EL INFUNDIO DEL GLOBO

¡Asombrosas noticias «vía» Norfolk! ¡El Atlántico atravesado en tres días! ¡Triunfo señalado de la máquina voladora de mister Monck Mason! ¡Llegada a la isla Sullivan, cerca de Charleston, S. C.,[1] de los señores Mason, Roberto Holland, Henson, Harrison Ainsworth y otros cuatro, en el globo dirigible Victoria, después de una travesía de setenta y cinco horas desde un continente al otro! ¡Todos los detalles del viaje!

El siguiente jeu d’esprit[2] con el anterior encabezamiento en magníficos titulares, bien intercalado de signos de admiración, fue publicado primeramente como un hecho auténtico en el diario New-York Sun, y en él cumplió del todo el propósito de proporcionar un alimento indigesto a los curiosos durante las pocas horas de intervalo entre dos correos de Charleston. La rebatiña por conseguir el «único periódico que traía las noticias» fue algo que supera lo más prodigioso; y en realidad, si —como algunos afirman— el Victoria «no ha» realizado por completo el viaje registrado, sería difícil indicar una razón por la cual no pueda haberlo realizado.

¡El gran problema ha quedado resuelto al fin! El aire, lo mismo que la tierra y el océano, ha sido dominado por la ciencia, y llegará a ser para la Humanidad una vulgar y cómoda vía de comunicación. ¡El Atlántico acaba de ser atravesado en un globo! Y esto sin demasiadas dificultades, sin gran peligro aparente, con una máquina regida por completo, ¡y en el inconcebible tiempo brevísimo de setenta y cinco horas, de orilla a orilla! Gracias a la actividad de un corresponsal en Charleston, S. C., estamos en disposición de proporcionar al público un relato detallado del más extraordinario viaje que se haya realizado desde el sábado 6 del corriente, a las once de la mañana, hasta las dos de la tarde del martes 9 del corriente, por sir Everard Bringhurst y los señores Osborne, un sobrino de lord Bentinck, Monck Mason y Roberto Holland, los famosos aeronautas; Harrison Ainsworth, autor de Jack Seppard, etcétera; Henson, el inventor de la última y fracasada máquina voladora, y dos marineros del Woolwich; en total, ocho personas. Los detalles que se dan a continuación pueden ser considerados como auténticos y seguros bajo todos los aspectos, puesto que, con alguna leve excepción, han sido copiados al pie de la letra de los diarios reunidos de los señores Monck Mason y Harrison Ainsworth, a cuya cortesía debe también nuestro corresponsal mucha información verbal relativa al globo mismo, a su construcción y a otros temas de interés. La única alteración en el manuscrito recibido ha sido hecha con intención de dar al relato apresurado de nuestro corresponsal, el señor Forsyth, una forma coherente e inteligible.

EL GLOBO

Dos fracasos señalados y recientes —los del señor Henson y sir Jorge Cayley— habían rebajado mucho el interés público con respecto a la navegación aérea. El proyecto del señor Henson (al principio fue considerado muy factible por todos los hombres de ciencia) se basaba sobre el principio de un plano inclinado, lanzado desde una altura por una fuerza extrínseca aplicada y continuada por la rotación de unas aspas parecidas en su forma y número a las de un molino. Pero en todos los experimentos efectuados con modelos de la Adelaide Gallery resultó que el movimiento de dichas aspas no sólo no hacía avanzar la máquina, sino que impedía realmente su vuelo. La única fuerza propulsora que mostró nunca fue el simple impulso adquirido en el descenso por el plano inclinado, y ese impulso arrastraba la máquina más lejos cuando las aspas estaban en reposo que cuando estaban en movimiento, hecho que demostraba lo suficiente su inutilidad, y a falta del poder propulsor, que era asimismo el sustentador, el aparato entero debía forzosamente descender. Estas consideraciones indujeron a sir Jorge Cayley a pensar sólo en adaptar un propulsor a una máquina que tuviese en sí misma un poder independiente de sustentación; en una palabra, a un globo. La idea, sin embargo, no era nueva u original por parte de sir Jorge más que en lo que se refería al modo de aplicarla en la práctica. Exhibió él un modelo de su invención en la Institución Politécnica. El principio propulsor o fuerza motriz era en éste también aplicado a unas superficies no continuas o aspas, puestas en rotación. Estas aspas eran cuatro; pero resultaron de todo punto impotentes para mover el globo o para ayudarlo en su fuerza ascensional. El proyecto entero supuso, por tanto, un fracaso rotundo.

En esta coyuntura fue cuando el señor Monck Mason (cuyo viaje desde Dover hasta Weilburg en el globo Nassau excitó tan gran interés en 1837) concibió la idea de emplear el principio del tornillo de Arquímedes al proyecto de la propulsión en el aire, atribuyendo justamente al fracaso de los planos del señor Henson y de sir Jorge Cayley a la no continuidad de la superficie de las aspas independientes. Realizó su primer ensayo público en Willi’s Room; pero más tarde trasladó su modelo a la Adelaide Gallery.

Como el globo de sir Jorge Cayley, el suyo era un elipsoide. Medía trece pies y seis pulgadas de largo, y seis pies ocho pulgadas de alto. Contenía trescientos veinte pies cúbicos, aproximadamente, de gas, que, si era hidrógeno puro, podían soportar veintiuna libras recién inflado el globo, antes de que el gas tuviera tiempo de alterarse o de escapar. El peso de la máquina entera y del aparato era de diecisiete libras, dejando, pues, alrededor de cuatro libras de ahorro. Debajo del centro del globo llevaba una armadura de madera ligera, de unos nueve pies de largo, sujeta al globo mismo por una red de clase corriente. De esa armadura iba suspendida una cesta o barquilla de mimbre.

El tornillo consiste en un eje de tubo de cobre hueco, de dieciocho pulgadas de largo, a través del cual, sobre una semiespiral inclinada en un ángulo de quince grados, pasan una serie de radios de alambre de acero, de dos pies de largo, y que sobresalen así un pie por cada lado. Estos radios están conectados en sus extremidades exteriores con dos tiras de alambre aplastado, formando así el conjunto la armadura del tornillo, que está completado por un tejido de seda engrasada, cortada en triángulos y tensa de manera a presentar una superficie bastante uniforme. En cada final de sus ejes este tornillo está soportado por unos tubos de cobre que bajan desde el aro. En las puntas inferiores de esos tubos hay unos orificios en los cuales giran los pivotes del eje. Del final del eje, que está junto a la barquilla, sale una flecha de acero que une el tornillo con el piñón de una pieza de muelle mecánico fija en la barquilla. Al actuar ese muelle, el tornillo es obligado a girar con gran rapidez, transmitiendo un movimiento progresivo al conjunto. Por medio del timón puede girar con facilidad en todas direcciones. El muelle es de una gran potencia en comparación con sus dimensiones, siendo capaz de levantar cuarenta y cinco libras sobre un cilindro de cuatro pulgadas de diámetro, después de la primera revolución, y aumentando gradualmente a medida que funciona. Pesaba, en total, ocho libras y seis onzas. El timón era una armadura ligera de caña forrada de seda, confeccionado a semejanza de una raqueta, de tres pies de largo, poco más o menos, y de un pie de anchura máxima. Su peso era de unas dos onzas. Podía girar en plano, y dirigirse de arriba abajo, lo mismo que a derecha o a izquierda, permitiendo así al aeronauta transportar la resistencia del aire que debía en una posición inclinada engendrar a su paso, a cualquier lado sobre el cual quisiera actuar, determinando de ese modo para el globo la dirección opuesta.

Este modelo (que por falta de tiempo hemos descrito forzosamente de un modo imperfecto) fue puesto en movimiento en la Adelaide Gallery, donde realizó una velocidad de cinco millas por hora, aunque, y resulta doloroso decirlo, despertó muy poco interés en comparación con la anterior y complicada máquina del señor Henson; tan decidido está el mundo a despreciar toda cosa que se presenta con un aire de sencillez. Para realizar el gran desiderátum de la navegación aérea, se suponía en general que debía aplicarse de un modo excesivamente complicado algún profundo principio de dinámica.

No obstante, el señor Mason estaba tan satisfecho del reciente éxito de su invención, que decidió construir desde luego, si era posible, un globo de una capacidad suficiente para comprobar el problema en un viaje de alguna extensión, siendo su primitivo proyecto cruzar el canal de la Mancha, como lo había efectuado antes en el globo Nassau. Para llevar a cabo su plan, solicitó y obtuvo la ayuda de sir Everard Bringhurst y del señor Osborne, dos caballeros famosos por sus conocimientos científicos y en especial por el interés que habían demostrado por los progresos de la aeronáutica. El proyecto, por deseo del señor Osborne, fue ocultado con gran secreto al público; las únicas personas a quienes se confió aquél fueron las empeñadas en la construcción de la máquina, que se efectuaba (bajo la inspección de sir Everard Bringhurst y de los señores Mason, Holland y Osborne) en la morada de este último, próxima a Penstruthal, en el País de Gales. El señor Henson, acompañado de su amigo el señor Ainsworth, fue admitido a examinar en privado el globo, el sábado último, cuando esos dos señores adoptaron las disposiciones finales para que fuese él incluido en la aventura. No sabemos por qué razones los dos marineros formaron también parte de la expedición; pero dentro de uno o dos días podremos dar a nuestros lectores detalles minuciosos respecto a ese extraordinario viaje.

El globo está hecho de seda, barnizada con caucho líquido. Es de amplias dimensiones, conteniendo más de 40.000 pies cúbicos de gas; pero como el gas de hulla ha sido empleado en lugar del hidrógeno, más expansivo e inadecuado, la potencia sustentadora de la máquina, hinchado por completo el globo e inmediatamente después de haberlo sido, no llega a 2.500 libras. El gas de hulla no es sólo mucho menos costoso, sino que puede encontrarse y manejarse con mayor facilidad.

Debemos al señor Charles Green la utilización de ese gas en los procedimientos usuales de la aeronáutica. Antes de su descubrimiento, el procedimiento para hinchar un globo era no sólo excesivamente costoso, sino inseguro. Se perdían con frecuencia dos y hasta tres días en esfuerzos inútiles para proporcionarse el suficiente hidrógeno con que inflarlo, y con ese gas se producía una gran tendencia a los escapes, a causa de su extremada sutileza y de su afinidad con la atmósfera circundante. Un globo lo bastante perfecto para retener su contenido de gas hulla sin alterar su calidad ni su cantidad durante seis meses, no podría conservar una cantidad igual de hidrógeno con igual pureza durante seis semanas.

Estimando la fuerza sustentadora de dos mil quinientas libras, y los pesos reunidos de los ocupantes sólo en mil doscientas, aproximadamente, restaba un exceso de mil trescientas, de las que mil doscientas quedaban consumidas por el lastre, dispuesto en sacos de diferentes tamaños con sus respectivos pesos marcados sobre cada uno, y por el cordaje, los barómetros, telescopios, barriles conteniendo provisiones para una quincena, recipientes para el agua, capas, sacos de noche y otros varios objetos indispensables, incluyendo una cafetera ideada para calentar café por medio de cal en polvo, para evitar en absoluto encender fuego, si no se juzgaba prudente hacerlo así. Todos esos artículos, a excepción del lastre y de unas cuantas menudencias, van colgados del aro de arriba. La barquilla es más pequeña y leve, en proporción, que la colgada en el modelo. Está hecha de un mimbre ligero, y es de una resistencia maravillosa para una máquina tan frágil. Tiene unos cuatro pies de hondo. El timón es mucho más grande, en proporción, que el del modelo, y el tornillo es notablemente menor. El globo está, además, provisto de un rezón a modo de pequeña ancla, y de una cuerda de arrastre; esta última es de la más indispensable utilidad. Son aquí necesarias unas cuantas palabras explicativas para aquellos de nuestros lectores que no estén versados en los detalles de la aeronáutica.

Tan pronto como el globo se despega de la tierra, queda sometido a la influencia de muchas circunstancias que tienden a crear una diferencia en su peso, aumentando así o disminuyendo su fuerza ascensional. Por ejemplo, puede haber una acumulación de rocío sobre la seda, capaz de llegar hasta algunos centenares de libras; hay que arrojar entonces lastre, pues si no el aparato desciende. Arrojado este lastre, y al hacer un sol despejado que evapore el rocío, y al mismo tiempo que aumente la fuerza de expansión del gas dentro de la seda, el conjunto volverá a elevarse enseguida. Para moderar esa ascensión, el único recurso es (o más bien era hasta la invención de la cuerda de arrastre por el señor Green) dejar escapar gas por la válvula; pero la pérdida de gas significa una pérdida proporcional en la fuerza ascensional; de tal modo, que en un período de tiempo relativamente breve el globo mejor construido tendría por necesidad que agotar todos sus recursos y caer a tierra. Éste era el gran obstáculo en los viajes largos.

La cuerda de arrastre remedia la dificultad del modo más sencillo que puede imaginarse. Es simplemente una cuerda muy larga que se deja arrastrar desde la barquilla, y cuyo efecto consiste en impedir que el globo cambie de nivel en un grado sensible. Si, por ejemplo, hay una acumulación de humedad sobre la seda, y el aparato comienza a descender, por consiguiente, no hay necesidad de arrojar lastre para remediar el aumento de peso, pues esto se remedia, o se contrarresta, en una proporción precisa, depositando sobre la tierra exactamente tanto longitud de cuerda como sea necesario. Si, por el contrario, determinadas circunstancias producen una ligereza excesiva y una ascensión precipitada, esa ligereza quedará al punto neutralizada por el peso adicional de la cuerda que se recoge, subiéndola desde tierra. Así el globo no puede subir o bajar más que dentro de muy pequeños límites, y sus recursos de gas y lastre permanecen casi intactos. Cuando se pasa por encima de una extensión de agua, se hace necesario emplear barrilitos de cobre o de madera llenos de un lastre líquido más ligero que el agua. Flotan éstos y hacen el oficio de una cuerda sobre el suelo. Otro oficio muy importante de la cuerda de arrastre es señalar la dirección del globo. La cuerda draga, por decirlo así, ya sea sobre tierra o ya sea sobre el mar, cuando el globo está en libertad. Este último, por consiguiente, cuantas veces marcha se adelanta; así, una estimación realizada con el compás de las posiciones relativas de los dos objetos indicará siempre la dirección. De igual manera, el ángulo formado por la cuerda con el eje vertical de la máquina indica la velocidad. Cuando no hay ángulo —en otros términos, cuando la cuerda desciende perpendicular—, es que la máquina toda está fija; pero cuanto más abierto es el ángulo, es decir, cuanto más está el globo en adelanto sobre el extremo de la cuerda, mayor es la velocidad, y a la inversa.

Como el proyecto de los viajeros, al principio, era cruzar el canal de la Mancha y descender lo más cerca de París que fuera posible, habían tomado la precaución de proveerse de pasaportes visados para todas las partes del continente, especificando el carácter de la expedición, como en el caso del viaje en el Nassau, lo cual aseguraba a los intrépidos aventureros una dispensa de las usuales formalidades oficinescas; pero unos sucesos inesperados hicieron superfluos los pasaportes. La operación de hinchar el globo comenzó muy tranquilamente en la mañana del sábado, 6 del corriente, al amanecer, en el gran patio de Wheal-Vor House, residencia del señor Osborne, a una milla, o cosa así, de Penstruthal, en Gales del Norte; y a las once y siete minutos, estando todo dispuesto para la partida, fue soltado el globo, y se elevó suave, pero constantemente, en una dirección casi sur. No se hizo uso, durante la primera media hora, del tornillo ni del timón. Nos servimos ahora del diario, tal como ha sido transcrito por el señor Forsyth conforme a los manuscritos reunidos de los señores Monck Mason y Ainsworth. El cuerpo de este diario, según lo reproducimos, está escrito de mano del señor Mason, y se le ha añadido un post-scriptum o apéndice del señor Ainsworth, quien tiene en preparación y dará a conocer muy pronto al público un informe más minucioso del viaje, y, sin duda alguna, de un interés emocionante.

EL DIARIO

Sábado, 6 de abril

Todos los preparativos que pudieran considerarse como un obstáculo han sido realizados esta noche: hemos comenzado a hinchar el globo esta mañana al amanecer; pero, a causa de una niebla espesa que cargaba de agua los pliegues de la seda y la hacía poco manejable, no nos hemos elevado antes de las once, aproximadamente. Entonces largamos todo con un gran entusiasmo y nos elevamos con suavidad, aunque sin interrupción, merced a una grata brisa del norte, que nos llevó en dirección del canal de la Mancha. Encontramos la fuerza ascensional más fuerte de lo que habíamos esperado, y como subíamos lo bastante alto para dominar todas las escolleras y estar sometidos a la acción más cercana de los rayos solares, nuestra ascensión se hacía cada vez más rápida. Sin embargo, deseaba yo no perder gas desde el comienzo de nuestra tentativa, y decidí que había que elevarse por el momento. Recogimos hacia nosotros nuestra cuerda de arrastre; pero, aun después de haberla retirado por completo de tierra, seguimos ascendiendo muy deprisa. El globo marchaba con una seguridad singular y ofrecía un magnífico aspecto; unos diez minutos después de nuestra partida, el barómetro señalaba una altura de quince mil pies.

El tiempo era muy hermoso, y el aspecto de la campiña a nuestros pies —uno de los más románticos desde todos los puntos de vista— era entonces sublime en particular. Las quebradas numerosas y profundas presentaban la apariencia de lagos, causa de los densos vapores que las llenaban, y las alturas y las rocas situadas al sudeste, amontonadas en un inextricable caos, se asemejan en un todo a las ciudades gigantescas de la mitología oriental. Nos acercábamos rápidamente a las montañas hacia el sur; pero nuestra elevación era más que suficiente para permitirnos franquearlas con toda seguridad. En unos minutos, planeábamos por encima de ellas a maravilla, y al señor Ainsworth, así como a los marineros, les chocó su apariencia poco elevada, vistas así desde la barquilla, y es que una gran altura en globo tiene por resultado reducir las desigualdades de la superficie situada debajo, a un nivel casi unido. A las once y media, cuando seguíamos siempre una dirección sur, o poco menos, divisamos por primera vez el canal de Bristol, y quince minutos después, la línea de la rompiente de la costa estaba debajo de nosotros y marchábamos favorablemente sobre el mar. Decidimos entonces soltar el gas requerido para que nuestra cuerda de arrastre se deslizara sobre el agua con las boyas sujetas a ella. Lo cual quedó hecho en un minuto comenzando nosotros a descender poco a poco. Al cabo de unos veinte minutos, nuestra primera boya tocó, y al zambullirse la segunda, permanecimos a una altura fija. Estábamos todos muy inquietos por comprobar la eficacia del timón y el tornillo, y nos dispusimos a utilizarlos sin tardanza, a fin de determinar mejor aún nuestra ruta hacia el este, poniendo proa hacia París. Por medio del timón, efectuamos en un instante el cambio necesario de dirección, y nuestra ruta se halló casi en ángulo recto con el viento; después pusimos en movimiento el muelle del tornillo, y nos sentimos encantados al ver que nos llevaba dócilmente en el sentido deseado. En este momento lanzamos nueve veces un «¡viva!» muy fuerte y arrojamos al mar una botella que contenía una tira de pergamino con una breve reseña del principio del invento. A pesar de todo, no habíamos acabado apenas de manifestar nuestro triunfo, cuando sobrevino un accidente imprevisto que era como para desanimarnos. La varilla de acero que unía el muelle con el propulsor quedó de repente desplazada por el extremo que terminaba en la barquilla (fue el efecto de la inclinación de la barquilla, de resultas de algún movimiento de uno de los marineros que iban con nosotros), y en un instante, se encontró suspendida y bailando fuera de nuestro alcance, lejos del pivote del eje del tornillo. Mientras nos esforzábamos por atraparla, y toda nuestra atención estaba absorbida en ello, nos encontramos envueltos en una violenta corriente de aire del este, que nos llevó con una fuerza rápida y creciente del lado del Atlántico.

Nos encontramos empujados hacia el mar a una velocidad que no era, seguramente, menor de cincuenta o sesenta millas por hora, hasta el punto de que alcanzamos el cabo Clear, a cuarenta millas hacia el norte, antes de haber podido sujetar la varilla de acero y de tener tiempo de pensar en virar. Fue entonces cuando el señor Ainsworth hizo una proposición extraordinaria, pero que, a mi juicio, no era en modo alguno irrazonable ni quimérica, en la cual fue enseguida animado por el señor Holland; a saber: que podíamos aprovechar la fuerte brisa que nos empujaba, e intentar, en vez de dirigirnos a París, alcanzar la costa de Norteamérica. Después de una ligera reflexión, presté gustoso mi asentimiento a aquella removedora proposición que, cosa extraña de decir, no encontró objeciones más que en los dos marineros.

Sin embargo, como estábamos en mayoría, vencimos sus recelos, y mantuvimos con resolución nuestra ruta. Nos dirigimos rectos hacia el oeste; pero como el arrastre de las boyas representaba un obstáculo material para la marcha, y dominábamos lo bastante el globo, ya fuera para subir, ya para descender, arrojamos primero cincuenta libras de lastre y por medio de una manivela recogimos del mar toda la cuerda. Comprobamos inmediatamente el efecto de esta maniobra por un prodigioso aumento de velocidad, y cuando la brisa refrescaba, avanzamos con una rapidez casi inconcebible; la cuerda de arrastre se extendía detrás de la barquilla como la estela de un navío. Es inútil decir que nos bastó un espacio de tiempo muy corto para perder de vista la costa. Pasamos por encima de innumerables barcos de guerra de todas clases, algunos de los cuales iban a barlovento; pero la mayor parte estaban anclados. Causamos entre sus tripulaciones el mayor entusiasmo, entusiasmo saboreado en grande por nosotros mismos, y en especial por nuestros dos hombres que, ahora bajo la influencia de algunas copitas de ginebra, parecían ya decididos a abandonar todos los temores y escrúpulos. Varios barcos dispararon el cañonazo de señal, y todos nos saludaron con fuertes «¡vivas!», que oíamos con una claridad sorprendente entre la agitación de gorras y pañuelos. Marchamos así todo el día, sin incidente material alguno, y cuando las primeras sombras se amontonaban a nuestro alrededor, hicimos una estima aproximada de la distancia recorrida. No podía ser menor de quinientas millas, acaso mayor. Durante todo este tiempo el propulsor funcionó, y sin duda alguna, ayudó de una manera positiva nuestra marcha. Cuando el sol se puso, la brisa refrescó, transformándose en una verdadera borrasca. Debajo de nosotros el océano era perfectamente visible a causa de su fosforescencia. El viento sopló del este toda la noche, y nos dio los más brillantes presagios de éxito. Sufrimos no poco con el frío, y la humedad de la atmósfera nos resultaba muy penosa; pero el sitio libre en la barquilla era bastante amplio para permitirnos tendernos, y gracias a nuestras capas y a algunas mantas, salimos del paso todo lo mejor posible.

Post-scriptum (Por el señor Ainsworth). —Las últimas nueve horas han sido, indiscutiblemente, las más emocionantes de mi vida. No puedo concebir nada más exaltador que el extraño peligro y la novedad de una aventura como ésta. ¡Quiera Dios concedernos el triunfo! No pido el triunfo por la simple salvación de mi insignificante persona, sino por amor a la ciencia humana y por la grandeza del triunfo. Y al fin y al cabo, la hazaña resulta tan a todas luces factible, que mi único asombro es que los hombres hayan tenido escrúpulos en intentarla antes. Con que un simple ventarrón como el que nos favorece ahora, con que un torbellino tempestuoso así empuje un globo durante cuatro o cinco días (esos vientos duran a menudo más tiempo), el viajero será fácilmente transportado, en ese lapso, de una orilla a la otra. Con un ventarrón semejante, el vasto Atlántico se convierte en un simple lago. Me impresiona más, sobre todo ahora, el supremo silencio que reina en el mar debajo de nosotros, no obstante su agitación, que cualquier otro fenómeno que tenga lugar al presente. Las aguas no lanzan ningún clamor hacia los cielos. El inmenso océano llameante se agita y se atormenta sin quejas. Las olas montañosas sugieren la idea de innumerables demonios gigantescos y mudos forcejeando en una impotente agonía. Durante una noche como es ésta para mí, un hombre vive —vive un siglo entero de vida ordinaria—, y no cedería yo este arrebatado deleite por un siglo entero de esa existencia ordinaria.

Domingo 7

(Manuscrito del señor Mason)

Esta mañana hacia las diez, el ventarrón se ha calmado, convirtiéndose en una brisa de ocho o nueve nudos (para un barco en el mar), y nos ha hecho recorrer acaso treinta millas por hora o más. Sin embargo, había cambiado mucho hacia el norte, y ahora, al ponerse el sol, nos dirigimos al oeste, debido principalmente al tornillo y al timón, que responden a nuestro propósito de un modo admirable. Considero el proyecto como de todo punto satisfactorio, y la navegación aérea, fácil en todas direcciones (de no ser con un viento contrario por completo), como un problema resuelto. No hubiéramos podido hacer frente al fuerte viento de ayer; pero, al elevarnos, habríamos podido librarnos de su influencia, en caso necesario. Contra una suave brisa persistente, estoy convencido de que podríamos avanzar con el propulsor. Hoy a mediodía nos hemos elevado a una altura de casi veinticinco mil pies, soltando lastre. No hemos intentado buscar una corriente más directa; pero no hemos encontrado ninguna tan favorable como esta que nos empuja ahora. Tenemos gas abundante para cruzar esa pequeña laguna, aunque hubiese de durar el viaje tres semanas. No siento el más leve temor en cuanto al resultado. Las dificultades han sido extrañamente exageradas y falsamente interpretadas. Puedo escoger mi corriente, y aunque tuviese todas las corrientes en contra mía, podría seguir a satisfacción la marcha con el propulsor. No hemos tenido incidentes dignos de registrarse. La noche se anuncia hermosa.

P. S. (Por el señor Ainsworth). —Tengo poco que anotar, excepto el hecho (que ha sido para mí una sorpresa completa) de que, a una altura igual a la del Cotopaxi, no he sentido ni un frío intenso ni dolor de cabeza, ni dificultad para respirar; tampoco los han sentido los señores Mason, Holland ni sir Everard. El señor Osborne se ha quejado de opresión en el pecho, pero le ha desaparecido pronto. Hemos volado a una gran velocidad durante el día, y debemos de estar a menos de la mitad de la travesía del Atlántico. Hemos pasado sobre unos veinte o treinta barcos de diferentes clases, y todos parecían asombrados con deleite. Cruzar el océano en un globo no es tan difícil, después de todo. Omne ignotum pro magnifico. —Nota: a una altura de veinticinco mil pies, el cielo aparece casi negro, y las estrellas son bien visibles, mientras que el mar, no parece convexo (como podría suponerse), sino absoluta e inequívocamente cóncavo.[3]

Lunes 8

(Manuscrito del señor Mason)

Esta mañana hemos sufrido de nuevo una pequeña perturbación por la varilla del propulsor, que deberá ser rehecha totalmente, por temor a un serio accidente; me refiero a la varilla de acero y no a las aspas. Estas últimas no pueden mejorarse. El viento ha soplado todo el día constante y fuerte del nordeste: hasta tal punto la Fortuna parece decidida a favorecernos. Al ir a amanecer, nos sentimos todos un tanto alarmados por algunos ruidos raros y algunas sacudidas en el globo, acompañados de la aparente y rápida parada de toda la máquina. Estos fenómenos estaban ocasionados por la expansión del gas, debido a un aumento de calor en la atmósfera y al consiguiente desmenuzamiento de las menudas partículas de hielo que se habían incrustado en la red durante la noche. Hemos arrojado varias botellas a los barcos que teníamos debajo. Una de ellas, según hemos visto, ha sido recogida por un buque grande: al parecer, uno de los que sirven la línea de Nueva York. Nos hemos esforzado por divisar su nombre, pero no estamos seguros de haberlo logrado. El señor Osborne, con el telescopio, ha leído algo parecido a Atalanta. Son ahora las doce de la noche y seguimos casi hacia el oeste con una marcha rápida. El mar está singularmente fosforescente.

P. S. (Por el señor Ainsworth). —Son ahora las dos de la mañana. Hay casi calma, por lo que pueda juzgar; pero es muy difícil determinar este punto, dado que nos movemos tan en absoluto con el aire. No he dormido desde que salí de Wheal-Vor; pero no puedo seguir así más, y voy a echar un sueño. No podemos estar lejos de la costa americana.

Martes 9

(Manuscrito del señor Ainsworth)

Una de la tarde. Tenemos a la vista la costa baja de Carolina del Sur. El gran problema está resuelto. ¡Hemos atravesado el Atlántico —entera y fácilmente— en un globo! ¡Alabado sea Dios! ¿Quién dirá que exista cosa alguna imposible en el futuro?

Aquí termina el diario. Algunos detalles sobre el descenso han sido comunicados por el señor Ainsworth al señor Forsyth. Había casi una calma chicha cuando los viajeros llegaron a la vista de la costa, que fue desde luego reconocida por los dos marineros y por el señor Osborne. Este caballero tenía algunas amistades en el fuerte Moultrie, por lo cual se decidió acto seguido descender en sus cercanías. El globo fue llevado hasta la playa (había marea baja, y la arena dura, lisa, se adaptaba admirablemente al descenso), y echada la pequeña ancla, prendió con toda firmeza al instante. Los habitantes de la isla y del fuerte se apiñaban, claro está, para ver el globo; pero sólo con muchas dificultades podían prestar crédito al viaje realizado, la travesía del Atlántico. El ancla prendió en definitiva a las dos de la tarde en punto; por tanto, el viaje entero había sido efectuado en setenta y cinco horas, o más bien en algo menos, contando de orilla a orilla. No ocurrió ningún accidente grave. No hubo que temer ningún peligro verdadero en todo ese tiempo. El globo fue desinflado y sujeto sin apuros, y cuando fueron enviados desde Charleston los manuscritos de donde se toma este relato, los tripulantes se hallaban aún en el fuerte Moultrie. Se desconocen sus propósitos ulteriores; pero podemos prometer con toda seguridad a nuestros lectores alguna información adicional, bien para el lunes o en el transcurso del próximo día, lo más tarde.

Ésta es, innegablemente, la más estupenda, la más interesante y la más importante empresa que haya sido realizada o intentada nunca por unos hombres. Inútil sería por ahora pensar en determinar qué magníficos resultados puede traer como consecuencia.

Cuentos
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