BERENICE

Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquamtulum fore levatas.[1]

EBN ZAIAT

El infortunio es múltiple. La desdicha sobre la tierra, multiforme. Dominando el vasto horizonte cual el arco iris, son sus matices tan varios como los de ese arco, tan claros también, e incluso tan íntimamente mezclados. ¡Dominando el vasto horizonte cual el arco iris! ¿Cómo he podido obtener de la belleza un tipo de fealdad? ¿Cómo del pacto de paz, un dolor semejante? Pero lo mismo que en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en la realidad, de la alegría nace la pena, bien porque el recuerdo de la felicidad pasada forme la angustia de hoy, bien porque las angustias que son tengan su origen en los éxtasis que pueden haber sido.

Mi nombre de pila es Egeo; no mencionaré mi apellido familiar. Sin embargo, no hay torreones en la comarca más ilustres que los de mi triste y vetusta casa solariega. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y en muchos detalles notables —en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los tapices de los dormitorios, en los cincelados de algunos pilares de la armería, pero más especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca, y por último, en la particularísima naturaleza del contenido de esa biblioteca— hay más que suficientes pruebas para justificar esa creencia.

El recuerdo de mis primeros años va unido a esa sala y a esos volúmenes, de los cuales no diré nada más. Allí murió mi madre. Allí nací. Pero sería ocioso decir que no he vivido antes, que el alma no tiene una existencia anterior. ¿Lo niega usted? No discutamos ese tema. Convencido yo mismo, no intento convencer. Allí hay, no obstante, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y pensativos, de sonidos musicales, aunque tristes; un recuerdo que no quiere irse; un recuerdo parecido a una sombra, vago, invariable, indefinido, incierto, y como una sombra también, me veo en la imposibilidad de deshacerme de ella mientras exista el sol de mi razón.

En esa estancia nací. Despertando así de la larga noche que parecía ser, pero que no era, la nada, para caer enseguida en las verdaderas regiones de un país de hadas, en un palacio fantástico, en los extraños dominios del pensamiento y de la erudición monásticos, no es raro que haya mirado a mi alrededor con ojos espantados y ardientes, que haya malgastado mi infancia ante los libros y disipado mi juventud en sueños; pero lo que es singular, al pasar los años y cuando el mediodía de la virilidad me encontró aún en la casa de mis padres, lo que es maravilloso es ese estancamiento que cayó sobre las fuentes de mi vida, maravilloso ese total trastrocamiento que tuvo lugar en el carácter de mis más vulgares pensamientos. Las realidades del mundo me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras que las ideas desenfrenadas de la comarca soñadora llegaban a ser, en cambio, no el alimento de mi existencia diaria, sino realmente mi entera y única existencia.

Berenice y yo éramos primos, y crecimos juntos en mi casa solariega. Aun así, crecimos muy diferentes: yo, mísero de salud y sepultado en la tristeza; ella, ágil, graciosa y desbordante de energía. Para ella era el vagar por la ladera de la colina; para mí, los estudios del claustro. Yo, viviendo dentro de mi propio corazón, y entregado en cuerpo y alma a la más intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupada por la vida, sin pensar en las sombras de su camino o en el vuelo callado de las horas con plumaje de cuervo. ¡Berenice! Grito su nombre —¡Berenice!—, y en las ruinas vetustas de mi memoria se agitan mil recuerdos tumultuosos a ese sonido. ¡Ah, su imagen está viva ante mí ahora, como en los primeros días de su luminoso ardor y de su alegría! ¡Oh, magnífica, y con todo, fantástica belleza! ¡Oh, sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh, náyade entre sus fuentes! Y luego, luego todo es misterio y terror, y una historia que no puede contarse. Una dolencia, una fatal dolencia cayó sobre su persona como el simún; y hasta cuando yo la contemplaba, el espíritu de transformación pesaba sobre ella, penetrando su espíritu, sus hábitos, su carácter, y de la manera más sutil y terrible, ¡perturbaba incluso la identidad de su persona! ¡Ay, el destructor venía y se iba! Y la víctima, ¿dónde está? No la conocía, o al menos, ¡no la conocía ya como Berenice!

Entre la numerosa serie de enfermedades acarreadas por aquella fatal y primera, que provocaron una revolución de un género tan terrible en el ser moral y físico de mi prima, hay que mencionar la de naturaleza más penosa y tenaz: una especie de epilepsia que terminaba con frecuencia en catalepsia, una catalepsia muy parecida a la muerte real, y de la que despertaba ella en muchos casos con un brusco sobresalto. Al mismo tiempo mi propia enfermedad —pues me han dicho que no puedo llamarla de otro modo—, mi propia enfermedad aumentaba rápidamente, tomando, por último, el carácter de una monomanía, de una forma nueva y extraordinaria, cobrando a cada hora, a cada minuto mayor energía, y adquiriendo al cabo sobre mí el más incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si he de usar este término, consistía en una irritabilidad morbosa de esas facultades del espíritu que la ciencia metafísica denomina atentas. Es más que probable que no sea yo comprendido; pero temo de veras que no haya manera posible de dar a la mayoría de los lectores una idea adecuada de esa nerviosa intensidad de interés con la cual, en mi caso, la facultad de meditación (para no emplear términos técnicos) se ocupaba y se sumía en la contemplación de los objetos más vulgares del universo.

Meditar infatigablemente durante largas horas, con mi atención fija en algún frívolo dibujo sobre el margen o en el texto de un libro; permanecer absorto la mayor parte de un día de verano en una curiosa sombra cayendo oblicuamente sobre el tapiz o sobre el suelo; olvidarme de mí mismo durante una noche entera, espiando la firme llama de una lámpara; soñar toda una jornada con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra vulgar, hasta que el sonido, a causa de las frecuentes repeticiones, cesara de ofrecer una idea cualquiera a la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física por medio de una absoluta inmovilidad corporal, larga y persistentemente mantenida: tales eran algunas de las más comunes y de las menos perniciosas fantasías promovidas por el estado de mis facultades mentales, que no son, por supuesto, únicas, pero que desafían en verdad todo género de análisis o explicación.

A pesar de todo, no quiero ser mal interpretado. La anormal, grave y morbosa atención así excitada por objetos frívolos en su propia naturaleza no debe confundirse en el carácter con esa tendencia meditativa común a toda la humanidad, y a la que se entregan en particular las personas de imaginación ardiente. Era no sólo, como de primera intención podría suponerse, un estado extremo o una exageración de tal tendencia, sino originaria y esencialmente preciso y distinto. En uno de esos casos el soñador o imaginativo, al interesarse por un objeto en general no frívolo, de modo insensible pierde de vista ese objeto en un desierto de deducciones y sugestiones que de allí surgen, hasta que al término de uno de esos sueños diarios con frecuencia henchido de voluptuosidad, encuentra el incitamentum o causa primera de sus meditaciones, por entero desvanecido y olvidado. En mi caso, el objeto primario era invariablemente frívolo, aunque revistiendo, a través del medio de mi visión perturbada, una importancia reflejada e irreal. Hacía yo pocas deducciones, si es que hacía alguna, y esas pocas volvían con obstinación al objeto principal como a un centro. Las meditaciones no eran nunca placenteras; y al final del ensueño, la causa primera, lejos de estar apartada de la vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que era el rasgo característico de mi enfermedad. En una palabra, la facultad espiritual más ejercitada con preferencia era en mí, como he dicho antes, la de la atención, y es, en el soñador diario la especulativa.

Mis libros en aquella época, si no servían en realidad para irritar aquel trastorno, participaban, como debe comprenderse, ampliamente, por su naturaleza imaginativa e inconexa, en las cualidades características del propio mal. Recuerdo bien, entre otros, el tratado de noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regn Dei, la gran obra de San Agustín La Ciudad de Dios y el De Carne Christi, de Tertuliano, cuya paradójica sentencia: «Mortuus est De filius; credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit; certum est quia imposible est», absorbió íntegro mi tiempo durante muchas semanas de laboriosa e infructuosa investigación.

Parecerá así que, alterada en su equilibrio por cosas triviales, mi razón mostrara semejanza con esa roca oceánica de que habla Tolomeo Hephestion, que resistía de firme los ataques de la violencia humana y al más fiero furor de las aguas y de los vientos, temblando únicamente al simple toque de la flor llamada asfódelo. Y aunque a un pensador de poca fijeza le pueda parecer fuera de duda que la alteración producida por su desdichada dolencia en la condición moral de Berenice me proporcionase muchos motivos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, no ocurría así en ningún caso. Durante los intervalos lúcidos de mi dolencia, me causaba su desgracia una pena real, y aquella ruina total de su bella y dulce vida conmovía hondamente mi corazón, sin que dejara yo de reflexionar, muchas veces con amargura en las maravillosas vías por las cuales había podido producirse tan de súbito una revolución tan extraña. Pero aquellas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi dolencia, y eran tales como se le hubiesen ocurrido, en circunstancias semejantes, a la masa ordinaria de la humanidad. Fiel a su propio carácter, mi enfermedad se manifestaba en los menos importantes, pero más pavorosos cambios que tenían lugar en el estado físico de Berenice, en la singular y aterradora deformación de su identidad personal.

Al correr los días más brillantes de su incomparable belleza, con toda seguridad, no la había yo amado nunca. En la extraña anomalía de mi existencia, mis sentimientos no me han venido jamás del corazón, y mis pasiones han venido siempre de mi espíritu. A través del gris de las madrugadas, en las sombras entrecruzadas de la selva al mediodía, y en el silencio de mi biblioteca por la noche, voló ella ante mis ojos, y la vi, no como la Berenice de un sueño, no como un ser de la Tierra, tangible, sino como la abstracción de un ser semejante; no como una cosa que admirar, sino que analizar; no como un objeto de ensueño, sino como tema de una especulación tan abstrusa cual inconexa. Y ahora, ahora me estremecía en su presencia y palidecía cuando se acercaba; pero, aunque lamentando amargamente su decaído y triste estado, recordaba yo que me había amado largo tiempo, y en un mal momento le hablé de matrimonio.

Se acercaba por fin la época de nuestras nupcias cuando una tarde de invierno, uno de esos días intempestivamente cálidos, tranquilos y brumosos que son como la nodriza de la bella Alcione,[2] me senté (creyéndome solo) en el gabinete interior de la biblioteca. Pero al levantar los ojos vi a Berenice en pie ante mí.

¿Fue mi imaginación excitada, o la influencia brumosa de la atmósfera, o el incierto crepúsculo de la estancia, o el ropaje gris que envolvía su figura lo que hizo tan vacilante y vago su contorno? No podría decirlo. Acaso había nacido durante su enfermedad. No habló ella una palabra; y yo por nada del mundo hubiera pronunciado una sílaba. Un estremecimiento helado recorrió mi persona; me oprimió una sensación de insufrible ansiedad; una devoradora curiosidad invadió mi alma, y echándome hacia atrás en el sillón, permanecí durante un rato sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su figura. ¡Ay! Era excesiva su demacración, y ni un solo vestigio de su ser primero se escondía en ninguna línea de aquel contorno.

No era sino una sombra de lo que había sido. Por fin cayeron sobre su rostro mis ardientes miradas. Su frente era alta, muy pálida, y singularmente plácida; los cabellos en otro tiempo de un negro azabache, la recubrían en parte, tapando las sienes hundidas con innumerables rizos, ahora de un vivo dorado, y cuyo carácter fantástico desentonaba de un modo violento con la predominante melancolía de su rostro. Los ojos carecían de vida y de brillo, y, en apariencia, de pupilas; sin querer, aparté las mías de su fijeza vidriosa para contemplar sus delgados y arrugados labios. Se separaron, y en una sonrisa de un especial significado, aparecieron lentamente ante mi vista los dientes de la cambiada Berenice. ¡Pluguiera a Dios que no los hubiese contemplado nunca, o que, al verlos, hubiera muerto yo!

Me sobrecogió el ruido de una puerta que se cerraba, y al levantar los ojos vi que mi prima había salido de la estancia. Pero de la estancia agitada de mi cerebro no había salido, ¡ay!, ni siquiera salir el blanco y triste espectro de aquellos dientes. No había ni una mancha sobre su superficie, ni una sombra sobre su esmalte, ni una mella en su hilera que en aquel breve lapso de su sonrisa no se haya grabado en mi memoria. Los vi ahora más inequívocamente que los había contemplado antes. ¡Los dientes, los dientes! Estaban allí, allá y en todas partes, visibles y palpables ante mí, largos, estrechos y excesivamente blancos, con los pálidos labios arrugados enmarcándolos, como en el verdadero momento de su primero y terrible desarrollo.

Entonces sobrevino la furia plena de mi monomanía, y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. En los objetos multiplicados del mundo exterior no tenía yo pensamientos más que para los dientes. Sentía por ellos un deseo frenético. Todos los demás temas y todos los intereses quedaron absorbidos en su sola contemplación. Ellos, sólo ellos estaban presentes a mi mirada mental, y su sola individualidad se convirtió en la esencia de mi vida espiritual. Los veía bajo todas las luces; les daba vueltas en todos sentidos; estudiaba sus características; me preocupaban sus particularidades; meditaba sobre su conformación; reflexionaba sobre la alteración de su naturaleza; me estremecía atribuyéndoles con la imaginación una facultad de sensación y de sensibilidad, e incluso, sin ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que «tous ses pas étaient des sentiments», y de Berenice creía yo aún más seriamente que tous ses dents étaient des idées. Des idées![3] ¡Ah, he aquí el pensamiento idiota que me ha perdido! Des idées! ¡Ah, por eso los codiciaba yo tan locamente! Sentía que sólo su posesión podía darme el sosiego y hacerme recobrar la razón.

Y cayó la noche así sobre mí, y entonces vinieron las tinieblas, y se detuvieron, y se disiparon, y despuntó el nuevo día, y la bruma de una segunda noche se amontonó ahora a mi alrededor, y aún seguía yo sentado, inmóvil en aquella estancia solitaria, y todavía el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente, hasta el punto de que, con la más viva y horrenda claridad, flotaba en torno, entre las luces y las sombras cambiantes de la habitación. Al cabo irrumpió en medio de mis sueños un grito de horror y de congoja, y a él, después de una pausa, sucedió un ruido de voces agitadas, mezcladas con muchos sordos gemidos de dolor o de pena. Me levanté de mi asiento, y abriendo del todo una de las puertas de la biblioteca, vi rígida en la antecámara a una doncella, deshecha en llanto, que me dijo que Berenice ¡ya no existía! Había sufrido un ataque de epilepsia en las primeras horas de la mañana; y ahora, al caer la noche, estaba la tumba dispuesta para su ocupante, y hechos todos los preparativos para el entierro.

Me encontré de nuevo sentado en la biblioteca y solo. Parecíame que acababa de despertarme de un confuso y agitado sueño. Vi que era ahora medianoche, y me di perfecta cuenta de que, al ponerse el sol, sería enterrada Berenice. Pero no he conservado de lo sucedido una comprensión real ni bien definida. Sin embargo, mi memoria estaba llena de horror, horror más terrible aún por ser vago, terror más terrible en su ambigüedad. Era una página espantosa del libro de mi vida, escrita toda con recuerdos oscuros, atroces e ininteligibles.

Me esforcé por descifrarlos, aunque en vano; de cuando en cuando, parecido al espíritu de un sonido muerto, diríase que retumbaba en mis oídos el grito agudo y penetrante de una voz de mujer. Había yo realizado un acto —¿cuál?—. Me dirigía a mí mismo la pregunta en voz alta, y los ecos de la habitación me musitaban: «¿Qué has hecho?».

Sobre la mesa, a mi lado, ardía la lámpara y cerca había una cajita. No poseía un carácter notable, y la había visto antes muchas veces, pues pertenecía al médico de la familia; pero ¿cómo había venido a parar aquí, sobre mi mesa, y por qué me estremecía al mirarla? Eran, éstas, cosas de poca monta, y mis ojos al final cayeron sobre las páginas abiertas de un libro, y sobre una frase subrayada. Eran las palabras singulares, pero sencillas, del poeta Ebn Zaiat: «Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amiae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas». ¿Por qué al leerlas cuidadosamente se me erizaron los cabellos y mi sangre se heló en mis venas?

Dieron un golpecito en la puerta de la biblioteca, y pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Sus ojos estaban trastornados de terror, y me habló con una voz trémula, ronca y muy baja. ¿Qué me dijo? Oí algunas palabras entrecortadas. Me habló de un grito espantoso que había turbado el silencio de la noche, de una reunión de toda la servidumbre de la casa, de su búsqueda en dirección de aquel sonido; luego, el tono de su voz se hizo espeluznantemente claro cuando me habló de una tumba violada, de un cuerpo desfigurado, sin la mortaja, pero respirando y palpitando aún, ¡vivo todavía!

Señaló mis ropas; estaban manchadas de barro y de sangre coagulada. Sin hablar, me cogió con suavidad de la mano: tenía señales de uñas humanas. Dirigió mi atención hacia un objeto apoyado contra la pared. Lo miré durante unos minutos: era una azada. Lanzando un grito salté hacia la mesa, y agarré la caja que había sobre ella. Pero no tuve fuerza para abrirla, y en mi temblor se me escurrió de las manos, cayó pesadamente y se hizo pedazos. De ella, con un ruido tintineante, se escaparon algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos piececitas blancas, parecidas al marfil, que se esparcieron por el suelo aquí y allá. Eran ¡los dientes de Berenice que le había arrancado yo en su tumba!

Cuentos
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