EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD

En el examen de las facultades e impulsos de la prima mobilia del alma humana, los frenólogos olvidaron mencionar una tendencia que, aun cuando existe visiblemente como sentimiento primitivo, radical e irreductible, ha sido también admitida por los moralistas que les precedieron. Ninguno en la pura arrogancia de la razón la hemos tenido en cuenta. Hemos permitido que escapase su existencia a nuestros sentidos tan sólo por falta de credulidad, de fe, ya sea fe en la Revelación o en la Cábala. Jamás se nos ocurrió pensar en ello, precisamente por causa de su carácter de supererogación. No hemos experimentado la necesidad de comprobar esta inclinación, esta tendencia. No nos era posible imaginar su necesidad, ni tampoco adquirir la noción de este primur mobile, y aunque hubiese penetrado a la fuerza en nosotros, no hubiéramos podido comprender nunca cuál era su misión en la economía de las cosas humanas, temporales o eternas.

No podemos negar que la frenología, y una gran parte de las ciencias metafísicas, han sido concebidas a priori. El intelectual o el lógico pretende, más que el inteligente y observador, comprender los designios de Dios, dictarle sus planes. Después de haber profundizado de este modo y a su gusto en las intenciones de Jehová, y de acuerdo con ellas, ha construido sus innumerables y caprichosos sistemas. En frenología, por ejemplo, hemos empezado estableciendo, y por cierto de una forma muy natural, que era designio de la Divinidad el que el hombre comiera. Más tarde, asignamos al hombre un órgano, de alimentivenes,[1] y este órgano es aquel por el cual la Divinidad obliga al hombre, de grado o por fuerza, a comer. En segundo lugar, decidido ya que por designio de Dios debe el hombre perpetuar su especie, nos vemos forzados a descubrir un órgano de amatividad. Ocurrió lo mismo con los de combatividad y, en suma, con todo órgano que representa una inclinación, un sentimiento moral o una facultad de pura inteligencia. En este orden de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con o sin razón, se han limitado a seguir en principio las huellas determinadas por sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa con arreglo al destino preconcebido del hombre y fijando como base las intenciones de su Creador.

Mucho más prudente y seguro hubiera sido establecer nuestra clasificación —ya que nos es absolutamente necesario clasificarla— en los actos que el hombre ejecuta habitualmente, y en aquellos que de forma ocasional lleva a efecto, ocasionalmente siempre, antes que fundarla en la hipótesis de que la Divinidad misma es la que obliga a su realización. Si no nos es posible comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo podremos comprenderle en los impenetrables pensamientos suyos que dan vida a esas obras? Si tampoco nos es posible imaginarle en sus creaciones objetivas, ¿de qué forma habremos de concebirle en sus modos sustantivos y fases de creación?

La inducción a posteriori hubiese obligado a la frenología a admitir, como primitivo e innato principio de la acción humana, un algo paradójico que, a falta de un término más significativo, llamaremos perversidad. Esto, teniendo en cuenta el sentido que aquí le atribuimos, es realmente un mobile sin causa, una causa sin mobile. Bajo su poder obramos sin una finalidad inteligible. Si esto aparece como una contradicción en los términos, podemos modificar la proposición diciendo que bajo su influjo obramos por la razón de que no deberíamos hacerlo.

Teóricamente, no puede existir una razón más irrazonable; pero, en realidad, no hay otra más poderosa. En condiciones determinadas, llega a ser absolutamente irresistible para ciertos espíritus. No es mi vida para mí una cosa más cierta que esta proposición. La seguridad del pecado, o del error, que trae consigo un acto cualquiera, es frecuentemente, la única fuerza invencible que nos impulsa, y nos impulsa sola a ejecutarlo. Esta tendencia obsesionante de hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis ni resolución alguna en ulteriores elementos. Es un movimiento radical, primitivo, elemental. Supongo que se dirá que, si insistimos en ciertos actos porque sabemos que no deberíamos insistir en ellos, nuestro proceder no es más que una modificación de aquella que, por lo general, deriva de la combatividad frenológica.

Una simple observación bastaría para descubrir la falsedad de semejante idea. La combatividad frenológica se deduce y resulta de la existencia de la necesidad de defensa personal. Es nuestra protección contra la injusticia. Su principio protege nuestro bienestar. Y, sí, al mismo tiempo que se verifica su desarrollo, se produce exaltadamente en nosotros el deseo del bienestar. De aquí resulta que éste debiera excitarse simultáneamente con todo principio que fuera tan sólo una modificación de la combatividad. Pero en el caso de este algo que llamo perversidad, no sólo no se despierta el deseo de bienestar, sino que, además, parece un sentimiento singularmente contradictorio.

Todo hombre que llame a su propio corazón encontrará al fin y al cabo la mejor respuesta al sofisma de que se trata. Todo el que leal y celosamente consulte e interrogue a su alma, no se atreverá a negar la radicalidad absoluta de la tendencia a que nos referimos, tan característica como incomprensible. Por ejemplo, no hay hombre que, en determinados momentos, no haya experimentado un vivo deseo de atormentar con circunloquios a quien le escucha. Quien habla, sabe de sobra lo que desagrada. Tiene la mejor intención de agradar. Con frecuencia es lacónico, claro y concreto en sus razonamientos. Brota de sus labios un lenguaje tan breve como luminoso. Por tanto, sólo con gran trabajo puede violentarlo. Teme y conjura el mal humor de aquel a quien se dirige. No obstante, le asalta la idea de que podría despertar la cólera si recurriera a determinados incisos y paréntesis. Basta este simple pensamiento. El impulso se convierte en veleidad; ésta crece y se transforma en deseo; el deseo degenera al cabo en necesidad irresistible y ésta se satisface, con gran pesar y molestia de quien habla, y prescindiendo de todas las consecuencias.

Tenemos una labor, una misión que cumplir, y hemos de llevarla a término rápidamente. Sabemos que su demora es nuestra ruina. La más importante crisis de nuestra vida reclama con perentoriedad la acción y energía inmediatas. La impaciencia de comenzar la tarea nos abrasa y consume. El saborear anticipadamente el éxito inflama nuestro espíritu. Es necesario que emprendamos hoy mismo esta tarea, y, sin embargo, la diferimos para mañana. ¿Por qué? No hay otra explicación, de no ser la que nos hace dar cuenta de que esto es perverso. Utilicemos la palabra, sin comprender el principio. Llega mañana, y también la ansiedad impaciente de cumplir con nuestro deber. Pero con ella llega asimismo un vivo deseo anónimo de retardar otra vez, deseo indudablemente terrible, porque es impenetrable su naturaleza. Cuando más pasa el tiempo, el deseo es más fuerte. Sólo nos queda una hora para la acción. Esa hora es nuestra. Temblamos ante la violencia del conflicto que se plantea en nosotros. La batalla entre lo positivo y lo indefinido, entre la sustancia y la sombra. Pero si llega la lucha a tal punto, se impone la sombra y nos debatimos vanamente. Suena el reloj. Su campanada es el toque de agonía de nuestra felicidad, y, al mismo tiempo, para la sombra que tan largamente nos ha aterrado, el cántico desvelador, la diana del victorioso gallo de los fantasmas. Huye la sombra. Desaparece. Somos libres. Renace la antigua energía. Ahora trabajaremos. Pero, ¡ay!, es demasiado tarde.

Nos hallamos al borde de un precipicio. Contemplamos el abismo. Sentimos vértigo y malestar. Nuestra primera intención es retroceder ante el riesgo. Pero, inexplicablemente, no nos movemos de allí. Paulatinamente, el malestar, el vértigo y el horror se confunden en un nebuloso e indefinible sentimiento. De forma gradual, insensible, la nube adquiere forma, lo mismo que el vapor de la botella de la que surgía el genio de Las mil y una noches. Pero, al borde del precipicio, de nuestra nube, se levanta, cada vez más palpable, una forma mil veces más terrible que el genio, que cualquier fabuloso demonio. No obstante, es sólo un pensamiento. Pero un horrible pensamiento. Un pensamiento que hiela hasta la propia médula de nuestros huesos y les inculca la feroz delicia de su horror. Sencillamente, es esta idea: ¿cuáles serían nuestras sensaciones durante el transcurso de una caída verificada desde tal altura?

Y por la sencilla razón de que esta caída —este anonadamiento fulminante— implica la más horrible, la más odiosa de cuantas odiosas y horribles imágenes de la muerte y del sufrimiento puede nuestra mente haber concebido, por esta sencilla razón, la deseamos con mayor intensidad. Y porque nuestro raciocinio nos aleja violentamente de la orilla, por esta misma razón nos acercamos a ella con mayor ímpetu. En la Naturaleza no hay pasión más diabólicamente impaciente que la del hombre que, temblando al borde de un precipicio, piensa arrojarse a él. Permitírselo, intentar pensarlo un solo momento, es, inevitablemente, perderse, porque la reflexión nos ordena que nos abstengamos de ello, y por esto mismo, repito, no nos es posible. Si no encontramos un brazo amigo que nos detenga, o si somos incapaces de un repentino esfuerzo para apartarnos lejos del abismo, nos arrojamos a él, nos aniquilamos.

Si examinamos estos actos y otros semejantes, encontraremos que nacen tan sólo del espíritu de perversidad. Los perpetramos, sencillamente, porque reconocemos que no debíamos perpetrarlos. Ni en uno ni en otro caso existe un principio inteligible, y ciertamente podríamos considerar esta perversidad como una instigación directa del demonio, de no haber reconocido que algunas veces colabora en la realización del bien.

Si me he extendido tanto en todo esto ha sido para contestar en cierta manera a vuestra pregunta, para explicaros la razón por la que estoy aquí, y para ofreceros algo que parezca una justificación cualquiera de los hierros que me encadenan y de la celda de condenados que ocupo. Si hubiese sido menos prolijo, no se me hubiera entendido completamente, o, como el vulgo, me hubierais considerado loco. Comprenderéis ahora fácilmente que soy una de las numerosas víctimas del demonio de la perversidad.

No creo posible que se haya planeado un acto con una deliberación más perfecta. Durante semanas, durante meses enteros, medité en los procedimientos del asesinato. Prescindí de mil planes porque la realización de cada uno traía consigo una probabilidad de revelación. Por fin, leyendo un día unas memorias francesas, hallé la historia de una enfermedad casi mortal que padeció madame Pilau, a causa de una bujía accidentalmente envenenada. Bruscamente, asaltó la idea mi imaginación. Sabía que mi víctima acostumbraba leer en el lecho, y también que la alcoba era pequeña y mal ventilada. Pero no quiero cansaros con pormenores ociosos. No particulizaré en los fáciles ardides por medio de los cuales sustituí, en la palmatoria de su alcoba, la vela que allí había por otra preparada por mí… Por la mañana hallóse muerto al hombre en el lecho, y la resolución del coroner[2] fue la siguiente: «Muerto por visitación de Dios».[3]

Heredé su fortuna, y durante varios años todo marchó perfectamente. Jamás por mi mente cruzó la idea de su descubrimiento. Había destruido personalmente los restos de la fatal bujía, y no dejé el menor indicio que pudiera servir para venderme o hacerme sospechoso de asesinato. No es posible imaginar cuán profunda y magnífica satisfacción dilató mi pecho en la consciencia de mi absoluta seguridad. Durante mucho tiempo me acostumbré a gozar de ese sentimiento, que me proporcionaba un placer más positivo que todos cuantos beneficios puramente materiales conseguí con mi crimen. Llegó, por fin, una época en la cual el sentimiento de gozo se fue transformando, por una gradación casi imperceptible, en una idea que no me abandonaba y triunfaba sobre mí. Triunfaba, precisamente, porque no me abandonaba. Apenas podía librarme de ella un solo momento. Con frecuencia ocurre que el oído se fatiga, o la memoria se obsesiona, por una especie de repique en nuestros oídos del estribillo de una canción vulgar o de algún insignificante fragmento de ópera. No cesará la tortura, aunque la canción sea excelente, o amable el fragmento de ópera. Del mismo modo, cuando daba por terminadas mis reflexiones sobre mi seguridad, me repetía constantemente y en voz baja esta frase: «Estoy libre».

Un día paseando al azar por las calles, me sorprendió darme cuenta de que estaba murmurando casi en voz alta las acostumbradas sílabas. En un acceso de petulancia, las repetí y les di entonces esta nueva forma: «Estoy libre, estoy libre, sí, siempre que no sea tan estúpido que yo mismo me delate».

Apenas hube terminado de pronunciar estas palabras, cuando experimenté en mi corazón la entrada de un frío glacial. Yo tenía ya alguna experiencia con respecto a estos arrebatos de perversidad cuya índole extraña he explicado, no sin esfuerzo, y recordaba perfectamente que jamás había sabido resistir a sus triunfantes ataques. En ese momento, la fortuita sugestión nacida en mí mismo de que yo podía ser lo bastante estúpido para confesar el asesinato que había cometido, surgía ante mí como la misma sombra de quien había asesinado, y me lanzaba hacia la muerte.

Al principio intenté esforzarme en ahuyentar aquella pesadilla de mi espíritu. Anduve enérgicamente, más deprisa, cada vez más deprisa, y terminé echando a correr. Experimentaba un embriagador deseo de gritar con todas mis fuerzas. A cada ola que sucesivamente se producía en mi pensamiento, me acongojaba un nuevo terror, porque, ¡ay!, comprendía muy bien, demasiado bien, que, en aquella situación, pensar era perderme. Aceleré aún más mi paso. Casi a saltos, como un loco, crucé las calles llenas de gente. Por último, la gente llegó a alarmarse y echó a correr tras de mí. Entonces me di cuenta de que mi destino se había consumado. Si me hubiera sido posible arrancarme la lengua, lo hubiera hecho. Pero sonó a mis oídos una voz ruda, y una mano más ruda aún me sujetó por un hombro.

Me volví y abrí la boca para respirar. Durante un instante conocí todas las angustias de la sofocación. Me quedé ciego, sordo, ebrio, y entonces, pensé, algún demonio invisible golpeó en mi espalda con su ancha mano. El secreto que durante tanto tiempo había aprisionado escapó de mi espíritu.

Dicen que hablé. También dicen que me expresé con gran claridad, con extraña energía y apasionada precipitación, como si tuviera miedo de que me interrogasen antes de haber pronunciado las breves, pero importantes frases que me ponían en manos del verdugo y me entregaban al infierno. Una vez hube revelado todo lo necesario para la completa convicción de la justicia, caí consternado, desvanecido.

Pero ¿por qué decir más? Hoy arrastro estas cadenas, y estoy aquí. Mañana estaré en libertad. Pero ¿dónde?

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