descargar su conciencia.
—Conjeturas basadas en sus palabras —sentenció Munárriz—. A Galileo Galilei la Iglesia le condenó por afirmar que la Tierra giraba alrededor del Sol, pero esa condena sólo consiguió ocultar la verdad durante algún tiempo, porque con el paso de los siglos se comprobó que la Tierra ejecutaba un movimiento de traslación y otro de rotación.
—Pero de momento —dijo el padre Ramírez categórico— la Tierra está quieta: la Iglesia no acepta el linaje de Jesús.
—Eppur si muove... —susurró Munárriz.

 

* * *

 

Regresaron a Soria. El padre Ramírez le dejó en la plaza del Olivo y antes de despedirse le deseó suerte. Se ofreció para ayudarle en cualquier cosa que pudiera y le rogó que si llegaba al final de su búsqueda se lo comunicara. Munárriz asintió, le estrechó la mano y le dio las gracias por el tiempo que le había dedicado y por sus muchas explicaciones para ayudarle a comprender el motivo del viaje de Begoña.
—Rezaré por usted —dijo el cura a modo de despedida, y echó a andar su viejo Citroën, como quien echa a andar la rueda de la vida.

 

* * *

 

En el registro de huéspedes del hotel Ciudad de Soria, Munárriz comprobó que Begoña Ayllón sólo se había alojado una noche. Justo para acudir a la ermita, tomar algunos apuntes, comprobar datos y partir. La pregunta clave era hacia dónde, porque había un tiempo sin registro, un tiempo en que estuvo desaparecida sin que nadie supiera de ella.
Se encerró en su habitación del parador Antonio Machado y pasó al bloc de notas su larga charla con el padre Ramírez: caballeros templarios, símbolos misteriosos, extraños ritos, fuerzas telúricas, hermanos de Jesús, María como representación del grial, un linaje encargado de proteger el Santo Cáliz, transmutaciones alquímicas... Estaba en el siglo XXI, la ciencia manipulaba los genes, el ser humano clonaba animales, las sondas espaciales exploraban los rincones más apartados del sistema solar, el genoma humano había sido descodificado... y el párroco de una iglesia soriana le había hablado de hechos ocurridos en el Medievo como si relatara las noticias del último telediario.