II

Saint-Flour
Auvernia
Guerra de los Cien Años
Verano de 1355

 

A mediados del siglo XIV la Guerra de los Cien Años enfrentaba a Francia e Inglaterra por los feudos que el rey inglés poseía en la Galia Transalpina y por los derechos sucesorios que los monarcas de Britania reclamaban al morir Carlos IV sin descendencia masculina. La guerra comenzó cuando Eduardo III de Inglaterra atacó la frontera oriental de Francia. El intento de invasión fracasó y Eduardo III y Felipe VI firmaron la Tregua de Espléchin. Pero un año después, Juan, conde de Montfort, que recibió ayuda del rey de Inglaterra, se apoderó de gran parte de Bretaña, contra los intereses de Carlos de Blois, que contaba con el beneplácito del rey de Francia.
En 1355 la Guerra de los Cien Años se recrudeció. Las diferencias territoriales entre Juan II el Bueno, rey de Francia e hijo de Felipe VI, y su yerno Carlos II el Malo, rey de Navarra, permitieron a los ingleses entrar en Normandía. Una expedición partió de Gascuña, derrotó y capturó a Juan II en la batalla de Poitiers y obligó a los franceses a firmar el Tratado de Brétigny, que aumentaba el control de los sajones en los territorios gascones.
En aquellos tiempos Auvernia conoció sus peores horas. La región sufrió el saqueo de las tropas inglesas, sus pueblos fueron incendiados y sus habitantes padecieron hambre y epidemias. En medio de este caos los campesinos reclamaban la exención de tasas e impuestos para poder construir murallas que protegieran sus villas y sus familias. Se decretó quitas de impuestos a diecinueve poblaciones, entre ellas Clermond, Montferrant, Issore, Riom, Billom, Aurillac, Salers, Auzon, Aigueperse, Mauriac... y Saint-Flour.

 

* * *

 

Saint-Flour, llamada así por albergar la tumba del santo homónimo, evangelizador de Auvernia en el siglo IV, se alzaba sobre una planicie que dominaba el valle del Ander. El papa Juan XX fundó en 1327 un obispado, que trajo cierta prosperidad a la villa, pero la Guerra de los Cien Años arrasó su escaso comercio y sus habitantes subsistían de la manufactura textil y alfarera. Su posición estratégica en el camino del Languedoc y su calidad de población fronteriza la convirtieron en la «llave de Francia hacia la Guyena», que junto a Gascuña formaba uno de los treinta y tres gobiernos militares de la monarquía tradicional francesa, convertido en una especie de virreinato en poder del primogénito de Eduardo III, duque de Cornualles y príncipe de Gales, el famoso Príncipe Negro. Los hombres de Saint-Flour organizaron una guerrilla contra el invasor inglés.
Varias ermitas, levantadas por diestros canteros locales con la piedra basáltica propia de la región, dejaban patente la fe cristiana de los habitantes del valle. Bernard Gaudi, sentado sobre la hierba fresca junto a sus compañeros, moldeaba a golpes de cincel un bloque de basalto que debía formar parte de la clave de un arco de medio punto. Al igual que su difunto abuelo y su padre, ya anciano, se ganaba la vida como cantero. Sus hábiles manos habían labrado parte de las piedras que componían las dovelas, capiteles, molduras, bóvedas, columnas y sillares de muchas iglesias, ermitas y cenobios de Auvernia. Antes de la guerra viajaba a poblaciones lejanas para trabajar al servicio de condes, duques y senescales, construyendo sus casonas solariegas y palacetes. Pero la guerra contra Inglaterra, que duraba ya dieciséis años, la muerte de su madre, la ancianidad de su padre y la corta edad de su hermana, le obligaron a permanecer en Saint-Flour para trabajar en la colegiata de Notre Dame, en los muros defensivos y en varias residencias de mercaderes.
El tintineo de las herramientas, arropado por el silencio penetrante de las montañas, esparcía su eco por el valle del Ander y la sierra de la Margeride. El sol resplandecía en el cielo y la altura permitía disfrutar de una brisa fresca y húmeda. Bernard Gaudi se levantó para beber agua de un barreño colocado a la sombra de un tejo. Su caballo, atado al árbol, bufaba y piafaba nervioso. Le acarició la barbada para tranquilizarle. Levantó el cacillo para llevarse el agua a la boca y vio a un muchacho trepar a la carrera por la empinada loma que conducía a la ermita. Agitaba los brazos y parecía gritar, aunque la distancia impedía oír su voz.
—Les anglais attaquent Saint-Flour! —oyó al fin Bernard Gaudi a medida que se acercaba—. Les soldats mettent feu au village!...
Bernard soltó el cacillo y corrió a su encuentro. El caballo relinchó y se encabritó. Sus compañeros de obra dejaron de martillear los bloques de basalto y se congregaron alrededor del joven.
—¿Qué sucede, Crésus? —preguntó Bernard angustiado al reconocer al hijo del herrero.
—Los ingleses —relató con el esfuerzo de recuperar el resuello— han atacado el pueblo... La mayoría de los hombres están en el campo y no han encontrado resistencia... Han quemado las casas, saqueado los comercios y matado a mujeres y niños...
Un escalofrío de terror les heló la sangre. Bernard Gaudi temió por su anciano padre y su hermana. Una espesa columna de humo ascendía hacia el cielo tras las cimas de las montañas.
—Saint-Flour... —murmuró, y sin mediar palabra espoleó a su caballo y galopó al encuentro de su destino.

 

* * *

 

A pocos metros de Saint-Flour el caballo cayó exhausto por el esfuerzo. Su corazón no soportó la larga galopada. Bernard Gaudi rodó por el suelo, se incorporó y entró en la villa a pie.
Sus ojos no daban crédito a la barbarie que contemplaban. Los soldados se habían retirado y las llamas concluían su trabajo devastador. El humo y los lamentos de los moribundos inundaban las estrechas callejuelas. Su casa estaba en la parte alta de la población. Subió las empinadas cuestas, sofocado por el calor del fuego, hasta alcanzar una pequeña plaza. La casa de sus padres, abuelos y bisabuelos ardía como el resto. La techumbre se había desplomado y la puerta de entrada aparecía tapiada por un montón de escombros. Arrancó un jirón de ropa a su sayuela, lo mojó en el abrevadero de la plazoleta y se embozó para evitar la asfixia del humo. Con las manos abrió un hueco en los cascotes y penetró en el interior.
—Père!, père! —gritó protegiéndose los ojos de las llamas—. ¡Agnès!, ¡Agnès!
Ni su padre, Pierre Gaudi, ni su querida hermana Agnès respondieron a sus gritos de angustia. Una jácena de piedra había soportado el envite del techo y le permitió inspeccionar la parte baja. El fuego consumía los muebles y las cortinas y cada paso se convertía en un desafío a la muerte. Al entrar en la cocina descubrió el cuerpo semidesnudo de Agnès recostado sobre un saco de legumbres. Los soldados se habían ensañado con ella y después le habían cortado la garganta. La cubrió con un mantel sin derramar una lágrima. La rabia y la cólera se lo impedían. Apretó los puños y le pareció oír unos gemidos. Escuchó atento entre el crepitar del fuego y dedujo que partían del salón. Se abrió paso a fuerza de brazos hasta desollarse las manos con los cascotes. Los gemidos se acrecentaron. Salían de debajo de la robusta mesa de comedor labrada en piedra de granito. Apartó algunas vigas de madera y restos de obra y encontró a su anciano padre. Se había arrastrado bajo la piedra del tablero para protegerse del fuego y los derrumbes.
—¡Padre! —gritó Bernard.
El anciano abrió los ojos; respiraba con fatiga y sujetaba su vientre con ambas manos. Un reguero de sangre escapaba entre sus dedos y formaba un charco escarlata debajo de sus piernas. Al intentar defender a su hija, los soldados le habían alanceado.
—Escucha, hijo... —masculló con evidente esfuerzo.
—No habléis, padre —susurró Bernard con ternura.
—Antes de morir... —jadeó con voz apagada— tengo que confiarte un secreto...
—No permitiré que muera, padre...
—El secreto Gaudi...
Pierre cogió del brazo a su hijo y al apartar la mano del vientre Bernard comprendió que la herida era mortal. Había perdido mucha sangre. Demasiada para un anciano de ochenta y dos años.
—Busca la baldosa con nuestra marca de cantería... —le rogó el viejo con premura.
—No puedo, padre —resopló impotente Bernard—. El suelo está repleto de escombros.
—¡En el nombre de Dios!... ¡Búscala!...
Bernard Gaudi miró sus manos ensangrentadas, repletas de cortes y arañazos, y cumplió la última voluntad de su padre. Apartó los cascotes del suelo hasta desenterrar la baldosa central del salón comedor, una losa de barro cocido que lucía la marca de cantería que identificaba sus obras, el orgullo de su oficio: un triángulo isósceles cuyos lados superiores se prolongaban en dos cruces gemelas.
—Ya la veo, padre. ¿Y ahora?..
—¡Rómpela! —ordenó conteniendo una mueca de dolor.
Obedeció. Cogió el cascote más pesado que encontró, levantó la piedra sobre su cabeza y la arrojó contra la baldosa. Un chasquido le advirtió que había conseguido su propósito. Retiró los pedazos y descubrió un hatillo de piel de gamuza. Lo desató. Contenía una pequeña cruz de tau repleta de extraños símbolos.
—¿Qué es, padre?
—No lo sé —respondió el anciano—. Ha pertenecido a nuestra familia durante siglos y debes custodiarla hasta el día que puedas entregarla a tus descendientes. Bernard —masculló con ganas de liberarse del sufrimiento—, recibe el secreto Gaudi con las mismas palabras con las que mi padre me lo confió: «Tu vida antes que la cruz».
—Lo juro, padre —dijo para complacerle.
—Y júrame que huirás de esta tierra maldita.
—Padre, ¿adónde iría un pobre cantero como yo?
—En Catalogne... —musitó el anciano sin pensarlo—. À Tarragone... —Bernard guardó silencio—. ¡Júramelo!, hijo... —insistió con el último aliento de vida.
—Os lo juro, padre —repitió, pero el viejo ya no pudo oírle.
Bernard Gaudi estrujó la cruz en su mano ensangrentada. Cerró los ojos a su padre y rompió a llorar de dolor e impotencia. Las lágrimas lavaron el hollín de su cara y se convirtieron en lágrimas negras.

 

* * *

 

Nunca supo por qué su padre le hizo jurar que abandonaría la tierra que le vio nacer. Muchas noches, al calor del fuego del hogar, Pierre Gaudi relataba extrañas historias de su familia, de antepasados que habían construido grandes y hermosas obras, y de cómo el primer Gaudi trabajó al lado del maestro Hiram en la construcción del templo de Salomón de Jerusalén. Lamentaba no tener edad para emprender nuevas y enriquecedoras aventuras, porque de boca de viejos canteros sabía que en Cataluña, la «tierra de los defensores de castillos», los buenos canteros gozaban de la protección de los caballeros de la Orden del Temple. Pierre Gaudi nunca cumplió su sueño de pisar tierra catalana. Se llevó muchos secretos a la tumba, pero su voluntad se cumpliría en la persona de su hijo.
Para Bernard Gaudi marcharse de Saint-Flour implicaba comenzar una nueva vida. Los soldados robaron los escasos objetos de valor que guardaba la casa y el fuego destruyó el resto. Sólo poseía sus manos y su sacro oficio para emprender la andadura. Desde los lejanos días de sus antepasados los Gaudi nunca habían dejado de emigrar en busca de una vida mejor. Estaba escrito en su destino, porque en el juego de la vida Dios movía las piezas.
Miró por enésima vez la cruz que le había confiado su padre y recordó el juramento: «Tu vida antes que la cruz». Durante su largo viaje a Tarragona estaría expuesto a numerosos peligros, y debía ocultarla para protegerla. Descendió al lecho del Ander y en un guijarral del río buscó un canto rodado del tamaño suficiente para contener el tau. Eligió uno veteado, para identificarlo mejor, y ayudado de sus herramientas lo partió en dos trozos simétricos. Después vació el centro a golpes de maceta y dolobre, hasta abrir un hueco con la forma y el tamaño de la cruz, la encajó y pegó ambas partes con una mezcla de gomorresina y polvo de piedra para disimular la hendidura. Guardó el guijarro en su zurrón, rezó por última vez ante las tumbas de su padre y su hermana y partió hacia un destino incierto.

 

* * *

 

Bernard Gaudi caminó en dirección sur, cruzó los montes de Aubrac y siguió su marcha hacia Béziers. Durante las primeras jornadas el conocimiento del terreno le permitió avanzar sin dificultades. Al caer la noche buscaba refugio en viejas chozas de pastores, en cabañas utilizadas por los tramperos, o se refugiaba en cuevas y abrigos de las rocas. Antes de levantar su improvisado campamento, escondía el guijarro que ocultaba el tau en el hueco de un árbol, entre unos matorrales fáciles de reconocer o en las raíces de una planta. Al cruzarse con forasteros lo dejaba caer disimuladamente a sus pies, por si se trataba de bandidos dispuestos a robarle. Así protegió sin necesidad de entregar su vida aquel tesoro que su padre le había confiado.
Béziers, a orillas del Orb, el último reducto de la resistencia de los cátaros, mostraba una imponente muralla construida en el siglo XIII. Bernard se instaló en una fonducha de mala muerte y buscó trabajo en las obras de la catedral de Saint Nazaire. Reunió algunas monedas y reemprendió su viaje hasta el puerto de Agde, a los pies del volcán de Saint-Loup. No le resultó difícil encontrar un barco que zarpara hacia Tarragona, una coca, el velero más popular del Mediterráneo, utilizado por las flotas de Barcelona, Génova y Venecia.
Se enroló como vigía y pronto unió a sus conocimientos los propios de la marinería. La arboladura de la coca constaba de un palo de proa o trinquete y el palo mayor en el centro de la nave. Los palos estaban fortificados con cofas, pequeñas plataformas circulares protegidas por parapetos o rejas, y Bernard subía por las escalas de cuerdas hasta ellas para cumplir su misión de vigilancia. Los treinta hombres que formaban la tripulación se turnaban en el sostén de las bombardas y espingardas para la defensa de la nave. Así llegó Bernard Gaudi al puerto de Barcelona y, de allí, en una caravana de arrieros que transportaban telas a Tarragona, alcanzó su destino para cumplir la promesa hecha a su padre. Los Gaudi pisaban por primera vez tierras catalanas.

Capítulo 5

 

Al entrar en su apartamento Munárriz tuvo la sensación de haber estado fuera muchos meses. Todo quedaba lejos. Los escarpes del cañón, los buitres sobrevolando su cabeza, la ermita de San Bartolomé, el Ucero y el Lobos con sus aguas cristalinas, los rabilargos y martines pescadores revoloteando de rama en rama, las calles recoletas y solitarias del casco viejo de Soria, la imponente portada de la iglesia de Santo Domingo... El corazón de Soria y el de Barcelona latían a ritmos diferentes. Prefería el ritmo de Soria. Más tranquilo, más humano en definitiva. Dejó la maleta en la habitación y llamó a Mabel al periódico.
—No pensé que llegaras tan pronto.
—He madrugado. No clareaba el día y ya estaba en la carretera.
—¿Qué tal el viaje?
—Bien, hasta la entrada a Barcelona: atascos, bocinazos, la gente desquiciada... Tenía que haberme quedado en Soria.
—¡Los inconvenientes de la gran metrópoli! —exclamó Mabel burlona, pero él no bromeaba.
—Sí —dijo cansado—. Cuando esto acabe pasaremos unos días en Elanchove para desconectar, relajar los nervios, respirar la brisa marina, pasear...
—Trato hecho —aceptó Mabel, para luego preguntarle—: ¿Averiguaste algo?
—Muchas cosas, aunque de momento ninguna que me sirva.
—Esta noche me pones al corriente.
—Lo haré. Y tú, ¿en qué trabajas?
—Muertos sin identificar —soltó con la naturalidad de alguien que realiza un cursillo de repostería.
—Un tema poco agradable.
—Hay más de quince mil desaparecidos censados, y se supone que un alto porcentaje son muertos sin identificar.
—La mayoría de muertos sin nombre y apellidos son inmigrantes ilegales que entran en el país de forma clandestina —le explicó Munárriz—, rompen sus papeles de identidad para evitar la repatriación y mueren por mil causas sin que podamos averiguar su filiación, sus orígenes familiares, su procedencia...
—Tengo que escribir un artículo para el dominical —le interrumpió Mabel.
—Puedo ponerte en contacto con la Brigada de Desaparecidos o con Mozos de Escuadra del Área Central de Identificación.
—Gracias, pero de momento me las arreglo. Mi artículo va enfocado a la tragedia humana, no al problema policial. La mayoría, como dices, son extranjeros. Los nacionales son identificados, poco a poco, gracias a las pruebas de adeene.
—Está bien —desistió Munárriz—. Pero si necesitas ayuda pídemela.
—Lo tendré en cuenta.
—Te veo esta noche. Un beso...
—Espera..., espera... —gritó Mabel para evitar que colgara—. Casi me olvido —dijo, y cogió un post-it que tenía sobre la mesa—. Te ha llamado Francisco Bonastre...
—¿Para qué?
—No tengo ni idea. Me preguntó si podía hablar contigo, le dije que no estabas en casa y me dejó un número de teléfono. Anota...
—... nueve..., ocho..., uno... —susurró Munárriz completando el número—. Ahora le llamo, quizá sepa algo.
—Tenme al corriente, por favor.

 

* * *

 

Francisco Bonastre escuchó el sonsonete del teléfono móvil en su despacho de Construcciones Internacionales Sociedad Anónima. El aparato vibraba y se desplazaba sobre la superficie pulida y encerada de la mesa como una gran cucaracha de metal.
—¡Toda la mañana sin llamadas y justo ahora!
Estaba a punto de salir a comer y temió que fuese uno de los clientes que tenía asignado. Miró la pantallita. El número que parpadeaba le resultó familiar. Apoyada en la escribanía vio la tarjeta de Munárriz. La cogió y comprobó el origen de la llamada. Pulsó el botón para abrir la línea.
—¡Inspector! —le saludó cordial.
—¿Quería hablar conmigo?
—Sí. ¿Dónde estaba?
—Adivínelo.
—En Soria —auguró Bonastre—, con el padre Ramírez.
—¡Bingo! Un tipo sensacional el cura.
—Begoña le tenía por un gurú del arte.
—Yo también —coincidió Munárriz—. ¿Qué desea?
—Ha ocurrido algo que quizá pueda interesarle...
—Suéltelo.
—Ayer al mediodía —dijo sin entrar en detalles—, al recoger el correo, encontré en el buzón un sobre dirigido a mí. Lo abrí y contenía un libro de poesía...
—Perdone... —le interrumpió Munárriz—, ¿qué tiene de raro?
—Nada. Salvo que el libro me lo envía Begoña.
—¿Begoña? —soltó pasmado—. ¿Está seguro?
—Reconocería su letra entre un millón —subrayó tan convencido como que su corazón latía—. Pero hay más. Al hojearlo —continuó perplejo— hallé entre las páginas una llavecita...
—¿De dónde es?
—Eso me gustaría saber.
—Tenemos que vernos.
—¿Qué le parece en mi casa a las cuatro? —propuso Bonastre—. ¿Tiene la dirección?
—Sí, pero quisiera comprobarla. —Dejó el auricular de baquelita sobre la mesa, buscó su bloc de notas, recuperó el aparato y leyó en voz alta—. Paseo de la Bonanova veintisiete, quinto piso.
—Casi en la esquina de la calle Mandri.
—A las cuatro.

 

* * *

 

Munárriz entró en un edificio de paredes revestidas de madera. El mostrador de la portería en mármol rosa y muebles de diseño, junto a grabados y láminas originales, completaban la decoración. La ausencia del conserje le evitó dar explicaciones sobre el motivo de su visita, y el ascensor le situó en un pequeño vestíbulo, alfombrado con un kilim turco de motivos geométricos, una cómoda de caoba tallada y bronces dorados y un jarrón de cerámica con flores frescas, la antesala de un piso de lujo. Pulsó el timbre de la puerta, una Fichet acorazada, y Bonastre le abrió.
—Bienvenido. Pase, por favor...
—Gracias —dijo Munárriz observando los muebles antiguos—. Le alabo el gusto.
—El piso lo decoró Begoña. Tenía mano para el arte.
Le condujo a un saloncito presidido por la escultura Busto de joven, de Franz Hagenauer, según pudo leer Munárriz, y le acomodó en una butaca con respaldo y asiento de piel y reposabrazos de madera. En cada estancia, y en mitad del techo, observó sensores térmicos y de movimiento. Un sistema de alarma sofisticado para proteger los objetos de arte que atesoraba cada ambiente. El lujo se respiraba hasta en el aire.
Bonastre se acomodó en otra butaca similar y le explicó que parte de la decoración, como la cómoda de la entrada, una pieza del siglo XVIII de Benjamin Goodison, o las sillas, lámparas, mesas, armarios, taquillones, etcétera, pertenecían a diseñadores antiguos y modernos, como Charles Rennie Mackintosh, Christopher Dresser, Josef Hoffman, Tom Dixon, Alberto Lievore o Pepe Sanz. Begoña los había comprado en subastas internacionales gracias a la asignación anual que su padre le ingresaba todos los meses con puntualidad suiza. Los cuadros, también de pintores famosos y cotizados en los mercados internacionales, fueron un préstamo de sus propios padres. Le invitó a levantarse y le mostró obras de Georgia O’Keeffe, Grant Wood, Diego Rivera, Otto Dix y George Grosz. Sobre una mesa vio varios ejemplares de la revista Subastas.
—Mi padre colecciona arte —dijo Bonastre orgulloso—, y muchos de los cuadros pertenecen a su colección, pero nos los cedió para decorar el piso.
—Su padre no trabaja de fontanero.
—¿Ha oído hablar de la International Insurance Company?
—¡Cómo no! —exclamó Munárriz—. Tengo mi coche asegurado en esa compañía.
—Papá posee el ochenta y ocho por ciento de las acciones.
—Entonces —bromeó Munárriz, y señaló uno de los muebles—, los tornillos de esa consola los he pagado yo.
Bonastre rió y le invitó a tomar asiento de nuevo.
—¿Le apetece una taza de café?
—No, gracias.
De un secreter de tapa, que poco antes había alabado como pieza única del ebanista francés Bernard Molitor, Bonastre cogió un sobre acolchado y un libro de poesía y se los entregó. Munárriz observó la dirección manuscrita a rotulador, el matasellos en parte ilegible, el interior con plástico de burbujas y el libro: una edición barata, de noventa y seis páginas, con un compendio de poesías de Federico García Lorca: el Romancero gitano, Oda a Salvador Dalí y Poeta en Nueva York. Lo inspeccionó detenidamente. Al final de la primera estrofa del Romance sonámbulo había una llavecita sujeta al papel con celo. La despegó. El anillo de la llave, de tipo redondo, contenía una inscripción y un código: «Tefro, Made in Italy, LCE-015918-Z».
Munárriz sacó las llaves del piso de Begoña Ayllón y comparó la tija dentada de la llavecita del buzón, la más pequeña de las tres, con la del libro. No coincidía. No pertenecía al piso de la calle Santaló. Repasó el sobre. El matasellos sólo mostraba la fecha del envío: el mismo día de su muerte. Eso indicaba que lo había depositado en el correo el viernes a última hora o el sábado temprano, antes de la primera recogida. Lo dejó encima de una mesa auxiliar y recuperó el libro. Leyó en voz alta y despacio la primera estrofa, como si buscara un motivo para colocar allí la llavecita. Bonastre le escuchó en silencio.

 

Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña...

 

—¿Sospecha qué puede abrir esta llave? —le preguntó Munárriz al terminar la lectura.
—Ni idea —sostuvo intrigado—. He buscado en Internet y Tefro sólo aparece como dios protector del hogar en la mitología italiana, en concreto en las tablas iguvinas.
—Ya... —musitó pensativo—. ¿Había alguna nota?
—Nada —especificó Bonastre—. Retiré el sobre del buzón e imagínese mi sorpresa al reconocer la letra de Begoña. Me quedé estupefacto. Lo abrí y contenía ese librito. —Señaló sus manos—. Tenía una cita de trabajo y no podía perder tiempo. Llegaba tarde. Lo dejé en el secreter y al regresar a casa por la noche lo hojeé y encontré la llavecita. Esta mañana le he llamado porque he supuesto que le interesaría.
—Bien hecho —dijo Munárriz agradecido—. ¿Por qué este libro y no otro?
—Me gusta la poesía —relató Bonastre—, y de entre los poetas de la generación del veintisiete Federico García Lorca es mi preferido. Tengo sus obras completas en edición príncipe, desde su primer libro, un conjunto de prosas poéticas titulado Impresiones y paisajes, al Romancero gitano, Poeta en Nueva York y Llanto por Ignacio Sánchez Mejías; e incluso algunas de sus obras de teatro: Bodas de sangre, Yerma, La casa de Bernarda Alba y Mariana Pineda.
—¿No había ninguna nota? —insistió—. ¿Algo que justificara el envío?
—No —respondió contrariado—. He mirado página a página y nada. Me pregunto por qué me mandó una edición tan mala.
—Acaba de admitir que Lorca figura entre sus poetas preferidos. Begoña lo sabía, y sabía que cuanto menos echaría una ojeada al libro y encontraría la llave —dedujo intentando buscar una explicación—. El libro es sólo el mensajero, el mensaje es la llave.
—Comprendo —asintió—. Pero ni siquiera sé de dónde es.
—Usted no —afirmó Munárriz con sentido de la lógica—, pero ella sí, y quería protegerla.
—No le sigo, inspector.
—Este piso es un búnker —reflexionó y dirigió la mirada al sofisticado sistema de alarma—: puerta acorazada, sensores volumétricos y térmicos, ventanas y persianas a prueba de taladros y palancas, detectores de rotura de cristales, asistencia vía radio y línea telefónica... Aquí la llave estaría segura.
—Es necesario —dijo Bonastre como si precisara justificarse—, para proteger las piezas del mobiliario y los cuadros. Las compañías de seguros exigen una medidas de protección para contratar las pólizas. —Hizo una pausa—. Si fuese la llave de una puerta blindada o de una caja fuerte lo entendería. Pero ¿a quién puede interesar esta llavecita?
—Buena pregunta —dijo Munárriz sin una respuesta—. De momento me interesa a mí. ¿Puedo quedármela?
—Toda suya —asintió, y sin poder reprimir la curiosidad soltó—: ¿Averiguó qué hizo Begoña en Soria?
—Sí. Se entrevistó con el padre Ramírez y visitó una ermita —respondió de forma ambigua.
—¿San Bartolomé?
—¿Cómo lo sabe?
—Hablaba de ella con frecuencia —afirmó Bonastre—. Una vez me llevó a verla y no me pareció gran cosa. Poco vistosa salvo por el paisaje. No sé, prefiero las catedrales de Burgos o de León antes que esa ermita perdida en el campo. Además —gruñó—, había que andar casi dos kilómetros.
Al salir del edificio Munárriz observó de nuevo la llavecita. La apretó con firmeza en la mano y sonrió complacido. Al fin tenía algo. Un cabo del que tirar para desenredar la madeja. Un pequeño paso adelante. Sonrió. Begoña no incluyó ninguna nota porque no sospechaba que fuese a morir. Sólo quería poner la llave a buen recaudo. Quizás intuyó que alguien registraría el piso de la calle Santaló.

 

* * *

 

Oculto tras una gruesa cortina de rafia, que impedía el paso de la luz, atisbaba nervioso la calle a través de una pequeña rendija de la ventana. Las órdenes recibidas habían sido estrictas, y estricta su obediencia: matar a una mujer, cuya fotografía y seguimiento le facilitaron, y esconderse en aquel piso franco a la espera de que un «correo» le sacara del país. Llevaba poco más de una semana encerrado en un bloque de miseria del barrio de Ribera y sus nervios estaban a flor de piel, a punto de estallar de incertidumbre y tensión. La pequeña rendija le permitía observar un segmento de la calle, con pavimento de adoquines, aceras estrechas jalonadas de bolardos, casas antiguas convertidas en refugio de ilegales y comercios de escaparates y rótulos percudidos por la mugre y el óxido.
Tras asesinar a la chica se deshizo de su fotografía y, sin perder un minuto, se ocultó en el piso a la espera de noticias. Por la noche, al quedar el barrio en calma, oía el bramido de las sirenas de los barcos que entraban o salían del puerto. El aire cargado de humedad le metía el frío en los huesos, hasta congelarle el tuétano, y le impedía conciliar el sueño. Entonces aprovechaba para rezar el rosario, para susurrar los quince misterios de la Virgen Santísima y la Vida de Nuestro Señor Jesucristo de forma mecánica, una y otra vez, y a falta de disciplinas que laceraran sus carnes, se arrodillaba brazos en cruz hasta que la sangre dejaba de fluir por ellos, sus articulaciones se entumecían y un dolor punzante le inundaba el pecho y le cortaba la respiración. La mortificación ordenaba las pasiones y las malas inclinaciones y traía vida y reparación a quienes la ejercitaban.
Desconocía el tiempo que permanecería sin contacto con el exterior, alimentándose de latas de conserva, legumbres y pasta que hervía en un fogoncito de campin gas, encurtidos, bacalao en salazón, frutos secos y productos liofilizados, que alguien había almacenado en una alacena de madera carcomida por los insectos. No podía abrir las ventanas. Tenía que pasar completamente desapercibido. Nadie debía saber que habitaba entre aquellas paredes desconchadas por antiguas humedades, el sistema eléctrico fuera de servicio, el agua potable de un depósito de Uralita situado en el tejado, con apenas corriente para el váter, y baldosas sueltas que le obligaban a caminar con tiento y vigilar dónde posaba los pies.
Necesitaba renovar el aire, pero no podía. Tampoco podía hacer ruido. Vivía aislado del mundo. Sin periódicos, radio o televisión, ni siquiera un calendario para saber el día de la semana. Sólo cuando los vecinos del piso de abajo, una pareja de paquistaníes, salían a trabajar en chapuzas y destajos clandestinos, se movía con cierta libertad. Se levantaba de la colchoneta que le servía de camastro, hacía sus necesidades, se lavaba la cara, humedecía la toalla y se limpiaba el resto del cuerpo, mientras soñaba con regresar al convento y disfrutar de un baño de agua caliente. Después se vestía, practicaba algunos ejercicios de gimnasia para estirar los músculos y mantener la agilidad, caminaba alrededor del salón con los pies descalzos para amortiguar sus pasos, recorría el largo pasillo que conducía a una puerta tapizada de herrajes y pestillos y regresaba al salón para dar varias vueltas alrededor de una mesa y una silla de anea. Desayunaba un cuenco de leche con un sobrecito de Nescafé disuelto y un puñado de galletas María y se sentaba en el suelo o se tumbaba en su colchoneta de acampada, arrebujado en una manta de lana para protegerse del frío, a la espera de que alguien llamara a la puerta. Así minuto a minuto, hora a hora y día a día, sin conocer el final de su calvario.
Musitaba un avemaría de rodillas cuando un ruido le distrajo. Alguien subía por la escalera. Nada raro en un edificio que carecía de ascensor, pero prestó atención, como la prestaba siempre que un vecino entraba o salía del inmueble. Escuchó en absoluto silencio. Los pasos se detuvieron frente a su puerta y se puso en estado de alerta. Permaneció quieto, sin respirar, concentrado en escuchar el más mínimo suspiro. Quizá sólo se trataba de una anciana que acarreaba fatigosa la cesta de la compra y tomaba aliento antes de seguir escalera arriba. Se levantó y caminó descalzo por el pasillo hasta colocarse junto a la puerta. Se tumbó en el suelo y vio por la abertura un par de botas militares. Se incorporó y pegó la espalda a la pared. Su corazón se aceleró. Las manos le sudaban. Escuchó unos golpecitos rítmicos. El sujeto tamborileaba en la madera de la puerta con los nudillos. No se movió, y de nuevo sonaron los golpecitos. Seguían las pautas del código Morse: cuatro puntos, dos puntos y una raya, una raya y un punto, una raya y dos puntos y tres rayas, que en esperanto componían la palabra hundo, «perro».
Su «correo» había llegado para sacarle del país. Respiró aliviado y su corazón recuperó el sosiego. Pero no podía abrir hasta escuchar la segunda palabra clave, koko, «gallo». Tenía que extremar las precauciones. Quedó a la expectativa y sonó otra tanda de golpecitos, otra sucesión de puntos y rayas hasta formar la palabra koko en Morse. Acercó el ojo a la mirilla y observó al hombre que llamaba. Vestía una guerrera de corte militar, con el típico estampado marrón y negro de camuflaje, un pantalón caqui y botas negras de media caña y hebillas. Corrió los pestillos con suavidad hasta dejar la puerta libre de cerrojos. Ancló la cadenita de seguridad y abrió despacio. El hombre de indumentaria militar ajustó la boca a la estrecha abertura de la puerta, la abrió como si un médico fuese a inspeccionarle la garganta, sacó la lengua y la levantó para mostrarle la cara inferior: en la parte anterior al frenillo lucía un pequeño tatuaje con una cabeza de perro coronada por un gallo.
Su «correo». No había duda. Hizo lo propio y ajustó su boca a la abertura, la abrió como si bostezara con ganas y bajo la lengua le mostró un tatuaje idéntico al suyo.
—Soy Dagón, abre —dijo en esperanto el hombre de las botas militares.
Liberó la cadenita de su anclaje y le dejó pasar. Antes de cerrar la puerta inspeccionó la escalera para comprobar que nadie le había visto. Le acompañó al salón y se presentó.
—Me llamó Benayá. Te esperaba.
—Llevo una semana en Barcelona —le dijo Dagón—, pero antes de sacarte del país quería estar seguro de que todo marchaba bien. No podemos correr riesgos.
—Cumplí la misión a rajatabla —carraspeó Benayá molesto—. Todo impecable, según lo ordenado. ¿Ha ocurrido algo?
—Nada —afirmó el correo—. He comprobado los periódicos todos los días y el caso está cerrado. No le han dedicado más de tres líneas. La orden ha dado el visto bueno para concluir el operativo.
—¿Cuándo saldremos de aquí? —inquirió Benayá ansioso.
—Si todo va bien esta noche.
—Estaré listo.
Dagón miró su reloj: las dos de la tarde. Vio a Benayá recoger sus escasos enseres personales: una pastilla de jabón, una toalla, una maquinilla de hojas de afeitar, ropa interior sucia, una Biblia, un rosario de campaña y poco más. Lo metió en una bolsa de loneta gris, junto a una máscara de gas y una botella de ciclopropano, el gas clínico que había utilizado para anestesiar a la mujer antes de entrar en la caseta, y cerró la cremallera. No precisaban borrar las huellas porque carecían de ellas. El piso estaba limpio. La comida y la basura quedarían allí durante algún tiempo y después alguien se encargaría de retirarlas.
—¡Listo! —dijo Benayá—. ¿Quieres comer?
Dagón negó con la cabeza. En una gigantesca bolsa de basura se amontonaban latas de conserva vacías, paquetes de pasta consumidos, tetrabriks de leche y zumo de fruta, papeles grasientos y restos de alimentos que hedían en descomposición. Dagón no tenía apetito. Benayá abrió un paquete de cereales, se metió un puñado en la boca y masticó despacio. Por fin saldría de aquel antro.

 

* * *

 

Munárriz entró en un edificio del barrio de Ciudad Meridiana, un inmueble de paredes sucias, pintadas obscenas, las puertecitas de los buzones destripadas y el cajetín lleno de panfletos de publicidad que nadie retiraba. El ascensor llevaba averiado hacía años, porque ningún vecino pagaba la cuota de la comunidad, y los aparatos de música, con cante flamenco y rumbas, sonaban a pleno volumen. En el rellano del segundo piso dos gitanos discutían a gritos en caló. Al verle callaron, como si temieran que pudiera comprender sus palabras, y le desafiaron con la mirada.
Siguió escalera arriba sin hacerles caso y le tomaron por un señorito colgado de la cocaína que acudía en busca de su dosis diaria. Se cruzó con una pareja de drogatas que, sonrientes, le mostraron las papelinas de jaco. Andaban como zombis, con la vista perdida, agarrados del hombro, trastabillando a cada paso.
El pasillo del tercer piso olía a orines, algunas baldosas habían desaparecido, el contrachapado de las puertas estaba reventado y faltaban las cerraduras. Desenfundó su SW-99, abrió de una patada la puerta sujeta al quicio con alambres y sorprendió a dos tipos frente a una mesa, con una pequeña balanza de precisión, un paquetito de droga y un fajo de billetes junto a un Arminius Windicator del calibre 38.
—¡Las manos quietas! —gritó Munárriz para evitarles la tentación de asir el arma—. ¡De pie! ¡Vamos, de pie!
Los gitanos obedecieron. Se apartaron de la mesa y pegaron sus espaldas a la pared sin rechistar. Se miraron desconcertados. No entendían qué pasaba. La policía sabía que vendían droga, pero hacía la vista gorda para no cortar de forma radical el suministro y colapsar las urgencias hospitalarias; y las bandas rivales hasta el momento respetaban la partición del territorio. Munárriz cogió el revólver, se guardó las balas en el bolsillo y lo arrojó al suelo.
—¿Qué quieres? —masculló rabioso uno de los gitanos.
—¡A callar! —le ordenó Munárriz—. ¡Aquí las preguntas las hago yo!
—No saldrás vivo —le amenazó el más joven al suponer que intentaba robarles la droga.
Se acercó, le apoyó en el mentón la boca de la pistola, le empujó la barbilla hacia arriba y le golpeó con el puño el plexo solar. El gitano quedó paralizado, sin respiración, con las manos apoyadas en la base del esternón y las fuerzas a punto de abandonarle. Tosió convulso.
—¿Dónde está el Manitas? —preguntó Munárriz.
—¿Quién? —respondió el otro, temeroso de que le volara la cabeza a su amigo.
—Chicho Corbacho, alias el Manitas —insistió Munárriz.
—¡Que te follen!
Munárriz cogió el paquetito de droga, rasgó el plástico y los gitanos vieron con ojos de espanto cómo lo espolvoreaba sobre el terrazo. Después tomó el fajo de billetes de cincuenta euros, unos cien apilados y sujetos con un elástico, y se lo guardó en el bolsillo. El joven, recuperado del golpe, se limpió con la manga de la camisa los restos de vómito que mojaban su barbilla.
—Me gustaría saber —dijo Munárriz burlón— cómo explicaréis a vuestro jefe que un tipo ha entrado y se ha llevado la droga y el dinero. Apuesto a que no lo creerá. ¿Y vosotros?
Los gitanos tragaron saliva. El patriarca para quien trabajaban se cabrearía y conocían sus reacciones violentas si algo salía mal. Ellos mismos, dos miserables camellos de poca monta, habían ajustado las cuentas a un par de tipos que perdieron la droga a manos de una banda rival. Correrían idéntica suerte. Acabarían sepultados bajo unos cimientos de hormigón. Se miraron asustados. El mayor rompió el silencio.
—¿Para qué buscas al Manitas?
—Tengo que verle —respondió Munárriz.
—Está limpio —aseguró.
—Nadie dice lo contrario.
—¿Eres pasma?
—Policía —subrayó autoritario—. Inspector de la Unidad de Inteligencia Criminal. ¿Queréis ver mi placa? —se mofó.
—No hace falta.
—¿Vais a decirme dónde está el Manitas?
—Ya no vive aquí —afirmó el que llevaba la voz cantante.
—Lo imaginaba —soltó Munárriz irónico—. ¿Dónde puedo encontrarle?
—Hagamos un trato, payo —propuso intentando buscar una salida honrosa a su situación—. Nosotros te decimos dónde anda el Manitas y tú nos devuelves la guita. ¿Trato hecho?
—Me parece razonable —aceptó—. Desembucha.
—Trabaja en el desguace del Tío Calostro, aquí al lado. A un par de manzanas.
—Bien —espetó—. ¡Andando!
—¡Ése no era el trato! —protestó el gitano.
—Andando y calladitos —ordenó Munárriz con un movimiento de su pistola.
Sin dejar de apuntarles, con el arma oculta en un bolsillo de la chaqueta, salieron a la escalera. El gitano joven cerró la puerta con los alambres y descendieron en silencio. Los dos hombres del segundo piso seguían enfrascados en su discusión y se limitaron a saludarles. Discrepaban sobre el precio de un pesado nomeolvides de oro, una joya propia de macarras, como los sellos que lucían en los dedos, y los gruesos cordones, también de oro, que colgaban de su cuello con la cabeza descomunal de un Cristo.
Cruzaron el descampado, donde los drogadictos solían chutarse las papelinas, giraron por una calle de farolas apedreadas, contenedores de basura calcinados y coches robados convertidos en chatarra y llegaron a la puerta del desguace.
—Aquí es —afirmó el gitano más viejo.
Entraron. Dos pitbulls, atados con cadenas de gruesos eslabones al esqueleto de una carrocería, intentaron atacarles. Babeaban rabiosos. Las cadenas cimbreaban tensas a sus envites, y por un instante Munárriz temió que lograran arrancarlas de los pernos. Un timbre automático, accionado al abrir la puerta, sonó en el interior de una caravana sin ruedas, apoyada sobre pies de ladrillo, y Chicho Corbacho, alias el Manitas, un chorizo famoso en el mundo del hampa por su destreza para abrir cajas fuertes, salió a su encuentro.
—¡Inspector Munárriz! —le saludó eufórico—. ¡Qué sorpresa!
—¿Le conoces? —inquirió turbado el gitano joven—. ¿Conoces a este hijo de puta?
—Sí —dijo Chicho Corbacho—. Estaba en su nómina de confidentes.
—El muy cabrón —soltó escupiendo bilis— nos ha robado el dinero y la droga.
—No puedo creerlo. ¿Ha robado a mis primos, inspector?
—Sólo he tomado el dinero prestado.
—Ande —dijo conciliador Chicho Corbacho—, devuelva al Palanca y al Escarpa el parné y déjeles marchar. No son mala gente.
Asintió sin perderles de vista. Guardó su pistola en la cartuchera, sacó el fajo de billetes y lo arrojó al más joven. El gitano cogió el dinero al vuelo y, al verle sin defensa, con el arma enfundada, se atrevió a retarle.
—Nos veremos las caras...
—¡Escarpa! —le reprendió Chicho Corbacho—. En mi casa nadie amenaza a mis amigos. ¿Entendido?
—No merece tu amistad.
—¡Mis amigos los elijo yo! Ahora largaos.
—¿Y la droga? —protestó el Palanca—. ¿Cómo recuperamos la droga?
—¿Qué ha hecho, inspector? —le preguntó temeroso Chicho Corbacho—. ¿La ha vaciado en el retrete?
—Coged una escoba —les sugirió Munárriz—. No creo que nadie haya arrastrado la nariz por el suelo.
—Maldito... —resopló el Palanca—. El jaco estará sucio.
—Ningún yonqui notará un poco más de mierda en sus venas —enfatizó Munárriz con desprecio—. Con el polvo del suelo pesará más y podéis quedaros la diferencia.
Los gitanos farfullaron unas palabras en caló y se despidieron. Los pitbulls enloquecieron de nuevo y lanzaron dentelladas amenazadoras al aire. El Palanca se detuvo, amasó en su boca un gargajo y lo escupió directo al hocico de uno de los perros. El chucho se relamió y siguió con sus ladridos y bocados amenazadores.
El Manitas le invitó a entrar en la caravana. Prendió un hornillo de petróleo y le acomodó a una mesa. Hacía años que había dejado de ser confidente de Munárriz, pero su reputación como experto en llaves y cerraduras de seguridad se mantenía viva en la unidad. Había colaborado con la policía y los servicios de inteligencia en operaciones clandestinas, había abierto puertas acorazadas instaladas en lujosas mansiones de narcotraficantes, cajas de seguridad protegidas a cal y canto en chalés de capos de la mafia, y nunca había dejado rastro de sus actuaciones. Aprendió el oficio de pequeño, en la ferretería de su tío Paco el Culebra, otro hampón retirado que le puso a cargo de la máquina duplicadora. El Manitas, que se ganó su alias a conciencia, se convirtió en un experto en llaves y cerraduras. Cometió sus primeros delitos con una facilidad pasmosa. Cuando un cliente acudía a duplicar la llave de su casa, simplemente tallaba otra copia para su uso. Después averiguaba el nombre y la dirección del sujeto, esperaba a que saliera del domicilio y entraba con su propia llave.
Chicho Corbacho retiró del hornillo una cafetera de aluminio, apagó el fuego y sirvió dos tazas de café de puchero. Se sentó en una banqueta sin respaldo, de manera que a través del ventanuco de la caravana pudiera controlar la entrada a la chatarrería, y le propuso un brindis. Alzaron las tazas.
—No tenía que habérsela jugado a mis primos —le reprochó.
—Te perdí el rastro hace años —alegó Munárriz para justificarse.
—Al salir del trullo decidí portarme bien. La cárcel es mala para los gitanos. Hay mucho racismo. El Tío Calostro me dio trabajo y aquí estoy, reconvertido en vendedor de chatarra. No está mal.
—Necesito tu opinión sobre esto. —Munárriz dejó encima de la mesa la llavecita que había recibido de Francisco Bonastre—. ¿Puedes decirme qué abre?
La cogió, leyó la inscripción y, con la meticulosidad de un filatélico, Chicho Corbacho inspeccionó los dientes de la tija, midió mentalmente la separación entre ellos, comprobó el calibre de las guías y la calidad del metal y la posó sobre el hule para emitir su veredicto.
—Una ful.
—¿Qué?
—Una mierda —repitió serio—. Esta llave abre una mierda de cerradura.
—¡Explícate!
—Los dientes son burdos —dijo—. No están calibrados al milímetro. El metal es malo, el paletón frágil, la rodaplancha tampoco es para echar cohetes. En resumen, una llave que no sirve para nada. Creí que me traería algo digno de mí: una Chupp, una Fichet, una MCM, una Tesa multipunto, una Iseo... pero esta porquería...
—Necesito averiguar para qué tipo de cerradura está hecha —insistió Munárriz para arrancarle una respuesta.
—Una cerradura que puede abrirse con un simple clip.
—¿Estás seguro?
—Tan seguro que daría un dedo de mi mano —afirmó Chicho Corbacho molesto—. Este tipo de llave se utiliza en armarios roperos, taquillas de gimnasio, cajones de oficina, buzones de correo... Nada que requiera un buen cierre.
—Había pensado en una consigna.
—Ni lo sueñe —refutó convencido—. No pertenece a una consigna de aeropuerto, de estación de ferrocarril o de autobuses. Ni siquiera a una de parque de atracciones. Busque al fabricante y dará con la cerradura. Pero le advierto que no le será fácil.
—¿Por qué?
—Juraría por mis cinco churumbeles —dijo componiendo una cruz con los dedos y besándola— que pertenece a una serie fuera de circulación. A una serie no registrada.
—Habla claro.
—Los fabricantes chinos han copado el mercado de la cerrajería —le explicó—, y para competir con sus precios algunos fabricantes europeos troquelan previo pedido llaves y cerraduras a bajo costo. Llaves que funcionan con miles de cerraduras idénticas que venden en lotes a clientes de todo el mundo. Esta llave, inspector, seguramente abre una cerradura de un lote vendido en Barcelona, pero puedo garantizarle que el mismo lote se ha vendido en Logroño, Calahorra, Cincinnati o Michigan. ¿Comprende?
—Pero tiene un número de serie —argumentó perdido.
—Sí, por supuesto —admitió Chicho Corbacho—. Pero este número no corresponde a una llave en particular, sino a todas las series de esta misma llave.
—¿Qué puedo hacer?
—Tírela a la basura.
—¡Necesito saber qué abre! —gritó Munárriz dando un puñetazo en la mesa.
—¿Tiene acceso al archivo de la Brigada Central de Información?
—Sí. Mi unidad está conectada a diversos sistemas informáticos.
—Antes de jubilarme trabajé para la Brigada —relató para que entendiera su propuesta— y me consta que registran muchas cerraduras y llaves fuera de los catálogos comerciales. Quizás allí encuentre la cerradura que abre esta llavecita. Pero insisto, no sabrá si está en España, Francia, China o Pakistán.
—Gracias.
—Otro día venga con algo más complicado —le retó—. Algo que realmente requiera de mi pericia.
Le acompañó a la salida. Los pitbulls, para no perder la costumbre, ladraron enfurecidos soltando espumarajos por la boca, pero callaron al instante cuando Chicho Corbacho trincó un bate de béisbol oculto en el asiento trasero de un Seat convertido en chatarra y les amenazó a gritos. Le advirtió a Munárriz que andara con cuidado por el barrio, porque muchos gitanos organizaban peleas clandestinas de perros y paseaban a los chuchos sin correa ni bozal. Luego se despidió con un apretón de manos para desearle suerte.

 

* * *

 

El tañido de las campanas de una iglesia lejana hizo que Dagón consultara su reloj: las cuatro de la madrugada. Había llegado el momento de partir. Conocía a la perfección el barrio de Ribera. Durante días y noches pateó a diferentes horas las calles cercanas a la basílica de Santa María del Mar y al antiguo mercado del Borne para descubrir las menos transitadas. Buscó el camino más corto para llegar al puerto, al muelle de carga de grano. Estudió los horarios de las patrullas portuarias, recorrió en las golondrinas, las barcas de recreo que pasean a los turistas, el interior de los muelles para situar la ubicación de las dársenas, y sobre un papel, que ahora consultaba, trazó un croquis para evitar fallos de memoria. No podía dejar nada librado al azar o a la improvisación.
En los márgenes del folio, a punto de partirse en cuatro pedazos por las muchas veces que lo había doblado y desdoblado, consultó los turnos de vigilancia. Muchas noches de espera, de guardia sentado en el suelo o sobre un naray, simulando estar borracho para no levantar sospechas, tumbado en la hierba húmeda de los parterres, o en los bancos de madera como un vagabundo sin papeles que vivía en la miseria, le permitieron espiar los movimientos de la policía del puerto. Entre las cuatro y media y las cinco menos cuarto de la madrugada había un tiempo muerto, quince minutos para el relevo que les facilitaría entrar sin ser vistos.
Despertó a Benayá, que dormitaba sobre la colchoneta, y con un gesto le indicó que había llegado el momento. El otro asintió y se levantó. Como un autómata se colgó a la espalda su bolsa gris y se aprestó a salir. Dagón le contuvo. Quería comprobar que la calle estuviese despejada. Corrió la cortina de rafia y la inspeccionó. Ni un alma. Vía libre.
—Vamos —susurró Dagón.
—¿Adónde?
—Sígueme —le ordenó—. No te despegues de la suela de mis botas, y si algún poli nos sale al paso, déjame hablar a mí. ¿Entendido?
Benayá afirmó con el gesto. Dagón esgrimió una Korth Stainless del calibre 9 milímetros Parabellum y tiró de la corredera para meter una bala en la recámara. Enfundó la pistola en su cintura, oculta bajo la guerrera, y le indicó que abriera la puerta.
—Listo —dijo Benayá.
Se persignaron y musitaron una jaculatoria en esperanto para que el Padre Supremo les bendijese y guiara sus pasos. Benayá le miró, liberó los cerrojos y salieron a la escalera. Cerró y, cumpliendo las órdenes recibidas, le entregó la llave a Dagón.
Descendieron en silencio, tanteando los peldaños en los tramos con las bombillas rotas o fundidas, y ganaron la calle. Vacía. El aire fresco y limpio, tras muchos días de encierro, reconfortó a Benayá. Respiró hondo y sintió sus pulmones vivos. Por fin libre. Dagón apretó el paso. Una campanada solitaria marcó el primer cuarto de las cinco. En otro cuarto de hora se produciría el relevo de las patrullas y dispondrían de entre diez y quince minutos sin vigilancia para entrar en el muelle.
Por el dédalo de callejuelas del barrio de Ribera ganaron la avenida del Marquès de l’Argentera, cruzaron la Via Laietana y caminaron un buen trecho por la Ronda Litoral hasta la altura del muelle del Contradique, con sus enormes silos de hormigón. No se cruzaron con un alma. Sólo el conductor de algún que otro coche, que circulaba a gran velocidad por la Ronda, les vio adentrarse en los almacenes de carga, y seguramente les tomó por estibadores que acudían a sus puestos de trabajo.
Benayá jadeaba fatigado. Pese a sus ejercicios gimnásticos, los días de encierro habían mermado su fondo. Dagón consultó el croquis que apretaba en la mano. Un poco más adelante arrancaba la senda que conducía al faro. Alzó la vista y contempló cómo el haz luminoso barría la oscuridad del mar. Estaban en el punto señalado. Había que extremar las precauciones.
Cruzaron a la carrera la vía del tren. Un espacio abierto, sin abrigos para ocultarse, que entrañaba cierto peligro. Buscaron las zonas de penumbra, los rincones alejados de las farolas, y avanzaron de trecho en trecho protegidos por bidones de combustible, tablones de madera procedentes de países exóticos, viejos neumáticos apilados a la espera de ser reciclados y montañas de chatarra. Con agilidad atlética sortearon una valla metálica, que delimitaba el perímetro del área restringida, y paso a paso penetraron en el muelle de los silos. Se ocultaron en las calles estrechas y malolientes que formaban un grupo de contenedores vacíos, y Dagón consultó su reloj: las cuatro y media en punto. Si nada fallaba las patrullas se reunirían en breve en la comisaría del puerto, en la dársena de San Beltrán, para efectuar el relevo.
Se llevó un dedo a los labios para indicarle a Benayá que guardara silencio y se adelantó unos metros. Su ropa de camuflaje le permitía cierto margen de maniobra. Protegido tras un fardo de redes de carga, inspeccionó los alrededores de la dársena. Un vigilante jurado mataba las horas en su garita leyendo una revista. Los destellos azules de una patrulla le obligaron a tumbarse en el suelo. El coche se detuvo y los policías hablaron con el vigilante. Miró otra vez el reloj: las cuatro y cuarenta. Los minutos pasaban rápido. Corría el riesgo de que llegara la patrulla de relevo. Instintivamente acarició su arma. Oyó una voz lejana, metálica, la voz de la emisora de radio que reclamaba al coche para efectuar el cambio de turno. Suspiró aliviado. La patrulla arrancó y el vigilante jurado se encerró en su garita.
Retrocedió sobre sus pasos y acudió junto a Benayá, que esperaba inquieto entre los contenedores. Consultó de nuevo su reloj. Las manecillas fluorescentes señalaban las cuatro cuarenta y cinco minutos. No podían perder ni un segundo. El relevo llegaría de un momento a otro. Ahora o nunca. Con un gesto le indicó a Benayá que le siguiera. Corrieron, con la espalda encorvada y las piernas flexionadas, hasta alcanzar el montón de redes de carga. Agazapados entre las gruesas tramas de la maroma, observaron al vigilante jurado en su garita. Hablaba por un teléfono móvil y parecía distraído. Dagón reptó unos metros para protegerse tras las ruedas de un tráiler próximo. Del bolsillo de su guerrera sacó una linternita halógena, la encendió y apagó repetidas veces para componer en Morse la palabra hundo y esperó. A los pocos segundos, desde el puente de mando de un mercante atracado en el muelle, recibió la respuesta: raya, punto, raya, tres rayas, raya, punto, raya y tres rayas...
El vigilante seguía entretenido al teléfono. Las luces de la cubierta del barco se apagaron. La dársena quedó en penumbra. Dagón reclamó a Benayá a su lado. En completo silencio, efectuó con los dedos varios signos, como había aprendido en el entrenamiento de comandos, y le indicó que saldría primero. Benayá asintió. Dagón se incorporó, corrió y subió a la cubierta sin contratiempos. El vigilante, aferrado al teléfono, hablaba entre sonoras carcajadas. Benayá respiró con profundidad. Emprendió la carrera. La bolsa sujeta a su espalda le golpeaba los riñones, la botella de ciclopropano le hería con dolor, tropezó y cayó de bruces a escasos metros de la pasarela. Dagón temió lo peor. Descendió, a riesgo de quedar al descubierto, le cogió del brazo y lo arrastró hasta la cubierta. El capitán les indicó que se agacharan. Permanecieron inmóviles bajo un bote salvavidas. El coche patrulla de relevo entraba en la dársena. Dio un pequeño rodeo y se alejó del barco lo suficiente para salir de su escondrijo. Le mostraron al capitán sus tatuajes bajo la lengua y sin perder tiempo les condujo a la bodega. Abandonarían el país como polizones, ocultos entre miles de sacos de trigo. Los ataques terroristas de Nueva York, Madrid y Londres habían obligado a extremar la vigilancia en los aeropuertos, y burlar la seguridad resultaba complicado y peligroso. Los barcos mercantes se habían convertido en instrumentos indispensables para eludir los controles fronterizos.
Desde el puente de mando del Alexander Nevski, un mercante con pabellón de conveniencia panameño, el capitán escrutó con la ayuda de unos prismáticos de visión nocturna el muelle del Contradique. Todo en orden. Los dos agentes de la patrulla saludaron al vigilante jurado, que rellenaba su informe diario antes del relevo, y el automóvil arrancó despacio para recorrer el muelle y las dársenas en su labor de vigilancia. De tramo en tramo la patrulla se detenía y, ayudados de un reflector, los agentes alumbraban las zonas oscuras, en especial las que almacenaban mercancía para embarcar. El capitán observó a la patrulla girar hacia el muelle de la Costa, en la dársena del Morrot, para seguir su ronda. Dejó los prismáticos sobre la mesa de portulanos, pulsó el botón de un interfono y ordenó iniciar la maniobra para zarpar.
Dos marinos descendieron al muelle, soltaron de los noráis los cabos de proa y popa y retiraron la pasarela. A través de la emisora el capitán comunicó su maniobra al práctico del puerto y recibió la autorización oportuna. Abrió de nuevo el interfono y ordenó avante. En la bodega, en un doble fondo cubierto de sacos de trigo, Dagón y Benayá oyeron el rugido ensordecedor de los motores y el zumbido de las hélices. Apenas podían respirar en aquel diminuto habitáculo de ambiente enrarecido por el polvo en suspensión. El ruido del cuarto de máquinas les volvía locos.
El barco se apartó lentamente del dique y puso proa a la bocana del puerto. El capitán observó con los prismáticos la terminal de las golondrinas, en la punta del muelle Adosado, y ordenó avance a un tercio. El navío se desplazó algo más rápido. La quilla cortó el agua mansa, hasta sobrepasar las boyas de señalización y entrar en mar abierto. Los motores subieron de revoluciones acelerados a media potencia y el Alexander Nevski se alejó en la oscuridad del puerto de Barcelona.
Una hora después de zarpar, el capitán dejó el gobierno del buque al segundo oficial y ordenó subir a los polizones. Dagón y Benayá abandonaron su escondite y se personaron en el puente de mando. Le mostraron de nuevo sus tatuajes y el capitán hizo lo propio: exhibió bajo su lengua la cabeza de un perro coronada por un gallo.
—Bienvenidos a bordo —dijo en esperanto—. Lamento haberles encerrado pero su seguridad así lo aconsejaba.
—No importa —replicó Dagón, que se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo.
—Sin contratiempos —les informó el capitán—, en dos o tres días llegaremos a puerto. Entretanto les recomiendo que disfruten de la travesía.
—Solicito permiso para salir a cubierta, capitán —refunfuñó Benayá—. Necesito respirar la brisa marina.
—Concedido. Pueden pasear libremente salvo orden contraria. He mandado que les asignen un camarote. Si tienen hambre hablen con el cocinero.
Benayá sonrió complacido y salió a cubierta. El capitán miró de reojo a Dagón y asintió. El barco navegaba a toda máquina y el aire azotaba el combés con fuerza. Las estrellas refulgían todavía en el cielo, pese a las primeras luces del alba, y la brisa olía a yodo. Benayá, aferrado a la baranda de estribor, contemplaba la inmensidad del mar, la línea de un horizonte rojizo que anunciaba el amanecer. Tras días de encierro agradecía el aire fresco y salino en la cara. Dagón se colocó detrás de él.
—¡Benayá! —gritó.
Se dio media vuelta. Dagón le encañonaba con su Korth Stainless de 9 milímetros Parabellum. El capitán observaba impasible la escena desde la puerta de la cabina. La vibración de los motores se percibía bajo los pies como un terremoto infinito que presagiaba el desastre.
—¿Qué haces? —bramó Benayá para vencer la furia del viento—. ¿Te has vuelto loco?
—¡Cometiste un error y debes pagarlo!
—¡Cumplí mis órdenes! —vociferó nervioso, aferrado a la baranda—. ¡Maté a la chica!
—¡Pero alguien descubrió tu mascarada!
—¿Qué?..
—¡Alguien investiga en la sombra!
—¡Controlaste los periódicos!
—¡Es cierto! —aseveró Dagón—. ¡Pero han informado a la orden!
—¿Quién?.. —gritó Benayá contra las ráfagas de aire—. ¡No soy un traidor!
Benayá se abalanzó con intención de desarmarle, pero dos detonaciones secas, ahogadas por el ulular del viento, detuvieron su empuje. Cayó de rodillas, con el pecho ensangrentado. Su cuerpo se tambaleó unos segundos, con los brazos hacia delante en el último intento de arrebatarle el arma, y finalmente se desplomó con un estertor de muerte. Dagón se agachó. Le tomó el pulso en la vena del cuello y meneó la cabeza resignado. Órdenes son órdenes. Enfundó su pistola y susurró un breve responso por el alma de Benayá.
El capitán se persignó y se acercó al cadáver. Lo volteó con el pie, para dejarlo boca arriba, y le cerró los ojos. Luego ordenó a dos de sus hombres vaciarle los bolsillos y arrojarlo al mar.
Cogieron al cadáver de brazos y piernas, lo balancearon para tomar impulso y lo lanzaron al agua por la borda. El cuerpo de Benayá desapareció envuelto por la espuma de las hélices y la cresta de las olas. Dagón cogió la bolsa de loneta gris y también la arrojó por la borda. Los dos marinos baldearon la cubierta para limpiar la sangre y regresaron a sus puestos. Dagón se quedó solo en la cubierta. Los primeros rayos del sol trazaban un surco dorado sobre las aguas.

 

* * *

 

Todas las noches, el único momento que Munárriz coincidía con Mabel, ésta le cosía a preguntas sobre la investigación. La muerte de Begoña Ayllón se había convertido en su tema central de conversación durante las cenas. Munárriz intentaba no entrar en detalles, pero tampoco podía eludir respuestas concretas. Por ahora sólo tenía una llavecita, que en opinión de Chicho Corbacho servía de poco, y una visita relámpago a Soria.
Por las mañanas Mabel se levantaba temprano. Corría alrededor de la plaza para mantenerse en forma, se duchaba, preparaba el desayuno y se despedía hasta la noche. Andaba atareada en su artículo sobre «muertos sin identificar» y pasaba la mayor parte del día visitando a las familias de los desaparecidos, rastreando depósitos municipales y cementerios y entrevistando a miembros de oenegés de ayuda a inmigrantes y refugiados.
Munárriz consultó el pronóstico del tiempo en la estación meteorológica: humedad y descenso de la presión atmosférica, la tónica general de los últimos días. Cerró la puerta y marchó a su oficina en la Jefatura Superior de Policía. Al verle, el inspector que le sustituía al frente de la coordinación de la Comisaría General de Policía Judicial y la Dirección General de Seguridad Ciudadana de la Generalitat pensó que había suspendido sus vacaciones, pero nada más lejos de la realidad. Sólo pretendía seguir el consejo de Chicho Corbacho.
—¿Tienes síndrome de abstinencia? —bromeó asqueado el policía.
—Síndrome de Estocolmo —precisó Munárriz para seguirle la corriente—. No puedo vivir sin el aguachirle de la máquina del café, sin estar encerrado días enteros en este cuchitril, sin vuestra grata presencia en mi vida.
—Vas de mal en peor —rió el policía sin ganas—. Deberías visitar al psiquiatra.
—¿No está el comisario? —atajó Munárriz.
—El mandamás acaba de salir. Tiene una reunión en la Secretaría de Seguridad Pública y no regresará hasta mañana.
—¿Problemas?
—El pan nuestro de cada día —respondió el policía—. Han aumentado los delitos contra la propiedad privada. Han asaltado varios chalés con sus inquilinos dentro y la Generalitat ha solicitado al Ministerio del Interior colaboración para detener a las bandas. En resumen, más curro por el mismo sueldo.
—¿Por qué no se encarga la UDEV?
—Tiene pocos efectivos y están de trabajo hasta la coronilla.
—¿Y qué pretenden?
—Según he oído —dijo el policía serio y preocupado—, la UDEV nos pasará la información de que dispone sobre bandas extranjeras, colaborará en la investigación, pero la desarticulación correrá de nuestra parte con el apoyo logístico del Grupo Especial de Intervención de los Mozos de Escuadra.
—¿Y la Guardia Civil?
—Saturados —sentenció harto de la situación—. Los Mozos todavía no patrullan en muchas áreas afectadas y los efectivos de la Guardia Civil son insuficientes. Te aconsejo que disfrutes de las vacaciones porque se avecinan tiempos difíciles. Habrá que volver al asfalto.
—¡Joder! —exclamó Munárriz.
—¿A qué has venido? —le preguntó el policía.
—Preciso consultar unos datos en mi ordenador. ¿Te importa?
—No, claro que no —accedió amable—. ¿En qué lío andas?.. No, no me lo digas, prefiero no saberlo.
El inspector que le sustituía al frente de las labores de coordinación se levantó y le cedió el asiento. La pantalla del ordenador mostraba varias fichas policiales de miembros de bandas criminales especializados en el asalto a viviendas. Las presiones políticas y la alarma social habían aparcado otros asuntos para ocuparse de lleno del robo a pisos y chalés.
—Dame una hora —le pidió Munárriz al verle marchar.
—Tómate el tiempo que quieras —cedió el policía indolente—. No volveré hasta la tarde. Aprovecharé para ir al hospital. Han operado a mi hijo de apendicitis y quiero ver qué tal está.
—Dale un beso de mi parte y recuérdale que tenemos pendiente una partida de futbolín.
—Se lo diré.
Vio a su compañero alejarse cabizbajo. Estaba asqueado, como lo estaban la mayoría de policías desbordados por su trabajo, un trabajo que en ocasiones quedaba en agua de borrajas porque los jueces soltaban a los detenidos tras prestar declaración.
Se acomodó frente al ordenador, sacó la llavecita de su bolsillo e intentó una primera búsqueda en Internet. Abrió el Google y escribió la palabra «Tefro». Francisco Bonastre tenía razón. Sólo figuraba como dios protector del hogar en la mitología itálica. A continuación insertó el código de la llave: LCE-015918-Z, pero tampoco obtuvo ninguna respuesta del buscador. Cerró el Google.
Abrió la pantalla de su Unidad de Inteligencia Criminal y colocó el cursor en las siglas BCI (Brigada Central de Información). Pulsó el ratón y apareció una ventana de control de acceso. Insertó su código personal, el nombre y número de su unidad, presionó la tecla de Enter y esperó. En el ángulo inferior izquierdo de la pantalla se dibujó una segunda ventana. Puso el dedo pulgar derecho en la misma y, de manera automática, el monitor escaneó la huella digital para comprobar su identidad. Pasados unos segundos el programa le permitió acceder al banco de datos de la Brigada Central de Información.
Observó una serie de iconos, representativos de su contenido, acompañados de un nombre y un número que pertenecían a los archivos que manejaban los miembros de las diversas unidades de la Brigada Central de Información. Había archivos de zapatillas deportivas con las huellas correspondientes a sus suelas, de bolígrafos y plumas estilográficas, de relojes de pulsera, de prendas de ropa, de faros de automóvil, de otras piezas de diferentes marcas y modelos de vehículos, de aparatos de telefonía móvil, de lámparas de escritorio, de viejas máquinas de escribir, de impresoras y programas de letras... y de llaves y cerraduras. Cualquier objeto estaba catalogado, salvo las armas y sus proyectiles que figuraban en un banco de datos aparte.
Situó el cursor sobre el icono de un ojo de cerradura e hizo dos clics de ratón. A los pocos segundos el archivo Simel-25 se abrió como la cueva del tesoro a Alí Babá. Tenía a su disposición más de cinco mil páginas con modelos de llaves de todo el mundo. Un laberinto sin salida. Buscó el índice, pulsó el ratón y accedió al mismo. Constaba de quinientas páginas. En cada una había cientos de siluetas en negro de llaves y debajo un número de referencia. Cogió su llavecita, la puso sobre un papel de banda autoadhesiva y dibujó el contorno. Ayudado de un rotulador de punta gruesa la sombreó, y después la pegó en el marco de la pantalla para compararla con las siluetas del índice.
Los ojos le escocían y sólo acababa de empezar. Llevaba una hora enfrentando las siluetas sin ningún resultado. Había llaves que parecían iguales, prácticamente idénticas a la suya, pero al comparar los detalles —diámetro del anillo, del ojo, longitud de la tija, altura de los dientes, etcétera— no encajaban y tenía que comenzar de nuevo con la siguiente. Descartaba algunos modelos al primer golpe de vista, pero otros requerían de una observación minuciosa. Comprobó que había llaves iguales pero de distinto fabricante. Un caos. Pero no cayó en el desaliento. Los buenos policías tenían como estandarte la paciencia.
Página a página avanzó. Descartaba prototipos, y de otros anotaba su número de registro por si pudiera necesitarlo más tarde. Jamás imaginó que hubiese tantos troqueles de llaves. Salvó la hora del almuerzo con un vaso de café y un sándwich de jamón y queso, para no abandonar su búsqueda, y continuó pegado a la pantalla. Llevaba un buen número de llaves rastreadas pero de momento sin ningún resultado. Aún le quedaban algunas páginas del índice por comprobar.
Colocó una nueva tanda de siluetas negras en la pantalla y las cotejó con su llavecita de papel. La número I-32 parecía igual, pero le había ocurrido otras tantas veces. Amplió la plantilla para equiparar los detalles y contuvo la respiración. El tamaño del anillo, del paletón, de la tija, de los dientes, del ojo, todo se correspondía, como si fueran dos monedas del mismo valor. Arrancó el papelito adhesivo y lo pegó sobre el cristal del monitor, junto a la llave digital, para compararlas mejor. ¡Eureka! Por fin un modelo idéntico a simple vista.
Arrastró el cursor hasta la silueta y pulsó el ratón. En la pantalla aparecieron varias llaves con su número de serie, fabricante, países donde se distribuían, las medidas exactas de cada segmento y otros datos que a priori permitían situar el origen de los diferentes modelos. Solicitó al ordenador que le mostrase la primera llave a tamaño natural y el prototipo de la serie ocupó el centro de la pantalla. Superpuso su llavecita a la silueta: la diferencia sólo estaba en la longitud de la tija, un milímetro más larga en el modelo del monitor. Repitió la operación con el resto de llaves y en la antepenúltima sonó la flauta. La llave de la pantalla, a escala 1:1, coincidía como un calco con la suya.
Leyó los datos técnicos del modelo I-32-LCE, fabricado en Italia por Tagliaferri & Cia, una empresa familiar con sede en la ciudad de Tarento. En la ficha técnica comprobó que Tagliaferri & Cia exportaba cerraduras y llaves a España a través de Cerrajería Pérez Navarro e Hijos, Sociedad Limitada, con domicilio social en el polígono industrial de Tres Cantos (Madrid). Anotó su dirección y teléfono y recostó la espalda en la butaca. Estaba en el buen camino.
Solicitó al ordenador la totalidad de la información de que disponía el archivo I-32-LCE sobre el modelo en cuestión pero, como le había anticipado Chicho Corbacho, no aparecía ninguna referencia sobre los cierres que abrían las llaves, ni dónde ni cuándo se habían instalado. No ocurría lo mismo con otras llaves de seguridad que figuraban con sus tipos de cerraduras, las puertas que las admitían, sus números de registro, la cantidad de llaves y cerraduras fabricadas, etcétera. Eliminó los archivos de la pantalla y dejó el ordenador en stand by.
Cogió la hojita con la dirección y el número de teléfono de la empresa distribuidora en España. Esperaba obtener respuestas. Quizá guardaban archivos o notas de dónde instalaban sus llaves y cerraduras. Pronto saldría de dudas. El tuuu... tuuu... tuuu... de la línea se convirtió de repente en una voz de mujer.
—Cerrajería Pérez Navarro e Hijos. Le atiende Magdalena Álvarez. ¿En qué puedo ayudarle?
—Quisiera hablar con el director de la empresa —solicitó Munárriz.
—El señor Pérez Navarro está de viaje —recitó la telefonista—. ¿Quién le llama?
—El inspector Sebastián Munárriz, de la policía judicial —soltó para hacerle reaccionar—. Se trata de un asunto oficial. ¿Hay algún responsable que pueda atenderme?
—Sí, claro —admitió aturullada la joven—. Le paso con el señor Pérez Capellán, nuestro director comercial.
—¡Diga! —bramó una voz profunda al instante.
—Me llamo Sebastián Munárriz, y le hablo desde la Jefatura Superior de Policía de Barcelona.
—Sí, dígame...
—Preciso su colaboración para una investigación oficial.
—No tengo ningún inconveniente, señor Munárriz —contestó Pérez Capellán con ánimo de servicio—, pero no puedo facilitarle información sin antes comprobar su verdadera identidad. Espero que lo comprenda y me disculpe. Instalamos cerraduras de alta seguridad y tenemos que velar por la protección de datos de nuestros clientes. Perdone el atrevimiento, pero podría ser un ladrón profesional.
—Lo entiendo —convino Munárriz—. Anote mi teléfono, por favor.
—Sí...
—Cero noventa y uno.
—¡Bromea! —espetó convulso el jefe del departamento comercial.
—¿Cómo piensa comprobar mi identidad?
—No sé...
—El teléfono de la centralita de Jefatura —argumentó Munárriz— es un número convencional, y si yo fuese un ladrón profesional, como usted muy bien ha dicho, tendría un dispositivo para hacerle creer que en realidad llama a la Jefatura de Policía de Barcelona aunque no fuera así.
—Sí, claro, claro... —musitó confuso.
—Hágame caso, señor Pérez —dijo para inspirarle confianza—. Llame al cero noventa y uno, a la Sala Central, y diga que desea hablar con el inspector Sebastián Munárriz, de la Unidad de Inteligencia Criminal de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, código cuatrocientos cincuenta. ¿Ha tomado nota?
—Sí... sí...
—Espero su llamada. Es urgente.
—Deme un minuto —le pidió.
—Un minuto —repitió Munárriz, y colgó.
Pérez Capellán, hijo de Pérez Navarro y director del departamento comercial del negocio que regentaba junto a su padre y sus otros tres hermanos, estaba acostumbrado a recibir solicitudes de información por parte de la policía o de algún juzgado, porque su empresa importaba las mejores llaves y cerraduras de seguridad que se fabricaban en los cinco continentes. Pero jamás había recibido una petición tan directa y estrambótica. Las demandas siempre le llegaban por escrito, en papel de cartas con membrete oficial, los datos precisos que requerían de su empresa, un nombre de contacto y un número de teléfono.
Meditó jugueteando con la nota entre los dedos. Se trataba de un caso urgente, un caso que precisaba una respuesta inmediata. El inspector le pidió que telefoneara al 091 para demostrarle que no había ni trampa ni cartón en su identidad. ¿Qué mejor garantía? Descolgó y llamó. Una voz masculina respondió con sequedad: «Policía, dígame...». Siguió las instrucciones y esperó pegado al auricular.
—¿Señor Pérez Capellán?
—Inspector Munárriz —titubeó nervioso—. Disculpe la desconfianza, pero sólo cumplía con mi deber.
—No esperaba otra conducta de una empresa seria.
—Gracias —dijo aliviado—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Tengo una llavecita —le relató—, una Tefro con el número de serie LCE-015918-Z, y he averiguado que ustedes son los importadores.
—Así es.
—¿Puede decirme dónde la han instalado?
—La pregunta del millón —contestó Pérez Capellán con un bufido de impotencia—. Son series de bajo costo y muchas veces las importamos y reexportamos, otras las vendemos al por mayor, pero en cualquier caso desconocemos su paradero final. No creo que pueda responderle porque el número de serie no corresponde a una llave en concreto sino al lote entero de llaves y cerraduras. Si hablásemos de una llave de alta gama, de una llave de seguridad única para una cerradura única, de una llave imposible de duplicar salvo por el fabricante, la cosa cambiaría.
—¿Hay alguna posibilidad?
—Espere un momento, por favor.
Munárriz le oyó posar el auricular, llamar a la telefonista y regresar a su mesa. Al poco el hilo telefónico le transmitió de fondo la voz de la joven de forma confusa, un frufrú de papeles y de nuevo las palabras de su interlocutor.
—Inspector Munárriz...
—Sí.
—La llave procede de Italia, de la compañía Tagliaferri de Tarento —especificó con el albarán a la vista—, pero siento comunicarle que no puedo decirle mucho más porque las partidas se vendieron al por mayor.
—¿Hace mucho?
—Seis años —certificó—. Son llaves baratas fabricadas sobre pedido. Seguramente el cliente no abonó los pagos establecidos, canceló la compra al punto de entregarse o se fabricaron más para redondear los costos. Tagliaferri nos ofreció un lote a buen precio y decidimos adquirirlo. Eso es todo.
—¿Conserva las facturas?
—¡Como manda la ley!
—¿Puede consultarlas? Es muy importante.
—Tendrá que esperar otra vez.
—No importa.
El director comercial resopló, llamó de nuevo a la telefonista y le pidió las facturas. La mujer regresó a su mesa, tecleó en el ordenador el número de control que figuraba en el albarán de compra y le apareció el código interno de los archivadores que conservaban la documentación del modelo Tefro. Tres minutos después dejó sobre la mesa de su jefe las cuatro facturas del único lote importado y vendido.
—¿Sigue ahí, inspector?
—Como un clavo.
—Se vendieron cuatro partidas —afirmó Pérez Capellán repasando los documentos— de un único lote de tres mil quinientas llaves y sus correspondientes cerraduras.
—¿Sabe a quién?
—Uno salió hacia Bilbao...
—¿Puede precisar?
—Sí —admitió el jefe del departamento comercial—. Una remesa de mil quinientas llaves y cerraduras se vendió a una ferretería de Guecho, Hermanos Zuriola Ibarreche —concretó—. ¿Quiere su dirección y teléfono?
—Por favor.
—Anote... —Le dictó los datos y siguió—. Una segunda remesa de mil doscientas la adquirió Alhambra Mueblaje Industrial, de Granada, una empresa que fabrica y distribuye al mayor y al detall muebles de oficina. —Le facilitó también las señas—. Una tercera partida de seiscientas se mandó a Gym Sport, un fabricante zaragozano de mobiliario para gimnasios. —Como en los casos anteriores le dictó la dirección y el número de teléfono—. Y por último —leyó Pérez Capellán—, el cuarto pedido lo efectuó Maderas Alonso Blázquez, una carpintería de Madrid. —Munárriz anotó también los datos—. ¿Satisfecho, inspector?
—Sí —contestó Munárriz pensativo—. Muchas gracias.

 

* * *

 

Se levantó, se colocó las manos a la altura de los riñones y encorvó la espalda para desentumecer los músculos. Llevaba muchas horas sentado. Desde la ventana de su oficina en la Jefatura Superior de Policía, Munárriz contempló la Via Laietana congestionada por el tráfico. Una llovizna caía mansa sobre el asfalto y convertía el pavimento en una pista de patinaje. Dos taxis colisionaron al frenar el primero de forma brusca ante un semáforo en rojo. Gritos, insultos cruzados entre los dos chóferes, gestos amenazadores... El estrés buscaba su válvula de escape en la violencia. Las ciudades devoraban a sus habitantes como un carcinoma y a nadie parecía importarle. En las grandes ciudades la lluvia se convertía en un incordio. En Elanchove los días invernales de tormenta se celebraban porque reunían a la familia en torno al fuego del hogar. En Barcelona la gente corría, escapaba de la lluvia como de una peste mortífera, y las luces de los comercios dibujaban sobre las aceras mojadas un brillo acerado, el brillo de una daga invisible que amenazaba a los peatones.
Recuperó la posición frente a su mesa de despacho. Descolgó el teléfono y llamó a la primera empresa. El responsable de la ferretería de Guecho le informó de que las cerraduras se instalaron en armarios de diversos colegios de niñas discapacitadas regentados por monjas ursulinas. La empresa de Granada colocó las cerraduras en un pedido de muebles de oficina exportado a Sudamérica. El jefe de compras de Gym Sport le notificó que los cierres adquiridos a Cerrajería Pérez Navarro e Hijos se utilizaron en los roperos de una cadena de gimnasios masculinos de halterofilia. Munárriz fue en busca de otro café antes de realizar la última llamada a Maderas Alonso Blázquez, de Madrid. Le atendió el jefe de taller y, tras consultar éste sus archivos, supo que las doscientas cerraduras restantes y sus llaves del modelo «Tefro LCE-015918-Z» se instalaron en las taquillas de la Biblioteca Nacional durante la última reforma.
Analizó las respuestas. Begoña Ayllón no tuvo tiempo material de viajar a Sudamérica entre la visita al padre Ramírez y el hallazgo de su cuerpo en la Sagrada Familia. Tampoco la imaginó en un colegio de niñas discapacitadas, ni en un gimnasio de hombretones sudorosos, tras estudiar un rosetón, unos canecillos y una extraña cruz de tau. Había estado en Madrid. Sí señor. La llavecita que tenía sobre la mesa pertenecía a una taquilla de la Biblioteca Nacional, pero debía comprobarlo. No podía dar nada por supuesto. Descartó el resto de las alternativas y decidió viajar a Madrid al día siguiente de madrugada. El puente aéreo le situaría en la capital en poco menos de una hora, con tiempo suficiente para seguir los pasos de Begoña Ayllón y regresar a casa por la noche.

 

* * *

 

Diez minutos antes de las nueve de la mañana, la hora de apertura de la Biblioteca Nacional, Munárriz esperaba en la puerta de entrada del paseo de Recoletos. Contempló el paseo arbolado, con sus lujosos cafés y terrazas, y la vecina plaza de Colón, señoreada con la estatua del Almirante. Muy cerca quedaba el palacio del marqués de Villamejor, sede del Ministerio del Interior, que había visitado en numerosas ocasiones.
A las nueve y tres minutos un ujier abrió. Munárriz franqueó el primer control de seguridad y mostró su placa al vigilante jurado. El hombre asintió y le facilitó el acceso por un lateral para evitar que el arco detector de metales pitara al descubrir su arma. Le indicó el camino hacia la Sala General de Lectura y siguió sus indicaciones. Subió una escalera y al doblar un recodo se topó con el guardarropa y las taquillas destinadas a los usuarios: estaba prohibido entrar con prendas de abrigo, bolsos, portafolios, carpetas, paraguas, etcétera. Se acercó al mostrador y la encargada del guardarropa le informó de que no había otras taquillas en el edificio. Eso facilitaría su búsqueda.
Debido a la escasa afluencia de lectores a primera hora, la mayoría de los casilleros estaban vacíos. Se trataba de armarios de conglomerado revestido y cerraduras casi testimoniales porque, como le vaticinó Chicho Corbacho, podían abrirse con algo de maña y la simple ayuda de un clip. Sólo había tres taquillas cerradas. El resto mostraban sus llaves en las cerraduras accionadas mediante una moneda. Sacó la llavecita y la introdujo en la ranura del primer cierre. La giró con suavidad pero la puerta no se abrió. Aún tenía dos posibilidades. Probó con la segunda taquilla. Al rotar la llave la puerta cedió. Un cajetín interior, adosado a la cerradura, recogió la moneda de euro. Miró a su espalda para comprobar que nadie le vigilaba y extrajo un abultado sobre de papel marrón precintado por una solapa autoadhesiva. Un sobre idéntico al que había recibido Francisco Bonastre, pero sin ningún nombre ni dirección. Despegó la solapa y estudió su contenido: una serie de fotografías de diversos animales tallados en piedra, figuras fantásticas, cruces de cerámica semejantes a la mostrada por el padre Ramírez en la ermita de San Bartolomé, un ciprés también de piedra, extraños símbolos geométricos dibujados con fragmentos de vidrio y azulejos unidos por argamasa y otros elementos que no pudo identificar, junto a pliegos de papel vegetal que reproducían de forma esquemática algunas figuras de las fotografías repletas de medidas y cálculos matemáticos.
Metió las fotografías y dibujos en el sobre y lo guardó de nuevo en la taquilla. Otro vigilante jurado paseaba por el largo pasillo que conducía a las distintas dependencias. Se acercó, le mostró la placa sin mediar palabra y le pidió ver al jefe de seguridad. El vigilante cabeceó, cogió el walkie talkie que colgaba de su cintura y habló con el centro de control.
A los pocos minutos hizo acto de presencia el jefe de seguridad. A diferencia de sus compañeros, vestía ropa de calle: un traje gris de confección barata y abultadas hombreras. Se presentó y, tras inspeccionar su credencial de miembro de la policía judicial, le pidió que le acompañara. Le condujo a un despacho amplio y cómodo, situado junto a la sala de control, repleta de monitores de televisión de circuito cerrado observados por dos vigilantes.
—Tome asiento, por favor —le ofreció.
—Seré breve —anticipó Munárriz.
—Eso espero, porque estoy muy ocupado.
—Necesito la fecha de entrada de un socio —soltó el policía sin más digresión.
—¿Conoce su número de carné? El registro se efectúa mediante el número de carné.
—Begoña Ayllón Balaguer —pronunció Munárriz serio en una clara y directa invitación a averiguarlo.
—Hablaré con el archivo —rezongó.
Descolgó el teléfono, marcó un número de comunicación interno y solicitó a la Sección de Carnés que le trajesen la ficha de Begoña Ayllón Balaguer. Esperó con el auricular pegado a la oreja, y a los pocos minutos repitió el nombre, acompañó sus palabras de un cabeceo de afirmación y colgó. Le hizo algunas preguntas banales, para entretener la espera, y pasados unos minutos un empleado de la Sección de Carnés le entregó la ficha.
—Begoña Ayllón Balaguer —leyó el jefe de seguridad en la cartulina— posee carné de investigador de clase dos, número ciento quince mil doscientos seis, válido hasta octubre de dos mil diez.
—¿Sabe qué días visitó la Biblioteca? —siguió Munárriz.
A regañadientes el jefe de seguridad efectuó una segunda llamada, leyó el nombre y el número de carné y esperó. Dio las gracias a la persona que le había atendido al otro lado del hilo telefónico y colgó el auricular con una amplia sonrisa. Nada escapaba a su control. Nadie entraba en la Biblioteca Nacional de manera anónima. Sus hombres cumplían el trabajo con celo.
—Estuvo en la Biblioteca el jueves y el viernes...
—¿Dos días? —le interrumpió Munárriz.
—Sí —dijo tajante—. Hay registradas dos entradas correlativas.
Sopesó el dato que acababa de facilitarle el jefe de seguridad. Begoña Ayllón viajó el martes de Barcelona a Soria, el miércoles salió hacia Madrid, el jueves y el viernes estuvo en la Biblioteca Nacional y el sábado regresó a Barcelona y se encontró con su asesino. Ya conocía sus pasos, día a día, la semana de su muerte. Había resuelto un interrogante.
—¿Qué hizo en la Biblioteca? —inquirió Munárriz.
—Leer libros —respondió en tono socarrón el encargado de la seguridad.
Munárriz ni siquiera sonrió.
—Me refiero a si puede decirme qué libros consultó.
El jefe de seguridad se peinó los cabellos con la palma de la mano, reclinó su espalda en la butaca y resopló contrariado. El cargo le obligaba a satisfacer las demandas de la policía, pero no podía perder más tiempo en un asunto banal, en una investigación que no afectaba a la seguridad interna de la Biblioteca. Recobró la postura frente a su mesa de trabajo.
—Inspector Munárriz —dijo para sacudirse el problema de encima porque odiaba las complicaciones—, será mejor que hable con el bibliotecario general. Lo siento —se excusó sin modales—. Estoy muy ocupado.
—Le comprendo —dijo—. Me ocurre lo mismo.
El encargado de la seguridad cogió un pequeño walkie talkie que reposaba junto al teléfono y ordenó a uno de los vigilantes que se presentara de inmediato en su despacho. Le dio órdenes precisas para que acompañara a Munárriz ante el bibliotecario general y atendió una llamada con frases entrecortadas, mientras le despedía con un gesto de desdén. El vigilante le guió hasta la Sala General de Lectura, presidida por dos viejos relojes de números romanos, le presentó al bibliotecario y regresó a su puesto.
—¿Policía? —le interrogó incrédulo el hombre.
—Inspector Munárriz, de la judicial.
—Andrés Blasco, encantado. —Le estrechó la mano—. ¿Algún robo en la Biblioteca?
—Un asunto bajo secreto de sumario —atajó Munárriz para abortar sus preguntas.
—Hace años —dijo el bibliotecario para justificar su curiosidad— unos empleados robaron varios incunables que después vendieron a anticuarios de medio pelo. Por suerte sus compañeros del Grupo de Patrimonio Histórico de la Guardia Civil les detuvieron y recuperaron parte de los libros.
—Sólo pretendo averiguar qué libros consultó un socio —le tranquilizó.
—¡Coser y cantar! —sonrió—. ¿Conoce su número de carné y los días que estuvo en la Biblioteca?
—Socio ciento quince mil doscientos seis, con entradas el jueves y el viernes de la semana pasada.
El bibliotecario se colocó detrás del mostrador. Una de sus compañeras recogía los carnés de los lectores y les asignaba un pupitre para efectuar las consultas. Le pidió las fichas de los días citados y las repasó con calma. Ninguna correspondía al número de carné reseñado. Para cerciorarse, por si acaso se le había traspapelado alguna, repitió la operación y le entregó la mitad de los papelitos a Munárriz para que los comprobara personalmente. Después intercambiaron los montones. Nada.
—No consultó ningún libro en esta sala —sentenció el bibliotecario.
—Sus entradas constan —insistió Munárriz.
—El socio en cuestión —dijo con ánimo de ayudarle— ¿tiene carné de investigador?
—Sí —recordó—. Clase dos. ¿Qué diferencia hay?
—Los fondos a los que puede acceder. El carné de lector —le explicó para que comprendiera la norma que regía las consultas— se entrega por ejemplo a los estudiantes, y sólo puede utilizarse para consultar libros editados con posterioridad al año mil ochocientos treinta y uno. Por el contrario, el carné de investigador se facilita a profesores, escritores, catedráticos, editores... y permite acceder sin reservas a todo el fondo editorial de la Biblioteca: manuscritos, incunables, ejemplares raros, grabados, mapas antiguos...
—Hablamos de una licenciada en Bellas Artes especializada en restauración de edificios históricos.
—Hay dos posibilidades —advirtió pensativo el bibliotecario—. Que consultara libros en la Sala Cervantes o grabados en la Sala Goya. Dos secciones reservadas a los investigadores. ¿Le parece bien si averiguamos en la primera?
—Se lo agradecería.
Cruzaron la Sala General de Lectura, ocupada por un buen número de estudiantes que consultaban libros para documentar sus trabajos universitarios, pasaron frente al Departamento de Reprografía y tras recorrer un largo pasillo entraron en la Sala Cervantes, mucho más pequeña que la Sala General y menos concurrida. Sólo cinco personas, dos hombres y tres mujeres de edad avanzada, tomaban notas en mesas amplias y bien iluminadas. El bibliotecario le puso al corriente de un requisito que debían cumplir en esa sala los investigadores: sólo podían tomar notas a lápiz. Los bolígrafos, rotuladores y plumas estilográficas estaban prohibidos para evitar que pudieran dañarse las valiosísimas obras que manejaban. Después se acercó a su compañero.
—Plácido —dijo en confianza—, queremos saber si un socio consultó libros aquí.
—¿Tienes su número de carné?
—Sí. Ciento quince mil doscientos seis.
—¿Y la fecha de entrada?
—El jueves y viernes de la semana pasada—dictó Munárriz.
—Bien —asintió y anotó los datos—. Dadme un minuto.
Desapareció tras una puerta. El bibliotecario general aprovechó para explicarle que algunos libros muy raros o deteriorados no podían ser consultados, ni siquiera por los investigadores, salvo autorización expresa de la dirección de la Biblioteca. En cualquier caso la mayoría estaban microfilmados, podían solicitarse las microfichas sin restricciones y visionarlas en las máquinas instaladas al efecto.
—Aquí está —dijo el encargado de la Sala Cervantes agitando unos papeles—. El socio ciento quince mil doscientos seis consultó tres libros el jueves y otros tres el viernes.
—¿Puedo...? —pidió impaciente Munárriz.
—Sí —dijo entregándole los listados.
Munárriz reconoció la letra de Begoña Ayllón. La misma letra del sobre que remitió a Francisco Bonastre con el libro y la llave. En las listas de petición figuraba el día, su nombre, su número de carné, el pupitre asignado, los autores y las obras solicitadas y las signaturas de las mismas. Todos los datos escritos a lápiz. Leyó los títulos. Estaban en latín y francés, y le parecieron anacrónicos.
—¿Podría decirme de qué tratan?
Le entregó las listas al bibliotecario general, que sacudió la cabeza. Conocía las obras. A fin de cuentas no le habían nombrado bibliotecario porque sí. Le apartó de la mesa, para que su compañero pudiera atender a los investigadores que entraban en la sala, y se acomodaron en un pupitre alejado para no molestar a los lectores.
—De alquimia —afirmó el bibliotecario abemolando la voz—. ¿Sabe de qué hablo?
—De chalados que pretendían convertir el plomo en oro —contestó Munárriz un tanto decepcionado.
—Yo no les definiría así, pero entiendo sus recelos —dijo—. Los alquimistas fueron científicos y filósofos, que merecen el respeto de la ciencia moderna porque a ellos debemos muchos de los avances capitales de la química.
—Póngame algún ejemplo.
—La potasa cáustica o hidróxido potásico —dijo el bibliotecario— lo descubrió Geber, un alquimista árabe del siglo octavo, tras hervir una solución de cenizas con cal; Ramón Llull, místico mallorquín y alquimista del siglo trece, preparó el bicarbonato; la cámara oscura la desarrolló Giambattista della Porta, físico y alquimista italiano del siglo dieciséis; y los ácidos clorhídrico y sulfúrico los conocemos gracias a Basilio Valentín, alquimista del siglo quince, cuya verdadera identidad todavía se desconoce. Se le supone un monje benedictino del monasterio de Erfurt. La leyenda también atribuye a Basilio Valentín el descubrimiento del antimonio, cuyas propiedades terapéuticas experimentó con algunos monjes de su monasterio, que murieron a los pocos minutos. De ahí su nombre: anti moine, «contra monje». Sin olvidar a Johann Friedrich Böttger o Böttiger, un alquimista alemán muerto en el siglo dieciocho, cuyos experimentos dieron origen a la famosa porcelana de Meissen. ¿Quiere más ejemplos? Puedo dárselos. ¿Todavía cree que hablamos de chalados?
—Quizá me he expresado mal —rectificó Munárriz.
—La alquimia —intentó convencerle el bibliotecario— es una forma de pensamiento descrita mediante un lenguaje hermético, de signos y símbolos, que tenía como objeto la consecución de la piedra filosofal o quintaesencia, la piedra que permitía transformar los metales viles en oro, y la elaboración de un elixir de eterna juventud.
—Suena a fábula.
—Lo admito —dijo comprensivo—. Pero la realidad es bien distinta. Sabios y científicos modernos, como Becher, Stahl, Newton, Boyle, Leibniz y otros muchos, han defendido la existencia de la piedra filosofal.
—¿De veras cuatro iluminados, con alambiques y retortas, pudieron obtener oro artificial?
—¿Lo duda? —espetó el bibliotecario con una mueca de sorpresa—. El oro artificial es una realidad científica que nadie discute. Los modernos aceleradores de partículas, como el acelerador lineal de la Sociedad de Investigación de Iones Pesados de Darmstadt, permiten que núcleos atómicos cargados de electricidad, como los del cinc, de número atómico cincuenta, puedan acelerarse a una décima parte de la velocidad de la luz. Llegado ese punto se supera la fuerza de repulsión de otros núcleos atómicos, como por ejemplo los del cobre, de número atómico veintinueve, y se realiza una fusión que da como resultado un núcleo de setenta y nueve protones, es decir, oro. —Pensó durante unos segundos, consciente de las reticencias de su interlocutor, y continuó—. El Centro Europeo de Investigación Nuclear, una gigantesca instalación que ocupa ochenta kilómetros cuadrados entre Suiza y Francia, posee el acelerador de partículas más grande del mundo: un túnel de siete kilómetros de perímetro situado entre veintitrés y sesenta y cinco metros de profundidad, construido para trabajar con antimateria. En este centro se realizan experimentos de fusión y fisión nuclear, y se rumorea que las transmutaciones de oro están a la orden del día.
—Desconocía estos datos.
—Lo imaginaba —le consoló el bibliotecario con una sonrisa benévola—. En la fusión nuclear —siguió— dos núcleos atómicos ligeros se unen para formar otro más pesado, dando lugar a un átomo de un nuevo elemento. Como ve —insistió para concienciarle de la importancia de su discurso—, transmutar un elemento en otro es sólo una cuestión de aritmética nuclear.
—¿Por qué no se fabrica oro?
—Porque los costos económicos del proceso superan con creces el precio del oro obtenido. Dicho de otra manera —especificó—: cuesta más la fusión para producir oro artificial que el oro resultante de la misma.
—Pero los aceleradores de partículas son un invento del siglo Veinte —señaló Munárriz todavía con una sombra de duda—, y en la Edad Media la física estaba en mantillas.
—Ahí tengo que darle la razón —admitió el bibliotecario—. Los alquimistas medievales jamás dispusieron de la fuerza inmensa de los aceleradores de partículas, pero la historia de la alquimia, con más de cinco mil años de magisterio, ha transmitido siempre una idea fija y constante, la idea de la transmutación.
—Eso no demuestra nada...
—Según Fulcanelli, el último gran alquimista del siglo Veinte, bastan ciertas disposiciones geométricas de materiales muy puros para desencadenar energías sin necesidad de utilizar la electricidad o la técnica del vacío.
—Siga, por favor —le rogó Munárriz.
—Para demostrar sus palabras Fulcanelli realizó una transmutación en mil novecientos veintinueve, en la fábrica de gas de Sarcelles. Siguiendo sus indicaciones uno de los presentes colocó ciento veinte gramos de plomo en un crisol, lo cubrió con carbón de encina, el plomo se fundió y Fulcanelli introdujo una materia roja y brillante...
—¿La quintaesencia?
—Sí —dijo para responder a su pregunta—. Aunque hay más de cuatrocientos nombres para definirla.
—¿Y transmutó oro?
—Después —siguió el bibliotecario— Fulcanelli cubrió esa materia roja y brillante con cera blanca y al poco apareció un metal semejante al oro mineral pero más rojo. Fulcanelli pidió a los presentes que refundieran ese metal y le añadieran plomo, y pasados unos minutos obtuvieron oro puro, oro alquímico del mejor quilate.
—¿Habla en serio?
—Tan en serio como que usted y yo estamos aquí sentados —advirtió mirando a su alrededor—. Fulcanelli realizó una pequeña transmutación aprendida, según sus propias palabras, de las enseñanzas de Basilio Valentín y de un alquimista contemporáneo suyo. Pero se sospecha que en Egipto ya hubo adeptos que realizaron transmutaciones.
—¡Egipto! —soltó Munárriz con un soplido de resignación—. ¿Por qué en cualquier enigma siempre aparece Egipto?
—La civilización egipcia presenta a día de hoy miles de interrogantes que estimulan la fantasía de los pseudocientíficos. Pero la arqueología admite que el pueblo egipcio dispuso de conocimientos muy superiores a los considerados «normales» para su época. Tenga en cuenta que la desaparición de la Biblioteca de Alejandría supuso un atraso científico y cultural de más de cinco siglos. ¿Se imagina el mundo dentro de cinco siglos?
—Me resulta imposible.
—Pues ese mundo inimaginable sería el actual si los conocimientos científicos, filosóficos y técnicos guardados en la Biblioteca de Alejandría no se hubiesen perdido para siempre tras sus muchos incendios y saqueos. De Julio César al califa Omar, todos los conquistadores de Alejandría se empeñaron en destruir su biblioteca.
—Interesante.
—Champollion —prosiguió el bibliotecario para asentar sus argumentos— sostenía que el nombre Chemi, «Egipto», que los hebreos traducían por «tierra de Kam», dio origen a la palabra «alquimia», alchemi, al añadirle los árabes el artículo al. Algunos autores pretenden que los egipcios, gracias a los conocimientos guardados en la Biblioteca de Alejandría, consiguieron un desarrollo técnico y científico muy superior al resto del mundo. Ese conocimiento les llevó a tratar los minerales mediante calor para obtener metales, vidrio, medicinas..., y los griegos llamaron chemi a la técnica empleada por los egipcios para manipular los minerales. Otras hipótesis admiten que la palabra «alquimia» deriva del griego chyma, «fundir» o «modelar un metal», o de la raíz hebrea kimiya, el «dios viviente», o de chemesch, el «Sol». En cualquier caso —concluyó—, la alquimia es tan vieja como la Humanidad.
—Fantástico —dijo Munárriz sin asomo de ironía—. ¿Y estos libros? —insistió en el asunto—. ¿Hablan de alquimia?
—Concretamente de la filosofía alquímica, del camino para conseguir la Gran Obra, piedra filosofal, quintaesencia o azufre rojo, como quiera llamarlo, y de aspectos relacionados con el microcosmos y el macrocosmos entendidos desde un punto de vista teológico.
—Libros de estudio —dedujo.
—Obras alquímicas importantísimas —determinó el bibliotecario para alabar su calidad—. Fíjese. El primero de la lista, Dicta Alana de lapide philosophico, lo escribió Alano de Lille o Alanus de Insulis, un teólogo, alquimista e historiador francés del siglo doce; el segundo, la Clavis majoris sapientiae, se atribuye a un alquimista árabe o judío, de nombre Artefius, que también vivió en el siglo doce. Este libro formó parte de los Trois traités de la philosophie naturel, del padre Arnauld de la Chevalerie, editados por Guillaume Marette en París durante el siglo diecisiete... La persona que solicitó estos libros sabía muy bien qué pedía y para qué.
—Continúe, por favor —le rogó el policía con cierta tensión en la voz.
—El tercer libro, el Thesor de la philosophie des anciens, où l’on conduit le lecteur par degrés à la connaisance de tous les métaux et minéraux, et la manière de les travailler et de s’en servir pour arriver enfin à la perfection du Grand Oeuvre, pertenece a Barent Coenders van Helpen, un alquimista holandés del siglo diecisiete. El texto presenta numerosas erratas que alquimistas posteriores consideran intencionadas para ocultar secretos fundamentales de la transmutación.
—¿Qué fin tiene publicar una información que desea ocultarse?
—Señor Munárriz —dijo el bibliotecario armado de paciencia—, la ocultación hermética del proceso hacia la quintaesencia pretende velar los conocimientos a los ojos del profano, pero que al mismo tiempo los adictos, los iniciados en el arte hermético, puedan leer entre líneas.
—Tiene sentido —admitió el policía.
—El investigador que consultó estas obras poseía unos conocimientos de alquimia muy elevados, porque de lo contrario jamás hubiese entendido una palabra de lo escrito en ellas.
—¿Y los otros tres libros?
—Siguen la tónica de los anteriores. El cuarto tomo, es decir, el primer libro que solicitó el viernes, la Praxis artis alchymiae, incluido en el tercer volumen del Theatrum chemicum, se debe a Caravantes, un alquimista español del siglo diecisiete que vivió durante los reinados de Carlos V y Felipe II; el quinto libro, Le gran miracle de la nature métallique, en imitant laquelle, sans sophistiqueries, tous les métaux imparfaits se rendront en or, et les maladies incurables guériront, pertenece a Gabriel de Castaigne, un religioso franciscano y alquimista del siglo diecisiete que ejerció de conventual en Aviñón. Este libro sigue los postulados de Paracelso y Basilio Valentín, que en el siglo diecisiete dieron origen a la escuela yatroquímica de Francisco de la Böe Silvio. —Munárriz le seguía con atención y el bibliotecario prosiguió—. De la Böe relacionó por primera vez la salud con los fluidos del cuerpo, convencido de que la alteración de los mismos producía la enfermedad. Paracelso, que quemó el famoso Canon de Avicena en público, utilizando sustancias minerales transformadas mediante procesos alquímicos, curó al impresor Johann Frobenius y al mariscal de Bohemia, desahuciados por los galenos de la época en su lecho de muerte. Desde sus inicios —terminó, para no abrumarle con más datos—, la alquimia postuló la existencia de un elixir de eterna juventud capaz de curar todas las enfermedades, una especie de panacea universal.
—Un tema atractivo.
—Si profundiza en cualquier materia descubrirá cosas insospechadas.
—¿Y el último? —Munárriz señaló con el dedo el listado.
—La Clavis philosophiae et alchymiae fluddanae corresponde a Robert Fludd o Fluctibus, médico y alquimista inglés del siglo diecisiete, contrario a las doctrinas peripatéticas y en general a la filosofía pagana, que introdujo en Inglaterra el pensamiento natural y la teosofía de otros dos grandes alquimistas, Paracelso y Cornelio Agripa. Los conceptos del tiempo y de la creación del universo postulados por Fludd todavía se estudian en las universidades.
—En resumen...
—Seis obras cuya lectura requiere de mucha preparación porque, como ha comprobado, están escritas en latín y francés, y algunos conceptos vertidos en ellas resultan imposibles de traducir.
—Gracias —dijo Munárriz—. Me ha sido de gran ayuda.
—Ha tenido suerte —confesó el bibliotecario sonriente—. La alquimia, y en especial las obras de alquimia, siempre me han interesado.

 

* * *

 

—¿Qué tal por Madrid? —le preguntó Mabel mientras transcribía a su ordenador portátil algunas notas para su artículo—. Últimamente viajas más que Phileas Fogg.
—Bien... Muy bien... Creo que por fin tengo algo.
Le mostró el sobre oculto en una taquilla de la Biblioteca Nacional y le pidió que examinara su contenido. Mabel liberó la solapa autoadhesiva y desplegó encima de la mesa las fotografías y dibujos que contenía. Hizo una mueca y cabeceó sin comprender qué importancia tenían unas simples fotos y dibujos trazados en hojas de papel vegetal, casi emborronados por cientos de cálculos y cifras.
—¿Qué es esto? —dijo a la vista del contenido.
—Parecen detalles de algunas obras de Gaudí —respondió Munárriz.
—¿Cómo lo sabes?
—Este árbol —señaló una de las fotografías— recuerdo haberlo visto en la Sagrada Familia. Pero tengo que comprobarlo.
Mabel contempló la imagen. Un árbol de piedra, de forma ahusada que identificó con un ciprés, aparecía rematado por una cruz de tau y una paloma blanca, las ramas salpicadas de otras palomas y el tronco flanqueado por dos escaleras.
—¿Para qué guardó esto en la Biblioteca Nacional?
—Deduzco que se sintió observada —dijo pensativo, mirando las fotos y papeles vegetales— y decidió ponerlos a buen recaudo porque los consideraba importantes.
—¿En la Biblioteca Nacional? —dijo ella extrañada, y sacudió la cabeza—. Si quieres proteger algo de verdad alquilas una caja de seguridad en un banco.
—Tuvo que improvisar —teorizó Munárriz en voz alta—. Alguien la seguía, se dio cuenta y guardó los documentos en la consigna de la Biblioteca Nacional porque no se atrevió a salir con ellos.
—Ese tipo de taquillas —adujo Mabel a su favor— se abren fácilmente. No creo que puedan considerarse un lugar seguro.
—La consigna en sí misma no —dijo para refutar su opinión—, pero las medidas de seguridad que la rodean sí.
—¿Medidas de seguridad?
—Begoña Ayllón era consciente de que la taquilla podía ser violentada, pero también sabía que la Biblioteca Nacional es un búnker. Hay cámaras de televisión de circuito cerrado que graban las veinticuatro horas del día a todo el que entra o sale, hay detectores de metales, vigilantes jurados a cada paso que das, controles para acceder a las distintas salas. Créeme —dijo convencido—, resulta imposible entrar y llevarse algo sin ser visto y grabado por una cámara de seguridad.
—Comprendo. ¿Qué hacía en la Biblioteca?
—La respuesta es sencilla —ironizó Munárriz—. Consultar libros. Pero la cuestión está en saber para qué.
—Touché. ¿Para qué?
—No sé. —Munárriz vaciló unos segundos—. Las obras trataban de alquimia. Libros antiguos, difíciles de interpretar para alguien profano en la materia. Gracias a la colaboración de un bibliotecario averigüé que hablaban en términos herméticos del camino para obtener la piedra filosofal.
—¿No creerás en semejantes paparruchadas? —arremetió Mabel molesta, porque hasta ese instante le había tomado en serio.
—Después de hablar con el bibliotecario tengo una duda razonable. Debo admitirlo.
—Vamos, cariño —dijo Mabel apagando el ordenador—. ¿Estás perdiendo la cabeza? Anda, tomemos una copa de vino —propuso rodeándole la cintura con el brazo.
Descorchó un Marqués de Alella que había puesto a enfriar en la nevera, y sirvió dos copas. Munárriz dio un sorbo y paladeó el excelente buqué del vino blanco.
—Begoña Ayllón descubrió algo —dijo tras beber un segundo sorbo de vino.
—¿El elixir de la eterna juventud? —se mofó Mabel—. ¿La clave alquímica de la transmutación? No sigas por ese camino. No es propio de un miembro de la Unidad de Inteligencia Criminal.
—La mataron porque averiguó algo —insistió alzando la voz, un poco enfadado porque no le tomaba en serio—. Algo muy importante...
—Eso lo admito —afirmó Mabel—. Pero ¿qué relación tienen las obras de Gaudí, un arquitecto modernista, con la alquimia?
—Ni siquiera sé con certeza si estas fotos y dibujos corresponden a obras de Gaudí.
—Lo ves —le riñó molesta—. Tú mismo dudas de tu propio argumento.
—Haz un esfuerzo —intentó convencerla—. Admitamos por un momento que Begoña Ayllón, en su estudio de la Sagrada Familia, descubrió la clave hermética de la transmutación y alguien decidió silenciarla. Matarla para preservar el secreto...
—Y Caperucita se comió al lobo, a la abuelita, a los tres cerditos, al sastrecillo valiente y de paso al flautista de Hamelin. ¡Por Dios bendito!

 

—A mí —admitió desconcertado— también me suena a milonga, pero el padre Ramírez, un hombre muy preparado en el tema, y el bibliotecario que me atendió creen en la posibilidad de la transmutación. El bibliotecario me habló de un tal Fulcanelli, un alquimista del siglo Veinte que realizó una transmutación en público.
—¿Fulcanelli?
—Creo que así le llamó.
—Es un seudónimo —dijo Mabel—. Hace algunos años —recordó sin entusiasmo— escribí un artículo sobre autores enigmáticos y hablé de Fulcanelli, a quien se le atribuyen dos obras literarias, El misterio de las catedrales y Las moradas filosofales, escritas por alguien que firmaba con ese seudónimo y que algunos bibliólogos identifican con el pintor Julien Champagne, otros con el librero Dujols, y también con Eugène Canseliet, un experto en temas de alquimia. Sin embargo, Louis Pauwels y Jacques Bergier, los autores de El retorno de los brujos, admiten haberle conocido y afirman que no corresponde a ninguno de los personajes citados.
—Entonces —observó Munárriz—, el seudónimo pertenece a un sujeto de carne y hueso, no a un personaje de ficción.
—Sí —convino a raíz de sus palabras—, pero escribir libros de alquimia no implica realizar la transmutación. Además —insistió para convencerle—, este tipo de seudónimos suelen esconder a escritores oportunistas. A escritores de superventas que sólo persiguen el lucro personal. No se les puede tomar en serio desde un punto de vista científico. —Mabel calló unos segundos para luego preguntarle—: ¿Recuerdas a Lobsang Rampa?
—Cómo no —admitió—. De joven devoré todos sus libros: El tercer ojo, La túnica azafrán, El médico de Lhasa, La sabiduría de los antepasados, El ermitaño... —repasó su memoria como quien repasa un álbum de fotos.
—¿Sabes de quién se trataba?
—De un lama tibetano —afirmó tajante— descendiente de la aristocracia de Lhasa, emparentado con el Dalai Lama.
—Yo también leí sus libros —admitió Mabel a su pesar—, convencida de que los escribía un monje del Tíbet, conocedor de las experiencias metafísicas más extravagantes y secretas del budismo tibetano, alguien que había superado las duras pruebas de la iniciación, entre ellas la más extraordinaria de todas, la que confiere un tercer ojo capaz de penetrar la mente de los seres humanos y ver en el espacio y el tiempo... Hasta que descubrí la farsa.
—¿Qué farsa?
—El tercer ojo —le explicó Mabel defraudada— se publicó por primera vez en Gran Bretaña en mil novecientos cincuenta y seis y dos años más tarde, en el cincuenta y ocho, unos periodistas del Times descubrieron que Lobsang Rampa en realidad se llamaba Cyril Henry Hoskins, natural de Devonshire, su padre trabajaba de fontanero en Londres y al menos hasta la fecha jamás había estado en el Tíbet.
—¿Eso es cierto?
—Me temo que sí. Cyril Henry Hoskins abandonó en mil novecientos cincuenta y ocho Gran Bretaña para evitar la presión del fisco, se instaló en Irlanda y después marchó a Canadá. Adquirió la nacionalidad canadiense en mil novecientos setenta y tres y murió de una crisis cardiaca en un hospital de Calgary, en Alberta, en enero de mil novecientos ochenta y uno. En resumen, Lobsang Rampa, el lama que supuestamente traicionó su juramento y reveló al mundo los secretos de la iniciación mística tibetana, nunca vistió el hábito de los monjes budistas, ni siquiera conocía el Tíbet. El tal Fulcanelli puede ser un caso parecido —concluyó—. No pueden tomarse en serio afirmaciones publicadas o escritas fuera del ámbito de la ciencia.
—Es lo único que tengo —replicó Munárriz—, y voy a tirar de la manta para ver qué hay debajo.
—Perderás el tiempo.
—¿Y qué propones?
—Investigar el entorno de la chica —dijo Mabel avalada por su experiencia en sucesos—. Quizá simplemente alguien la mató por celos, porque no cedió a sus propuestas sexuales, por envidias profesionales, por un ajuste de cuentas...
—Piensa —le recordó Munárriz ante su arbitrario análisis— que no mostraba signos de violencia, que días antes de su muerte desapareció sigilosamente para visitar a un cura experto en simbología y visitar una ermita cargada de misterio, que estuvo en la Biblioteca Nacional consultando libros de alquimia, que envió la llave de la taquilla a su novio...
—Muy bien —cedió Mabel—. Admitamos que la mataron para preservar el secreto de la transmutación, del elixir de la eterna juventud, de la quintaesencia... Admitámoslo, ¿conforme? —Munárriz asintió sin pleno convencimiento, para seguirle la corriente—. A partir de ahí las preguntas claves son: ¿quién la mató?, ¿qué loco cree en semejantes majaderías?, ¿a qué intereses obedece?
—No sé... —musitó—. No veo la luz al final del túnel.
—Ni yo —sentenció Mabel con un sorbo de vino en la boca.

Capítulo 6

 

De todas las imágenes sólo una le resultaba familiar: la fotografía del ciprés coronado por la cruz del tau y una paloma blanca, el tronco salpicado de otras palomas también blancas y flanqueado por dos escaleras. Munárriz salió de la estación de metro de Sagrada Familia por la boca de la avenida Gaudí, cruzó la calle de Provença y descendió en dirección al mar por la calle de la Marina hasta la plaza de Gaudí. Los turistas invadían los parterres, apiñados alrededor de los autocares que les trasladaban de un lugar a otro para efectuar las visitas de rigor.
Alzó la vista como un turista más y observó la fachada de la Natividad, que Gaudí dedicó a la vida de Jesús con sencillas e hiperrealistas escenas de la huida a Egipto, la predicación en el templo, la profecía de Juan el Bautista... Las escenas estaban representadas en numerosos nichos, como un auto sacramental de la Navidad. En el centro destacaba el portal del Amor, con las imágenes del Nacimiento rematadas por un gran ciprés: el mismo, sin duda, que mostraba la fotografía que sujetaba en su mano.
Una parte de las fotografías y dibujos que contenía el sobre seguramente también correspondía a obras de Gaudí, pero le resultaba imposible identificarlas al tratarse de pequeños detalles en primer plano. Otro grupo de imágenes permanecían en el anonimato. Precisaba consultar a un experto que conociera el pensamiento de Antonio Gaudí, el ideal de su arquitectura delirante, casi futurista. No conocía a nadie, pero quizá Mabel podría ayudarle. Cogió su teléfono móvil y la llamó.
—¿Mabel? —preguntó casi sin oírla, levantando la voz para vencer el ruido del tráfico.
—Dime, cariño.
—¿Dónde estás?
—En la Ronda del Litoral, a la altura del puerto Olímpico, camino de la playa del Bogatell.
—¿Estás conduciendo? —soltó Munárriz consciente de que algunas veces no respetaba las normas de circulación.
—Voy en coche —admitió—, por eso pierdo cobertura, pero conduce Pascual Arrese, un compañero fotógrafo de La Vanguardia.
—Le conozco —recordó Munárriz—. Tengo que pedirte un favor.
—Me lo cobraré esta misma noche...
—Necesito entrevistar a un experto en la obra de Gaudí. ¿Conoces a alguien?
—No —dijo Mabel—, pero le preguntaré a Nicolás Fraile, el encargado de la sección de arte del periódico. Seguro que me recomienda al mejor.
—Gracias —gritó para que le oyera—. Hazlo cuanto antes.
—Descuida. Y tú, ¿dónde andas?
—Frente a la Sagrada Familia. Al menos una de las fotografías, la del ciprés coronado por el tau, pertenece al templo.
—¿Y las otras?
—Para eso quiero hablar con un entendido en la obra de Gaudí —manifestó para apremiarla—. Para ver si puede identificarlas y encontrarles sentido.
—Déjalo en mis manos.
—¿Qué se te ha perdido en la playa del Bogatell?
—Ha aparecido un cadáver...
—Salúdale de mi parte —se burló Munárriz.
—Muy gracioso. ¿Nos vemos al mediodía? Tengo unas horas libres.
—¿Al mediodía? De acuerdo, encantado.

 

* * *

 

Desde la barandilla del paseo Marítim del Bogatell, Pascual Arrese tomó varias fotos de la playa donde yacía el cuerpo de un hombre. En sus cuarenta años de fotógrafo de prensa había captado cientos de instantáneas de muertos en accidentes de tráfico y laborales, catástrofes naturales, guerras, ajustes de cuentas, crímenes pasionales, violaciones, ritos satánicos... Había fotografiado a un amplio número de víctimas anónimas y aquélla, desde el objetivo de su Canon 5D, figuraba de manera fría y distante en su estadística personal. Cambió el angular por un pequeño zum y Mabel le pidió que bajaran a la playa.
Caminaron con los pies hundidos en la arena hacia el corro de gente que inspeccionaba al cadáver, tendido a unos cien metros del espigón del Bogatell. La playa del Bogatell formaba parte de las 18 hectáreas de playas que poseía Barcelona tras recuperarlas para las Olimpiadas del 92. Unidas por el paseo marítimo, en verano se convertían en un hormiguero humano, pero en los días fríos de otoño e invierno permanecían desiertas, sólo frecuentadas por algún amante del footing.
Al llegar a la altura del cadáver, dos agentes de uniforme de los Mozos de Escuadra les cerraron el paso como al resto de curiosos que acudían reclamados por la presencia de la policía. Mabel mostró su carné de prensa y le indicaron que se dirigiera al caporal al mando de la investigación. Pascual Arrese escondió la cámara para no provocar recelo en los policías. La discreción formaba parte de los Diez Mandamientos del gremio de los reporteros gráficos.
—Qui són vostès? —preguntó el caporal.
—Mabel Santamaría —respondió mostrándole su carné de prensa—, de La Vanguardia, y éste es mi compañero Pascual Arrese, fotógrafo.
—Ya —murmuró contrariado por su presencia. Los periodistas llegaban a la escena del crimen mucho antes que los forenses o el juez encargado de levantar el cadáver—. ¿Quién les ha avisado?
—Un pajarito parlanchín —bromeó Mabel para no revelar su fuente—, ¿caporal...?
—Josep Estivill —se presentó y les estrechó la mano—, de la Comisaría General de Investigación Criminal.
—¿De la criminal? —se extrañó Mabel.
—De la División de Investigación Criminal —concretó el mozo de escuadra.
—Entonces —dijo sin aparentar interés— debo suponer que no se trata de un ahogado, de un accidente fortuito.
—No —respondió—. Investigamos un homicidio. ¿Y ustedes qué hacen aquí?
—Pertenecemos a la sección de sucesos.
—Entiendo —musitó el caporal Estivill más relajado.
—¿Va a facilitarnos el trabajo? —preguntó Mabel a la defensiva.
—Desde luego. Tenemos órdenes del Departamento de Interior de colaborar con la prensa.
—¿Podemos tomar fotografías?
—Adelante —autorizó el caporal—. Pero en cuanto llegue el juez para el levantamiento del cadáver se acabó la fiesta.
Mabel hizo un gesto, ensayado en otras muchas situaciones semejantes, y Pascual Arrese desenfundó su cámara digital. Enfocó la cara del muerto y tomó varias instantáneas en plano general y primer plano. Conocía a la perfección su trabajo y se separó del grupo para no entorpecer la labor de los miembros de la División de la Policía Científica que inspeccionaban el cuerpo. Uno de los policías, encargado de fotografiar las pruebas, se interesó por su modelo de cámara y entablaron una conversación amistosa. El caporal acercó a Mabel al cadáver.
—Ahí le tiene —dijo con frialdad—. Apareció varado en la arena, sin documentación de ningún tipo, ni anillos, cadenas, medallas o pulseras, que permitan vislumbrar de quién se trata.
—¿Cómo le mataron? —preguntó Mabel ante la buena disposición del policía.
—De dos disparos del calibre nueve milímetros Parabellum en el pecho, según la inspección ocular —respondió el caporal—. Uno directo al corazón. Mire. —Le mostró las dos heridas perfectamente lavadas por el agua del mar.
—¿Quién lo encontró? —siguió Mabel efectuando preguntas, a la vez que tomaba notas.
—Un anciano que paseaba a su perro —dijo el policía, y señaló a un hombre vestido de chándal, con un setter irlandés sujeto a una correa, que hablaba con dos mozos de escuadra.
—¿Le ha interrogado?
—Sí —afirmó—, pero no ha servido de nada. El viejo sale todas las mañanas a caminar por la playa en compañía de su mascota, y se topó con el muerto sobre la arena.
—¿Le mataron en la playa?
—Suponemos que no —respondió el mozo de escuadra—. Los compañeros de la científica no han hallado restos de sangre en la arena. Hemos rastreado la playa con detectores de metales y tampoco han aparecido los casquillos.
—El asesino pudo recogerlos —propuso Mabel como alternativa.
—Si le mataron en la playa recogieron los casquillos —subrayó el caporal—, pero seguramente lo hicieron en otro sitio y después arrojaron el cuerpo al mar.
—¿Cómo lo sabe?
—La temperatura del hígado indica que murió hace un par de días —especificó con los datos aportados por sus compañeros de la División de la Policía Científica—, y la aglutinación de la epidermis señala que permaneció en el agua todo el tiempo. Además —dijo para ratificar su hipótesis—, hemos hallado algas pardas en distintas zonas del cuerpo.
—¿Algas pardas? —repitió Mabel con una mueca de extrañeza.
—Comprendo su desconcierto —dijo solidario el caporal ante su ignorancia del tema—, porque yo tampoco tenía ni idea de la importancia de la presencia de algas pardas en un cuerpo.
—¿Puede explicarse? —le pidió Mabel.
—Lo haría con sumo gusto si estuviese capacitado para ello —observó rascándose la nuca—, pero prefiero que sea un compañero de la científica quien hable con usted.
El caporal Josep Estivill se sentía atraído por la periodista y estaba dispuesto a satisfacer todas sus consultas. Se acercó a uno de los policías, que, arrodillado frente al cadáver y con la delicadeza de un manicuro, obtenía posibles muestras de epiteliales bajo la cutícula de las uñas, le susurró algo al oído y el agente se incorporó. Colocó las diminutas partículas del bisturí en una bolsita de plástico transparente, la precintó y la depositó junto a sus instrumentos de cirujano en un maletín de aluminio de cierre hermético. Pascual Arrese aprovechó para tomar fotografías del pecho destrozado por dos balazos, de las ropas que vestía el muerto y de las algas enredadas en sus piernas y cuello.
—Le presento a Benet Perelló —dijo el caporal Estivill acompañado de un ademán—. Nuestro experto en biología marina.
—Encantado, señorita —saludó cordial Perelló—. ¿En qué puedo ayudarla?
—Mis conocimientos sobre algas son escasos —sonrió Mabel—. El caporal Estivill me ha comentado que arrojaron el cuerpo al mar. ¿Podría explicarme sus argumentos?
—Con sumo gusto —contestó Perelló—. Suponemos que lo tiraron al agua, y que lo hicieron desde un barco o un yate por la presencia de algas pardas en el cuerpo.
—¿No pudieron dejarlo en la playa?
—No —certificó Perelló con seguridad—. Las algas pardas halladas en el cadáver pertenecen a la familia de las laminariáceas, que incluye algunas de las algas mayores de Europa. Este tipo de algas —explicó en lenguaje sencillo— son propias de la zona infralitoral, del área de mar que comprende desde el punto más bajo de la marea hasta el límite exterior de la plataforma continental, de aguas muy profundas en los sectores más alejados de la costa.
—Algas que viven mar adentro —dedujo Mabel.
—Relativamente —le corrigió Perelló—. Aún no he podido determinar la especie exacta a la que pertenecen porque necesito analizar los esporófitos y gametófitos en el laboratorio —puntualizó para dejar a salvo su buena reputación—. Pero tenga en cuenta que la presencia de algas marinas queda delimitada por la luz, porque, como cualquier otro vegetal, las algas precisan de luz para su fotosíntesis.
—¿A qué distancia de la costa calcula que lanzaron el cuerpo al agua?
—Es difícil precisarlo porque hay muchos bajíos —dijo Perelló para no equivocarse—. Las algas pardas viven a profundidades con suficiente luminosidad. Debido a esta particularidad suelen formar una sucesión característica desde las partes más profundas de la costa a las más someras. Pero nunca se encuentran a pie de playa.
—¿Imposible saber la distancia? —insistió.
—Difícil —admitió Perelló contra las cuerdas—, porque en términos generales se establece que la zona eulitoral, que puede descender hasta los cincuenta metros de profundidad, corresponde al límite inferior de la vegetación algar fija. Pero no puede tomarse como norma porque hay algas, como la Laminaria rodriguezi, propia del Mediterráneo, que viven a cien metros de profundidad.
—Comprendo que le resulte difícil —convino Mabel.
—Teniendo en cuenta estos factores puede establecerse que lo tiraron al mar antes de sobrepasar la plataforma continental.
—¿A qué distancia está el límite de la plataforma?
—Entre los treinta y cuarenta kilómetros de la costa.
—Mar adentro —afirmó Mabel, sin dejar de escribir en su bloc de notas.
—Correcto.
—Muchas gracias, agente Perelló —dijo Mabel satisfecha—. Sus explicaciones me han sido muy útiles.
—A su disposición.
El agente de la División de la Policía Científica regresó junto al cadáver para obtener algunas muestras más que le permitieran esclarecer el crimen. El caporal Estivill observaba desconcertado el cuerpo mientras sus hombres levantaban un cordón para alejar a los cada vez más numerosos mirones, y el furgón forense llegaba al paseo Marítim del Bogatell acompañado de varias unidades móviles de cadenas de televisión.
Mabel contempló el mar, un mar de plata que brillaba bajo los rayos de sol otoñales, y sacó sus propias conclusiones. Desde un punto indeterminado de la costa alguien había arrojado a las aguas del Mediterráneo el cuerpo de aquel hombre musculoso, sin ningún tipo de documentación, ni cicatrices, lunares o signos físicos que aportaran datos sobre su posible identidad. Un rostro anónimo, como otros muchos que había rastreado los últimos días, para escribir su artículo sobre «muertos sin identificar». Un ser humano al que nadie reclamaría y cuya inhumación correría a cargo de las arcas municipales. Un muerto convertido en un número sobre una lápida de cemento sin enlucir. Sólo le quedaba averiguar un detalle.
Pascual Arrese movió la cabeza para indicarle que tenía suficientes fotografías, pero pareció no advertir su gesto de retirada. De un momento a otro llegaría el juez y los jueces detestaban a los periodistas y en unos minutos allí habría demasiados.
—¡Caporal! —gritó Mabel para reclamar su atención.
—Sí —respondió, y se acercó donde estaba.
—¿Conoce el móvil del homicidio?
—¡Vaya usted a saber! —dijo alzando las manos.
—¿Un ajuste de cuentas?
—Tiene toda la pinta —coincidió el caporal—. Apostaría por un asunto de drogas —concretó—. Quizá se trate de un correo que traicionó a sus amos, de un camello que dejó de pagar los suministros o de un mediador que adulteró la cocaína más de la cuenta. En el negocio de la droga la vida no vale un céntimo.
—También —propuso Mabel para ampliar las posibilidades— podría tratarse de alguien a quien intentaron atracar y opuso resistencia.
—No lo creo. Mírele bien: barba de varios días, ropa de mercadillo, uñas descuidadas, pelo cortado a lo militar... No parece un tipo al que apetezca robarle la cartera.
El caporal Estivill desempeñaba bien su trabajo. Con una sencilla inspección ocular había obtenido un puñado de conclusiones, fruto de su preparación y experiencia en casos similares. Pascual Arrese insistió a Mabel para que se marcharan. Los compañeros de las cadenas de televisión se acercaban con sus cámaras y micrófonos como una pequeña tropa de asalto. Los empleados de la funeraria municipal dejaron un ataúd de cinc junto al cuerpo en espera de la comparecencia del juez para el levantamiento del cadáver. Demasiada gente. Mabel le pidió sólo unos minutos. El tiempo necesario para formular al caporal una última petición, y Pascual Arrese asintió contrariado. No le gustaba mezclarse con la prensa televisiva porque actuaba con prepotencia. Se creían los reyes del mambo, con derecho a todo. Miraban a los «gráficos» y a los «plumillas», como llamaban despectivamente a los fotógrafos y redactores, por encima del hombro y había protagonizado varios altercados con ellos durante la cobertura de noticias.
—Quisiera pedirle un favor, caporal Estivill —dijo Mabel.
—Hágalo rápido —le aconsejó el policía—, porque cuando llegue esa troupe —señaló con el brazo extendido a los periodistas que caminaban a trancas y barrancas por la arena— tendré que atenderles.
—¿Puede facilitarme el dictamen de la dactiloscopia?
El caporal se mesó la barbilla en un gesto de duda, frunció el ceño y pensó unos segundos sobre la petición que le formulaba.
—Trabajo en un artículo sobre «muertos sin identificar» —especificó Mabel para justificar su atrevimiento—, y la dactiloscopia me sería muy útil para conocer los antecedentes del cadáver, saber si es nacional o extranjero, si está limpio o fichado, si pesa sobre su cabeza una orden de busca y captura, si alguien ha denunciado su desaparición...
El caporal Estivill asintió. Llamó a uno de los mozos y le dio instrucciones de cerrar el paso a los periodistas. El agente transmitió las órdenes a sus compañeros y formaron un amplio círculo en torno a la escena del crimen para impedir el avance de los reporteros de televisión, que ya lanzaban preguntas al aire y grababan con sus cámaras de vídeo.
—Me cae bien, señorita Santamaría... —dijo el caporal Estivill.
—Señora... —rectificó ella para cortar de raíz sus intenciones.
—Disculpe... —musitó contrariado, y cambió rápidamente de estrategia—. No debería decírselo, pero no hemos podido realizarle la dactiloscopia.
—¿Por qué?
—Carece de huellas —soltó desconcertado.
—¿De qué habla?
—¡Agente Perelló! —El caporal Estivill alzó la voz sobre el barullo—. ¡Deje que la señora vea las manos del muerto!
El técnico de la policía científica giró la mano derecha del cadáver para mostrarle la palma. Mabel se agachó y comprobó que estaba completamente lisa, sin líneas papilares, al igual que las yemas de los dedos. Un contratiempo porque las dermopapilas permitían averiguar la identidad de las personas, su variabilidad racial, si padecían determinados trastornos mentales hereditarios y otros muchos detalles de su vida. El mozo de escuadra, que minutos antes le había hablado de las algas pardas, le enseñó la placa de acero en la que había intentado obtener las impresiones digitales del cadáver, tras embadurnarle los dedos de tinta grasa, y no había el mínimo indicio de huellas: ni un arco, presilla o torbellino. Nada. Absolutamente nada.
Pascual Arrese montó en su cámara digital una óptica macro de 50 milímetros y fotografió en detalle la mano. En su vida de reportero gráfico jamás había visto algo parecido.
—Tengo que atender a sus compañeros —dijo el caporal Estivill con intención de marcharse.
—Un segundo —le retuvo Mabel cogiéndole del brazo—. ¿Por qué no tiene huellas?
—Señora —suspiró el policía esbozando una sonrisa—, porque seguramente se quemó las manos.
Mabel se despidió del caporal Estivill y del agente Perelló. En el paseo Marítim del Bogatell un coche de los Mozos de Escuadra traía al juez encargado de levantar el cadáver. El caporal resopló. Se encaminó a los medios de comunicación y le cosieron a preguntas. Respondió a todas con amabilidad, pero se reservó el detalle de las huellas dactilares. Mabel le sonrió, le guiñó un ojo en señal de complicidad y regresó al automóvil acompañada de Pascual Arrese.

 

* * *

 

Munárriz dedicó la mañana a hojear los pocos volúmenes de arte que tenía en el mueble mural del salón comedor, con la intención de identificar algunas de las fotografías o dibujos trazados en papel vegetal. Se detenía en los apartados del modernismo, en especial en los capítulos consagrados a Antonio Gaudí, y cotejaba las fotos de los libros con las imágenes del sobre. No obtuvo ningún resultado, porque los tomos de arte de que disponía, en su mayor parte de carácter divulgativo y enciclopédico, mostraban las obras de Gaudí en plano general, y las fotografías y dibujos reproducían pequeños detalles.
Cerca de la una llegó Mabel, y le sorprendió encontrarse la mesa servida para el almuerzo. Munárriz odiaba cocinar pero había resuelto la papeleta con una visita a Semon, una buena tienda de cáterin. Una ensalada de pasta y atún y unos medallones de pollo empanados, calentados en el microondas, resolvieron el menú junto a una botella de cava Pere Ventura Cupatge d’Honor.
—¿Algo nuevo? —preguntó Mabel, mientras observaba un fino rosario de burbujas ascender hacia la superficie de su copa y formar una corona.
—Nada —admitió el policía impaciente—. He perdido el tiempo. No puedo situar las fotografías por más que lo intento.
—Paciencia —le aconsejó la periodista—. Hay que tomarse las cosas con paciencia.
—¿Has hablado con tu compañero de La Vanguardia?
—Sí —afirmó ella—. Espero su llamada de un momento a otro. Me ha dicho que intentará ponerme en contacto con un especialista en arquitectura gaudiniana.
—Gracias. No sé qué haría sin ti.
—Te sobran los recursos —dijo Mabel.
—No lo creas...
—Quería hacerte una pregunta —soltó Mabel de repente para cambiar el rumbo de la conversación—. En tus años de policía, ¿has conocido algún individuo que careciera de huellas?
—¿A qué te refieres?
—A que no tuviera huellas dactilares en las palmas de las manos y los dedos.
—No... Nunca —contestó intrigado.
—Esta mañana me he topado con un muerto sin huellas.
—¿En la playa del Bogatell? —Mabel asintió—. Raro, muy raro —admitió Munárriz—. ¿Qué opinan los Mozos?
—Están perdidos. No conocen su identidad, no tienen un móvil claro. Le mataron de dos tiros en el pecho y arrojaron su cuerpo al agua en alta mar.
—Huele a un asunto de drogas.
—Eso mismo piensan ellos, pero carecen de evidencias que lo corroboren.
—Quizá formaba parte de la tripulación de un barco nodriza —aventuró Munárriz.
—Puede —coincidió Mabel.
—Un compañero ya jubilado me comentó en cierta ocasión que antiguamente los miembros de la mafia calabresa y la camorra napolitana se borraban con ácido las huellas dactilares para no ser identificados.
—Desconocía esa práctica.
—Hoy carece de sentido —continuó Munárriz— porque los análisis de adeene permiten identificaciones muy precisas. Gracias a diminutas muestras de adeene, por ejemplo, se puso nombre a los terroristas del 11-M.
—Si pertenecía a la mafia —teorizó Mabel en voz alta— cobra fuerza el móvil del tráfico de drogas.
—Como te he dicho —ahondó Munárriz—, borrarse las huellas es una práctica abandonada. Puede que sólo sufriera quemaduras en las manos, por alguna causa desconocida, y perdiera las dermopapilas.
—Hace años —recordó ella—, cuando comencé a trabajar en el periódico, alguien me habló de un ladrón que carecía de huellas.
—Pura casualidad.
—Lo investigaré —determinó Mabel—. Tú me has enseñado que la casualidad no existe.
—Es cierto —admitió él.
Los pitidos de un teléfono móvil interrumpieron su conversación. Munárriz señaló un bolso, colgado del respaldo de una silla, y Mabel se levantó para atender la llamada. La oyó hablar con monosílabos, haciendo prolongados silencios para prestar atención a las palabras de su interlocutor y darle repetidas veces las gracias antes de colgar.
Mabel regresó a la mesa con una sonrisa de complacencia y un papelito en la mano.
—Tienes una cita con Alfonso Grau —dijo alzando la nota—. Un experto en modernismo que ha estudiado la obra de Gaudí.
—¿Le conoces?
—No —respondió ella—. Pero Nicolás Fraile me ha garantizado que en Barcelona no hay otra persona de su valía.
—¿A qué se dedica?
—Es arquitecto —proclamó Mabel como una advertencia—. Ya no ejerce pero Nicolás me ha dicho que en la década de los setenta tuvo bastante fama y trabajó en muchas de las obras emblemáticas de la ciudad.
—¿Cuándo me espera?
—Mañana a las diez —sonrió ella, porque sabía que Munárriz odiaba madrugar.
—¿Vendrás conmigo?
—No puedo. Tengo trabajo en el periódico.
—Está bien —se resignó el policía—. Confío en que tu amigo haya acertado.
—Conoce a la flor y nata de la cultura barcelonesa —arguyó Mabel para vencer su reticencia—. Fíate de Nicolás Fraile. Cada año publica un Who is who? de la cultura catalana.
Munárriz contempló un rato la nota en silencio y negó moviendo la cabeza desalentado. Esperaba entrevistarse con un arquitecto de renombre, con un destacado miembro de la Cátedra Gaudí, o un avezado perito restaurador, y debería conformarse con un arquitecto jubilado. En cualquier caso, madrugaría para estar a la diez de la mañana en aquella dirección de Vallvidrera.