II
Saint-Flour
Auvernia
Guerra de los Cien
Años
Verano de
1355
A mediados del siglo XIV la Guerra de los
Cien Años enfrentaba a Francia e Inglaterra por los feudos que el
rey inglés poseía en la Galia Transalpina y por los derechos
sucesorios que los monarcas de Britania reclamaban al morir Carlos
IV sin descendencia masculina. La guerra comenzó cuando Eduardo III
de Inglaterra atacó la frontera oriental de Francia. El intento de
invasión fracasó y Eduardo III y Felipe VI firmaron la Tregua de
Espléchin. Pero un año después, Juan, conde de Montfort, que
recibió ayuda del rey de Inglaterra, se apoderó de gran parte de
Bretaña, contra los intereses de Carlos de Blois, que contaba con
el beneplácito del rey de Francia.
En 1355 la Guerra de los Cien Años se
recrudeció. Las diferencias territoriales entre Juan II el Bueno,
rey de Francia e hijo de Felipe VI, y su yerno Carlos II el Malo,
rey de Navarra, permitieron a los ingleses entrar en Normandía. Una
expedición partió de Gascuña, derrotó y capturó a Juan II en la
batalla de Poitiers y obligó a los franceses a firmar el Tratado de
Brétigny, que aumentaba el control de los sajones en los
territorios gascones.
En aquellos tiempos Auvernia conoció sus
peores horas. La región sufrió el saqueo de las tropas inglesas,
sus pueblos fueron incendiados y sus habitantes padecieron hambre y
epidemias. En medio de este caos los campesinos reclamaban la
exención de tasas e impuestos para poder construir murallas que
protegieran sus villas y sus familias. Se decretó quitas de
impuestos a diecinueve poblaciones, entre ellas Clermond,
Montferrant, Issore, Riom, Billom, Aurillac, Salers, Auzon,
Aigueperse, Mauriac... y Saint-Flour.
* * *
Saint-Flour, llamada así por albergar la
tumba del santo homónimo, evangelizador de Auvernia en el siglo IV,
se alzaba sobre una planicie que dominaba el valle del Ander. El
papa Juan XX fundó en 1327 un obispado, que trajo cierta
prosperidad a la villa, pero la Guerra de los Cien Años arrasó su
escaso comercio y sus habitantes subsistían de la manufactura
textil y alfarera. Su posición estratégica en el camino del
Languedoc y su calidad de población fronteriza la convirtieron en
la «llave de Francia hacia la Guyena», que junto a Gascuña formaba
uno de los treinta y tres gobiernos militares de la monarquía
tradicional francesa, convertido en una especie de virreinato en
poder del primogénito de Eduardo III, duque de Cornualles y
príncipe de Gales, el famoso Príncipe Negro. Los hombres de
Saint-Flour organizaron una guerrilla contra el invasor
inglés.
Varias ermitas, levantadas por diestros
canteros locales con la piedra basáltica propia de la región,
dejaban patente la fe cristiana de los habitantes del valle.
Bernard Gaudi, sentado sobre la hierba fresca junto a sus
compañeros, moldeaba a golpes de cincel un bloque de basalto que
debía formar parte de la clave de un arco de medio punto. Al igual
que su difunto abuelo y su padre, ya anciano, se ganaba la vida
como cantero. Sus hábiles manos habían labrado parte de las piedras
que componían las dovelas, capiteles, molduras, bóvedas, columnas y
sillares de muchas iglesias, ermitas y cenobios de Auvernia. Antes
de la guerra viajaba a poblaciones lejanas para trabajar al
servicio de condes, duques y senescales, construyendo sus casonas
solariegas y palacetes. Pero la guerra contra Inglaterra, que
duraba ya dieciséis años, la muerte de su madre, la ancianidad de
su padre y la corta edad de su hermana, le obligaron a permanecer
en Saint-Flour para trabajar en la colegiata de Notre Dame, en los
muros defensivos y en varias residencias de mercaderes.
El tintineo de las herramientas, arropado
por el silencio penetrante de las montañas, esparcía su eco por el
valle del Ander y la sierra de la Margeride. El sol resplandecía en
el cielo y la altura permitía disfrutar de una brisa fresca y
húmeda. Bernard Gaudi se levantó para beber agua de un barreño
colocado a la sombra de un tejo. Su caballo, atado al árbol, bufaba
y piafaba nervioso. Le acarició la barbada para tranquilizarle.
Levantó el cacillo para llevarse el agua a la boca y vio a un
muchacho trepar a la carrera por la empinada loma que conducía a la
ermita. Agitaba los brazos y parecía gritar, aunque la distancia
impedía oír su voz.
—Les anglais attaquent Saint-Flour! —oyó al
fin Bernard Gaudi a medida que se acercaba—. Les soldats mettent
feu au village!...
Bernard soltó el cacillo y corrió a su
encuentro. El caballo relinchó y se encabritó. Sus compañeros de
obra dejaron de martillear los bloques de basalto y se congregaron
alrededor del joven.
—¿Qué sucede, Crésus? —preguntó Bernard
angustiado al reconocer al hijo del herrero.
—Los ingleses —relató con el esfuerzo de
recuperar el resuello— han atacado el pueblo... La mayoría de los
hombres están en el campo y no han encontrado resistencia... Han
quemado las casas, saqueado los comercios y matado a mujeres y
niños...
Un escalofrío de terror les heló la sangre.
Bernard Gaudi temió por su anciano padre y su hermana. Una espesa
columna de humo ascendía hacia el cielo tras las cimas de las
montañas.
—Saint-Flour... —murmuró, y sin mediar
palabra espoleó a su caballo y galopó al encuentro de su
destino.
* * *
A pocos metros de Saint-Flour el caballo
cayó exhausto por el esfuerzo. Su corazón no soportó la larga
galopada. Bernard Gaudi rodó por el suelo, se incorporó y entró en
la villa a pie.
Sus ojos no daban crédito a la barbarie que
contemplaban. Los soldados se habían retirado y las llamas
concluían su trabajo devastador. El humo y los lamentos de los
moribundos inundaban las estrechas callejuelas. Su casa estaba en
la parte alta de la población. Subió las empinadas cuestas,
sofocado por el calor del fuego, hasta alcanzar una pequeña plaza.
La casa de sus padres, abuelos y bisabuelos ardía como el resto. La
techumbre se había desplomado y la puerta de entrada aparecía
tapiada por un montón de escombros. Arrancó un jirón de ropa a su
sayuela, lo mojó en el abrevadero de la plazoleta y se embozó para
evitar la asfixia del humo. Con las manos abrió un hueco en los
cascotes y penetró en el interior.
—Père!, père! —gritó protegiéndose los ojos
de las llamas—. ¡Agnès!, ¡Agnès!
Ni su padre, Pierre Gaudi, ni su querida
hermana Agnès respondieron a sus gritos de angustia. Una jácena de
piedra había soportado el envite del techo y le permitió
inspeccionar la parte baja. El fuego consumía los muebles y las
cortinas y cada paso se convertía en un desafío a la muerte. Al
entrar en la cocina descubrió el cuerpo semidesnudo de Agnès
recostado sobre un saco de legumbres. Los soldados se habían
ensañado con ella y después le habían cortado la garganta. La
cubrió con un mantel sin derramar una lágrima. La rabia y la cólera
se lo impedían. Apretó los puños y le pareció oír unos gemidos.
Escuchó atento entre el crepitar del fuego y dedujo que partían del
salón. Se abrió paso a fuerza de brazos hasta desollarse las manos
con los cascotes. Los gemidos se acrecentaron. Salían de debajo de
la robusta mesa de comedor labrada en piedra de granito. Apartó
algunas vigas de madera y restos de obra y encontró a su anciano
padre. Se había arrastrado bajo la piedra del tablero para
protegerse del fuego y los derrumbes.
—¡Padre! —gritó Bernard.
El anciano abrió los ojos; respiraba con
fatiga y sujetaba su vientre con ambas manos. Un reguero de sangre
escapaba entre sus dedos y formaba un charco escarlata debajo de
sus piernas. Al intentar defender a su hija, los soldados le habían
alanceado.
—Escucha, hijo... —masculló con evidente
esfuerzo.
—No habléis, padre —susurró Bernard con
ternura.
—Antes de morir... —jadeó con voz apagada—
tengo que confiarte un secreto...
—No permitiré que muera, padre...
—El secreto Gaudi...
Pierre cogió del brazo a su hijo y al
apartar la mano del vientre Bernard comprendió que la herida era
mortal. Había perdido mucha sangre. Demasiada para un anciano de
ochenta y dos años.
—Busca la baldosa con nuestra marca de
cantería... —le rogó el viejo con premura.
—No puedo, padre —resopló impotente
Bernard—. El suelo está repleto de escombros.
—¡En el nombre de Dios!...
¡Búscala!...
Bernard Gaudi miró sus manos ensangrentadas,
repletas de cortes y arañazos, y cumplió la última voluntad de su
padre. Apartó los cascotes del suelo hasta desenterrar la baldosa
central del salón comedor, una losa de barro cocido que lucía la
marca de cantería que identificaba sus obras, el orgullo de su
oficio: un triángulo isósceles cuyos lados superiores se
prolongaban en dos cruces gemelas.
—Ya la veo, padre. ¿Y ahora?..
—¡Rómpela! —ordenó conteniendo una mueca de
dolor.
Obedeció. Cogió el cascote más pesado que
encontró, levantó la piedra sobre su cabeza y la arrojó contra la
baldosa. Un chasquido le advirtió que había conseguido su
propósito. Retiró los pedazos y descubrió un hatillo de piel de
gamuza. Lo desató. Contenía una pequeña cruz de tau repleta de
extraños símbolos.
—¿Qué es, padre?
—No lo sé —respondió el anciano—. Ha
pertenecido a nuestra familia durante siglos y debes custodiarla
hasta el día que puedas entregarla a tus descendientes. Bernard
—masculló con ganas de liberarse del sufrimiento—, recibe el
secreto Gaudi con las mismas palabras con las que mi padre me lo
confió: «Tu vida antes que la cruz».
—Lo juro, padre —dijo para
complacerle.
—Y júrame que huirás de esta tierra
maldita.
—Padre, ¿adónde iría un pobre cantero como
yo?
—En Catalogne... —musitó el anciano sin
pensarlo—. À Tarragone... —Bernard guardó silencio—. ¡Júramelo!,
hijo... —insistió con el último aliento de vida.
—Os lo juro, padre —repitió, pero el viejo
ya no pudo oírle.
Bernard Gaudi estrujó la cruz en su mano
ensangrentada. Cerró los ojos a su padre y rompió a llorar de dolor
e impotencia. Las lágrimas lavaron el hollín de su cara y se
convirtieron en lágrimas negras.
* * *
Nunca supo por qué su padre le hizo jurar
que abandonaría la tierra que le vio nacer. Muchas noches, al calor
del fuego del hogar, Pierre Gaudi relataba extrañas historias de su
familia, de antepasados que habían construido grandes y hermosas
obras, y de cómo el primer Gaudi trabajó al lado del maestro Hiram
en la construcción del templo de Salomón de Jerusalén. Lamentaba no
tener edad para emprender nuevas y enriquecedoras aventuras, porque
de boca de viejos canteros sabía que en Cataluña, la «tierra de los
defensores de castillos», los buenos canteros gozaban de la
protección de los caballeros de la Orden del Temple. Pierre Gaudi
nunca cumplió su sueño de pisar tierra catalana. Se llevó muchos
secretos a la tumba, pero su voluntad se cumpliría en la persona de
su hijo.
Para Bernard Gaudi marcharse de Saint-Flour
implicaba comenzar una nueva vida. Los soldados robaron los escasos
objetos de valor que guardaba la casa y el fuego destruyó el resto.
Sólo poseía sus manos y su sacro oficio para emprender la andadura.
Desde los lejanos días de sus antepasados los Gaudi nunca habían
dejado de emigrar en busca de una vida mejor. Estaba escrito en su
destino, porque en el juego de la vida Dios movía las piezas.
Miró por enésima vez la cruz que le había
confiado su padre y recordó el juramento: «Tu vida antes que la
cruz». Durante su largo viaje a Tarragona estaría expuesto a
numerosos peligros, y debía ocultarla para protegerla. Descendió al
lecho del Ander y en un guijarral del río buscó un canto rodado del
tamaño suficiente para contener el tau. Eligió uno veteado, para
identificarlo mejor, y ayudado de sus herramientas lo partió en dos
trozos simétricos. Después vació el centro a golpes de maceta y
dolobre, hasta abrir un hueco con la forma y el tamaño de la cruz,
la encajó y pegó ambas partes con una mezcla de gomorresina y polvo
de piedra para disimular la hendidura. Guardó el guijarro en su
zurrón, rezó por última vez ante las tumbas de su padre y su
hermana y partió hacia un destino incierto.
* * *
Bernard Gaudi caminó en dirección sur, cruzó
los montes de Aubrac y siguió su marcha hacia Béziers. Durante las
primeras jornadas el conocimiento del terreno le permitió avanzar
sin dificultades. Al caer la noche buscaba refugio en viejas chozas
de pastores, en cabañas utilizadas por los tramperos, o se
refugiaba en cuevas y abrigos de las rocas. Antes de levantar su
improvisado campamento, escondía el guijarro que ocultaba el tau en
el hueco de un árbol, entre unos matorrales fáciles de reconocer o
en las raíces de una planta. Al cruzarse con forasteros lo dejaba
caer disimuladamente a sus pies, por si se trataba de bandidos
dispuestos a robarle. Así protegió sin necesidad de entregar su
vida aquel tesoro que su padre le había confiado.
Béziers, a orillas del Orb, el último
reducto de la resistencia de los cátaros, mostraba una imponente
muralla construida en el siglo XIII. Bernard se instaló en una
fonducha de mala muerte y buscó trabajo en las obras de la catedral
de Saint Nazaire. Reunió algunas monedas y reemprendió su viaje
hasta el puerto de Agde, a los pies del volcán de Saint-Loup. No le
resultó difícil encontrar un barco que zarpara hacia Tarragona, una
coca, el velero más popular del Mediterráneo, utilizado por las
flotas de Barcelona, Génova y Venecia.
Se enroló como vigía y pronto unió a sus
conocimientos los propios de la marinería. La arboladura de la coca
constaba de un palo de proa o trinquete y el palo mayor en el
centro de la nave. Los palos estaban fortificados con cofas,
pequeñas plataformas circulares protegidas por parapetos o rejas, y
Bernard subía por las escalas de cuerdas hasta ellas para cumplir
su misión de vigilancia. Los treinta hombres que formaban la
tripulación se turnaban en el sostén de las bombardas y espingardas
para la defensa de la nave. Así llegó Bernard Gaudi al puerto de
Barcelona y, de allí, en una caravana de arrieros que transportaban
telas a Tarragona, alcanzó su destino para cumplir la promesa hecha
a su padre. Los Gaudi pisaban por primera vez tierras
catalanas.
Capítulo
5
Al entrar en su apartamento Munárriz tuvo la
sensación de haber estado fuera muchos meses. Todo quedaba lejos.
Los escarpes del cañón, los buitres sobrevolando su cabeza, la
ermita de San Bartolomé, el Ucero y el Lobos con sus aguas
cristalinas, los rabilargos y martines pescadores revoloteando de
rama en rama, las calles recoletas y solitarias del casco viejo de
Soria, la imponente portada de la iglesia de Santo Domingo... El
corazón de Soria y el de Barcelona latían a ritmos diferentes.
Prefería el ritmo de Soria. Más tranquilo, más humano en
definitiva. Dejó la maleta en la habitación y llamó a Mabel al
periódico.
—No pensé que llegaras tan pronto.
—He madrugado. No clareaba el día y ya
estaba en la carretera.
—¿Qué tal el viaje?
—Bien, hasta la entrada a Barcelona:
atascos, bocinazos, la gente desquiciada... Tenía que haberme
quedado en Soria.
—¡Los inconvenientes de la gran metrópoli!
—exclamó Mabel burlona, pero él no bromeaba.
—Sí —dijo cansado—. Cuando esto acabe
pasaremos unos días en Elanchove para desconectar, relajar los
nervios, respirar la brisa marina, pasear...
—Trato hecho —aceptó Mabel, para luego
preguntarle—: ¿Averiguaste algo?
—Muchas cosas, aunque de momento ninguna que
me sirva.
—Esta noche me pones al corriente.
—Lo haré. Y tú, ¿en qué trabajas?
—Muertos sin identificar —soltó con la
naturalidad de alguien que realiza un cursillo de repostería.
—Un tema poco agradable.
—Hay más de quince mil desaparecidos
censados, y se supone que un alto porcentaje son muertos sin
identificar.
—La mayoría de muertos sin nombre y
apellidos son inmigrantes ilegales que entran en el país de forma
clandestina —le explicó Munárriz—, rompen sus papeles de identidad
para evitar la repatriación y mueren por mil causas sin que podamos
averiguar su filiación, sus orígenes familiares, su
procedencia...
—Tengo que escribir un artículo para el
dominical —le interrumpió Mabel.
—Puedo ponerte en contacto con la Brigada de
Desaparecidos o con Mozos de Escuadra del Área Central de
Identificación.
—Gracias, pero de momento me las arreglo. Mi
artículo va enfocado a la tragedia humana, no al problema policial.
La mayoría, como dices, son extranjeros. Los nacionales son
identificados, poco a poco, gracias a las pruebas de adeene.
—Está bien —desistió Munárriz—. Pero si
necesitas ayuda pídemela.
—Lo tendré en cuenta.
—Te veo esta noche. Un beso...
—Espera..., espera... —gritó Mabel para
evitar que colgara—. Casi me olvido —dijo, y cogió un post-it que
tenía sobre la mesa—. Te ha llamado Francisco Bonastre...
—¿Para qué?
—No tengo ni idea. Me preguntó si podía
hablar contigo, le dije que no estabas en casa y me dejó un número
de teléfono. Anota...
—... nueve..., ocho..., uno... —susurró
Munárriz completando el número—. Ahora le llamo, quizá sepa
algo.
—Tenme al corriente, por favor.
* * *
Francisco Bonastre escuchó el sonsonete del
teléfono móvil en su despacho de Construcciones Internacionales
Sociedad Anónima. El aparato vibraba y se desplazaba sobre la
superficie pulida y encerada de la mesa como una gran cucaracha de
metal.
—¡Toda la mañana sin llamadas y justo
ahora!
Estaba a punto de salir a comer y temió que
fuese uno de los clientes que tenía asignado. Miró la pantallita.
El número que parpadeaba le resultó familiar. Apoyada en la
escribanía vio la tarjeta de Munárriz. La cogió y comprobó el
origen de la llamada. Pulsó el botón para abrir la línea.
—¡Inspector! —le saludó cordial.
—¿Quería hablar conmigo?
—Sí. ¿Dónde estaba?
—Adivínelo.
—En Soria —auguró Bonastre—, con el padre
Ramírez.
—¡Bingo! Un tipo sensacional el cura.
—Begoña le tenía por un gurú del arte.
—Yo también —coincidió Munárriz—. ¿Qué
desea?
—Ha ocurrido algo que quizá pueda
interesarle...
—Suéltelo.
—Ayer al mediodía —dijo sin entrar en
detalles—, al recoger el correo, encontré en el buzón un sobre
dirigido a mí. Lo abrí y contenía un libro de poesía...
—Perdone... —le interrumpió Munárriz—, ¿qué
tiene de raro?
—Nada. Salvo que el libro me lo envía
Begoña.
—¿Begoña? —soltó pasmado—. ¿Está
seguro?
—Reconocería su letra entre un millón
—subrayó tan convencido como que su corazón latía—. Pero hay más.
Al hojearlo —continuó perplejo— hallé entre las páginas una
llavecita...
—¿De dónde es?
—Eso me gustaría saber.
—Tenemos que vernos.
—¿Qué le parece en mi casa a las cuatro?
—propuso Bonastre—. ¿Tiene la dirección?
—Sí, pero quisiera comprobarla. —Dejó el
auricular de baquelita sobre la mesa, buscó su bloc de notas,
recuperó el aparato y leyó en voz alta—. Paseo de la Bonanova
veintisiete, quinto piso.
—Casi en la esquina de la calle
Mandri.
—A las cuatro.
* * *
Munárriz entró en un edificio de paredes
revestidas de madera. El mostrador de la portería en mármol rosa y
muebles de diseño, junto a grabados y láminas originales,
completaban la decoración. La ausencia del conserje le evitó dar
explicaciones sobre el motivo de su visita, y el ascensor le situó
en un pequeño vestíbulo, alfombrado con un kilim turco de motivos
geométricos, una cómoda de caoba tallada y bronces dorados y un
jarrón de cerámica con flores frescas, la antesala de un piso de
lujo. Pulsó el timbre de la puerta, una Fichet acorazada, y
Bonastre le abrió.
—Bienvenido. Pase, por favor...
—Gracias —dijo Munárriz observando los
muebles antiguos—. Le alabo el gusto.
—El piso lo decoró Begoña. Tenía mano para
el arte.
Le condujo a un saloncito presidido por la
escultura Busto de joven, de Franz Hagenauer, según pudo leer
Munárriz, y le acomodó en una butaca con respaldo y asiento de piel
y reposabrazos de madera. En cada estancia, y en mitad del techo,
observó sensores térmicos y de movimiento. Un sistema de alarma
sofisticado para proteger los objetos de arte que atesoraba cada
ambiente. El lujo se respiraba hasta en el aire.
Bonastre se acomodó en otra butaca similar y
le explicó que parte de la decoración, como la cómoda de la
entrada, una pieza del siglo XVIII de Benjamin Goodison, o las
sillas, lámparas, mesas, armarios, taquillones, etcétera,
pertenecían a diseñadores antiguos y modernos, como Charles Rennie
Mackintosh, Christopher Dresser, Josef Hoffman, Tom Dixon, Alberto
Lievore o Pepe Sanz. Begoña los había comprado en subastas
internacionales gracias a la asignación anual que su padre le
ingresaba todos los meses con puntualidad suiza. Los cuadros,
también de pintores famosos y cotizados en los mercados
internacionales, fueron un préstamo de sus propios padres. Le
invitó a levantarse y le mostró obras de Georgia O’Keeffe, Grant
Wood, Diego Rivera, Otto Dix y George Grosz. Sobre una mesa vio
varios ejemplares de la revista Subastas.
—Mi padre colecciona arte —dijo Bonastre
orgulloso—, y muchos de los cuadros pertenecen a su colección, pero
nos los cedió para decorar el piso.
—Su padre no trabaja de fontanero.
—¿Ha oído hablar de la International
Insurance Company?
—¡Cómo no! —exclamó Munárriz—. Tengo mi
coche asegurado en esa compañía.
—Papá posee el ochenta y ocho por ciento de
las acciones.
—Entonces —bromeó Munárriz, y señaló uno de
los muebles—, los tornillos de esa consola los he pagado yo.
Bonastre rió y le invitó a tomar asiento de
nuevo.
—¿Le apetece una taza de café?
—No, gracias.
De un secreter de tapa, que poco antes había
alabado como pieza única del ebanista francés Bernard Molitor,
Bonastre cogió un sobre acolchado y un libro de poesía y se los
entregó. Munárriz observó la dirección manuscrita a rotulador, el
matasellos en parte ilegible, el interior con plástico de burbujas
y el libro: una edición barata, de noventa y seis páginas, con un
compendio de poesías de Federico García Lorca: el Romancero gitano,
Oda a Salvador Dalí y Poeta en Nueva York. Lo inspeccionó
detenidamente. Al final de la primera estrofa del Romance sonámbulo
había una llavecita sujeta al papel con celo. La despegó. El anillo
de la llave, de tipo redondo, contenía una inscripción y un código:
«Tefro, Made in Italy, LCE-015918-Z».
Munárriz sacó las llaves del piso de Begoña
Ayllón y comparó la tija dentada de la llavecita del buzón, la más
pequeña de las tres, con la del libro. No coincidía. No pertenecía
al piso de la calle Santaló. Repasó el sobre. El matasellos sólo
mostraba la fecha del envío: el mismo día de su muerte. Eso
indicaba que lo había depositado en el correo el viernes a última
hora o el sábado temprano, antes de la primera recogida. Lo dejó
encima de una mesa auxiliar y recuperó el libro. Leyó en voz alta y
despacio la primera estrofa, como si buscara un motivo para colocar
allí la llavecita. Bonastre le escuchó en silencio.
Verde que te quiero verde.Verde viento. Verdes ramas.El barco sobre la mary el caballo en la montaña...
—¿Sospecha qué puede abrir esta llave? —le
preguntó Munárriz al terminar la lectura.
—Ni idea —sostuvo intrigado—. He buscado en
Internet y Tefro sólo aparece como dios protector del hogar en la
mitología italiana, en concreto en las tablas iguvinas.
—Ya... —musitó pensativo—. ¿Había alguna
nota?
—Nada —especificó Bonastre—. Retiré el sobre
del buzón e imagínese mi sorpresa al reconocer la letra de Begoña.
Me quedé estupefacto. Lo abrí y contenía ese librito. —Señaló sus
manos—. Tenía una cita de trabajo y no podía perder tiempo. Llegaba
tarde. Lo dejé en el secreter y al regresar a casa por la noche lo
hojeé y encontré la llavecita. Esta mañana le he llamado porque he
supuesto que le interesaría.
—Bien hecho —dijo Munárriz agradecido—. ¿Por
qué este libro y no otro?
—Me gusta la poesía —relató Bonastre—, y de
entre los poetas de la generación del veintisiete Federico García
Lorca es mi preferido. Tengo sus obras completas en edición
príncipe, desde su primer libro, un conjunto de prosas poéticas
titulado Impresiones y paisajes, al Romancero gitano, Poeta en
Nueva York y Llanto por Ignacio Sánchez Mejías; e incluso algunas
de sus obras de teatro: Bodas de sangre, Yerma, La casa de Bernarda
Alba y Mariana Pineda.
—¿No había ninguna nota? —insistió—. ¿Algo
que justificara el envío?
—No —respondió contrariado—. He mirado
página a página y nada. Me pregunto por qué me mandó una edición
tan mala.
—Acaba de admitir que Lorca figura entre sus
poetas preferidos. Begoña lo sabía, y sabía que cuanto menos
echaría una ojeada al libro y encontraría la llave —dedujo
intentando buscar una explicación—. El libro es sólo el mensajero,
el mensaje es la llave.
—Comprendo —asintió—. Pero ni siquiera sé de
dónde es.
—Usted no —afirmó Munárriz con sentido de la
lógica—, pero ella sí, y quería protegerla.
—No le sigo, inspector.
—Este piso es un búnker —reflexionó y
dirigió la mirada al sofisticado sistema de alarma—: puerta
acorazada, sensores volumétricos y térmicos, ventanas y persianas a
prueba de taladros y palancas, detectores de rotura de cristales,
asistencia vía radio y línea telefónica... Aquí la llave estaría
segura.
—Es necesario —dijo Bonastre como si
precisara justificarse—, para proteger las piezas del mobiliario y
los cuadros. Las compañías de seguros exigen una medidas de
protección para contratar las pólizas. —Hizo una pausa—. Si fuese
la llave de una puerta blindada o de una caja fuerte lo entendería.
Pero ¿a quién puede interesar esta llavecita?
—Buena pregunta —dijo Munárriz sin una
respuesta—. De momento me interesa a mí. ¿Puedo quedármela?
—Toda suya —asintió, y sin poder reprimir la
curiosidad soltó—: ¿Averiguó qué hizo Begoña en Soria?
—Sí. Se entrevistó con el padre Ramírez y
visitó una ermita —respondió de forma ambigua.
—¿San Bartolomé?
—¿Cómo lo sabe?
—Hablaba de ella con frecuencia —afirmó
Bonastre—. Una vez me llevó a verla y no me pareció gran cosa. Poco
vistosa salvo por el paisaje. No sé, prefiero las catedrales de
Burgos o de León antes que esa ermita perdida en el campo. Además
—gruñó—, había que andar casi dos kilómetros.
Al salir del edificio Munárriz observó de
nuevo la llavecita. La apretó con firmeza en la mano y sonrió
complacido. Al fin tenía algo. Un cabo del que tirar para
desenredar la madeja. Un pequeño paso adelante. Sonrió. Begoña no
incluyó ninguna nota porque no sospechaba que fuese a morir. Sólo
quería poner la llave a buen recaudo. Quizás intuyó que alguien
registraría el piso de la calle Santaló.
* * *
Oculto tras una gruesa cortina de rafia, que
impedía el paso de la luz, atisbaba nervioso la calle a través de
una pequeña rendija de la ventana. Las órdenes recibidas habían
sido estrictas, y estricta su obediencia: matar a una mujer, cuya
fotografía y seguimiento le facilitaron, y esconderse en aquel piso
franco a la espera de que un «correo» le sacara del país. Llevaba
poco más de una semana encerrado en un bloque de miseria del barrio
de Ribera y sus nervios estaban a flor de piel, a punto de estallar
de incertidumbre y tensión. La pequeña rendija le permitía observar
un segmento de la calle, con pavimento de adoquines, aceras
estrechas jalonadas de bolardos, casas antiguas convertidas en
refugio de ilegales y comercios de escaparates y rótulos percudidos
por la mugre y el óxido.
Tras asesinar a la chica se deshizo de su
fotografía y, sin perder un minuto, se ocultó en el piso a la
espera de noticias. Por la noche, al quedar el barrio en calma, oía
el bramido de las sirenas de los barcos que entraban o salían del
puerto. El aire cargado de humedad le metía el frío en los huesos,
hasta congelarle el tuétano, y le impedía conciliar el sueño.
Entonces aprovechaba para rezar el rosario, para susurrar los
quince misterios de la Virgen Santísima y la Vida de Nuestro Señor
Jesucristo de forma mecánica, una y otra vez, y a falta de
disciplinas que laceraran sus carnes, se arrodillaba brazos en cruz
hasta que la sangre dejaba de fluir por ellos, sus articulaciones
se entumecían y un dolor punzante le inundaba el pecho y le cortaba
la respiración. La mortificación ordenaba las pasiones y las malas
inclinaciones y traía vida y reparación a quienes la
ejercitaban.
Desconocía el tiempo que permanecería sin
contacto con el exterior, alimentándose de latas de conserva,
legumbres y pasta que hervía en un fogoncito de campin gas,
encurtidos, bacalao en salazón, frutos secos y productos
liofilizados, que alguien había almacenado en una alacena de madera
carcomida por los insectos. No podía abrir las ventanas. Tenía que
pasar completamente desapercibido. Nadie debía saber que habitaba
entre aquellas paredes desconchadas por antiguas humedades, el
sistema eléctrico fuera de servicio, el agua potable de un depósito
de Uralita situado en el tejado, con apenas corriente para el
váter, y baldosas sueltas que le obligaban a caminar con tiento y
vigilar dónde posaba los pies.
Necesitaba renovar el aire, pero no podía.
Tampoco podía hacer ruido. Vivía aislado del mundo. Sin periódicos,
radio o televisión, ni siquiera un calendario para saber el día de
la semana. Sólo cuando los vecinos del piso de abajo, una pareja de
paquistaníes, salían a trabajar en chapuzas y destajos
clandestinos, se movía con cierta libertad. Se levantaba de la
colchoneta que le servía de camastro, hacía sus necesidades, se
lavaba la cara, humedecía la toalla y se limpiaba el resto del
cuerpo, mientras soñaba con regresar al convento y disfrutar de un
baño de agua caliente. Después se vestía, practicaba algunos
ejercicios de gimnasia para estirar los músculos y mantener la
agilidad, caminaba alrededor del salón con los pies descalzos para
amortiguar sus pasos, recorría el largo pasillo que conducía a una
puerta tapizada de herrajes y pestillos y regresaba al salón para
dar varias vueltas alrededor de una mesa y una silla de anea.
Desayunaba un cuenco de leche con un sobrecito de Nescafé disuelto
y un puñado de galletas María y se sentaba en el suelo o se tumbaba
en su colchoneta de acampada, arrebujado en una manta de lana para
protegerse del frío, a la espera de que alguien llamara a la
puerta. Así minuto a minuto, hora a hora y día a día, sin conocer
el final de su calvario.
Musitaba un avemaría de rodillas cuando un
ruido le distrajo. Alguien subía por la escalera. Nada raro en un
edificio que carecía de ascensor, pero prestó atención, como la
prestaba siempre que un vecino entraba o salía del inmueble.
Escuchó en absoluto silencio. Los pasos se detuvieron frente a su
puerta y se puso en estado de alerta. Permaneció quieto, sin
respirar, concentrado en escuchar el más mínimo suspiro. Quizá sólo
se trataba de una anciana que acarreaba fatigosa la cesta de la
compra y tomaba aliento antes de seguir escalera arriba. Se levantó
y caminó descalzo por el pasillo hasta colocarse junto a la puerta.
Se tumbó en el suelo y vio por la abertura un par de botas
militares. Se incorporó y pegó la espalda a la pared. Su corazón se
aceleró. Las manos le sudaban. Escuchó unos golpecitos rítmicos. El
sujeto tamborileaba en la madera de la puerta con los nudillos. No
se movió, y de nuevo sonaron los golpecitos. Seguían las pautas del
código Morse: cuatro puntos, dos puntos y una raya, una raya y un
punto, una raya y dos puntos y tres rayas, que en esperanto
componían la palabra hundo, «perro».
Su «correo» había llegado para sacarle del
país. Respiró aliviado y su corazón recuperó el sosiego. Pero no
podía abrir hasta escuchar la segunda palabra clave, koko, «gallo».
Tenía que extremar las precauciones. Quedó a la expectativa y sonó
otra tanda de golpecitos, otra sucesión de puntos y rayas hasta
formar la palabra koko en Morse. Acercó el ojo a la mirilla y
observó al hombre que llamaba. Vestía una guerrera de corte
militar, con el típico estampado marrón y negro de camuflaje, un
pantalón caqui y botas negras de media caña y hebillas. Corrió los
pestillos con suavidad hasta dejar la puerta libre de cerrojos.
Ancló la cadenita de seguridad y abrió despacio. El hombre de
indumentaria militar ajustó la boca a la estrecha abertura de la
puerta, la abrió como si un médico fuese a inspeccionarle la
garganta, sacó la lengua y la levantó para mostrarle la cara
inferior: en la parte anterior al frenillo lucía un pequeño tatuaje
con una cabeza de perro coronada por un gallo.
Su «correo». No había duda. Hizo lo propio y
ajustó su boca a la abertura, la abrió como si bostezara con ganas
y bajo la lengua le mostró un tatuaje idéntico al suyo.
—Soy Dagón, abre —dijo en esperanto el
hombre de las botas militares.
Liberó la cadenita de su anclaje y le dejó
pasar. Antes de cerrar la puerta inspeccionó la escalera para
comprobar que nadie le había visto. Le acompañó al salón y se
presentó.
—Me llamó Benayá. Te esperaba.
—Llevo una semana en Barcelona —le dijo
Dagón—, pero antes de sacarte del país quería estar seguro de que
todo marchaba bien. No podemos correr riesgos.
—Cumplí la misión a rajatabla —carraspeó
Benayá molesto—. Todo impecable, según lo ordenado. ¿Ha ocurrido
algo?
—Nada —afirmó el correo—. He comprobado los
periódicos todos los días y el caso está cerrado. No le han
dedicado más de tres líneas. La orden ha dado el visto bueno para
concluir el operativo.
—¿Cuándo saldremos de aquí? —inquirió Benayá
ansioso.
—Si todo va bien esta noche.
—Estaré listo.
Dagón miró su reloj: las dos de la tarde.
Vio a Benayá recoger sus escasos enseres personales: una pastilla
de jabón, una toalla, una maquinilla de hojas de afeitar, ropa
interior sucia, una Biblia, un rosario de campaña y poco más. Lo
metió en una bolsa de loneta gris, junto a una máscara de gas y una
botella de ciclopropano, el gas clínico que había utilizado para
anestesiar a la mujer antes de entrar en la caseta, y cerró la
cremallera. No precisaban borrar las huellas porque carecían de
ellas. El piso estaba limpio. La comida y la basura quedarían allí
durante algún tiempo y después alguien se encargaría de
retirarlas.
—¡Listo! —dijo Benayá—. ¿Quieres
comer?
Dagón negó con la cabeza. En una gigantesca
bolsa de basura se amontonaban latas de conserva vacías, paquetes
de pasta consumidos, tetrabriks de leche y zumo de fruta, papeles
grasientos y restos de alimentos que hedían en descomposición.
Dagón no tenía apetito. Benayá abrió un paquete de cereales, se
metió un puñado en la boca y masticó despacio. Por fin saldría de
aquel antro.
* * *
Munárriz entró en un edificio del barrio de
Ciudad Meridiana, un inmueble de paredes sucias, pintadas obscenas,
las puertecitas de los buzones destripadas y el cajetín lleno de
panfletos de publicidad que nadie retiraba. El ascensor llevaba
averiado hacía años, porque ningún vecino pagaba la cuota de la
comunidad, y los aparatos de música, con cante flamenco y rumbas,
sonaban a pleno volumen. En el rellano del segundo piso dos gitanos
discutían a gritos en caló. Al verle callaron, como si temieran que
pudiera comprender sus palabras, y le desafiaron con la
mirada.
Siguió escalera arriba sin hacerles caso y
le tomaron por un señorito colgado de la cocaína que acudía en
busca de su dosis diaria. Se cruzó con una pareja de drogatas que,
sonrientes, le mostraron las papelinas de jaco. Andaban como
zombis, con la vista perdida, agarrados del hombro, trastabillando
a cada paso.
El pasillo del tercer piso olía a orines,
algunas baldosas habían desaparecido, el contrachapado de las
puertas estaba reventado y faltaban las cerraduras. Desenfundó su
SW-99, abrió de una patada la puerta sujeta al quicio con alambres
y sorprendió a dos tipos frente a una mesa, con una pequeña balanza
de precisión, un paquetito de droga y un fajo de billetes junto a
un Arminius Windicator del calibre 38.
—¡Las manos quietas! —gritó Munárriz para
evitarles la tentación de asir el arma—. ¡De pie! ¡Vamos, de
pie!
Los gitanos obedecieron. Se apartaron de la
mesa y pegaron sus espaldas a la pared sin rechistar. Se miraron
desconcertados. No entendían qué pasaba. La policía sabía que
vendían droga, pero hacía la vista gorda para no cortar de forma
radical el suministro y colapsar las urgencias hospitalarias; y las
bandas rivales hasta el momento respetaban la partición del
territorio. Munárriz cogió el revólver, se guardó las balas en el
bolsillo y lo arrojó al suelo.
—¿Qué quieres? —masculló rabioso uno de los
gitanos.
—¡A callar! —le ordenó Munárriz—. ¡Aquí las
preguntas las hago yo!
—No saldrás vivo —le amenazó el más joven al
suponer que intentaba robarles la droga.
Se acercó, le apoyó en el mentón la boca de
la pistola, le empujó la barbilla hacia arriba y le golpeó con el
puño el plexo solar. El gitano quedó paralizado, sin respiración,
con las manos apoyadas en la base del esternón y las fuerzas a
punto de abandonarle. Tosió convulso.
—¿Dónde está el Manitas? —preguntó
Munárriz.
—¿Quién? —respondió el otro, temeroso de que
le volara la cabeza a su amigo.
—Chicho Corbacho, alias el Manitas —insistió
Munárriz.
—¡Que te follen!
Munárriz cogió el paquetito de droga, rasgó
el plástico y los gitanos vieron con ojos de espanto cómo lo
espolvoreaba sobre el terrazo. Después tomó el fajo de billetes de
cincuenta euros, unos cien apilados y sujetos con un elástico, y se
lo guardó en el bolsillo. El joven, recuperado del golpe, se limpió
con la manga de la camisa los restos de vómito que mojaban su
barbilla.
—Me gustaría saber —dijo Munárriz burlón—
cómo explicaréis a vuestro jefe que un tipo ha entrado y se ha
llevado la droga y el dinero. Apuesto a que no lo creerá. ¿Y
vosotros?
Los gitanos tragaron saliva. El patriarca
para quien trabajaban se cabrearía y conocían sus reacciones
violentas si algo salía mal. Ellos mismos, dos miserables camellos
de poca monta, habían ajustado las cuentas a un par de tipos que
perdieron la droga a manos de una banda rival. Correrían idéntica
suerte. Acabarían sepultados bajo unos cimientos de hormigón. Se
miraron asustados. El mayor rompió el silencio.
—¿Para qué buscas al Manitas?
—Tengo que verle —respondió Munárriz.
—Está limpio —aseguró.
—Nadie dice lo contrario.
—¿Eres pasma?
—Policía —subrayó autoritario—. Inspector de
la Unidad de Inteligencia Criminal. ¿Queréis ver mi placa? —se
mofó.
—No hace falta.
—¿Vais a decirme dónde está el
Manitas?
—Ya no vive aquí —afirmó el que llevaba la
voz cantante.
—Lo imaginaba —soltó Munárriz irónico—.
¿Dónde puedo encontrarle?
—Hagamos un trato, payo —propuso intentando
buscar una salida honrosa a su situación—. Nosotros te decimos
dónde anda el Manitas y tú nos devuelves la guita. ¿Trato
hecho?
—Me parece razonable —aceptó—.
Desembucha.
—Trabaja en el desguace del Tío Calostro,
aquí al lado. A un par de manzanas.
—Bien —espetó—. ¡Andando!
—¡Ése no era el trato! —protestó el
gitano.
—Andando y calladitos —ordenó Munárriz con
un movimiento de su pistola.
Sin dejar de apuntarles, con el arma oculta
en un bolsillo de la chaqueta, salieron a la escalera. El gitano
joven cerró la puerta con los alambres y descendieron en silencio.
Los dos hombres del segundo piso seguían enfrascados en su
discusión y se limitaron a saludarles. Discrepaban sobre el precio
de un pesado nomeolvides de oro, una joya propia de macarras, como
los sellos que lucían en los dedos, y los gruesos cordones, también
de oro, que colgaban de su cuello con la cabeza descomunal de un
Cristo.
Cruzaron el descampado, donde los
drogadictos solían chutarse las papelinas, giraron por una calle de
farolas apedreadas, contenedores de basura calcinados y coches
robados convertidos en chatarra y llegaron a la puerta del
desguace.
—Aquí es —afirmó el gitano más viejo.
Entraron. Dos pitbulls, atados con cadenas
de gruesos eslabones al esqueleto de una carrocería, intentaron
atacarles. Babeaban rabiosos. Las cadenas cimbreaban tensas a sus
envites, y por un instante Munárriz temió que lograran arrancarlas
de los pernos. Un timbre automático, accionado al abrir la puerta,
sonó en el interior de una caravana sin ruedas, apoyada sobre pies
de ladrillo, y Chicho Corbacho, alias el Manitas, un chorizo famoso
en el mundo del hampa por su destreza para abrir cajas fuertes,
salió a su encuentro.
—¡Inspector Munárriz! —le saludó eufórico—.
¡Qué sorpresa!
—¿Le conoces? —inquirió turbado el gitano
joven—. ¿Conoces a este hijo de puta?
—Sí —dijo Chicho Corbacho—. Estaba en su
nómina de confidentes.
—El muy cabrón —soltó escupiendo bilis— nos
ha robado el dinero y la droga.
—No puedo creerlo. ¿Ha robado a mis primos,
inspector?
—Sólo he tomado el dinero prestado.
—Ande —dijo conciliador Chicho Corbacho—,
devuelva al Palanca y al Escarpa el parné y déjeles marchar. No son
mala gente.
Asintió sin perderles de vista. Guardó su
pistola en la cartuchera, sacó el fajo de billetes y lo arrojó al
más joven. El gitano cogió el dinero al vuelo y, al verle sin
defensa, con el arma enfundada, se atrevió a retarle.
—Nos veremos las caras...
—¡Escarpa! —le reprendió Chicho Corbacho—.
En mi casa nadie amenaza a mis amigos. ¿Entendido?
—No merece tu amistad.
—¡Mis amigos los elijo yo! Ahora
largaos.
—¿Y la droga? —protestó el Palanca—. ¿Cómo
recuperamos la droga?
—¿Qué ha hecho, inspector? —le preguntó
temeroso Chicho Corbacho—. ¿La ha vaciado en el retrete?
—Coged una escoba —les sugirió Munárriz—. No
creo que nadie haya arrastrado la nariz por el suelo.
—Maldito... —resopló el Palanca—. El jaco
estará sucio.
—Ningún yonqui notará un poco más de mierda
en sus venas —enfatizó Munárriz con desprecio—. Con el polvo del
suelo pesará más y podéis quedaros la diferencia.
Los gitanos farfullaron unas palabras en
caló y se despidieron. Los pitbulls enloquecieron de nuevo y
lanzaron dentelladas amenazadoras al aire. El Palanca se detuvo,
amasó en su boca un gargajo y lo escupió directo al hocico de uno
de los perros. El chucho se relamió y siguió con sus ladridos y
bocados amenazadores.
El Manitas le invitó a entrar en la
caravana. Prendió un hornillo de petróleo y le acomodó a una mesa.
Hacía años que había dejado de ser confidente de Munárriz, pero su
reputación como experto en llaves y cerraduras de seguridad se
mantenía viva en la unidad. Había colaborado con la policía y los
servicios de inteligencia en operaciones clandestinas, había
abierto puertas acorazadas instaladas en lujosas mansiones de
narcotraficantes, cajas de seguridad protegidas a cal y canto en
chalés de capos de la mafia, y nunca había dejado rastro de sus
actuaciones. Aprendió el oficio de pequeño, en la ferretería de su
tío Paco el Culebra, otro hampón retirado que le puso a cargo de la
máquina duplicadora. El Manitas, que se ganó su alias a conciencia,
se convirtió en un experto en llaves y cerraduras. Cometió sus
primeros delitos con una facilidad pasmosa. Cuando un cliente
acudía a duplicar la llave de su casa, simplemente tallaba otra
copia para su uso. Después averiguaba el nombre y la dirección del
sujeto, esperaba a que saliera del domicilio y entraba con su
propia llave.
Chicho Corbacho retiró del hornillo una
cafetera de aluminio, apagó el fuego y sirvió dos tazas de café de
puchero. Se sentó en una banqueta sin respaldo, de manera que a
través del ventanuco de la caravana pudiera controlar la entrada a
la chatarrería, y le propuso un brindis. Alzaron las tazas.
—No tenía que habérsela jugado a mis primos
—le reprochó.
—Te perdí el rastro hace años —alegó
Munárriz para justificarse.
—Al salir del trullo decidí portarme bien.
La cárcel es mala para los gitanos. Hay mucho racismo. El Tío
Calostro me dio trabajo y aquí estoy, reconvertido en vendedor de
chatarra. No está mal.
—Necesito tu opinión sobre esto. —Munárriz
dejó encima de la mesa la llavecita que había recibido de Francisco
Bonastre—. ¿Puedes decirme qué abre?
La cogió, leyó la inscripción y, con la
meticulosidad de un filatélico, Chicho Corbacho inspeccionó los
dientes de la tija, midió mentalmente la separación entre ellos,
comprobó el calibre de las guías y la calidad del metal y la posó
sobre el hule para emitir su veredicto.
—Una ful.
—¿Qué?
—Una mierda —repitió serio—. Esta llave abre
una mierda de cerradura.
—¡Explícate!
—Los dientes son burdos —dijo—. No están
calibrados al milímetro. El metal es malo, el paletón frágil, la
rodaplancha tampoco es para echar cohetes. En resumen, una llave
que no sirve para nada. Creí que me traería algo digno de mí: una
Chupp, una Fichet, una MCM, una Tesa multipunto, una Iseo... pero
esta porquería...
—Necesito averiguar para qué tipo de
cerradura está hecha —insistió Munárriz para arrancarle una
respuesta.
—Una cerradura que puede abrirse con un
simple clip.
—¿Estás seguro?
—Tan seguro que daría un dedo de mi mano
—afirmó Chicho Corbacho molesto—. Este tipo de llave se utiliza en
armarios roperos, taquillas de gimnasio, cajones de oficina,
buzones de correo... Nada que requiera un buen cierre.
—Había pensado en una consigna.
—Ni lo sueñe —refutó convencido—. No
pertenece a una consigna de aeropuerto, de estación de ferrocarril
o de autobuses. Ni siquiera a una de parque de atracciones. Busque
al fabricante y dará con la cerradura. Pero le advierto que no le
será fácil.
—¿Por qué?
—Juraría por mis cinco churumbeles —dijo
componiendo una cruz con los dedos y besándola— que pertenece a una
serie fuera de circulación. A una serie no registrada.
—Habla claro.
—Los fabricantes chinos han copado el
mercado de la cerrajería —le explicó—, y para competir con sus
precios algunos fabricantes europeos troquelan previo pedido llaves
y cerraduras a bajo costo. Llaves que funcionan con miles de
cerraduras idénticas que venden en lotes a clientes de todo el
mundo. Esta llave, inspector, seguramente abre una cerradura de un
lote vendido en Barcelona, pero puedo garantizarle que el mismo
lote se ha vendido en Logroño, Calahorra, Cincinnati o Michigan.
¿Comprende?
—Pero tiene un número de serie —argumentó
perdido.
—Sí, por supuesto —admitió Chicho Corbacho—.
Pero este número no corresponde a una llave en particular, sino a
todas las series de esta misma llave.
—¿Qué puedo hacer?
—Tírela a la basura.
—¡Necesito saber qué abre! —gritó Munárriz
dando un puñetazo en la mesa.
—¿Tiene acceso al archivo de la Brigada
Central de Información?
—Sí. Mi unidad está conectada a diversos
sistemas informáticos.
—Antes de jubilarme trabajé para la Brigada
—relató para que entendiera su propuesta— y me consta que registran
muchas cerraduras y llaves fuera de los catálogos comerciales.
Quizás allí encuentre la cerradura que abre esta llavecita. Pero
insisto, no sabrá si está en España, Francia, China o
Pakistán.
—Gracias.
—Otro día venga con algo más complicado —le
retó—. Algo que realmente requiera de mi pericia.
Le acompañó a la salida. Los pitbulls, para
no perder la costumbre, ladraron enfurecidos soltando espumarajos
por la boca, pero callaron al instante cuando Chicho Corbacho
trincó un bate de béisbol oculto en el asiento trasero de un Seat
convertido en chatarra y les amenazó a gritos. Le advirtió a
Munárriz que andara con cuidado por el barrio, porque muchos
gitanos organizaban peleas clandestinas de perros y paseaban a los
chuchos sin correa ni bozal. Luego se despidió con un apretón de
manos para desearle suerte.
* * *
El tañido de las campanas de una iglesia
lejana hizo que Dagón consultara su reloj: las cuatro de la
madrugada. Había llegado el momento de partir. Conocía a la
perfección el barrio de Ribera. Durante días y noches pateó a
diferentes horas las calles cercanas a la basílica de Santa María
del Mar y al antiguo mercado del Borne para descubrir las menos
transitadas. Buscó el camino más corto para llegar al puerto, al
muelle de carga de grano. Estudió los horarios de las patrullas
portuarias, recorrió en las golondrinas, las barcas de recreo que
pasean a los turistas, el interior de los muelles para situar la
ubicación de las dársenas, y sobre un papel, que ahora consultaba,
trazó un croquis para evitar fallos de memoria. No podía dejar nada
librado al azar o a la improvisación.
En los márgenes del folio, a punto de
partirse en cuatro pedazos por las muchas veces que lo había
doblado y desdoblado, consultó los turnos de vigilancia. Muchas
noches de espera, de guardia sentado en el suelo o sobre un naray,
simulando estar borracho para no levantar sospechas, tumbado en la
hierba húmeda de los parterres, o en los bancos de madera como un
vagabundo sin papeles que vivía en la miseria, le permitieron
espiar los movimientos de la policía del puerto. Entre las cuatro y
media y las cinco menos cuarto de la madrugada había un tiempo
muerto, quince minutos para el relevo que les facilitaría entrar
sin ser vistos.
Despertó a Benayá, que dormitaba sobre la
colchoneta, y con un gesto le indicó que había llegado el momento.
El otro asintió y se levantó. Como un autómata se colgó a la
espalda su bolsa gris y se aprestó a salir. Dagón le contuvo.
Quería comprobar que la calle estuviese despejada. Corrió la
cortina de rafia y la inspeccionó. Ni un alma. Vía libre.
—Vamos —susurró Dagón.
—¿Adónde?
—Sígueme —le ordenó—. No te despegues de la
suela de mis botas, y si algún poli nos sale al paso, déjame hablar
a mí. ¿Entendido?
Benayá afirmó con el gesto. Dagón esgrimió
una Korth Stainless del calibre 9 milímetros Parabellum y tiró de
la corredera para meter una bala en la recámara. Enfundó la pistola
en su cintura, oculta bajo la guerrera, y le indicó que abriera la
puerta.
—Listo —dijo Benayá.
Se persignaron y musitaron una jaculatoria
en esperanto para que el Padre Supremo les bendijese y guiara sus
pasos. Benayá le miró, liberó los cerrojos y salieron a la
escalera. Cerró y, cumpliendo las órdenes recibidas, le entregó la
llave a Dagón.
Descendieron en silencio, tanteando los
peldaños en los tramos con las bombillas rotas o fundidas, y
ganaron la calle. Vacía. El aire fresco y limpio, tras muchos días
de encierro, reconfortó a Benayá. Respiró hondo y sintió sus
pulmones vivos. Por fin libre. Dagón apretó el paso. Una campanada
solitaria marcó el primer cuarto de las cinco. En otro cuarto de
hora se produciría el relevo de las patrullas y dispondrían de
entre diez y quince minutos sin vigilancia para entrar en el
muelle.
Por el dédalo de callejuelas del barrio de
Ribera ganaron la avenida del Marquès de l’Argentera, cruzaron la
Via Laietana y caminaron un buen trecho por la Ronda Litoral hasta
la altura del muelle del Contradique, con sus enormes silos de
hormigón. No se cruzaron con un alma. Sólo el conductor de algún
que otro coche, que circulaba a gran velocidad por la Ronda, les
vio adentrarse en los almacenes de carga, y seguramente les tomó
por estibadores que acudían a sus puestos de trabajo.
Benayá jadeaba fatigado. Pese a sus
ejercicios gimnásticos, los días de encierro habían mermado su
fondo. Dagón consultó el croquis que apretaba en la mano. Un poco
más adelante arrancaba la senda que conducía al faro. Alzó la vista
y contempló cómo el haz luminoso barría la oscuridad del mar.
Estaban en el punto señalado. Había que extremar las
precauciones.
Cruzaron a la carrera la vía del tren. Un
espacio abierto, sin abrigos para ocultarse, que entrañaba cierto
peligro. Buscaron las zonas de penumbra, los rincones alejados de
las farolas, y avanzaron de trecho en trecho protegidos por bidones
de combustible, tablones de madera procedentes de países exóticos,
viejos neumáticos apilados a la espera de ser reciclados y montañas
de chatarra. Con agilidad atlética sortearon una valla metálica,
que delimitaba el perímetro del área restringida, y paso a paso
penetraron en el muelle de los silos. Se ocultaron en las calles
estrechas y malolientes que formaban un grupo de contenedores
vacíos, y Dagón consultó su reloj: las cuatro y media en punto. Si
nada fallaba las patrullas se reunirían en breve en la comisaría
del puerto, en la dársena de San Beltrán, para efectuar el
relevo.
Se llevó un dedo a los labios para indicarle
a Benayá que guardara silencio y se adelantó unos metros. Su ropa
de camuflaje le permitía cierto margen de maniobra. Protegido tras
un fardo de redes de carga, inspeccionó los alrededores de la
dársena. Un vigilante jurado mataba las horas en su garita leyendo
una revista. Los destellos azules de una patrulla le obligaron a
tumbarse en el suelo. El coche se detuvo y los policías hablaron
con el vigilante. Miró otra vez el reloj: las cuatro y cuarenta.
Los minutos pasaban rápido. Corría el riesgo de que llegara la
patrulla de relevo. Instintivamente acarició su arma. Oyó una voz
lejana, metálica, la voz de la emisora de radio que reclamaba al
coche para efectuar el cambio de turno. Suspiró aliviado. La
patrulla arrancó y el vigilante jurado se encerró en su
garita.
Retrocedió sobre sus pasos y acudió junto a
Benayá, que esperaba inquieto entre los contenedores. Consultó de
nuevo su reloj. Las manecillas fluorescentes señalaban las cuatro
cuarenta y cinco minutos. No podían perder ni un segundo. El relevo
llegaría de un momento a otro. Ahora o nunca. Con un gesto le
indicó a Benayá que le siguiera. Corrieron, con la espalda
encorvada y las piernas flexionadas, hasta alcanzar el montón de
redes de carga. Agazapados entre las gruesas tramas de la maroma,
observaron al vigilante jurado en su garita. Hablaba por un
teléfono móvil y parecía distraído. Dagón reptó unos metros para
protegerse tras las ruedas de un tráiler próximo. Del bolsillo de
su guerrera sacó una linternita halógena, la encendió y apagó
repetidas veces para componer en Morse la palabra hundo y esperó. A
los pocos segundos, desde el puente de mando de un mercante
atracado en el muelle, recibió la respuesta: raya, punto, raya,
tres rayas, raya, punto, raya y tres rayas...
El vigilante seguía entretenido al teléfono.
Las luces de la cubierta del barco se apagaron. La dársena quedó en
penumbra. Dagón reclamó a Benayá a su lado. En completo silencio,
efectuó con los dedos varios signos, como había aprendido en el
entrenamiento de comandos, y le indicó que saldría primero. Benayá
asintió. Dagón se incorporó, corrió y subió a la cubierta sin
contratiempos. El vigilante, aferrado al teléfono, hablaba entre
sonoras carcajadas. Benayá respiró con profundidad. Emprendió la
carrera. La bolsa sujeta a su espalda le golpeaba los riñones, la
botella de ciclopropano le hería con dolor, tropezó y cayó de
bruces a escasos metros de la pasarela. Dagón temió lo peor.
Descendió, a riesgo de quedar al descubierto, le cogió del brazo y
lo arrastró hasta la cubierta. El capitán les indicó que se
agacharan. Permanecieron inmóviles bajo un bote salvavidas. El
coche patrulla de relevo entraba en la dársena. Dio un pequeño
rodeo y se alejó del barco lo suficiente para salir de su
escondrijo. Le mostraron al capitán sus tatuajes bajo la lengua y
sin perder tiempo les condujo a la bodega. Abandonarían el país
como polizones, ocultos entre miles de sacos de trigo. Los ataques
terroristas de Nueva York, Madrid y Londres habían obligado a
extremar la vigilancia en los aeropuertos, y burlar la seguridad
resultaba complicado y peligroso. Los barcos mercantes se habían
convertido en instrumentos indispensables para eludir los controles
fronterizos.
Desde el puente de mando del Alexander
Nevski, un mercante con pabellón de conveniencia panameño, el
capitán escrutó con la ayuda de unos prismáticos de visión nocturna
el muelle del Contradique. Todo en orden. Los dos agentes de la
patrulla saludaron al vigilante jurado, que rellenaba su informe
diario antes del relevo, y el automóvil arrancó despacio para
recorrer el muelle y las dársenas en su labor de vigilancia. De
tramo en tramo la patrulla se detenía y, ayudados de un reflector,
los agentes alumbraban las zonas oscuras, en especial las que
almacenaban mercancía para embarcar. El capitán observó a la
patrulla girar hacia el muelle de la Costa, en la dársena del
Morrot, para seguir su ronda. Dejó los prismáticos sobre la mesa de
portulanos, pulsó el botón de un interfono y ordenó iniciar la
maniobra para zarpar.
Dos marinos descendieron al muelle, soltaron
de los noráis los cabos de proa y popa y retiraron la pasarela. A
través de la emisora el capitán comunicó su maniobra al práctico
del puerto y recibió la autorización oportuna. Abrió de nuevo el
interfono y ordenó avante. En la bodega, en un doble fondo cubierto
de sacos de trigo, Dagón y Benayá oyeron el rugido ensordecedor de
los motores y el zumbido de las hélices. Apenas podían respirar en
aquel diminuto habitáculo de ambiente enrarecido por el polvo en
suspensión. El ruido del cuarto de máquinas les volvía locos.
El barco se apartó lentamente del dique y
puso proa a la bocana del puerto. El capitán observó con los
prismáticos la terminal de las golondrinas, en la punta del muelle
Adosado, y ordenó avance a un tercio. El navío se desplazó algo más
rápido. La quilla cortó el agua mansa, hasta sobrepasar las boyas
de señalización y entrar en mar abierto. Los motores subieron de
revoluciones acelerados a media potencia y el Alexander Nevski se
alejó en la oscuridad del puerto de Barcelona.
Una hora después de zarpar, el capitán dejó
el gobierno del buque al segundo oficial y ordenó subir a los
polizones. Dagón y Benayá abandonaron su escondite y se personaron
en el puente de mando. Le mostraron de nuevo sus tatuajes y el
capitán hizo lo propio: exhibió bajo su lengua la cabeza de un
perro coronada por un gallo.
—Bienvenidos a bordo —dijo en esperanto—.
Lamento haberles encerrado pero su seguridad así lo
aconsejaba.
—No importa —replicó Dagón, que se limpiaba
el sudor de la frente con un pañuelo.
—Sin contratiempos —les informó el capitán—,
en dos o tres días llegaremos a puerto. Entretanto les recomiendo
que disfruten de la travesía.
—Solicito permiso para salir a cubierta,
capitán —refunfuñó Benayá—. Necesito respirar la brisa
marina.
—Concedido. Pueden pasear libremente salvo
orden contraria. He mandado que les asignen un camarote. Si tienen
hambre hablen con el cocinero.
Benayá sonrió complacido y salió a cubierta.
El capitán miró de reojo a Dagón y asintió. El barco navegaba a
toda máquina y el aire azotaba el combés con fuerza. Las estrellas
refulgían todavía en el cielo, pese a las primeras luces del alba,
y la brisa olía a yodo. Benayá, aferrado a la baranda de estribor,
contemplaba la inmensidad del mar, la línea de un horizonte rojizo
que anunciaba el amanecer. Tras días de encierro agradecía el aire
fresco y salino en la cara. Dagón se colocó detrás de él.
—¡Benayá! —gritó.
Se dio media vuelta. Dagón le encañonaba con
su Korth Stainless de 9 milímetros Parabellum. El capitán observaba
impasible la escena desde la puerta de la cabina. La vibración de
los motores se percibía bajo los pies como un terremoto infinito
que presagiaba el desastre.
—¿Qué haces? —bramó Benayá para vencer la
furia del viento—. ¿Te has vuelto loco?
—¡Cometiste un error y debes pagarlo!
—¡Cumplí mis órdenes! —vociferó nervioso,
aferrado a la baranda—. ¡Maté a la chica!
—¡Pero alguien descubrió tu mascarada!
—¿Qué?..
—¡Alguien investiga en la sombra!
—¡Controlaste los periódicos!
—¡Es cierto! —aseveró Dagón—. ¡Pero han
informado a la orden!
—¿Quién?.. —gritó Benayá contra las ráfagas
de aire—. ¡No soy un traidor!
Benayá se abalanzó con intención de
desarmarle, pero dos detonaciones secas, ahogadas por el ulular del
viento, detuvieron su empuje. Cayó de rodillas, con el pecho
ensangrentado. Su cuerpo se tambaleó unos segundos, con los brazos
hacia delante en el último intento de arrebatarle el arma, y
finalmente se desplomó con un estertor de muerte. Dagón se agachó.
Le tomó el pulso en la vena del cuello y meneó la cabeza resignado.
Órdenes son órdenes. Enfundó su pistola y susurró un breve responso
por el alma de Benayá.
El capitán se persignó y se acercó al
cadáver. Lo volteó con el pie, para dejarlo boca arriba, y le cerró
los ojos. Luego ordenó a dos de sus hombres vaciarle los bolsillos
y arrojarlo al mar.
Cogieron al cadáver de brazos y piernas, lo
balancearon para tomar impulso y lo lanzaron al agua por la borda.
El cuerpo de Benayá desapareció envuelto por la espuma de las
hélices y la cresta de las olas. Dagón cogió la bolsa de loneta
gris y también la arrojó por la borda. Los dos marinos baldearon la
cubierta para limpiar la sangre y regresaron a sus puestos. Dagón
se quedó solo en la cubierta. Los primeros rayos del sol trazaban
un surco dorado sobre las aguas.
* * *
Todas las noches, el único momento que
Munárriz coincidía con Mabel, ésta le cosía a preguntas sobre la
investigación. La muerte de Begoña Ayllón se había convertido en su
tema central de conversación durante las cenas. Munárriz intentaba
no entrar en detalles, pero tampoco podía eludir respuestas
concretas. Por ahora sólo tenía una llavecita, que en opinión de
Chicho Corbacho servía de poco, y una visita relámpago a
Soria.
Por las mañanas Mabel se levantaba temprano.
Corría alrededor de la plaza para mantenerse en forma, se duchaba,
preparaba el desayuno y se despedía hasta la noche. Andaba atareada
en su artículo sobre «muertos sin identificar» y pasaba la mayor
parte del día visitando a las familias de los desaparecidos,
rastreando depósitos municipales y cementerios y entrevistando a
miembros de oenegés de ayuda a inmigrantes y refugiados.
Munárriz consultó el pronóstico del tiempo
en la estación meteorológica: humedad y descenso de la presión
atmosférica, la tónica general de los últimos días. Cerró la puerta
y marchó a su oficina en la Jefatura Superior de Policía. Al verle,
el inspector que le sustituía al frente de la coordinación de la
Comisaría General de Policía Judicial y la Dirección General de
Seguridad Ciudadana de la Generalitat pensó que había suspendido
sus vacaciones, pero nada más lejos de la realidad. Sólo pretendía
seguir el consejo de Chicho Corbacho.
—¿Tienes síndrome de abstinencia? —bromeó
asqueado el policía.
—Síndrome de Estocolmo —precisó Munárriz
para seguirle la corriente—. No puedo vivir sin el aguachirle de la
máquina del café, sin estar encerrado días enteros en este
cuchitril, sin vuestra grata presencia en mi vida.
—Vas de mal en peor —rió el policía sin
ganas—. Deberías visitar al psiquiatra.
—¿No está el comisario? —atajó
Munárriz.
—El mandamás acaba de salir. Tiene una
reunión en la Secretaría de Seguridad Pública y no regresará hasta
mañana.
—¿Problemas?
—El pan nuestro de cada día —respondió el
policía—. Han aumentado los delitos contra la propiedad privada.
Han asaltado varios chalés con sus inquilinos dentro y la
Generalitat ha solicitado al Ministerio del Interior colaboración
para detener a las bandas. En resumen, más curro por el mismo
sueldo.
—¿Por qué no se encarga la UDEV?
—Tiene pocos efectivos y están de trabajo
hasta la coronilla.
—¿Y qué pretenden?
—Según he oído —dijo el policía serio y
preocupado—, la UDEV nos pasará la información de que dispone sobre
bandas extranjeras, colaborará en la investigación, pero la
desarticulación correrá de nuestra parte con el apoyo logístico del
Grupo Especial de Intervención de los Mozos de Escuadra.
—¿Y la Guardia Civil?
—Saturados —sentenció harto de la
situación—. Los Mozos todavía no patrullan en muchas áreas
afectadas y los efectivos de la Guardia Civil son insuficientes. Te
aconsejo que disfrutes de las vacaciones porque se avecinan tiempos
difíciles. Habrá que volver al asfalto.
—¡Joder! —exclamó Munárriz.
—¿A qué has venido? —le preguntó el
policía.
—Preciso consultar unos datos en mi
ordenador. ¿Te importa?
—No, claro que no —accedió amable—. ¿En qué
lío andas?.. No, no me lo digas, prefiero no saberlo.
El inspector que le sustituía al frente de
las labores de coordinación se levantó y le cedió el asiento. La
pantalla del ordenador mostraba varias fichas policiales de
miembros de bandas criminales especializados en el asalto a
viviendas. Las presiones políticas y la alarma social habían
aparcado otros asuntos para ocuparse de lleno del robo a pisos y
chalés.
—Dame una hora —le pidió Munárriz al verle
marchar.
—Tómate el tiempo que quieras —cedió el
policía indolente—. No volveré hasta la tarde. Aprovecharé para ir
al hospital. Han operado a mi hijo de apendicitis y quiero ver qué
tal está.
—Dale un beso de mi parte y recuérdale que
tenemos pendiente una partida de futbolín.
—Se lo diré.
Vio a su compañero alejarse cabizbajo.
Estaba asqueado, como lo estaban la mayoría de policías desbordados
por su trabajo, un trabajo que en ocasiones quedaba en agua de
borrajas porque los jueces soltaban a los detenidos tras prestar
declaración.
Se acomodó frente al ordenador, sacó la
llavecita de su bolsillo e intentó una primera búsqueda en
Internet. Abrió el Google y escribió la palabra «Tefro». Francisco
Bonastre tenía razón. Sólo figuraba como dios protector del hogar
en la mitología itálica. A continuación insertó el código de la
llave: LCE-015918-Z, pero tampoco obtuvo ninguna respuesta del
buscador. Cerró el Google.
Abrió la pantalla de su Unidad de
Inteligencia Criminal y colocó el cursor en las siglas BCI (Brigada
Central de Información). Pulsó el ratón y apareció una ventana de
control de acceso. Insertó su código personal, el nombre y número
de su unidad, presionó la tecla de Enter y esperó. En el ángulo
inferior izquierdo de la pantalla se dibujó una segunda ventana.
Puso el dedo pulgar derecho en la misma y, de manera automática, el
monitor escaneó la huella digital para comprobar su identidad.
Pasados unos segundos el programa le permitió acceder al banco de
datos de la Brigada Central de Información.
Observó una serie de iconos, representativos
de su contenido, acompañados de un nombre y un número que
pertenecían a los archivos que manejaban los miembros de las
diversas unidades de la Brigada Central de Información. Había
archivos de zapatillas deportivas con las huellas correspondientes
a sus suelas, de bolígrafos y plumas estilográficas, de relojes de
pulsera, de prendas de ropa, de faros de automóvil, de otras piezas
de diferentes marcas y modelos de vehículos, de aparatos de
telefonía móvil, de lámparas de escritorio, de viejas máquinas de
escribir, de impresoras y programas de letras... y de llaves y
cerraduras. Cualquier objeto estaba catalogado, salvo las armas y
sus proyectiles que figuraban en un banco de datos aparte.
Situó el cursor sobre el icono de un ojo de
cerradura e hizo dos clics de ratón. A los pocos segundos el
archivo Simel-25 se abrió como la cueva del tesoro a Alí Babá.
Tenía a su disposición más de cinco mil páginas con modelos de
llaves de todo el mundo. Un laberinto sin salida. Buscó el índice,
pulsó el ratón y accedió al mismo. Constaba de quinientas páginas.
En cada una había cientos de siluetas en negro de llaves y debajo
un número de referencia. Cogió su llavecita, la puso sobre un papel
de banda autoadhesiva y dibujó el contorno. Ayudado de un rotulador
de punta gruesa la sombreó, y después la pegó en el marco de la
pantalla para compararla con las siluetas del índice.
Los ojos le escocían y sólo acababa de
empezar. Llevaba una hora enfrentando las siluetas sin ningún
resultado. Había llaves que parecían iguales, prácticamente
idénticas a la suya, pero al comparar los detalles —diámetro del
anillo, del ojo, longitud de la tija, altura de los dientes,
etcétera— no encajaban y tenía que comenzar de nuevo con la
siguiente. Descartaba algunos modelos al primer golpe de vista,
pero otros requerían de una observación minuciosa. Comprobó que
había llaves iguales pero de distinto fabricante. Un caos. Pero no
cayó en el desaliento. Los buenos policías tenían como estandarte
la paciencia.
Página a página avanzó. Descartaba
prototipos, y de otros anotaba su número de registro por si pudiera
necesitarlo más tarde. Jamás imaginó que hubiese tantos troqueles
de llaves. Salvó la hora del almuerzo con un vaso de café y un
sándwich de jamón y queso, para no abandonar su búsqueda, y
continuó pegado a la pantalla. Llevaba un buen número de llaves
rastreadas pero de momento sin ningún resultado. Aún le quedaban
algunas páginas del índice por comprobar.
Colocó una nueva tanda de siluetas negras en
la pantalla y las cotejó con su llavecita de papel. La número I-32
parecía igual, pero le había ocurrido otras tantas veces. Amplió la
plantilla para equiparar los detalles y contuvo la respiración. El
tamaño del anillo, del paletón, de la tija, de los dientes, del
ojo, todo se correspondía, como si fueran dos monedas del mismo
valor. Arrancó el papelito adhesivo y lo pegó sobre el cristal del
monitor, junto a la llave digital, para compararlas mejor. ¡Eureka!
Por fin un modelo idéntico a simple vista.
Arrastró el cursor hasta la silueta y pulsó
el ratón. En la pantalla aparecieron varias llaves con su número de
serie, fabricante, países donde se distribuían, las medidas exactas
de cada segmento y otros datos que a priori permitían situar el
origen de los diferentes modelos. Solicitó al ordenador que le
mostrase la primera llave a tamaño natural y el prototipo de la
serie ocupó el centro de la pantalla. Superpuso su llavecita a la
silueta: la diferencia sólo estaba en la longitud de la tija, un
milímetro más larga en el modelo del monitor. Repitió la operación
con el resto de llaves y en la antepenúltima sonó la flauta. La
llave de la pantalla, a escala 1:1, coincidía como un calco con la
suya.
Leyó los datos técnicos del modelo I-32-LCE,
fabricado en Italia por Tagliaferri & Cia, una empresa familiar
con sede en la ciudad de Tarento. En la ficha técnica comprobó que
Tagliaferri & Cia exportaba cerraduras y llaves a España a
través de Cerrajería Pérez Navarro e Hijos, Sociedad Limitada, con
domicilio social en el polígono industrial de Tres Cantos (Madrid).
Anotó su dirección y teléfono y recostó la espalda en la butaca.
Estaba en el buen camino.
Solicitó al ordenador la totalidad de la
información de que disponía el archivo I-32-LCE sobre el modelo en
cuestión pero, como le había anticipado Chicho Corbacho, no
aparecía ninguna referencia sobre los cierres que abrían las
llaves, ni dónde ni cuándo se habían instalado. No ocurría lo mismo
con otras llaves de seguridad que figuraban con sus tipos de
cerraduras, las puertas que las admitían, sus números de registro,
la cantidad de llaves y cerraduras fabricadas, etcétera. Eliminó
los archivos de la pantalla y dejó el ordenador en stand by.
Cogió la hojita con la dirección y el número
de teléfono de la empresa distribuidora en España. Esperaba obtener
respuestas. Quizá guardaban archivos o notas de dónde instalaban
sus llaves y cerraduras. Pronto saldría de dudas. El tuuu...
tuuu... tuuu... de la línea se convirtió de repente en una voz de
mujer.
—Cerrajería Pérez Navarro e Hijos. Le
atiende Magdalena Álvarez. ¿En qué puedo ayudarle?
—Quisiera hablar con el director de la
empresa —solicitó Munárriz.
—El señor Pérez Navarro está de viaje
—recitó la telefonista—. ¿Quién le llama?
—El inspector Sebastián Munárriz, de la
policía judicial —soltó para hacerle reaccionar—. Se trata de un
asunto oficial. ¿Hay algún responsable que pueda atenderme?
—Sí, claro —admitió aturullada la joven—. Le
paso con el señor Pérez Capellán, nuestro director comercial.
—¡Diga! —bramó una voz profunda al
instante.
—Me llamo Sebastián Munárriz, y le hablo
desde la Jefatura Superior de Policía de Barcelona.
—Sí, dígame...
—Preciso su colaboración para una
investigación oficial.
—No tengo ningún inconveniente, señor
Munárriz —contestó Pérez Capellán con ánimo de servicio—, pero no
puedo facilitarle información sin antes comprobar su verdadera
identidad. Espero que lo comprenda y me disculpe. Instalamos
cerraduras de alta seguridad y tenemos que velar por la protección
de datos de nuestros clientes. Perdone el atrevimiento, pero podría
ser un ladrón profesional.
—Lo entiendo —convino Munárriz—. Anote mi
teléfono, por favor.
—Sí...
—Cero noventa y uno.
—¡Bromea! —espetó convulso el jefe del
departamento comercial.
—¿Cómo piensa comprobar mi identidad?
—No sé...
—El teléfono de la centralita de Jefatura
—argumentó Munárriz— es un número convencional, y si yo fuese un
ladrón profesional, como usted muy bien ha dicho, tendría un
dispositivo para hacerle creer que en realidad llama a la Jefatura
de Policía de Barcelona aunque no fuera así.
—Sí, claro, claro... —musitó confuso.
—Hágame caso, señor Pérez —dijo para
inspirarle confianza—. Llame al cero noventa y uno, a la Sala
Central, y diga que desea hablar con el inspector Sebastián
Munárriz, de la Unidad de Inteligencia Criminal de la Jefatura
Superior de Policía de Barcelona, código cuatrocientos cincuenta.
¿Ha tomado nota?
—Sí... sí...
—Espero su llamada. Es urgente.
—Deme un minuto —le pidió.
—Un minuto —repitió Munárriz, y colgó.
Pérez Capellán, hijo de Pérez Navarro y
director del departamento comercial del negocio que regentaba junto
a su padre y sus otros tres hermanos, estaba acostumbrado a recibir
solicitudes de información por parte de la policía o de algún
juzgado, porque su empresa importaba las mejores llaves y
cerraduras de seguridad que se fabricaban en los cinco continentes.
Pero jamás había recibido una petición tan directa y estrambótica.
Las demandas siempre le llegaban por escrito, en papel de cartas
con membrete oficial, los datos precisos que requerían de su
empresa, un nombre de contacto y un número de teléfono.
Meditó jugueteando con la nota entre los
dedos. Se trataba de un caso urgente, un caso que precisaba una
respuesta inmediata. El inspector le pidió que telefoneara al 091
para demostrarle que no había ni trampa ni cartón en su identidad.
¿Qué mejor garantía? Descolgó y llamó. Una voz masculina respondió
con sequedad: «Policía, dígame...». Siguió las instrucciones y
esperó pegado al auricular.
—¿Señor Pérez Capellán?
—Inspector Munárriz —titubeó nervioso—.
Disculpe la desconfianza, pero sólo cumplía con mi deber.
—No esperaba otra conducta de una empresa
seria.
—Gracias —dijo aliviado—. ¿En qué puedo
ayudarle?
—Tengo una llavecita —le relató—, una Tefro
con el número de serie LCE-015918-Z, y he averiguado que ustedes
son los importadores.
—Así es.
—¿Puede decirme dónde la han
instalado?
—La pregunta del millón —contestó Pérez
Capellán con un bufido de impotencia—. Son series de bajo costo y
muchas veces las importamos y reexportamos, otras las vendemos al
por mayor, pero en cualquier caso desconocemos su paradero final.
No creo que pueda responderle porque el número de serie no
corresponde a una llave en concreto sino al lote entero de llaves y
cerraduras. Si hablásemos de una llave de alta gama, de una llave
de seguridad única para una cerradura única, de una llave imposible
de duplicar salvo por el fabricante, la cosa cambiaría.
—¿Hay alguna posibilidad?
—Espere un momento, por favor.
Munárriz le oyó posar el auricular, llamar a
la telefonista y regresar a su mesa. Al poco el hilo telefónico le
transmitió de fondo la voz de la joven de forma confusa, un frufrú
de papeles y de nuevo las palabras de su interlocutor.
—Inspector Munárriz...
—Sí.
—La llave procede de Italia, de la compañía
Tagliaferri de Tarento —especificó con el albarán a la vista—, pero
siento comunicarle que no puedo decirle mucho más porque las
partidas se vendieron al por mayor.
—¿Hace mucho?
—Seis años —certificó—. Son llaves baratas
fabricadas sobre pedido. Seguramente el cliente no abonó los pagos
establecidos, canceló la compra al punto de entregarse o se
fabricaron más para redondear los costos. Tagliaferri nos ofreció
un lote a buen precio y decidimos adquirirlo. Eso es todo.
—¿Conserva las facturas?
—¡Como manda la ley!
—¿Puede consultarlas? Es muy
importante.
—Tendrá que esperar otra vez.
—No importa.
El director comercial resopló, llamó de
nuevo a la telefonista y le pidió las facturas. La mujer regresó a
su mesa, tecleó en el ordenador el número de control que figuraba
en el albarán de compra y le apareció el código interno de los
archivadores que conservaban la documentación del modelo Tefro.
Tres minutos después dejó sobre la mesa de su jefe las cuatro
facturas del único lote importado y vendido.
—¿Sigue ahí, inspector?
—Como un clavo.
—Se vendieron cuatro partidas —afirmó Pérez
Capellán repasando los documentos— de un único lote de tres mil
quinientas llaves y sus correspondientes cerraduras.
—¿Sabe a quién?
—Uno salió hacia Bilbao...
—¿Puede precisar?
—Sí —admitió el jefe del departamento
comercial—. Una remesa de mil quinientas llaves y cerraduras se
vendió a una ferretería de Guecho, Hermanos Zuriola Ibarreche
—concretó—. ¿Quiere su dirección y teléfono?
—Por favor.
—Anote... —Le dictó los datos y siguió—. Una
segunda remesa de mil doscientas la adquirió Alhambra Mueblaje
Industrial, de Granada, una empresa que fabrica y distribuye al
mayor y al detall muebles de oficina. —Le facilitó también las
señas—. Una tercera partida de seiscientas se mandó a Gym Sport, un
fabricante zaragozano de mobiliario para gimnasios. —Como en los
casos anteriores le dictó la dirección y el número de teléfono—. Y
por último —leyó Pérez Capellán—, el cuarto pedido lo efectuó
Maderas Alonso Blázquez, una carpintería de Madrid. —Munárriz anotó
también los datos—. ¿Satisfecho, inspector?
—Sí —contestó Munárriz pensativo—. Muchas
gracias.
* * *
Se levantó, se colocó las manos a la altura
de los riñones y encorvó la espalda para desentumecer los músculos.
Llevaba muchas horas sentado. Desde la ventana de su oficina en la
Jefatura Superior de Policía, Munárriz contempló la Via Laietana
congestionada por el tráfico. Una llovizna caía mansa sobre el
asfalto y convertía el pavimento en una pista de patinaje. Dos
taxis colisionaron al frenar el primero de forma brusca ante un
semáforo en rojo. Gritos, insultos cruzados entre los dos chóferes,
gestos amenazadores... El estrés buscaba su válvula de escape en la
violencia. Las ciudades devoraban a sus habitantes como un
carcinoma y a nadie parecía importarle. En las grandes ciudades la
lluvia se convertía en un incordio. En Elanchove los días
invernales de tormenta se celebraban porque reunían a la familia en
torno al fuego del hogar. En Barcelona la gente corría, escapaba de
la lluvia como de una peste mortífera, y las luces de los comercios
dibujaban sobre las aceras mojadas un brillo acerado, el brillo de
una daga invisible que amenazaba a los peatones.
Recuperó la posición frente a su mesa de
despacho. Descolgó el teléfono y llamó a la primera empresa. El
responsable de la ferretería de Guecho le informó de que las
cerraduras se instalaron en armarios de diversos colegios de niñas
discapacitadas regentados por monjas ursulinas. La empresa de
Granada colocó las cerraduras en un pedido de muebles de oficina
exportado a Sudamérica. El jefe de compras de Gym Sport le notificó
que los cierres adquiridos a Cerrajería Pérez Navarro e Hijos se
utilizaron en los roperos de una cadena de gimnasios masculinos de
halterofilia. Munárriz fue en busca de otro café antes de realizar
la última llamada a Maderas Alonso Blázquez, de Madrid. Le atendió
el jefe de taller y, tras consultar éste sus archivos, supo que las
doscientas cerraduras restantes y sus llaves del modelo «Tefro
LCE-015918-Z» se instalaron en las taquillas de la Biblioteca
Nacional durante la última reforma.
Analizó las respuestas. Begoña Ayllón no
tuvo tiempo material de viajar a Sudamérica entre la visita al
padre Ramírez y el hallazgo de su cuerpo en la Sagrada Familia.
Tampoco la imaginó en un colegio de niñas discapacitadas, ni en un
gimnasio de hombretones sudorosos, tras estudiar un rosetón, unos
canecillos y una extraña cruz de tau. Había estado en Madrid. Sí
señor. La llavecita que tenía sobre la mesa pertenecía a una
taquilla de la Biblioteca Nacional, pero debía comprobarlo. No
podía dar nada por supuesto. Descartó el resto de las alternativas
y decidió viajar a Madrid al día siguiente de madrugada. El puente
aéreo le situaría en la capital en poco menos de una hora, con
tiempo suficiente para seguir los pasos de Begoña Ayllón y regresar
a casa por la noche.
* * *
Diez minutos antes de las nueve de la
mañana, la hora de apertura de la Biblioteca Nacional, Munárriz
esperaba en la puerta de entrada del paseo de Recoletos. Contempló
el paseo arbolado, con sus lujosos cafés y terrazas, y la vecina
plaza de Colón, señoreada con la estatua del Almirante. Muy cerca
quedaba el palacio del marqués de Villamejor, sede del Ministerio
del Interior, que había visitado en numerosas ocasiones.
A las nueve y tres minutos un ujier abrió.
Munárriz franqueó el primer control de seguridad y mostró su placa
al vigilante jurado. El hombre asintió y le facilitó el acceso por
un lateral para evitar que el arco detector de metales pitara al
descubrir su arma. Le indicó el camino hacia la Sala General de
Lectura y siguió sus indicaciones. Subió una escalera y al doblar
un recodo se topó con el guardarropa y las taquillas destinadas a
los usuarios: estaba prohibido entrar con prendas de abrigo,
bolsos, portafolios, carpetas, paraguas, etcétera. Se acercó al
mostrador y la encargada del guardarropa le informó de que no había
otras taquillas en el edificio. Eso facilitaría su búsqueda.
Debido a la escasa afluencia de lectores a
primera hora, la mayoría de los casilleros estaban vacíos. Se
trataba de armarios de conglomerado revestido y cerraduras casi
testimoniales porque, como le vaticinó Chicho Corbacho, podían
abrirse con algo de maña y la simple ayuda de un clip. Sólo había
tres taquillas cerradas. El resto mostraban sus llaves en las
cerraduras accionadas mediante una moneda. Sacó la llavecita y la
introdujo en la ranura del primer cierre. La giró con suavidad pero
la puerta no se abrió. Aún tenía dos posibilidades. Probó con la
segunda taquilla. Al rotar la llave la puerta cedió. Un cajetín
interior, adosado a la cerradura, recogió la moneda de euro. Miró a
su espalda para comprobar que nadie le vigilaba y extrajo un
abultado sobre de papel marrón precintado por una solapa
autoadhesiva. Un sobre idéntico al que había recibido Francisco
Bonastre, pero sin ningún nombre ni dirección. Despegó la solapa y
estudió su contenido: una serie de fotografías de diversos animales
tallados en piedra, figuras fantásticas, cruces de cerámica
semejantes a la mostrada por el padre Ramírez en la ermita de San
Bartolomé, un ciprés también de piedra, extraños símbolos
geométricos dibujados con fragmentos de vidrio y azulejos unidos
por argamasa y otros elementos que no pudo identificar, junto a
pliegos de papel vegetal que reproducían de forma esquemática
algunas figuras de las fotografías repletas de medidas y cálculos
matemáticos.
Metió las fotografías y dibujos en el sobre
y lo guardó de nuevo en la taquilla. Otro vigilante jurado paseaba
por el largo pasillo que conducía a las distintas dependencias. Se
acercó, le mostró la placa sin mediar palabra y le pidió ver al
jefe de seguridad. El vigilante cabeceó, cogió el walkie talkie que
colgaba de su cintura y habló con el centro de control.
A los pocos minutos hizo acto de presencia
el jefe de seguridad. A diferencia de sus compañeros, vestía ropa
de calle: un traje gris de confección barata y abultadas hombreras.
Se presentó y, tras inspeccionar su credencial de miembro de la
policía judicial, le pidió que le acompañara. Le condujo a un
despacho amplio y cómodo, situado junto a la sala de control,
repleta de monitores de televisión de circuito cerrado observados
por dos vigilantes.
—Tome asiento, por favor —le ofreció.
—Seré breve —anticipó Munárriz.
—Eso espero, porque estoy muy ocupado.
—Necesito la fecha de entrada de un socio
—soltó el policía sin más digresión.
—¿Conoce su número de carné? El registro se
efectúa mediante el número de carné.
—Begoña Ayllón Balaguer —pronunció Munárriz
serio en una clara y directa invitación a averiguarlo.
—Hablaré con el archivo —rezongó.
Descolgó el teléfono, marcó un número de
comunicación interno y solicitó a la Sección de Carnés que le
trajesen la ficha de Begoña Ayllón Balaguer. Esperó con el
auricular pegado a la oreja, y a los pocos minutos repitió el
nombre, acompañó sus palabras de un cabeceo de afirmación y colgó.
Le hizo algunas preguntas banales, para entretener la espera, y
pasados unos minutos un empleado de la Sección de Carnés le entregó
la ficha.
—Begoña Ayllón Balaguer —leyó el jefe de
seguridad en la cartulina— posee carné de investigador de clase
dos, número ciento quince mil doscientos seis, válido hasta octubre
de dos mil diez.
—¿Sabe qué días visitó la Biblioteca?
—siguió Munárriz.
A regañadientes el jefe de seguridad efectuó
una segunda llamada, leyó el nombre y el número de carné y esperó.
Dio las gracias a la persona que le había atendido al otro lado del
hilo telefónico y colgó el auricular con una amplia sonrisa. Nada
escapaba a su control. Nadie entraba en la Biblioteca Nacional de
manera anónima. Sus hombres cumplían el trabajo con celo.
—Estuvo en la Biblioteca el jueves y el
viernes...
—¿Dos días? —le interrumpió Munárriz.
—Sí —dijo tajante—. Hay registradas dos
entradas correlativas.
Sopesó el dato que acababa de facilitarle el
jefe de seguridad. Begoña Ayllón viajó el martes de Barcelona a
Soria, el miércoles salió hacia Madrid, el jueves y el viernes
estuvo en la Biblioteca Nacional y el sábado regresó a Barcelona y
se encontró con su asesino. Ya conocía sus pasos, día a día, la
semana de su muerte. Había resuelto un interrogante.
—¿Qué hizo en la Biblioteca? —inquirió
Munárriz.
—Leer libros —respondió en tono socarrón el
encargado de la seguridad.
Munárriz ni siquiera sonrió.
—Me refiero a si puede decirme qué libros
consultó.
El jefe de seguridad se peinó los cabellos
con la palma de la mano, reclinó su espalda en la butaca y resopló
contrariado. El cargo le obligaba a satisfacer las demandas de la
policía, pero no podía perder más tiempo en un asunto banal, en una
investigación que no afectaba a la seguridad interna de la
Biblioteca. Recobró la postura frente a su mesa de trabajo.
—Inspector Munárriz —dijo para sacudirse el
problema de encima porque odiaba las complicaciones—, será mejor
que hable con el bibliotecario general. Lo siento —se excusó sin
modales—. Estoy muy ocupado.
—Le comprendo —dijo—. Me ocurre lo
mismo.
El encargado de la seguridad cogió un
pequeño walkie talkie que reposaba junto al teléfono y ordenó a uno
de los vigilantes que se presentara de inmediato en su despacho. Le
dio órdenes precisas para que acompañara a Munárriz ante el
bibliotecario general y atendió una llamada con frases
entrecortadas, mientras le despedía con un gesto de desdén. El
vigilante le guió hasta la Sala General de Lectura, presidida por
dos viejos relojes de números romanos, le presentó al bibliotecario
y regresó a su puesto.
—¿Policía? —le interrogó incrédulo el
hombre.
—Inspector Munárriz, de la judicial.
—Andrés Blasco, encantado. —Le estrechó la
mano—. ¿Algún robo en la Biblioteca?
—Un asunto bajo secreto de sumario —atajó
Munárriz para abortar sus preguntas.
—Hace años —dijo el bibliotecario para
justificar su curiosidad— unos empleados robaron varios incunables
que después vendieron a anticuarios de medio pelo. Por suerte sus
compañeros del Grupo de Patrimonio Histórico de la Guardia Civil
les detuvieron y recuperaron parte de los libros.
—Sólo pretendo averiguar qué libros consultó
un socio —le tranquilizó.
—¡Coser y cantar! —sonrió—. ¿Conoce su
número de carné y los días que estuvo en la Biblioteca?
—Socio ciento quince mil doscientos seis,
con entradas el jueves y el viernes de la semana pasada.
El bibliotecario se colocó detrás del
mostrador. Una de sus compañeras recogía los carnés de los lectores
y les asignaba un pupitre para efectuar las consultas. Le pidió las
fichas de los días citados y las repasó con calma. Ninguna
correspondía al número de carné reseñado. Para cerciorarse, por si
acaso se le había traspapelado alguna, repitió la operación y le
entregó la mitad de los papelitos a Munárriz para que los
comprobara personalmente. Después intercambiaron los montones.
Nada.
—No consultó ningún libro en esta sala
—sentenció el bibliotecario.
—Sus entradas constan —insistió
Munárriz.
—El socio en cuestión —dijo con ánimo de
ayudarle— ¿tiene carné de investigador?
—Sí —recordó—. Clase dos. ¿Qué diferencia
hay?
—Los fondos a los que puede acceder. El
carné de lector —le explicó para que comprendiera la norma que
regía las consultas— se entrega por ejemplo a los estudiantes, y
sólo puede utilizarse para consultar libros editados con
posterioridad al año mil ochocientos treinta y uno. Por el
contrario, el carné de investigador se facilita a profesores,
escritores, catedráticos, editores... y permite acceder sin
reservas a todo el fondo editorial de la Biblioteca: manuscritos,
incunables, ejemplares raros, grabados, mapas antiguos...
—Hablamos de una licenciada en Bellas Artes
especializada en restauración de edificios históricos.
—Hay dos posibilidades —advirtió pensativo
el bibliotecario—. Que consultara libros en la Sala Cervantes o
grabados en la Sala Goya. Dos secciones reservadas a los
investigadores. ¿Le parece bien si averiguamos en la primera?
—Se lo agradecería.
Cruzaron la Sala General de Lectura, ocupada
por un buen número de estudiantes que consultaban libros para
documentar sus trabajos universitarios, pasaron frente al
Departamento de Reprografía y tras recorrer un largo pasillo
entraron en la Sala Cervantes, mucho más pequeña que la Sala
General y menos concurrida. Sólo cinco personas, dos hombres y tres
mujeres de edad avanzada, tomaban notas en mesas amplias y bien
iluminadas. El bibliotecario le puso al corriente de un requisito
que debían cumplir en esa sala los investigadores: sólo podían
tomar notas a lápiz. Los bolígrafos, rotuladores y plumas
estilográficas estaban prohibidos para evitar que pudieran dañarse
las valiosísimas obras que manejaban. Después se acercó a su
compañero.
—Plácido —dijo en confianza—, queremos saber
si un socio consultó libros aquí.
—¿Tienes su número de carné?
—Sí. Ciento quince mil doscientos
seis.
—¿Y la fecha de entrada?
—El jueves y viernes de la semana
pasada—dictó Munárriz.
—Bien —asintió y anotó los datos—. Dadme un
minuto.
Desapareció tras una puerta. El
bibliotecario general aprovechó para explicarle que algunos libros
muy raros o deteriorados no podían ser consultados, ni siquiera por
los investigadores, salvo autorización expresa de la dirección de
la Biblioteca. En cualquier caso la mayoría estaban microfilmados,
podían solicitarse las microfichas sin restricciones y visionarlas
en las máquinas instaladas al efecto.
—Aquí está —dijo el encargado de la Sala
Cervantes agitando unos papeles—. El socio ciento quince mil
doscientos seis consultó tres libros el jueves y otros tres el
viernes.
—¿Puedo...? —pidió impaciente
Munárriz.
—Sí —dijo entregándole los listados.
Munárriz reconoció la letra de Begoña
Ayllón. La misma letra del sobre que remitió a Francisco Bonastre
con el libro y la llave. En las listas de petición figuraba el día,
su nombre, su número de carné, el pupitre asignado, los autores y
las obras solicitadas y las signaturas de las mismas. Todos los
datos escritos a lápiz. Leyó los títulos. Estaban en latín y
francés, y le parecieron anacrónicos.
—¿Podría decirme de qué tratan?
Le entregó las listas al bibliotecario
general, que sacudió la cabeza. Conocía las obras. A fin de cuentas
no le habían nombrado bibliotecario porque sí. Le apartó de la
mesa, para que su compañero pudiera atender a los investigadores
que entraban en la sala, y se acomodaron en un pupitre alejado para
no molestar a los lectores.
—De alquimia —afirmó el bibliotecario
abemolando la voz—. ¿Sabe de qué hablo?
—De chalados que pretendían convertir el
plomo en oro —contestó Munárriz un tanto decepcionado.
—Yo no les definiría así, pero entiendo sus
recelos —dijo—. Los alquimistas fueron científicos y filósofos, que
merecen el respeto de la ciencia moderna porque a ellos debemos
muchos de los avances capitales de la química.
—Póngame algún ejemplo.
—La potasa cáustica o hidróxido potásico
—dijo el bibliotecario— lo descubrió Geber, un alquimista árabe del
siglo octavo, tras hervir una solución de cenizas con cal; Ramón
Llull, místico mallorquín y alquimista del siglo trece, preparó el
bicarbonato; la cámara oscura la desarrolló Giambattista della
Porta, físico y alquimista italiano del siglo dieciséis; y los
ácidos clorhídrico y sulfúrico los conocemos gracias a Basilio
Valentín, alquimista del siglo quince, cuya verdadera identidad
todavía se desconoce. Se le supone un monje benedictino del
monasterio de Erfurt. La leyenda también atribuye a Basilio
Valentín el descubrimiento del antimonio, cuyas propiedades
terapéuticas experimentó con algunos monjes de su monasterio, que
murieron a los pocos minutos. De ahí su nombre: anti moine, «contra
monje». Sin olvidar a Johann Friedrich Böttger o Böttiger, un
alquimista alemán muerto en el siglo dieciocho, cuyos experimentos
dieron origen a la famosa porcelana de Meissen. ¿Quiere más
ejemplos? Puedo dárselos. ¿Todavía cree que hablamos de
chalados?
—Quizá me he expresado mal —rectificó
Munárriz.
—La alquimia —intentó convencerle el
bibliotecario— es una forma de pensamiento descrita mediante un
lenguaje hermético, de signos y símbolos, que tenía como objeto la
consecución de la piedra filosofal o quintaesencia, la piedra que
permitía transformar los metales viles en oro, y la elaboración de
un elixir de eterna juventud.
—Suena a fábula.
—Lo admito —dijo comprensivo—. Pero la
realidad es bien distinta. Sabios y científicos modernos, como
Becher, Stahl, Newton, Boyle, Leibniz y otros muchos, han defendido
la existencia de la piedra filosofal.
—¿De veras cuatro iluminados, con alambiques
y retortas, pudieron obtener oro artificial?
—¿Lo duda? —espetó el bibliotecario con una
mueca de sorpresa—. El oro artificial es una realidad científica
que nadie discute. Los modernos aceleradores de partículas, como el
acelerador lineal de la Sociedad de Investigación de Iones Pesados
de Darmstadt, permiten que núcleos atómicos cargados de
electricidad, como los del cinc, de número atómico cincuenta,
puedan acelerarse a una décima parte de la velocidad de la luz.
Llegado ese punto se supera la fuerza de repulsión de otros núcleos
atómicos, como por ejemplo los del cobre, de número atómico
veintinueve, y se realiza una fusión que da como resultado un
núcleo de setenta y nueve protones, es decir, oro. —Pensó durante
unos segundos, consciente de las reticencias de su interlocutor, y
continuó—. El Centro Europeo de Investigación Nuclear, una
gigantesca instalación que ocupa ochenta kilómetros cuadrados entre
Suiza y Francia, posee el acelerador de partículas más grande del
mundo: un túnel de siete kilómetros de perímetro situado entre
veintitrés y sesenta y cinco metros de profundidad, construido para
trabajar con antimateria. En este centro se realizan experimentos
de fusión y fisión nuclear, y se rumorea que las transmutaciones de
oro están a la orden del día.
—Desconocía estos datos.
—Lo imaginaba —le consoló el bibliotecario
con una sonrisa benévola—. En la fusión nuclear —siguió— dos
núcleos atómicos ligeros se unen para formar otro más pesado, dando
lugar a un átomo de un nuevo elemento. Como ve —insistió para
concienciarle de la importancia de su discurso—, transmutar un
elemento en otro es sólo una cuestión de aritmética nuclear.
—¿Por qué no se fabrica oro?
—Porque los costos económicos del proceso
superan con creces el precio del oro obtenido. Dicho de otra manera
—especificó—: cuesta más la fusión para producir oro artificial que
el oro resultante de la misma.
—Pero los aceleradores de partículas son un
invento del siglo Veinte —señaló Munárriz todavía con una sombra de
duda—, y en la Edad Media la física estaba en mantillas.
—Ahí tengo que darle la razón —admitió el
bibliotecario—. Los alquimistas medievales jamás dispusieron de la
fuerza inmensa de los aceleradores de partículas, pero la historia
de la alquimia, con más de cinco mil años de magisterio, ha
transmitido siempre una idea fija y constante, la idea de la
transmutación.
—Eso no demuestra nada...
—Según Fulcanelli, el último gran alquimista
del siglo Veinte, bastan ciertas disposiciones geométricas de
materiales muy puros para desencadenar energías sin necesidad de
utilizar la electricidad o la técnica del vacío.
—Siga, por favor —le rogó Munárriz.
—Para demostrar sus palabras Fulcanelli
realizó una transmutación en mil novecientos veintinueve, en la
fábrica de gas de Sarcelles. Siguiendo sus indicaciones uno de los
presentes colocó ciento veinte gramos de plomo en un crisol, lo
cubrió con carbón de encina, el plomo se fundió y Fulcanelli
introdujo una materia roja y brillante...
—¿La quintaesencia?
—Sí —dijo para responder a su pregunta—.
Aunque hay más de cuatrocientos nombres para definirla.
—¿Y transmutó oro?
—Después —siguió el bibliotecario—
Fulcanelli cubrió esa materia roja y brillante con cera blanca y al
poco apareció un metal semejante al oro mineral pero más rojo.
Fulcanelli pidió a los presentes que refundieran ese metal y le
añadieran plomo, y pasados unos minutos obtuvieron oro puro, oro
alquímico del mejor quilate.
—¿Habla en serio?
—Tan en serio como que usted y yo estamos
aquí sentados —advirtió mirando a su alrededor—. Fulcanelli realizó
una pequeña transmutación aprendida, según sus propias palabras, de
las enseñanzas de Basilio Valentín y de un alquimista contemporáneo
suyo. Pero se sospecha que en Egipto ya hubo adeptos que realizaron
transmutaciones.
—¡Egipto! —soltó Munárriz con un soplido de
resignación—. ¿Por qué en cualquier enigma siempre aparece
Egipto?
—La civilización egipcia presenta a día de
hoy miles de interrogantes que estimulan la fantasía de los
pseudocientíficos. Pero la arqueología admite que el pueblo egipcio
dispuso de conocimientos muy superiores a los considerados
«normales» para su época. Tenga en cuenta que la desaparición de la
Biblioteca de Alejandría supuso un atraso científico y cultural de
más de cinco siglos. ¿Se imagina el mundo dentro de cinco
siglos?
—Me resulta imposible.
—Pues ese mundo inimaginable sería el actual
si los conocimientos científicos, filosóficos y técnicos guardados
en la Biblioteca de Alejandría no se hubiesen perdido para siempre
tras sus muchos incendios y saqueos. De Julio César al califa Omar,
todos los conquistadores de Alejandría se empeñaron en destruir su
biblioteca.
—Interesante.
—Champollion —prosiguió el bibliotecario
para asentar sus argumentos— sostenía que el nombre Chemi,
«Egipto», que los hebreos traducían por «tierra de Kam», dio origen
a la palabra «alquimia», alchemi, al añadirle los árabes el
artículo al. Algunos autores pretenden que los egipcios, gracias a
los conocimientos guardados en la Biblioteca de Alejandría,
consiguieron un desarrollo técnico y científico muy superior al
resto del mundo. Ese conocimiento les llevó a tratar los minerales
mediante calor para obtener metales, vidrio, medicinas..., y los
griegos llamaron chemi a la técnica empleada por los egipcios para
manipular los minerales. Otras hipótesis admiten que la palabra
«alquimia» deriva del griego chyma, «fundir» o «modelar un metal»,
o de la raíz hebrea kimiya, el «dios viviente», o de chemesch, el
«Sol». En cualquier caso —concluyó—, la alquimia es tan vieja como
la Humanidad.
—Fantástico —dijo Munárriz sin asomo de
ironía—. ¿Y estos libros? —insistió en el asunto—. ¿Hablan de
alquimia?
—Concretamente de la filosofía alquímica,
del camino para conseguir la Gran Obra, piedra filosofal,
quintaesencia o azufre rojo, como quiera llamarlo, y de aspectos
relacionados con el microcosmos y el macrocosmos entendidos desde
un punto de vista teológico.
—Libros de estudio —dedujo.
—Obras alquímicas importantísimas —determinó
el bibliotecario para alabar su calidad—. Fíjese. El primero de la
lista, Dicta Alana de lapide philosophico, lo escribió Alano de
Lille o Alanus de Insulis, un teólogo, alquimista e historiador
francés del siglo doce; el segundo, la Clavis majoris sapientiae,
se atribuye a un alquimista árabe o judío, de nombre Artefius, que
también vivió en el siglo doce. Este libro formó parte de los Trois
traités de la philosophie naturel, del padre Arnauld de la
Chevalerie, editados por Guillaume Marette en París durante el
siglo diecisiete... La persona que solicitó estos libros sabía muy
bien qué pedía y para qué.
—Continúe, por favor —le rogó el policía con
cierta tensión en la voz.
—El tercer libro, el Thesor de la
philosophie des anciens, où l’on conduit le lecteur par degrés à la
connaisance de tous les métaux et minéraux, et la manière de les
travailler et de s’en servir pour arriver enfin à la perfection du
Grand Oeuvre, pertenece a Barent Coenders van Helpen, un alquimista
holandés del siglo diecisiete. El texto presenta numerosas erratas
que alquimistas posteriores consideran intencionadas para ocultar
secretos fundamentales de la transmutación.
—¿Qué fin tiene publicar una información que
desea ocultarse?
—Señor Munárriz —dijo el bibliotecario
armado de paciencia—, la ocultación hermética del proceso hacia la
quintaesencia pretende velar los conocimientos a los ojos del
profano, pero que al mismo tiempo los adictos, los iniciados en el
arte hermético, puedan leer entre líneas.
—Tiene sentido —admitió el policía.
—El investigador que consultó estas obras
poseía unos conocimientos de alquimia muy elevados, porque de lo
contrario jamás hubiese entendido una palabra de lo escrito en
ellas.
—¿Y los otros tres libros?
—Siguen la tónica de los anteriores. El
cuarto tomo, es decir, el primer libro que solicitó el viernes, la
Praxis artis alchymiae, incluido en el tercer volumen del Theatrum
chemicum, se debe a Caravantes, un alquimista español del siglo
diecisiete que vivió durante los reinados de Carlos V y Felipe II;
el quinto libro, Le gran miracle de la nature métallique, en
imitant laquelle, sans sophistiqueries, tous les métaux imparfaits
se rendront en or, et les maladies incurables guériront, pertenece
a Gabriel de Castaigne, un religioso franciscano y alquimista del
siglo diecisiete que ejerció de conventual en Aviñón. Este libro
sigue los postulados de Paracelso y Basilio Valentín, que en el
siglo diecisiete dieron origen a la escuela yatroquímica de
Francisco de la Böe Silvio. —Munárriz le seguía con atención y el
bibliotecario prosiguió—. De la Böe relacionó por primera vez la
salud con los fluidos del cuerpo, convencido de que la alteración
de los mismos producía la enfermedad. Paracelso, que quemó el
famoso Canon de Avicena en público, utilizando sustancias minerales
transformadas mediante procesos alquímicos, curó al impresor Johann
Frobenius y al mariscal de Bohemia, desahuciados por los galenos de
la época en su lecho de muerte. Desde sus inicios —terminó, para no
abrumarle con más datos—, la alquimia postuló la existencia de un
elixir de eterna juventud capaz de curar todas las enfermedades,
una especie de panacea universal.
—Un tema atractivo.
—Si profundiza en cualquier materia
descubrirá cosas insospechadas.
—¿Y el último? —Munárriz señaló con el dedo
el listado.
—La Clavis philosophiae et alchymiae
fluddanae corresponde a Robert Fludd o Fluctibus, médico y
alquimista inglés del siglo diecisiete, contrario a las doctrinas
peripatéticas y en general a la filosofía pagana, que introdujo en
Inglaterra el pensamiento natural y la teosofía de otros dos
grandes alquimistas, Paracelso y Cornelio Agripa. Los conceptos del
tiempo y de la creación del universo postulados por Fludd todavía
se estudian en las universidades.
—En resumen...
—Seis obras cuya lectura requiere de mucha
preparación porque, como ha comprobado, están escritas en latín y
francés, y algunos conceptos vertidos en ellas resultan imposibles
de traducir.
—Gracias —dijo Munárriz—. Me ha sido de gran
ayuda.
—Ha tenido suerte —confesó el bibliotecario
sonriente—. La alquimia, y en especial las obras de alquimia,
siempre me han interesado.
* * *
—¿Qué tal por Madrid? —le preguntó Mabel
mientras transcribía a su ordenador portátil algunas notas para su
artículo—. Últimamente viajas más que Phileas Fogg.
—Bien... Muy bien... Creo que por fin tengo
algo.
Le mostró el sobre oculto en una taquilla de
la Biblioteca Nacional y le pidió que examinara su contenido. Mabel
liberó la solapa autoadhesiva y desplegó encima de la mesa las
fotografías y dibujos que contenía. Hizo una mueca y cabeceó sin
comprender qué importancia tenían unas simples fotos y dibujos
trazados en hojas de papel vegetal, casi emborronados por cientos
de cálculos y cifras.
—¿Qué es esto? —dijo a la vista del
contenido.
—Parecen detalles de algunas obras de Gaudí
—respondió Munárriz.
—¿Cómo lo sabes?
—Este árbol —señaló una de las fotografías—
recuerdo haberlo visto en la Sagrada Familia. Pero tengo que
comprobarlo.
Mabel contempló la imagen. Un árbol de
piedra, de forma ahusada que identificó con un ciprés, aparecía
rematado por una cruz de tau y una paloma blanca, las ramas
salpicadas de otras palomas y el tronco flanqueado por dos
escaleras.
—¿Para qué guardó esto en la Biblioteca
Nacional?
—Deduzco que se sintió observada —dijo
pensativo, mirando las fotos y papeles vegetales— y decidió
ponerlos a buen recaudo porque los consideraba importantes.
—¿En la Biblioteca Nacional? —dijo ella
extrañada, y sacudió la cabeza—. Si quieres proteger algo de verdad
alquilas una caja de seguridad en un banco.
—Tuvo que improvisar —teorizó Munárriz en
voz alta—. Alguien la seguía, se dio cuenta y guardó los documentos
en la consigna de la Biblioteca Nacional porque no se atrevió a
salir con ellos.
—Ese tipo de taquillas —adujo Mabel a su
favor— se abren fácilmente. No creo que puedan considerarse un
lugar seguro.
—La consigna en sí misma no —dijo para
refutar su opinión—, pero las medidas de seguridad que la rodean
sí.
—¿Medidas de seguridad?
—Begoña Ayllón era consciente de que la
taquilla podía ser violentada, pero también sabía que la Biblioteca
Nacional es un búnker. Hay cámaras de televisión de circuito
cerrado que graban las veinticuatro horas del día a todo el que
entra o sale, hay detectores de metales, vigilantes jurados a cada
paso que das, controles para acceder a las distintas salas. Créeme
—dijo convencido—, resulta imposible entrar y llevarse algo sin ser
visto y grabado por una cámara de seguridad.
—Comprendo. ¿Qué hacía en la
Biblioteca?
—La respuesta es sencilla —ironizó
Munárriz—. Consultar libros. Pero la cuestión está en saber para
qué.
—Touché. ¿Para qué?
—No sé. —Munárriz vaciló unos segundos—. Las
obras trataban de alquimia. Libros antiguos, difíciles de
interpretar para alguien profano en la materia. Gracias a la
colaboración de un bibliotecario averigüé que hablaban en términos
herméticos del camino para obtener la piedra filosofal.
—¿No creerás en semejantes paparruchadas?
—arremetió Mabel molesta, porque hasta ese instante le había tomado
en serio.
—Después de hablar con el bibliotecario
tengo una duda razonable. Debo admitirlo.
—Vamos, cariño —dijo Mabel apagando el
ordenador—. ¿Estás perdiendo la cabeza? Anda, tomemos una copa de
vino —propuso rodeándole la cintura con el brazo.
Descorchó un Marqués de Alella que había
puesto a enfriar en la nevera, y sirvió dos copas. Munárriz dio un
sorbo y paladeó el excelente buqué del vino blanco.
—Begoña Ayllón descubrió algo —dijo tras
beber un segundo sorbo de vino.
—¿El elixir de la eterna juventud? —se mofó
Mabel—. ¿La clave alquímica de la transmutación? No sigas por ese
camino. No es propio de un miembro de la Unidad de Inteligencia
Criminal.
—La mataron porque averiguó algo —insistió
alzando la voz, un poco enfadado porque no le tomaba en serio—.
Algo muy importante...
—Eso lo admito —afirmó Mabel—. Pero ¿qué
relación tienen las obras de Gaudí, un arquitecto modernista, con
la alquimia?
—Ni siquiera sé con certeza si estas fotos y
dibujos corresponden a obras de Gaudí.
—Lo ves —le riñó molesta—. Tú mismo dudas de
tu propio argumento.
—Haz un esfuerzo —intentó convencerla—.
Admitamos por un momento que Begoña Ayllón, en su estudio de la
Sagrada Familia, descubrió la clave hermética de la transmutación y
alguien decidió silenciarla. Matarla para preservar el
secreto...
—Y Caperucita se comió al lobo, a la
abuelita, a los tres cerditos, al sastrecillo valiente y de paso al
flautista de Hamelin. ¡Por Dios bendito!
—A mí —admitió desconcertado— también me
suena a milonga, pero el padre Ramírez, un hombre muy preparado en
el tema, y el bibliotecario que me atendió creen en la posibilidad
de la transmutación. El bibliotecario me habló de un tal
Fulcanelli, un alquimista del siglo Veinte que realizó una
transmutación en público.
—¿Fulcanelli?
—Creo que así le llamó.
—Es un seudónimo —dijo Mabel—. Hace algunos
años —recordó sin entusiasmo— escribí un artículo sobre autores
enigmáticos y hablé de Fulcanelli, a quien se le atribuyen dos
obras literarias, El misterio de las catedrales y Las moradas
filosofales, escritas por alguien que firmaba con ese seudónimo y
que algunos bibliólogos identifican con el pintor Julien Champagne,
otros con el librero Dujols, y también con Eugène Canseliet, un
experto en temas de alquimia. Sin embargo, Louis Pauwels y Jacques
Bergier, los autores de El retorno de los brujos, admiten haberle
conocido y afirman que no corresponde a ninguno de los personajes
citados.
—Entonces —observó Munárriz—, el seudónimo
pertenece a un sujeto de carne y hueso, no a un personaje de
ficción.
—Sí —convino a raíz de sus palabras—, pero
escribir libros de alquimia no implica realizar la transmutación.
Además —insistió para convencerle—, este tipo de seudónimos suelen
esconder a escritores oportunistas. A escritores de superventas que
sólo persiguen el lucro personal. No se les puede tomar en serio
desde un punto de vista científico. —Mabel calló unos segundos para
luego preguntarle—: ¿Recuerdas a Lobsang Rampa?
—Cómo no —admitió—. De joven devoré todos
sus libros: El tercer ojo, La túnica azafrán, El médico de Lhasa,
La sabiduría de los antepasados, El ermitaño... —repasó su memoria
como quien repasa un álbum de fotos.
—¿Sabes de quién se trataba?
—De un lama tibetano —afirmó tajante—
descendiente de la aristocracia de Lhasa, emparentado con el Dalai
Lama.
—Yo también leí sus libros —admitió Mabel a
su pesar—, convencida de que los escribía un monje del Tíbet,
conocedor de las experiencias metafísicas más extravagantes y
secretas del budismo tibetano, alguien que había superado las duras
pruebas de la iniciación, entre ellas la más extraordinaria de
todas, la que confiere un tercer ojo capaz de penetrar la mente de
los seres humanos y ver en el espacio y el tiempo... Hasta que
descubrí la farsa.
—¿Qué farsa?
—El tercer ojo —le explicó Mabel defraudada—
se publicó por primera vez en Gran Bretaña en mil novecientos
cincuenta y seis y dos años más tarde, en el cincuenta y ocho, unos
periodistas del Times descubrieron que Lobsang Rampa en realidad se
llamaba Cyril Henry Hoskins, natural de Devonshire, su padre
trabajaba de fontanero en Londres y al menos hasta la fecha jamás
había estado en el Tíbet.
—¿Eso es cierto?
—Me temo que sí. Cyril Henry Hoskins
abandonó en mil novecientos cincuenta y ocho Gran Bretaña para
evitar la presión del fisco, se instaló en Irlanda y después marchó
a Canadá. Adquirió la nacionalidad canadiense en mil novecientos
setenta y tres y murió de una crisis cardiaca en un hospital de
Calgary, en Alberta, en enero de mil novecientos ochenta y uno. En
resumen, Lobsang Rampa, el lama que supuestamente traicionó su
juramento y reveló al mundo los secretos de la iniciación mística
tibetana, nunca vistió el hábito de los monjes budistas, ni
siquiera conocía el Tíbet. El tal Fulcanelli puede ser un caso
parecido —concluyó—. No pueden tomarse en serio afirmaciones
publicadas o escritas fuera del ámbito de la ciencia.
—Es lo único que tengo —replicó Munárriz—, y
voy a tirar de la manta para ver qué hay debajo.
—Perderás el tiempo.
—¿Y qué propones?
—Investigar el entorno de la chica —dijo
Mabel avalada por su experiencia en sucesos—. Quizá simplemente
alguien la mató por celos, porque no cedió a sus propuestas
sexuales, por envidias profesionales, por un ajuste de
cuentas...
—Piensa —le recordó Munárriz ante su
arbitrario análisis— que no mostraba signos de violencia, que días
antes de su muerte desapareció sigilosamente para visitar a un cura
experto en simbología y visitar una ermita cargada de misterio, que
estuvo en la Biblioteca Nacional consultando libros de alquimia,
que envió la llave de la taquilla a su novio...
—Muy bien —cedió Mabel—. Admitamos que la
mataron para preservar el secreto de la transmutación, del elixir
de la eterna juventud, de la quintaesencia... Admitámoslo,
¿conforme? —Munárriz asintió sin pleno convencimiento, para
seguirle la corriente—. A partir de ahí las preguntas claves son:
¿quién la mató?, ¿qué loco cree en semejantes majaderías?, ¿a qué
intereses obedece?
—No sé... —musitó—. No veo la luz al final
del túnel.
—Ni yo —sentenció Mabel con un sorbo de vino
en la boca.
Capítulo
6
De todas las imágenes sólo una le resultaba
familiar: la fotografía del ciprés coronado por la cruz del tau y
una paloma blanca, el tronco salpicado de otras palomas también
blancas y flanqueado por dos escaleras. Munárriz salió de la
estación de metro de Sagrada Familia por la boca de la avenida
Gaudí, cruzó la calle de Provença y descendió en dirección al mar
por la calle de la Marina hasta la plaza de Gaudí. Los turistas
invadían los parterres, apiñados alrededor de los autocares que les
trasladaban de un lugar a otro para efectuar las visitas de
rigor.
Alzó la vista como un turista más y observó
la fachada de la Natividad, que Gaudí dedicó a la vida de Jesús con
sencillas e hiperrealistas escenas de la huida a Egipto, la
predicación en el templo, la profecía de Juan el Bautista... Las
escenas estaban representadas en numerosos nichos, como un auto
sacramental de la Navidad. En el centro destacaba el portal del
Amor, con las imágenes del Nacimiento rematadas por un gran ciprés:
el mismo, sin duda, que mostraba la fotografía que sujetaba en su
mano.
Una parte de las fotografías y dibujos que
contenía el sobre seguramente también correspondía a obras de
Gaudí, pero le resultaba imposible identificarlas al tratarse de
pequeños detalles en primer plano. Otro grupo de imágenes
permanecían en el anonimato. Precisaba consultar a un experto que
conociera el pensamiento de Antonio Gaudí, el ideal de su
arquitectura delirante, casi futurista. No conocía a nadie, pero
quizá Mabel podría ayudarle. Cogió su teléfono móvil y la
llamó.
—¿Mabel? —preguntó casi sin oírla,
levantando la voz para vencer el ruido del tráfico.
—Dime, cariño.
—¿Dónde estás?
—En la Ronda del Litoral, a la altura del
puerto Olímpico, camino de la playa del Bogatell.
—¿Estás conduciendo? —soltó Munárriz
consciente de que algunas veces no respetaba las normas de
circulación.
—Voy en coche —admitió—, por eso pierdo
cobertura, pero conduce Pascual Arrese, un compañero fotógrafo de
La Vanguardia.
—Le conozco —recordó Munárriz—. Tengo que
pedirte un favor.
—Me lo cobraré esta misma noche...
—Necesito entrevistar a un experto en la
obra de Gaudí. ¿Conoces a alguien?
—No —dijo Mabel—, pero le preguntaré a
Nicolás Fraile, el encargado de la sección de arte del periódico.
Seguro que me recomienda al mejor.
—Gracias —gritó para que le oyera—. Hazlo
cuanto antes.
—Descuida. Y tú, ¿dónde andas?
—Frente a la Sagrada Familia. Al menos una
de las fotografías, la del ciprés coronado por el tau, pertenece al
templo.
—¿Y las otras?
—Para eso quiero hablar con un entendido en
la obra de Gaudí —manifestó para apremiarla—. Para ver si puede
identificarlas y encontrarles sentido.
—Déjalo en mis manos.
—¿Qué se te ha perdido en la playa del
Bogatell?
—Ha aparecido un cadáver...
—Salúdale de mi parte —se burló
Munárriz.
—Muy gracioso. ¿Nos vemos al mediodía? Tengo
unas horas libres.
—¿Al mediodía? De acuerdo, encantado.
* * *
Desde la barandilla del paseo Marítim del
Bogatell, Pascual Arrese tomó varias fotos de la playa donde yacía
el cuerpo de un hombre. En sus cuarenta años de fotógrafo de prensa
había captado cientos de instantáneas de muertos en accidentes de
tráfico y laborales, catástrofes naturales, guerras, ajustes de
cuentas, crímenes pasionales, violaciones, ritos satánicos... Había
fotografiado a un amplio número de víctimas anónimas y aquélla,
desde el objetivo de su Canon 5D, figuraba de manera fría y
distante en su estadística personal. Cambió el angular por un
pequeño zum y Mabel le pidió que bajaran a la playa.
Caminaron con los pies hundidos en la arena
hacia el corro de gente que inspeccionaba al cadáver, tendido a
unos cien metros del espigón del Bogatell. La playa del Bogatell
formaba parte de las 18 hectáreas de playas que poseía Barcelona
tras recuperarlas para las Olimpiadas del 92. Unidas por el paseo
marítimo, en verano se convertían en un hormiguero humano, pero en
los días fríos de otoño e invierno permanecían desiertas, sólo
frecuentadas por algún amante del footing.
Al llegar a la altura del cadáver, dos
agentes de uniforme de los Mozos de Escuadra les cerraron el paso
como al resto de curiosos que acudían reclamados por la presencia
de la policía. Mabel mostró su carné de prensa y le indicaron que
se dirigiera al caporal al mando de la investigación. Pascual
Arrese escondió la cámara para no provocar recelo en los policías.
La discreción formaba parte de los Diez Mandamientos del gremio de
los reporteros gráficos.
—Qui són vostès? —preguntó el caporal.
—Mabel Santamaría —respondió mostrándole su
carné de prensa—, de La Vanguardia, y éste es mi compañero Pascual
Arrese, fotógrafo.
—Ya —murmuró contrariado por su presencia.
Los periodistas llegaban a la escena del crimen mucho antes que los
forenses o el juez encargado de levantar el cadáver—. ¿Quién les ha
avisado?
—Un pajarito parlanchín —bromeó Mabel para
no revelar su fuente—, ¿caporal...?
—Josep Estivill —se presentó y les estrechó
la mano—, de la Comisaría General de Investigación Criminal.
—¿De la criminal? —se extrañó Mabel.
—De la División de Investigación Criminal
—concretó el mozo de escuadra.
—Entonces —dijo sin aparentar interés— debo
suponer que no se trata de un ahogado, de un accidente
fortuito.
—No —respondió—. Investigamos un homicidio.
¿Y ustedes qué hacen aquí?
—Pertenecemos a la sección de sucesos.
—Entiendo —musitó el caporal Estivill más
relajado.
—¿Va a facilitarnos el trabajo? —preguntó
Mabel a la defensiva.
—Desde luego. Tenemos órdenes del
Departamento de Interior de colaborar con la prensa.
—¿Podemos tomar fotografías?
—Adelante —autorizó el caporal—. Pero en
cuanto llegue el juez para el levantamiento del cadáver se acabó la
fiesta.
Mabel hizo un gesto, ensayado en otras
muchas situaciones semejantes, y Pascual Arrese desenfundó su
cámara digital. Enfocó la cara del muerto y tomó varias
instantáneas en plano general y primer plano. Conocía a la
perfección su trabajo y se separó del grupo para no entorpecer la
labor de los miembros de la División de la Policía Científica que
inspeccionaban el cuerpo. Uno de los policías, encargado de
fotografiar las pruebas, se interesó por su modelo de cámara y
entablaron una conversación amistosa. El caporal acercó a Mabel al
cadáver.
—Ahí le tiene —dijo con frialdad—. Apareció
varado en la arena, sin documentación de ningún tipo, ni anillos,
cadenas, medallas o pulseras, que permitan vislumbrar de quién se
trata.
—¿Cómo le mataron? —preguntó Mabel ante la
buena disposición del policía.
—De dos disparos del calibre nueve
milímetros Parabellum en el pecho, según la inspección ocular
—respondió el caporal—. Uno directo al corazón. Mire. —Le mostró
las dos heridas perfectamente lavadas por el agua del mar.
—¿Quién lo encontró? —siguió Mabel
efectuando preguntas, a la vez que tomaba notas.
—Un anciano que paseaba a su perro —dijo el
policía, y señaló a un hombre vestido de chándal, con un setter
irlandés sujeto a una correa, que hablaba con dos mozos de
escuadra.
—¿Le ha interrogado?
—Sí —afirmó—, pero no ha servido de nada. El
viejo sale todas las mañanas a caminar por la playa en compañía de
su mascota, y se topó con el muerto sobre la arena.
—¿Le mataron en la playa?
—Suponemos que no —respondió el mozo de
escuadra—. Los compañeros de la científica no han hallado restos de
sangre en la arena. Hemos rastreado la playa con detectores de
metales y tampoco han aparecido los casquillos.
—El asesino pudo recogerlos —propuso Mabel
como alternativa.
—Si le mataron en la playa recogieron los
casquillos —subrayó el caporal—, pero seguramente lo hicieron en
otro sitio y después arrojaron el cuerpo al mar.
—¿Cómo lo sabe?
—La temperatura del hígado indica que murió
hace un par de días —especificó con los datos aportados por sus
compañeros de la División de la Policía Científica—, y la
aglutinación de la epidermis señala que permaneció en el agua todo
el tiempo. Además —dijo para ratificar su hipótesis—, hemos hallado
algas pardas en distintas zonas del cuerpo.
—¿Algas pardas? —repitió Mabel con una mueca
de extrañeza.
—Comprendo su desconcierto —dijo solidario
el caporal ante su ignorancia del tema—, porque yo tampoco tenía ni
idea de la importancia de la presencia de algas pardas en un
cuerpo.
—¿Puede explicarse? —le pidió Mabel.
—Lo haría con sumo gusto si estuviese
capacitado para ello —observó rascándose la nuca—, pero prefiero
que sea un compañero de la científica quien hable con usted.
El caporal Josep Estivill se sentía atraído
por la periodista y estaba dispuesto a satisfacer todas sus
consultas. Se acercó a uno de los policías, que, arrodillado frente
al cadáver y con la delicadeza de un manicuro, obtenía posibles
muestras de epiteliales bajo la cutícula de las uñas, le susurró
algo al oído y el agente se incorporó. Colocó las diminutas
partículas del bisturí en una bolsita de plástico transparente, la
precintó y la depositó junto a sus instrumentos de cirujano en un
maletín de aluminio de cierre hermético. Pascual Arrese aprovechó
para tomar fotografías del pecho destrozado por dos balazos, de las
ropas que vestía el muerto y de las algas enredadas en sus piernas
y cuello.
—Le presento a Benet Perelló —dijo el
caporal Estivill acompañado de un ademán—. Nuestro experto en
biología marina.
—Encantado, señorita —saludó cordial
Perelló—. ¿En qué puedo ayudarla?
—Mis conocimientos sobre algas son escasos
—sonrió Mabel—. El caporal Estivill me ha comentado que arrojaron
el cuerpo al mar. ¿Podría explicarme sus argumentos?
—Con sumo gusto —contestó Perelló—.
Suponemos que lo tiraron al agua, y que lo hicieron desde un barco
o un yate por la presencia de algas pardas en el cuerpo.
—¿No pudieron dejarlo en la playa?
—No —certificó Perelló con seguridad—. Las
algas pardas halladas en el cadáver pertenecen a la familia de las
laminariáceas, que incluye algunas de las algas mayores de Europa.
Este tipo de algas —explicó en lenguaje sencillo— son propias de la
zona infralitoral, del área de mar que comprende desde el punto más
bajo de la marea hasta el límite exterior de la plataforma
continental, de aguas muy profundas en los sectores más alejados de
la costa.
—Algas que viven mar adentro —dedujo
Mabel.
—Relativamente —le corrigió Perelló—. Aún no
he podido determinar la especie exacta a la que pertenecen porque
necesito analizar los esporófitos y gametófitos en el laboratorio
—puntualizó para dejar a salvo su buena reputación—. Pero tenga en
cuenta que la presencia de algas marinas queda delimitada por la
luz, porque, como cualquier otro vegetal, las algas precisan de luz
para su fotosíntesis.
—¿A qué distancia de la costa calcula que
lanzaron el cuerpo al agua?
—Es difícil precisarlo porque hay muchos
bajíos —dijo Perelló para no equivocarse—. Las algas pardas viven a
profundidades con suficiente luminosidad. Debido a esta
particularidad suelen formar una sucesión característica desde las
partes más profundas de la costa a las más someras. Pero nunca se
encuentran a pie de playa.
—¿Imposible saber la distancia?
—insistió.
—Difícil —admitió Perelló contra las
cuerdas—, porque en términos generales se establece que la zona
eulitoral, que puede descender hasta los cincuenta metros de
profundidad, corresponde al límite inferior de la vegetación algar
fija. Pero no puede tomarse como norma porque hay algas, como la
Laminaria rodriguezi, propia del Mediterráneo, que viven a cien
metros de profundidad.
—Comprendo que le resulte difícil —convino
Mabel.
—Teniendo en cuenta estos factores puede
establecerse que lo tiraron al mar antes de sobrepasar la
plataforma continental.
—¿A qué distancia está el límite de la
plataforma?
—Entre los treinta y cuarenta kilómetros de
la costa.
—Mar adentro —afirmó Mabel, sin dejar de
escribir en su bloc de notas.
—Correcto.
—Muchas gracias, agente Perelló —dijo Mabel
satisfecha—. Sus explicaciones me han sido muy útiles.
—A su disposición.
El agente de la División de la Policía
Científica regresó junto al cadáver para obtener algunas muestras
más que le permitieran esclarecer el crimen. El caporal Estivill
observaba desconcertado el cuerpo mientras sus hombres levantaban
un cordón para alejar a los cada vez más numerosos mirones, y el
furgón forense llegaba al paseo Marítim del Bogatell acompañado de
varias unidades móviles de cadenas de televisión.
Mabel contempló el mar, un mar de plata que
brillaba bajo los rayos de sol otoñales, y sacó sus propias
conclusiones. Desde un punto indeterminado de la costa alguien
había arrojado a las aguas del Mediterráneo el cuerpo de aquel
hombre musculoso, sin ningún tipo de documentación, ni cicatrices,
lunares o signos físicos que aportaran datos sobre su posible
identidad. Un rostro anónimo, como otros muchos que había rastreado
los últimos días, para escribir su artículo sobre «muertos sin
identificar». Un ser humano al que nadie reclamaría y cuya
inhumación correría a cargo de las arcas municipales. Un muerto
convertido en un número sobre una lápida de cemento sin enlucir.
Sólo le quedaba averiguar un detalle.
Pascual Arrese movió la cabeza para
indicarle que tenía suficientes fotografías, pero pareció no
advertir su gesto de retirada. De un momento a otro llegaría el
juez y los jueces detestaban a los periodistas y en unos minutos
allí habría demasiados.
—¡Caporal! —gritó Mabel para reclamar su
atención.
—Sí —respondió, y se acercó donde
estaba.
—¿Conoce el móvil del homicidio?
—¡Vaya usted a saber! —dijo alzando las
manos.
—¿Un ajuste de cuentas?
—Tiene toda la pinta —coincidió el caporal—.
Apostaría por un asunto de drogas —concretó—. Quizá se trate de un
correo que traicionó a sus amos, de un camello que dejó de pagar
los suministros o de un mediador que adulteró la cocaína más de la
cuenta. En el negocio de la droga la vida no vale un céntimo.
—También —propuso Mabel para ampliar las
posibilidades— podría tratarse de alguien a quien intentaron
atracar y opuso resistencia.
—No lo creo. Mírele bien: barba de varios
días, ropa de mercadillo, uñas descuidadas, pelo cortado a lo
militar... No parece un tipo al que apetezca robarle la
cartera.
El caporal Estivill desempeñaba bien su
trabajo. Con una sencilla inspección ocular había obtenido un
puñado de conclusiones, fruto de su preparación y experiencia en
casos similares. Pascual Arrese insistió a Mabel para que se
marcharan. Los compañeros de las cadenas de televisión se acercaban
con sus cámaras y micrófonos como una pequeña tropa de asalto. Los
empleados de la funeraria municipal dejaron un ataúd de cinc junto
al cuerpo en espera de la comparecencia del juez para el
levantamiento del cadáver. Demasiada gente. Mabel le pidió sólo
unos minutos. El tiempo necesario para formular al caporal una
última petición, y Pascual Arrese asintió contrariado. No le
gustaba mezclarse con la prensa televisiva porque actuaba con
prepotencia. Se creían los reyes del mambo, con derecho a todo.
Miraban a los «gráficos» y a los «plumillas», como llamaban
despectivamente a los fotógrafos y redactores, por encima del
hombro y había protagonizado varios altercados con ellos durante la
cobertura de noticias.
—Quisiera pedirle un favor, caporal Estivill
—dijo Mabel.
—Hágalo rápido —le aconsejó el policía—,
porque cuando llegue esa troupe —señaló con el brazo extendido a
los periodistas que caminaban a trancas y barrancas por la arena—
tendré que atenderles.
—¿Puede facilitarme el dictamen de la
dactiloscopia?
El caporal se mesó la barbilla en un gesto
de duda, frunció el ceño y pensó unos segundos sobre la petición
que le formulaba.
—Trabajo en un artículo sobre «muertos sin
identificar» —especificó Mabel para justificar su atrevimiento—, y
la dactiloscopia me sería muy útil para conocer los antecedentes
del cadáver, saber si es nacional o extranjero, si está limpio o
fichado, si pesa sobre su cabeza una orden de busca y captura, si
alguien ha denunciado su desaparición...
El caporal Estivill asintió. Llamó a uno de
los mozos y le dio instrucciones de cerrar el paso a los
periodistas. El agente transmitió las órdenes a sus compañeros y
formaron un amplio círculo en torno a la escena del crimen para
impedir el avance de los reporteros de televisión, que ya lanzaban
preguntas al aire y grababan con sus cámaras de vídeo.
—Me cae bien, señorita Santamaría... —dijo
el caporal Estivill.
—Señora... —rectificó ella para cortar de
raíz sus intenciones.
—Disculpe... —musitó contrariado, y cambió
rápidamente de estrategia—. No debería decírselo, pero no hemos
podido realizarle la dactiloscopia.
—¿Por qué?
—Carece de huellas —soltó
desconcertado.
—¿De qué habla?
—¡Agente Perelló! —El caporal Estivill alzó
la voz sobre el barullo—. ¡Deje que la señora vea las manos del
muerto!
El técnico de la policía científica giró la
mano derecha del cadáver para mostrarle la palma. Mabel se agachó y
comprobó que estaba completamente lisa, sin líneas papilares, al
igual que las yemas de los dedos. Un contratiempo porque las
dermopapilas permitían averiguar la identidad de las personas, su
variabilidad racial, si padecían determinados trastornos mentales
hereditarios y otros muchos detalles de su vida. El mozo de
escuadra, que minutos antes le había hablado de las algas pardas,
le enseñó la placa de acero en la que había intentado obtener las
impresiones digitales del cadáver, tras embadurnarle los dedos de
tinta grasa, y no había el mínimo indicio de huellas: ni un arco,
presilla o torbellino. Nada. Absolutamente nada.
Pascual Arrese montó en su cámara digital
una óptica macro de 50 milímetros y fotografió en detalle la mano.
En su vida de reportero gráfico jamás había visto algo
parecido.
—Tengo que atender a sus compañeros —dijo el
caporal Estivill con intención de marcharse.
—Un segundo —le retuvo Mabel cogiéndole del
brazo—. ¿Por qué no tiene huellas?
—Señora —suspiró el policía esbozando una
sonrisa—, porque seguramente se quemó las manos.
Mabel se despidió del caporal Estivill y del
agente Perelló. En el paseo Marítim del Bogatell un coche de los
Mozos de Escuadra traía al juez encargado de levantar el cadáver.
El caporal resopló. Se encaminó a los medios de comunicación y le
cosieron a preguntas. Respondió a todas con amabilidad, pero se
reservó el detalle de las huellas dactilares. Mabel le sonrió, le
guiñó un ojo en señal de complicidad y regresó al automóvil
acompañada de Pascual Arrese.
* * *
Munárriz dedicó la mañana a hojear los pocos
volúmenes de arte que tenía en el mueble mural del salón comedor,
con la intención de identificar algunas de las fotografías o
dibujos trazados en papel vegetal. Se detenía en los apartados del
modernismo, en especial en los capítulos consagrados a Antonio
Gaudí, y cotejaba las fotos de los libros con las imágenes del
sobre. No obtuvo ningún resultado, porque los tomos de arte de que
disponía, en su mayor parte de carácter divulgativo y
enciclopédico, mostraban las obras de Gaudí en plano general, y las
fotografías y dibujos reproducían pequeños detalles.
Cerca de la una llegó Mabel, y le sorprendió
encontrarse la mesa servida para el almuerzo. Munárriz odiaba
cocinar pero había resuelto la papeleta con una visita a Semon, una
buena tienda de cáterin. Una ensalada de pasta y atún y unos
medallones de pollo empanados, calentados en el microondas,
resolvieron el menú junto a una botella de cava Pere Ventura
Cupatge d’Honor.
—¿Algo nuevo? —preguntó Mabel, mientras
observaba un fino rosario de burbujas ascender hacia la superficie
de su copa y formar una corona.
—Nada —admitió el policía impaciente—. He
perdido el tiempo. No puedo situar las fotografías por más que lo
intento.
—Paciencia —le aconsejó la periodista—. Hay
que tomarse las cosas con paciencia.
—¿Has hablado con tu compañero de La
Vanguardia?
—Sí —afirmó ella—. Espero su llamada de un
momento a otro. Me ha dicho que intentará ponerme en contacto con
un especialista en arquitectura gaudiniana.
—Gracias. No sé qué haría sin ti.
—Te sobran los recursos —dijo Mabel.
—No lo creas...
—Quería hacerte una pregunta —soltó Mabel de
repente para cambiar el rumbo de la conversación—. En tus años de
policía, ¿has conocido algún individuo que careciera de
huellas?
—¿A qué te refieres?
—A que no tuviera huellas dactilares en las
palmas de las manos y los dedos.
—No... Nunca —contestó intrigado.
—Esta mañana me he topado con un muerto sin
huellas.
—¿En la playa del Bogatell? —Mabel asintió—.
Raro, muy raro —admitió Munárriz—. ¿Qué opinan los Mozos?
—Están perdidos. No conocen su identidad, no
tienen un móvil claro. Le mataron de dos tiros en el pecho y
arrojaron su cuerpo al agua en alta mar.
—Huele a un asunto de drogas.
—Eso mismo piensan ellos, pero carecen de
evidencias que lo corroboren.
—Quizá formaba parte de la tripulación de un
barco nodriza —aventuró Munárriz.
—Puede —coincidió Mabel.
—Un compañero ya jubilado me comentó en
cierta ocasión que antiguamente los miembros de la mafia calabresa
y la camorra napolitana se borraban con ácido las huellas
dactilares para no ser identificados.
—Desconocía esa práctica.
—Hoy carece de sentido —continuó Munárriz—
porque los análisis de adeene permiten identificaciones muy
precisas. Gracias a diminutas muestras de adeene, por ejemplo, se
puso nombre a los terroristas del 11-M.
—Si pertenecía a la mafia —teorizó Mabel en
voz alta— cobra fuerza el móvil del tráfico de drogas.
—Como te he dicho —ahondó Munárriz—,
borrarse las huellas es una práctica abandonada. Puede que sólo
sufriera quemaduras en las manos, por alguna causa desconocida, y
perdiera las dermopapilas.
—Hace años —recordó ella—, cuando comencé a
trabajar en el periódico, alguien me habló de un ladrón que carecía
de huellas.
—Pura casualidad.
—Lo investigaré —determinó Mabel—. Tú me has
enseñado que la casualidad no existe.
—Es cierto —admitió él.
Los pitidos de un teléfono móvil
interrumpieron su conversación. Munárriz señaló un bolso, colgado
del respaldo de una silla, y Mabel se levantó para atender la
llamada. La oyó hablar con monosílabos, haciendo prolongados
silencios para prestar atención a las palabras de su interlocutor y
darle repetidas veces las gracias antes de colgar.
Mabel regresó a la mesa con una sonrisa de
complacencia y un papelito en la mano.
—Tienes una cita con Alfonso Grau —dijo
alzando la nota—. Un experto en modernismo que ha estudiado la obra
de Gaudí.
—¿Le conoces?
—No —respondió ella—. Pero Nicolás Fraile me
ha garantizado que en Barcelona no hay otra persona de su
valía.
—¿A qué se dedica?
—Es arquitecto —proclamó Mabel como una
advertencia—. Ya no ejerce pero Nicolás me ha dicho que en la
década de los setenta tuvo bastante fama y trabajó en muchas de las
obras emblemáticas de la ciudad.
—¿Cuándo me espera?
—Mañana a las diez —sonrió ella, porque
sabía que Munárriz odiaba madrugar.
—¿Vendrás conmigo?
—No puedo. Tengo trabajo en el
periódico.
—Está bien —se resignó el policía—. Confío
en que tu amigo haya acertado.
—Conoce a la flor y nata de la cultura
barcelonesa —arguyó Mabel para vencer su reticencia—. Fíate de
Nicolás Fraile. Cada año publica un Who is who? de la cultura
catalana.
Munárriz contempló un rato la nota en
silencio y negó moviendo la cabeza desalentado. Esperaba
entrevistarse con un arquitecto de renombre, con un destacado
miembro de la Cátedra Gaudí, o un avezado perito restaurador, y
debería conformarse con un arquitecto jubilado. En cualquier caso,
madrugaría para estar a la diez de la mañana en aquella dirección
de Vallvidrera.