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EL ÉXITO ELECTORAL DE MAYO DE 2007 Y LOS SEIS
PRIMEROS MESES DE 2008 HASTA EL CONGRESO DE VALENCIA
En mayo de 2007 la candidatura del PP encabezada por mí obtuvo un resultado extraordinario en las Elecciones Autonómicas de Madrid: 1.600.000 votos, con un 53,29 % sobre el total de los votantes, nos proporcionaron sesenta y siete diputados de una Cámara Autonómica de ciento veinte. Fue una mayoría absoluta de una rotundidad nunca vista en la historia de nuestra Comunidad Autónoma.
Entre las causas de ese magnífico resultado, además, claro está, de que, probablemente, hicimos una buena campaña y de que nos presentamos con un programa atractivo, hay que señalar dos muy importantes: nuestros logros de la Legislatura 2003-2007, y la desafección de los electores madrileños hacia las políticas de Zapatero, o, mejor será decir, hacia las políticas de Zapatero respecto a los nacionalismos y a ETA.
La Legislatura Autonómica 2003-2007 había transcurrido en momentos de euforia económica generalizada. La experiencia posterior ha demostrado que aquella euforia tenía una base demasiado endeble y, de ahí, la pavorosa crisis que siguió a partir, precisamente, de finales de aquel 2007. Pero aquellos primeros cuatro años míos en la Puerta del Sol fueron años en los que la recaudación crecía día a día y era una invitación constante al gasto.
A pesar de que siempre que he gestionado dinero público he tendido a gastar lo mínimo posible, las magníficas cifras de ingresos que me transmitía la entonces Consejera de Hacienda, Engracia Hidalgo, nos indicaban que podíamos afrontar inversiones por muy extraordinarias que nos parecieran.
Recuerdo que más de una vez le preguntaba a la buena de Engracia: «¿Pero podemos gastar esto que nos pide el consejero tal o el consejero cual para hacer tal o cual cosa, un hospital o un kilómetro más de Metro?». Y la Consejera me decía: «Que sí, Presidenta, que la recaudación está creciendo al 10 % y los gastos sólo al 9 %».
Aquella bonanza económica, unida a la ilusión que todos los miembros de aquel primer Gobierno teníamos por dar un impulso a Madrid en todos los sentidos, nos llevó a ser lo que podríamos llamar un eficaz Gobierno en obras e inversiones públicas. Ahí han quedado los primeros ocho hospitales nuevos, ¡que se dice pronto!, y los primeros cincuenta y siete kilómetros nuevos de Metro puestos en servicio en aquellos cuatro años, que al final de mi mandato en la Comunidad llegaron a ser doce hospitales nuevos y cien kilómetros de Metro. Si a esto le añadimos el crecimiento espectacular de plazas para personas mayores en residencias y centros de día, o para niños en escuelas infantiles, o la reducción a treinta días de espera quirúrgica, o la apertura de centros de enseñanza (uno nuevo cada semana) o la implantación de la enseñanza EN inglés en los colegios públicos, se puede comprender que la opinión pública madrileña tuviera de nosotros como gestores una bastante buena consideración. Y todo ello sin subir nunca un impuesto, y suprimiendo los de Donaciones, Sucesiones y Patrimonio, y haciendo una rebaja en el tipo de IRPF en el tramo autonómico.
Esa fue otra buena razón para el extraordinario resultado que alcanzamos en aquellas Elecciones de mayo de 2007.
Es verdad que a algunos de los liberales que había en mi equipo, y a mí misma, a veces nos entraba cierto remordimiento al pensar que todas esas actuaciones las estábamos llevando a cabo como si fuéramos un Gobierno socialdemócrata más, de esos que tanto gustan a los periodistas por su afición al gasto y a invadir campos que la iniciativa privada puede cubrir mucho mejor que la Administración Pública. Y pienso, y es sólo un ejemplo, en las escuelas infantiles, porque estoy convencida de que la iniciativa privada puede acometer la creación y el mantenimiento de este tipo de escuelas mejor que la pública. Algún colaborador mío en esos años llegó a decir, con cierta agudeza irónica, que «el socialismo sólo es posible si lo pone en práctica Esperanza Aguirre».
Pero el caso es que se hicieron muchas cosas y se hicieron bien. Y los madrileños lo notaron. Y por eso nos votaron con tanta confianza en aquel mayo de 2007.
La otra razón que ayudó a aquel formidable éxito electoral fueron las políticas de Zapatero, que gobernaba desde abril de 2004 con un programa profundamente ideologizado. Sustentado, además, por la misma boyante situación de la economía de la que nos aprovechábamos nosotros, lo que le permitía defender sus propuestas ideológicas sin tener que soportar tensiones sociales.
En el fondo, y ahora se ve más claro por la perspectiva que dan los años, Zapatero, con aquellas iniciativas marcadamente ideológicas, pretendió imponer una enmienda a la totalidad a la Transición, al consenso y a la concordia, y pretendió buscar la legitimidad de su Gobierno y del régimen democrático español en la II República, olvidándose de lo más importante de la obra de la Transición, que fue la reconciliación, la amnistía para todos y la concordia. Las posiciones políticas que ahora defienden los de Podemos serían, en ese sentido, consecuencia de los impulsos ideológicos que entonces lanzó Zapatero.
Todas esas iniciativas de Zapatero fueron aceptadas por la sociedad española de manera bastante acrítica a causa de la bonanza económica; de ahí su triunfo electoral de marzo de 2008, cuando, por otro lado, la crisis ya estaba dando sus primeros zarpazos. Fueron aceptadas por la sociedad española, pero no por toda, y, desde luego, no por la madrileña.
Ese descontento con las políticas de Zapatero en materia de cesiones a los nacionalistas, de laxitud frente a ETA y de abandono a las víctimas también estuvo presente en los votos de todos esos madrileños que nos dieron aquella mayoría más que absoluta.
Así, con la holgura que nos daba esa mayoría absoluta, empezamos a gobernar en junio de 2007. Hay que recordar que en la anterior Legislatura, de 2003 a 2007, habíamos tenido también una mayoría absoluta, pero ajustadísima.
Por su parte, en el Ayuntamiento de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón también tuvo un resultado espectacular en aquellas Elecciones del 27 de mayo de 2007. Con su sempiterno afán competitivo conmigo, al día siguiente, el lunes 28, declaró que había tenido en Madrid más votos que yo, lo que no era del todo cierto, porque el censo de votantes en las Municipales no es el mismo que el de las Autonómicas, ya que en las Municipales pueden votar los extranjeros y en las Autonómicas, no. Y al día siguiente, el martes 29, en una conferencia que pronunció en el Foro ABC, dijo que, después de haber sido reelegido Alcalde de Madrid, se ofrecía a Rajoy para ir en la lista al Congreso del Partido Popular de las Elecciones Generales, que tendrían que ser, como muy tarde, en marzo del año siguiente.
Aquel ofrecimiento de Alberto tenía, evidentemente, dos caras. Por un lado, se podía interpretar como un afán de apoyar a Rajoy en las Generales, poniendo a su disposición el capital político y electoral que acababa de demostrar que tenía en Madrid. Pero, por otro lado, era una maniobra para ocupar un escaño en el Congreso de los Diputados. Ser diputado se ha considerado siempre una condición imprescindible para ser jefe de la oposición. Alberto, con ese ofrecimiento, se estaba postulando directamente para ese puesto de jefe de la oposición, para el caso de una eventual derrota del PP en marzo de 2008, que llevaría consigo, según todas las opiniones, la dimisión de Rajoy.
Esto estaba así de claro y así lo entendió todo el mundo.
Desde mayo a diciembre de aquel 2007, Mariano Rajoy no dijo en público ni una palabra acerca del ofrecimiento de Gallardón, pero la prensa iba dando por seguro que, al final, Mariano aceptaría su oferta y Gallardón sería el número dos en la lista del PP de Madrid.
A mí, como a todos los simpatizantes, a los militantes, a los dirigentes y creo que a los votantes del PP de entonces, nos parecía imprescindible que Zapatero no ganara esas Elecciones Generales para frenar precisamente esa deriva ideológica que he descrito antes. En ese sentido, yo creía que en las Elecciones de marzo de 2008 había que poner toda la carne en el asador y me parecía bien que un valor indiscutible como Gallardón estuviera en la lista con todo su contrastado poder electoral. Lo que no tenía tan claro era que, si había que poner en práctica el plan B —es decir, la sustitución del líder del Partido tras una hipotética derrota electoral—, el único posible sucesor de Mariano Rajoy fuera Alberto Ruiz-Gallardón por haber alcanzado la condición de diputado.
Pensaba entonces, y lo pienso ahora, que la elección del líder del Partido debía ser la consecuencia de un proceso democrático en el que pudieran contrastarse las diferentes maneras que los candidatos al liderazgo tienen de poner en práctica políticas acordes con los principios del Partido, los diferentes estilos de hacer política de esos posibles aspirantes y las diferentes propuestas concretas que pueden ofrecer.
Entonces no me parecía bien, y no me lo parece ahora, que la sucesión en el liderazgo se hiciera por cooptación o por dedazo. Y mucho menos que Alberto, con su ofrecimiento, se estuviera propugnando como el sucesor in pectore, cuando antes había que afrontar unas elecciones muy importantes. Alberto representaba, sin duda, una de las, llamémoslas, sensibilidades del PP, pero no todas, y, desde luego, no representaba a todas las corrientes que, dentro del PP, pueden considerarse liberales.
Por eso, en el mes de diciembre de aquel año le comuniqué, de forma discreta, a Ángel Acebes, que era el Secretario General del Partido, que, si se trataba de poner a disposición de Mariano Rajoy el apoyo de todos los activos del PP, como decía Gallardón, yo también estaba dispuesta a hacerlo, dado que también yo había demostrado que tenía tirón electoral, y ahí estaba el 53,3 % conseguido aquel mismo año en la Comunidad, que es más hostil que la capital para el PP. Y estaba dispuesta a hacerlo aunque tuviera que renunciar a la Presidencia de la Comunidad de Madrid, ya que, al contrario de lo que pasa con el cargo de Alcalde, el de Presidente de Comunidad sí que es incompatible con el de diputado nacional.
Algunos pueden pensar que mi ofrecimiento era consecuencia de unas irrefrenables ansias de poder, de un poder que quedaría vacante en el caso de una derrota electoral. Pueden pensar lo que quieran, pero lo que de verdad me movía entonces para ofrecerme a Acebes como posible candidata al Congreso era el temor de que el PP tomara una determinada línea, la de Alberto (incremento del gasto público, subida de impuestos y más intervención del Estado), sin que, por lo menos, se tuvieran en cuenta los puntos de vista liberales, que, sinceramente, creía que yo era la que mejor los representaba dentro del Partido.
Con el ofrecimiento abierto y reiterado de Alberto y con el mío, mucho más discreto, llegamos a la jornada del 15 de enero de 2008. Ese día empezó para mí asistiendo a la conferencia que Mariano Rajoy pronunció en el Hotel Ritz dentro del ciclo de Foro Nueva Economía. De ahí me fui al AVE para ir a Málaga a un almuerzo con militantes del PP de Málaga, dentro de lo que se podía considerar ya la precampaña de las Generales de marzo. A la vuelta, esa misma tarde, en el AVE, recibí la llamada de la secretaria de Rajoy para ver si, de regreso a Madrid, podía ir a ver al Presidente del Partido a Génova.
Eso hice, de manera que de Atocha me fui a Génova. Y allí tuvo lugar la famosa reunión con Rajoy y Gallardón. Y la subsiguiente escena del ascensor que tanto dio que hablar entonces.
La reunión tuvo lugar en una especie de sala que habían habilitado para Rajoy, junto a su despacho, sin ventanas, que a mí siempre me agobiaba, pero como era tarde y era de noche, la falta de ventanas me molestaba menos. Estábamos Mariano, Ángel Acebes, Alberto y yo, y desde el primer momento quedó claro que Rajoy había llegado a la conclusión de que la solución ideal para él era que no fuéramos ni Alberto ni yo en la lista. Posiblemente tenía ya in mente el fichaje de Manuel Pizarro como número dos de su candidatura.
Pizarro entonces era una de las personalidades de más prestigio en España, puesto que había defendido a capa y espada que la OPA que había hecho Gas Natural a Endesa no se llevara a cabo, porque era a sólo veinticuatro euros la acción y además no pagaban cash. Consiguió que EON, una empresa alemana, ofreciera cuarenta euros por acción. Aquel éxito empresarial, unido a una magnífica intervención que tuvo ante el Parlamento de Cataluña para defender su gestión en ENDESA, había hecho de Pizarro una personalidad de enorme prestigio empresarial, político y mediático.
Rajoy nos dijo que no le gustaban los ofrecimientos que le habíamos hecho y que no iba a llevarnos en la lista. A Alberto, muy decepcionado, se le saltaban las lágrimas, y dijo que iba a dejar la política, que no lo haría antes de las Elecciones para no fastidiar al Partido, porque nunca se iría del PP, pero que, desde luego, dejaba la política al día siguiente de las Elecciones.
Carlos Cué contó después en El País una escena en el ascensor entre Gallardón y yo, en la que, según Cué, yo consolaba a Alberto. Yo, desde luego, no la recuerdo, pero es muy posible que la narración que hace proviniera del propio Alberto, que seguro que se la contó a los periodistas. Yo, la verdad, no le di mucha importancia a aquella bajada en el ascensor.
Siempre he sentido por Alberto un gran afecto, no sólo de amistad, sino que, además, como soy algo mayor, mis sentimientos hacia él han sido, aunque casi no me atrevo a confesarlo, como un poco maternales. Aunque esto quizás le moleste. Algunos creen que nos odiamos, pero no es verdad, nos queremos, lo que ocurre es que estamos en las antípodas ideológicas: él es defensor del gasto público, él es «progre», él es socialdemócrata, y yo soy todo lo contrario. Pero en lo fundamental estamos en todo de acuerdo. Siempre he sido liberal y me gustaría haberlo sido aún más en muchas ocasiones, pero, bueno, he hecho lo que he podido dentro de las posibilidades que da un cargo público como los que he tenido. Y es muy posible que en el ascensor le dijera, para quitar dramatismo a la escena: «Bueno, mira, Alberto, pues ya estamos los dos igual», o algo así, como contó El País del día siguiente.
A partir de ese momento, la campaña electoral del 2008, con De Juana Chaos en huelga de hambre pero pudiendo ducharse con su novia, con todos los desmanes y las cesiones que había cometido Zapatero, sobre todo con su actitud ante los terroristas, que en Madrid había provocado un rechazo frontal, fue una de las campañas en las que fui más requerida por todas las entidades provinciales y locales del Partido en toda España.
En esa campaña recorrí 14.500 kilómetros y participé en mítines electorales en Badajoz, Santa Cruz de Tenerife, Santander, Fuerteventura, Bailén, Lugo, Pontevedra, Menorca, Murcia y el Puerto de Santa María, además de hacer en Madrid una campaña intensísima.
Hay que señalar que en Madrid, en las Generales del 2008, el PP alcanzó un resultado magnífico, y magnífico significa magnífico. El PP arrasó y tuvo más de 1.700.00 votos, más, incluso, de los que ya habíamos sacado en las Autonómicas de mayo del año anterior, y sigue siendo el récord absoluto de número de votos obtenidos en Madrid, no superado ni siquiera en el gran éxito del 2011. Sin embargo, las Elecciones se perdieron. Zapatero las ganó.
Aquella noche electoral, en la séptima planta de Génova, cuando estábamos todos viendo en la pantalla los resultados de algunas provincias, se respiraba una atmósfera de desánimo y desolación, y una de las personas más próximas a Mariano me dijo: «Por favor, dile que se vaya, dile que se retire». Luego, cuando bajó al balcón de la primera planta para saludar a los seguidores que se habían concentrado ante la fachada, la sensación que tuvimos todos era de despedida y de que Mariano Rajoy lo dejaba, después de su segunda derrota consecutiva.
Más tarde se me reprochó mucho que no le hubiera llamado al día siguiente, lunes, para darle ánimos, pero es que yo era la única dirigente regional que estaba en Madrid la noche anterior. Los otros estaban en las sedes de sus respectivas regiones. Estuve con él toda la noche, con él, con sus hermanos y con Viri.
Al día siguiente, lunes, en la COPE, Federico Jiménez Losantos, al que se considera, y con razón, amigo mío, estuvo defendiendo a Mariano Rajoy toda la mañana, y diciendo que Mariano tenía que seguir, que la campaña había sido muy buena y que no había que dejarse alterar, etc.
Ese mismo lunes por la noche, en su programa de Telemadrid, Fernando Sánchez Dragó vino a decir lo contrario, que no, que Mariano tenía que dimitir. Y el martes por la mañana, que era el día que Pedro J. iba a la COPE, Pedro J. sí que cargó contra Mariano diciendo también que tenía que dimitir, que no se podía quedar.
Aquel martes estaba convocado el Comité Ejecutivo Nacional del PP para las cinco de la tarde y, a mediodía, cuando estaba comiendo yo en mi casa, me llamó al teléfono Mercedes Rajoy, la hermana de Mariano, prácticamente llorando, para decirme que «cómo yo había podido hacer eso», que «cómo era posible que yo hubiera hecho semejante cosa». Y semejante cosa era que Fernando Sánchez Dragó hubiera dicho en su programa, que era en Telemadrid a las doce de la noche, que Mariano se tenía que ir. La verdad es que yo no había hablado con Sánchez Dragó desde hacía meses.
Al colgar a Mercedes Rajoy, llamé inmediatamente a Fernando, le conté lo que me había dicho la hermana de Mariano y le transmití ese desconsuelo de Mercedes Rajoy, a la que, por cierto, yo le había ofrecido ser candidata por Getafe porque ella era registradora de la propiedad en esa ciudad, ofrecimiento que no aceptó, aunque sí había apoyado al PP en la campaña.
Sánchez Dragó me dijo que el jueves anterior a las Elecciones, por la noche, un día antes de que se acabara la campaña, había quedado en firme con tener en el programa suyo a Mariano Rajoy, y no le había parecido bien que le llamaran esa misma tarde, después de que él ya lo hubiera anunciado, para decirle que no, que era muy tarde, que el candidato estaba muy cansado y que no iba a ir a su programa, y además —siguió Dragó— ni siquiera le llamó Mariano, sino que le había llamado Carmen Martínez Castro, y, en cambio, había ido a otra tele que nos trataba mal, al programa de Buenafuente. Esto le había parecido fatal, y ya sabemos cómo muchas veces las cuestiones personales tienen más importancia que las cuestiones políticas a la hora de las reacciones de algunas personas. Sin embargo, aquellas opiniones adversas de Fernando Sánchez Dragó, como las de Pedro J., desde el entorno de Mariano Rajoy me las atribuyeron a mí.
Por lo que luego se vio en aquel Comité Ejecutivo Nacional de las cinco de la tarde, en el que estaban todos los líderes regionales, todos se habían confabulado, durante el lunes y el martes por la mañana, contra mí. Porque de lo único que se habló allí fue de que Telemadrid había dado muchas alas a Rosa Díez durante los meses anteriores y durante la campaña. Rosa Díez había sacado un resultado bastante modesto, sobre todo si lo comparamos con el que UPyD sacaría después en las Autonómicas del 2011, y, a pesar del resultado de Rosa, nosotros habíamos conseguido muchísimos escaños en Madrid.
Yo noté una hostilidad tremenda en el ambiente de aquel Comité. Todos, con Camps y Arenas en primer lugar, se dedicaron a hacer la «pelota» hasta la extenuación a Mariano, que debía de haber dedicado todo el lunes y el martes a aunar sus fuerzas. Allí Camps hizo el ofrecimiento de que el inminente Congreso del PP fuera en Valencia, ofrecimiento que fue aceptado inmediatamente. Noté innumerables miradas hacia mí, como si yo fuera la bruja piruja, cuando yo lo único que había hecho era apoyar a muerte a Mariano durante toda la campaña.
Fue en ese Comité cuando Mariano dijo que ahora, por fin, él iba a hacer su equipo, como si algo le hubiera impedido hacerlo en los cuatro años anteriores, desde que fue elegido Presidente en el Congreso del PP de octubre de 2004. Podría entenderse su queja si se hubiera referido al periodo en el que «sólo» era Secretario General, con funciones de Presidente, antes de ese Congreso de 2004, pero es que en octubre de 2004 el Congreso Nacional del PP le eligió por el noventa y tantos por ciento de los votos. Eso quiere decir que había tenido las manos libres para haber hecho el equipo que hubiera querido, y sin embargo, fue él quien puso a Zaplana de Portavoz y a Acebes de Secretario General. Por lo que dijo en aquel Comité Ejecutivo dio la impresión de que esos no eran su equipo.
En los meses preliminares al convocado Congreso de Valencia tuvieron lugar algunos incidentes que a mí me parecieron lamentables. Como, por ejemplo, el discurso de Elche en abril de 2008, en el que Rajoy dijo, con un tono especialmente duro para lo que suele ser habitual en él, que liberales y conservadores lo que teníamos que hacer era irnos del Partido.
O como lo que ocurrió durante la elaboración de una de las ponencias del Congreso, en la que estaba María San Gil. Allí hubo algunos que querían hacer una aproximación a los nacionalistas y como María no se prestó, la colocaron en una situación dificilísima. Hasta el punto de que decidió dejar la ponencia, dejar la Presidencia del PP vasco, y la respuesta desde el partido fue transmitir a la prensa que María había tenido un cáncer, como si haber tenido un cáncer le nublara el entendimiento, entre comillas.
En el mes de abril, porque yo lo había planificado así para dar tiempo a que hubieran pasado las Elecciones y se supiera qué estaba ocurriendo, pronuncié en el Foro de ABC una conferencia que me habían encargado desde mucho tiempo antes. Aquella conferencia, con su coloquio posterior, tuvo mucha repercusión.
Creo que fue una pieza bastante bien estructurada y concebida. Algunos le pusieron el título de «No me resigno», porque allí decía que no me resignaba a que a los del PP nos trataran de homófobos, a que no se pudiera hablar de la República ni de la Guerra Civil sin acatar el canon «progre» y, en fin, que no me resignaba a que el PP fuera el malo de la película, que no me resignaba a que el PP fuera un nasty party. Pero lo cierto es que aquella conferencia se interpretó como un reto por mi parte a Mariano y como una forma de plantear mi candidatura al Congreso.
Sin embargo, tengo que explicar que, por más que Zaplana y Nacho González me animaran, yo nunca estuve decidida a presentarme. Cuando aquel martes, posterior a las Elecciones de marzo, Mariano dijo que, no solamente se iba a presentar a la Presidencia del Partido en el próximo Congreso, sino que iba a ser el próximo candidato a las Elecciones Generales, yo vi claro que mi papel no estaba en presentarme en ese momento. Yo no creía que mi papel fuera derribar del caballo al líder del Partido, sino, en todo caso, esperar a ver si el líder del Partido, como todo parecía asegurar la noche electoral, lo dejaba. Entonces habría habido una competición electoral entre los diversos candidatos. Porque seguro que se iba a presentar Alberto, y también Camps parecía dar muestras de querer presentarse. Entonces habría sido posible que yo me hubiera presentado, pero en las condiciones en las que se planteó el reto de Mariano: «Me quedo, me presento al Congreso del Partido y, además, me presento como candidato a las próximas Elecciones Generales», pues no, nunca se me pasó por la imaginación. Yo estaba muy contenta donde estaba, en la Presidencia de la Comunidad de Madrid. Además, mi hijo mayor se casaba en julio, cosa que me hacía mucha ilusión, y yo, la verdad, no tenía ningún interés especial en desafiar a Mariano Rajoy.
Recuerdo mi participación en un programa que entonces hacía Ana Pastor en Televisión Española, un programa con varios tertulianos, entre los que estaba Pedro J., que sólo me querían preguntar si me iba a presentar o no en el Congreso de Valencia. Porque, en el coloquio que siguió a aquel discurso del «No me resigno», yo había dicho que nunca me había gustado decir «de esta agua no beberé». Quizás, precisamente, porque nunca lo digo, soporto tan bien las hemerotecas, y luego no me tengo que desdecir.
Bueno, pues yo nunca digo de esta agua no beberé. Y en aquella conferencia del «No me resigno» me acuerdo muy bien que dije: «Bueno, miren, yo no tengo ninguna intención de presentarme, pero si cambio de opinión el primero en saberlo será el Presidente de mi partido». Esto fue lo que dije.
Y en el programa aquel de Ana Pastor me vuelven a hacer la misma pregunta —«¡Pero diga usted sí o no!», me acuerdo que me decía Pedro J.— y yo creo que bromeé, diciendo lo mismo, o una cosa de ese tipo, pero, vamos, en plan relativamente divertido, sin darle mucha importancia. Esto Pedro J. se lo tomó muy mal y empezó a sacar unos artículos en los que, más o menos, venía a decir que yo era una frívola impresentable o algo así, lo cual me vino bastante bien para que me dejaran una temporadita en paz.
Después vino el discurso famoso de Mariano Rajoy en el que a los liberales y a los conservadores se nos invitaba a irnos del Partido. Al mismo tiempo se sucedían las llamadas a la unidad alrededor de la figura de Mariano Rajoy. Incluso recibí una llamada de Paco Álvarez-Cascos diciéndome: «Yo creo que es muy importante que no haya varias candidaturas y que todos apoyemos a Mariano», cosa que me dejó entre fría y congelada. También vi a Aznar, que me dijo que «Bueno, como todo el mundo apoya a Mariano, lo mejor es que todos sigamos detrás de Mariano». Y también hablé con Javier Arenas, al que yo llamé a propósito de unas declaraciones de Antonio Sanz, que es este señor que, en nombre de Arenas, sigue mandando muchísimo en el PP de Andalucía. Este Antonio Sanz dijo un día de aquel abril que los del PP de Madrid lo que teníamos que hacer era decidir de una vez si nos íbamos a presentar o no, y Güemes le contestó públicamente que lo que tenían que hacer ellos era trabajar para ganar elecciones alguna vez, que llevaban veinte años perdiéndolas, o algo parecido. Entonces yo llamé a Javier Arenas y le dije: «Pero, Javier, ¿cuál sería el problema de que hubiera varias candidaturas en el Congreso?». «Eso es letal para el Partido, yo recuerdo perfectamente los congresos de la UCD, eso es la desunión, eso es desastroso, eso es nefasto», fue lo que me contestó.
Esa era la situación entonces: Aznar, Cascos —en quien yo confiaba mucho—, Arenas y todos los líderes regionales, que creían que no tenía que haber más que una candidatura, frente a la opinión de Nacho González y de Zaplana, que eran los que sí creían que tenía que haber otra candidatura: la mía. Pero, la verdad es que nunca estuve en ello. Y quien diga que yo busqué un solo aval o que me moví lo más mínimo para ser candidata miente, miente y lo sabe perfectamente.
Sin embargo, cuando llegamos los de Madrid al Congreso de Valencia, nos encontramos con que nos habían puesto en una esquina, nos habían dado menos sitios que a nadie, no nos dejaron ni siquiera intervenir. Íñigo Henríquez de Luna, que llevaba una enmienda a favor de las primarias, fue literalmente aplastado por el aparato y su enmienda fue rechazada. Bueno, aquello fue un desastre para los del PP de Madrid.
En aquel Congreso, además, se aprobó una modificación de los estatutos a las tres y media de la madrugada, que cambió por completo el funcionamiento interno del Partido. La enmienda consiste en que, mientras que, para ser candidato a una Alcaldía o a Presidente de una Comunidad Autónoma, o a cualquier Cabildo Insular o institución, por pequeña que sea, te tiene que nominar el Comité Electoral, para ser candidato a la Presidencia del Gobierno no te tiene que nominar nadie; te nominas tú, que para eso eres el Presidente del Partido. Esta fue la enmienda que metió Federico Trillo y que ha seguido hasta hoy, y por la que nadie ha cuestionado que el candidato a la Presidencia del Gobierno en las Elecciones de 2015 haya sido el Presidente del Partido, Mariano Rajoy, porque así lo dicen los estatutos. Y nadie podrá cuestionar que vuelva a ser el candidato si se repiten las Elecciones.
En aquel Congreso de Valencia es importante reseñar el comportamiento de Alfredo Prada, Vicepresidente de mi Gobierno en la Comunidad de Madrid, y que era, sin duda alguna, el aguirrista más entusiasta y que, además de Nacho González, era de los que creían que me tenía que presentar a las elecciones de ese Congreso. Bueno, esto fue así hasta que llegamos a Valencia el 20 de junio. Entonces, María Dolores de Cospedal, a la que Mariano le había ofrecido ser la Secretaria General, le hizo a Alfredo Prada la oferta de estar en el Comité Ejecutivo Nacional y, además, de estar en el Partido con sueldo, en el caso de que yo le sacara del Gobierno de Madrid. María Dolores conocía a Alfredo porque los dos habían estado en mi Gobierno de la Comunidad de Madrid. Esta propuesta de María Dolores me la anunció Alfredo Prada nada más llegar a Valencia, el viernes del Congreso. Yo le dije: «Me parece muy bien, Alfredo, vivimos en un país libre, puedes hacer lo que quieras, pero todo esto se va a interpretar como una traición a mi persona». «¡Qué tontería, será fenomenal, así estamos representados en la Nacional, y así te puedo informar de todo lo que allí se diga y se haga!», me contestó. Pero, efectivamente, se interpretó como una traición a mí.
Unos meses después, en enero del 2009, saltó la historia de aquellos espías que habían seguido a Prada y a Manolo Cobo en abril de 2008. Hoy todavía sigo sin saber qué fue aquello, no sé lo que sucedió, pero si sucedió algo, desde luego no pudo ser para espiar a Alfredo Prada por razones políticas, porque Alfredo Prada, en aquella primavera de 2008, era el aguirrista más conspicuo de todos los aguirristas. Ahí están las hemerotecas para demostrarlo.
Habría que recordar que, en la reunión del Comité Ejecutivo Nacional del 2 de junio de aquel año 2008 (la única reunión de ese órgano que se celebró desde la famosa del martes posterior a las Elecciones de marzo), Ignacio González, cuando yo ya había abandonado la reunión, leyó un discurso muy duro que llevaba preparado en la línea de defender que los del PP teníamos que dejar de estar acomplejados ante los socialistas. Por eso, probablemente, Rajoy lo sacó del Comité Ejecutivo Nacional en el Congreso de Valencia, para meter en él a Alfredo Prada. Por esto es por lo que le dije a Alfredo que su actitud sería considerada como una traición.
Justo antes de irnos a Valencia, Mariano Rajoy me llamó, me invitó a comer y me dijo que le propusiera nombres para el Comité Ejecutivo, pero que no podían ser ninguno de los que se habían mostrado en público críticos con él. Se refería claramente a Nacho, que, en aquel Comité Ejecutivo Nacional de junio con una intervención muy beligerante, contraria a la política que había impulsado Rajoy en aquellos meses, tras la pérdida de las Elecciones Generales, con la descalificación y salida del Partido de María San Gil y de Ortega Lara, con el discurso de Elche, cuando dijo que liberales y conservadores lo que teníamos que hacer era irnos del Partido. En aquella comida le dije que yo no podía darle otros nombres. Todo en unos términos muy cordiales, la verdad. Y, al final, llevó al Comité Ejecutivo a Ana Botella, a Alberto Ruiz-Gallardón, a Manolo Cobo y a Prada. Y a Lucía Figar la nombró para la Junta Directiva.
A la vuelta del Congreso de Valencia era evidente que los miembros del nuevo equipo rector del PP tenían una actitud hacia mí que, como poco, habría que calificar de recelosa, cuando no de clara oposición hacia lo que yo representaba. Y lo que yo representaba entonces era la defensa de políticas liberales en materia económica, y una actitud decidida a dar todas las batallas ideológicas que la izquierda pudiera plantear, sin resignarme a darlas por perdidas o a aceptar el canon izquierdista.
Yo no había querido encabezar una candidatura opuesta a la de Rajoy por todo lo que aquí he contado, pero sí estaba decidida a seguir gobernando la Comunidad de Madrid de acuerdo con los principios en los que yo creía, y que, además, estaban dando unos resultados claramente positivos. Y para eso quería contar con un equipo de Gobierno homogéneo. Además, la crisis económica ya había empezado a mostrar sus efectos y se hacía imprescindible reducir el gasto para que las cuentas cuadraran. Esas dos razones confluyeron a la vuelta de Valencia y me llevaron a hacer una remodelación del Gobierno de la Comunidad, en la que reducía el número de Consejerías y salía del Gobierno Alfredo Prada.
Muchos me han criticado, y algunos siguen haciéndolo, que no me presentara frente a Mariano. Es verdad que representamos dos maneras diferentes de entender cuál debe ser la política del PP. Por nuestra formación, por nuestros orígenes ideológicos y por nuestras trayectorias, defendemos distintas concepciones de la forma que el PP debe tener. Él es un conservador, al que no le gustan los debates ideológicos, y yo soy una liberal, a la que sí me gustan esos debates. Por esto, a algunos les parece que deberíamos haber confrontado nuestras concepciones en aquel Congreso de Valencia. Yo no quise en ningún momento presentar mi candidatura porque, fundamentalmente, no me lo pidió el cuerpo. Además, porque muchos a los que yo apreciaba me lo desaconsejaron para no dividir al Partido. Y porque mi intuición —y siempre me he fiado de ella, aunque a veces me ha llevado a equivocarme— me dijo que no tenía nada que hacer, porque, con el sistema de avales vigente, no llegaría siquiera a candidata, pues yo sabía que a casi todos los compromisarios los «invitaban amablemente» a avalar la candidatura oficial.
Esa es toda la historia, mi historia, de lo que pasó en Valencia.