I
Barcelona
Templo Expiatorio de la
Sagrada Familia
Lunes, 7 de junio de
1926
Antonio Gaudí pasó el día encerrado en su
estudio. Sobre un elevado tramo de peldaños de madera había
instalado el taller de dibujo y el laboratorio de fotografía,
dotados de un techo corredizo para que penetrara la luz natural.
Junto a esta dependencia, otra habitación albergaba una maqueta de
la Sagrada Familia a escala 1:10, y todavía en otra alcoba,
colgados del techo, Gaudí almacenaba diversos modelos utilizados
para otros tantos experimentos. Su colaborador y amigo, Lorenzo
Matamala, definió con acierto aquel cementerio de ideas como una
«cueva de reptiles».
La casa del parque Güell también se había
convertido en un lugar siniestro tras las muertes de su padre
Francisco y su sobrina Rosa Egea. Sólo dos hermanas carmelitas
acudían un par de veces a la semana para lavarle la ropa y asear la
vivienda. Su amigo el obispo Torres y Bages falleció en 1916, y dos
años después le siguió su mecenas, Eusebio Güell. Sin familia ni
amigos íntimos sólo le preocupaba terminar su obra cumbre. La
soledad y la distancia que separaba el parque Güell de la Sagrada
Familia le decidieron a mudarse y durante el otoño de 1925 se
instaló en el templo. Un reducido habitáculo, dotado de un catre de
madera, le servía para dormir, y una misérrima cortina separaba su
cama del resto de estancias. Hacía cuarenta y un años que el
maestro arquitecto dedicaba su vida por entero a la Sagrada
Familia, y sólo seis meses que vivía en el templo.
Llevaba muchas horas trabajando. Se acarició
sus cabellos cortos y canos en un signo de fatiga. Cada día le
costaba más trazar planos y dibujos porque sus manos, débiles y
huesudas, sostenían con dificultad el lápiz a causa de la artritis.
Había tenido un día muy agitado, pero finalmente su inquietud de
años encontraba sosiego. Por fin había cumplido la promesa hecha a
su padre, por fin el secreto Gaudí estaba a salvo: después de
siglos había culminado la misión que el Señor había encomendado a
los Gaudí.
La noche que su padre le confió el secreto,
su vida dio un giro. Una noche oscura de 1894. Tenía cuarenta y dos
años, y ahora lo recordaba como si acabara de suceder. A partir de
entonces, muchas veces se descubría extasiado como un místico del
Medievo, y sus ojos, de un azul claro, se llenaban del brillo
intenso de las mentes alucinadas.
Su misión como arquitecto de Dios le
obligaba a construir un templo para gloria del Señor, pero también
a transformar la piedra bruta, el Caos, en la victoria del Creador,
a convertir los bloques de piedra extraídos de la cantera de
Montjüic en una alabanza a Dios, al Orden Universal. El repicar
constante de los martillos, cinceles y cortafríos de los operarios,
que llegaba a su estudio como el eco de un murmullo lejano, se le
antojaba un coro de ángeles. Golpe a golpe el templo tomaba forma.
Había concluido la fachada del Nacimiento, y pronto la dotaría de
una policromía, a semejanza de las antiguas iglesias
románicas.
Completó el esbozo de una campana y dejó el
lápiz sobre la cartulina. Llevaba meses estudiando el sonido y la
forma de las ochenta y cuatro campanas que debían albergar las
torres para que tañeran en una sola voz. Se mesó su barba blanca,
se quitó el guardapolvos y alisó instintivamente su desaliñada
ropa. Echó una última mirada a su mesa de trabajo como si olvidara
algo. Sólo vio planos, croquis, bocetos de imágenes que componían
escenas bíblicas, libros de arquitectura de su admirado
Viollet-le-Duc... Respiró con fatiga y apagó la escasa luz de una
lámpara de tulipa de cristal.
—Vicente —dijo Gaudí al despedirse de su
ayudante—, mañana venga temprano que haremos cosas muy
bonitas.
—¿Ya se marcha, maestro?
—Sí —respondió frotándose los ojos para
librarse del escozor—. Por hoy es suficiente.
Caminaba lento, apoyado en su bastón para
mantener el equilibrio como el funámbulo aferrado a su pértiga.
Tenía setenta y tres años, y faltaba poco más de dos semanas para
celebrar su septuagésimo cuarto aniversario. Salió del Templo
Expiatorio de la Sagrada Familia y se detuvo unos instantes para
escuchar las sirenas que marcaban el final de una larga y dura
jornada de trabajo en el barrio de Sant Martí de Provençals.
Después ululó la sirena de la fábrica de cervezas Damm y sus casi
mil trabajadores inundaron las calles.
Cada tarde, al concluir su trabajo, Gaudí
efectuaba el mismo recorrido, unos tres kilómetros desde la Sagrada
Familia a la iglesia de San Felipe Neri, para visitar a su
consejero espiritual, el padre Agustín Mas. Se detenía unos minutos
en el quiosco de prensa de la plaza de Urquinaona y compraba La Veu
de Catalunya. Lo doblaba, lo pinzaba bajo la axila y continuaba su
peregrinación hasta la iglesia. Ya de noche regresaba a la Sagrada
Familia para cenar dos torrijas untadas con miel y un puñado de
uvas pasas. Sólo alteraba su monótona rutina para visitar al
sacerdote José Pedragosa Monclús, que regentaba la llamada Casa de
Familia, un refugio para delincuentes que tras cumplir condena
abandonaban la cárcel Modelo de Barcelona. Gaudí dormía muchas
noches en ese refugio, rodeado de ladrones, como Jesucristo en la
cruz.
Ese día descendió por la calle Bailèn hasta
el cruce de la Gran Via de les Corts Catalanes. Miró el reloj. Las
seis de la tarde. El centro de la avenida lo ocupaban los cuatro
raíles de los tranvías. Cruzó la calle sin escuchar el estridente
campanilleo del tranvía 30. Abstraído en sus pensamientos, en cómo
solucionar la estructura de las campanas, prosiguió su marcha hacia
el centro de la calzada. Cruzó la primera vía. El conductor del
tranvía frenó. El chirriar de las ruedas metálicas sobre los raíles
hizo reaccionar a Gaudí. Se echó hacia atrás para retroceder, pero
el tranvía que circulaba en sentido opuesto lo arrolló. La fuerza
del impacto lanzó el cuerpo del arquitecto contra un poste del
tendido eléctrico. Gaudí cayó al suelo inerte. El conductor detuvo
el vehículo. Se bajó e inspeccionó al moribundo sin reconocerlo. Le
pareció un mendigo borracho. Hizo a un lado el cuerpo y continuó su
trayecto. Gaudí sangraba por un oído. Un grupo de peatones
acudieron a socorrerle. En cuatro ocasiones intentaron que un taxi
le llevara al hospital, pero los chóferes se negaban, más
preocupados por las manchas de sangre que dejaría en su tapicería
que por la vida de aquel supuesto vagabundo borracho
(posteriormente tres de los taxistas fueron sancionados por
denegación de auxilio).
Por último, gracias a la colaboración de un
guardia civil, un taxi, conducido por Ramón Cos, de la Compañía
General de Coches y Automóviles, trasladó al herido al dispensario
de la Ronda de Sant Pere. Los médicos le diagnosticaron rotura de
costillas, conmoción cerebral y hemorragia interna en un oído. La
gravedad de las heridas aconsejó trasladarlo al hospital Clínico,
pero los empleados de la ambulancia, a punto de finalizar su turno
laboral, decidieron llevarle al vecino hospital de la Santa Cruz,
en la calle del Carme. Al efectuar el ingreso nadie le reconoció.
Se le asignó la cama número 19 de la sala pública, y el maestro
agonizó durante toda la noche.
Pasadas las ocho de la tarde, el padre Gil
Parés se alarmó al comprobar que Gaudí no había regresado al templo
de la Sagrada Familia. Llamó al arquitecto Sugrañés e iniciaron la
búsqueda por hospitales, clínicas y comisarías. Al recabar
información en el dispensario de la Ronda de Sant Pere, uno de los
facultativos dijo al padre Gil Parés que un vagabundo, cuya
descripción encajaba, había sufrido un accidente de tráfico. Le
registraron los bolsillos, pero no llevaba ningún tipo de
documentación. Sólo una Biblia y un puñado de pasas y nueces. No
podía tratarse del insigne arquitecto. Si hasta se sujetaba los
calzones con imperdibles...
A falta de otra cosa, el padre Gil Parés
decidió seguir la pista del vagabundo, y así encontró a Gaudí
agonizante en la sala pública del hospital de la Santa Cruz. A la
mañana siguiente, Gaudí recobró el sentido y solicitó que le
administraran los Santos Sacramentos. Mientras tanto, la noticia de
su accidente corrió como un reguero de pólvora por la ciudad. Sin
perder un minuto, las autoridades municipales ordenaron trasladarle
a una habitación privada de la sala de la Inmaculada y ponerle al
cuidado personal de los doctores Homs, Thenchs y Bosch. Varios
personajes de la vida pública y allegados, entre ellos los
canónigos administrativos del hospital de la Santa Cruz, los
doctores Auget y Vilaseca, el conde Güell, el arquitecto Martorell,
la marquesa de Castelldosrius, el concejal señor Mariné, y
representantes del Colegio de Arquitectos, el Orfeón Catalán y el
Instituto de Cultura, acudieron al hospital. Gaudí permaneció en
silencio. El dolor que le ocasionaban las costillas rotas le
impedía respirar con normalidad. Sólo musitaba: «Jesús, Dios mío»,
y aferraba con la mano un crucifijo. En la edición matutina del
miércoles los periódicos informaron del trágico accidente. La gente
no se creía lo ocurrido. Finalmente, el jueves 10 de junio de 1926,
a las cinco de la tarde, Gaudí entregó su alma a Dios. Su cuerpo
fue velado por los arquitectos Isidro Puig, César Martinell, Pelayo
Martín, Ángel Truñó, y otros.
Parte de su legado histórico pereció dos
semanas después de su muerte, a manos de las monjas carmelitas
encargadas de su casa del parque Güell. Las hermanas vendieron a un
trapero todas sus pertenencias. El resto desapareció el 20 de julio
de 1936. Ese día la cripta de la Sagrada Familia conoció la
profanación de las hordas anticlericales, que respondían quemando
conventos e iglesias a la insurrección fascista del general Franco.
Los archivos y maquetas que se conservaban en la Sagrada Familia,
junto con numerosos libros, planos, láminas, croquis y dibujos,
ardieron hasta convertirse en cenizas.
Capítulo
1
Una llamada de teléfono siempre entraña una
sorpresa, pero sólo el destino sabe si buena o mala. Sentado en su
sillón de piel, con orejeras aptas para siestas, arropado por las
voces cantarinas de los actores de un culebrón sudamericano,
Sebastián Munárriz escuchaba el timbre del aparato entre la
duermevela de la digestión, sin acertar si aquel reclamo estridente
correspondía a la vida real o al serial que emitía un canal de
televisión. Dormía la siesta los fines de semana, en especial las
tardes de otoño e invierno cuando a las cinco el sol declinaba
manso en los tejados, la noche caía sobre la ciudad y un alto en
las obligaciones de su trabajo le permitía refugiarse en su
apartamento del barrio de Gracia.
Buscó a tientas el mando a distancia e
instintivamente bajó el volumen, pero los timbrazos sonaban altos y
claros en el salón. La cabeza estaba a punto de estallarle. El
timbre insistía con su campanilleo molesto. Enmudeció por completo
al televisor, se desperezó y se levantó del sillón para descolgar
el teléfono, un artilugio negro, de baquelita, comprado a un
buhonero de los Encantes Viejos.
—Sí... —dijo enérgico.
—¿Sebas...?
Reconoció la voz al otro lado del hilo
telefónico pero dudó. Después de tantos meses de silencio nunca
pensó que le llamaría.
—¿Mabel? —titubeó nervioso.
—Sí... Soy yo...
—¿Tú?.. —musitó Munárriz sorprendido.
—Tardabas en descolgar y temí no encontrarte
en casa. He probado en tu móvil pero está desconectado.
—¡Es cuanto tienes que decirme!
—Por favor, Sebas —le rogó Mabel con un nudo
en la garganta—. No me eches nada en cara. Ahora no, por favor te
lo pido.
—Esperaba una disculpa por tu parte.
—Perdóname, pero necesito tu ayuda.
—¿Cómo te atreves...?
—No tengo tiempo de darte explicaciones
—alegó Mabel—. La hija de un íntimo amigo de Rafael Vilaró, el
director de La Vanguardia, ha sufrido un accidente.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—Ayúdame —insistió con la voz rota—.
Necesito saber qué ha pasado...
El vacío se hizo en la línea. Munárriz
estaba confuso. Tras meses sin tener noticias suyas le llamaba sin
ningún remordimiento, sólo para pedirle un favor. Nunca cambiaría.
Sintió un impulso irrefrenable de colgar, pero se contuvo. Su
corazón aún palpitaba enamorado.
—Serénate —la tranquilizó— y cuéntame qué
ocurre.
—¿Te suena Carlos Ayllón? —dijo Mabel más
calmada.
—No —respondió indiferente—. ¿Debería?
—Seguro que alguna vez has bebido brandi
Marqués de Ayllón.
—Me ofreciste una copa las últimas navidades
—recordó Munárriz—. Estaba exquisito.
—La hija de Carlos Ayllón ha sufrido un
fatal accidente y el viejo ha pedido a Rafael Vilaró que envíe a
alguien para averiguar lo ocurrido.
—¿Dónde ha sido?
—En la Sagrada Familia.
—¿La Sagrada Familia?
—No tengo más detalles —lamentó Mabel
contrariada—. Imagínate cómo están sus padres: hija única, treinta
años, toda una vida por delante...
—La policía autonómica trabaja bien —afirmó
Munárriz convencido—. Como sabes actúo de enlace, para temas de
delincuencia organizada, entre la Comisaría General de Policía
Judicial y la Dirección General de Seguridad Ciudadana de la
Generalitat, y puedo asegurarte que los Mozos de Escuadra te darán
la información que precises.
—Me han negado el acceso —protestó
Mabel.
—¿Estás a pie de noticia?
—Sí...
—Todavía no habrán concluido la inspección
ocular —argumentó Munárriz.
—Te pido un favor de amigo —insistió ella, y
Munárriz sintió un estremecimiento—. Ya sé que informarán al viejo,
que le darán pelos y señales sobre el accidente. Pero les importa
un comino quién sea. Se limitarán a redactar un informe y a
entregárselo. Y el hombre necesita un poco de calor humano. ¡Joder,
Sebas! —gruñó con familiaridad—. Tú puedes hablar con la persona
que lleva la investigación y obtener datos de primera mano, sin que
el hombre tenga que esperar el informe del forense, los resultados
de la inspección técnica de la científica, el dictamen del juez
sobre la calificación del sumario...
—Está bien..., está bien... Me acercaré a
ver qué ha pasado. Espérame.
Miró el reloj digital de una pequeña
estación meteorológica: las cinco y cuarenta minutos de la tarde.
Apagó el televisor y se asomó a la ventana. La plaza de la
Virreina, señoreada por la fuente de Ruth, estaba solitaria. Un
viento helado y húmedo, que soplaba del mar, arrastraba plásticos y
papeles que volaban como pequeñas cometas empujadas por las
ráfagas. La estación indicaba una tendencia a la baja de la presión
atmosférica y mostraba un dibujo de nubes y lluvia. Se avecinaban
días de frío y agua.
Se metió en la ducha y la modorra de la
siesta desapareció por el desagüe. Dejó que el chorro caliente le
golpeara la nuca para relajar la tensión de los músculos
cervicales. Se puso unos tejanos, una camisa de franela, un jersey,
unos zapatos Panama Jack y una trenca por si le sorprendía la
lluvia y se ajustó a la cintura su arma, una SW-99 del calibre 9
milímetros Parabellum.
* * *
Abandonó el metro por la boca del chaflán de
las calles Provença y Sardenya y el Templo Expiatorio de la Sagrada
Familia emergió ante sus ojos como un bosque de piedra. La plaza
homónima, iluminada por farolas de luces aciguatadas, estaba
solitaria. El aire frío y húmedo batía las copas de los árboles y
levantaba nubes de polvo que formaban remolinos. Sólo algunos
jóvenes ocupaban los bancos. Las bolsas de plástico, repletas de
envases de alcohol, hielo y refrescos, delataban su intención de
celebrar un botellón. Un radiocasete a pleno volumen ambientaba su
espera mientras las chicas aliviaban el frío batiendo palmas al son
de los Chichos.
Caminó en dirección a la calle Mallorca y
varios coches patrulla de los Mozos de Escuadra, con los destellos
de sus luces azules, le señalaron el lugar del accidente. Mabel le
chistó para llamar su atención. Se giró y la vio apostada en la
acera, con los brazos apretados alrededor del pecho para mitigar el
frío. Cruzó la calle y acudió a su encuentro.
—Ya estoy aquí.
Mabel se adelantó para besarle, pero él giró
la cara.
—Gracias por venir —dijo con un brillo de
tristeza en los ojos—. Sabía que no me fallarías.
—Siempre he comido de tu mano —admitió en
tono de autocensura—. Ése es mi problema.
—¿Aún me guardas rencor?
—No puedo olvidarlo, Mabel. Te quería, y
traicionaste mi confianza.
—Te llamé para disculparme, pero nunca
quisiste hablar conmigo. Lo siento —dijo apenada—. No calculé las
consecuencias. Nunca pensé que pudiera herirte.
—Pues lo hiciste —determinó con sequedad—.
Te aprovechaste de mí, y nunca debiste hacerlo.
—Me he arrepentido cientos de veces —confesó
con temblor en la voz—. Si pudiera dar marcha atrás lo haría, pero
no me queda más remedio que apechugar. ¡Lo siento! —gritó helada—.
¿Merece la pena echarlo todo por la borda por una simple
noticia?
—Ahora no quiero hablar de ello.
—Nunca me reclamaste la llave de tu
casa.
—Porque pensé que una noche vendrías, me
pedirías perdón y todo seguiría igual.
—No me atreví...
—Da igual —atajó Munárriz—. Ya todo da
igual. Espérame. No creo que tarde.
Mabel asintió y le vio subir las escaleras
de la fachada de la Pasión para desaparecer en el interior del
templo. La hora de visita finalizaba a las seis de la tarde y la
ausencia de turistas facilitaba la actuación de los Mozos de
Escuadra. Un agente le cerró el paso. Munárriz metió la mano en el
bolsillo interior de su trenca, sacó una carterita de piel negra y
le mostró su placa. El mozo le saludó y le indicó que cruzara el
patio hasta una caseta de obra situada junto al taller de cantería.
Las luces de los flases le guiaron. Apostado en la puerta, el
caporal Jordi Llopart observaba el trabajo de sus compañeros de la
División de la Policía Científica. Le tendió la mano.
—Bona nit, inspector Munárriz. No me diga
que le envían de la Comisaría General para coordinar la
investigación de un simple accidente...
—No, claro que no —adujo para justificar su
presencia—. Estoy aquí en visita privada. La joven es hija de un
amigo mío.
—¿Conoce a Carlos Ayllón?
—Sí —mintió para evitar dar explicaciones—.
Hace años un caso me llevó hasta sus bodegas y cultivamos cierta
amistad.
—Bodegas Ayllón... ¿Ha probado el Marqués de
Ayllón?
—Un buen brandi.
—Tomo nota —dijo el caporal—. ¿En qué puedo
ayudarle?
—El viejo está hecho polvo.
—No me extraña —admitió—. Perder a una hija
de la noche a la mañana no se digiere con facilidad.
—Y mucho menos si hablamos de una hija
única.
—Pobre hombre —masculló apesadumbrado el
mozo de escuadra.
—¿Sabe qué ha ocurrido? —le preguntó
Munárriz.
—Todavía no han concluido las
investigaciones, pero los datos del forense indican que cayó desde
lo alto de la escalera al coger un libro de la estantería —señaló
el mueble metálico y un tomo en el suelo—, con la mala suerte de
golpearse la cabeza en el canto de la mesa.
—¿Puedo echar un vistazo?
—Adelante, inspector —asintió—. Está usted
en su casa. Pero antes, por favor, colóquese unos guantes para no
contaminar la escena. El reglamento es el reglamento.
Enfundó los dedos en unos guantes de látex
que le ofreció un miembro de la policía científica y entró en la
caseta. Una caseta típica de obra convertida en una especie de
despacho y estudio, con paredes de laminado metálico, techo
revestido de aislamiento térmico, un climatizador de doble función
(aire caliente y frío) y un pequeño excusado dotado de váter
químico y un ventanuco de aireación. En el suelo, con un grueso
trazo de tiza, el forense había delimitado el contorno del cuerpo
sin vida de Begoña Ayllón: soltera, licenciada en Bellas Artes y
experta en tratamientos para la rehabilitación de la piedra, como
luego le explicaría el caporal.
Un agente, ayudado de unos bastoncitos de
celulosa, tomaba muestras de sangre del canto de la mesa para
compararla con el adeene de la víctima; otro fotografiaba la
escalera y la estantería, un mueble metálico repleto de libros
hasta el techo. Sacó varias fotos del libro posado en el suelo tras
la caída, del bolso de la víctima colgado de una escarpia en la
pared y de la mesa de trabajo. Una mesa de conglomerado, repleta de
papeles, fotografías y dibujos de la Sagrada Familia, un ordenador
portátil, unas gafas de presbicia apoyadas junto al ordenador, una
silla funcional con reposabrazos, una papelera repleta de basura:
latas de refrescos, folios rotos, restos de un bocadillo... El
agente, ayudado de una lente macro, obtuvo primeros planos de la
sangre que manchaba la mesa y de la posición de la víctima en el
suelo.
Munárriz preguntó al caporal Llopart si
habían tomado huellas en la ventana del baño y en la puerta de
entrada y le respondió que sí. Nada había sido forzado. La puerta
de acceso la hallaron con el pestillo echado, y no había signos de
violencia. Descartaron el robo porque ningún chorizo dejaría
intacto el bolso o el ordenador portátil. En el bolso los agentes
hallaron trescientos euros en billetes de cincuenta, y el
ordenador, un Mac último modelo, costaba más de dos mil.
Conclusión: muerte accidental.
Se imaginó la escena. La joven encerrada en
su despacho, angustiada por terminar un estudio técnico que debía
presentar en un plazo quizá ya extinguido, necesitó consultar un
libro, comprobar un dato olvidado, se levantó, acercó la escalera a
la estantería, cogió el libro que precisaba, desplazó el pie para
descender al siguiente peldaño, resbaló, se golpeó la cabeza en el
canto de la mesa y se desnucó. Las estadísticas demostraban que los
accidentes domésticos y laborales causaban más víctimas que la
violencia.
—¿Todo en orden, inspector? —se interesó el
caporal Llopart al verle salir.
—Sí —dijo—. No parece haber elementos de
sospecha.
—Ni uno —convino—. El dictamen forense in
situ, delante del juez que ha levantado el cadáver, concluye en
muerte accidental por traumatismo craneal severo.
—Gracias, caporal.
—A sus órdenes, inspector.
Iba a marcharse pero vio que se acercaban
dos siluetas vestidas de negro. El caporal torció el gesto.
Problemas. El obispo de Barcelona y su acompañante, un sacerdote de
rostro anónimo, caminaban hacia la caseta sujetándose los faldones
de las sotanas para amortiguar los envites del aire racheado. El
obispo, famoso por sus declaraciones a la prensa en defensa de la
enseñanza obligatoria de la religión en los colegios y su oposición
a las uniones homosexuales, se adelantó, se plantó ante ellos y se
presentó con un vozarrón grave, casi en tono imperativo.
—Soy...
—Monseñor Granvela —le cortó el caporal—. ¿A
qué debemos el honor de su visita?
—¿Por qué nadie ha avisado al obispado de lo
ocurrido? —gruñó molesto.
—Quizá el Departamento de Interior espera
tener un informe concluyente.
—Ya... —farfulló pensativo el prelado—.
¿Puede adelantarme algo?
—Un lamentable accidente laboral —le explicó
el mozo de escuadra—. Begoña Ayllón trabajaba en un proyecto de
restauración, resbaló desde lo alto de una escalera y se golpeó la
cabeza.
—¿Y usted quién es? —arreció de pronto el
obispo.
—Un amigo del padre de la víctima—respondió
Munárriz ocultando su condición de policía para no complicar las
cosas.
—Bien, muy bien. —Se dirigió al caporal—:
¿Está usted al mando de la investigación, señor...?
—Jordi Llopart, de la comisaría del Ensanche
—respondió molesto por su tono altivo—. Y sí, sí estoy al mando de
la investigación.
—Entonces escuche atentamente —bramó con un
dedo inhiesto frente a su cara—. Ahí fuera he visto a una
periodista de La Vanguardia, y no me gustaría que se especulase con
este tema. Dígales a sus superiores que emitan pronto un comunicado
de prensa esclarecedor de los hechos. Intenten quitar hierro al
asunto porque este monumento —señaló en círculo y el brazo en alto—
está a la cabeza de los más visitados del Estado...
—Transmitiré su queja a mis superiores —le
interrumpió el caporal.
—Ya me he puesto en contacto con el
Departamento de Interior de la Generalitat —gruñó el obispo, y sonó
a amenaza.
—¿Desea algo más, monseñor Granvela?
—preguntó el caporal con una solapada invitación a abandonar el
lugar.
—No, nada más. No quiero escándalos. Sólo
eso.
El obispo y su acompañante desaparecieron
con la celeridad con la que habían llegado. Su coche oficial, un
Audi A8 de color negro metalizado y cristales tintados, les
esperaba con el motor en marcha.
Munárriz comprendía las razones del obispo.
La Iglesia, acuciada por el descenso de contribuyentes, la falta de
vocaciones y de asistencia al culto, velaba para que sus intereses
no se vieran lesionados bajo ningún concepto. En síntesis, el
obispado no deseaba airear el accidente. Los turistas se mostraban
sensibles a cierto tipo de noticias, y por cada uno que cancelara
su visita al templo más emblemático de la ciudad, la Iglesia
dejaría de percibir ocho euros. Cada año visitaban la Sagrada
Familia dos millones y medio de personas. No había más que echar
cuentas.
—Yo también me marcho —dijo.
—Gracias por no revelar su condición de
policía —suspiró el caporal—. El obispo se habría puesto más
nervioso si cabe.
—Gracias a usted por su amabilidad.
—Dele el pésame a su amigo de mi parte —dijo
apenado—. Tengo una niñita de siete años y no puedo imaginarme el
dolor si llegara a perderla.
* * *
Mabel esperaba sentada en un banco de la
plaza de la Sagrada Familia, acurrucada dentro de su abrigo, las
solapas levantadas, y la cabeza hundida para soportar el aire
helado cargado de humedad. Podían haberse citado en un bar, caviló
Munárriz, pero no cayó en la cuenta. ¡Tenía tantas cosas en la
cabeza! La vio temblar de frío y sintió remordimientos. No había
pasado mucho tiempo, media hora a lo sumo, pero suficiente para
pillar un constipado.
La amaba, pero no podía olvidar. Nunca se
plantearon el matrimonio, ni siquiera la posibilidad de vivir
juntos, aunque cuando el trabajo se lo permitía ella pasaba largas
temporadas en su apartamento. De repente un día desaparecía
obligada por su profesión y le llamaba desde algún país remoto para
decirle que elaboraba un reportaje sobre el tráfico de niños, la
prostitución infantil, la trata de blancas, el narcotráfico o el
contrabando de petróleo o armas. Y luego su traición
incomprensible, que estuvo a punto de costarle el puesto.
Una noche, mientras Mabel le besaba con
suavidad el cuello, mordisqueaba sus pezones y acariciaba su
miembro erecto, le preguntó por el clan de los Orozco, una familia
de narcotraficantes colombianos adscritos al cártel de Cali, cuya
presencia había detectado la Unidad de Droga y Crimen Organizado en
la Costa Brava. Como coordinador de las fuerzas de la Comisaría
General de Policía Judicial, Munárriz conocía numerosos detalles
sobre los movimientos de la banda y los pormenores del dispositivo
organizado para detenerles a primera hora del día siguiente. Mabel
sonrió, le besó los labios hasta dejarle sin aliento y se colocó a
horcajadas sobre su pubis para introducirse lentamente el miembro.
Hicieron el amor hasta quedar rendidos, y después se durmieron como
otras tantas noches.
En la primera edición de la mañana, La
Vanguardia publicó detalles tan minuciosos del operativo, que
pusieron en alerta al clan de los Orozco y les permitió eludir la
acción de la justicia. Mabel se arrepintió al instante de la
filtración facilitada a su periódico. A media noche se despertó y
mientras Munárriz dormía a pierna suelta hizo una llamada a la
redacción. Supuso que el operativo se llevaría a cabo de madrugada,
como solía ser habitual. Pensó que cuando el periódico saliera a la
calle ya habría concluido la operación y se apuntaría un tanto ante
sus jefes al dar la información en primicia. Pero se equivocó. El
despliegue policial se retrasó por culpa de la orden de registro
que debía expedir el juzgado de Blanes, y la noticia frustró la
detención. Los Orozco pusieron tierra de por medio.
—Vamos —dijo Munárriz tratando de alejar por
un momento los malos recuerdos—. Tomemos algo para entrar en
calor.
—¿Has averiguado qué ha pasado?
—Sí —contestó para satisfacerla—. La chica
cayó desde lo alto de una escalera y se desnucó.
—Tengo que llamar a Rafael Vilaró —dijo más
tranquila—. Espera mis noticias para hablar con Carlos
Ayllón.
—Claro —musitó Munárriz dolido. Siempre
había alguien antes que él.
Mabel se apartó unos pasos, sacó su teléfono
móvil y efectuó la llamada. La vio cabecear, asentir y pronunciar
monosílabos. Colgó y regresó a su lado.
—Vilaró te manda saludos —dijo—, y agradece
tu colaboración.
—No hay de qué.
—¿Podrás perdonarme? —soltó Mabel de
repente, con ímpetu y congoja.
—¿Me quieres?
—Ya sabes que sí.
—Si no te perdonara no podría mirarme al
espejo.
—¿Entonces?..
—Pasemos la noche en mi casa —propuso
Munárriz cogiéndole de las manos—. Recobremos el tiempo
perdido.
Caminaron unos metros y ella detuvo la
marcha. Le rodeó con los brazos la cintura y le miró a los ojos sin
decir nada. El vacío se hizo a su alrededor. Mabel sintió el calor
de su cuerpo, su perfume todavía vivo en su piel, y le besó los
labios suavemente, casi con duda después de meses sin hacerlo, sin
saber si la amaba o la detestaba por su mala cabeza, por imponer la
obligación de su trabajo a su cariño. Tenía el compromiso de
difundir las noticias, es cierto, pero se extralimitó. Hay barreras
que no deben cruzarse. Debía haberle consultado, revelado sus
intenciones, pero no lo hizo porque nunca valoró las consecuencias
de su acción. Le había hecho demasiado daño.
El grupo de jóvenes reunidos para celebrar
un botellón estalló en chiflas al verles acaramelados. Subieron el
volumen del radiocasete, un enorme aparato plateado, y las chicas
arrancaron de nuevo a tocar las palmas al ritmo de una ranchera
cantada por Luis Miguel. Sonrieron al saberse observados,
descubiertos como dos quinceañeros que se besan por primera vez, y
corrieron agarrados de la mano para cruzar la calle y
alejarse.
* * *
Hicieron el amor, se amaron con la pasión de
un reencuentro deseado por ambos, aunque ninguno se atrevía a dar
el primer paso, y Mabel se durmió con la cabeza apoyada sobre su
pecho. Su respiración sonaba dulce, acompasada, como el soplo suave
de la brisa de primavera. Munárriz también intentó dormir,
relajarse, pero no lo consiguió. Las manecillas del reloj avanzaban
en su lento viaje por la noche y seguía despierto, con los ojos
abiertos como un búho al acecho de un ratón. Había algo que le
inquietaba, que le impedía conciliar el sueño. Algo que le mantenía
en alerta. Había experimentado la misma sensación en varias
ocasiones. Casi siempre en el escenario de un crimen; una
inquietud, una zozobra que le impedía actuar con normalidad. A su
padre le ocurría igual. En medio del mar, con las redes plantadas
en mitad de la noche, se quedaba quieto, marmóreo, escuchando el
silencio penetrante de la oscuridad. Entonces, pasados unos
minutos, ordenaba izar las redes, recoger los aparejos y poner
rumbo a Elanchove porque se avecinaba una galerna. El mar
permanecía en calma, con el rumor suave del chapoteo del agua en la
proa. Pero su padre ordenaba frenético regresar a puerto. Ya en
casa, el mar rugía con el lamento de un animal herido, el viento
huracanado batía con violencia las jarcias, las olas se alzaban
majestuosas sobre los diques y las barcas que faenaban en mar
abierto tenían serios problemas para alcanzar las dársenas
salvadoras. Había heredado ese sexto sentido.
Algo en la caseta no encajaba. Todo
demasiado técnico, impoluto, sin un atisbo de duda. Todo colocado
con perfección milimétrica: la escalera, la mesa, el libro, el
cuerpo de la chica, el bolso, el ordenador, la papelera... Nada
fuera de lugar. Todo en armonía como el atrezo de un decorado de
cine, como los soldaditos de plomo alineados en el estante de un
museo militar. Todo en orden salvo el ventanuco del excusado
abierto, la calefacción encendida y un libro en el suelo.
* * *
A las ocho de la mañana la vio desperezarse,
levantarse desnuda de la cama y colocarse su albornoz blanco de
algodón, recuerdo de un viaje fantástico en el Transcantábrico, un
lujoso tren de vía estrecha que enlazaba León y Santiago de
Compostela. Fueron las últimas vacaciones antes de su enfado, de la
traición que les mantuvo separados casi un año.
Mabel preparó para el desayuno huevos
revueltos con beicon, tostadas de pan de molde y zumo de naranja
recién exprimido. La contempló en silencio desde el quicio de la
puerta de la cocina. Estaba radiante. Recién levantada pero
radiante, con el pelo alborotado, las marcas de la sábana todavía
dibujadas en sus mejillas, los labios limpios de carmín, los ojos
sin rímel, el albornoz abierto hasta la cintura y sus pechos,
abundantes y tersos, asomando ligeramente entre los pliegues de la
tela. Se acerco y la besó. Mabel se liberó de su abrazo para
retirar el pan de la tostadora.
—¿Qué tal has dormido?
—Mal... muy mal —respondió Munárriz—. No he
pegado ojo en toda la noche.
—¿Por qué? ¿Acaso no lo pasaste bien?
—Ha sido mi mejor velada en mucho tiempo
—dijo, y guardó un instante de silencio—. Pero en la inspección de
la caseta —confesó como si hablara consigo mismo— algo no cuadra, y
no atino a saber qué. Mi olfato me dice que nada es como
parece.
—Llamé a Rafael Vilaró —protestó Mabel
perpleja— y le dije que se trataba de un accidente. ¿No me habrás
mentido para vengarte?
—Es la versión oficial. La conclusión de los
Mozos de Escuadra.
—Te conozco, Sebas —determinó Mabel mientras
servía los huevos revueltos—, y nunca te equivocas. Me huelo que
barruntas algo, que hay una noticia jugosa a la vista.
—¡Ni se te ocurra!
—Palabra de honor. —Levantó la mano derecha
en señal de juramento—. He aprendido la lección. A partir de ahora
nuestras conversaciones permanecerán en el ámbito de las relaciones
de pareja. Top secret —sonrió—. Nunca más volveré a aprovecharme de
tus confidencias. Pero créeme que resulta muy tentador. No todos
los periodistas se acuestan con un destacado miembro de la Unidad
de Inteligencia Criminal. Anda, suéltalo...
—La versión oficial —dijo cauteloso—, tanto
de la policía científica como del forense, habla de un accidente.
Suponen que la chica se encaramó a una escalera para coger un libro
de la parte alta de la estantería, resbaló, se golpeó la cabeza
contra la mesa y se desnucó.
—¿Qué hay de raro? —inquirió Mabel sin
comprender adónde quería llegar—. Eso ocurre todos los días, por
extraño que parezca.
—Por lógica —dedujo pensativo—, la escalera,
una escalera de aluminio poco pesada, debería estar volcada por el
impulso de la caída. Al resbalar, es razonable suponer que la chica
intentó agarrarse, y en ese intento derribaría alguna cosa, se
arañaría las manos, se produciría moratones en los brazos. No sé...
—Sacudió la cabeza—. Esta mañana intentaré hablar con el forense.
Quizá pueda aclararme cómo se produjo la caída y mis sospechas
queden en nada.
—Interesante —musitó Mabel.
—Hay más —continuó con un pedazo de panceta
ahumada en la boca—. El ventanuco de aireación del retrete estaba
abierto, la calefacción encendida y en el interior de la caseta
hacía frío. ¿No te parece raro?
—A simple vista no —respondió encogiéndose
de hombros—. Quizás el ambiente estaba cargado y la muchacha abrió
la ventana.
—Puede —admitió—. Pero todavía hay
más.
—¿Más puntos oscuros?
—Sí. —Munárriz no levantó la vista del
plato—. Había un libro en el suelo. Eso indica que la caída se
produjo después de tenerlo en sus manos. Observé la escalera: una
escalera plegable de cuatro escalones. Calculé la altura desde el
último peldaño al suelo: un metro más o menos, y para coger el
libro precisó estirar el brazo. La chica, por el contorno dibujado
con tiza, medía alrededor de un metro setenta y cinco, es decir,
que su altura hasta la cruz rondaba los ciento cuarenta y cinco
centímetros. Si sumamos la longitud del brazo, unos sesenta o
sesenta y cinco centímetros, tenemos que el libro cayó desde una
altura de tres metros aproximadamente...
—¿Qué insinúas? —preguntó nerviosa por
conocer el desenlace.
—No pude inspeccionar el libro —admitió
contrariado—para no alterar la escena, pero era antiguo, y me
extrañó que no sufriese ningún daño. Estaba intacto.
—Tienes razón —advirtió Mabel con su buen
olfato de periodista—. Parece lógico que al desplomarse la fuerza
del impacto soltara algunas páginas, arañara la encuadernación,
doblara las puntas de las tapas, quedase abierto... En fin, tengo
que admitir que tus dudas son razonables. ¿Qué piensas hacer?
—Inspeccionaré de nuevo la caseta, hablaré
con el forense y después visitaré a Lorenzo Castilla, de la
Científica.
—A la Iglesia no va a gustarle que hurgues
en sus asuntos. Te lo digo por experiencia.
—Lo imagino —asintió—. Mientras hablaba con
el caporal Llopart llegó monseñor Granvela, para recomendarle
discreción y que procurara no levantar mucho revuelo.
—Un simple accidente no interesa más allá de
una columna de cinco líneas en el apartado de sociedad —advirtió
Mabel—, pero si tu hipótesis es cierta y alguien mató a la chica,
va en primera página de sucesos.
—Espero que cumplas tu promesa —receló
Munárriz ante sus palabras—. De momento sólo son especulaciones que
no llevan a ningún lado.
—Nunca te equivocas, Sebas —suspiró seria—,
y si estás en lo cierto quiero la historia. Me mantendré al margen,
lo prometo, pero quiero esa historia si alguien se cargó a la
chica.
—¿Viste al obispo?
—Por supuesto —confirmó—. Casi me congelo
esperándote.
—¿Sabes quién le acompañaba?
—Sí —afirmó satisfecha de poderle ayudar—.
Su mano derecha en asuntos de inteligencia. El padre Mieszko
Pavlovic, un polaco al frente de la Oficina de Prensa del obispado,
aunque su cargo es sólo una tapadera. El padre Pavlovic en realidad
pertenece al Servicio de Información del Vaticano y actúa como
delegado de la Nunciatura Apostólica en Barcelona para temas de
seguridad e información. Los periodistas le apodamos «el espía del
Papa».
—¿Crees que sospechan algo?
—No, sinceramente no —subrayó Mabel—. Si
tuviesen la más mínima duda, la Sagrada Familia habría estado
plagada de agentes encubiertos de la inteligencia vaticana. Sólo
quieren controlar la información que se transmita a los medios, que
la noticia no se les vaya de las manos.
Munárriz intentó olvidar el asunto y
disfrutar del momento. No estaba acostumbrado a desayunar en
compañía, con calma, a que alguien le sirviera la mesa y escuchara
sus problemas. Tenerla en casa hacía que se sintiera bien, le
devolvía la confianza en las relaciones de pareja.
Mabel recogió los cacharros, los metió en el
lavavajillas y se dio una ducha. Pese a ser domingo tenía trabajo.
A las diez le esperaban en la redacción para cerrar un artículo
sobre la delincuencia infantil en Barcelona, y quería ser puntual.
De lo contrario le habría propuesto acostarse de nuevo, amarse y
dejar correr el tiempo sin que nada importase. Pero el deber
obliga. Salió envuelta en una toalla y su cara brilló bajo la luz
perlada por cientos de gotitas de agua.
—Pasaré por mi casa a recoger un poco de
ropa —dijo Mabel sin consultarle— y me instalaré aquí unos
días.
Munárriz asintió complacido, y comprendió
que junto a ella estaba su felicidad.
* * *
Las visitas a la Sagrada Familia comenzaban
a las nueve de la mañana. Varios grupos de turistas japoneses y
americanos recorrían el templo de arriba abajo mientras los guías
narraban las vicisitudes de su construcción. La mayoría no les
escuchaban, enfrascados en tomar cientos de fotografías a unas
formas arquitectónicas que jamás hubiesen imaginado. «Es como vivir
un sueño con los ojos abiertos», dijo una mujer cogida del brazo de
su marido.
En medio de aquel bosque pétreo el ser
humano empequeñecía. La grandeza del templo simbolizaba a la
perfección la grandeza de Dios. Uno de los cicerones se desgañitaba
para que le oyeran los miembros de su grupo: «El modernismo es la
principal seña de identidad de la arquitectura catalana de los
siglos XIX y XX, y la Sagrada Familia, la última obra faraónica de
la Edad Moderna. En su proyecto original consta de dieciocho
torres, de ochenta y cuatro campanas de diferentes medidas y
sonidos, y la misa inaugural contará con más de mil quinientos
cantores, setecientos niños de escolanía y cinco grandes órganos...
Imagínenselo, señoras y señores, porque sólo así comprenderán la
magnitud de esta iglesia...».
Munárriz se dirigió a la caseta de obra que
servía de oficina a Begoña Ayllón, situada junto al taller de
cantería en una zona cerrada al público, y escuchó que alguien
chistaba a sus espaldas. Se giró para averiguar quién reclamaba su
atención y vio acercarse a paso ligero a un vigilante jurado.
—No puede estar aquí, señor —dijo tomándole
por un turista despistado.
Munárriz le mostró su placa. El vigilante la
inspeccionó, como si recelara de su autenticidad, y pasados unos
segundos asintió contrariado. No parecían gustarle los policías.
Invadían su feudo, le despojaban de su autoridad. Quizá sólo se
trataba de resentimiento, quizás intentó ingresar en el Cuerpo y le
rechazaron. Casi todos los vigilantes jurados se confesaban
policías frustrados.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó con
frialdad.
—Señor Vázquez... —dijo Munárriz tras leer
la chapa de identificación que mostraba su uniforme—, investigo el
accidente de ayer. ¿Estaba aquí cuando sucedió?
—No. El cuerpo lo halló una mujer de la
limpieza.
—Quisiera hablar con ella.
—Veré si está. Creo que tiene turno de
guardia —recordó, y le dio la espalda con desdén.
Mientras el vigilante iba en busca de la
limpiadora, Munárriz echó una ojeada a su alrededor. Había
numerosos bloques de granito de todos los tamaños, grúas grandes y
pequeñas, martillos hidráulicos, uñetas, escodas, sierras radiales,
aparatos para pulir la piedra y maquinaria diversa junto a desechos
de cantería. Un lugar perfecto para ocultarse. La caseta había sido
instalada para que Begoña Ayllón pudiera trabajar con comodidad.
Hasta donde él sabía, realizaba un estudio para restaurar las
partes más viejas del templo. Había que limpiar y recomponer
algunas zonas que la humedad, el agua, la contaminación y los
excrementos de las palomas y gaviotas habían deteriorado.
—¿Me buscaba, señor? —preguntó la mujer de
la limpieza con un hilo de voz, algo asustada porque la policía le
imponía respeto y temor.
—Sólo quiero hacerle unas preguntas.
—No sé nada —argumentó temblorosa—. Ya se lo
dije a sus compañeros.
—Tranquilícese. —La cogió del brazo para
inspirarle confianza y caminó unos pasos—. Cuénteme cómo encontró
el cuerpo.
—Suelo limpiar la oficina de la señorita
Begoña los viernes por la tarde, pero este viernes tenía hora en el
callista y no pude hacerlo. Pero como sé que a Begoña le gusta ver
su despacho ordenado, vine el sábado sobre las cuatro y media
aprovechando un ratito libre. Limpiarlo no me lleva más de media
hora.
—Ya —dijo Munárriz pensativo—. ¿Tiene llave
de la puerta?
—No..., no... —se apresuró a negar, porque
consideraba su posesión una responsabilidad—. La llave se guarda en
un armario de la garita de los vigilantes. La pedí y me la
dieron.
—¿Y después?
—Abrí la caseta y allí estaba el cuerpo de
Begoña —dijo con la imagen del horror nítida en sus ojos—. Pobre
muchacha. Tan joven...
—¿Tocó algo?
—Nada, señor —afirmó tajante—. El susto me
dejó paralizada.
—¿Avisó a la policía?
—Di un grito y enseguida acudieron los
vigilantes y se ocuparon ellos.
—¿Recuerda si la ventana de la caseta estaba
abierta?
—La verdad —dijo—, no me fijé.
Munárriz se llevó el dedo índice a los
labios, cavilando, como si buscara un punto de apoyo a su hipótesis
en las palabras de la limpiadora.
—¿Desea algo más? —preguntó la mujer con
intención de marcharse.
—No. Gracias. Es todo.
La limpiadora regresó a su puesto. La vio
hablar unos segundos con el vigilante y después caminar en
dirección a las oficinas. Munárriz se acercó a la caseta. Los Mozos
de Escuadra la habían precintado. Alrededor de la cerradura observó
restos del polvo de aluminio utilizado para obtener huellas
dactilares. No parecía forzada. Rodeó su perímetro. Comprobó el
cierre del ventanuco del cuarto de aseo. Nada, impoluto, salvo por
los restos de polvo de aluminio. Los compañeros de la Científica se
habían empleado a fondo. Necesitaba entrar. Regresó a la puerta y
aprovechó la ausencia del vigilante para desprender el precinto con
una navajita multiuso que llevaba en el bolsillo. Después forzó la
cerradura, ayudado de un pequeño destornillador inserto en el mango
de la navajita, y la abrió. Podía haberle pedido la llave al
vigilante, pero se la habría negado amparado en el precinto
judicial. Conocía bien su oficio y sin una orden explícita no le
dejaría entrar.
Todo estaba igual que la tarde anterior. La
mesa también mostraba residuos de polvo de aluminio. En la silueta
de tiza comprobó las medidas del cuerpo de la chica: alrededor de
ciento setenta y cinco centímetros de altura, como había calculado.
Después hizo lo propio con la escalera. Midió su posición respecto
a la mesa y el hueco dejado en la estantería por el libro, y todo
encajaba con perfección milimétrica. La muchacha tuvo que colocarse
de puntillas para cogerlo. Una caída matemática. Cogió el volumen
del suelo, con restos de la ninhidrina utilizada para obtener
huellas dactilares en la superficie rugosa de las tapas. Lo dejó
sobre la mesa, todavía manchada de sangre, sacó una libretita y
anotó: Chapelles de Notre Dame de Paris, autor Eugène
Viollet-le-Duc, publicado en París, 1869. Miró los otros libros de
la estantería. Muchos modernos pero otros antiguos. Reparó en la
presencia de un voluminoso compendio de diez tomos, el Dictionnaire
raisonné de l’architecture française du XI au XVI siècle, del mismo
autor, editado entre 1854 y 1868.
Abrió el libro culpable del accidente. Las
tapas crujieron. La encuadernación parecía buena pero después de
casi ciento cuarenta años se resentía. Pasó algunas hojas con
delicadeza. Estaban apergaminadas, quebradizas. Había que
manipularlas con sumo cuidado para no desgarrarlas. Cerró el tomo y
lo dejó en el suelo, en la misma posición en que estaba. Salió,
cerró la caseta con la ayuda de su navajita multiuso y pegó de
nuevo el precinto. Agazapado bajo el ventanuco del retrete, el
vigilante jurado observó todos sus movimientos.
* * *
Desde la galería acristalada de su despacho
del palacio Episcopal, en la confluencia de las calles del Bisbe y
Santa Llúcia, en pleno barrio Gótico, el padre Mieszko Pavlovic
contemplaba el paso de los funcionarios que se dirigían a sus
puestos de trabajo en la vecina Generalitat o el Ayuntamiento. Más
tarde, entrada la mañana, el barrio Gótico se llenaría de turistas
en busca de la historia, de la arquitectura de su catedral
neogótica alzada sobre las ruinas de un templo románico, la mayoría
acariciarían el caparazón de la tortuga pétrea que decoraba el
buzón diseñado por Doménech Montaner para la casa del Arcediano, o
visitarían el Museo Federico Marés, para seguir su marcha hacia la
plaza de Sant Jaume y el palacio del Tinell. El padre Pavlovic
residía en el corazón de la Barcelona medieval. Cerca del palacio
Episcopal, en la calle Paradís, estaba el punto más elevado del
Mons Taber, el núcleo originario de la ciudad romana.
El tañido de las campanas de la catedral le
sacó de su abstracción. Se apartó de la cristalera y se acomodó en
su sillón de piel. Descolgó el teléfono, un aparato dotado de un
sistema Ericsson para encriptar la voz y evitar que las
conversaciones fuesen interceptadas, y llamó a la central del
Servicio de Información del Vaticano en Roma. Escuchó varios
pitidos intermitentes, y una voz masculina le atendió.
—Buon giorno.
—Póngame con el cardenal Rudolph Böhm
—ordenó autoritario, en italiano y un leve dejo polaco.
—Un momento, por favor.
Las notas musicales de una melodía popular
napolitana ocuparon la línea. Conocía de sobra el protocolo de
seguridad interior del Vaticano. Nadie podía hablar con el cardenal
Rudolph Böhm, director del Servicio de Información, sin antes ser
identificado por la Oficina de Control y Seguridad Interior. El
joven respondió con un simple «Le paso», y otra voz anónima le
interrogó sobre el motivo de su llamada.
—¿Qué desea?
—Soy el padre Pavlovic —dijo enérgico—,
adscrito a la Nunciatura Apostólica de Madrid, y quiero hablar con
el cardenal Böhm.
El joven, un miembro del Corpo della
Vigilanza, le pidió que esperara. Tecleó el nombre de su
comunicante en el ordenador y accedió automáticamente a su registro
de voz. Después insertó la grabación de su corta charla y esperó a
que el aparato comprobara la identidad del padre Pavlovic.
«Positivo», leyó pasados unos segundos en la pantalla, y transfirió
la comunicación al despacho del director de la inteligencia
vaticana.
—Padre Pavlovic —le saludó efusivo el
cardenal Böhm—. ¿Qué tal le sientan los aires de Barcelona?
—Bien, muy bien, eminencia.
—Espero que no llame para darme malas
noticias.
—No, señor —anticipó Pavlovic para
tranquilizarle—. Sólo quiero comunicar un hecho y solicitar el
control del Grupo Operativo.
—Adelante.
—Ayer —dijo, con la prudencia de calibrar
sus palabras—se encontró el cuerpo sin vida de una restauradora en
la Sagrada Familia. Todo indica que sufrió un lamentable accidente,
pero durante la visita al lugar de los hechos, junto al obispo
Granvela, advertí la presencia de un miembro de la Unidad de
Inteligencia Criminal.
—Habrán iniciado una investigación rutinaria
—dedujo el cardenal.
—Así es, eminencia—convino—, pero la
investigación oficial está en manos de los Mozos de Escuadra, la
policía autonómica catalana, y el inspector Munárriz ocultó su
condición de agente de la Comisaría General de Policía Judicial al
preguntarle su identidad.
—¿Cómo le reconoció?
—Soy gato viejo, eminencia. Su actitud me
pareció sospechosa y solicité información a la seguridad de la
Nunciatura Apostólica de Madrid.
—¿Recela de algo?
—No, eminencia. Sólo pretendo un control
rutinario por si las cosas se complican. Ora et labora...
—Está bien, padre Pavlovic —dijo el cardenal
Böhm dando por concluida la charla—. Me encargaré del asunto.
—Gracias, eminencia.
El padre Pavlovic colgó. Había cumplido con
su deber: informar. No sospechaba nada, pero había aprendido a
nadar y guardar la ropa. Se levantó. Miró de nuevo por la
cristalera. Los músicos callejeros tomaban posiciones para
ambientar con sus melodías el paso infatigable de los turistas, y
algunos grupos de escolares alborotaban en la fuente del palacio
Episcopal. Barcelona no se parecía en nada a su Gdansk natal. En
Barcelona los monumentos hablaban por sí solos de la historia de la
ciudad. En Gdansk, destruida por completo durante la Segunda Guerra
Mundial, todo había sido reconstruido y carecía de alma.
* * *
En su despacho del palacio del
Governatorato, en el Vaticano, el cardenal Rudolph Böhm meditó unos
segundos sobre la información que acababa de recibir. Nada, por
insignificante que fuese, se dejaba al azar si incumbía a la
seguridad del Estado de Dios. Pulsó un botón dorado, de los muchos
que contenía una cajita de madera de palosanto encastrada en la
mesa, y a través de un interfono ordenó a un vigile ir en busca del
padre Marco Pestalozzi, jefe del Grupo Operativo del Servicio de
Información del Vaticano.
Capítulo
2
El taxi enfiló la avenida del Hospital
Militar, pasó bajo el puente de Vallcarca y siguió en dirección al
Tibidabo para detenerse frente a la puerta del antiguo Hospital
Militar del Generalísimo, reconvertido en el Parque Sanitario Pere
Virgili: un laberinto de edificios dedicados a la sanidad pública
que albergaba el Instituto de Medicina Legal de Cataluña. El
guardia de la entrada le saludó y, entre jardincitos que
amarilleaban con los primeros fríos del otoño, Munárriz llegó a la
sede del Instituto de Medicina Legal. Una joven, protegida tras un
mostrador de madera, atendía a las visitas.
—¿Puedo ayudarle? —le abordó.
—Busco al doctor Luis Mascaró.
—¿De parte de quién?
—Del inspector Sebastián Munárriz, de la
Comisaría General de Policía Judicial.
—Un momento, por favor. —Descolgó un
teléfono y Munárriz le oyó hablar con el jefe de la Unidad
Forense—. Siga este pasillo —le indicó finalmente—, en la tercera
puerta a la derecha tiene el despacho el doctor Mascaró.
Munárriz conocía de sobra el camino. Lo
había hecho en muchas ocasiones para recabar información de primera
mano de los forenses que trabajaban en el moderno Instituto de
Medicina Legal de Cataluña, heredero del viejo Instituto Anatómico
Forense. Dio las gracias a la chica y, acompañado por la melodía
del hilo musical, accedió al despacho del doctor Mascaró. Le
estrechó la mano. No podía considerarle un amigo pero se habían
visto en varias ocasiones, aunque siempre por motivos
profesionales.
—¿Qué le trae por aquí, inspector
Munárriz?
—El resultado de una autopsia.
—Lo imaginaba —determinó el forense con una
sonrisa—. Nadie viene a verme por gusto. ¿Sabe el nombre de la
víctima?
—Begoña Ayllón.
—¡Joder! —exclamó al oír el nombre de sus
desvelos dominicales—. Esta mañana temprano me han llamado del
Departamento de Interior de la Generalitat para que me hiciera
cargo personalmente de su autopsia. ¡Me han fastidiado el domingo!
¡Adiós a la barbacoa en casa de unos amigos! ¿Quién es la
chica?
—La hija de un importante bodeguero de El
Puerto de Santa María.
—Debe de ser muy, muy importante. ¿Le manda
la Comisaría General, inspector?
—Visita privada —confesó Munárriz—. Tengo
particular interés en este caso.
—¿Desconfía de nuestra valía? —protestó el
médico—. ¿De la capacidad técnica de la Policía Autonómica?
—No —le tranquilizó Munárriz—. Sólo quiero
conocer el dictamen forense.
—Muerte accidental por traumatismo craneal
severo —certificó con la autoridad propia de su cargo—. ¿Desea ver
el cuerpo?
—No es preciso, pero me gustaría leer el
informe.
—Aquí lo tiene —le ofreció el doctor Mascaró
deslizando una carpeta sobre la mesa—. Acabo de redactarlo para que
pueda entregarse el cuerpo a la familia.
Munárriz abrió el expediente. La primera
página resumía los rasgos antropométricos y personales. A
continuación venían las medidas de la herida, un dibujo de su
geometría, una serie de valoraciones sobre la fuerza del impacto
respecto a la altura de la escalera y la mesa, la posición del
cuerpo en el momento del golpe y otra tabla de parámetros
analíticos. Los forenses se habían tomado en serio su trabajo. La
autopsia no revelaba ningún signo evidente de violencia. Los
microhematomas post mortem correspondían a la posición en que se
había hallado el cuerpo, y permitían determinar que no había sido
movido. La temperatura del hígado establecía la hora de la muerte
alrededor de las cuatro de la tarde del sábado. El adeene de la
sangre de la mesa correspondía a la víctima. Nada fuera de la
normalidad en un accidente de aquellas características. La autopsia
no registraba la más mínima sospecha de una muerte violenta.
Munárriz cerró el dosier.
—La chica resbaló y se golpeó la cabeza
—afirmó el doctor Mascaró convencido—. He obtenido un molde de
silicona de la herida y encaja perfectamente en el ángulo
ensangrentado de la mesa. No hay moratones en brazos y piernas.
Tampoco hay restos de sangre ajena o epiteliales en sus uñas. Los
análisis patológicos descartan que padeciera cualquier enfermedad,
y los tests no revelan la presencia en sangre de tóxicos
alimentarios o sustancias de cualquier otro tipo, como
barbitúricos, anfetaminas o drogas. Ni siquiera hay restos de
antibióticos —apostilló—. Esa chica estaba sana, sanísima.
—Parece lógico suponer que durante la caída
braceara para evitar o amortiguar el golpe, que intentara
agarrarse, y entonces tuvo que arañarse, hacerse alguna herida o
contusión —expuso Munárriz.
—Sí. Pero no hay hematomas por traumatismo,
ni rasguños o cualquier otro indicio de que tal cosa ocurriera.
Quizá sufrió un vahído, una pequeña bajada de tensión debido al
exceso de trabajo, al estrés, y se desplomó de forma limpia. La
posición del cuerpo respecto a la escalera y la mesa así lo indica.
Inspector —dijo en tono circunspecto, aunque algo paternal—, hemos
analizado el cuerpo de la joven milímetro a milímetro y no hay nada
sospechoso. Se lo garantizo.
—Gracias, doctor Mascaró.
—Ha sido un placer atenderle.
Munárriz se cruzó con los abogados de Carlos
Ayllón, enviados para acelerar el papeleo y trasladar lo antes
posible el cuerpo de la joven a El Puerto de Santa María. Miró el
reloj. Las dos del mediodía. Sacó el móvil y llamó a Mabel a la
redacción del periódico. Todavía tenía para un buen rato. Su
artículo sobre la delincuencia infantil, organizada por varias
familias rumanas, iba a página entera en la edición del lunes.
Quedaron en su apartamento para cenar juntos. Mabel se ofreció a
comprar una botella de vino y a preparar una cena especial.
* * *
El Gabinete de Policía Científica, al
servicio de la Comisaría General de Policía Judicial, se hallaba en
un moderno edificio en las afueras de la ciudad, en la carretera de
la Rabasada que conduce al Tibidabo, el antiguo camino que unía
Gracia y Manresa. A medida que ganaba altura al volante de su
Peugeot 407, la ciudad ofrecía sus mejores vistas. Las torres de la
Sagrada Familia, durante años reinas y señoras del cielo
barcelonés, empequeñecían ante los nuevos iconos de la arquitectura
catalana: el edificio de la sede de Aguas de Barcelona, de Jean
Nouvel, o el hotel Arts, de los arquitectos Bruce Graham y Frank O.
Gehry. En la cumbre del monte Vilana las nubes ocultaban el último
segmento de la torre de comunicaciones levantada por Norman Foster
para los Juegos Olímpicos.
Munárriz mostró su credencial al policía que
custodiaba la entrada, quien le indicó que estacionara el automóvil
en el aparcamiento de visitantes. Había oscurecido y las luces del
puerto, con sus gigantescos transatlánticos amarrados, señalaban
los límites de la ciudad que poco a poco ganaba terreno al mar.
Entró en el edificio, de líneas demasiado minimalistas para su
gusto, subió a la segunda planta y se encontró ante la puerta del
laboratorio de criminología. Llamó con los nudillos y una voz grave
le autorizó a entrar. Lorenzo Castilla, especialista en balística y
análisis de rastros biológicos, comparaba las marcas de percusión
de dos cartuchos con los ojos acoplados a un binocular de gran
aumento.
—No saludas a los amigos —protestó Munárriz
para reclamar su atención.
—¡Vaya, vaya...! —exclamó Castilla al
levantar la cabeza y advertir su presencia—. Desde que te nombraron
coordinador de operaciones apenas te veo.
—¿Cómo estás? —dijo Munárriz, y le dio un
abrazo.
—Bien, ¿y tú? —Castilla le correspondió con
unas palmadas en la espalda.
—Relajado. Trabajo de oficina. Se acabó
aquello de patear las calles, pero a veces echo en falta un poco de
acción —admitió.
—Mira esto —le pidió Castilla.
Munárriz colocó los ojos en el binocular y
observó unos arañazos idénticos en los pistones de dos cartuchos.
Ambos proyectiles habían sido disparados con la misma arma, pese a
ser recogidos en escenarios diferentes.
—Preciso tu ayuda —soltó al apartar la vista
del aparato.
—He supuesto que no venías a felicitarme por
la resolución de este caso —dijo Castilla, y señaló el binocular—.
¿Qué investigas?
—De oficio nada —le advirtió Munárriz
serio—, pero necesito tu opinión sobre un libro.
—¿Un libro? —se extrañó Castilla—. No dejas
de sorprenderme. ¿Quién dirige la investigación
reglamentaria?
—Los Mozos de Escuadra.
—La División de Policía Científica —observó
mientras apagaba la luz polarizada del binocular— dispone de buenos
técnicos y muchos medios. ¿Por qué no acudes a ellos?
—No conozco a nadie de confianza y me harían
demasiadas preguntas.
—Entiendo —dijo resuelto a ayudarle—. ¿De
qué libro se trata?
—Chapelles de Notre Dame de Paris —leyó el
título de su anotación en la libreta—, de Viollet-le-Duc, editado
en París en mil ochocientos sesenta y nueve.
—¿Viollet-le-Duc?
—Sí —confirmó intrigado—. ¿Te suena?
—Claro —admitió Castilla—. Eugène-Emmanuel
Viollet-le-Duc, arquitecto francés del siglo diecinueve, de
formación autodidacta, especializado en monumentos medievales. Sus
estudios supusieron un primer intento de racionalizar la
arquitectura gótica —dijo con aires de catedrático—. Más tarde, su
pensamiento influyó en la generación de arquitectos que a finales
del diecinueve se convirtieron en los grandes maestros del art
nouveau, del modernismo.
—Curioso —musitó pensativo—. ¿Conoces el
libro?
—A tanto no llego —admitió modesto—. ¿Por
qué?
—Necesito averiguar qué daños sufriría tras
una caída de tres metros de altura.
—Tengo un programa de simulación de impactos
—le ofreció Castilla—. Funciona bastante bien para conocer la
trayectoria de una bala rebotada, la fuerza de choque de un
vehículo en una colisión, los daños ocasionados por un objeto
contundente sobre distintas partes del cuerpo humano, pero nunca he
probado con un libro.
—Siempre hay una primera vez.
Castilla asintió, y animado por el desafío,
se colocó delante de un ordenador. Le ofreció un taburete y
Munárriz se acomodó a su lado. En la pantalla, sobre un fondo de
color azul en el que ondeaba el escudo de la Policía Nacional,
desfilaban las siglas GPC (Gabinete de Policía Científica). Pulsó
algunas teclas, abrió el programa de simulación de impactos, colocó
la palabra «libro» en el selector de materias y apareció en la
pantalla una batería de preguntas. Cada una correspondía a un
vector de análisis.
—Cuantos más datos introduzcamos —dijo
Castilla con un dedo apoyado en el monitor—, más fiabilidad tendrá
el resultado. Veamos —arrancó mirándole a la cara—. ¿Conoces el
estado de conservación del libro?
—Diría que regular —dedujo Munárriz—. La
encuadernación crujía al abrirlo, y las páginas estaban
apergaminadas. Había que manejarlo con cuidado para no
descoyuntarlo.
—Bien —determinó Castilla, y marcó las
casillas de regular y malo—. ¿Sabes el peso?
—Entre setecientos y ochocientos gramos
—calculó a ojo.
—¿Encuadernación rústica, cartoné, a media
pasta, en pasta...?
—No sé —dudó Munárriz sin comprender los
tecnicismos—. Tenía las tapas duras.
—¿Material de confección de las tapas:
papel, percalina, piel, seda, tela...?
—Lo ignoro.
Castilla dejó la respuesta en blanco y
colocó el cursor sobre otra ventana.
—¿Altura estimada de la caída?
—siguió.
—Unos tres metros.
—¿Golpe vertical u horizontal?
—Vertical.
—¿Sujeción de las hojas?
—Ni idea —admitió—. El típico libro
antiguo.
—Cosido con bramante —dedujo Castilla—.
¿Forma?
—Rectangular.
—¿Lomo redondeado o cuadrado?
—Redondeado.
—¿Número de páginas?
A medida que introducía datos, unas casillas
desaparecían de la pantalla para dejar paso a otras. La mayor parte
de las preguntas resultaban muy técnicas, y para responderlas con
exactitud se requería el concurso de un bibliógrafo:
¿encuadernación otónida?, ¿gofrados mediante técnica de punzón?,
¿estilo Grolier, Mahieu, Canevari, fanfare, abanico, dentelle,
Derôme, à la cathédrale...? Sólo la operación de encuadernar
constaba de treinta y cuatro modalidades.
Repasaron las preguntas y dejaron un elevado
número de casillas en blanco. Castilla sacudió la cabeza poco
convencido. Pulsó una tecla para conocer el índice de fiabilidad
del análisis: sesenta por ciento.
—No es mucho —opinó—, pero no está nada mal
para un par de neófitos como nosotros.
—Tienes razón —convino Munárriz, impaciente
por conocer el diagnóstico.
Castilla pulsó otra tecla. El ordenador
mostró en la pantalla una ventana rectangular y el mensaje «En
proceso» y al lado un reloj digital que indicaba el tiempo de
espera para obtener el resultado: 00.01.30.00. Noventa segundos.
Aguardaron en absoluto silencio, tensos. Los dígitos del reloj
marcaron 00.00.00.00. La pantalla se fundió en negro y apareció un
mensaje con el dictamen de la simulación: «Daños mínimos:
hundimiento del lomo..., rotura de las guardas..., desprendimiento
de las hojas sometidas a la mayor presión del impacto...; daños
máximos: desprendimiento de la encuadernación..., desgarros en
hojas sometidas a la mayor presión del impacto...; desprendimiento
de hojas centrales..., rotura del lomo...».
—¿Se corresponde con la realidad? —inquirió
Castilla.
—No —respondió Munárriz, satisfecho de saber
que estaba en la línea de investigación correcta—. No tenía ni un
rasguño.
—Imposible. El simulador confirma unos daños
mínimos, y aunque el índice de fiabilidad es sólo del sesenta por
ciento, hay que tomarlo por bueno.
Pulsó de nuevo las teclas, regresó al inicio
del programa y alteró la distancia de caída para reducirla a un
metro. Después dio los pasos necesarios para que el ordenador
calculara los daños con la corrección efectuada. El reloj mostró un
tiempo de espera similar al anterior y, pasado el mismo, apareció
otro mensaje con el resultado de la simulación: «Daños mínimos:
arañazos en cubiertas..., dobleces en cantoneras...; daños máximos:
hundimiento del lomo..., rotura de las guardas..., desprendimiento
de las hojas sometidas a la mayor presión del impacto...».
—¿Lo ves? —dijo Castilla—. Entre los datos
fundamentales para el análisis está la altura de la caída o del
impacto. Si alteramos ese parámetro el resultado varía, pero
incluso desde un metro el simulador establece unos daños
mínimos.
—Ya entiendo. —Munárriz se mesó los
cabellos—. Reduciendo un dato fundamental del análisis, como la
altura, aumenta el valor del resultado.
—Así es —ratificó—. La fiabilidad a un
metro, en comparación matemática con la altura inicial de tres
metros, asciende al ochenta u ochenta y cinco por ciento.
—No hay duda —afirmó—. El libro tuvo que
sufrir daños. Eso significa...
—Que no cayó. Que alguien lo posó en el
suelo —concluyó Castilla pese a desconocer los detalles del caso—.
¿Me equivoco?
—No —admitió preocupado—. Alguien intentó
simular un accidente.
—¿Quisieron encubrir un asesinato?
—Eso pienso —declaró—. Pero cometieron un
error.
—Tendrás que comunicárselo a la División de
la Policía Científica de los Mozos de Escuadra.
—De momento prefiero callar —adujo Munárriz
a su favor—, hasta estar seguro al cien por cien.
—Ten cuidado —le advirtió Castilla—. Si me
necesitas aquí estaré.
* * *
Mientras descendía por la carretera de la
Rabasada en dirección a su apartamento del barrio de Gracia, no
dejaba de pensar en las palabras de Castilla. Alguien había matado
a Begoña Ayllón, estaba seguro, pero necesitaba encontrar un móvil,
una razón para su muerte. Una causa que justificara la intervención
de un sicario, de una persona entrenada para matar sin dejar
huellas en apariencia. Un individuo con suficiente maestría para
engañar a la policía científica, para camuflar su crimen bajo el
disfraz de un simple accidente. Sólo un detalle, un minúsculo
detalle, y su sexto sentido le habían descubierto.
Consultaría los archivos de la Unidad de
Inteligencia Criminal. En sus treinta y pico años de servicio no
recordaba un caso similar. Los asesinos siempre perseguían un
beneficio inmediato, hacerse con un sustancioso botín, eliminar a
un testigo antes de un juicio, cumplir una venganza, un ajuste de
cuentas... Actuaban de forma expeditiva, sin importarles los daños
a terceros, sin preocuparse de retirar los casquillos de las balas,
limpiar la sangre, borrar las huellas de los objetos que tocaban.
No les importaba dejar rastros evidentes porque trabajaban en
absoluta impunidad, con la seguridad de que nunca serían
descubiertos. Llegaban a España desde Colombia, Ecuador, Perú,
Rumania, Albania... con un billete de avión de ida y vuelta en el
bolsillo, cumplían su encargo y a los pocos días regresaban a su
país sin ningún problema, sin que la policía pudiera
identificarlos. Pero a Begoña Ayllón la mataron en silencio, sin
alboroto, disfrazando su muerte. Un trabajo limpio. Necesitaba un
porqué.
* * *
Dos velas, en sus candeleros de cristal
tallado, titilaban en la oscuridad mientras Mabel se afanaba en la
cocina a dar los últimos toques a una bullabesa de patatas y
bacalao y a un confit de pato. Junto al decantador había una
botella vacía de Pago de los Capellanes Finca el Picón, un
exquisito Ribera del Duero. Un cedé de Gordon Haskell ponía la nota
romántica.
Al verle se quitó el delantal, le abrazó y
le besó, con ese aire juguetón que caracterizaba su modo de
enfrentarse a la vida. Pese a su ajetreada jornada de domingo, aún
había tenido tiempo de coger algo de ropa de su casa, hacer algunas
compras en una tienda de delicatesen, preparar la exquisita cena
que borboteaba en el fuego y tenerlo todo a punto para cuando
llegara.
—¿Sebas? —le preguntó cariñosa y burlona—:
¿Eres capaz de quedar al cuidado de la comida por un momento?
Una noche especial requería un atuendo
especial. Se dio una ducha rápida y se engalanó con un vestido de
raso que se ajustaba a su cuerpo como un guante.
Munárriz la vio apoyada en el quicio de la
puerta, en una postura provocativa, una pierna doblada para mostrar
sus muslos a través de la abertura lateral que arrancaba en las
caderas, y el escote ancho y de pico desvelando la voluptuosidad de
sus senos. De pie, paralizado por su sensualidad, comprendió que
había perdido la batalla de la reconciliación. Jamás podría dejar
de amarla, por muchos enfados que tuvieran. Su vida sólo tenía un
nombre: el nombre de aquella mujer que le hacía perder la
cabeza.
—¿Qué tal el día? —preguntó Mabel llevándole
a la mesa.
—Los he tenido mejores.
—¿Fuiste a la Sagrada Familia? —Mabel
formuló su pregunta con tiento, sin mostrar demasiado interés,
mientras servía dos copas de vino.
—Sí —admitió cabizbajo.
—¿Tenías motivos para sospechar?
—Hay un pequeño indicio —apuntó con
incertidumbre, y la copa en su mano—. Puede que no haya sido un
accidente.
—¿Hablas en serio?
—Totalmente.
—Mañana sale en La Vanguardia una
necrológica de Begoña Ayllón, pero si estás en lo cierto quiero
seguir el caso.
—Me prometiste guardar silencio.
¡Recuérdalo! —le señaló con un dedo acusador.
—Soy una tumba —replicó Mabel desairada—.
Pero quiero mantenerme al corriente, quiero ayudarte, y si mataron
a la chica... —se interrumpió de pronto, pensativa—.
¿Inspeccionaste el libro?
—Estaba intacto. Según Castilla, del
Gabinete de Policía Científica, cayó de una altura suficiente para
sufrir daños.
—¿De qué libro hablamos?
—De un libro del siglo diecinueve, escrito
en francés por un arquitecto especializado en construcciones
góticas. Un libro viejo, frágil...
—¿Hay evidencias suficientes para abrir una
investigación?
—Me temo que no.
—¿Y ahora qué piensas hacer?
—No sé...
—¿Vas a quedarte al margen?
—Sí —respondió Munárriz—. No puedo
permitirme meter la pata en un asunto tan delicado. El caso lo
investigan los Mozos de Escuadra y plantear dudas equivale a poner
en tela de juicio su capacidad. Conozco el percal. Si me equivoco
me darán una patada en el culo y acabaré jubilado en mi casa de
Elanchove mucho antes de lo planeado.
—¿Todavía conservas la casa de tus
padres?
—Hace unos meses empecé a restaurarla.
—Vayamos a pasar unos días —le propuso Mabel
con el grato recuerdo de una estancia anterior—. Pasearemos por
playa Laga, la ría de Mundaca, los pueblos de la costa... Podemos
visitar la isla de Chacharramendi.
—Aún dispongo de vacaciones —admitió
entusiasmado con la idea—. ¿De veras te apetece?
—Iría contigo a cualquier lugar del mundo
—dijo con dulzura—. Pero Elanchove siempre será mi refugio
preferido.
—Allí los problemas quedan lejos —musitó
Munárriz.
—¿Es un sí?
—Necesito tiempo para organizar mi trabajo.
Tengo que comunicarlo a mis superiores para que designen un
sustituto mientras esté fuera.
—De acuerdo —aceptó Mabel—. En cuanto puedas
nos tomamos unos días libres.
—¿Cenamos? —propuso para cambiar de
tema.
—Antes brindemos —sugirió Mabel, y levantó
la copa—. Brindemos por nosotros, para que nunca volvamos a
separarnos.
* * *
Quince años de vigilante jurado en la
Sagrada Familia le habían permitido conocer el templo al dedillo.
César Vázquez había subido infinidad de veces a la parte más alta
de las torres, durante jornadas enteras había custodiado la cripta
donde yacía el maestro Gaudí gracias a una bula del papa Pío XI,
conocía a todos los operarios de la última catedral gótica de
Europa y a los sacerdotes, sacristanes y monaguillos a cargo del
culto, pero no mantenía amistad con ninguno de ellos. Se mostraba
amable y servicial, pero también reservado y distante. Su vida,
para quienes compartían el trabajo a su lado, se convertía en el
secreto mejor guardado.
Al finalizar la jornada nunca se reunía con
sus compañeros para unos minutos de charla o de risas en torno a
unas cañas de cerveza o unas tacitas de café. No participaba en
ninguna actividad social. Durante las comidas y cenas de Navidad
siempre eludía su presencia con excusas banales. Jamás acudía a los
partidos de futbito de la liguilla que organizaban distintas
empresas de seguridad. Casi nunca agotaba su periodo anual de
vacaciones. Si alguien presentaba una baja de enfermedad acudía
voluntario a sustituirle. Si alguien tenía algún problema familiar
le cambiaba el turno, o lo doblaba sin pedirle nada a cambio. En
Nochebuena, cuando en la cripta se celebraba la Misa del Gallo, se
ofrecía voluntario para vigilar la eucaristía sin importarle el
frío o las muchas horas de pie que comportaba la liturgia.
Al concluir su turno se esfumaba, se
convertía en un personaje anónimo entre la multitud que tomaba el
metro en la estación de Sagrada Familia. No le gustaba subir a los
vagones si iban excesivamente llenos. Prefería esperar en el andén
la llegada del próximo convoy y viajar sin empujones ni apretones.
Estar rodeado de gente en un espacio cerrado le producía una
sensación de angustia que le cortaba la respiración y le impulsaba
a salir con urgencia. Lo mismo le ocurría en los ascensores.
Claustrofobia, le diagnosticó el médico del asilo una tarde que le
encerraron en un cuarto oscuro como castigo y estuvo a punto de
morir asfixiado debido a una parálisis cardiorrespiratoria.
No tenía parientes ni amigos. De hecho nunca
tuvo familia. Sus padres le abandonaron en un asilo de expósitos y
sus recuerdos de infancia se reducían a los hábitos de las monjas,
a sus griñones como alas de bestias antediluvianas, a la cantinela
lejana de sus rezos que sonaba lúgubre en la soledad de la
madrugada, a las ofrendas florales a la Virgen durante el mes de
mayo, a las visitas a enfermos y desvalidos en el cottolengo del
Padre Alegre y al aroma de los almendrados que horneaban los días
de fiesta.
A los siete años, tras recibir el sacramento
de la comunión, le trasladaron a un orfanato de niños tutelado por
los padres dominicos. Le instalaron en una gran nave repleta de
literas y taquillas, le vistieron con un uniforme a rayas blancas y
negras y le colgaron del cuello un número de identificación. A
partir de ese momento dejó de ser César Vázquez, Cesi, como le
llamaban cariñosamente las monjas, para convertirse en el número
315. Dormía en la cama 315, sus cubiertos estaban grabados con el
315, su ropa tenía bordado el 315, el pupitre que ocupaba en clase
lucía el 315, en el forro de sus libros figuraba visible el
315...
Allí aprendió a obedecer al escuchar su
número, a madrugar sin rechistar para fregar la nave de arriba
abajo, de rodillas, con una bayeta y un barreño de agua jabonosa, a
desatrancar las letrinas, a rezar antes de emprender cualquier
acción, a entregar su adolescencia al Señor mediante las
incontables horas de catequesis, la asistencia diaria a misa, la
lectura de la Biblia durante los almuerzos y las cenas y los rezos
del rosario antes de acostarse, deslizando sin error sus dedos
entre los agallones, bajo la atenta mirada de un sacerdote que vara
de avellano en mano golpeaba a los distraídos, a los que sólo
susurraban o movían los labios sin atender a la oración. No, no
guardaba en la memoria recuerdos felices de su infancia. Ni
siquiera guardaba ya recuerdos, poco a poco los había borrado de su
mente para pensar sólo en la oración y en la sumisión que todo buen
cristiano debía sin reservas al Señor.
Cumplidos los dieciocho años le mudaron a
una casa de acogida. Por las mañanas, de ocho a dos, aprendía el
oficio de electricista en un taller de la Orden Dominica, y por las
tardes se entregaba a la oración y a la redención de los pecados
que cometía de pensamiento y obra. Arrodillado en un reclinatorio,
frente a la imagen de Cristo crucificado que presidía la capilla,
se desnudaba de cintura para arriba y con un flagelo se azotaba la
espalda para redimir con dolor, como Jesucristo en la cruz, los
pecados del alma y del cuerpo. Había leído que el dolor estaba
entre los mejores y más queridos instrumentos de Dios para expiar
los pecados, y cumplía el precepto bíblico con entereza, hasta que
su espalda sangraba y el flagelo de cuero y púas de hierro le
arrancaba la piel a tiras. Lo había aprendido en el Libro de Isaías
y, arrodillado, mientras laceraba con violencia su espalda,
proclamaba ante el Crucificado, en voz alta, sólo quebrada por el
dolor de los golpes: «Como oveja le llevaron al matadero... Con
violencia e injusticia cayó preso... herido de muerte por los
pecados de mi pueblo... Después de las penas... verá luz y será
colmado...». Nunca se infligía más de treinta y nueve golpes, para
no transgredir la ley bíblica de la Segunda Epístola de Pablo a los
Corintios: «Cinco veces recibí de los judíos los treinta y nueve
latigazos...».
El padre Amorós, regente de la casa de
acogida, espiaba sus sesiones de autoflagelación para purgar los
pecados y sentía complacencia ante la obra de Dios que había
atraído a su causa a un acólito incondicional. Se convirtió en su
confesor y amigo, en la familia que nunca tuvo y siempre deseó, en
el referente moral e intelectual que precisaba en su formación como
ser humano y servidor de Dios. Su vida transcurría entre aquellas
cuatro paredes, y poco a poco abandonó sus estudios de electricista
para centrarse en el aprendizaje de la Biblia, en la historia de
las órdenes mendicantes y flagelantes, y convertirse en un
discípulo de Cristo, en un servidor de su causa, según el mandato
del Deuteronomio: «El Señor vuestro Dios quiere probaros para ver
si realmente le amáis con todo vuestro corazón y toda vuestra alma.
Seguiréis al Señor y le respetaréis, guardaréis sus mandamientos y
obedeceréis su voz, le serviréis y viviréis unidos a Él...».
Una noche, tras observarle en el
reclinatorio, con la espalda herida por las disciplinas impuestas
con violencia y convicción, el padre Amorós se le acercó, le limpió
la sangre con una toalla húmeda, le aplicó un egipciaco y le
ofreció dar un paso más en su camino hacia la redención y la
vocación de servicio al Señor. Con voz suave le propuso aprender
esperanto, un requisito indispensable para cumplir su misión. César
Vázquez desconocía de qué le hablaba y qué pretendía el padre
Amorós, pero aceptó sin hacer preguntas porque entendió que el
Señor manifestaba su voluntad por boca del fraile.
Encerrado en su cuartito avanzó día a día en
el conocimiento del idioma creado en 1887 por el doctor Lejzer
Ludwik Zamenhof para servir de lengua universal a los hombres, para
eliminar las barreras lingüísticas que exacerbaban los antagonismos
raciales y nacionales. Enclaustrado en su alcoba, a semejanza de
una celda de monasterio, la mesa repleta de libros y apuntes,
susurrando las lecciones para grabarlas en su memoria, comprendió
que aquella lengua le permitiría retornar a los orígenes de la
sabiduría divina, a la torre de Babel, la bab-ili o «puerta de
Dios», que levantaron los hombres en la llanura de Senaar antes de
que el Señor confundiera su habla. Un castigo que los fieles y
devotos superarían en Pentecostés como vaticinaba el libro de los
Hechos de los Apóstoles: «Al llegar el día de Pentecostés... Todos
quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas
extrañas... Al oír el ruido la multitud se reunió y quedó
estupefacta... por aquella maravilla, y decían: “¿No son galileos
los que hablan? Pues ¿cómo nosotros los oímos cada uno en nuestra
lengua materna?..”».
El padre Amorós se enorgullecía de los
constantes progresos de su discípulo. Por la noche, al quedar la
casa en silencio, le oía murmurar los principios de la gramática
esperantista incluso en sueños: «Los sustantivos terminan en —o,
los adjetivos en —a... Sustantivos y adjetivos forman el plural con
la desinencia —j, y el acusativo termina en —n...». Avanzaba tan
rápido en el aprendizaje de la lengua universal que pronto se
atrevió a leer el Antiguo Testamento en esperanto y a conversar en
el nuevo idioma. Estaba preparado para dar el paso
definitivo.
El padre Amorós le entregó una tabla con el
alfabeto Morse y cambió el estudio del esperanto por aquel código
que transformaba las letras y números en puntos y rayas. Había
llegado al final del camino. Sólo le quedaba ordenarlo «soldado del
Señor» para formar parte de una militia Christi en la
clandestinidad. Una militia Christi compuesta por hombres de
distinta nacionalidad pero con un mismo idioma, el esperanto.
Arrodillado en la capilla, frente a la
imagen de Cristo crucificado, el padre Amorós le hizo jurar que
guardaría silencio sobre todo lo aprendido y sobre cuanto le
confiaría de ahora en adelante, y así lo hizo César Vázquez,
poniendo a Cristo por testigo y jurando entregar su vida a la causa
del Señor y de la Iglesia. El padre Amorós le impuso las manos
sobre la cabeza, musitó la jaculatoria del bautismo de sangre y le
dio el nombre de Abdías, del hebreo abadyahu, «servidor de Yahvé»,
el nombre secreto que le identificaba como soldado de Cristo.
Después del juramento, en un acto solemne, le presentó una jofaina
llena de ácido sulfúrico y le pidió que sumergiera con suavidad las
palmas de sus manos en ella. Abdías lo hizo y sintió una quemazón,
un dolor punzante, un dolor como nunca antes había experimentado
durante las sesiones de autoflagelación, y un fuerte olor a
chamusquina.
Pasados unos minutos el padre Amorós le
ordenó alzar las manos. Sus palmas y yemas estaban completamente
quemadas por la acción del ácido. Le incitó a repetir la operación
con los pies. Abdías obedeció y sintió de nuevo el intenso olor y
el dolor terrible que ascendía por sus piernas y le alcanzaba la
coronilla. Apretó los dientes con fuerza para no proferir un grito,
hasta que el padre Amorós le permitió abandonar el suplicio y le
ofreció otra jofaina de agua fría y clara para enjuagarse las manos
y los pies. Su dolor remitió poco a poco. Después el dominico le
aplicó una pomada antiinflamatoria y antibiótica y le vendó las
extremidades a la espera de que las quemaduras cicatrizaran.
Tardarían alrededor de un mes, como había comprobado en otras
ocasiones. Transcurrido ese tiempo, la piel se habría regenerado
pero las huellas de Abdías habrían desaparecido.
Al día siguiente del bautismo de sangre,
Abdías abandonó la casa de acogida. El padre Amorós le facilitó un
piso de alquiler en el Turó de la Peira, un barrio obrero surgido
durante la inmigración de los años sesenta, y algún tiempo después
entró a formar parte del cuerpo de vigilantes jurados de la Sagrada
Familia.
* * *
Abdías bajó del metro en la estación de
Vilapicina y anduvo deprisa hasta un piso amenazado por la
aluminosis, que había convertido en su santuario particular. Nunca
utilizaba el ascensor, siempre subía por la escalera, y evitaba
entretenerse con los vecinos, a los que despedía con prisas y
excusas para no entablar conversación. Metió la llave en la
cerradura, abrió la puerta y entró. Respiró aliviado. Un estrecho
pasillo, con las paredes repletas de rosarios comprados en sus
viajes de peregrinación a diversos santuarios marianos, conducía al
comedor, un habitáculo reducido, amueblado sólo con una mesa, una
silla y un sofá de dos plazas con la tapicería repleta de
lamparones y algo raída por el uso. Colgadas del techo y sobre
peanas en las paredes había cientos de imágenes de madera, resina,
o escayola de la Virgen en sus diferentes advocaciones, decenas de
cristos crucificados, vírgenes convertidas en botellas de agua
milagrosa, estampas bendecidas en lugares como Montserrat, Lourdes,
Fátima, Carabandal, Czestochowa, Turzovka; recortes de prensa con
noticias y fotografías de las visitas de los papas Juan Pablo II y
Benedicto XVI a España, pósteres de los papas Roncalli, Montini y
Luciani, escapularios y relicarios de diversa procedencia, figuras
de santos modeladas en plástico y velones bendecidos en Año
Nuevo.
Se despojó del uniforme y, completamente
desnudo, entró en una habitación provista de una cama turca, una
mesita de noche, un armario ropero, un reclinatorio de madera y
anea frente a una gran imagen de Cristo crucificado y varios
cilicios de alambre de espino, zarzas y cuero, colgados de
alcayatas en las paredes. Se ató uno de los cilicios al muslo de la
pierna, se arrodilló frente a la imagen de Cristo y, con un flagelo
que colgaba del reclinatorio, se azotó la espalda mientras entonaba
un salmo: «El Señor da la muerte y da la vida, hace descender a los
infiernos y hace subir... El Señor aniquila a sus contrarios...».
Luego se frotó con ortigas los genitales para frenar los deseos
sexuales que le impedían conciliar el sueño.
Al concluir los rezos y la mortificación del
cuerpo se metió en la ducha. Abrió el grifo del agua fría y un
espasmo le recorrió el espinazo. La sangre de las heridas tiñó el
agua de rojo y desapareció por el desagüe. El frío alivió su
quemazón. Se secó con una toalla y observó su espalda en el espejo.
La tenía plagada de pequeñas cicatrices, de heridas abiertas por la
última flagelación y de costras que formaban extrañas geometrías
del dolor. Se cubrió con un albornoz y se preparó una cena frugal:
un consomé, una tortilla francesa de dos huevos, una rebanada de
pan y un vaso de agua. Después se tumbó en la cama turca, cogió una
traducción de la Biblia al esperanto y leyó el primero de los
libros proféticos. Miró la hora en el reloj que descansaba sobre la
mesilla: las diez y cuarto de la noche. Tenía que permanecer
despierto hasta las doce.
Desde su cama escuchaba el sonido de los
televisores a pleno volumen con la transmisión de un partido de
fútbol. Se concentró en la lectura de la Biblia, y a falta de pocos
minutos para las doce se levantó. Sacó de la mesilla de noche un
sobre precintado, rompió el lacre, con la figura de una cabeza de
perro coronada por un gallo, y leyó su contenido. Cuatro cifras:
18-16/42-34. Abrió las puertas del armario y se colocó frente a un
aparato de telegrafía compuesto por un transmisor mecánico y un
receptor registrador. En un teclado pulsó los números del sobre. La
antena instalada en la azotea se movió impulsada por el zumbido de
un motor eléctrico y se orientó hacia la posición señalada: 18º 16’
Este y 42º 34’ Norte. Abdías esperó a que la luz roja del tablero
de control se apagara y se encendiera una segunda de color verde.
Pulsó en el manipulador su número clave, el 315, y transmitió un
mensaje en esperanto y código Morse.
* * *
Sentado a la mesa de su despacho en la
Jefatura Superior de Policía, Munárriz no dejaba de pensar en la
muerte de la restauradora. Tenía montones de expedientes para
analizar y evaluar, cientos de informes de la División de
Investigación Criminal de los Mozos de Escuadra para leer, y debía
coordinar sus pesquisas con las realizadas por la Unidad de
Inteligencia Criminal de la Comisaría General de Policía Judicial,
pero no podía concentrarse en su trabajo. Las imágenes de la caseta
acudían a su mente como los fotogramas de una película a la
pantalla de cine. Cada vez que analizaba la secuencia de los hechos
se planteaba nuevos interrogantes.
Rastreó en su ordenador los datos de las
muertes violentas acaecidas en Barcelona durante los últimos seis
meses y no encontró ningún caso similar. De hecho la muerte de
Begoña Ayllón ni siquiera había sido calificada de muerte violenta.
Buscó en los expedientes de accidentes laborales y, pese a su
elevado número, ninguno encajaba en su perfil. Un trabajo limpio.
La puerta de la caseta estaba cerrada por dentro. Seguramente el
asesino disponía de una copia de la llave. Pero no podía entrar a
las bravas porque la muchacha habría gritado, se habría defendido y
alertado de la presencia de un extraño. Dedujo que a través del ojo
de la cerradura el sicario inyectó algún gas narcótico, como óxido
nitroso, ciclopropano, halotano o etileno, gases utilizados en
medicina y fáciles de conseguir en el mercado sanitario. La joven
quedó inconsciente y el sicario entró, colocó la escalera y el
libro de manera precisa para simular una caída, le cogió la cabeza,
la golpeó de forma certera contra la mesa y depositó el cuerpo en
el suelo en una posición acorde. Después abrió el ventanuco para
airear la caseta y disipar el gas y cerró la puerta de nuevo con
llave.
Pensó durante unos minutos y tomó la
decisión de investigar por su cuenta. El oficio le podía más que la
prudencia. Le arrastraba como la corriente de un río de montaña. Su
destino lo había forjado a golpe de impulsos, de corazonadas desde
el mismo día que se marchó a Bilbao para estudiar bachillerato en
un liceo. Su padre quería apartarle del mar, de las penurias de la
vida del pescador. Quería convertirle en abogado o médico, las dos
únicas profesiones que consideraba importantes. Munárriz terminó el
bachillerato y se matriculó en la Facultad de Derecho para
contentarle. La medicina siempre le produjo repelús.
Aprobó los dos primeros cursos y habría
continuado, aunque jamás se imaginó togado frente a un tribunal, si
Héctor Berazadi, uno de sus compañeros de piso, no hubiese
ingresado en la Academia General de Policía. Al principio creyó que
sólo quería fastidiar a su familia: una familia aberzale. Pero se
equivocó. Héctor llevaba a un policía en la sangre. Al concluir el
plan de estudios le asignaron a la Brigada de Información, y a
Munárriz le encandiló el dinero que Héctor ganaba todos los meses.
Dinero suficiente para sus gastos, para alquilar su propio piso y
vivir con absoluta independencia, para comprar ropa y salir de
bares y restaurantes sin tener que controlar el presupuesto. Héctor
le habló de su trabajo, de la libertad de horario, y Munárriz se
dejó arrastrar por la corriente. Abandonó la Facultad de Derecho e
ingresó en la Academia General de Policía.
Su padre se puso hecho una fiera. La policía
tenía mala imagen en el País Vasco debido a los años de dictadura.
Dejó de hablarle unos meses, pero después comprendió que su hijo
estaba obligado a cometer sus propios errores. A elegir su futuro
según su libre albedrío. Al completar su formación le destinaron a
la Brigada de Investigación Criminal y pateó las calles tras la
delincuencia común. De tarde en tarde quedaba con Héctor para tomar
zuritos y pinchos en cualquier bar del casco viejo de Bilbao y
hablar del trabajo y de los problemas que se vivían en el País
Vasco debido a los atentados terroristas. Un día Héctor abandonó su
amistad. Munárriz le telefoneó varias veces, le dejó infinidad de
mensajes en el contestador, pero no respondió a sus llamadas.
Cambió de domicilio sin dejar las nuevas señas. Se esfumó.
Muchos años después, en el ochenta y tres,
volvió a verle de casualidad. Su aspecto había cambiado, vestía de
forma distinta y gesticulaba con otros ademanes. Al principio dudó
que el sujeto acodado en la barra del bar fuese Héctor Berazadi,
pero al oírle pedir un vermú Perucchi se convenció. Se acercó y le
saludó como si el tiempo no hubiese transcurrido. Héctor simuló no
conocerle. Munárriz insistió en recordarle los viejos tiempos.
Entonces Héctor le agarró del brazo y le arrastró a los servicios.
Allí le confesó que estaba infiltrado en ETA, que el Héctor de
antaño había muerto. Munárriz se quedó de piedra, sin saber cómo
reaccionar, y se marchó en silencio.
Al poco tiempo de aquel encuentro fortuito
estalló el caso GAL. Temió que Héctor estuviera metido en el ajo.
Pero no lo estaba, había seguido su propio camino. Se convirtió en
un depredador solitario. Organizó su particular unidad
antiterrorista. Su nombre jamás apareció en las declaraciones de
los encausados por pertenecer a los Grupos Antiterroristas de
Liberación, pero cometió atentados en el sur de Francia por su
cuenta y riesgo: una bomba en un restaurante de Hendaya, otra en un
local aberzale de San Juan de Luz, un tiro en la nuca a un correo
de ETA... La tensión lo volvió loco y se convirtió en un lobo
estepario fuera de control.
Sus compañeros de la Brigada de Información
le localizaron en un piso del barrio de San Francisco, en pleno
corazón de Bilbao. Vivía como un marginado, como un indigente.
Llamaron a la puerta. Sonó un disparo. Se había volado la cabeza
para evitar el arresto. A partir de su muerte, Munárriz quiso
alejarse del País Vasco y solicitó el traslado a Barcelona.
No estaba dispuesto a tener que pedir otro
traslado. Entró en el despacho del comisario decidido a solicitar
la baja voluntaria por vacaciones. Su superior se disgustó por
comunicárselo sin la antelación necesaria para organizar el relevo,
pero Munárriz le tranquilizó. Pasaría por Jefatura y pondría al
corriente a su sustituto sobre los asuntos pendientes: un
seguimiento conjunto de la Unidad de Inteligencia Criminal y la
División de Investigación Criminal a una banda de narcotraficantes
y una operación de vigilancia, con intervención de teléfonos
incluida, a un grupo de nigerianos falsificadores de tarjetas de
crédito y cheques de viaje. El comisario se relajó al comprobar que
todo estaba bajo control. Llevaba semanas de trabajo intensivo, le
adeudaban días de vacaciones y tenía todo el derecho a reclamar sus
beneficios laborales. Además, Munárriz figuraba entre los mejores
agentes de su unidad, y no podía negarle el favor.
Capítulo
3
El edificio de La Vanguardia, en la calle
Pelai, conservaba el ambiente retro de los antiguos diarios con
tanta historia como noticias entre sus paredes. Munárriz entró en
el vestíbulo y solicitó a un conserje hablar con Mabel Santamaría,
redactora de sucesos. El hombre le rogó que esperara en una salita
anexa.
—¿Qué haces aquí? —exclamó Mabel, feliz y
sorprendida de verle.
—Voy a tomarme esas vacaciones.
—Perfecto —asintió complacida—. Veré cuándo
podemos marcharnos.
La cogió del brazo y la apartó de un grupo
de estudiantes que visitaba el periódico para familiarizarse con la
dinámica del oficio.
—No vamos a irnos a Elanchove —le dijo
Munárriz en tono grave—. He decidido investigar el caso de Begoña
Ayllón por mi cuenta.
—Lo sabía —sonrió Mabel—. Sabía que no
dejarías escapar la oportunidad. Eres un policía de raza.
—Sí... —Meditó un instante sin ningún
convencimiento—. ¿Puedes hacer unas indagaciones?
—Las que quieras.
—Rafael Vilaró es amigo de la familia
Ayllón, ¿correcto?
—Intimísimo —certificó Mabel—. Carlos Ayllón
y su mujer se hospedan estos días en su casa.
—Sonsácale sobre las amistades de la chica
—le pidió Munárriz—. Averigua si tenía enemigos, si salía con
alguien, dónde vivía... Necesito conocer a Begoña Ayllón como si
fuese mi hija. Pero hazlo con discreción. No quiero levantar la
liebre antes de tiempo.
—Descuida.
* * *
Munárriz metió la llave en la cerradura y
abrió la puerta de un empellón. Cogió a Mabel en volandas y la
llevó a la cama. Jugaron un rato, mientras se desnudaban el uno al
otro, y, como cada noche desde su reconciliación, hicieron el amor
para recuperar el tiempo perdido, las caricias robadas por la
distancia.
Mabel se tumbó en la cama, suspirando, y le
pidió que le acercara el bolso.
—¿Me has traído un regalo? —bromeó Munárriz
a su lado.
—Mejor que eso —dijo mostrándole un
llavero.
—¿Abren el cofre del tesoro? —rió, y se
colocó sobre ella para amarla de nuevo.
—Son las llaves del piso de Begoña
Ayllón.
—¿Qué?
—Carlos Ayllón ha pedido a Rafael Vilaró que
recoja las cosas de su hija y se encargue de mandárselas a El
Puerto de Santa María.
—¿Cómo las has conseguido?
—Estaba en el despacho de Vilaró y llegó
Carlos Ayllón. Vi cómo le entregaba las llaves. Esperé a que
saliera Vilaró, las cogí, hice una copia y devolví el original a su
sitio.
—Buen trabajo —afirmó complacido—. ¿Y qué
has averiguado?
Munárriz se sentó en la cama dispuesto a
escucharla. Había perdido todo interés en proseguir el juego
amoroso.
—Poca cosa —admitió Mabel contrariada—.
Hablé con Vilaró, de manera informal, y la chica parece un dechado
de virtudes.
—¿Tenía enemigos?
—No —dijo tajante—. Era la bondad
personificada. Colaboraba con varias oenegés. Gastaba el dinero de
su padre en ayudar a los demás porque se sentía culpable de la
fortuna familiar. Varias veces al año viajaba a África para
colaborar con agencias humanitarias e ingresaba una parte de su
dote personal en programas de desarrollo social en el Tercer Mundo.
El resto lo gastaba en comprar arte.
—¿Amigos?
—No tenía muchos —determinó Mabel segura—.
Desde que se echó novio y vino a Barcelona vivía apartada de sus
amistades.
—¿Qué sabes del novio?
—Poco —admitió—. Se llama Francisco
Bonastre, trabaja de ingeniero en una empresa de obras públicas, se
gana bien la vida y parece un buen muchacho. Begoña mantenía sus
relaciones sentimentales en la más absoluta reserva para evitar la
censura de sus padres, que son en extremo conservadores. Su madre
temía que cayera en brazos de un cazadotes. Pero el chico viene de
buena familia. Aquí tienes sus datos. —Le entregó un folio de
ordenador.
—¿Vivían juntos?
—No —respondió Mabel—. Cada uno en su
casa.
—¿Por qué estudió Bellas Artes?
—Para fastidiar a su padre, supongo. Carlos
Ayllón hubiese preferido que su hija se licenciara en Económicas o
Enología, se pusiera el frente de la empresa y tomara el relevo
generacional. Pero ella erre que erre hasta que se salió con la
suya.
—Restaurar edificios —opinó Munárriz— me
parece una excelente profesión.
—Sí, claro —convino Mabel, y siguió—. Carlos
Ayllón no tiene más hijos y cuando muera todo se irá al carajo. Sus
sobrinos se frotan las manos. Según me dijo Vilaró, esperan como
buitres para darse la gran vida. Si Bodegas Ayllón cae en sus manos
venderán las propiedades de la noche a la mañana, capitalizarán
varios millones de euros y los lapidarán en juergas, viajes y
mujeres. Pero el viejo no es tonto, y un minuto después de
enterarse de la muerte de su hija sus abogados organizaban una
fundación cultural en beneficio del arte. La Fundación Begoña
Ayllón Balaguer, que se sustentará con los fondos de la venta de
Bodegas Ayllón.
—¿Ha decidido vender el negocio?
—Eso parece.
—Los hijos nunca hacen caso a los padres
—dijo Munárriz con la mirada perdida—. Es la ley de la vida.
* * *
Estacionó en la plaza Adrià y descendió a
pie hasta encontrar el número de la calle Santaló donde residía
Begoña Ayllón. Un bloque de apartamentos de lujo, casi en la
esquina de Copèrnic, con puerta de entrada para el servicio,
portería dotada de mostrador y, en el sótano del inmueble, un
aparcamiento privado para los inquilinos. Empujó la pesada puerta
de hierro pavonado y adornos dorados y entró en un amplio vestíbulo
con sofá de cuero de tres plazas, una mesa de centro de metacrilato
y dos lámparas de bronce y pantallas de seda pintadas con motivos.
Todo limpio y acicalado, como correspondía a un edificio de
aquellas características. Al verle curiosear en los cajetines de
los buzones, el portero acudió a su encuentro.
—¿Puedo ayudarle? —dijo en tono
altivo.
—Busco el piso de Begoña Ayllón.
—La señorita Ayllón no está en casa
—respondió el hombre, algo inquieto—. Si quiere dejarle un recado,
con gusto se lo daré.
Munárriz miró al portero de hito en hito.
Vestía un traje de color azul, camisa blanca y corbata bien
combinada y, salvo por una chapita de metal grabada con el nombre
del edificio, nadie diría que se trataba de un uniforme. Parecía
buen tipo. Munárriz le mostró su placa y el hombre retrocedió de
forma instintiva. Enfrentarse a la policía siempre traía
complicaciones, y por nada del mundo quería verse envuelto en algo
turbio.
—No pensé... —se disculpó el portero. Quizá
se había excedido en sus funciones, pero había tanto mangante
suelto que cualquier persona ajena al inmueble le parecía
sospechosa.
—¿Puede decirme el piso? —le cortó Munárriz
mientras guardaba la carterita de piel con su placa reluciente como
el oro.
—Tercero, cuarta —murmuró aturdido al
comprobar que iba armado—. ¿Ocurre algo, señor...?
—Inspector Munárriz, de la policía
judicial.
—Debería llamar a la señorita Begoña y
decirle...
—No lo creo necesario. Está al tanto de mi
visita.
—¿Problemas?
—Limítese a responder a mis preguntas, por
favor.
—Sí... sí...
—¿Ha visto a alguien merodear por el
edificio?
—No —dijo rotundo—. Estoy muy pendiente de
la gente que entra y sale. Hace un par de años hubo un robo en el
primero segunda y desde entonces pongo más celo en la vigilancia.
La prueba la tiene en que le abordé apenas traspasó la entrada,
porque no me gustó su conducta. Perdón, no quería...
—¿Cuál es su buzón?
—Éste —le indicó el portero.
Munárriz sacó las llaves que le había
entregado Mabel, buscó la más pequeña y lo abrió. Encontró un sobre
con el membrete de la compañía del gas. Cerró de nuevo el cajetín.
El portero le explicó que una vez al día, a última hora de la
tarde, vaciaba los buzones de los vecinos que estaban de viaje,
para evitar que la correspondencia se almacenara y delatara su
ausencia.
—¿De viaje? —repitió Munárriz.
—Hace unos diez días —recordó el portero con
un dedo apoyado en la sien—. El lunes pasado no, el anterior, vi
salir a la señorita Begoña con una maleta, le pregunté adónde iba y
me dijo que a visitar a su familia. Si quiere puedo llamar a casa
de sus padres.
—No es necesario —se apresuró a responder
Munárriz; resultaba evidente que el portero desconocía la muerte de
la joven—. ¿Notó algo raro en su conducta?
—No. Siempre entraba y salía de forma
imprevista. Se iba de viaje a El Puerto de Santa María para visitar
a sus padres, en ocasiones a África, porque colaboraba con una
oenegé. La mayoría de las noches dormía fuera.
—¿Conoce a su novio?
—Sí —respondió desconcertado por el
interrogatorio.
—¿Ha venido por aquí la última semana?
—Que yo sepa no —dijo harto ya de tanta
pregunta—. Oiga —le mordía la curiosidad—, ¿por qué tiene llaves
del piso de la señorita Begoña?
—Soy amigo de la familia —argumentó
Munárriz—, y vengo a recoger unas cosas.
—Le acompaño.
—No hace falta. —Munárriz frenó en seco sus
intenciones—. Siga a lo suyo. Gracias por su colaboración.
—De nada, inspector.
El portero regresó a su garita, a su silla y
a su estufa eléctrica que le calentaba los pies, y Munárriz subió
al ascensor.
Las puertas se abrieron con un campanilleo
electrónico y una voz femenina recitó: «Tercer piso». Un gran
distribuidor, alfombrado para amortiguar los pasos, conducía a las
cuatro puertas de cada rellano. Apartamentos de soltero, de gente
que salía por la mañana a trabajar o estudiar y no regresaba hasta
la noche. Resultaría inútil llamar puerta a puerta para recabar
información, porque a buen seguro no habría nadie. Hizo la prueba.
Pulsó todos los timbres, uno tras otro, y nadie le abrió.
Se colocó frente a la cuarta puerta y
observó la cerradura: una Azbe de serie, como las instaladas en los
demás pisos. Sacó las llaves y cogió la que mostraba la tija
repleta de agujeritos y dientecitos. De las tres que formaban el
juego, la más pequeña correspondía al buzón, como había comprobado,
y la otra al portón de la calle. Metió la llave en la cerradura y
la giró un par de veces. El pestillo se deslizó con dos golpes
secos. Empujó la puerta y entró. Todo estaba revuelto, patas
arriba: la ropa de los armarios esparcida por el suelo, los cojines
de los sillones amontonados sobre la mesa del comedor, el colchón
de la cama apoyado en una pared, los cajones de las mesillas de
noche vacíos, los cacharros de cocina fuera de sus estanterías, los
cedés sin sus cajitas de plástico, los cuadros descolgados, los
tarros de cremas y champús vacíos... Alguien había revuelto cada
rincón a conciencia, pero sin romper nada para no hacer ruido. Un
trabajo de especialistas. Sus dudas sobre la muerte de Begoña
Ayllón quedaron despejadas. Quien la había matado también había
registrado su piso.
Inspeccionó el apartamento. Reducido, con
pocos muebles y adornos pero elegante. Sacó su libreta, anotó los
puntos más importantes de cuanto le había dicho el portero y señaló
algunos interrogantes: ¿adónde había ido Begoña Ayllón? ¿Por qué
mintió sobre el destino de su viaje? ¿Cuándo regresó a Barcelona?
Preguntas cuyas respuestas le acercarían al asesino.
En el salón comedor había un televisor Sony
Bravia HD-1080 de cuarenta y dos pulgadas, conectado a un
reproductor de Blu-Ray Disc, y a su lado, en un precioso mueble de
laca china, un aparato estéreo Bang & Olufsen. Los cuadros, que
el intruso había descolgado para comprobar que no escondían una
caja fuerte encastrada en la pared, correspondían a litografías
numeradas y autentificadas con las firmas de sus autores: Miró,
Kandinsky, Klee, Carrà, Morandi... Sus escasas nociones de pintura
(en algunas ocasiones investigó a bandas de ladrones de arte) le
permitieron valorar cada litografía en unos quince mil euros de
media. Una pequeña fortuna colgada de las paredes que el asesino
había despreciado. El motivo del allanamiento no estaba en el robo.
Los Mozos de Escuadra tampoco habían echado en falta objetos de
valor en la caseta de la Sagrada Familia.
Desde su teléfono móvil llamó a la comisaría
del Ensanche. Preguntó por el caporal Llopart y esperó la
comunicación con la música empalagosa de una canción de Bruce
Springsteen en versión sinfónica pegada a la oreja. Necesitaba
comprobar un par de datos. Pasados unos minutos la voz del caporal
de la policía autonómica sustituyó a la música del auricular.
—¿Sí?..
—Caporal Llopart —dijo cordial—, soy el
inspector Munárriz.
—Bona tarda —le saludó—. ¿Cómo le va por
Jefatura?
—Bien, bien —musitó, y fue directo al
grano—. Le llamaba por la chica de la Sagrada Familia...
—Se ha confirmado el accidente —le explicó
el caporal, ajeno a sus pesquisas—. Los dictámenes del forense y de
la División Científica no dejan lugar a dudas.
—Lo sé —disimuló Munárriz—. Como le dije el
padre de la chica es amigo mío, y le llamo para saber cuándo le
entregarán los efectos personales de su hija. Si pudiera
averiguarlo me haría un favor.
—No es preciso —respondió el mozo de
escuadra—. Los hemos remitido esta mañana a la Guardia Civil de El
Puerto de Santa María para que los pongan a disposición de la
familia.
—Gracias, caporal —dijo mientras buscaba un
argumento para tirarle de la lengua—. En el Registro de Defunciones
—fabuló— le han pedido al hombre el carné de identidad de su hija y
se pregunta si está entre sus objetos personales. ¿Podría consultar
la relación policial del contenido del bolso, por favor?
—Un momento.
Munárriz oyó posar el teléfono sobre la
mesa. Quería averiguar si el bolso guardaba el juego de llaves de
Begoña Ayllón o si el asesino se lo había robado. Apenas pasó medio
minuto y el caporal recuperó el aparato.
—Aquí tengo la lista —confirmó con el papel
en la mano.
—¿Puede leérmela?
—Sí, claro... Veamos —susurró—. Trescientos
euros en efectivo, unas gafas de sol, un lápiz de labios, un tubo
de crema hidratante, una botellita de colonia, un iPod, una agenda,
una carterita repleta de fotos de familia, un pase profesional para
acceder a su puesto de trabajo... y su DNI...
—¿Contenía más cosas?
—Un espejito de maquillaje —siguió leyendo—,
un paquete de clínex, un estuche de preservativos y un pañuelo de
seda.
—¿Es todo?
—Sí —afirmó, y repasó la lista con un ligero
murmullo.
—Gracias.
—Ya sabe dónde me tiene, inspector.
—Y usted a mí —correspondió al cumplido—.
¡Adiós!
No figuraba ningún llavero en el contenido
del bolso, lo que permitía suponer que el asesino había registrado
la casa después de matarla.
Echó una última mirada al salón y al
dormitorio. Sobre una mesa rinconera había un ordenador, un Mac de
pantalla plana. Se sentó a la mesa, conectó el aparato, a la espera
de que apareciera un listado de archivos, pero el monitor
permaneció en blanco. Pulsó varias teclas. Nada. Movió el ratón.
Nada. El asesino había formateado el disco duro. La memoria de la
cepeú había desaparecido. Profesionales, verdaderos profesionales.
Las cosas se complicaban.
* * *
A las ocho de la mañana oyó a Mabel abrir la
puerta del apartamento. Había corrido por el perímetro de la plaza
de la Virreina durante tres cuartos de hora, como tenía por
costumbre, y llegaba con la respiración entrecortada. Se metió en
la ducha y salió lista para emprender una nueva jornada en busca de
la crónica negra de la ciudad.
Los periodistas de sucesos pertenecían a una
raza especial en la profesión. Se jugaban el tipo husmeando en los
bajos fondos. No se conformaban con leer las noticias enviadas por
las agencias, acudir a ruedas de prensa organizadas por cantantes,
futbolistas, actores o políticos, sino que pateaban la ciudad, como
policías sin placa, para recabar información, infiltrarse en bandas
de delincuentes, localizar a personas desaparecidas o desentrañar
casos ya olvidados por las autoridades.
Munárriz estaba orgulloso de su compañera,
aunque su dedicación y profesionalidad le hubieran traído tantos
problemas... Pero eso ya formaba parte del pasado. Desayunaron
juntos y se despidieron hasta la noche.
Cogió su libreta de notas y buscó los datos
del novio de Begoña Ayllón. Vivía en el paseo de la Bonanova, una
zona aristocrática de la parte alta de la ciudad. Miró la hora. Las
ocho y media de la mañana. Calculó que todavía estaría en casa y
llamó al número que le había facilitado el servicio de información
telefónica. Escuchó los timbrazos al otro lado del hilo y de
repente una voz pastosa.
—¡Haló!...
—¿Francisco Bonastre?
—Sí..., sí... —titubeó aturdido por el
repentino despertar—. ¿Quién es?
—Sebastián Munárriz —dijo algo brusco—, un
amigo del padre de Begoña. Quisiera hablar con usted.
—¿Conmigo?
—Sí —insistió.
—¿Para qué?
—Necesito hacerle unas preguntas.
—No entiendo.
—Soy policía —soltó para espabilarle—.
Intento reconstruir los pasos de Begoña Ayllón la última
semana.
—Policía... —masculló en evidente tono de
preocupación—. ¿Sucede algo?
—Nada, créame —alegó Munárriz para no
alterarle—. Pura rutina.
—Pero si la policía investiga...
—La policía no investiga —le contradijo para
llevar la voz cantante—. Le he dicho que soy amigo del señor
Ayllón, y sólo pretendo averiguar qué hizo su hija para informar a
la familia. ¿Tiene algún inconveniente?
—No, desde luego.
—¿Cuándo podríamos vernos?
—Hoy al mediodía. Sobre la una y cuarto. ¿Le
parece bien?
—Sin problema.
—A esa hora almuerzo en el Compostela
—señaló Bonastre—, un restaurante de la calle Ferran, en el número
treinta.
—A la una y cuarto —convino mientras tomaba
nota del nombre.
—Espéreme en la barra.
—¿Cómo le reconoceré?
—Llevaré una carpeta con las siglas Coinsa,
la empresa donde trabajo.
—Allí estaré.
Dedicó el resto de la mañana a poner al
corriente a su sustituto de los casos que precisaban de
colaboración e intercambio de datos confidenciales entre la policía
nacional y la policía autonómica. Se lo había prometido al
comisario y no quería contrariarle.
* * *
Entró puntual en el Compostela, un
restaurante marisquería de cocina tradicional gallega, frecuentado
por ejecutivos y profesionales liberales que aprovechaban los
almuerzos para cerrar negocios o mantener contactos de empresa en
un ambiente distendido, periodistas de las emisoras de radio
ubicadas en la Rambla y funcionarios de la Generalitat o el
Ayuntamiento. Se acomodó en la barra, frente a una espumosa caña de
cerveza, y esperó a que alguien entrara portando una carpeta.
Pasados cinco minutos un joven alto, rubio, de pelo engominado y
aspecto de modelo, vestido con un traje de Ermenegildo Zegna, una
corbata de seda y un vade de piel con las siglas Coinsa abrió la
puerta, miró hacia la barra y esperó a que alguien le
reconociera.
—Sebastián Munárriz —dijo acudiendo a su
encuentro, y le estrechó la mano—. Encantado.
—Igualmente.
—¿Desea beber algo? —le ofreció Munárriz, al
tiempo que tomaban asiento en dos taburetes de la barra.
—Un bíter.
—¡Camarero! —alzó un poco la voz para
reclamar su atención—. Un bíter, por favor.
—Oiga —dijo nervioso Bonastre—. ¿De verdad
es policía?
—Si desconfía puedo mostrarle la
credencial.
—No malinterprete mi duda. Sólo que no
entiendo por qué un policía investiga la vida de Begoña.
—No lo pinte tan trágico —replicó Munárriz
para calmarle—. Como le dije soy amigo de Carlos Ayllón, y me ha
pedido que averigüe algunos datos sobre su hija. Nada más. No
busque tres pies al gato. Digamos —argumentó para zanjar el tema—
que son excentricidades de millonario.
—Sí —afirmó Bonastre—. El viejo siempre me
ha parecido algo extravagante —admitió—. Por cierto —cayó en la
cuenta—, usted no estaba en el funeral.
—No pude asistir —improvisó—. Problemas de
trabajo.
—Ya... —cabeceó dando un trago al bíter—.
Usted dirá.
—¿Dónde trabaja? —le preguntó Munárriz, que
a priori no descartaba a ningún sospechoso y el joven figuraba en
su lista. Por otra parte, le sorprendía la falta de congoja con
respecto a la muerte de su novia.
—Soy ingeniero y trabajo en Coinsa, justo
aquí al lado, una empresa de obras públicas con proyectos en varios
países del mundo. ¿Ha oído hablar de la presa de Gezhouba, en
China?
Munárriz asintió, aunque desconocía los
detalles.
—La bóveda de hormigón —dijo Bonastre
orgulloso—está diseñada y construida por Coinsa, y el cálculo de
fuerzas y presiones lo realizó el equipo técnico que dirijo.
—¿Cuánto tiempo hacía que conocía a
Begoña?
—Poco más de dos años —recordó sin
esfuerzo—. Ella elaboraba un informe para restaurar una iglesia
románica del Pirineo; yo estudiaba el aprovechamiento de los
recursos hidroeléctricos del valle del Escrita, y coincidimos en un
hotel de Espot. Después lo típico: llamadas de teléfono, viajes a
Barcelona y a El Puerto de Santa María, hasta que formalizamos la
relación.
—Begoña se instaló aquí. ¿Por qué?
—Le gustaba Barcelona —argumentó—. Quería
salir de El Puerto de Santa María. Buscar nuevos horizontes.
Hablamos mucho sobre la cuestión y finalmente decidió
trasladarse.
—¿Y vivir en casas separadas?
—Sólo para guardar las apariencias —sonrió
con malicia—. En realidad casi siempre estaba en mi piso. Bueno
—aclaró con un guiño de complicidad—, nuestro piso, porque lo
compramos a medias. Pero mantenía otro de alquiler en la calle
Santaló para tranquilidad moral de sus padres. ¿Me entiende? Los
señores Ayllón son una pareja muy tradicional, muy católica, como
sabrá. El padre incluso pertenece a una cofradía y en Semana Santa
desfila de cruciferario con su hermandad.
—¿Tiene llaves de ese piso?
—No —dijo—. Ya le he dicho que estábamos
casi todo el tiempo juntos. De hecho pasaba semanas sin ir por
allí. Aunque a veces lo utilizaba de oficina. Decía que en casa no
le dejaba trabajar, que no podía concentrarse.
—Comprendo —musitó Munárriz atando cabos—.
¿Observó algún comportamiento raro en ella?
—Los últimos días —soltó Bonastre un tanto
contrariado— no le veía el pelo. Se recluyó en su trabajo. La
llamaba y me ponía excusas para no quedar. Dejó de venir a dormir a
casa. Creo que no salía de ese garito que le instalaron en la
Sagrada Familia.
—¿Excusas de qué tipo?
—Trabajo, sólo trabajo —protestó—. Analizaba
la meteorización de la piedra.
—¿Perdone...?
—Los cambios químicos que experimenta la
piedra debido a la acción del agua, del oxígeno y del anhídrido
carbónico. Hay que conocer muy bien estos factores para saber qué
métodos de restauración deben emplearse.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Déjeme pensar. —Hizo memoria con un dedo
sobre los labios—. El lunes anterior al accidente me llamó para
decirme que se marchaba a Soria y quedamos dos o tres días antes,
el sábado o el viernes.
De momento Francisco Bonastre no mentía. Eso
le tranquilizó. Sus respuestas coincidían con las observaciones del
portero de la calle Santaló.
—¿Viajó a Soria?
—Eso me dijo —aseguró Bonastre—. Supongo que
iría a ver al padre Ramírez. Un cura que ejerce su magisterio en la
iglesia de Santo Domingo.
—¿Qué le unía a ese sacerdote?
—El padre Ramírez —le aclaró— es primo
hermano de la señora Balaguer, la madre de Begoña, y desde pequeña
han mantenido una relación muy estrecha. La bautizó, le administró
la primera comunión, la confirmación, y cada vez que coincidíamos
en El Puerto de Santa María se empeñaba en casarnos llegado el
momento.
—¿Ofició el funeral?
—No —dijo contrariado—. Tiene ochenta años y
anda fastidiado del corazón. La familia, según me contó el señor
Ayllón, no quiso que fuera para evitarle un dolor innecesario, un
dolor que podía desencadenarle una crisis cardiaca. Ya sabe lo
desagradable que son estas cosas. Pero el hombre lo sintió, lo
sintió con toda su alma porque como le he dicho estaba muy unido a
Begoña.
—¿Para qué visitó al padre Ramírez?
—No tengo ni idea —admitió con una mueca de
indiferencia—. Sólo me llamó para decirme que se marchaba a Soria,
y supuse que iba a visitarle.
—¿Sabe dónde puedo encontrarle? ¿Un número
de teléfono? ¿Una dirección?..
—Oficia en la iglesia de Santo Domingo
—repitió—. Pero desconozco más detalles.
—¿Compartían alguna confidencia?
—Como sacerdote no lo creo —negó Bonastre
convencido—, porque Begoña se declaraba agnóstica. Pero el padre
Ramírez es amante del arte, principalmente del arte sacro, y de
pequeña le metió el gusanillo en el cuerpo. Por eso estudió Bellas
Artes en contra de la voluntad de su padre. Carlos Ayllón nunca le
perdonó al cura que animase a Begoña a matricularse en Bellas
Artes.
—Habría preferido que su hija estudiase
Enología o Económicas —apostilló Munárriz, para simular cierto
grado de intimidad con la familia.
—Eso es. Pero el cura ganó la partida
—sonrió—. Begoña se licenció en Bellas Artes, se especializó en
restauración de edificios histórico-monumentales, y al terminar la
carrera el padre Ramírez le consiguió su primer trabajo. Restauró
la portada de la iglesia de Santo Domingo.
—Muchas gracias, señor Bonastre.
—¿Es todo?
—De momento —aventuró Munárriz—. Quizá
necesite hacerle otras preguntas más adelante.
—Quédese a almorzar —le propuso—. Yo invito.
Aquí hay excelentes mariscos y pescados.
—No, gracias. Tengo cosas que hacer. —Metió
la mano en el bolsillo y le entregó una tarjeta—. Si recuerda algo,
le agradecería que me llamara.
—¿Algo como...?
—Un detalle —dijo—, alguna actitud que
despertara su atención. No sé. Cualquier cosa.
—Descuide —asintió Bonastre, y guardó la
tarjeta—. ¿De veras no puede quedarse a comer?
—No, pero se lo agradezco.
—Pensaba emborracharle para conocer sus
verdaderas intenciones —bromeó el ingeniero—. No me creo que sólo
pretenda reconstruir los pasos de Begoña durante sus últimos
días.
—Es cierto. —Munárriz levantó el brazo como
si jurara ante un tribunal norteamericano—. Puedo
garantizárselo.
Dejó al joven en la barra del bar dando los
últimos sorbos al bíter mientras esperaba que el camarero le
acomodara en una mesa. Quizás esa frialdad fuera parte de su
carácter, o una forma de defenderse del dolor. En cualquier caso,
un nuevo interrogante se abría en su investigación.
Capítulo
4
Desde la ventana de su habitación en el
parador Antonio Machado de Soria, en el parque del Castillo,
Munárriz tenía una magnífica vista de la ciudad. Una capital de
provincia ni grande ni pequeña, turística debido a sus notables
muestras de arte y exquisita gastronomía. Bajó a la recepción,
solicitó un mapa del centro y un joven le trazó un amplio círculo
sobre el emplazamiento de la iglesia que le interesaba.
Condujo hasta el aparcamiento de la plaza
del Olivo. Estacionó el automóvil y por la calle de la Aduana Vieja
llegó a la iglesia de Santo Domingo, que formó parte del antiguo
convento del mismo nombre ocupado más tarde por las Madres
Clarisas. Dobló el mapa, lo guardó en un bolsillo y entró en el
templo.
Dos beatas, arrodilladas en los primeros
bancos, rezaban el rosario mientras el sacristán ordenaba y
limpiaba los objetos de la liturgia tras celebrarse el culto del
mediodía. Contempló unos segundos el magnífico retablo de madera
policromada que presidía el altar mayor. Después se acercó al
sacristán y le preguntó por el padre Ramírez. Con gesto indolente,
le señaló una puerta lateral.
Llamó con los nudillos, unos golpecitos
suaves pero que, amplificados por el eco y el silencio, sonaron
como dos aldabonazos.
—¡La puerta está abierta! —gritó
alguien.
La empujó. Un sacerdote, vestido de sotana,
se acomodaba con la punta del dedo unas gafas bifocales de montura
de concha en el puente de la nariz. Su calva le acentuaba las
arrugas de la frente, y su espalda, encorvada por los años, le daba
un aire peculiar. Sentado a su mesa del despacho parroquial, casi
oculto por un montón de legajos y una nube de humo que escapaba de
la pipa reclinada en un cenicero, el padre Ramírez anotaba en el
libro de registro los actos litúrgicos que debía celebrar el resto
de la semana. Se levantó, le invitó a sentarse con un gesto, cogió
la pipa y dio una calada profunda. Una voluta de humo le envolvió
la cabeza. Tosió, pero la tos estertórea no le impidió saborear
otra calada. Respiró hondo, para que el humo descendiera hasta sus
pulmones, y después lo soltó con deleite por los agujeros de la
nariz.
—¿Padre Ramírez? —dijo Munárriz al tomar
asiento.
—No sé por cuánto tiempo —bromeó el cura con
carraspera.
—Me llamo Sebastián Munárriz —le tendió la
mano— y me gustaría hablar unos minutos con usted.
—Si es para celebrar una boda canónica —se
le adelantó señalando el libro de registro— siento decirle que hay
lista de espera hasta el verano.
—No, padre, no. —Hizo un esfuerzo por
contener la risa—. Quiero hablar de una amiga común, Begoña
Ayllón.
—¡Descanse en paz! —Cambió el semblante y se
persignó—. ¿Conoce a sus padres? ¿Cómo están Carlitos y
Angelines?
—Bien, dentro de las circunstancias.
—Mi prima —comentó el padre Ramírez— siempre
ha sido muy sufridora con su hija. Nunca aceptó de buen grado que
se marchara a vivir a Barcelona. Ya sabe cómo son las madres.
—Tenía treinta años. No era una niña.
—No se trata de eso —arremetió el cura con
otra calada y la subsiguiente bocanada de humo—. A los hijos únicos
se les mima demasiado. Sus padres nunca le negaron nada. Angelines
no tenía otra ilusión que verla casada por la Iglesia, organizar
una gran fiesta, vestirse de gala y disfrutar de sus nietos.
—Cabeceó resignado—. Y Carlitos, qué voy a contarle de Carlitos. Su
mayor deseo hubiese sido llevarla del brazo al altar. Pero en la
vida de Begoña se cruzó ese tal Francisco y desbarató sus planes.
Abandonó su hogar, se marchó a miles de kilómetros de distancia y
digamos que mantenía una relación abierta con su novio. —Le miró a
la cara, esperando que aprobara sus palabras, pero Munárriz
permaneció callado—. No sabe las lágrimas que vertió Angelines
cuando la niña se marchó.
—¿No le cae bien Francisco Bonastre?
—Quizá no sea mala persona —admitió
frunciendo el ceño—, pero tiene ideas muy liberales. En varias
ocasiones me ofrecí a casarles y siempre salía por la tangente.
¿Comprende? Se declaraba ateo, y no figuraba en sus planes casarse
por la Iglesia. Creo —vaticinó convencido— que ni siquiera estaba
dispuesto a contraer matrimonio civil. —Resopló y dos chorros de
humo escaparon de su nariz—. Su actitud destrozó el corazón de
Angelines, que ahora se culpa de la muerte de su hija porque nunca
tuvo valor para impedirle que se marchara a Barcelona.
—Vivían separados —mintió para
tranquilizarle.
—No sea ingenuo —le amonestó el padre
Ramírez con una risa burlona—. Begoña alquiló un piso por
conveniencia, pero sus padres no son tontos y sabían que su hija
vivía amancebada con el novio. Todo esto hundió a Angelines
—sentenció abatido—. Hablo todos los días con ella y ni siquiera
encuentra consuelo en la fe.
—Es difícil afrontar la muerte de un hijo.
Los psicólogos aseguran que el subconsciente está preparado para
asimilar la muerte de los padres, pero no para hacerlo con la
muerte de los hijos.
—Y a usted, ¿qué amistad le unía a Begoña?
—preguntó el padre Ramírez intrigado.
—Nos conocimos en la Sagrada Familia —mintió
de nuevo Munárriz—. Ella trabajaba para evitar la meteorización de
la piedra y yo me encargo de la seguridad.
—¡Maldito accidente! —gruñó—. Segundo a
segundo me pregunto qué motivos tendría el Señor para reclamarla a
su lado.
—Ya... —Munárriz sacudió la cabeza—. Verá,
padre, estoy aquí porque Francisco Bonastre me dijo que Begoña le
telefoneó el lunes pasado para decirle que venía a Soria, y el
muchacho supone que se entrevistó con usted.
—Claro —aceptó el cura sin comprender la
duda—. ¿A qué iba a venir a Soria? Me gustaba hablar con ella, y a
ella conmigo. Pasábamos horas discutiendo sobre las teorías del
arte conceptual.
—¿Es usted un experto?
—No diría tanto. —El padre Ramírez se
sonrojó—. Sólo un estudioso del pensamiento humano a través del
arte. ¿Me entiende?
—¿Intenta explicar la psique del ser humano
mediante la evolución del arte?
—Sí. Creo que guardan un estrecho
paralelismo. ¿Nunca se ha preguntado por qué el ser humano sintió
la necesidad de producir obras de arte? Los antropólogos todavía no
tienen respuesta. Yo tampoco. ¿Y usted?
—Nunca me lo he planteado.
—Pues debería —le sugirió en un tono casi de
reproche—. Es un ejercicio muy sano. Le formularé la pregunta de
otra manera. ¿Por qué hace unos treinta y ocho mil años, en el
paleolítico superior, en plena expansión del Homo sapiens, se
inició el arte? —Munárriz arqueó las cejas—. Nadie lo sabe, pero es
indiscutible que las sociedades son un reflejo del arte que
ejecutan. El arte del Medievo, por ejemplo, se ajusta perfectamente
al pensamiento de su época. Verbigracia, estudiando el arte de la
Edad Media puede comprenderse a las sociedades medievales.
—¿De qué hablaron, padre?
—Es personal —contestó cortante ante su
falta de tacto—. ¿No le parece una pregunta indiscreta? Quizá
hablamos en secreto de confesión. No abuse de mi amabilidad —le
advirtió enérgico y con un dedo amonestador ante su cara—. Le he
atendido por deferencia hacia Begoña, pero no creo que pueda seguir
charlando con usted si continúa por ese camino.
—Lo siento, padre —se apresuró a
disculparse—. No pretendía molestarle.
El cura le observó en silencio, mientras
recargaba el tabaco de la pipa, y eso le dio unos segundos para
tramar un cambio de estrategia. No quería decirle la verdad, no
quería transmitirle sus sospechas para no alarmarle con una noticia
que ni siquiera había pasado por su cabeza, pero tendría que
hacerlo para obtener su colaboración. El padre Ramírez no le
confiaría el motivo de la visita de Begoña Ayllón salvo por una
causa justificada. Munárriz meditó su decisión. El cura apretó con
el dedo el tabaco en la cazoleta de la pipa y después le prendió
fuego con una cerilla. Dio unas caladas profundas y tosió de manera
convulsa.
—Quisiera pedirle perdón por mi conducta
—incidió Munárriz.
—No importa. —El padre Ramírez relajó la
tensión con el tono de voz—. Sólo le pido sinceridad, que respete
mi dolor por la muerte de Begoña. La quería como si fuese hija
mía.
Munárriz metió la mano en un bolsillo de su
trenca y dejó sobre el libro de registro su carterita de piel,
abierta frente a los ojos del cura, con la placa dorada que dejaba
patente su condición de policía. El padre Ramírez la cogió y la
observó con curiosidad, como si escudriñase los minúsculos grabados
de una biblia miniada. La cerró y se la devolvió con un gesto de
preocupación.
—Me ha mentido —le reprendió sin rencor—. No
la conocía.
—Lo siento, padre —dijo avergonzado—. No, no
conocía a Begoña Ayllón hasta el día que murió.
—¿Qué le ha traído a mí? —inquirió
desconfiado.
—Intento reconstruir los días anteriores a
su muerte.
—¿Por qué?
—Hay algo oscuro —respondió Munárriz de
manera ambigua.
El padre Ramírez parecía hipnotizado por sus
palabras. Clavó la vista en el humo que ascendía de la cazoleta de
la pipa, susurró una oración incomprensible, una especie de
Padrenuestro en latín, y después se persignó. Se quedó callado,
inmóvil, como si el tiempo se hubiese detenido en el espacio del
despacho parroquial. Levantó la cabeza hacia el techo e intentó
ocultar las lágrimas que descendían por sus mejillas. Sacó un
pañuelo de hilo del bolsillo de la sotana, se limpió los ojos y
suspiró para recuperar el control de sus sentimientos.
—¿Va a decirme qué ocurrió? —pidió con voz
trémula.
Munárriz le relató los hechos. Le rogó
discreción sobre su visita y le explicó que su presencia en Soria
formaba parte de una investigación privada. El cura cabeceó con las
palabras atrancadas en la garganta. Pocas veces en su larga vida se
había quedado sin argumentos, sin saber qué decir, ni cómo decirlo.
Recuperó la pipa, dio una calada y le miró tan fijamente a los ojos
que Munárriz sintió cómo le taladraban.
—Le ruego que me disculpe —dijo el cura con
remordimiento de conciencia—. Mi conversación con Begoña —admitió—
no está sujeta al secreto de confesión. Pregunte cuanto
quiera.
—¿Sin reservas?
—Sin ninguna reserva —autorizó.
—¿De qué hablaron, padre? Es importante para
conocer el motivo que la trajo a Soria —arguyó.
—De nada trascendente —certificó estupefacto
por su insistencia—. Créame. Hablamos de arte, como casi siempre.
Si le sirve de algo, nunca la confesé. Nunca me confió intimidades.
Begoña cumplía algunos ritos católicos para no disgustar a sus
padres. Pero salvo el día de su primera comunión, no creo que
volviera a confesarse.
—Su novio me comentó que andaba algo
preocupada.
—Me llamó el lunes por la tarde —recordó—
para decirme que el martes estaría en Soria y que deseaba verme. Le
dije que no había inconveniente, y el martes por la tarde se
presentó en la iglesia.
—¿Sabe cuántos días estuvo en Soria?
—Apenas uno —afirmó el cura seguro—. Que yo
sepa partió el miércoles a primera hora.
—¿Dónde se hospedó?
—En el hotel Ciudad de Soria.
Lo comprobaría para saber el tiempo que
había permanecido en la capital. Meditó unos segundos antes de
proseguir con las preguntas. El padre Ramírez respondía como un
autómata, como si hablase consigo mismo, pero sus palabras sonaban
sinceras. Estaba desconcertado. La noticia le había dejado fuera de
situación, como si hubiera recibido un golpe. Pero, sin saberlo, le
había facilitado una nueva vía de investigación: ¿dónde había
estado Begoña Ayllón entre el miércoles y el viernes?
—¿Sólo hablaron de arte? —insistió
Munárriz.
—Sí —dijo—. Bueno, también de sus padres, de
su novio... Pero fue una conversación informal. Begoña vino porque
estaba interesada en visitar la ermita de San Bartolomé y deseaba
que la acompañase.
—¿Está aquí?
—No —sonrió el padre Ramírez ante su torpeza
geográfica—. En la vecindad de Ucero. En un paraje
fantástico.
—¿Para qué deseaba ir a esa ermita?
—La verdad —habló pensativo—, desconozco el
motivo. Conocía de sobra el lugar. De pequeña la llevé varias veces
de excursión, y de mayor pasamos en San Bartolomé muchas horas
conversando acerca del arte medieval, de cómo se funden los estilos
en un equilibrio casi perfecto. Creo que allí se relajaba.
—¿Es todo?
—Sí —admitió—. Paseamos un rato junto al
río, charlamos y regresamos a Soria.
—¿Se interesó por algo en especial?
—Especial, especial, no —caviló intentando
recordar algún detalle—. Pero insistió en conocer mi opinión sobre
los canecillos y el rosetón de la ermita.
—Padre —le suplicó Munárriz desorientado—,
confieso mi ignorancia en temas de arte, y le ruego que me relate
los pormenores, que me explique de dónde partía su interés. ¿Qué
son los canecillos?
—Disculpe —dijo, y carraspeó como si
preparase su garganta para un largo monólogo—. Los canecillos, en
palabras comprensibles para un profano en la materia, son elementos
arquitectónicos que sobresalen de un plano y sirven para sostener
alguna cosa, como una cornisa, un alero o un tejado; y los
rosetones, ornamentos lineales, propios del arte medieval,
delimitados en círculo. Ahora —le ofreció—, en cuanto salgamos de
aquí, le muestro el rosetón y los canecillos de Santo Domingo y lo
entiende mejor. Una imagen vale más que mil palabras.
—¿Adónde vamos? —dijo Munárriz al verle
levantarse.
—A comer —sentenció el cura con una mano
apoyada en el estómago—. Son las dos de la tarde, y mis tripas
ronronean como un gato en celo. Acompáñeme. Será un placer seguir
la charla mientras degustamos algunos platos sorianos.
El padre Ramírez apagó el tabaco de la pipa,
lo vació en el cuenco de la mano con ligeros golpecitos y depositó
las hebras en el cenicero. Cambió el filtro y junto a la petaca
guardó la pipa en el bolsillo de su sotana. Salieron del despacho
parroquial y dio instrucciones al sacristán para cerrar a cal y
canto el sagrario y la puerta principal.
—Corren rumores sobre profanaciones y robos
de hostias consagradas para someterlas a ritos satánicos,
¡imagínese! —exclamó alzando los ojos al cielo. Después, de pie en
medio de la nave, señaló el rosetón abierto en la fachada
principal—. Observe qué maravilla —dijo con el brazo
extendido.
Munárriz asintió ante el magnífico juego de
luces producido por los cristales de colores.
—La mayoría de los rosetones —disertó el
padre Ramírez con autoridad— incorporan vidrieras, en especial los
ejecutados a finales del Medievo, pero los rosetones primitivos
derivan del oculus de las basílicas paleocristianas, y su
particularidad estriba en los trabajos de filigrana.
Abandonaron el interior de la iglesia, y en
el exterior el cura se detuvo frente a la magnífica portada
románica construida en la segunda mitad del siglo XII. Le explicó
orgulloso que su perfecto estado se debía a los trabajos de
restauración dirigidos por Begoña. Su primer trabajo, recordó
nostálgico. Le señaló la parte inferior del rosetón para mostrarle
los canecillos que sostenían el tejaroz que protegía dos estatuas
sedentes de Alfonso VIII y su esposa Leonor de Aquitania,
benefactores del templo durante la construcción de la fachada.
Munárriz contempló unos minutos la portada románica más bella de
Soria, mientras el padre Ramírez le relataba algunos detalles de
las arquivoltas semicirculares que descansaban sobre capiteles
sostenidos por columnas dobles en los extremos.
La portada estaba flanqueada por dos jambas,
rematadas por diez capiteles con motivos del Génesis, que sujetaban
el tímpano. Las arquivoltas mostraban una decoración de figuras en
forma radial. En la inferior aparecían los veinticuatro Ancianos
del Apocalipsis de san Juan, separados por un ángel y portando
instrumentos de música. La siguiente arquivolta ofrecía la
iconografía de la matanza de los Santos Inocentes. La tercera
representaba escenas de la infancia de Jesús. La cuarta
escenificaba la Pasión, y la quinta se reducía a una laboriosa
decoración vegetal. El tímpano enmarcaba un grupo escultórico
presidido por la Trinidad, con la Virgen encerrada en la mandorla y
escoltada por cuatro ángeles y los símbolos de los evangelistas,
junto a José y María. Una obra articulada mediante arquerías que no
correspondía a la tradición arquitectónica del románico soriano,
sino a los templos franceses, en especial al modelo de Notre Dame
de Poitiers.
—¡Nunca he visto una fachada igual! —exclamó
Munárriz al concluir el padre Ramírez su docta explicación.
—Sí. No puede imaginarse las horas que pasé
junto a Begoña estudiando los detalles de las iconografías con
motivo de su restauración.
—¿El rosetón y los canecillos de la ermita
de San Bartolomé son parecidos a éstos?
—No, en absoluto —aseguró el padre Ramírez—.
El rosetón de Santo Domingo muestra policromía y tiene cierto
diámetro, pero el de San Bartolomé es mucho más pequeño, menos
vistoso, pero más rico en hermetismo. Lo mismo puede decirse de los
canecillos.
—¿A qué se refiere?
—A la lectura esotérica de las piedras. No
está bien que un servidor de Dios y de la Iglesia hable de estas
cosas, pero he estudiado el tema y puedo garantizarle que la
simbología cristiana esconde una doble lectura.
—¿Esto le interesaba a Begoña? —preguntó
Munárriz un tanto sorprendido.
—Sí —contestó tajante el padre Ramírez—, y
coincidía conmigo en afirmar que las iglesias y catedrales
medievales esconden importantes enseñanzas relacionadas con la
Orden del Temple, la búsqueda del grial y la transmutación
alquímica, porque forman parte de un gran libro de piedra escrito a
lo largo del Camino de Santiago.
—¿Intenta decirme...?
—Sólo digo lo que sale de mi boca —incidió
el sacerdote, incómodo—. Si el obispado supiese que mantengo
ciertas teorías sobre el arte sacro sería carne de cañón de la
Congregación de la Observancia de la Fe. ¿Lo comprende? ¿Comprende
por qué debo andarme con pies de plomo antes de hablar de algunas
cosas? Por eso me mostré reacio a ser interrogado sobre mi
conversación con Begoña.
Munárriz asintió, aunque sin convencimiento.
El padre Ramírez observó su cara de incredulidad y le tomó del
brazo para caminar hacia la calle de la Aduana Vieja. Se detuvo
frente al restaurante Santo Domingo y le invitó a entrar.
El camarero acudió presto a sentarles a una
mesa apartada del bullicio de la barra, pero cómoda y resguardada
de las corrientes de aire, como reclamaba el párroco.
—¿Le puedo aconsejar? —preguntó el cura sin
molestarse en abrir la carta.
—Por favor.
—Anselmo —se dirigió al camarero que bloc en
mano esperaba el dictado de la comanda—, ¿hay judiones con chorizo
y morcilla?
—Para chuparse los dedos, padre.
—¿Y perdiz estofada?
—La mejor de Soria —presumió—. Cazada hace
sólo una semana.
—¿Qué le parece?
—Usted manda.
—¡Venga! —dijo—. No se hable más.
—¡Marchando!... —gritó el camarero hacia la
barra.
—¿No le parece un ágape demasiado fuerte?
—tanteó Munárriz.
—Con el frío las calorías se queman en un
santiamén. Además —se justificó—, usted todavía es joven y necesita
alimentarse bien. No me diga —espetó sobresaltado por la duda— que
sólo come verduras, va al gimnasio, se depila el pecho y utiliza
cremas para las arrugas.
—Verduras las menos posibles —respondió
siguiendo la broma—, mi gimnasio lo cerraron hace años, nací con el
pecho lampiño y la única crema que me gusta es la catalana.
El padre Ramírez rió, relajado por primera
vez. El camarero les sirvió el primer plato, acompañado de una
cesta con abundante pan y una botella de vino tinto Arzuaga Gran
Reserva, y el cura metió la cuchara, pescó un trozo de chorizo y un
par de judiones y se los llevó a la boca. Masticó con calma,
paladeó el guiso y cabeceó en señal de aprobación. Después hizo lo
propio con la copa de vino. Delicadamente, como si acercara el
cáliz de la eucaristía a sus labios, dio un sorbo y aprobó el
buqué. El camarero sonrió complacido y se retiró.
—Padre —insistió Munárriz tras saborear la
primera cucharada de judiones—, ¿podría hablarme de los canecillos
y del rosetón de la ermita de San Bartolomé?
—Sí, hombre —se avino con otro sorbo de
vino—. Pero quería hacerlo a pie de obra. Iba a proponerle que
fuéramos a la ermita. Sobre el terreno las cosas se comprenden
mejor.
—¿Está cerca?
—A setenta kilómetros. Un paseo, ya lo
verá.
—Gracias, pero no quisiera causarle más
molestias.
—Usted busca la verdad sobre la muerte de
Begoña y yo iría al fin del mundo para ayudarle a encontrarla
—sentenció.
—Quizá me lleve a la ermita y no saque nada
en claro —le advirtió receloso—, pero tengo la obligación de seguir
todas las pistas.
—No me cree, ¿verdad?
—Lo siento, padre —alegó con cierto pudor—,
pero las historias del Temple, del grial, de alquimistas... me
suenan a cuento chino.
—¿Eso piensa?
—Sí... aunque admito que mi información al
respecto es escasa.
—De acuerdo —le retó el padre Ramírez con la
boca llena de judiones—. Hagamos un ejercicio de praxis académica.
¿Le parece bien?
—Usted dirá.
—Ahora pregunto yo —dijo sonriente el cura—.
¿Qué ha visto en la portada?
—Un rosetón, arquivoltas...
—Me refiero —corrigió su pregunta— a qué ha
visto en las imágenes.
—La Virgen, los ángeles, los evangelistas,
pasajes escuetos del Génesis... Nada fuera de lo normal en la
iconografía cristiana tradicional.
—Me lo temía. —El cura se enjuagó la boca
con un sorbo de vino—. Empecemos por el rosetón —dijo dispuesto a
convencerle—. Para los ortodoxos sólo se trata de un elemento de la
decoración, pero su simbolismo hermético habla de la rosa mística,
la rosa que nunca se marchita, la rosa que señala la consecución de
la Gran Obra o quintaesencia. Los trovadores llamaban a María
«grial del mundo» y aplicaban este mismo término a la «dama del
jardín de las rosas», por eso el símbolo supremo de María Virgen es
la rosa, y el rosario, el objeto cumbre de la devoción mariana.
—Hizo un paréntesis para insistir—. Y en el rosario, ¿qué ve?
—Un instrumento de oración.
—Correcto —aprobó el cura—, pero si observa
uno de cerca verá que está formado por agallones en múltiplos de
cinco. El cinco es el número de la devoción mariana. La rosa en el
cristianismo se representa siempre con cinco pétalos, Cristo
recibió cinco heridas y el grial tuvo cinco transformaciones. La
rosa simbolizaba la quintaesencia, la consecución de la piedra
filosofal. La lapis non lapis, como la definía Rulandus, la «piedra
que no es piedra», el elixir de la inmortalidad según Avicena y
Kodar. La meta de la carrera alquímica.
—Curioso —admitió Munárriz al comprender que
un simple rosario contenía un simbolismo que lo transformaba en
algo más que un objeto de oración.
—Sigamos con nuestro ejercicio —propuso el
cura—. ¿Le dice algo la Virgen de la portada?
—Nada —afirmó indiferente.
—Como habrá observado —siguió el padre
Ramírez—, la Virgen aparece rodeada por una mandorla, es decir, por
una almendra mística, y la almendra simboliza lo esencial, lo
espiritual oculto en lo accesorio. Por ello se identifica con
Cristo, porque su naturaleza humana esconde su naturaleza divina en
el cuerpo de la Virgen Madre. Por esta razón, en la antigüedad la
almendra simbolizaba el embarazo y la fertilidad. De ahí que se
arrojaran almendras a los novios durante las bodas. Los griegos
llegaron a identificar el aceite de almendras con el semen de Zeus.
¿Observa la doble lectura?
—Sí —advirtió, ahora nuevamente interesado—.
Usted pretende demostrar que hay un mensaje oculto en las piedras,
visible para los iniciados, para los expertos en simbolismo, un
mensaje que pervive en el tiempo y sólo los adeptos pueden
descifrar.
—Me alegra que entienda mis palabras —se
congratuló el sacerdote—. Escuche. Resulta cuanto menos curioso que
el nombre hebreo de la almendra sea luz, el mismo nombre que recibe
una misteriosa ciudad subterránea, la ciudad de la inmortalidad,
que más tarde, tras la visión del patriarca Jacob, recibió el
nombre de Bethel, la «casa de Dios». La almendra que ha contemplado
en la portada de Santo Domingo simboliza la oscuridad, la
interioridad necesaria para alcanzar la sabiduría que conduce a la
quintaesencia. Por eso en latín vulgar amindula, «almendra», se
traduce por «oscuro».
—¿Qué esconde todo esto, padre? —preguntó
intrigado.
—Desde el punto de vista de la iconografía
cristiana una alegoría de la Virgen como madre del Señor —determinó
con seriedad—, pero con la visión de un hermetista el mensaje se
difumina. Podemos comprender que existen símbolos misteriosos, pero
no podemos descifrarlos porque carecemos del suficiente
conocimiento.
—Si los hermetistas están en lo cierto
—aventuró Munárriz metido de lleno en la materia—, la Biblia debe
interpretarse en un doble sentido: uno sagrado y otro
profano.
—Así es —convino el cura—. La Biblia está
escrita en clave hermética y para muchos expertos se trata de una
obra que habla del proceso alquímico. El Libro del Apocalipsis o la
Pasión de Jesús pueden interpretarse en clave alquímica. No me cabe
ninguna duda.
—¿En San Bartolomé ocurre algo parecido al
pórtico de Santo Domingo?
—¿Algo parecido? —sonrió el padre Ramírez—.
Para los hermetistas la ermita de San Bartolomé figura entre los
grandes puntos iniciáticos de la península Ibérica. Lo consideran
un enclave mágico, místico, sagrado...
—¿Por qué?
—Porque forma parte de las grandes
enseñanzas de la Orden del Temple, la más sabia de cuantas órdenes
militares hubo en la antigüedad.
El camarero se acercó a la mesa y el padre
Ramírez calló en seco. No deseaba que nadie le escuchara disertar
sobre ideas condenadas por la Iglesia. Munárriz pensó que
seguramente había estudiado los entresijos de la alquimia, el
esoterismo y el hermetismo, en la soledad de su templo, leyendo
viejos evangelios apócrifos, libros condenados por contradecir el
dogma de Roma, tratados sobre extrañas manipulaciones que obraban
en los minerales transmutaciones prodigiosas, que también actuaban
sobre el espíritu humano.
—Escuche —dijo el padre leyendo el
pensamiento de Munárriz—, mi búsqueda no debe entenderse como una
flaqueza de mi fe en Cristo, sino como un camino más hacia la
verdad absoluta, la única verdad que hace a los seres humanos
libres y les acerca a Dios. La verdad que proclama el Libro de los
Salmos: «Envía tu luz y tu verdad; ellas me guiarán, me conducirán
a tu montaña santa, a tus moradas...».
El camarero les sirvió dos perdices
estofadas y se retiró deseándoles buen provecho. Las perdices
tenían un aspecto jugoso, y el cura trinchó la carne hasta dejar
los huesos mondos y lirondos. Munárriz le siguió y comprobó que la
carne se deshacía en la boca como la miel en un cuenco de agua
templada. Una comida deliciosa. El padre Ramírez también entendía
de los placeres terrenales.
—¿Qué sabe de los templarios, señor
Munárriz? —insistió.
—No mucho, la verdad. Que fueron una orden
de caballería, que protegieron los Santos Lugares, que custodiaron
el grial, que sufrieron la persecución de un rey francés... He
leído alguna que otra novela histórica.
—Déjeme que le ponga en antecedentes
—solicitó amable al comprobar que sus nociones resultaban vagas en
extremo—. La Orden del Temple la fundó Hugo de Payns en mil ciento
diecinueve para proteger a los peregrinos que viajaban a Tierra
Santa. En realidad, su misión consistía en formar un ejército, de
carácter religioso y militar, para defender los Estados Latinos de
Oriente.
—¿Algo parecido a las Cruzadas?
—Digamos que sí —afirmó antes de seguir—.
Balduino II les concedió un palacio junto al templo de Salomón, en
Jerusalén, y de ahí tomaron el nombre de templarios o caballeros
del Temple, aunque en sus orígenes pertenecieron a la Orden de los
Pobres Caballeros de Cristo. Adoptaron como hábito una capa blanca
y una cruz roja, la cruz templaria, y su organización interna
seguía la regla del Císter.
—La regla de san Bernardo de Claraval
—subrayó Munárriz.
—Muy bien —aprobó el padre—. Déjeme hacer un
inciso para relatarle una curiosidad. —Munárriz asintió mientras
daba buena cuenta de la perdiz—. En el Concilio de Troyes san
Bernardo sentó las bases de la orden, y algunos años después
elaboró una regla de setenta y dos artículos, una regla que rendía
homenaje a los nueve caballeros que viajaron a Tierra Santa y
fundaron la Orden del Temple, porque el número onomántico de
setenta y dos es nueve.
—¿Todo tiene una doble lectura?
El padre Ramírez asintió.
—Por eso intento explicarle los recovecos de
la orden, para que comprenda mejor el simbolismo de la ermita de
San Bartolomé.
—Siga, se lo ruego.
—Muy pronto —continuó el cura— las numerosas
donaciones de los fieles, y sus buenos resultados en las finanzas,
permitieron a los templarios convertirse en una potencia económica
y controlar los intercambios comerciales entre Europa y Oriente.
Pero tras el descalabro de San Juan de Acre, en mil doscientos
noventa y uno, se transformaron en simples banqueros e
incrementaron su poder.
—Una vez leí —recordó Munárriz mientras
ensartaba un trozo de perdiz en el tenedor— que los templarios
inventaron el cheque de viaje, que se desplazaban sin necesidad de
portar dinero encima, sólo con un documento firmado.
—Es cierto —confirmó el sacerdote—, y ese
poder económico les llevó paradójicamente a la ruina. A principios
del siglo catorce —relató enfrascado en la charla— la orden tenía
más de quince mil adeptos y su riqueza hacía peligrar la
pervivencia de algunos Estados, entre ellos la Francia del
ambicioso Felipe el Hermoso. Por eso el monarca planeó su
desaparición. A la muerte de Bonifacio VIII, en mil trescientos
tres, el Rey controló la elección de Clemente V, un papa títere al
servicio de la corona. Clemente se sometió a la absoluta voluntad
del Rey y trasladó su residencia a Aviñón.
—La ciudad de los antipapas Clemente VIII y
Benedicto XIII, y hasta la Revolución Francesa una posesión
administrada por legados pontificios.
—No anda mal de historia después de todo
—ratificó el padre, complacido—. El principio del fin de los
templarios estaba servido —lamentó con la boca llena—. En mil
trescientos siete Felipe el Hermoso ordenó arrestar al gran maestre
de la orden, Jacques de Molay, y junto a otros caballeros fueron
acusados de herejía. Torturados bajo el hierro candente confesaron
sus pecados. Así Clemente V obtuvo la excusa que precisaba para
ordenar la detención de todos los caballeros en los reinos
cristianos.
—Una caza de brujas.
—Sí, ésa sería una buena definición de los
hechos —coincidió el padre Ramírez pensativo—. Mentira tras mentira
para acabar con los templarios, porque el Concilio de Vienne,
celebrado en mil trescientos once, no reconoció las acusaciones
vertidas sobre la orden. Pero ya todo daba igual. Las alegaciones
del Concilio no evitaron que el Papa dictara la bula Vox in excelso
y declarase la abolición de la Orden del Temple. En mil trescientos
catorce Jacques de Molay murió en la hoguera y los cuantiosos
bienes de la orden pasaron a la corona de Francia y a la Orden del
Hospital. Así se extinguió la mayor organización religioso-militar
de todos los tiempos.
—Hay algo que no comprendo, padre.
—No se lo reprocho —asintió el cura—. La
historia del Temple es tan apasionante como enigmática, y plantea
numerosos interrogantes. Si le sirve de consuelo llevo años
estudiándola y tampoco entiendo muchas cosas.
—¿Cómo pudieron acusarles de herejía?
—Ahí comienzan los grandes enigmas del
Temple —suspiró con impotencia—. Felipe el Hermoso les acusó de
herejes debido a sus prácticas homosexuales...
—¿Prácticas homosexuales?
—Sí —admitió el cura, sonrojándose a su
pesar—, pero dichas prácticas no deben entenderse como una
desviación anómala del placer sexual, sino como un rito de
iniciación en los misterios del cosmos y la alquimia. —Munárriz
parecía asombrado, y el cura prosiguió—. Felipe el Hermoso
necesitaba el apoyo del pueblo para disolver la orden, y una de sus
principales acusaciones hizo hincapié en la costumbre de los
caballeros templarios de besarse. Este simple acto bastó para
acusarles de sodomía y que la gente les viese con malos ojos.
—¿Por qué se besaban?
El padre Ramírez suspiró y antes de
continuar apartó el plato con los huesos de la perdiz como despojos
de una batalla.
—Las estrictas reglas de la orden obligaban
a los caballeros templarios a mantener una absoluta castidad, y en
algunos aspectos la regla insistía sobre los peligros de permanecer
en compañía de las mujeres. Por eso los templarios sólo podían
besar a sus madres y a sus hermanas... Pero los cargos presentados
por los inquisidores de Felipe el Hermoso citaban extrañas
prácticas de iniciación que les obligaban a desnudarse y a besarse
en las nalgas, el ombligo y la boca. Por último, se entregaban a la
sodomía. —Munárriz enarcó las cejas—. Geoffroy de Charney,
ejecutado en la hoguera junto a Jacques de Molay, aseguró en sus
declaraciones que tales prácticas fueron ciertas, y otros iniciados
las corroboraron.
—¿Hay una explicación? —preguntó Munárriz
sin comprender el intríngulis—. Me refiero a una doble
lectura.
—¡Evidente! —exclamó el sacerdote—. Los
templarios mantuvieron en Oriente relaciones con sabios árabes,
hebreos y gnósticos, y con grandes iniciados en la alquimia. Ahí
está la explicación a su conducta. De ellos aprendieron misteriosas
prácticas iniciáticas.
—Ya comprendo...
—Sus profundos conocimientos de teología les
permitieron comprender que su doctrina hundía las raíces en
mitologías y creencias mucho más antiguas —sostuvo el cura—, y
decidieron adoptarlas como una forma de incrementar su fe en
Cristo.
—Adoraban a Dios bajo ritos que consideraban
primigenios —dijo Munárriz intentando hilar los cabos de la
conversación.
—La mayoría de sus ritos nacieron de la
unión del misticismo oriental y el estudio de diversos documentos
alquímicos —continuó el sacerdote—, porque el orfismo todavía se
mantenía vivo en Oriente Medio. Los supuestos desenfrenos de los
templarios constituían la máxima expresión de la teología órfica,
heredera de los ritos mistéricos de Egipto.
—¿Egipto?
El padre Ramírez asintió.
—En Egipto nació el monoteísmo gracias a la
reforma de Akhenatón, de la cual tomó el modelo Moisés. Tenga
presente —le advirtió tras una pausa— que en muchas culturas la
sodomía sólo pretendía transmitir la fuerza espiritual o mágica del
iniciado al adepto y se entendía en el contexto de las prácticas
religiosas para entrar en comunión con los dioses.
—Una simple manipulación de las energías del
microcosmos para unirse al macrocosmos. El principio del
tantrismo.
—Notable —calificó el cura, considerándolo
ya un alumno aventajado—. El beso en el óculo trasero se practicó
en India, como rito y elemento de estimulación de la serpiente
Kundalini, la fuerza cósmica que anida en la base de la columna
vertebral, la serpiente del dios Siva, origen y fuente de las
energías sexuales y espirituales. La serpiente Kundalini se
identifica en el yoga con el canal energético que une los chakras o
centros de energía del cuerpo humano. La estimulación del kundalini
desata una energía que abre un tercer ojo, el ojo que permite la
visión del espacio y el tiempo.
—Y los templarios —interpretó Munárriz
siguiendo su línea argumental—, a través de las corrientes
culturales de Oriente, accedieron a estos conocimientos.
—Gracias a los alquimistas musulmanes
—avanzó el sacerdote— los templarios descubrieron las energías del
cuerpo y su posible vinculación con la energía del cosmos, la
capacidad de polarización cósmica de la piedra negra de la Kaaba y
que la torre de Babel nunca se concibió como tal, sino como el
menhir más grande de la historia de la Humanidad para concentrar
las fuerzas telúricas que propiciaban la obtención de la
quintaesencia.
Munárriz cabeceó lentamente, procurando
seguirle.
—Controlaron las energías telúricas y eso
les permitió realizar la transmutación alquímica, la transmutación
de los metales. ¿Eso pretende decir?
—Sí. Pero para controlar las fuerzas
telúricas y lograr la transmutación había que conocer el punto
inicial de las mismas, el umbilicus telluris, el omphalos del
oráculo de Delfos, el centro del mundo.
—¿Un centro místico?
—Eso mismo —ratificó el padre Ramírez—.
Muchos pueblos de la antigüedad creían en la existencia de un
centro del mundo cósmico, y diferentes culturas lo idolatraron
mediante una montaña artificial, un pilar, un árbol o un gigante.
¿Ha oído hablar de los zigurats? ¿De las torres escalonadas propias
de la arquitectura religiosa asiria y caldea?
—Sí —respondió.
—Desde el punto de vista simbólico los
zigurats equivalían a la «montaña cósmica». Sus siete pisos
representaban los siete cielos planetarios, como en Borsippa, o
lucían los colores del mundo, como en Ur. Incluso el cristianismo
adoptó esta creencia milenaria. El nombre del monte Tabor, de
Palestina, deriva de tabbûr, «ombligo» u omphalos, y en la
tradición cristiana el Gólgota se sitúa en el «centro del mundo»,
porque se identifica con la cima de la «montaña cósmica». La
leyenda asegura que Dios creó a Adán en el Gólgota y que allí mismo
yace enterrado. De esta manera la sangre de Cristo ungió el cráneo
de Adán, inhumado al pie de la cruz, y lo redimió. El beso en el
ombligo que practicaban los templarios encerraba esta enseñanza, el
verdadero secreto de la alquimia que permitía la transmutación de
los metales y el total dominio del cosmos.
Munárriz suspiró.
—Desde un punto de vista filosófico, no
tengo nada que objetar, pero con los principios de la ciencia
empírica no puede aceptarse que un grupo de monjes, vestidos con
capa y espada, sin conocimientos de física nuclear, pudieran
transmutar oro.
—No hay ninguna evidencia de que lograran la
transmutación —admitió el padre Ramírez, cauto—, pero hay relatos
históricos que apuntan en esa dirección.
—Padre —dijo Munárriz, de nuevo incrédulo—,
no puedo aceptar tales patrañas.
—Tampoco lo pretendo. Sólo quiero exponerle
unos hechos para que a pie de ermita juzgue mejor lo que allí le
relataré.
El camarero se acercó a la mesa al comprobar
que habían terminado el segundo plato e impuso sin saberlo un nuevo
silencio al padre Ramírez. Les ofreció la carta de los postres pero
habían comido y bebido en abundancia, y coincidieron en una
infusión digestiva como mejor colofón del almuerzo. El cura hizo
ademán de abonar la cuenta, pero Munárriz no le dejó. No podía
permitir que pagara la comida después de semejante clase
magistral.
* * *
Al salir a la calle el aire frío de la tarde
le espabiló. La comida, muy pesada en comparación con su dieta
diaria, la botella de vino, que habían apurado hasta la última
gota, y el cansancio del viaje provocaban en Munárriz una modorra
que le empujaba hacia el Parador, pero el deber le obligaba. Por el
contrario el padre Ramírez estaba fresco como una rosa. A sus
ochenta años mostraba una vitalidad envidiable.
—Tengo el coche en el aparcamiento de la
plaza del Olivo —le ofreció Munárriz con las llaves en la mano,
dispuesto a conducir hasta la ermita de San Bartolomé.
—¿En qué automóvil anda? —preguntó el
cura.
—Un Peugeot cuatrocientos siete.
—Entonces iremos en el mío —sentenció.
Munárriz no rechistó. Se limitó a
obedecerle. Caminaron por la Aduana Vieja, pasaron nuevamente
frente a la iglesia de Santo Domingo y siguieron un corto trecho
por la calle Santo Tomé hasta encontrar un Citroën 2CV berlina
aparcado sobre la acera. El padre Ramírez sacó una rudimentaria
llave y abrió la puerta del conductor. Se acomodó en el asiento y
liberó el cierre de la puerta del copiloto para que Munárriz
pudiera subir.
Enfiló la N-234 en dirección a Abejar. La
sierra de Cabrejas se alzaba a su izquierda. El Citroën ronroneaba
pero mantenía una velocidad constante de 70 kilómetros a la hora. A
Munárriz nunca le habían adelantado tantos coches. Algunos
conductores saludaban al padre Ramírez con toques de claxon y otros
le increpaban por su lentitud al volante. Pasaron Abejar, cuyos
manantiales de aguas ferruginosas tuvieron fama antaño, y al
emprender las primeras cuestas del puerto de Mojón Pardo, que
culminaba a 1.234 metros de altitud, el 2CV dio varios tirones,
redujo la marcha y el cura hizo un gesto de resignación.
¡Paciencia! Al descender recuperó sus habituales 70 kilómetros de
velocidad punta. Los pinares de Navaleno dieron paso a San Leonardo
de Yagüe, en las estribaciones de las sierras de Urbión y la
Demanda. Tomó el desvío a Ucero, la SO-920, y cruzó el pueblecito
vigilado por su castillo, propiedad de los obispos de Osma, que
conservaba altiva su torre del homenaje. Tras una curva muy cerrada
detuvo el automóvil en un aparcamiento.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó
Munárriz.
—Todavía faltan unos kilómetros —afirmó—,
pero quiero enseñarle algo.
Bajaron del coche. El aparcamiento estaba
rodeado de altos escarpes que sobrevolaban varios buitres leonados.
El frío penetraba hasta los huesos, y Munárriz se subió las solapas
de la trenca. El padre Ramírez le llevó hasta el pretil de un
puente de sillares. El aire soplaba fuerte, y el cura se sujetó el
faldón de su sotana, que le impedía caminar con libertad. Por la
carretera no transitaba ni un alma.
—Estamos —indicó el cura elevando la voz
para vencer el empuje de las ráfagas— sobre el puente del Nacedero,
y aquí debajo —señaló una charca— brota el Ucero, cuyo caudal se
incrementa con las aguas del río Lobos, el río que da nombre a este
cañón.
—¿Dónde está la ermita?
—En mitad del cañón. —Señaló la dirección
con el dedo—. A unos kilómetros de aquí.
—Este lugar sobrecoge.
—Por eso quería mostrárselo.
—Padre —comentó Munárriz con la vista
clavada en las aguas cristalinas de los ríos—, siempre pensé que la
principal misión de los templarios consistió en custodiar el grial,
pero de nuestra conversación deduzco que su meta estaba en la
obtención de la Gran Obra o quintaesencia.
—Depende de qué entienda por grial.
—El cáliz de la Última Cena —proclamó
Munárriz, extrañado ante su pregunta—. La copa en la que Jesucristo
instituyó la eucaristía.
—Ese cáliz o copa nunca existió —afirmó
tajante el padre Ramírez—. Marcos relata que Jesucristo celebró la
eucaristía y determina que utilizó una copa o cáliz. Pero Juan, en
su Evangelio, sólo presenta a Jesús en una cena de fraternidad
junto a sus discípulos. Una cena que en modo alguno constituye una
conmemoración de la Pascua o una institución simbólica de su
muerte. En el Evangelio de Tomás, y el Evangelio Q, no se menciona
ninguna tradición relacionada con la Última Cena. En mi opinión
—concluyó— el grial debe entenderse como un símbolo.
—Entonces, ¿la Última Cena es una fábula?
—preguntó Munárriz sorprendido.
—Eso parece —insistió el sacerdote—. En la
Didaché, redactada en la segunda mitad del siglo I, esta comida no
presenta la menor relación, ni en sus orígenes ni en su evolución
posterior, con la cena de Pascua, la Última Cena o el simbolismo de
la Pasión.
—Se trataría de una invención muy posterior
a los hechos.
—Así es —convino el padre Ramírez—. Tras la
muerte de Cristo algunos seguidores instituyeron el rito de la
Última Cena para representar y conmemorar su muerte. Vistos los
antecedentes no puede considerarse un hecho histórico. El grial
nunca existió.
—¿Dónde arranca la creencia?
—Buena pregunta —suspiró el cura—. La
historia del grial comienza con la sangre que mana de las heridas
de Cristo en la cruz. José de Arimatea la recogió en la misma copa
que supuestamente utilizó el Mesías durante la Última Cena para
instituir la eucaristía. Al día siguiente de la Resurrección los
romanos echaron en falta el cuerpo de Cristo y acusaron a José de
Arimatea de haberlo robado. Le encerraron en la cárcel y le
condenaron al hambre para obligarle a confesar dónde lo había
escondido. Pero José de Arimatea no se amilanó y una tarde Cristo
se le apareció en la celda, rodeado de una intensa luz, y le
entregó el cáliz.
—Una especie de entrega oficial —dictaminó
Munárriz—. Una forma de convertir la leyenda en dogma.
—Más o menos —asintió el padre Ramírez sin
entrar en detalles—. A partir de ese momento José de Arimatea se
alimentó gracias a una paloma, identificada con el Espíritu Santo,
que entraba en su celda y depositaba todos los días una hostia en
el cáliz para que le sirviera de sustento. Algún tiempo después,
hacia el año setenta, recuperó la libertad y emprendió el camino
del exilio seguido de sus fieles, entre los que figuraban su
hermana y su cuñado Born.
—¿Adónde se dirigieron? ¿A la ermita de San
Bartolomé?
—No, no... —rió el cura ante su equívoco—.
Según la leyenda del grial, durante la peregrinación se detuvieron
en un lugar indeterminado para construir una mesa similar a la
empleada por Jesús en la Última Cena. En dicha mesa, el puesto de
Cristo lo ocupó un pez, y el asiento número trece, el asignado a
Judas, quedó vacío porque según la tradición moriría quien lo
utilizara.
—De ahí la superstición negativa del número
trece.
—Sí —convino el padre Ramírez—. El «asiento
maldito o peligroso», como se denomina en la leyenda, hizo que el
número trece también se considerara nefasto en la cultura
cristiana.
—¿Y el pez? —preguntó Munárriz por
curiosidad—. ¿Qué pintaba un pez en sustitución de Cristo?
—San Agustín —le explicó el cura—, en
Civitate Dei, asegura que los primitivos cristianos se denominaban
a sí mismos ichtus, «pez», porque en dicha iconografía veían la
representación de Jesucristo o la eucaristía.
—No entiendo la relación.
—Es fácil —aseguró el sacerdote—. El vocablo
griego icthus contiene las iniciales de la frase Iesorus Christos
Theos Uios Sother, «Jesucristo, El Salvador, Hijo de Dios».
—Curioso, muy curioso —admitió el policía
perplejo—. Pero supongo que también hay una segunda lectura. Como
siempre.
—Sí, desde luego —afirmó el cura sonriente—,
porque el advenimiento de Cristo marcó la transición entre la era
de Aries y la de Piscis, y motivó que el «pez» sustituyera al
«cordero».
—Si algo he aprendido con usted —dijo
Munárriz convencido—, es que todo puede verse de dos formas
distintas.
—La vida es dual. Ya lo sabe: el bien y el
mal, el frío y el calor, la luz y la oscuridad, el hombre y la
mujer, el yin y el yang...
—¿Qué ocurrió después con el grial?
—A partir de este punto la leyenda se
ramifica y adquiere diversas formas —continuó el padre Ramírez—.
Algunas versiones relatan que José de Arimatea llegó a Gran Bretaña
y en Glastonbury, en el actual condado de Somerset, fundó una
capilla en honor a la Virgen María para depositar el grial. Otras
versiones sostienen que permaneció en Francia y encargó la
protección del Santo Cáliz a su cuñado Born, apodado el Rico
Pescador porque alimentó a todos sus seguidores con un solo pez,
reiterando así el milagro de Cristo. Según esta versión los
discípulos de José de Arimatea se establecieron en Avalon y allí
fundaron la Orden de los Caballeros Custodios del Grial y
construyeron una segunda mesa en el interior de un templo protegido
por un castillo, en un paraje denominado Muntsalvach o Monte de la
Salvación, que algunos autores identifican con el macizo de
Montserrat, en Cataluña.
—¿Y después? —insistió Munárriz.
—La leyenda se diversifica aún más —siguió
el cura—, pero hay un hecho común a casi todas las versiones. Por
causas desconocidas, Born recibió una herida en los genitales y a
partir de ese momento se le denominó el Rey Herido. A la par que
sufrió la herida, las tierras que rodeaban la fortaleza de los
Caballeros Custodios del Grial se volvieron yermas, los árboles
murieron, los ríos se secaron y el Santo Cáliz desapareció como el
agua de los ríos o los árboles, hasta que llegó el mago
Merlín.
—El fundador de la Mesa Redonda.
—La tercera mesa del Grial —especificó el
sacerdote— alrededor de la cual se reunía una hermandad de
caballeros encabezada por el rey Arturo. Por aquel entonces el
Santo Cáliz había desaparecido, como le he contado, hasta que una
noche de Pentecostés reapareció frente a los caballeros de la Mesa
Redonda proyectado sobre un haz de luz y cubierto por un velo. Pero
al poco tiempo desapareció de nuevo y los caballeros juraron
dedicar la vida entera a su búsqueda.
—Si el grial debe entenderse como un símbolo
—preguntó Munárriz—, ¿cómo puede buscarse algo inmaterial?
—De una manera espiritual —determinó el
padre Ramírez para completar su exposición—. A partir de ese
momento la leyenda se complica todavía más. Los caballeros pasaron
numerosas pruebas en clave de iniciación. Lanzarote estuvo a punto
de hacerse con el grial, pero sus amores adúlteros con Ginebra,
esposa del rey Arturo, se lo impidieron. Otro de los caballeros,
Gauvain, sobrino de Arturo, consiguió llegar muy cerca del Santo
Cáliz, pero finalmente fracasó porque estaba demasiado apegado al
mundo terrenal. Algunas versiones aseguran que sólo tres caballeros
encontraron el grial: Galaad, hijo de Lanzarote y de Elaine, a su
vez hija del Rey Pescador, que murió al contemplar el interior del
vaso sagrado; Bohort, el único que regresó a Camelot para narrar su
gesta; y Perceval o Parsifal, apodado el Tonto Santo a causa de su
inocencia, que tras su fracaso vagó durante cinco años en solitario
hasta que encontró de nuevo el camino que conducía al castillo del
Rey Herido. Allí consiguió curarle al plantearle una pregunta clave
en la simbología del grial: «¿A quién sirve el Cáliz?».
—Pero entonces —dijo Munárriz— no se trataba
de un símbolo, sino de un objeto tangible.
—Para mí —replicó el cura— el grial es sólo
un símbolo.
—¿Y qué representaría?
—En pocas palabras, a la Virgen María,
porque en su seno transmutó el espíritu divino en carne mortal. En
la Queste del Saint Graal, al entrar Galaad en Sarras con el Cáliz
hay una alusión directa a la misa de la Madre de Dios, y en
Perlesvaus y la Morte d’Arthur existen referencias concretas a la
misa de Nuestra Señora. Le diré más —prosiguió convencido—, en
Perlesvaus, una obra escrita con seguridad en Glastonbury, se
afirma que la Virgen oficiaba la misa y ofrecía a su Hijo como
sacrificio vivo. María, como Madre del Hijo de Dios encarnado,
recibió adoración por parte de los custodios del grial al
considerarla el vas electum, el «vaso elegido», el único y
verdadero grial.
—Una parte de la historia sagrada bastante
desconocida.
—Por supuesto —admitió el cura—, porque de
aceptar a María Virgen como oficiante la Iglesia perdería todos los
argumentos que esgrime en contra del sacerdocio femenino.
—Ahora lo comprendo —susurró Munárriz.
—En la Letanía de Loreto —siguió el padre
Ramírez—, de origen medieval, la Virgen recibe los nombres de vas
spirituale o «vaso espiritual», vas honorabile o «vaso honorífico»,
y vas insigne devotionis o «vaso de insigne devoción». María se
convirtió así en el propio cáliz, en el grial viviente, el
recipiente que contuvo al Niño Divino. Los trovadores que
practicaban el «amor cortés» llamaban a María «grial del mundo».
Una imagen puramente alquímica, porque María se asimila al
recipiente hermético donde se gesta la quintaesencia, el nacimiento
del niño divino, Mercurio.
—Su argumentación parece fundamentada
—afirmó Munárriz convencido.
—Una alegoría alquímica postula: «In
mercurio est quidquid quaerunt sapiens», algo así como «En el
mercurio está cuanto buscan los sabios». Por esta razón, en los
libros mudos el mercurio se representaba con la figura de un niño.
Claro está —dijo el cura para evitar confusiones—, que el mercurio
de los alquimistas no guarda ninguna relación con el mercurio
obtenido del cinabrio. Además, el grial esconde una doble
naturaleza. De un lado la Virgen Madre y del otro el Rey del Grial,
una fusión mística de Cristo y María como simbolizan las figuras
andróginas de la alquimia, que representan la naturaleza divina con
la dualidad hombre y mujer, anima y animus. —Munárriz lo seguía
atónito; el padre Ramírez prosiguió, mientras el rumor del agua
acariciaba sus palabras—. En alquimia María equivale al vas
mirabile, el recipiente hermético en el que los alquimistas mezclan
los elementos para la obtención de la quintaesencia, como se
mezclaron los elementos de la creación en la cratera griega y el
kernos de Eleusis. De ese recipiente místico nació el filius
philosophorum, el «hijo de los filósofos», el niño que en alquimia
simboliza la sabiduría que nace del vaso o útero y, por
antonomasia, del grial identificado con el vientre de María.
—Fascinante —musitó Munárriz—. Según esta
teoría los templarios no protegieron un vaso, el cáliz de la Última
Cena o el santo grial, sino el secreto de la transmutación
alquímica oculto bajo su símbolo.
—Puedo estar equivocado, pero eso creo
—asintió el padre Ramírez—, porque la voz «grial» adopta en algunos
textos medievales la forma sangreal, muy ambigua. Tan ambigua que
dependiendo de cómo se interprete alude al san greal, el «santo
grial» conforme a la tradición de José de Arimatea; o a una sang
real, la «sangre real» de un linaje regio e iniciático. Según mi
opinión el grial simbolizaría la transmisión, de generación en
generación, de los secretos iniciáticos, los secretos de la
transmutación alquímica.
—A través de un linaje místico —siguió
Munárriz—, la descendencia de Cristo, la dinastía merovingia. ¿Eso
cree?
—No quiero pecar de apóstata, pero la fe,
desde mi punto de vista, no puede estar encorsetada por el dogma,
por la infalibilidad papal, por decisiones tomadas en el Concilio
de Trento. En Trento se establecieron los libros canónicos, pero la
ciencia ha avanzado mucho en cinco siglos y han aparecido nuevos
documentos que deberían tenerse en cuenta antes de negar un posible
linaje de Jesús.
—Estoy de acuerdo, padre.
—La mayoría de libros apócrifos —argumentó
el cura para aclarar sus palabras— defienden la descendencia de
Jesús. Incluso el Nuevo Testamento habla de los hermanos de Jesús:
Santiago el Menor, José, Simón y Judas. Pero la Iglesia no los
acepta como hermanos, en el sentido estricto de la palabra, sino
como primos, y mucho menos acepta que Jesús contrajese matrimonio
con María Magdalena.
—Se desmoronaría el dogma.
—Ahí está la clave —coincidió el sacerdote—.
Tenga presente que en la Edad Media, durante la lectura de las
Sagradas Escrituras en los conventos, a san José se le denominaba
Pater putatibus, porque María concibió a Jesús sin la intervención
de su marido. Con el paso del tiempo pasó a citársele sólo con las
siglas «P. P.», y de ahí la costumbre de llamar «pepes» a los
«josés».
—¿Se reconocía a la Virgen como
adúltera?
—Puede decirse así —admitió el padre
Ramírez—. Espere a llegar a la ermita y comprenderá mis
argumentos.
—Pues si le parece —sugirió Munárriz
impaciente— pongámonos en marcha.
—Sí —dijo el cura adelantándose—. No falta
mucho.
* * *
Montados en el 2CV reemprendieron el camino.
Al abandonar el aparcamiento, Munárriz comprendió por qué el padre
Ramírez había preferido viajar en su automóvil: dejaron el asfalto
para entrar en una pista forestal llena de baches, surcos y
regatos. En un bosquecillo numerosos rabilargos revoloteaban entre
las ramas. A la izquierda, el cauce del Lobos mostraba las grandes
hojas de los nenúfares amarillos que colonizaban sus aguas,
vigiladas desde los árboles por varios martines pescadores que
intentaban capturar a las bermejuelas que se ocultaban
debajo.
El padre Ramírez detuvo el coche frente a
una cadena de hierro que cortaba el paso y le entregó una llave
para abrir el candado. La pista estaba cerrada a los vehículos de
motor para evitar la invasión de turistas los fines de semana. Poco
a poco, acompañados por la espesa columna de polvo que levantaba el
2CV, penetraron en la parte más estrecha del cañón. Las oquedades
de las paredes más altas escondían numerosos nidos de buitres
leonados, fáciles de descubrir por el color blanco de las
deyecciones. El cura aparcó en una enorme explanada avenada por las
aguas del Lobos y presidida por la ermita de San Bartolomé y la
cueva Grande.
—¡Fin del camino! —exclamó sobre el chirriar
del freno de mano.
—Un sitio maravilloso —admitió
Munárriz.
—Espero —sonrió complacido el padre Ramírez—
que recuerde nuestra charla en el restaurante porque ahora va a
hacerle falta. Sígame, por favor.
El párroco cruzó un pequeño puente de madera
sobre el Lobos y se colocó frente a la entrada principal de la
ermita. El silencio permitía escuchar el murmullo del agua y el
canto de los pájaros. Las siluetas de los buitres, en vuelo
coronado, corrían como fantasmas por el cielo.
—Bien, señor Munárriz —dijo el padre para
reclamar su atención—. Aquí tiene la ermita de San Bartolomé, el
último vestigio de un antiguo monasterio templario construido en el
siglo doce. Las marcas de cantería de algunas piedras permiten
suponer que lo construyeron maestros picapedreros de
Aquitania.
—Debo admitir —dijo Munárriz embelesado por
la hermosura del lugar— que este paraje cautiva incluso aunque sólo
se contemple con ojos de turista.
—Se lo advertí. Por eso quería
traerle.
—¿Conoce el nombre del antiguo
monasterio?
—Algunos historiadores hablan del cenobio de
San Juan de Otero, fundado por bula del papa Alejandro III en mil
ciento setenta, pero otros lo sitúan un poco más lejos, en Peroniel
del Campo, Tozalmoro o Mazalvete.
—¿Dónde está aquí la doble lectura?
—Ha aprendido bien la lección —bromeó el
sacerdote—. El simbolismo hermético está en su propio enclave, a
mitad de camino entre el cabo de Creus, el extremo más oriental de
la península Ibérica, y el cabo de Finisterre, su territorio más
occidental. Esta ermita señalaría un punto telúrico, un punto de
concentración de energías, uno de los umbilicus telluris, de los
centros de la Tierra que los templarios simbolizaban con el beso en
el ombligo. ¿Recuerda? —Se llevó el dedo índice a la cabeza—. El
ombligo del ser humano marca el centro del cuerpo. Por esta razón
los yoguis y los ascetas de la Iglesia oriental hacen de la
contemplación umbilical un principio cósmico. —Munárriz seguía sus
explicaciones atento—. Hay otros indicios —prosiguió el cura su
explicación—; por ejemplo, en la capilla meridional o en la puerta
septentrional unos triángulos invertidos y flechas indican las
rutas hacia varios lugares. Pero lo más sorprendente es que la
ermita se sitúa en el centro de una cruz de pata de oca de cuarenta
grados, en cuyas prolongaciones se alzan poblaciones templarias de
renombre hermético, como Caravaca, donde en mil doscientos treinta
y dos se produjo el milagro de la Cruz; o Culla, una importante
villa templaria en el Alto Maestrazgo...
—Supongamos que está en lo cierto, padre
—teorizó Munárriz aunque le costaba admitirlo—. Entonces esta
ermita, debido a las fuerzas que concentra, sería el lugar idóneo
para efectuar una transmutación. ¿Es así?
—Cuanto menos una transmutación espiritual,
porque la ermita de San Bartolomé está dentro de los cientos de
caminos que conducen a Santiago de Compostela. Frente a ella se
abre la cueva Grande —siguió para reforzar su argumento—, y tenga
en cuenta que las grutas formaban parte de los ritos de iniciación
como símbolo del regresus ad uterum, del regreso al útero materno,
al principio cósmico. Por eso, en el arte de la Iglesia oriental el
nacimiento de Cristo se representa en una cueva. La cueva se
convierte aquí en la matrix mundi, en la «matriz del mundo», el
elemento de la fecundación cósmica.
Munárriz se quedó unos instantes callado, y
el padre Ramírez adivinó de nuevo su pensamiento.
—Todo esto y otras muchas cosas le
interesaban a Begoña —dijo con seriedad—. Pero esencialmente
buscaba la verdad. El día de marras, vinimos porque quería ver los
canecillos y el rosetón.
—¿Ese rosetón? —señaló Munárriz.
—Sí. Ése. Uno de los más simbólicos de
Europa.
—Parece una sucesión de corazones
entrelazados.
—Me complace que mire el arte con mente
abierta —afirmó el sacerdote satisfecho—, porque los rosetones por
sí solos entrañan ya un símbolo: la representación de la piedra
luminosa, la cristalización de la materia, el ojo del templo, el
ojo místico capaz de observar el final del camino que emprende el
adepto.
—Un símbolo de concentración de energías,
que ratifica a la ermita como punto telúrico de importancia.
—Los rosetones —continuó el párroco— están
elaborados con luz, y esa luz magnifica la idea del círculo, el
mismo círculo que guió la enseñanza del grial, recuerde que sus
mesas fueron redondas.
—Recuerdo perfectamente su
disertación.
—Este rosetón, como muy bien ha advertido
—prosiguió el padre Ramírez—, está compuesto por una filigrana de
cinco corazones porque los antiguos entendían al corazón como el
órgano vital de la vida, que guardaba una estrecha relación con el
centro energético del cuerpo humano. Por este motivo en India
consideran al corazón el punto de contacto con Brahma, el padre de
todos los dioses, el creador del universo; y en el judaísmo y el
cristianismo es refugio de la sabiduría. Los corazones de este
rosetón son cinco porque el número cinco representaba el centro de
los nueve primeros números, el centro de los cuatro elementos
fundamentales de la alquimia occidental, por eso Jesús recibió
cinco heridas en la cruz y las columnas de la piedad del islam
también son cinco. Y recuerde —dijo para que atara cabos—, el cinco
es el número de María.
—Nada obedece al azar.
—Absolutamente nada, señor Munárriz. Todo en
este mundo, y en sus diferentes culturas, encaja con la sincronía
de las piezas de un reloj. En India, por ejemplo, el cinco
simboliza el principio vital y Siva, el tercero de los dioses de la
tríada hindú, se representa en ocasiones con cinco rostros, el
quinto mirando al cielo para simbolizar el eje del mundo. Estas
creencias llevaron a los alquimistas a buscar la piedra filosofal,
la piedra de la transmutación o quintaesencia, el quinto elemento
que permitía unir los cuatro ya conocidos: tierra, aire, agua y
fuego; el espíritu creador capaz de perpetuar la vida, el elixir de
la inmortalidad, por eso muchísimas iglesias y catedrales
medievales contienen el número cinco en sus ornamentaciones.
—Un mensaje para los adeptos —especuló
Munárriz—. Un mensaje sobre la consecución de la piedra filosofal o
quintaesencia, la transmutación alquímica.
El cura se limitó a asentir.
—¿Qué pensaba Begoña? —preguntó Munárriz de
sopetón.
—Lo que usted mismo acaba de decir: que las
piedras de esta ermita escondían importantes símbolos alquímicos
—afirmó el cura—. Yo soy de la misma opinión. Acompáñeme, por
favor.
El padre Ramírez le cogió del brazo, para
evitar perder el equilibrio y dar un traspiés, y le condujo a la
parte del ábside. El terreno estaba resbaladizo, y caminó despacio
hasta colocarse frente a la estructura semicircular del mismo. En
lo alto, en la línea divisoria entre el muro y la cubierta, le
señaló una sucesión de canecillos con extraños símbolos, cruces,
figuras de animales y otros elementos difíciles de catalogar.
—Rodeemos la ermita —propuso el sacerdote al
soltarle el brazo—. Así comprenderá la idea de centro de este
lugar, porque a medida que avanzamos de naciente a poniente los
canecillos hablan de María como símbolo del grial.
Empezaron a caminar, y a cada paso el padre
Ramírez se detenía, alzaba el brazo con un dedo inhiesto y señalaba
un canecillo para explicarle su significado, para interpretar el
símbolo hermético que escondía y formaba parte de un libro pétreo
para comprender la verdad. Una verdad que se manifestaba a muy
pocos elegidos.
—Begoña —dijo el cura— se interesó por esta
cruz volumétrica compuesta por dos cruces del martirio, a su vez
formadas por una doble cruz de tau, como símbolo del cielo y la
tierra, porque la cruz de la Pasión está compuesta por cuatro
cruces de tau que representan a los cuatro elementos de la alquimia
y configuran una quinta cruz: la quintaesencia. Para que lo
comprenda, el tau corresponde a la última letra del alfabeto
hebreo, equivale a nuestra T, y en alquimia simbolizaba el final o
culminación de la Gran Obra.
—¿Esta cruz indica que la ermita contiene el
secreto de la transmutación?
—O lo contenía —dudó el padre Ramírez—,
porque muchos símbolos se han perdido con el paso de los
siglos.
—¿A qué conclusiones llegó Begoña?
—No me lo dijo —aseguró el cura pensativo—.
Ayudada de un metro láser midió los brazos de la cruz y su vertical
y calculó el volumen.
—¿Para qué?
—Le pregunté —contestó el sacedorte— y me
respondió que para un estudio sobre el simbolismo en el arte
cristiano medieval.
—¿La creyó?
—¿Por qué no? Esta cruz figura entre los
pilares del simbolismo cristiano. En la Epístola a los Hebreos o
Epístola de San Bernabé, porque Tertuliano la atribuye a este
santo, se lee: «Crux in littera T gratiam erat signatura», que
traducido significa: «La cruz en la letra T debía simbolizar la
gracia», y sólo los puros de corazón, quienes estaban en gracia,
podían alcanzar la transmutación. Por eso el ángel del Apocalipsis
marcará con el tau la frente de los predestinados, de los
puros.
El padre Ramírez continuó su paseo por el
perímetro de la ermita y se detuvo de nuevo para señalar con el
dedo uno de los canecillos: una estrella de diez puntas. La
estrella simbolizaba la luz espiritual que penetraba las tinieblas.
El diez era el número sagrado de la totalidad, el número que
representaba a Dios. Por eso en la Biblia aparecía como número de
un conjunto (el Decálogo, los diez patriarcas antes del Diluvio,
las diez plagas de Egipto, las diez vírgenes, los diez leprosos,
los diez vicios que excluyen del reino de los cielos...).
Avanzó despacio hasta detenerse bajo la
figura de un pulpo.
—¿Un pulpo tan lejos del mar?
—El pulpo —argumentó el sacerdote— estuvo
siempre asociado a la constelación del Cangrejo, que se extiende de
los noventa grados a los ciento veinte de longitud astronómica. El
Sol penetra en esta región a principios del verano, el veintiuno de
junio, durante el solsticio, el día mágico de todas las religiones
mediterráneas, y la abandona el veintidós de julio para ingresar en
el trópico de Cáncer. El cuerpo celeste más importante de la
constelación del Cangrejo, un cúmulo abierto, recibe el nombre de
Pesebre o Nacimiento. Perceptible a simple vista, este cúmulo lo
forman sesenta y dos estrellas, distribuidas en una región del
espacio de trece años luz de diámetro...
Al poco de reemprender la marcha el cura le
señaló una cabeza de lobo, el símbolo de la Luz, porque según la
tradición los lobos pueden ver en la oscuridad. La loba que
amamantó a Rómulo y Remo, los gemelos abandonados, simbolizaba las
fuerzas animales o telúricas. Otra vez un símbolo en relación con
el umbilicus telluris. Por último, se detuvo para mostrarle una
figura misteriosa. Dos niños o dos hombres abrazados, de concepción
casi simétrica.
—He dejado este canecillo para el final
—dijo el padre Ramírez—, porque se trata de los gemelos, el tercer
signo zodiacal representado por Cástor y Pólux, los dioscuros,
dioses griegos de origen oriental que simbolizaban la eternidad
cósmica. Los dioscuros Cástor y Pólux fueron hijos de Zeus, aunque
también se denominaban tindáridas porque Tindáreo se consideraba su
padre mortal. En realidad, aunque fueron gemelos, Cástor era hijo
de Tindáreo, y por consiguiente mortal, y Pólux de Zeus, y por lo
tanto inmortal. ¿Me sigue?
—Lo intento—. Munárriz se rascó la
cabeza.
—¿Recuerda mi disertación sobre María como
símbolo del grial? ¿Sobre el vas electum, porque transmutó al Hijo
de Dios en carne mortal?
—Sí.
—Hace un momento —dijo el cura— me preguntó
sobre el linaje de Jesús, sobre el símbolo del sangreal o «sangre
real», y aquí tenemos una prueba del mismo, o cuanto menos de que
los templarios estaban convencidos de que tal linaje existía. —Hizo
una breve pausa, como si buscara las palabras adecuadas para
seguir, y continuó—: En el Nuevo Testamento se habla de los
hermanos de Jesús, ya lo hemos comentado, pero hay otros
documentos, como el Protoevangelio de Santiago, el Evangelio del
Pseudo Tomás, o la versión copta de la Historia de José el
Carpintero, que hablan abiertamente de los hermanos de Jesús.
—Naturalmente, la Iglesia nunca lo
aceptó...
—Aceptarlo —argumentó el padre Ramírez—
supondría un gran descalabro dogmático. El linaje de Jesús
cuestiona directamente la virginidad de María y la propia
naturaleza divina de Cristo. Tenga presente —apostilló— que el papa
Pío IX proclamó que la virginidad de María no obedecía a una
suposición teológica, sino a una revelación divina.
El cura hizo una pausa siguiendo la mirada
de Munárriz.
—Honradamente creo, y que Dios me perdone si
estoy equivocado —se persignó—, que Jesús tuvo un hermano gemelo,
Tomás, uno de sus doce apóstoles, al que también se conoció como
Dídimo, «gemelo» en griego, porque el arameo tomá se traduce por
«gemelo».
—Ya entiendo —susurró Munárriz—. El
cristianismo asumió el mito de Cástor y Pólux como clave hermética
de la transmutación. El niño mortal y el niño inmortal. El niño
inmortal simboliza la quintaesencia, la Gran Obra, la piedra
filosofal; y el niño mortal, el linaje que protege el secreto
iniciático, la genealogía de Jesús.
—Los gemelos —prosiguió el cura—, uno mortal
y otro divino, en el plano filosófico aluden a la gran enseñanza de
Hermes Trimegisto: «Lo que está arriba es como lo que está
debajo...». La base del pensamiento alquímico. —Munárriz asintió
asombrado—. En hebreo Tomás también significa «gemelo». Santiago y
Tomás, ambos hermanos de Jesús, fueron los fundadores del linaje de
Cristo, y los apóstoles presentaron a Tomás a los paganos para
hacerles creer que Jesucristo había resucitado, y convencerles así
de su poder divino. Resulta sospechoso que Tomás, en el Evangelio
de Juan, sea el incrédulo, pero tenía que serlo, porque si el
propio Tomás cuestionaba la resurrección de Cristo, el lector de
los evangelios nunca sospecharía de la suplantación maquinada por
los apóstoles. ¿Comprende la importancia de esta ermita? ¿Comprende
por qué a Begoña le fascinaba?
—Sí, padre —cabeceó Munárriz, y recitó para
sí mismo—. La Iglesia ha mantenido oculto el verdadero mensaje de
las Sagradas Escrituras, porque no hablan de un ser divino redentor
de la Humanidad, sino del proceso de la transmutación alquímica.
Pero los templarios descubrieron su verdadero significado y se
entregaron a la búsqueda del grial, a la búsqueda de la Gran Obra o
quintaesencia.
—No olvide que sólo son conjeturas —le
advirtió el padre Ramírez para descargar su conciencia.
—Conjeturas basadas en sus palabras
—sentenció Munárriz—. A Galileo Galilei la Iglesia le condenó por
afirmar que la Tierra giraba alrededor del Sol, pero esa condena
sólo consiguió ocultar la verdad durante algún tiempo, porque con
el paso de los siglos se comprobó que la Tierra ejecutaba un
movimiento de traslación y otro de rotación.
—Pero de momento —dijo el padre Ramírez
categórico— la Tierra está quieta: la Iglesia no acepta el linaje
de Jesús.
—Eppur si muove... —susurró Munárriz.
* * *
Regresaron a Soria. El padre Ramírez le dejó
en la plaza del Olivo y antes de despedirse le deseó suerte. Se
ofreció para ayudarle en cualquier cosa que pudiera y le rogó que
si llegaba al final de su búsqueda se lo comunicara. Munárriz
asintió, le estrechó la mano y le dio las gracias por el tiempo que
le había dedicado y por sus muchas explicaciones para ayudarle a
comprender el motivo del viaje de Begoña.
—Rezaré por usted —dijo el cura a modo de
despedida, y echó a andar su viejo Citroën, como quien echa a andar
la rueda de la vida.
* * *
En el registro de huéspedes del hotel Ciudad
de Soria, Munárriz comprobó que Begoña Ayllón sólo se había alojado
una noche. Justo para acudir a la ermita, tomar algunos apuntes,
comprobar datos y partir. La pregunta clave era hacia dónde, porque
había un tiempo sin registro, un tiempo en que estuvo desaparecida
sin que nadie supiera de ella.
Se encerró en su habitación del parador
Antonio Machado y pasó al bloc de notas su larga charla con el
padre Ramírez: caballeros templarios, símbolos misteriosos,
extraños ritos, fuerzas telúricas, hermanos de Jesús, María como
representación del grial, un linaje encargado de proteger el Santo
Cáliz, transmutaciones alquímicas... Estaba en el siglo XXI, la
ciencia manipulaba los genes, el ser humano clonaba animales, las
sondas espaciales exploraban los rincones más apartados del sistema
solar, el genoma humano había sido descodificado... y el párroco de
una iglesia soriana le había hablado de hechos ocurridos en el
Medievo como si relatara las noticias del último telediario.