CUATRO BESTIAS EN UNA
(EL HOMBRE CAMELLO PARDAL)[1]
Chacum a ses vertu.[2]
CREBILLÓN, Xerxès
Antiochus Epiphanes está considerado generalmente como el Gog del profeta Ezequiel. Este honor, debe, sin embargo, ser atribuido más bien a Cambises, el hijo de Ciro. Y, en realidad, el carácter del monarca sirio no necesita de ningún embellecimiento adventicio. Su elevación al trono, o, mejor dicho, su usurpación de la soberanía, ciento setenta y un años antes de la venida de Cristo; su tentativa de saqueo del templo de Diana en Éfeso; su implacable hostilidad contra los judíos; la violación del Santo de los Santos, y su muerte miserable en Taba, después de un reinado tumultuoso de once años, son circunstancias de un tipo sobresaliente, y, por tanto, más notables para los historiadores de su tiempo que las impías, cobardes, crueles, necias y caprichosas hazañas que hay que añadir a la suma total de su vida privada y de su reputación.
Supongamos, amable lector, que estamos ahora en el año del mundo tres mil ochocientos treinta, e imaginemos por unos minutos que nos encontramos en la más grutesca morada del hombre, en la notable ciudad de Antioquía. Es cierto que había en Siria y otras comarcas dieciséis ciudades de ese nombre, además de ésta a que más especialmente aludo. Pero la nuestra es la que se llamaba Antioquía Epidaphne, a causa de su proximidad al pueblecito de Dafne, donde se elevaba un templo consagrado a esta divinidad. Fue edificado (aunque sobre ello exista alguna discusión) por Seleucus Nicanor, el primer rey del país después de Alejandro el Grande, en memoria de su padre, Antíoco, y llegó a ser enseguida la sede de la monarquía siria. En los tiempos florecientes del Imperio romano era la residencia ordinaria del prefecto de las provincias orientales; y muchos de los emperadores de la ciudad reina (entre los que pueden mencionarse, especialmente, a Verus y a Valens) pasaron allí la mayor parte de su tiempo. Pero advierto que hemos llegado a la ciudad misma. Subamos sobre esa muralla y dejemos caer nuestros ojos sobre la ciudad y las tierras comarcanas.
—¿Cuál es ese ancho y rápido río que se abre camino, con innumerables cascadas, por las montañas selváticas, y finalmente entre la maraña de los edificios?
—Es el Orontes, y es la única agua que se divisa, a excepción del Mediterráneo, que se extiende, como un amplio espejo, doce millas aproximadamente, hacia el sur. Todos han visto el Mediterráneo; pero permitidme decir que pocos han podido echar un vistazo a Antioquía. Pocos, quiero decir, pocos son los que, como usted y yo, han gozado al mismo tiempo de los beneficios de una educación moderna. Por eso deje de mirar el mar y dirija toda su atención a la masa de casas que se extiende debajo de nosotros. Recordará que estamos ahora en el año del mundo tres mil ochocientos treinta. Si fuese más tarde (por ejemplo, si fuese el año de Nuestro Señor mil ochocientos cuarenta y cinco) nos veríamos privados de este espectáculo extraordinario. En el siglo diecinueve, Antioquía está (es decir, Antioquía estará) en un lamentable estado de ruina. Habrá sido en ese tiempo totalmente destruida en tres épocas diferentes por tres terremotos. A decir verdad, lo poco que quedará de la primitiva, se encontrará en un estado tan desolado y ruinoso, que el patriarca trasladará su residencia a Damasco. Está bien. Veo que aprovecha usted mi consejo y que dedica la mayor parte de su tiempo a reconocer los lugares para
… alegrar vuestros ojos
con los recuerdos y las cosas famosas
que más renombre dan a esta ciudad…
Le pido perdón; había olvidado que Shakespeare no florecerá antes de mil setecientos cincuenta años. Pero el aspecto de Epidaphne, ¿no justifica ese nombre de grutesco que le he dado?
—Está bien fortificada; y, en este respecto, debe tanto a la naturaleza como al arte.
—Eso es muy cierto.
—Hay una cantidad prodigiosa de imponentes palacios.
—Los hay.
—Y sus templos suntuosos y magníficos pueden ser comparados con los más prestigiosos de la antigüedad.
—Debo reconocerlo. Hay, no obstante, una infinidad de casuchas de barro y de chozas abominables. Observamos una profusión de inmundicias en todos los albañales, y a no ser por las humaredas que todo lo dominan del incienso idólatra, no cabe duda de que encontraríamos allí un intolerable hedor. ¿Ha visto usted nunca unas calles tan insoportablemente estrechas o unas casas tan milagrosamente altas? ¡Qué oscuridad dejan sus sombras sobre el suelo! Está bien que las lámparas colgantes de esas interminables columnatas permanezcan encendidas durante todo el día; en otro caso, tendríamos aquí las tinieblas de Egipto en la época de su desolación.
—¡Es por cierto un extraño lugar! ¿Qué significa aquel singular edificio? ¡Mire! ¡Domina todos los demás y se extiende hacia el este del que creo es el palacio real!
—Es el nuevo templo del Sol, a quien adoran en Siria bajo el nombre de Elah Gabalah. Más adelante, un emperador romano muy famoso instituirá ese culto en Roma, y de él tomará su sobrenombre, Heliogábalo. Me atrevo a afirmarle que le agradaría echar una ojeada a esa divinidad. No necesita usted mirar al cielo; su Sol no está allí; al menos, el Sol adorado por los sirios: Esa deidad se encuentra en el interior de ese edificio. Es adorada bajo la forma de un ancho pilar de piedra cuya punta termina en un cono o pirámide, con la cual se simboliza el fuego o pyr.
—¡Escuche! ¡Mire! ¿Quiénes pueden ser esos seres ridículos, semidesnudos, con las caras pintadas, que vociferan y gesticulan ante la chusma?
—Unos cuantos pocos son saltimbanquis. Otros pertenecen más particularmente a la raza de los filósofos. La mayoría, empero, sobre todo los que tratan al populacho a palos, son los principales cortesanos del palacio, ejecutando, como es su deber, alguna laudable chuscada del rey.
—Pero ¿qué hay allí? ¡Cielos! ¡La ciudad hormiguea de bestias feroces! ¡Qué terrible espectáculo! ¡Qué peligrosa singularidad!
—Terrible es, si usted quiere, aunque nada peligrosa. Cada animal, si se digna tomarse la molestia de observar, va siguiendo, muy tranquilo, a su amo. Unos cuantos, en efecto, son conducidos con una cuerda alrededor del cuello; pero son en particular las especies más pequeñas o más tímidas. El león, el tigre y el leopardo marchan completamente sueltos. Han sido domados sin dificultad para su presente profesión, y siguen a sus respectivos amos en calidad de valets de chambre. Verdad es que hay casos en que la Naturaleza afirma su violado dominio; pero un heraldo devorado, o un toro sagrado estrangulado, son detalles de muy poco monta para ser mencionados en Epidaphne.
—Pero ¿qué tumulto extraordinario oigo? ¡Seguramente es un alboroto, incluso para Antioquía! Eso indica alguna conmoción, de un interés inusitado.
—Sí, indudablemente. El rey habrá ordenado algún nuevo espectáculo, alguna exhibición de gladiadores en el hipódromo, o quizá la matanza de los prisioneros escitas, o el incendio de su nuevo palacio, o la demolición de un hermoso templo, acaso una hoguera con algunos judíos. El griterío aumenta. Suben hacia los cielos estallidos de risa. Desgarran el aire instrumentos de viento y el clamor de un millón de gargantas. Bajemos, por amor al regocijo, y veamos qué pasa. Por aquí, ¡cuidado! Estamos ahora en la calle principal, la llamada calle de Timarchus. El mar de gente viene a ese lado, y nos será difícil remontar la corriente. Se esparce por la avenida de Hércules, que arranca directa del palacio; por eso, muy probablemente, vendrá el rey entre los alborotadores. Sí, oigo los gritos del heraldo proclamando su llegada con la pomposa fraseología del Oriente. Podremos echar un vistazo a su persona cuando pase ante el templo de Ashimah. Cobijémonos en el vestíbulo del santuario; estará él aquí pronto. Entretanto, examinemos esa imagen. ¿Qué es? ¡Oh! Es el dios Ashimah en persona. Verá usted cómo no es ni un cordero, ni una cabra, ni un sátiro; no tiene tampoco mucho parecido con el Pan de los arcadios. Y, no obstante, esas apariencias han sido (le pido perdón), serán atribuidas por los eruditos de las edades futuras al Ashimah de los sirios. Póngase las gafas y dígame qué es. ¿De qué se trata?
—¡Bendito sea Dios! ¡Es un mono!
—Ciertamente, un mandril; pero no es en absoluto una deidad. Su nombre es una derivación del griego simia (¡qué grandes necios son los arqueólogos!). Pero ¡mire! Mire cómo se escabulle aquel pilluelo andrajoso. ¿Adónde va? ¿Qué chilla? ¿Qué es lo que dice? ¡Oh! Dice que el rey llega en triunfo, que lleva su vestimenta de ceremonia, que viene ahora mismo de decapitar con sus propias manos ¡un millar de prisioneros israelitas encadenados! ¡Por esta hazaña el granuja le eleva hasta los cielos! ¡Atención! Aquí llega un tropel de gentes de una clase parecida. Han compuesto un himno en latín sobre la valentía del rey, y lo cantan mientras marchan:
Mille, mille, mille,
mille, mille, mille,
decollavimus, unus homo!
Mille, mille, mille, mille, decollavimus!
Mille, mille, mille,
vivat qui mille mille occidit!
Tantum vini habet nemo
quantum sanguinis effudit.[3]
Lo cual puede ser parafraseado de este modo:
Mil, mil, mil,
mil, mil, mil,
¡con un guerrero, hemos decapitado nosotros!
¡Mil, mil, mil, mil, hemos decapitado!
Mil, mil, mil.
¡Viva quien mil mató!
¡Que nos ha dado una vendimia de sangre
mayor que todo el vino que produce la Siria!
—¿Oye usted ese tronar de trompetas?
—¡Sí, llega el rey! ¡Mire! ¡El pueblo está anhelante de admiración y levanta los ojos al cielo, reverente! ¡Llega, ha llegado! ¡Ahí está!
—¿Quién? ¿Dónde? ¿El rey? No le veo; le digo que no le veo.
—Debe usted de estar ciego.
—Es muy posible. Pero no veo nada más que una multitud de idiotas y de locos que se afanan en prosternarse juntos ante el gigantesco camello pardal[4] y pugnan por aplicar un beso sobre la pezuña del animal. ¡Mire! La bestia acaba precisamente de cocear a uno de la chusma, y a otro, y a otro, y a otro. Realmente, no puedo dejar de admirar a ese animal por el excelente uso que hace de sus patas.
—¡Una chusma! Pero ¡si son los nobles y libres ciudadanos de Epidaphne! ¿La bestia dice usted? Ande con cuidado de que no le oigan. ¿No ve que ese animal tiene un rostro de hombre? ¡Sí, mi querido señor, ese camello pardal no es otro que Antíoco Epiphanes, Antíoco el Ilustre, rey de Siria, y el más poderoso de todos los autócratas del Oriente! Verdad es que él se titula a veces Antíoco Epimanes, Antíoco el Loco; pero eso obedece a que no toda la gente resulta capaz de apreciar sus méritos. Es también cierto que está por el momento oculto en la piel de una bestia, y que desempeña lo mejor que puede el papel de un camello pardal; pero lo hace para mantener mejor su dignidad de rey. Además, el monarca es de una estatura gigantesca, y su vestimenta, por tanto, no le sienta mal ni le viene demasiado grande. Podemos, con todo, suponer que él no se la hubiera puesto más que en una ocasión de un fausto especial. Y reconocerá usted que lo es la matanza de un millar de judíos. ¡Con qué suprema dignidad marcha el monarca sobre sus cuatro patas! Como ve usted, le levantan la cola sus dos principales concubinas, Elina y Argelais; y su aspecto total sería atractivo hasta lo infinito si no fuese por sus ojos protuberantes que están a punto de salírsele de la cabeza, y por el extraño color de su faz, que se convierte en algo indescriptible a causa de la cantidad de vino que ha ingerido. Sigámosle al hipódromo, adonde se dirige, y oigamos el canto triunfal que él mismo inicia:
¿Quién es rey sino Epiphanes?
Decid, ¿lo sabéis?
¿Quién es rey sino Epiphanes?
¡Bravo, bravo!
No hay más que un Epiphanes;
no, no hay ningún otro.
Así, pues, derribad los templos
¡y apagad el sol!
»¡Bien y vigorosamente cantado! El populacho le saluda como Príncipe de los Poetas, Gloria del Oriente, Deleite del Universo, y, en fin, como el Más Notable de los Camellos Pardales. Le hacen repetir su expansión, y, ¿lo oye?, comienza de nuevo a cantar. Cuando llegue al hipódromo, le pondrán la corona poética, vaticinio de su victoria en los próximos Olímpicos.
—Pero, ¡buen Júpiter!, ¿qué sucede en la multitud a nuestra espalda?
—¿A nuestra espalda ha dicho usted? ¡Oh, ah! Ya lo veo. Amigo mío, ha hecho usted bien en hablar a tiempo. Pongámonos a salvo lo antes posible. ¡Aquí! Refugiémonos bajo el arco de ese acueducto y le explicaré enseguida el origen de esa agitación. Ha ocurrido lo que yo había anticipado. El singular aspecto del camello pardal con cabeza de hombre ha ofendido, al parecer, las ideas de decoro mantenidas en general por los animales salvajes domesticados en la ciudad. Ello ha originado un motín, y como es habitual en tales ocasiones, todos los esfuerzos humanos serán inútiles para contener a la chusma. Varios sirios han sido devorados ya; pero el criterio general de los patriotas de cuatro patas es, según parece, comerse al camello pardal. El Príncipe de los Poetas, por tanto, se ha levantado sobre sus patas traseras para defender su vida. Sus cortesanos le han dejado en la estacada, y sus concubinas han seguido tan excelente ejemplo. ¡Deleite del Universo, estás en mal trance! ¡Gloria del Oriente, corres peligro de ser comido! Conque no mires tan lastimosamente tu cola; sin duda, se arrastrará por el lodo, y eso no tiene remedio. No mires hacia atrás, hacia su inevitable degradación, pero recobra tu valor, emplea tus patas con vigor ¡y escabúllete hacia el hipódromo! Recuerda que eres Antíoco Epiphanes, ¡Antíoco el Ilustre! ¡Y también Príncipe de los Poetas, Gloria del Oriente, Deleite del Universo y el Más Notable de los Camellos Pardales! ¡Cielos, qué potencia de velocidad despliegas! ¡Qué seguridad de patas desarrollas! ¡Corre, Príncipe! ¡Bravo, Epiphanes! ¡Bien lo haces, Camello Pardal! ¡Glorioso Antíoco! ¡Corre, salta, vuela! ¡Como un proyectil de catapulta se acerca al hipódromo! ¡Sal, grita, ya está allí! Bien hiciste, pues, ¡oh Gloria del Oriente!, que he de haber tardado un segundo más en llegar a las puertas del anfiteatro, no habría osezno en Epidaphne que no hubiese roído tu osamenta. Salgamos, ¡marchémonos!, pues nuestros oídos modernos no son capaces de soportar el enorme estruendo que va a iniciarse para celebrar la fuga del rey. ¡Escuche! Ha comenzado ya. ¡Mire! Toda la ciudad está revuelta.
—¡Es, con seguridad, la más populosa ciudad del Oriente! ¡Qué mezcolanza de gentes! ¡Qué revoltijo de todas las clases y de todas las edades! ¡Qué multiplicidad de sectas y de naciones! ¡Qué variedad de trajes! ¡Qué Babel de lenguas! ¡Qué gritos de animales! ¡Qué resonar de instrumentos! ¡Qué cuadrilla de filósofos!
—¡Vámonos!
—Espere un momento. Veo gran alboroto en el hipódromo. ¿Qué significa eso? Le ruego que me lo explique.
—¿Eso? ¡Oh, nada! Los nobles y libres ciudadanos de Epidaphne, al sentirse, como ellos mismos declaran, muy satisfechos de la lealtad, valentía, sabiduría y divinidad de su rey, y habiendo sido, además, testigos presenciales de su reciente agilidad sobrehumana, creen que no hacen más que cumplir con su deber ciñendo a sus sienes (además de la poética) la corona de la victoria en la carrera a pie, una corona que es evidente que deberá obtener en la celebración de la próxima Olimpíada, y que, por tanto, le otorgan de antemano.