LA GUARDA
Porque tú has librado mi vida de la muerte,
mis ojos de las lágrimas y mis pies de la caída.
SALMO 116,8
Agnes Wiegant echó un precavido vistazo en torno. No
había nadie: bien. O mal, según se mirara. Bien porque no había nadie que pudiera fastidiar un experimento científico desde el principio prohibiendo que se llevara a cabo. Y mal porque
así nadie podría acudir en su ayuda en el caso de que el experimento se le fuera de las manos. Agnes contempló el tubo del
desagüe. A veces la vida resultaba complicada para una chica
de dieciséis años.
El año anterior, el invierno ya se había instalado en Viena a
principios de noviembre. Ya había pasado la fiesta de la Candelaria pero el frío parecía seguir aumentando. En opinión de
Agnes, para quien todos los días transcurridos dentro de su
casa eran como un día en el calabozo, el invierno no tenía derecho a seguir tiranizándola. Como el invierno era incapaz de
comprenderlo por sí mismo, Agnes decidió castigarlo con el
desprecio y hacer como si no existiera. Se había enfundado su
abrigo corto y delgado y había salido a la Kárritner Strasse. Su
huida fue propiciada por una circunstancia: los criados tenían
vacaciones debido a la Candelaria y los suplentes contratados
por su madre cumplían con sus tareas de un modo aún peor
que los criados fijos, quienes, según Theresia, la madre de
Agnes, ya eran lo último de lo último y que en el caso de un
amo menos bondadoso que Níklas Wiegant haría años que
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estarían en la calle. Por consiguiente, Theresia Wiegant había
ocupado el puesto de mando en la cocina, reinaba allí con
mano de hierro y estaba tan sumida en sus actividades que
olvidó por completo la existencia de su hija.
Resultó sencillísimo escabullirse de la niñera, que, convencida de que Agnes dormía plácidamente en su habitación,
se había dormido encima de un banco delante de ésta. Agnés
descubrió el tubo de desagüe en él exterior de la casa y sintió
el impulso irrefrenable de llevar a cabo una investigación con
el fin de descubrir el único motivo que justificaba la continuada existencia del invierno: ¿era dulce o salado?
En la Kárntner Strasse la nieve y la escarcha cubrían el empedrado con una capa grisácea, y los caballos y los carruajes
habían dejado huellas profundas, duras y congeladas en medio
de la calle. El permanente viento del oeste había revestido
Viena de una coraza de hielo que podría haber paralizado la
vida social, aunque en los últimos años esa parálisis también
se había dejado notar durante las demás estaciones: peticiones
al emperador que no obtenían respuesta porque Rodolfo de
Habsburgo ya sólo reconocía las peticiones del mundo con
gran dificultad; asuntos eclesiásticos no solucionados durante
años porque el obispado estaba vacante debido a la renuncia
del obispo Urbano; procesiones anuladas debido a las temidas
incursiones protestantes..., cosas que para una chica de dieciséis años habrían sido de escaso interés si no fuera por el molesto hecho de que desde 1570 no se celebraban más procesiones de Corpus Christi y además, hacía algunos años que las
procesiones rogatorias de la Candelaria habían sido suspendidas. Agnes había oído decir que durante la última procesión
de Corpus Christi un ayudante de panadería protestante había
profanado la hostia y que después dicho ayudante había sido
transportado a través del aire por el diablo en persona. Agnes
había ansiado ser testigo de semejante escena y aguardado con
nostalgia la siguiente procesión de la Candelaria. Y su
decepción fue aún mayor cuando, tras esperar durante
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horas detrás de la ventana de la casa de sus padres, su padre le
informó amablemente de que el actual obispo Christoph Andreas
ese año tampoco había reunido el valor para enfrentarse al
empeño protestante.
Y como si eso no fuera suficiente, en primer lugar el año
pasado para Todos los Santos había aparecido una pequeña
comunidad que, pese al inicio temprano del invierno se atrevió a ir
al cementerio y encender velas para las pobres almas, pero los
niños no obtuvieron permiso para ir de casa en casa con los bollos
de Todos los Santos, lo que en última instancia daba igual porque
ningún panadero católico se mostró dispuesto a hornear los bollos,
excepto el maestro panadero Khlesl, cuya tahona estaba frente a la
casa de los Wiegant, pero al que ningún católico de la Kárntner
Strasse le compraba su mercadería porque era protestante y en
cualquier caso, un alma perdida.
¿Qué podría hacer un niño cuando no había festividades
religiosas que contemplar? Por ejemplo uno podría plantearse la
siguiente pregunta: el revestimiento blanco que cuando helaba
cubría el tubo de desagüe como una piel densa, ¿era dulce o
salado?
Agnes se volvió y simuló no haber visto que un hombre se
aproximaba a su casa. Lo conocía: era Sebastian WUfing, que
visitaba a sus padres al menos una vez por semana. Cuando se
presentaba la oportunidad, Agnes siempre trataba de escuchar la
conversación de los hombres, no tanto por interés sino porque
Sebastian Wilfing tenía una voz muy interesante: cuanto más se
excitaba él, tanto más su voz se quebraba y tanto más aguda se
volvía, acabando por parecerse sospechosamente al chillido de un
cerdo. Cada vez que ocurría, Sebastian carraspeaba y repetía la
última sílaba en un tono grave, y ésta sonaba como el gruñido de
un jabalí, un interminable placer para la escuchona secreta,
aumentado por la figura poco agraciada de Wilfing. Cuando
Wilfing se indignaba asegurando que tarde o temprano todos los
mercaderes de Viena se convertirían en
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esclavos de los «faquires francófonos», su voz solía quebrarse
con mucha frecuencia. La réplica confiada de Niklas Wiegant
en el sentido de que los mercaderes vieneses tenían la culpa, de
que entretanto sus colegas dé Nürenberg, Augsburgo, Hungría
o Italia constituían las tres cuartas partes de los ciudadanos
dedicados al comercio y que era hora de tomar el toro por los
cuernos, hacía que la voz de Sebastian Wilfing alcanzara una
agudeza tan extrema que incluso abochornaría a un cer-dito.
Por otra parte, Wilfing era un hombre simpático que llamaba a
Agnes «Escarabajito de la suerte» y nunca olvidaba guiñarle el
ojo. Agnes le tenía afecto, pero también sabía que Wilfing
delataría su estancia en la calle, así que le volvió la espalda y
permaneció inmóvil hasta que el visitante desapareció en la
casa quitándose la nieve de las botas; no cabía duda de que era
un buen amigo y socio, pero sin embargo no era bienvenido
por Theresia ahora que el personal estaba de vacaciones, ya
que su visita la obligaba a emprender una nueva batalla contra
la pereza de los criados. Objetivo táctico: servirle lo antes
posible un plato de sopa caliente a Sebastian Wilfing, algo que
a éste no le apetecía en absoluto.
Agnes echó otro vistazo en torno; era hora de llevar a cabo
su plan. El frío que invadía su torso empezaba a unirse al que
ascendía desde sus pies y Agnes sintió que pronto empezaría a
tiritar. Así que manos a la obra: ¿dulce o salado?
Tras los gritos de dolor que duraron unos minutos, las primeras personas se reunieron alrededor de la niña cuya lengua
había quedado pegada al tubo del desagüe. Después siguieron
las habituales preguntas inútiles.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—¡Ayyyyy!
—¿ Es ésa la casa de tus padres ?
—¡Ayyyyy!
—¿Necesitas ayuda?
—¡Ayyyyy!
—¿Te duele?
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Nadie salió de la casa de los padres de Agnes. Su padre
acababa de regresar de su último viaje y era de suponer que se
había retirado a la sala trasera, que, en vez de dar a la estrecha
y ruidosa Kárntner Strasse, daba al amplio Neumarkt; su
madre libraba la batalla de los cucharones y las ollas; la niñera
de Agnes seguía durmiendo sin sospechar nada, soñando con
jubilarse para la próxima Candelaria. La multitud empezó a
proferir inútiles consejos, que al principio culminaron con la
sugerencia de esperar hasta que se derritiera la escarcha; mientras tanto habría que alimentar a la niña con sopa hasta que la
lengua se despegara por sí sola del tubo de desagüe.
Por fin un chico se abrió paso entre la multitud y el parloteo enmudeció. Agnes, a quien la lengua le ardía y en cuyas
mejillas se congelaban las lágrimas, desvió la mirada hacia el
recién llegado, que permanecía junto a ella y la contemplaba.
Vio a un chico de diez años cuidadosamente vestido para resistir una tormenta de nieve. Después clavó la mirada en un
jarro de agua que el chico sostenía en la mano y del que surgía
vapor. Ambos niños intercambiaron una mirada, después el
chiquillo desconocido asintió con la cabeza y sonrió. Luego
derramó un poco de agua caliente por encima de la lengua de
la pequeña, que se despegó del tubo de desagüe.
Los espectadores aplaudieron y declararon que el salvador
era un héroe y que de todos modos a ellos también se les había
ocurrido aquella solución. Agnes se agarró involuntariamente
del tubo de desagüe pero retrocedió de golpe cuando el frío
quemó sus manos desnudas y reunió la fuerza suficiente para
balbucear «¡Brabias!» sin echarse a llorar.
—De nada —dijo el salvador de Agnes.
Ésta tragó saliva. Mientras la multitud se alejaba lentamente, riendo y sacudiendo la cabeza («Hay que ser tonto para lamer .un tubo de desagüe en pleno invierno.» «Sí, pero ¿ha visto la reacción del hijo del maestro panadero? ¡Le aseguro que
ese chico llegará lejos!» «¿Así que ése era el hijo del panadero,
ese que...?» «¡Chitón!»). Los chicos volvieron a mirarse.
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—Be bamo Abneb Biebanb —balbuceó Agnes y se secó
las lágrimas que volvían a brotar de sus ojos. Su lengua era
como un trapo áspero.
—Lo sé. Me llamo Cyprian —dijo el chico, señalando hacia atrás con el pulgar—. Mi padre es el maestro panadero
Khlesl.
—¡Bois bobentantes! —dijo Agnes.
—No. Eramos protestantes. Ahora somos católicos, desde
que mi tío Melchior nos convirtió a todos.
—¿Bobodibes?
Cyprian se encogió de hombros.
—Bueno, al principio todos éramos protestantes, pero
después mi tío trabó amistad con un predicador católico e
insistió con tanto ahínco en que mis abuelos y mi padre se
convirtieran al catolicismo que al final todos nos hicimos católicos. Total, da igual.
Agnes trató de informarle de que en su casa natal ignoraban esta novedad acerca del maestro panadero y que seguían
hablando con mucha desconfianza de él porque era protestante, y que nadie animaba a los miembros de la familia Wiegant
a entrar en contacto con los habitantes de la acera de enfrente.
—Hasta el año pasado éramos protestantes. Puedes decirle
a tu padre que ahora somos ortodoxos, signifique eso lo que
signifique —dijo Cyprian—. Quizá signifique que podrás
comer el bollo que te regale —añadió sonriendo despreocupadamente.
—Bo —dijo Agnes con expresión seria—. ¡Bibnibica be
abora bobob abibob!
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1590
MUERTE DE UN PONTÍFICE
Ahora vemos en un espejo, en enigma.
CORINTIOS 1^13,12
1
En la pulida superficie metálica aparecía una imagen desfigurada. Los pómulos sobresalían aún más que de costumbre,
la nariz parecía más larga, profundas arrugas surcaban la
frente, los ojos eran enormes y brillantes, y la barba, una rala
máscara gris. Antaño la llevaba más corta para destacar su
abnegación por Jesucristo, pero ahora había adoptado el
aspecto del fieltro y colgaba de su barbilla formando mechas.
La imagen reflejada parecía el retrato de un muerto.
Había pasado los últimos doce días en cama, entre gemidos y calambres; después hizo que le trajeran el pergamino
del archivo, el mismo que ya había sostenido en las manos
hacía media vida, confirmando el recuerdo del motivo por el
cual a última hora no intentó obtener aquel cargo. La fiebre
había desaparecido; lo que le quitó en fortaleza física lo recuperó en fortaleza espiritual gracias a lo que acababa de confirmar.
El hombre inspiró profundamente, giró la cabeza de un
lado a otro y contempló su imagen desde todos los ángulos.
La elección se había celebrado hacía doce días, pero hoy sería
el primero en el que tomaba conciencia de su nuevo cargo. Y
él cambiaría la historia.
El ardor de la fiebre había consumido al hombre que había
sido: el cardenal Giovanni Battista Castagna, arzobispo de
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Rossano, nuncio apostólico en Venecia, legado papal en Colonia, consultor del Santo Oficio, Gran Inquisidor. Esa mañana se sentía dichoso de contemplar ese rostro que de repente
le resultaba ajeno y decir:
—Has cumplido con tu deber. Te lo agradezco.
Cierta sabiduría afirmaba que en el nuevo cargo no había
que tomar decisiones hasta pasados los primeros cien días,
porque de lo contrario se aplicaban las palabras del Señor:
«No saben lo que hacen.» Siempre se había atenido a ello en
sus cargos anteriores. Ahora por primera vez sentía que no
debía esperar. La misericordia del Señor y su propia perseverancia se habían combinado y le presentaban el arma con la
cual podría derrotar la maldad, la estupidez y la superstición
para siempre, con la que lograría atrapar al diablo, el
adversario de Dios, en sus propios lazos. Antes hubo ocasiones en las que a veces titubeó porque su decisión le infundía temor, pero esa mañana sólo había existido la certeza de
ser el elegido.
Sintió que lo embargaba un profundo respeto que lo dejó
sin aliento e hizo que su corazón latiera apresuradamente. De
repente parecía imposible desprenderse de los últimos setenta
años vividos, pero era necesario. Ahora Giovanni Bat-tista
Castagna desaparecería para siempre y nacería un hombre
nuevo.
—¿De verdad quieres hacerlo? —le preguntó a su imagen
reflejada.
»¿Cuánto hace que esperas hacerlo?
»¿Con cuánta intensidad lo has ansiado?
»¿Estás seguro de que no te devorará?
La imagen reflejada no respondió a ninguna de las preguntas.
Se encasquetó el gorro rojo orlado de piel blanca. El calor
de septiembre pesaba sobre Roma e incluso había penetrado a
través de los gruesos muros que lo rodeaban, pero el camauro
le daba seguridad.
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—Entonces que Dios lo ampare, Santidad —le susurró a
la imagen reflejada.
El papa Urbano VII se dio la vuelta y salió de la habitación para establecer contacto con el diablo.
El cardenal archivero Arnaldo Uccello hizo una reverencia y trató de colocarse ante la entrada de la sala Sixtina de la
biblioteca vaticana. El papa Urbano se detuvo y le devolvió el
saludo. Observó que la mirada del cardenal archivero se dirigía a los dos guardias suizos que lo acompañaban y se fijaba
en las alabardas que ambos jóvenes llevaban en las manos.
—Doy gracias a Dios por volver a veros con buena salud,
Santo Padre. Por desgracia, nadie me anunció vuestra llegada
—dijo Uccello en voz baja—. Por favor, disculpad la omisión.
—No hubo tal omisión —respondió Urbano y echó un
vistazo en torno a la biblioteca. Le costaba reprimir los acelerados latidos de su corazón. Estaba convencido de que incluso el cardenal archivero los oiría—. Hace mucho que no
hemos estado aquí.
—Es un honor que el Santo Padre nos visite tan temprano.
—Estos jóvenes —dijo el Papa—, ¿son estudiantes?
Uccello asintió, desconcertado.
—Tienen autorización especial para examinar ciertos documentos, con el fin de realizar sus estudios o informarse
acerca de un tema determinado...
—Tened la amabilidad de decirles que se marchen —dijo
el papa Urbano.
Uccello parpadeó sin saber qué hacer.
—¿Decirles que se marchen, Santo Padre...?
—Sí. No queremos que nadie permanezca aquí.'":—-El Papa
lanzó una sonrisa a los jóvenes; casi todos se habían girado en
sus pupitres y lo observaban con disimulo. La conversación
entre el Papa y el cardenal archivero se desarrollaba en voz
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tan baja que ninguno de los estudiantes podría haber oído una
sola palabra. Uno de ellos le devolvió una sonrisa tímida. La
del papa Urbano se volvió más amplia y asintió con la cabeza.
El joven se ruborizó orgulloso y se santiguó.
—Decídselo, ahora mísmo.
Urbano observó cómo el cardenal archivero regresaba a su
pupitre, se aferraba a éste, intentaba recuperar la serenidad y
acababa por tartamudear:
—El Santo Padre desea permanecer a solas con sus pensamientos. Por favor, dirigios a la biblioteca latina y tomad
asiento...
—No —dijo el papa Urbano alzando la voz. Todas las cabezas se giraron hacia él y volvió a sonreír—. Hijos nuestros,
os rogamos que por hoy abandonéis Sant'Angelo. Acabad con
vuestros estudios. Os agradecemos y os encomendamos, a
vosotros y a vuestra tarea cotidiana, a la misericordia divina.
Los estudiantes intercambiaron miradas. Urbano vio que
titubeaban, que con los ojos pedían una explicación al cardenal archivero Uccello —que parecía el más perplejo de todos— y que por fin reunían sus pertenencias y salían en silencio. Al ver entrar a otros dos guardias suizos los esquivaron y
empezaron a cuchichear entre ellos. Urbano aguardó sin
moverse hasta que ambos guardias llegaron a su lado.
—Coronel Segesser, deseamos que vos y vuestro capitán
os encarguéis personalmente de que nadie pueda penetrar en
este edificio. Vuestros dos guardias nos ayudarán en nuestra
tarea en la biblioteca secreta. ¿Ya se han confesado, como hemos ordenado?
El comandante de la guardia asintió con la cabeza. Urbano
comprobó con satisfacción que el coronel no dejaba traslucir
ninguna curiosidad acerca de por qué a él y a sus oficiales se
les había encomendado ese servicio. El Papa lo agarró del brazo
y lo apartó unos pasos. Arnaldo Uccello los observó atentamente desde su pupitre.
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ba— Es importante que los hombres no estén en pecado.
Después les pagaréis a ambos un sueldo equivalente a
vein-üí¿nco años de servicio, los despediréis y los enviaréis a
sus cafas. Encargaos de que ambos reciban las condecoraciones más elevadas otorgadas al valor y a la fiabilidad. Deseaos
qué emprendan viaje a su hogar en Suiza esta misma
noche.
Los ojos del coronel lo contemplaron bajo la sombra de su
casco; Urbano no desvió la mirada.
—Como mande el Santo Padre. , —Podemos confiar
en usted, coronel Segesser. ¿También pedemos confiar en su
capitán?
v—Es mi hijo —dijo el coronel, que, después de llevarse
tres dedos al corazón, se volvió y salió. Su hijo lo siguió en
silencio. Urbano le indicó al cardenal archivero Uccello que se
aproximara. Éste procuraba inútilmente borrar la expresión de
su rostro y disimular que hacía un instante su mundo se había
derrumbado y que temía que también el universo se derrumbara.
—Por favor, acompañadnos, mi respetable amigo —dijo
Urbano—. Queremos mostraros algo.
La sala Sixtina se arqueaba ante él como un inmenso cofre
del tesoro y se difuminaba en la oscuridad producida por su
elevada arquitectura. Papas, santos y figuras alegóricas miraban fijamente desde la columnata central, los frescos de la
bóveda de crucero resplandecían con un oscuro color azul o
lanzaban destellos dorados. Olía a pintura, a mortero hume-do
y a la madera fresca del armarito que el antecesor de Urbano
había hecho instalar para guardar documentos. La sala no
recordaba en absoluto al antiguo archivo, a su división en
biblioteca latina, griega, papal y secreta, a los lóbregos recintos que incluso de día requerían la iluminación de antorchas. El papa Sixto V había hecho bien en mandar construir el
nuevo edificio, pero al igual que Urbano, había pasado un
tiempo suficiente en las salas de la biblioteca para compren-— 65
der que el más maravilloso archivo de la cristiandad requería
un edificio más amplio.
Los dos habían estado juntos, tanto él, Urbano, que en
aquel entonces era arzobispo de Rossano, como Felice
Pe-retti, en aquel entonces consultor de la Inquisición romana,
que finalmente se convirtió en el papa Sixto V antes que él.
Un joven dominico recibió el encargo de redactar un nuevo
reglamento para el uso de la biblioteca, y mientras que Felice
Peretti no dejaba de mirar por encima del hombro del joven y
ante cualquier agudización del reglamento de uso exigía limitaciones aún más drásticas, Urbano se paseó por las salas,
aquí agarrando algo de los estantes, acullá leyendo un escrito,
sin dejar de curiosear y dejándose arrastrar por la extraña sensación de que entre todos esos folios, códices, pergaminos y
cofres sellados algo lo llamaba. El papa Sixto sólo aprovechó
aquellos meses para cumplir con el objetivo de su pontificado
e imponer los nuevos reglamentos de uso; en cambio Urbano,
su sucesor, se consideró elegido para la tarea de imponer un
nuevo orden al mundo.
En el otro extremo de la larga sala resplandecía una puerta
guarnecida de hierro en medio de la oscuridad.
—Por favor, abrid, querido amigo —dijo el papa b. «jano.
Arnaldo Uccello tragó saliva, extrajo un manojo de llaves
y se dispuso a abrir las cerraduras.
—Este es el archivo prohibido —exclamó.
—Lo sabemos —dijo el papa Urbano, asintiendo con la
cabeza.
Las cerraduras funcionaban tan mal como si consideraran
que su tarea consistía en impedir el paso al archivo prohibido.
Por fin se encontraron en una reproducción más pequeña y
menos ornada de la sala Sixtina, una estancia carente de color
y de frescos y a través de cuyas diminutas ventanas apenas
penetraba la suficiente luz para orientarse entre las columnas.
El único fresco ocupaba la cara delantera de la gran columna
junto a la entrada; el arcángel Miguel mantenía la vista clavada
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en quienes entraban, con la espada flamígera en alto y la otra
mano estirada en un gesto de rechazo. Urbano se persignó y pasó
a su lado.
Entre las columnas se apretujaban los armarios, las librerías y
los estantes, aún más numerosos que fuera, en la sala Sixtina. Olía
a moho porque la sala casi nunca estaba ocupada y Urbano sabía
que si uno permanecía allí el tiempo suficiente, el conocimiento
de los innumerables enigmas, horrorosos escándalos y
acontecimientos no aptos para la luz del mundo empezaba a
afectar la mente y uno acababa mirando hacia atrás por encima del
hombro, oyendo ruidos y viendo sombras con una frecuencia cada
vez mayor. Cuando antaño había descubierto el indicio de la
existencia del Códice, pero sin tener la oportunidad de buscar el
escondite y hacerse con él, el hecho de saber lo que albergaba la
biblioteca lo había conducido por el largo camino que lleva al
trono de san Pedro. Estaba convencido de que, tras todos estos
años, nadie conocía la existencia del libro y también de que Dios
lo llevó a ocupar el cargo más elevado de la cristiandad con el fin
de que aplicara los conocimientos que albergaba el libro y
aprovechara el poder papal para encargarse de que la cristiandad
volviera a ser una sola... o acabara con todos los herejes para
siempre. Lo que estaba oculto en el archivo prohibido eran las
herramientas del demonio y sólo había una persona capaz de
usarlas para hacer el bien. Al penetrar en el oscuro archivo
flanqueado por ambos guardias suizos y seguido por el cardenal
archivero Uccello, el papa Urbano sintió que su corazón latía
aguadamente. El armario se encontraba en un rincón, detrás de
una columna. Era viejo y negro, estaba cubierto de arañazos y era
sólido como un baluarte. En su interior se apilaban cientos de
tubos de arcilla que ocupaban todo el espacio. El papa Urbano
tomó aliento.
—Santidad, ¿puedo preguntar...?
El Papa hizo un gesto negativo. Arnaldo Uccello enmudeció.
Urbano se arremangó la sotana y agitó los hombros hasta que la
mozzetta se deslizó hacia atrás proporcionándole
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una mayor libertad de movimiento. Después extendió las dos
manos y agarró uno de los tubos de arcilla y lo extrajo. Pero
temblaba tan violentamente que el tubo, después de chocar
contra sus vecinos, se iríclinó hacia delante, se escapó de sus
manos, cayó al suelo y se rompió en pedazos.
El cardenal archivero soltó un grito de espanto. Mientras
los trozos del tubo de arcilla se deslizaban por el suelo, el estallido reverberaba entre las columnas y enmudecía detrás de
las librerías.
—Por amor de Dios, Santo Padre —gimió Arnaldo Uccello, y se dispuso a dar un paso hacia delante para recoger el
pergamino tirado entre los trozos de arcilla.
—¡Alejaos! —dijo Urbano en tono seco apartando el
pergamino con el pie. Al hacerlo pisó un sello que se había
desprendido y que reventó bajo la suela de su zapato como si
fuera un huevo crudo. Luego agarró el siguiente tubo.
Sus manos seguían temblando. Clavó la vista en el tubo y
de repente se arrancó el anillo del Pescador del dedo, lo guardó bajo la sotana, se quitó los guantes blancos y los dejó caer.
Cuando alcanzó el siguiente tubo con las manos desnudas y
percibió la frialdad de la arcilla y la rugosa superficie, dejó de
temblar. Extrajo el tubo y se lo entregó a uno de los guardias
suizos; pero el cardenal archivero se lo arrancó de las manos
al guardia y se alejó unos pasos para depositarlo
cuidadosamente en un estante. Aunque el papa Urbano oyó el
gemido espantado de Uccello, volvió a olvidarlo de
inmediato. Agarró el siguiente tubo, y el que le seguía... y
empezó a sudar y a toser al inspirar el polvo; cuando se limpió
las manos en la sotana dejó una raya negra en la tela blanca.
Los guardias suizos se turnaban para trasladar los tubos y el
cardenal archivero corría de un lado a otro con el rostro rojo,
jadeando y gimiendo, hasta que el armario quedó vacío.
—No... hay... nada... dentro —tartamudeó Arnaldo Uccello, tratando de recuperar el aliento.
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Urbano le lanzó una mirada llena de desprecio. Se apoderó de
una de las largas alabardas de los guardias suizos, apoyó la punta
en la base de uno de los estantes y la empujó hacia el fondo.
Cuando la punta chocó contra la pared posterior, sólo sobresalía
un palmo de la lanza.
Asiendo la parte del asta que sobresalía, Urbano volvió a
extraer el arma y empujó el hierro.hacia el fondo a lo largó de la
pared lateral del armario. El hiérrese deslizó junto a la madera
negra, acompañado de un sonido hueco. El arma que el Papa
sostenía se deslizó más allá del borde delantero del armario y se
introdujo más profundamente. No fue necesario que Urbano lo
viera: él ya lo sabía. Por fin la punta chocó contra la pared de la
sala, allí donde acababa la parte trasera del armario. Ni un
centímetro de la alabarda sobresalía: al contrario, faltaban dos
palmos.
—El exterior es más grande que el interior... —dijo Arnal-do
Uccello.
El papa Urbano asintió con la cabeza y les tendió la lanza a los
guardias suizos.
—Empujadla hacia delante y quitad la pared posterior —dijo.
Cuando las tablas negras yacieron reventadas en el suelo,
ambos guardias retrocedieron. El papa Urbano se acercó flanqueado por el cardenal archivero. Arnaldo Uccello carraspeó. En
el oscuro hueco de la doble pared trasera reposaba un objeto
informe envuelto en cuero, sujetado con cuerdas, lazos y una
cadena. Podría ser un cofre del tesoro o el ataúd de un niño. Casi
llegaba hasta la altura del cinturón de ambos hombres. Urbano lo
miró fijamente. Había supuesto que su cuerpo lo percibiría, que
vibraría en respuesta al poder que irradiaba el objeto, pero nada de
eso ocurrió. Quiso tocarlo, pero su brazo permaneció inmóvil.
—¿Qué es? —susurró Uccello.
— 69 —
—Sacadlo y quitadle las cadenas —dijo Urbano a los guardias. Después se dirigió a Uccello.
—¿Estáis libre de pecado, cardenal archivero? Si no es así,
retroceded para no caer bajo su hechizo una vez que lo hayamos liberado de las ataduras.
— 70 —
2
El coronel Segesser y su hijo vigilaban el último tramo de
la escalera que antes separaba el Cortile del Belvedere del
Cor-tile della Pigna, y que ahora conducía a la biblioteca.
Cuando oyeron un aullido que surgió del interior del archivo,
ambos intercambiaron una mirada.
—¿Qué ocurre allí dentro, padre? —preguntó el capitán.
—¿Cuál es vuestro deber, capitán?
—Servir al Santo Padre con fidelidad, honradez y honor, y
también a sus legítimos sucesores, dedicarme a protegerlos
con todas mis fuerzas y, si fuera necesario, incluso sacrificar
mi vida por ellos —respondió el joven.
—¿Acaso eso incluye las preguntas curiosas, capitán?
—No, coronel.
—Bien-—El coronel Sesesser dirisió la vista hacia delante
y el capitán Segesser lo imitó. El aullido proseguía, acompañado por retumbos y tintineos, como si alguien hiciera estragos
en las salas de las bibliotecas. Ambos volvieron a intercambiar
una mirada.
—No tengo ni idea de lo que ocurre, hijo —dijo el coronel.
—¿Y si el Santo Padre estuviera en peligro?
—Lo acompañan dos alabarderos.
Algo se rompió con gran estrépito, como si un orate despedazara un mueble grande.
— 71 —
—Por otra parte... —dijo el coronel.
Ambos volvieron a mirarse y después se giraron, y blandiendo sus espadas remontaron la escalera hasta la sala
Sixti-na. Cuando irrumpieron en la sala de estudios, la puerta
de la biblioteca secreta se abrió y por ella salieron el Papa, el
cardenal archivero y los dos guardias suizos. El rostro de
Urbano estaba empapado en sudor, crispado y grisáceo; su
sotaría estaba mugrienta, sus cabellos despeinados y su
mozzetta desgarrada. El cardenal archivero lo sostenía, pálido
y con los labios temblorosos.
—Es una falsificación —balbuceó el Papa—. Una falsificación. Falta la clave..., no tiene valor... El diablo nos ha engañado a todos..., la cristiandad está perdida.
—Por favor, Santo Padre, tranquilizaos —tartamudeó
Uccello.
—¿Necesitáis ayuda, Santo Padre? —preguntó el coronel
Segesser al tiempo que lanzaba una mirada aguda a ambos
alabarderos, que se encogieron de hombros y entornaron los
ojos.
El Papa alzó la vista y la clavó en el coronel. De repente
soltó el brazo de Arnaldo Uccello, se tambaleó hacia los guardias y los agarró del jubón. Con una reacción instintiva, el
coronel sostuvo la temblorosa figura —que no parecía pesar
nada—por los sobacos. El calor que irradiaba el cuerpo enjuto
lo sorprendió: era como si el papa Urbano ardiera. El Papa
apoyó la frente sobre el pecho de Segesser.
—¿No lo comprendéis? Faltan las tres páginas en las que
figura la clave —murmuró el Papa—. El falsificador no las
copió. Están en alguna parte, allí fuera. Y también el original,
en vez de estar guardado en el archivo secreto. Si todo ello
cayera en las manos equivocadas... supondría el inicio del dominio del diablo.
La voz del Papa se volvió casi inaudible y por fin enmudeció.
—Llamad al camarlengo y al médico de cabecera de Su
— 72 —
Santidad —dijo el cardenal archivero—. Ignoro de qué habla
el Santo Padre, pero que Dios se apiade de todos nosotros.
El coronel Segesser abrazó-el frágil cuerpo del Papa y con
mucha suavidad desplazó la mano derecha de la axila y palpó
el pecho del Santo Padre.
—Que Dios se apiade de su alma —dijo—. Aquí ya no
queda nada por hacer para el médica de cabecera.
— 73 —
3
El padre Xavier Espinosa estaba irritado. No lograba desprenderse de la sensación de que alguien lo observaba en secreto. Era algo distinto de la mirada curiosa de los cientos de
ojos que lo contemplaban.
Ya había examinado repetidas veces a la multitud reunida
en el quemadero en el exterior de las murallas de Toledo, pero
no logró descubrir al que lo observaba. Los rostros de la turba
detrás de la valla eran informes, al igual que los de los Grandes
y de la Infanta instalados en el podio, o los de los Inquisidores
sentados en hileras alrededor del trono de Santo Domingo. El
Gran Inquisidor, cardenal Gaspar de Quiroga, había tomado
asiento en el trono. El padre Xavier vio el brillo de unos
anteojos y supo que el joven Hernando Niño de Guevara estaba presente; era el hermano del padre Xavier in dominico y
la mano derecha del Gran Inquisidor. El padre Hernando se
había preparado para presidir el Auto de fe, puesto que en
agosto el cardenal de Quiroga había sido invitado al cónclave
para elegir al nuevo Papa. Pero el cardenal de Quiroga había
rechazado la invitación diciendo que como de todos modos no
sería elegido, sus hermanos cardenales sabrían qué hacer en su
ausencia, y además la exterminación de los herejes en la
ultracatólica España resultaba más importante que la elección
del Santo Padre de Roma. De hecho, el cardenal tuvo razón
en al menos dos aspectos: no lo habían elegido en la primera
votación y los cardenales no tuvieron ninguna dificultad para
elegir al anodino Giovanni Battista Castagna como Papa.
El padre Xavier sintió que le invadía el enfado: no debería
haberse permitido semejante distracción. Lo único que no
impedía su concentración eran los lamentos de los condenados que se retorcían aprisionados por las cadenas que les rodeaban la cintura y las muñecas; tras presenciar un número
suficiente de quemas de herejes, uno aprendía a hacer oídos
sordos ante esas súplicas humanas tan desgarradoras. Ni siquiera los gritos de la joven llamando a su madre conmovían
su indiferencia profesional, más bien se concentraba en calcular cuánto tiempo los soportaría el vicario general García
Loayasa.
—¡Acabaré con esto ahora mismo! —masculló Loayasa.
—Una sabia decisión —susurró el padre Xavier.
—Tengo el poder de concederle indulgencia a la joven, ¿
verdad, padre Xavier ?
Éste echó un breve vistazo al rostro caballuno, enjuto y
torturado del vicario general. Había previsto que esa noche
García Loayasa tomaría esta decisión en cuanto viera a los
condenados. Se decía que el vicario general tenía hijas repartidas por todo Toledo y que estaba desesperado por obtener un
obispado, porque el dinero para mantener, educar y proveer
de dote a su pequeño ejército de hijas enjutas de cara caballuna no le alcanzaba.
—Su Ilustrísima es el representante del arzobispo de Toledo —dijo el padre Xavier—. El Gran Inquisidor tiene el poder de impartir justicia; su Ilustrísima tiene el poder de ser
misericordioso.
Loayasa se mordió el labio.
—Podría volver a mostrarle la cruz; si se desdice de sus
falsas convicciones y la besa, podré ahorrarle la hoguera,
¿verdad?
—Podéis hacerlo, Ilustrísima.
— 75 —
—Sería un acto cristiano, ¿no lo creéis así, padre Xavier?
—Por supuesto. El cardenal de Quiroga, el Gran Inquisidor, intentó por todos los medios convencer a la joven de que
se desdijera, incluso durante los primeros interrogatorios. Es
lamentable que la desdichada endureciera su corazón y se negara tozudamente.
—Ya —dijo el vicario general Loayasa en tono lastimero,
sin despegar la mirada de la tribuna. ,.
La joven tiraba de las cadenas y se retorcía como loca. De
tanto gritar, su voz se había vuelto ronca. La cabeza afeitada y
el obsceno atuendo amarillo de la vergüenza la hacían parecer
aún más joven de lo que era. No podía tener más de catorce
años. El padre Xavier aborrecía la idea de que una vida tan
joven acabara de manera tan espantosa y a la vista de todos, y
también aborrecía al Gran Inquisidor de Quiroga por no haber
elegido el camino más fácil: dar muerte a la condenada
durante el interrogatorio. Siempre había que contar con que la
repugnancia de los espectadores ante las falsas enseñanzas de
los protestantes se convirtiera en compasión por un único
condenado cuando éste era casi una niña de aspecto delicado,
y que llamaba a su madre con gritos que partían el corazón
mientras el fuego abrasaba sus carnes.
—No lo soporto más —dijo el vicario general, y se puso
en movimiento.
—Permaneceré a vuestro lado, Ilustrísima —dijo rápidamente el padre Xavier.
—Gracias, padre.
Cuando se encontraron ante la joven y alzaron la vista para
mirarla, un murmullo recorrió la multitud. García Loayasa se
volvió, repentinamente intimidado por la atención de los
espectadores. El padre Xavier vio que el Gran Inquisidor
cardenal de Quiroga se inclinaba hacia delante. El vicario
general le quitó la larga vara al sacerdote apostado delante de
la hoguera y sostuvo la cruz clavada en el extremo ante el rostro de la joven.
— 76 —
—Desdícete, alma desdichada, y obtendrás la misericor
dia de Cristo —murmuró. La-joven se debatía entre las cade
nas y gritaba. Tenía los tobillos y las muñecas ensangrentadas.
Gracias al pataleo, había alejado los leños de la hoguera y era
imposible que el humo la asfixiara antes de que el fuego la
alcanzara.
- "
—Por todos los santos, ¿dónde está su madre? —exclamó
García Loayasa.
Fue la mismísima madre de la joven quien la entregó a los
jueces. El padre Xavier había asistido al último interrogatorio. Los verdugos tuvieron que emplearse a fondo para
conseguir que confesara e incluso el padre Xavier jamás había
visto brotar una denuncia de un cuerpo tan torturado y contorsionado.
—Dios el Señor sabrá dónde está, su Ilustrísima —dijo el
padre Xavier.
—Desdícete —murmuró el vicario general y alzó la cruz,
que se balanceó ante la condenada, que agitaba la cabeza de un
modo salvaje—. Desdícete, niña, desdícete, no querrás arder,
desdícete y regresa al seno de la verdadera Iglesia, desdícete...
El verdugo, que aguardaba detrás del poste de la hoguera a
que en el último segundo alguien disimuladamente le diera la
orden de utilizar la cuerda para ahorcar a la desdichada con
disimulo mientras encendían la hoguera, mantenía su perpleja
mirada clavada en el vicario general. En una mano sostenía la
cuerda^ en la otra la mordaza que impediría que la condenada
lanzara una maldición.
—Estoy impresionado, Ilustrísima —dijo el padre Xavier—. La actitud cristiana de su Ilustrísima no tiene límite.
Incluso frente a la amenaza de su propia ruina, su Ilustrísima
hace lo que considera su deber como cristiano.
La cruz detuvo su balanceo.
—¿Qué? —preguntó el vicario general.
—Dios el Señor y su hijo Jesucristo contemplan a su Ilustrísima y ven cómo intenta ahorrarle el justo castigo a una
— 77 —
pecadora. También nuestro señor Jesucristo perdonó a los pecadores, aunque san Pedro, su representante, consideró justo
abatir a Ananias y a Safira debido a su traición a la comunidad,
—No pretendo llevar a cabo las decisiones del Señor —exclamó García Loayasa—. Y tampoco contradecir a san Pedro.
—El padre Xavier oyó la pregunta no formulada detrás de las
palabras del vicario general y sonrió.
El vicario general bajó la cruz y el padre Xavier vio que la
joven clavaba la mirada en el crucifijo.
—Pero puedo ser misericordioso, ¿verdad, padre Xavier?
—Por supuesto, Ilustrísima. Y si su Ilustrísima me lo permite, deseo volver a expresar mi gran admiración por el valor
con el cual Ilustrísima se arriesga a exponer su propia alma al
peligro de la condenación para ahorrarle a esta desorientada y
pecadora hija del diablo la tortura del fuego purificador.
La joven dejó de gritar. Tenía la cara cubierta de mocos y
lágrimas. Bizqueaba mirando la cruz y un gemido brotó de su
garganta.
—¿La condenación? —repitió Loayasa.
—Por no hablar del coraje de su Ilustrísima frente a todos
los fariseos que se negarían a elevar al trono del obispo a un
hombre que mostrara demasiada compasión por una hereje y
que tal vez tenga alguna relación con el maldito pecado de la
herejía...
—La herejía —repitió el vicario general Loayasa.
—Pero estoy convencido de que cuando su Ilustrísima se
encuentre ante el Juez Supremo y sea sopesado, entonces el
hecho de que actuara movido por la compasión casi eliminará
el pecado que supone que haya impedido la purificación de un
alma mal encaminada.
—Casi eliminará —repitió Loayasa.
La joven empezó a susurrar.
—PerdónameSeñor, perdónameSeñor, perdónameSeñor
—oyó el padre Xavier; el susurro se convirtió en un^gemi-— 78 —
¿ —
0
.
¡PerdónameSeñorsoytusierva,perdónameSeñorme
desdigomedesdigomeDESDIGO!
—Nunca he visto a nadie cuya nobleza sea mayor que la de
su Ilustrísima —dijo el padre Xavier en voz alta y agarró a
Loayasa de la mano, le hizo dar media vuelta y se arrodilló para
besarle la mano. La cruz se balanceó hacia un lado y el vicario
general casi deja caer la vara.-El sacerdote apostado ' junto a la
hoguera reaccionó con rapidez.
—¡No! —gimió la joven—. ¡No, no, NO!
—¡Ella sigue rechazando el consuelo de la cruz, Ilustrísima! —dijo el padre Xavier.
—¡Dios mío! —balbuceó el vicario general—. ¡Condenación! ¡Herejía! ¡Mi alma inmortal! ¡El obispado! ¿Qué he
estado a punto de hacer, padre Xavier?
—No es demasiado tarde para abandonar el camino del
error —dijo el padre Xavier, que empezó a alejarlo de la hoguera. García Loayasa trastabilló tras él; el padre Xavier le
hizo una señal al verdugo.
—¡NO! —gritó la joven—. ¡No! Yo...
La mordaza asfixió sus palabras y la joven empezó a patalear y gemir. La turba murmuraba.
—¡Su Ilustrísima García Loayasa ha hecho un último intento para hacer cambiar de opinión a la condenada! —gritó
el padre Xavier dirigiéndose a la tribuna—. ¡Ella HA RECHAZADO la misericordia! ¡Ella HA NEGADO el amor del Señor!
¡Ella HA ESCUPIDO al crucifijo!
—¡Que arda! —aulló una voz en medio de la multitud.
El Gran Inquisidor se puso de pie, plegó las manos en el
pecho e hizo un gesto afirmativo. El padre Xavier arrastró al
vicario general, alejándolo aún más.
—Cuánto valor, Ilustrísima —no dejaba de murmurar—.
Y cuánta sabiduría supone comprender la inutilidad de vuestra compasión. Habéis actuado de un modo auténticamente
cristiano, de verdad...
Ahora las mordazas ahogaban los gritos de terror de to-— 79 —
dos los condenados, convirtiéndolos en gemidos cuando el
verdugo encendió la hoguera. El padre Xavier arrastró al vicario general detrás de la empalizada, se hizo con la primera
copa de vino apoyada en la rústica mesa y se la tendió a García Loayasa. El fuego crepitaba y la resina de las ramas empezó a estallar. Cuando el vicario general se disponía a volverse
hacia la hoguera, el padre le dijo que bebiera y Loayasa yació
la copa de un solo trago. El padre Xavier soltó un suspiro casi
inaudible, dio un paso atrás y se apartó.
Al toparse con la mirada del hombre vestido de negro de
la cabeza a los pies que de pronto apareció a sus espaldas se
sobresaltó y comprendió que eran esos ojos los que no habían
dejado de observarlo durante todo el tiempo.
—Estoy impresionado, padre —dijo el desconocido, imitando el tono frío del padre Xavier y caminando apresuradamente a su lado en medio de la oscuridad mientras sus pasos
resonaban en las estrechas callejuelas.
—¿Adonde me lleváis? —preguntó el dominico.
Atravesaron la ciudad, no en dirección a la catedral sino
hacia abajo, hacia el río. El olor a carne abrasada que invadía
las callejuelas y ascendía con lentitud quedó atrás, al igual que
los gritos de los condenados a los cuales, como la joven, el
humo no había asfixiado y ahora eran consumidos por las
llamas. Los cánticos y las oraciones de los sacerdotes —que
celebraban misa durante la incineración— eran incapaces de
apagar esos sonidos, y los sacos de tela llenos de claveles o
manzanas tampoco lograban disimular el olor de los cuerpos
asados.
Nadie los detuvo cuando se deslizaron a través de una
grieta de la muralla hasta la orilla del río. El padre Xavier percibía el aroma del agua; la superficie del agua, su negrura absoluta y los jirones de niebla que relumbraban en la oscuridad
lo hicieron estremecer. Recorrían una de las grandes canteras
— 80 —
de guijarros que descendían desde la ciudad hasta el Tajo. La
luz de la luna, reflejada por los jirones de niebla, iluminaba el
camino. El saliente de la cantera apagaba los ruidos de la
ciudad, al igual que todos los que surgían de ahí abajo. La empinada ladera se arqueaba por encima de ellos como una calavera.
De repente una sombra situada más. adelante se puso de,
pie. El padre Xavier creyó ver el brillo de.un cuchillo bajo el
oscuro manto.
—¿Don Manuel? —preguntó la sombra.
—Yo mismo acarrearía la leña para encender una hoguera
y quemar a mi hijo, si él fuera tan perverso como un protestante —dijo el hombre de negro.
—Podéis pasar, don Manuel.
El padre Xavier vio que en el otro extremo de la cantera
había un grupo de chozas y al aproximarse divisó a un segundo centinela. Esta vez la contraseña no fue necesaria, pero lo
obligaron a detenerse, lo cachearon y lo revisaron. El centinela procedía con desapasionada grosería y el padre procuró
permanecer inmóvil cuando la mano que lo palpaba por debajo de la sotana ascendió por su pierna y se cerró sobre sus
partes.
—Está limpio, don Manuel.
—Sigo estando impresionado, padre —dijo éste—. ¿Así
que un hombre al que todos los protestantes de España le desean la muerte circula sin un puñal oculto?
—Mi arma es mi fe.
—¿Veis la entrada a la choza central? —preguntó el hombre de negro.
El padre asintió.
—Allí os esperan.
—¿Y vos? -"-—Seguiré disfrutando del buen
aire-nocturno —contestó el otro.
«Estoy muerto —pensó el padre Xavier. Sea quien sea que
— 81 —
me espera allí dentro, me matarán y no quieren testigos. Al
menos no me quemarán: el fuego se vería desde la otra orilla.»
Intentó consolarse con la idea de que se ahorraría el tipo de
muerte más temida por él, pero al encaminarse hacia la choza,
su expresión permaneció impasible.
—Cuidado con las irregularidades del suelo, padre —dijo
el hombre de negro—. Procurad no caer.
Ante la puerta de la choza, el padre. Xavier titubeó un instante, pero después la abrió y entró. Vio rostros a la luz de una
vela que se apagó cuando la puerta se cerró. Ante sus ojos
danzaron las imágenes de las figuras vislumbradas en sus colores complementarios.
Durante un segundo, reinó el silencio.
—Bien, padre Xavier —dijo una voz seca en medio de la
oscuridad—. Ahora sé que aún poseéis la fuerza suficiente.
Aunque hace tiempo que oigo vuestro nombre, siempre pensé
que erais un anciano débil y tembloroso.
—A nosotros los clérigos, la fe en la Iglesia católica nos
mantiene jó venes —dijo el padre Xavier. Oyó el clic de los
pedernales, vio chispas y después una llama que encendió la
vela. Un rostro muy semejante al de una gran tortuga se asomó a la luz y lo contempló con mirada brillante.
—No es verdad —dijo la tortuga en el mismo tono seco
anterior-^.A mí me proporcionó larga vida, pero no me mantuvo joven.
El padre Xavier se arrodilló.
—Eminencia —dijo y se santiguó. Mantuvo la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo de la choza, porque le pareció que era la mejor manera de que el otro no se percatara de
su sorpresa.
—Está bien, padre Xavier —dijo el cardenal Cervantes de
Gaete, y su arrugado rostro de tortuga esbozó una sonrisa—.
El taburete desocupado es para vos. Tomad asiento y no me
llaméis Eminencia. Ese título es ridículo, aunque lo haya introducido el papa Urbano.
— 82 —
El padre Xavier volvió a santiguarse, retiró el taburete, se
alisó la sotana y tomó asiento. Sólo entonces se permitió alzar
la mirada. Los otros tres rostros también le eran familiares: el
cardenal Giovanni Facchinetti, patriarca titular de la
archi-diócesis de Jerusalén, el cardenal Ludovico Madruzzo,
legado papal en España y Portugal (ambos debían de haber
llegado allí directamente del cónclave y quizás aún.trataban de
hacerse a' la idea de no haber sido elegidos); y por fin el
último, que lo observaba con una curiosidad más sincera que la
de los demás. El hombre se había quitado las gafas y
jugueteaba con ellas.
—¿Qué se propone el vicario general Loayasa? —preguntó.
—Hizo un último intento para convertir a un alma hereje,
padre Hernando —dijo el padre Xavier—. El vicario general
es un auténtico héroe cristiano.
—A mí más bien me pareció que quería impedir que la
ajusticiaran; a lo mejor le recordaba a su hija, ¿qué opináis,
padre Xavier?
El padre Hernando y el padre Xavier, los dos dominicos,
se contemplaron por encima de la llama de la vela.
—Puede que debido a la distancia y al humo vuestra percepción se haya distorsionado, padre Hernando.
—Quizá debería aconsejarle al Gran Inquisidor que someta al vicario general a un exhaustivo interrogatorio, ¿verdad?
—Como vos y yo estamos absolutamente convencidos de
que no encontraríamos nada erróneo en el vicario eeneral
García Loayasa y que la reputación de la Iglesia católica española no se vería afectada, estoy de acuerdo con vos, padre
Hernando.
Hernando de Guevara asintió con la cabeza, pero entrecerró los ojos. Después se inclinó hacia atrás y volvió a ponerse
los anteojos. El padre Xavier se preguntó cómo se las había
arreglado para llegar a la choza antes que él. Cuando él mismo
abandonó el lugar de la ejecución junto al hombre de negro, el
— 83 —
ayudante del Gran Inquisidor aún estaba sentado en el podio.
La respuesta era que el hombre de negro había dado un rodeo
y que el padre Hernando había tomado un atajo. El padre
Xavier decidió que no se dejaría impresionar por semejantes
triquiñuelas, pero al mismo tiempo comprendió que subestimaría peligrosamente a su cofrade si sólo lo creía capaz de
hacer triquiñuelas.
—Padre Xavier Espinosa —:dijo el cardenal de Gaete—.
Nacido en Lisboa, depositado en la lactancia como puer
obla-tus al cuidado del convento dominico de Ávila en el año
del Señor y dedicado a incorporar el antiguo reino de los incas
a las provincias españolas de ultramar en 1532. Magníficas referencias en cuanto a la solidez de vuestra fe, vuestro conocimiento de las escrituras y de la retórica. Ninguna referencia a
la obediencia, la humildad y el amor al prójimo.
El padre Xavier hizo un gesto, pero el cardenal lo detuvo
con la mano.
—Cada uno sirve al Señor a su manera, padre —dijo—.
De 1555 a 1560 realizasteis estudios intensivos de los archivos
secretos de la Biblioteca Apostólica Vaticana, donde os destacasteis por desarrollar los reglamentos para acceder a los archivos secretos, que concretamente consisten en que excepto
el Papa y los cardenales, nadie pueda entrar. El papa Sixto V,
tras acabar la reconstrucción de la biblioteca, se ocupó de los
reglamentos y los reforzó aún más.
El cardenal alzó la vista.
—Unos reglamentos con los que estoy completamente de
acuerdo, querido padre Xavier. En consecuencia, significa que
casi nadie conoce los escritos allí albergados tan bien como
vos. En los años que van de 1560 a 1566, fuisteis ayudante del
arzobisporde Madrid... ¿No hubo allí un pequeño escándalo
debido a que el hermano del arzobispo hizo negocios en
beneficio de la corte del rey con un mercader vienes, pese a
que el rey Felipe ordenó que sólo los proveedores españoles
podían abastecer a la corte?
— 84 —
—Su Ilustrísima descubrió que un contable de su herma
no había hecho negocios en secreto; el contable fue castigado
_ dijo el padre Xavier en tono suave.
—Correcto, el contable de su hermano. Es asombroso que
un mero contable averiguara qué mercaderías eran necesarias,
por ciertos motivos que sólo conocían el arzobispo y el rey
Felipe.
..
El padre Xavier sonrió e inclinó la cabeza, indicando que
efectivamente resultaba asombroso que un mero contable fuera
capaz de averiguarlo.
—¿Acaso ese hombre no se quitó la vida en el calabozo de un
modo bastante extraño, antes de que el asunto llegara a juicio?
Bien, da igual. De 1567 a 1568 fuisteis el confesor de don Carlos,
el Infante de España; tras el lamentable accidente que provocó la
muerte del Infante, fuisteis el confesor del joven archiduque
Rodolfo de Austria durante su estancia en la corte de Madrid de
nuestro muy católico rey Felipe, y después en Viena hasta el año
1576, en el que el archiduque Rodolfo se convirtió en el
emperador Rodolfo. Trasregresar de Viena, fuisteis el ayudante
del obispo de Espíritu Santo en México y corresponsable de los
éxitos del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en aquel
lugar, hasta 1585. Después vuestro nombre siempre vuelve a
aparecer en diversas crónicas de España. En aquella época,
ayudasteis al vicario general de Toledo a llevar la pesada carga
que suponía cumplir con la función de arzobispo*
El cardenal de Gaete se inclinó hacia atrás; no tuvo que
detenerse ni una sola vez para recordar los hechos.
—¿La consideráis una crónica correcta, padre Xavier?
—Los conocimientos de Vuestra Eminencia son completos
—dijo el padre Xavier y empleó el aborrecido título con absoluta
conciencia.
—Un hombre de vuestra experiencia y edad debería ocupar un
rango clerical elevado, y no limitarse a ser uu consejero de
obispos y cardenales.
85
—Mi deber es servir a la Iglesia católica.
El cardenal de Gaete contempló el rostro del padre Xavier
durante un buen rato.
—Debéis regresar a la corte del emperador Rodolfo —dijo—, en Praga.
El padre Xavier vio ante sí la cara pálida y de mejillas hundidas del archiduque Rodolfo, que. a diario le había impresionado por la expresión del odio terco y reprimido de un espíritu
débil e inseguro, un odio tras el cual intentaba ocultarse un
sentimiento aún más poderoso: el temor. Ahora hacía casi
quince años que Rodolfo era emperador del Sacro Imperio
Romano. Desde que el padre Xavier lo viera por última vez, se
decía que Rodolfo de Habsburgo había emprendido un viaje a
las tinieblas de la superstición, a la demencia de la alquimia y
que estaba perdiendo el juicio. Bajo su mandato, el reino se
tambaleaba entre la fe y la herejía, acercándose al precipicio.
Después del primer encuentro, el padre Xavier supo que los
demonios del poder, la responsabilidad y la insuficiencia destrozarían a Rodolfo. Era casi asombroso que no se hubiera
vuelto loco hacía diez años.
—El hombre me aborrece —dijo el padre Xavier en tono
inesperadamente directo.
—El emperador Rodolfo aborrece todo lo relacionado con
la Iglesia católica —siseó el cardenal Madruzzo—. Y también
lo relacionado con los protestantes, al igual que con los musulmanes. Lo único que ama es la alquimia y su colección de
curiosidades; a los únicos que escucha es a los astrólogos que
pululan en su corte como las moscas en un montón de mierda.
Ante la violencia de esas palabras, el cardenal de Gaete se
estremeció, pero no lo contradijo.
—Vuestra servidumbre para con la Iglesia católica os conduce a Praga, padre Xavier, os guste o no os guste.
Este sé'encógió de hombros.
—Actuaré allí donde Dios el Señor y el Santo Padre lo
deseen—dijo.
— 86 —
La mirada del cardenal de Gaete se volvió brillante.
—Actuaréis donde nosotros deseamos que lo hagáis —dijo.
El padre Xavier disimuló que ésa era la respuesta que quiso
provocar. Ahora sabía a qué atenerse.
—Tenemos tres novedades que comunicaros —dijo el padre Hernando—. El emperador Rodolfo ha querido zafarse de
las exigencias que nuestro muy católico rey le ha plantea-. do
debido a su boda, de las noticias de las. incursiones de los
turcos y de sus deberes como defensor de la fe, declarándose
enfermo. Apenas se deja ver fuera de su gabinete de curiosidades. En vez de estudiar los mensajes provenientes del reino,
lee las obras de ese astrólogo danés que hizo imprimir en contra de la voluntad del Papa. El emperador Rodolfo no notará
que os encontráis en su corte.
—¿Qué cargo he de ocupar allí?
—Ninguno oficial. Desde que el emperador trasladó la
corte de Viena a Praga, impera una gran confusión, como en
los mejores tiempos del reino. Un ejército de saqueadores
turcos podría corretear por allí durante semanas sin llamar la
atención, a menos que robaran alguna nuez exótica de la
colección del emperador. Os proporcionaremos el dinero suficiente como para que podáis vivir de manera independiente.
—¿Cuál es mi tarea?
—¿Creéis que en el archivo secreto existe un libró que no
conocéis?
El padre Xavier no respondió. El cardenal Facchinetti se
removió inquieto e hizo una mueca al notar que la mirada del
padre Xavier se dirigía hacia él. Luego permaneció inmóvil,
encogiendo los hombros.
—Ésa es la segunda novedad, padre Xavier —dijo el cardenal de Gaete—. Hay un libro que no conocéis.
—¿ Quién lo escribió ?
De Gaete y el padre Hernando intercambiaron una mirada.
El viejo cardenal esbozó una sonrisa.
—Habéis planteado la pregunta precisa.
87 —
El padre Xavier sólo reflexionó un instante.
—Su Eminencia comentó que el libro dudoso fue falsificado.
—Es el Testamento del Diablo —graznó el cardenal
Fac-chinetti de pronto—. Lo escribió el mismísimo demonio y
sólo está en el mundo para causar desgracias.
—Lo escribió algún monje, Eminencia —dijo el padre
Hernando—. En todo caso el ejemplar albergado en la biblioteca
del Vaticano.
— I Qué tiene de particular el hecho de que se trate de una
copia? —preguntó el padre Xavier.
—No es una copia exacta. Faltan tres páginas.
El padre Xavier aguardó. Los hombres sentados alrededor de
la mesa intercambiaron una mirada muda. El padre Xavier no se
movió de su asiento, pese a que debido al frío y la humedad que
reinaban en la choza sus píes ligeramente calzados y sus manos
empezaban a entumecerse. Una parte de su espíritu le ordenó a sus
carnes que obedecieran a sus deseos y volvieran a entrar en calor.
Si uno de los hombres rozara su mano, aunque fuera por
casualidad, no debía estar fría. El frío suponía debilidad. El calor,
fuerza. Sabía que todos los demás estaban tan muertos de frío
como él y que era muy probable que sus manos y pies estuvieran
helados, por tanto se esforzó aún más por entrar en calor.
—Esas tres páginas son la clave de toda la obra —dijo el padre
Hernando por fin.
— I Se trata de un código ?
El padre Hernando asintió con la cabeza y el padre Xavier
aguardó que alguien volviera a romper el silencio.
—A quien posea el código y sea capaz de leer el libro se le
revelará la sabiduría del diablo —dijo el cardenal de Gaete—, y
quien la posea, poseerá el mundo.
—Es inimaginable que estos conocimientos caigan en manos
de herejes y protestantes —dijo el padre Xavier con expresión
sumamente neutral.
— 88 —
—La herejía de la Reforma quiebra la cristiandad desde
dentro —dijo el cardenal de Gaete—. La amenaza turca la devora desde el exterior. La generalizada impiedad de los hombres debilita el poder del Redentor. Lo que todos ansiamos es
un arma que nos permita reconquistar la unidad de la Iglesia.
Ésta es la meta más elevada y para alcanzarla se requierenlas
herramientas más poderosas.
—Y eso es lo único que nos importa —dijo el padre Hernando. Detrás de sus lentes, sus ojos parpadeaban como los de
los inculpados durante el interrogatorio, cuando aseguraban
que hacía tiempo que habían abjurado del protestantismo.
El padre Xavier permaneció inmóvil mientras su mirada
recorría a los presentes. Los cuatro hombres perseguían el sublime objetivo de proteger la cristiandad... y por eso consideraban necesario conjurarse y jugar al escondite en una fría y
húmeda choza junto a la orilla del río. Contempló a Ludovico
Madruzzo, cuya frustración por haber recibido numerosos
votos en la primera ronda de los pasados cónclaves, y en las
siguientes ninguno, había deslucido su mirada. Le resultaba
imposible valorar al cardenal de Gaete; tal vez la vieja tortuga
hablaba en serio. El cardenal Facchinetti era demasiado anodino como para que el padre Xavier comprendiera por qué
formaba parte de ese círculo, excepto que si él fuera de Gaete,
no hubiera querido que estuviera presente. Era evidente que
el padre Hernando albergaba la esperanza de convertirse en
Gran Inquisidor.
—Al menos hemos de evitar que otros hagan uso de la
Biblia del Diablo. En el peor de los casos, debéis destruirla
—dijo el cardenal Facchinetti.
—Soy demasiado débil para destruir un libro escrito por el
mismísimo Satanás —dijo el padre Xavier—. Pero lo encontraré y os lo entregaré, para que vosotros lo destruyáis. —«Y
para que el menos escrupuloso dé vosotros destruya a los demás», añadió mentalmente. Se sentía animado y cómodo frente al resto del grupo—. ¿Dónde se supone que se encuentra?
— 89
—Fue escrito en un convento, eso es lo que sabemos con
seguridad. Hemos intentado averiguar en cuál, pero no tuvimos suerte. La información acerca del lugar se perdió o bien
fue eliminada de los archivos adrede —dijo de Gaeté—. Pero
os situaremos en el centro del reino, como una-araña,en su
red. Debéis proceder con precaución, y más lenta que rápidamente. Ignoramos quién, excepto nosotros y nuestro informador en Roma, conoce la existencia del libro, pero todos
cuantos la conozcan querrán apropiárselo. Si procedéis con
demasiadas prisas, nos arriesgamos a que vos y vuestra busca
despierten el interés de otros grupos interesados. Antes o después, descubriréis algún indicio.
—Otros grupos interesados... de Roma —dijo el padre
Xavier e hizo una pausa—, me refiero a herejes protestantes
influyentes. —Por supuesto que se refería a algo absolutamente diferente; por ejemplo los otros sesenta y siete cardenales.
—Exacto —dijo de Gaete tras un titubeo tan prolongado
que el silencio que reinaba en la choza se hizo notable. Después volvió a intercambiar una mirada con el padre Hernando—. Otros grupos romanos influyentes.
—¿Cuál es la tercera novedad?
El padre Hernando bajó la cabeza e hizo la señal de la
cruz, los demás lo imitaron. Después dirigió su mirada al padre Xavier. Los anteojos convertían su rostro en una máscara
y el reflejo de la vela hizo arder dos llamas en sus ojos.
—El papa Urbano está muerto —dijo—. El
decimosegun-do día de su pontificado, Dios lo llamó a su
seno.
—Es una señal, si no hay otra —dijo Madruzzo.
—Que el Señor se apiade de su alma —dijo de Gaete.
El padre Xavier asintió lentamente. La noticia debía ser
nueva. El papa Urbano había muerto incluso antes de que la
noticia de su elección hubiera penetrado hasta el último rincón
de la cristiandad. Quizás había numerosas regiones que ni
siquiera sabían que el antecesor de Sixto había muerto. «Sic
transit gloria mundi», pensó. Los papabili solían pensar a largo plazo para alcanzar sus metas. Por lo visto el papa Urbano
había alargado el plazo en exceso. El padre Xavier percibió
que el calor había regresado a sus manos y sus pies.
—Camino de Praga pasaré por Viena. Allí tengo contactos
que llegan hasta Praga, y éstos me permitirán formarme una
idea de la situación.
—¿Contactos de los viejos tiempos enla corte imperial?
—preguntó el cardenal Madruzzo en tono malévolo.
—Más bien de los viejos tiempos en Madrid, Eminencia
—contestó el padre Xavier sin parpadear.
—Entonces eso es todo, padre Xavier —dijo el cardenal
de Gaete.
El padre Xavier se puso en pie y después hizo lo que había
planeado desde que sus miembros recuperaran el calor. Se
arrodilló ante el cardenal de Gaete, estiró las manos y las
plegó.
—Bendecidme, Eminencia, para que pueda cumplir con
mi deber.
El viejo cardenal dudó unos segundos, después rodeó las
manos del padre Xavier con las suyas. Éste sintió que tocaba
la piel fría como el hielo de un muerto. Clavó la mirada en la
del cardenal el tiempo suficiente para percatarse de su expresión de sorpresa e inseguridad, después bajó la cabeza.
—Id con Dios, padre Xavier —dijo el cardenal de Gaete.
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