MAYOR DE LAS TRES

Y ahora permanecen la fe, la esperanza, el

amor, estas tres.

CORINTIOS 1,13,13

1

El abad Martin presenció la escena con expresión estupefacta: el emperador Rodolfo se hacía cargo de la Biblia del

Diablo. Cyprian, de pie a su lado, lo sujetaba disimuladamente

de la casaca. Poco antes le había susurrado lo siguiente al

oído:

—Si queréis salvarlo todo, cerrad el pico.

Martin, que aún intentaba recuperarse del puñetazo de

Cyprian, observaba la escena que se desarrollaba en el patio

de su convento: la hoguera, el bulto humano humeante delante

del coche imperial, Buh, que lloraba, el médico, que con la

ayuda de Agnes procuraba no ser ahorcado por la muerte de

un hombre a quien aborrecía tanto como el resto de la corte

imperial, y el obispo Melchior, que pasaba las inmensas páginas junto al emperador arrodillado en el suelo. Las iluminaciones rojas, azules, amarillas, verdes y doradas se arremolinaban ante su vista, al igual que los márgenes de las páginas,

formados por espirales, círculos, cruces celtas... Nunca había

visto el libro que había vigilado durante todos esos años y no

sabía si la copia —que el emperador contemplaba como si

fuera una reliquia— se parecía al original, pero no cabía duda

de que se trataba de una copia. El abad Martin no sentía la

vibración ni el zumbido de la energía que de vez en cuando

había percibido a través de varios metros de piedra y que el

— 645 —

original —desprovisto de su envoltura protectora— habría

irradiado con tanta intensidad que lo hubiera obligado a caer

de rodillas.

El emperador detuvo la mano del obispo cuando éste quiso

pasar una página. El abad se persignó: la imagen del demonio,

que desplegaba una sonrisa maligna, ocupaba casi todo el

espacio. La página estaba medio carbonizada, medio podrida,

como si la mera representación del Maligno hubiera bastado

para descomponerla.

El obispo Melchior cerró el libro y, ayudado por el emperador, volvió a dejarlo en el suelo; después lo envolvieron en

la tela que lo protegía. Se acercaron dos soldados y, con un esfuerzo considerable, llevaron el libro al coche del emperador,

lo depositaron en su interior y cerraron la portezuela. El abad

Martin aguardó a que el mundo se hundiera o que el cielo se

abriera, pero no pasó nada.

El emperador se aproximó al abad con paso inseguro.

—No dejéis de sonreír—masculló Cyprian.

Os damos las gracias —dijo el emperador y le tendió la

mano. El abad la tomó como en sueños y la estrechó.

—Para mí es un honor saber que el santo artefacto queda

al cuidado de Su Majestad —graznó.

El emperador asintió con la cabeza y se dirigió a su coche.

Le lanzó una mirada a su médico de cabecera. El hombre de la

barba alzó un pulgar y con la otra mano se secó el sudor de la

frente. El abad oyó que el obispo Melchior, que acompañaba

al emperador, le decía:

—Si Su Majestad lo permite, yo acompañaré al doctor

Guarinoni a Praga.

—Se lleva la copia —dijo el abad mirando a Cyprian. Sus

propias palabras le parecieron ajenas.

—Sí, pero no lo sabe —dijo Cyprian—. Pronto todo el

mundo creerá que él posee el original. Y ya no habrá más

aventureros que crean haber oído una historia o que crean que

la cristiandad se salvará mediante la astucia del diablo o

— 646 —

mediante un arma. Y si hubiera alguno, tendrá que ingeniárselas para obtener el permiso del emperador para rebuscar en

su colección particular.

—Pero la copia es inútil. Le falta la clave del Códice.

—¡Qué mala suerte! —dijo Cyprian.

El abad Martin agachó la cabeza.

—He fracasado —confesó, después de un rato.

—¿Por qué? El original sigue estando bajo vuestro cuidado, en algún lugar allí abajo^ Seguid conservándolo a buen

recaudo.

—No. Intenté proteger al mundo de la Biblia del Diablo,

pero en realidad lo que protegí fue el libro. Y ni siquiera lo

habría logrado si no fuera por vos y por el emperador. Traté de

proteger el libro sacrificando a mis amigos —dijo, señalando a

Buh y al cadáver de Pavel—. Vos y el obispo procurasteis

proteger a vuestros amigos... y con ellos a toda la cristiandad.

Yo he fracasado.

Alzó la mirada, buscó la de Cyprian y vio cómo éste ordenaba en su mente los acontecimientos de los que él, el abad

Martin, era responsable: la masacre de veinte años atrás, los

asesinatos cometidos por Pavel por orden suya, la casa incendiada, la muerte de Pavel...

—Sí—dijo Cyprian, sin desviar la mirada.

—Os agradezco todo lo que habéis hecho.

De repente, Cyprian metió la mano en su camisa y extrajo

dos monedas. Se las tendió al abad y éste vio que eran dos de

los medallones que llevaban los custodios.

—Os pertenecen. Uno era de Pavel. El otro... —dijo Cyprian forzando una sonrisa— lo perdió un loco que hace veinte

años asesinó a diez mujeres y niños. Cuando quiso acabar con

la vida de la undécima víctima, uno de sus cofrades lo mató de

un disparo de ballesta. Vos conocéis la historia, desde luego...

El abad clavó la mirada en Cyprian, y fue cómo mirar a

través de un túnel en cuyo extremo apareció la imagen fugaz

— 647 —

de un niño pequeño que inmediatamente después desapareció

en medio de una tormenta de granizo.

—Aunque parezca que ocurrió en otro país y en otra

época. Conservadlo bien. Todo se inició con ese medallón

—agregó Cyprian.

—¿De dónde...? —balbuceó el abad.

—Allí viene el obispo —dijo Cyprian alzando la vista—.

Creo que hay un par de asuntos que habréis, de consultar. Que

Dios os perdone.

—Sí —musitó el abad, con la sensación de que alguien lo

asfixiaba. Los medallones le escocían las manos como un fuego helado—. Porque yo mismo no podré hacerlo.

— 648 —

2

La interrupción irritó al Gran Inquisidor de Quiroga. La

vida de un hombre era demasiado breve para cumplir todos los

deberes que Dios le imponía, y aún más para ocuparse de

asuntos para los cuales uno disponía de subordinados. Pero

cuando se enteró del motivo de la interrupción, su irritación

aumentó.

—Una paloma mensajera, Eminencia.

—¿Y qué?

—Ha llegado hasta nosotros a través de la cadena gregoriana.

La cadena gregoriana era una telaraña de puestos de palomas mensajeras mediante las cuales el Santo Oficio se mantenía en contacto con medio mundo. Debía su nombre al papa

Gregorio IX, el primero que impuso la creación de una comisión permanente para combatir la herejía. El papa Gregorio

fue quien le confió al dominico la vigilancia y el cuidado de la

organización mensajeril. Sólo los miembros de la orden tenían

derecho de utilizar la cadena gregoriana.

—¿Y qué?

—El mensaje proviene de Praga.

¿A quién tenemos en Praga?

—A nadie, Eminencia.

—¡Dámelo!

— 649 —

El Gran Inquisidor leyó el mensaje; no necesitaba el pergamino que su ayudante pretendía tenderle; todos los códigos

empleados por el Santo Oficio para su correspondencia los

tenía grabados en el cerebro, al igual que cualquier comentario inocente emitido casualmente por uno de sus coetáneos y

que podría indicar una herejía oculta. El rostro alargado y de

nariz ganchuda del cardenal de Quiroga siempre parecía

cansado y, debido a sus párpados caídos, casi un poco débil de

mollera, un excelente camuflaje para un espíritu inquieto y

agudo. Por fin alzó la vista. Su ayudante se puso derecho.

—¿Dónde reina la peor herejía, hijo mío? —preguntó el

Gran Inquisidor.

—¡En todas partes, Eminencia!

—Correcto. ¿Has leído los nombres mencionados en este

mensaje?

El ayudante hizo un gesto afirmativo.

—Cardenal Cervantes de Gaete. Cardenal Ludovico

Ma-druzzo —enumeró el Gran Inquisidor, que después hizo

una pausa—. Hernando Niño de Guevara.

El ayudante aguardó.

—Absolutamente infundado —dijo el cardenal de Quiroga.

—Eso fue lo que pensé. Unos hombres tan importantes y

poderosos como ésos...

—Absolutamente infundado, ¡solamente en el caso del

padre Hernando!

—... están tan expuestos a la herejía como cualquiera —añadió el ayudante.

—El padre Hernando es mi siervo fiel. Está más allá de

cualquier sospecha. ¿Dónde se encuentra ahora?

—Ni idea, Eminencia.

—No tiene importancia. ¿Disponemos de algún otro monje

para misiones delicadas? "

El ayudante reflexionó. Después asintió con la cabeza.

—Ve a buscarlo.

— 650 —

La puerta, que el ayudante no había cerrado del todo, se

abrió y una figura oscura se deslizó dentro de la habitación e

hizo una breve reverencia.

—Ya estoy aquí, Eminencia —Ldijo—. Vuestro ayudante

tuvo la amabilidad de decirme que acudiera tras la llegada de

ese curioso mensaje de Praga.

Siempre que le ahorraran tiempo y desplazamientos, el

Gran Inquisidor apreciaba la iniciativa de sus colaboradores.

Esbozó una sonrisa y garabateó unas palabras en un trozo de

papel.

—Bien. Aquí figuran dos nombres. Existen indicios de

herejía, traición y conspiración. Id a buscar a esos hombres y

traedlos aquí, a Toledo.

El ayudante le entregó el papel al hombre de oscuro, que

lo leyó y arqueó una ceja.

—¿Hay algo que os moleste? También los cardenales son

simples pecadores. En todo caso, algunos de ellos.

—-Ningún problema, Eminencia.

—Tened en cuenta el alboroto que se armará si hombres

tan conocidos e influyentes son acusados de herejía. Eso no

supone precisamente una propaganda para la Iglesia católica,

y aún menos en esta época de reformismo.

—A veces el camino a Toledo puede resultar peligroso.

Accidentes, salteadores de caminos, uno se pierde y nunca

más lo encuentran, las personas no prestan atención y se caen

por la ventana...

El Gran Inquisidor no sonreía.

—Os deseo mucho éxito, don Manuel.

— 651 —

3

Cyprian se había apartado. Estaba entre su tío y el abad,

que hablaban en susurros, el gigante que lloraba con el cadáver

de Pavel en el regazo y el pequeño grupo formado por Agnes,

Andrej y el médico. Durante un instante, se sintió completamente perdido. El montón de leña al que él y Agnes habían

prendido fuego para causar confusión empezaba a apagarse.

Aunque ello no aumentó el frío, se estremeció. Entonces recordó que había un cómplice del que debía despedirse.

El padre Hernando estaba tendido en el suelo, encogido

como un recién nacido. La punta de la saeta asomaba en su

espalda, entre las costillas de la izquierda, y las plumas asomaban en el pecho. Sus lentes estaban rotos. Sin ellos, su rostro ennegrecido por la pólvora parecía el de un muchacho.

Cyprian se acuclilló a su lado y le quitó la montura retorcida

de los anteojos.

Una mano aferró su muñeca. El dominico abrió los ojos y

lo miró fijamente, tratando de pronunciar unas palabras.

—Un disparo excelente, padre —se oyó decir Cyprian.

—Acércate —susurró el padre Hernando en latín. Cyprian

se inclinó sobre él, mientras la mirada del padre trataba de enfocarlo. Éste le soltó la muñeca y tanteó, buscando los lentes.

Cyprian le dio la montura. El padre Hernando trató de ver a

través de los cristales inexistentes y lanzó un suspiro.

— 652 —

—El padre Xavier ha muerto —dijo Cyprian. Hernando

parpadeó; tenía los labios azules—. Has cumplido tu misión.

El dominico movió los labios y trató de girarse. Cyprian le

apoyó una mano en el hombro. El padre Hernando se quedó

quieto.

—¿El... libro?

—A buen recaudo.

—¿Quién lo tiene?

—Nadie.

El padre Hernando asintió con la cabeza y después sus

ojos se cerraron lentamente. Su mano apretó la montura de los

lentes y la rompió. Cyprian se puso de pie y lo contempló.

Después se aproximó a Agnes.

— 653 —

4

Cuando Cyprian llegó a su lado, Agnes alzó la mirada. El

doctor Guarinoni había agrandado la herida provocada por la

flecha de la ballesta mediante un par de cortes y había extraído la punta. Por suerte, Andrej se había desmayado durante la

operación. Luego el médico dejó caer unas gotas en la herida,

Andrej se recuperó del desmayo y el galeno le vendó el torso.

—Se salvará —dijo Agnes—. El doctor dice que ha sido

una suerte que el disparo se realizara desde una distancia tan

escasa. Los proyectiles de ballesta adquieren una velocidad

mortífera tras sólo unos pasos.

—El doctor también dice que aún no está dicho que la

herida no se infecte —gruñó el médico—, que no se haya contagiado de la peste en este agujero infernal o que mañana no le

caiga un ladrillo en la cabeza.

—Puedes perder la vida todos los días —dijo Cyprian—.

Ahora que habéis obrado este milagro, doctor, ocupaos de alguien tendido junto a la entrada del convento. Es un hombre a

quien su ángel de la guarda protegió en el último instante,

cuando él mismo se disparó un proyectil de ballesta en el

cuerpo. Es un dominico, pero salvarle la vida a uno de esos

sujetos podría ser una buena obra.

Agnes lo miró. Se sentía más exhausta y más feliz que nunca. La cabeza de Andrej reposaba en su regazo; ella le había

— 654 —

apoyado la mano en la venda y sentía su respiración lenta y

sosegada. Tenía un hermano. No sabía cómo era eso de tener

hermanos, pero sospechó que lo aprendería. Siempre creyó

estar sola en el mundo, una soledad* que ni siquiera el amor de

Cyprian habría cambiado, pero íntimamente comprendió que

esa idea ya sólo era un recuerdo. Cyprian sonrió y la sonrisa la

hizo estremecer. Nunca había estado tan exhausta y tan feliz...,

y nunca lo había amado tanto como en ese instante.

—No sólo te has hecho con un hermano —dijo Cyprian.

—¿Ah, no?

—También te has convertido en tía.

—¿Qué dices? ¿Andrej tiene un hijo?

—Bueno, la verdad es que es un poco más complicado.

—¿Cómo se llama? ¿Qué aspecto tiene?

—Tu madre te lo contará todo cuando regresemos a Praga.

Estoy convencido de que entretanto ella ha vuelto locas a

media docena de nodrizas y que como mínimo ha devorado a

un dragón que se acercó demasiado al pequeño.

—¿ ¡Mi madre! ? ¿Te refieres a Theresia Wiegant?

—Te dije que era complicado.

—Cuéntame la historia.

—Agnes, querida mía —suspiró, pero sin dejar de sonreír—, mírate al espejo y verás la historia ante ti.

La joven lo miró sin comprender, pero él se inclinó y la

besó, y en ese momento ese beso era lo único que ella quería.

— 655 —

EPÍLOGO

En realidad, mi intención era la de narrar la historia del

emperador Rodolfo de Habsburgo, del alquimista sentado en

el trono imperial, del coleccionista de arte y neurótico instalado en el corazón del reino alemán, cuya crasa incompetencia

para ocupar el trono allanó el camino de la indecible desgracia

que supuso la Guerra de los Treinta Años. La Biblia del

Diablo sólo debía suponer una parte del argumento de esta

historia.

Quien haya practicado el oficio de escribir durante el

tiempo suficiente, comprende que las historias mismas son las

que saben cómo quieren ser narradas. En relación con esto,

poseen el mismo poder que le adjudiqué a la Biblia del Diablo

en mi novela: hacen todo lo posible por volverse públicas. Por

eso, se podría decir que mi relato sufrió una modificación, una

transmutación que estableció una relación con la alquimia,

pero que redujo la figura del Gran Alquimista Rodolfo, el

emperador, y lo convirtió en una viñeta, aunque conservó

cierta importancia.

Lo que quedó fue un grupo de personajes históricos que

no dejaron de insistir en jugar un papel en mi relato.

— 657 —

No cabe duda de que quien ocupa más espacio es

Mel-chior Khlesl, cardenal, obispo de Wiener Neustadt y

hacedor de emperadores. Y el reino alemán ha de agradecer sus

esfuerzos, pues a ellos se deben que el emperador Rodolfo

fuera depuesto en 1612 y reemplazado por el archiduque

Matthias. Por desgracia, éste era tan poco idóneo para ocupar

el trono como su hermano mayor, pero queremos suponer que

Mel-chior Khlesl no tuvo la culpa. En la obra dramática de

Franz Grillparzer Ein Bruderzwist im Hause Habsburg, el

obispo juega un papel decididamente mef istofélico; me tomé

la libertad de retratarlo de un modo más positivo. Mientras

que su historia personal, su conversión a la fe católica, la

conversión de su familia y su lucha contra la corte del

emperador Rodolfo están confirmadas por la historia, está

claro que me tomé una libertad dramática mucho mayor en

cuanto a su participación en la búsqueda de la Biblia del

Diablo.

Es verdad que los cardenales de Gaete y Madruzzo existieron, pero no planearon una conspiración —en todo caso,

ninguna que yo conozca— y tampoco mandaron asesinar a

dos Papas, dado que el auténtico cardenal de Gaete ya había

muerto hacía unos cuantos años en el momento histórico en el

que se desarrolla la novela. Hernando de Guevara, cuya figura

delgada y cuyos lentes redondos de aspecto bastante moderno

fueron retratados por El Greco en 1600 (el cuadro está en el

Metropolitan Museum of Art de Nueva York, e ignoro si está

en venta), también tiene dos Papas sobre la conciencia;

durante un tiempo fue el ayudante del Gran Inquisidor

cardenal de Quiroga y más adelante ocupó su puesto. Según

mis investigaciones, el buen hombre realmente se llamaba

Hernando y no Fernando, aunque aquél sea el nombre que

aparece en el título del cuadro. Por otra parte, el Gran

Inquisidor cardenal de Quiroga también se mantuvo alejado de

los.cónclaves descritos en el libro, porque los herejes españoles se negaban a reducir su número.

Para la descripción del Auto de fe de Toledo, me dejé

— 658 —

guiar por la historiadora Jacqueline Dauxois. Al describir la

escena, suprimí la situación política que condujo a que el Vicario General Loayasa (otro personaje histórico, junto con sus

hijas) reemplazara al arzobispo, porque aquella situación era

bastante compleja; aquí también me limitaré a decir que en

aquel momento otro hermano del emperador Rodolfo, a saber,

Albrecht von Habsburg, era arzobispo de Toledo y que

siempre se mantuvo apartado de los terroríficos espectáculos

de la quema de herejes.

En caso de que el lector haya creído que me limité a inventar la situación dramática que supone la muerte de tres Papas

en sólo pocos meses, debo decepcionarlo; esta fluctuación letal en el trono papal se corresponde con la realidad histórica

(excepto el motivo, véase arriba). Y si el lector se pregunta por

el motivo novelístico que hizo que el comandante de la guardia suiza y su reemplazante sean padre e hijo, le ruego que me

permita informarle de que, en este caso, también se trata de

una realidad histórica. ¡Ojalá fuéramos capaces de inventar

todas las biografías que la vida escribe por casualidad!

En la corte del emperador Rodolfo, además de él mismo y

sus neurosis confirmadas por la Historia, se destaca el doblete

formado por el barón Rozmberka y el juez superior regional

Lobkowicz. Con ellos me tomé la máxima libertad. Quiero

suponer que en la realidad, su profesionalidad era mayor.

Tampoco hay garantías de que Giovanni Scoto sedujera a la

mujer del juez superior regional, aunque en ese caso hubiera

sido la única de todo Praga que no sucumbió a sus encantos.

Aquí también puedo revelar el secreto acerca de adonde huyó

maese Scoto después de que los señores Dee y Kelley le amargaran la vida en Praga: se instaló en la corte del duque Johann

von Coburg, donde unos años después sedujo a la duquesa y

provocó una historia trágica.

Los custodios son un invento, pero no el abad Martin

Korytko, el muy discutido abad de Braunau (Broumov). Según dicen, su tolerancia frente a los protestantes condujo a la

— 659 —

construcción de la iglesia de San Wenceslao en el Niedertor

de Braunau, cuya proyectada demolición en el año 1618 provocó la Defenestración de Praga y con ésta la Guerra de los

Treinta Años. Una figura que de algún modo tuvo la culpa de

esa espantosa guerra debía ocupar un lugar importante en la

novela.

El doctor Guarinoni también existió de verdad, era el médico de cabecera del emperador Rodolfo. Evidentemente, el

único personaje inventado de toda la corte del emperador es el

enano que se despide de Andrej de un modo tan indiferente

tras el primer encuentro de éste con el emperador. Pero quizás

existió un enano como ése, y una vez más, las fuentes

históricas silencian a las personas realmente interesantes.

El padre Xavier es una figura inventada, pero su evolución

encajaría perfectamente con un personaje histórico auténtico

perteneciente a la orden de los dominicos de aquella época.

Hay un paisaje que visité durante mis investigaciones y

que me produjo tanta fascinación que decidí incluirlo en la

novela, aunque en realidad los protagonistas, en su viaje de

Praga a Braunau, no podrían haberlo atravesado sin dar un

rodeo totalmente inútil: las ciudades de rocas de Teplitz y

Adersbach. Se encuentran al noroeste de Braunau y forman un

fantástico panorama de torres rocosas, figuras mitológicas,

gigantes convertidos en piedra y otras cosas más. Están

atravesadas por senderos y rutas para escaladores. En tiempos

pasados fueron escondrijos para contrabandistas, salteadores

de caminos y otros delincuentes, algo que he descrito brevemente en la novela. Hoy en día, el intento de comprar un recuerdo para los niños en medio de una horda de adolescentes

chillones sigue siendo muy peligroso.

En la época en la cual transcurre la novela, la lucha entre la

Reforma y la Contrarreforma estaba en pleno apogeo y aunque

muchos coetáneos reconocían que acabaría en catástrofe, nadie

parece haber sido capaz de detenerla, sobre todo los cabecillas

(el Papa y el emperador de aquella época). Los grandes polí-— 660 —

ticos, como el obispo Melchior Khlesl, intentaron tomar las

riendas, pero los políticos mezquinos —tan frecuentes en aquel

entonces como en el presente e igual de numerosos— estaban

ocupados en hacer su agosto. El tremendo accidente, que ellos

no impidieron y que asoló Europa entre 1618 y 1648, devoró

tanto a unos como a otros. Pero eso vuelve a ser otra historia.

La situación en Viena —desde el enfado de los mercaderes

debido a la competencia extranjera y los desastres causados

por las inundaciones, hasta las procesiones católicas no celebradas— proviene de la historia de Viena, muy meticulosa y

de varios volúmenes, obra de Peter Csendes y Ferdinand Opll;

hoy en día la situación en la casa de expósitos de las carmelitas

sigue siendo la misma que en los asilos, como podrá

comprobar el lector que se aleje lo bastante de los rincones

lustrosos de la civilización humana (y eso no supone emprender un largo viaje). Es verdad que a fines del siglo XVI,

Brau-nau, hoy Broumov, se vio asolada por diversas

epidemias de peste y muchas inundaciones, lo que me llevó a

suponer que todos los lugares en los que la Biblia del Diablo

permaneció durante cierto tiempo fueron víctimas de la ira del

Señor. En Broumov existen réplicas y exvotos que dan fe de

ello.

La historia del fantasmagórico lago debajo de la iglesia de

Heiligenstadt pertenece, con algunas variaciones, a las leyendas de la capital austríaca, como también la leyenda de la

hilandera al pie de la cruz que Cyprian le narra a su amada

Agnes.

¿Y la Biblia del Diablo?

Bien... Antes de hablar de ella, ¡recomiendo al lector que

la visite! Según cuándo lea este epílogo, el libro se encontrará

en Praga formando parte de una exposición que recorrerá todo

Chequia (de septiembre a diciembre de 2007) o en la

Biblioteca Real de Estocolmo. Que el lector sepa que quedará

impresionado.

La Biblia del Diablo o Codex Gigas (del griego gigas: gigantesco) es el manuscrito medieval más voluminoso del mun-— 661 —

do. Se necesitan dos hombre fuertes para levantarla, mide

unos 100 x 50 centímetros y contiene más de 600 páginas manuscritas en pergamino de piel de asno y su realización supuso

que 160 burros pasaran a mejor vida. El Códice fue creado a

principios del siglo XIII en el convento benedictino de

Podla-zice, en el sur de Bohemia. El nombre «Biblia del

Diablo» se debe a un dibujo a toda página del Señor de patas

de macho cabrío que figura en una de las 600 páginas; pero

también está relacionado con el hecho de que el autor trató de

incorporar todo el saber del mundo en su obra... y desde aquel

asunto con la serpiente y el fruto con pepitas del género malus

domestica, detrás del intento de alcanzar todo el saber del

mundo se encuentran los insistentes susurros del diablo.

El ejemplar de la Biblia del Diablo al que invité al lector a

visitar más arriba —opto por la palabra «ejemplar» puesto que

tras leer la novela, el lector y yo sabemos que no puede

tratarse del original, ¿verdad?— pasó de estar al cuidado de

los benedictinos de Podlazice al de los cistercienses de

Sed-lee, los benedictinos de Brevnov, los benedictinos de

Brou-mov, el emperador Rodolfo II y por fin, a partir de 1648,

al cuidado de los suecos. A finales de la Guerra de los Treinta

Años, las tropas suecas la robaron del Hradschin. Hoy está

—no sin alguna controversia— en poder de la Biblioteca Real

de Estocolmo, que, tras una prolongada lucha interna, otorgó

el permiso para que figurara en la exposición de tres meses en

Praga.

Estos son los hechos. La leyenda es aún más interesante.

Dicen que un monje cargaba con un gran pecado. Como

penitencia, se dejó emparedar y prometió que mientras moría

lentamente de hambre y de sed escribiría un libro que contuviera toda la sabiduría del mundo. En medio del proyecto,

comprendió que no podría acabarlo y le pidió ayuda al diablo.

A cambio le ofreció su alma. Lucifer, que frente a transacciones similares ya había sido engañado con anterioridad

(como en el caso del puente de piedra de Regensburg), creyó

— 662 —

que un monje emparedado no podría engañarlo y se puso manos a la obra. Parece que tras escribir aproximadamente la mitad fue víctima de la habitual vanidad del autor e incluyó un

autorretrato para que la posteridad supiera quién había sido el

autor de la obra, pero eso ya es mi propia interpretación de los

hechos. Y el lector ya ha descubierto la manera en la que

interpreté el resto de esta leyenda en la novela.

Por otra parte, el que falten tres páginas de la Biblia del

Diablo es un hecho histórico y sólo podemos especular acerca

de su contenido y de adonde fueron a parar...

— 663 —