—Sin duda —contestó el gobernador—, pero ni rastro de la carta. Y bien, después de todo lo que acabo de contar, ¿qué me aconseja? —preguntó mirando fijamente a Dupin.

—Registrar de nuevo la casa —respondió mi amigo, seguro de sí mismo—. Por cierto, supongo que tendrá una descripción de la carta.

—¡Ya lo creo! —exclamó el gobernador y nos leyó un informe del aspecto del sobre y de la propia carta. Poco después, se despidió de nosotros, muy desanimado.

Un mes más tarde nos hizo otra visita.

—Y bien, G… —dije—, ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que se habrá convencido de que no es fácil atrapar al ministro.

—¡Maldita sea! Volví a registrar la casa, pero fue en vano —explicó el gobernador—. Ahora mismo firmaría un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me encontrara esa carta.

—En este caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando un talonario de cheques—, puede extenderme un cheque por esa cantidad y le entregaré la carta que busca.