PAPA URBANO VII

Llamado Giovanni Battista Castagna, Papa del 15/9/1590

al 27/9/1590, antes Gran Inquisidor; la única acción de su papado fue la introducción de la denominación «Eminencia»

para los cardenales.

PAPA GREGORIO XIV

Llamado Niccoló Sfondrati, Papa del 5/12/1590 al 15/10/

1591; introdujo la prohibición de apostar por quién sería el

futuro Papa, por la duración de un pontificado y por la renovación de los cardenales.

PAPA INOCENCIO IX

Llamado Giovanni Antonio Facchinetti, Papa del 29/10/

1591 al 30/12/1591; conocido como moralista y asceta, reformó la Secretaría de Estado Papal

PAPA CLEMENTE VIII

Llamado Ippolito Aldobrandíni, Papa del 30/1/1592 al

5/3/1605; introdujo una nueva edición del índex de los libros

expresamente prohibidos por la Iglesia, en 1600 proclamó una

bula conmemorativa, el mismo año condenó al hereje

Gior-dano Bruno a morir en la hoguera y fue el primer Papa

que contrató a castratL

GIOVANNI SCOTO (JOHN SCOTT, HIERONIMUS SCOTUS)

A principios de los años noventa del siglo XVI disfrutó de

una breve y desafortunada carrera como alquimista y adúltero

en Praga.

— 16 —

JOHN DEE, EDWARD KELLEY

Alquimistas y astrólogos ingleses de la corte del emperador Rodolfo II.

DOCTOR BARTOLO MEO GUARINONI

Médico de cabecera del emperador Maximiliano II y del

emperador Rodolfo II.

LA BIBLIA DEL DIABLO

El manuscrito medieval más importante del mundo; según

dicen redactado en una única noche por el mismísimo diablo.

LA SIMIENTE DE

LA TORMENTA

Cuando sopla el viento, apaga la vela y

atiza el fuego.

Dicho árabe

1

Andrej observaba la tormenta que se aproximaba en medio

de la abrumadora oscuridad, una sombra de color índigo que

se extendía por encima de la tierra parda, ondulada y marchita

—encapotando el cielo, precedida por ráfagas heladas y el

olor a nieve— hasta cubrir el amplio valle en cuyas lindes se

alzaba el convento derruido y el pueblucho de mala muerte,

cuyas chozas e iglesia parecían haber rodado por la ladera y

aterrizado a su pie, sin interés alguno salvo para los fantasmas

de los que habían muerto hacía siglos.

Andrej se acurrucó contra el muro detrás de la torre en

ruinas, tratando de no perder de vista al grupo de mujeres y

niños que se apretujaban entre sí ateridos de frío y cuyos

contornos se perdían en medio de la granizada que, a principios de noviembre, ya anunciaba el invierno. A sus siete años,

Andrej ignoraba dónde se encontraban; incluso si su padre o

su madre se lo hubieran dicho, no habría reconocido el nombre del pueblo. Desde siempre, su padre había arrastrado a su

pequeña familia de un extremo del país al otro y Andrej confundía los nombres de los pueblos y los detalles geográficos.

El único dato que llevaba marcado a fuego en el cerebro era el

año en el que se encontraban y sólo porque todos cuantos se

cruzaban en su camino —y a quienes su padre consideraba

dignos de una conversación— procuraban descifrar qué pre-— 21-—

sagiaba ese año, desde que la noticia de las bodas de sangre en

Francia había penetrado hasta ese remoto rincón del reino.

—Los católicos y los protestantes se masacran entre ellos

—dijo su padre en voz baja, para que sólo lo oyeran Andrej y

su madre, pero sin dejar de lanzar una sonrisa desafiante al

grupo sentado en la posada, que escuchaba con expresión

espantada el relato del viajero acerca de la masacre de los protestantes franceses.

—Era hora. Al menos ahora esos supersticiosos bastardos

nos dejarán tranquilos y podremos dedicarnos a nuestra

ciencia.

—¿La alquimia es una ciencia? —había preguntado Andrej.

—No sólo es una ciencia, hijo mío —contestó su padre—.

¡La alquimia es la única ciencia verdadera que existe!

La única ciencia verdadera los había conducido hasta allí, a

ese convento en ruinas que ni siquiera poseía una pared entera,

en el que la mayoría de los edificios eran poco más que un

montón de piedras de los cuales las maderas podridas surgían

como los huesos de un cadáver y cuya iglesia a duras penas se

mantenía en pie. Por encima de las desnudas vigas de la nave el

cielo amenazador lanzaba su granizada cuyo crepitar llegaba

hasta el escondite de Andrej. La imagen de su madre se había

confundido con la de las demás mujeres que estaban delante

del único edificio intacto. Aunque antes su figura rechoncha se

diferenciaba de las mujeres altas y delgadas entre las que se

había mezclado siguiendo las órdenes de su padre, ahora

Andrej ya no la distinguía. Había visto cómo se desplazaba de

una a otra mujer, gesticulando con manos y pies porque las

otras hablaban una lengua diferente a la suya, cómo acariciaba

la cabeza de los niños y cómo se detenía ante la mujer joven

de vientre prominente, encorvada y de aspecto tan exhausto

que a dufas penas lograba mantenerse en pie. Entonces

empezó a caer el granizo y todas se convirtieron en sombras

confusas.

— 22 —

Andrej se removió inquieto y de repente sintió miedo, invadido por el presagio de una catástrofe inminente, como si

algo imposible de detener hubiera empezado a rodar. Tal vez

en ese momento barruntó que eso que se aproximaba también

aplastaría a la pequeña familia Langenfels y la borraría de la

faz de la tierra.

Súbitamente, por encima del crepitar del granizo, Andrej

oyó un sordo bramido que provenía del interior intacto del

convento. Era como el rugido de un toro, el gruñido de un

lince, el aullido de un lobo, pero Andrej supo de inmediato

que, aunque no parecía humano, surgía de una garganta

humana. El miedo oprimía la garganta del niño oculto tras el

muro del convento. Quiso advertir a su madre con un grito,

pero permaneció mudo, quiso echar a correr en busca de su

padre, pero las piernas se negaron a obedecerle; Las oscuras y

empapadas figuras se quedaron inmóviles, aguzando los

oídos.

El inhumano alarido no cesó, incluso cuando empezaron a

resonar los primeros gritos del grupo de mujeres. Andrej

apenas vislumbró lo que ocurría. Si hubiera sido mayor, las

experiencias que en una época como ésa se habían vuelto familiares para todos le habrían proporcionado las imágenes

correctas, así que fue su fantasía la que le ofreció las imágenes

que sus ojos se negaban a contemplar, pero no logró reducir

su horror.

Las sombras huyeron en todas direcciones, perseguidas

por una sombra mayor que blandía algo que golpeó una de las

delgadas figuras que huían; ésta se encogió y cayó al suelo. El

ruido, los golpes y la oscuridad confundieron su percepción...,

tal vez la figura que rogaba clemencia con los brazos en alto

sólo fuera un espejismo.

Pitié,pitié} ne faites rien de mauvais...!

Y quizá la enorme sombra que volvió a golpear hasta que

los brazos suplicantes cayeron sin vida sólo era una fantasmagoría, y puede que aquel sonido que llegó hasta Andrej por

— 23 —

encima de la cacofonía de alaridos, gritos, golpes y el sonido

de una hoja afilada que se clavaba en las carnes y los huesos

hasta atravesarlos sólo fuera producto de su imaginación. La

sombra extrajo su herramienta asesina y siguió corriendo. Las

mujeres, presas del pánico, echaron a correr por el patio del

convento chocando entre sí, arrastrando a sus hijos y cayendo

al suelo para no volver a levantarse. Otro golpe de hacha... y

luego una pequeña figura voló hacia un lado y desapareció.

Ayezpitié, épargnez mon enfant!

Las mujeres cayeron una tras otra, abatidas en su huida,

asesinadas de rodillas mientras suplicaban por su vida, clavadas en el suelo y tratando de arrastrarse. En medio del pánico

era imposible descubrir dónde se encontraba la madre de

An-drej. Andrej no se dio cuenta de que se tapaba los oídos

con las manos y chillaba su nombre como un poseso desde que

presenciara el primer asesinato. Entonces la inmensa sombra

—que se desplazaba entre sus víctimas como un lobo gigantesco y oscuro se desdibujó ante su vista, convirtiéndose en

una figura envuelta en un hábito que blandía una guadaña y

cercenaba sin piedad la mies humana acurrucada entre sus

pies— volvió a convertirse como al principio en aquella sombra tenebrosa que había agarrado a una de sus presas de los

cabellos, la arrojaba al suelo, alzaba el arma...

Alguien se abalanzó contra la espalda de la sombra y la

golpeó. Ésta lanzó una mano hacia atrás y se lo quitó de encima, lo arrojó al suelo, lo pisoteó y le asestó innumerables

golpes con su arma. El ruido de los golpes, de los huesos quebrados, la carne reventada, los gritos de dolor... Las manos

que cubrían los oídos de Andrej resultaron inútiles.

El arma se elevó en el aire —Andrej creyó ver un rastro

rojo en medio del fulgor— y se abatió sobre la primera presa

que la sombra jamás había soltado, cuyos gritos y pataleos

resultaron inútiles...

Andrej comprendió que había abandonado su escondite y

se encontraba delante del muro cuando el granizo le azotó

— 24 —

el rostro como los pinchazos de miles de agujas. Lanzó un grito

con su aguda voz de niño, lloró y apretó los puños hasta hacerse

sangre. La sombra asesina se dio la vuelta. Era lo único que

permanecía en pie en el campo de batalla. Arrancó el arma del

cuerpo de su última víctima y echó a correr hacia Andrej. Andrej

no sabía si la sombra seguía rugiendo porque sus propios gritos

apagaron el estruendo. Se quedó inmóvil, como si el hecho de salir

de su escondite hubiera acabado definitivamente con sus fuerzas.

La sombra se aproximaba a través del granizo y con cada paso que

daba su tamaño se reducía hasta convertirse de un monstruo

amorfo en un ser humano envuelto en un hábito ondulante y de un

ser humano en un monje..., la supuesta guadaña en un hacha..., la

imagen gigantesca en una figura enjuta envuelta en un hábito

empapado en sangre e incrustado de partículas de hielo. El segador

se convirtió en un joven monje que podría haber sido el hijo de

algunas de las mujeres que acababa de cortar en pedazos. Andrej

contempló el rostro del monje que se abalanzaba sobre él y, con la

visión clara de los que están a punto de morir, comprendió que lo

que veía era el cuerpo de un joven benedictino, pero que el alma

que albergaba ya no estaba presente. Lo que habitaba el cuerpo y

lo impulsaba hacia delante era un demonio, y el demonio se

llamaba locura.

El monje casi lo había alcanzado: una figura manchada de

sangre que escupía espumarajos, de cuyos ojos manaban lágrimas

y que blandía el hacha. Andrej sabía que estaba a punto de morir.

Su vejiga se vació, cerró los ojos y se rindió.

— 25

2

—Lo haremos como siempre —había dicho el padre de

Andrej la noche anterior en la posada—. Me adelantaré y

hablaré con los monjes* Les daré conversación para que me

lleven a lá biblioteca; cuando encuentre el Códice me apropiaré de él y si encuentro otra cosa que podamos convertir en

dinero también me la llevaré. Después echaré a correr y chocaré contra tu madre, que simulará esconder algo, y mientras

tanto,.. ¿Qué ocurrirá mientras tanto, hijo mío?

—Vos pasáis corriendo junto a mi escondite y me arrojáis

el botín —recitó Andrej—. Después atravesáis la puerta y

simuláis caer al suelo. Mientras los demás os registran a vos y

a mi madre sin encontrar nada, me escabullo hasta nuestro

campamento con él botín.

—El chico tiene un talento natural —dijo el padre de Andrej con una amplia sonrisa.

—Le enseñas a robar a tu propio hijo —dijo la madre—.

Robar es un pecado y no tiene ninguna relación con la ciencia.

—¡Lo que es un pecado es que obliguen a investigadores

como nosotros a robar para obtener los conocimientos necesarios! —replicó el padre de Andrej—. Una injusticia anula la

otra. ¡Eso es un hecho científico!

—Lo que se anula son los opuestos —dijo la madre de

— 26 —

Andrej—. El agua apaga al fuego. Un plato lleno llena un estómago vacío. El derecho vence a la injusticia.

—Tú no sabes nada de los secretos de la ciencia —dijo el

padre de Andrej y empezó a calcular cuántas estrellas eran

favorables a sus propósitos. Andrej oyó cómo murmuraba

para sus adentros—: Si el Códice estuviera aquí... eso sería

importante..., si lo encontrara mañana..., toda la sabiduría del

mundo, toda la sabiduría del diablo...

—¿Padre?

—... los secretos que Moisés trajo del monte Sinaí y que

no reveló...

—¿Padre?

-¿Qué?

—¿Qué es un códice?

El padre de Andrej no era una mala persona; si lo fuera,

haría años que habría abandonado a su mujer y su hijo, y hubiera perseguido sus sueños a solas. Puede que fuera un ladrón

cuando no le daban voluntariamente lo que consideraba

necesario, y puede que fuera un estafador cuando las personas

eran lo bastante ingenuas como para dejarse estafar por él,

pero sus actos sólo respondían a un sublime objetivo: el conocimiento científico.

Alzó la mirada y contempló a su hijo, y como siempre, fue

incapaz de reprimir el orgullo que le despertaba.

—Un códice... son muchas hojas que han sido encuadernadas para poder pasarlas y leerlas una tras otra. Algo que uno

puede llevar consigo sin tener que cargar con todo un baúl

lleno de pergaminos.

—¿Por qué este códice es tan importante para nosotros?

De repente Langenfels sonrió y acarició el cabello de su

hijo con la mano. Después se inclinó hacia atrás e inspiró profundamente.

—Es la historia de un monje que perdió la fe. Y que cargó

con un terrible pecado.

Andrej lo miró fijamente.

— 27 —

—Ocurrió hace cuatrocientos años. Cuatrocientos años

suponen mucho tiempo, hijo mío, y de quienes vivían en aquel

entonces sólo queda polvo..., polvo, una historia y un libro. El

libro más poderoso de la Tierra. —Langenfels se inclinó hacia

delante para evitar que su mujer escuchara sus palabras—.

¿Qué les proporciona a las personas el mayor poder?

Andrej sabía lo que habría contestado su madre si hubiera

escuchado la conversación: la fe, pero también sabía lo que su

padre quería oír:

—La sabiduría —susurró.

Langenfels asintió con la cabeza.

—El monje estaba dispuesto a hacer penitencia, una penitencia tan terrible como su pecado.

—¿Qué hizo? —susurró Andrej con los ojos como platos.

—La comunidad en la que servía aquel monje vivía en un

convento célebre en todo el mundo por su biblioteca. Muchas

de las obras que albergaba eran tan antiguas que nadie sabía

de dónde provenían ni quién las había escrito, y sólo unos pocos tenían una idea aproximada de su contenido. Los tratados

de los primeros Papas, las cartas de los Apóstoles, las obras de

los filósofos griegos y romanos, de los sacerdotes egipcios, los

pergaminos de los israelitas guardados en los cajones. La

biblioteca contenía copias de todos ellos y el monje del cual

hablamos era el único que las conocía todas.

—¿Las había leído todas?

—Las sabía de memoria, porque las estudió a fondo. Pero

sabrás, hijo mío, que el saber no le cuadra a todas las almas.

Hay que ser un científico para no amedrentarse ante los secretos ocultos tras las cosas, y ciertos saberes sólo deberían

estar al alcance de aquellos que saben cómo manejarlos. Pero

el monje era un hombre sencillo. Una vez estudiado todo lo

que contenía la biblioteca emprendió la búsqueda de nuevos

conocimientos. Dicen que por fin encontró un libro oculto en

una cueva, emparedado en un nicho y escondido del mundo...

— 28 —

y habría sido mejor para él que no lo hubiera encontrado.

Mejor para él..., pero su perdición y la de los otros supusieron

un gran regalo para el mundo.

—¿ Su perdición?

—Para hacerse con el libro, asesinó a diez de sus cofrades.

La luz humosa de la posada pareció volverse más oscura y

las sombras más pronunciadas. Andrej clavó la mirada en una

figura que llevaba la cabeza cubierta por una capucha, como

un monje, y que estaba sentado solo ante una mesa. Las

sombras parecían aumentar de tamaño y Andrej tenía la boca

seca. Entonces se acercó otra figura y, cuando la de la mesa se

quitó la capucha, vio que era una mujer joven que le sonrió al

recién llegado y le tendió la mano cuando éste se sentó a su

lado.

—Un científico, hijo mío —dijo el viejo Langenfels—,

considera que todos los conocimientos que adquiere son como

una luz en la oscuridad de la ignorancia. Sin embargo, el

monje, tras leer ese último libro, de repente comprendió lo

que estaba escrito en todos los demás. Vio cómo se apagaba la

última lucecita que ardía en las tinieblas de su propio mundo:

la luz de la fe. Cuando se apagó, la oscuridad lo envolvió.

—Pero sólo era un libro, ¿verdad?

—¡Pues resulta que no sólo era un libro! ¿Quién sabe qué

ponía en ese tratado que alguien había ocultado al mundo? Tal

vez fuera aquello que Dios prohibió a Moisés que escribiera.

A lo mejor eran los conocimientos que Adán conservó tras

comer la fruta prohibida. ¡No menosprecies el poder de los

libros, hijo mío!

—¿Por qué el monje asesinó a sus cofrades?

—Ellos notaron que había cambiado. Lo interrogaron y,

cuando se negó a contestar, se dirigieron a la biblioteca para

averiguar por qué sus estudios habían provocado un cambio

tan profundo en él. Pero el monje no quería compartir el conocimiento adquirido e intentó detenerlos...

— 29 —

—Quizá sólo pretendía proteger a los demás, para evitar

que ellos también perdieran la fe, ¿verdad, padre?

—Sí, hijo, ¿quién puede saberlo? Las buenas intenciones

pueden provocar el mal, al igual que las malas. En todo caso

hubo una lucha, una antorcha cayó al suelo, un cuenco con

aceite se derramó, qué sé yo, y la biblioteca se incendió. De

pronto todo empezó a arder. Cuando el monje vio que rio podía salvar los libros huyó, cerró la puerta con llave y dejó que

sus cofrades fueran pasto de las llamas. Todos murieron.

Andrej tragó saliva.

—Lograron salvar la mayor parte del convento, pero la

biblioteca se quemó por completo. El monje le confesó todo a

su abad y como penitencia suplicó que le permitieran apuntar

todos sus conocimientos y así conservar los que había obtenido gracias a la biblioteca y que se habían perdido en el incendio. Cuando el abad le preguntó en qué consistía realmente la

penitencia, el monje dijo que quería ser emparedado. Mientras

moría lentamente de hambre y de sed redactaría la obra y

escribiría la última palabra con su último suspiro. Después

podrían abrir su celda, enterrar su cuerpo y conservar el libro.

—¡Qué horror! —murmuró Andrej.

—Sí —dijo su padre—, fue la penitencia más horrorosa

impuesta por un pecado como el suyo que uno pudiera imaginar. El abad accedió, pero ya durante el anochecer del primer

día el monje supo que jamás lograría concluir la obra antes de

morir, y se desesperó.

—¿El abad lo dejó salir de la celda?

—No.

—¿Ni siquiera le dio de comer y de beber para que aguantara más tiempo?

—El hombre había sido emparedado, Andrej. Hiciera lo

que hiciese en el interior de la celda o gritara cuanto gritase,

nadie podía oírlo. Sólo volverían a abrir la celda cuando hubiera transcurrido el tiempo suficiente para asegurarse de que

estaba muerto.

— 30 —

—Pero entonces, ¿qué podía hacer el pobre monje?

—Rezar —dijo el padre de Andrej con una sonrisa imperceptible.

—Pero...

—Precisamente. ¿Cómo podría rezar si había perdido la

fe? Sabrás que para conservar la confianza en el bien necesitas

la fe, aunque no para tener claro que el mal también existe: eso

lo sabes aunque sólo conozcas un rincbncitp del mundo.

—Eso significa que...

—Sí. El monje le rezó al diablo.

—Santa María Madre de Dios, protégenos de-todos los

malos espíritus —exclamó Andrej, con el mismo tono que habría empleado su madre. Su padre entornó los ojos.

—Dicen que el diablo acudió a la celda del monje. Pero el

mal siempre acude con mayor rapidez que el bienyasí que

supongo que eso es lo que quizá sucedió. El diablo le ofreció

ayuda y le dijo que él escribiría la obra, y por hacerlo ni siquiera le pidió una recompensa: el alma del monje ya le pertenecía y consideró que la mayoría de quienes leyeran la obra

perderían su fe en Dios y se acercarían a él, y eso ya suponía

una recompensa suficiente. El monje reveló sus conocimientos al diablo y el Señor del Averno se puso manos a la obra. Al

día siguiente, cuando el monje despertó tras un sueno intranquilo, el libro terminado reposaba en un pupitre.

Andrej calló.

—Pero...—añadió su padre.

—Pero ¿qué?

—El monje había engañado al diablo.

Andrej jadeó, sorprendido.

—El monje sabía que el diablo retorcería todo lo que él le

revelara y que su único propósito era sembrar la perdición

difundiendo el conocimiento. Así que el monje ocultó en tres

páginas del libro la-clave que descifraba todas las palabras retorcidas y falsas escritas por el diablo y añadió una explicación para comprender ese legado de Satanás. Después dibujó

— 31 —

una imagen del diablo en las páginas centrales del libro para

advertir a todos los lectores, se tendió en el suelo y murió.

Cuando tras muchos días los otros monjes abrieron la celda, se

espantaron. El libro estaba allí, como había prometido, pero el

cadáver de su cofrade estaba tan quemado como los de los

demás, esos a los cuales había condenado a morir entre las

llamas.

Andrej soltó un grito de horror. Los ojos de su padre brillaban a la luz de las escasas velas que llameaban en la posada

y que aumentaban el prevaleciente aroma a comida quemada

que flotaba bajo el techo. Casi todos los demás huéspedes se

habían retirado al dormitorio o roncaban tendidos encima de

las mesas de la posada.

—Quienes eran especialmente dignos o sabios obtuvieron

permiso para estudiar el libro —susurró el padre de Andrej—.

¿De dónde crees que provienen todos los avances, todas las

nuevas ideas que siempre vuelven a resplandecer entre las tinieblas? ¿De dónde crees que salieron los primeros conocimientos sobre alquimia?

—¿Del libro?

—¿Y de dónde provienen todas las ideas horrorosas, las

guerras, la intolerancia, las persecuciones, los asesinatos, los

malos Papas y los malvados soberanos ? Al final resultó cada

vez más difícil acceder al libro y la existencia del libro cayó en

el olvido.

—Y vos, ¿cómo sabéis todo eso, padre?

—Antes de conocer a tu madre, y antes de que tú nacieras,

conocí a un viejo alquimista. —El padre de Andrej titubeó,

pero sólo un instante—. Lo conocí en la cárcel, en Viena, si es

que quieres saberlo con precisión. Fui a parar allí debido a la

envidia de las malas personas. El destino del viejo era aún

peor: lo habían condenado a morir en la hoguera. En la noche

antes de su ejecución me narró esta historia.

—¿Y vos le creísteis?

—Claro que sí. Los científicos no se mienten los unos a

— 32 —

los otros y el desdichado ya tenía un pie en la tumba —dijo

Langenfels con una sonrisa crispada, pero sus ojos brillaban—. Tuve que jurarle que jamás se lo contaría a nadie, y no

lo haré. Pero en cuanto el libro me pertenezca, todos los

conocimientos y todos los secretos de la Creación también me

pertenecerán, a mí, un científico, y no sólo encenderé una

lucecita en la oscuridad, ¡iniciaré un incendio y empezará una

nueva era en la que tanto la ignorancia como la superstición

arderán en llamas y los hombres vivirán a la luz de la ciencia!

¡Y ésa será mi obra, la mía!

—¿Acaso sabéis dónde está ese códice, padre?

—Aún está oculto en el convento en el que fue redactado.

—¿Y habéis descubierto qué convento es?

—¿Recuerdas aquel pueblo del norte, ese que se encuentra

en el bosque, junto a la ciudad construida sobre las rocas?

—¿Ese de cuya posada huimos en medio de la noche sin

pagar la cuenta?

—Bien, hijo mío, sólo quise ahorrarles a los buenos posaderos una discusión sobre el dinero a la mañana siguiente.

—Pero vos también os llevasteis el jamón y un pequeño

saco de harina de la despensa.

—También quise ahorrarles una discusión al respecto.

—Madre dice que los engañamos.

—¿Quieres saber dónde está el convento, o no?

—¿Está cerca de ese pueblo?

El padre de Andrej soltó un bufido y sacudió la cabeza.

—Ahí estaba aquel sacerdote de pueblo...

—¡Aquel individuo completamente borracho!

—No sé gran cosa acerca de la vida de un sacerdote de

pueblo, sobre todo allí en lo alto, donde el zorro y la liebre se

dan las buenas noches. Pero puedo imaginarme que un hombre está dispuesto a beber si le ofrecen una copa.

—Vos le ofrecisteis más de una, padre.

—Sí, el individuo no era nada tímido.

— 33 —

—Y también le ahorrasteis al posadero discutir por el precio del vino...

—Pero esa vieja barrica se merecía todas las copas de vino

que derramé en su boca.

—¿Os reveló dónde se encuentra el convento?

El padre sonrió.

—¿Dónde está, padre?

En medio de la oscuridad de lá helada noche de noviembre, el padre de Andrej señaló hacia la ventana. Ahora sus ojos

reflejaban la luz de las velas y su sonrisa se volvió cada vez

más amplia. Las sombras convertían su rostro en el de un

desconocido.

—Mañana te ocultarás junto a la puerta, como convinimos, y aguardarás a que te arroje la Biblia del Diablo.

— 34 —

3

El prior Martin habría sido el primero en pisar el patio del

convento si no se hubiera detenido junto al monje muerto que

yacía delante de la entrada. Mientras se inclinaba hacia el

bulto negro que formaba el hábito tirado en el suelo de piedra,

los dos novicios que lo habían acompañado desde Braunau

pasaron corriendo a su lado en dirección al patio. Martin

agarró del hombro a la figura encogida, la giró y se sobresaltó:

en vez de un rostro, sólo vio una herida. El cráneo estaba

partido por la mitad. El prior reprimió un quejido y se le

revolvieron las tripas. La cabeza del cadáver rodó a un lado y

cayó sobre su pie antes de que pudiera retirarlo. Durante unos

segundos, permaneció como clavado en el suelo; el espantoso

tumulto exterior casi haj^ía enmudecido; habían tardado

varios minutos en oírlo entre el chisporroteo del granizo y la

violenta discusión mantenida en la sala capitular. Después

transcurrieron varios minutos más en los que todos

intercambiaron miradas, fijas y desconcertadas, hasta que

Martin salió apresuradamente de la sala, seguido por los

novicios. Lanzando un gemido, Martin retiró el pie de debajo

de la cabeza del muerto y se estremeció cuando ésta siguió

rodando por el suelo, desparramando-, sangre, fragmentos de

hueso y dientes. El prior avanzó a lo largo de la pared, rodeó

al muerto y casi no se percató de que movía los labios como

— 35 —

si rezara. Cuando hubo dejado atrás el cadáver, recogió su

hábito y siguió corriendo.

Una vez fuera chocó contra un muro de hábitos negros, de

manos que intentaban detenerlo, pero él se abrió paso entre los

custodios. Eran cinco, el muerto tirado en el pasillo era el

sexto, y el séptimo...

Cuando comprendió que el séptimo' custodio era el qué

había provocado el baño de sangre, la imagen del robusto

novicio —a quien todos llamaban Buh y que ahora estaba

arrodillado y vomitaba, mientras el enjuto novicio llamado

Pavel permanecía de pie a su lado, su rostro convertido en una

máscara del horror— se desvaneció ante sus ojos al igual que

el campo de batalla cubierto de cuerpos despedazados. Era

como si cayera en un precipicio; el granizo le azotó el rostro y

Martin se secó la cara. En ese momento el séptimo custodio se

encontraba casi en el otro extremo del patio del convento;

arrancó un hacha de un cuerpo que yacía a sus pies, la elevó

por encima de la cabeza y corrió hacia la puerta del patio lanzando un alarido. Martin estaba convencido de que trataba de

salir del convento... y que cuando lo lograra y alcanzara el

pueblo allende los campos, la masacre empezaría de verdad.

El prior se dio la vuelta.

Los cinco custodios se apretujaban unos contra otros. El

rostro de aquellos que se habían retirado la capucha de la cabeza reflejaba el espanto que también paralizaba al joven Pavel. El custodio armado con la ballesta había levantado el arma

y apuntaba; el proyectil seguía la loca carrera del demente que

blandía el hacha. Martin comprendió inmediatamente que la

flecha llevaba apuntando al desquiciado desde que los custodios que lo perseguían llegaron al patio, y que sólo el concepto

de su propia intangibilidad —que les metían en la cabeza a

martillazos—había impedido que disparara la ballesta, lo que

hubiera puesto fin a la matanza. Martin soltó un gemido horrorizado. ¿Cómo pudo haber ocurrido tamaña tragedia tras

todos esos años en los que los custodios habían demostrado

— 36 —

su valor como guardianes de la cristiandad? Pero sabía perfectamente cómo pudo ocurrir: en todo ese tiempo, nadie había

ordenado jamás a un custodio que matara a un hombre. Él, el

prior Martin, sería el primero. Él ballestero mantenía los ojos

muy abiertos mientras el granizo le golpeaba la cara.

—¡Dispara! —gritó Martin.

El ballestero parpadeó y clavó la vista en el prior; la expresión de su mirada impresionó a Martin: el hombre sabía que

destruiría otra alma y sabía que no tenía elección. El enajenado casi había alcanzado la puerta y blandía el hacha.

—¡Dispara!

La ballesta se disparó con un ruido seco. Martin giró la

cabeza. El proyectil ya había alcanzado la meta antes de que

pudiera enfocar la mirada. El perturbado cayó al suelo. Durante un instante, Martin creyó ver a un niño en el lugar hacia

el cual había corrido el demente, pero cuando parpadeó el

chiquillo había desaparecido. Era imposible ver con claridad

en medio de la granizada. Al pensar que quizás había visto el

alma del muerto antes de que emprendiera su camino, un

escalofrío le recorrió la espalda. Se estremeció y se persignó.

Y después se volvió lentamente.

El ballestero aún mantenía alzada su arma, sin dejar de parpadear; cuando Martin levantó la mano y depuso la ballesta, el

monje parpadeó aún más y los ojos se le llenaron de lágrimas.

La tormenta de granizo acabó tan abruptamente como había

empezado. El silencio posterior parecía surgir del encharcado

suelo del convento. Martin percibió las miradas de Pavel y de

los custodios. El olor a frío y tierra mojada se mezclaba con el

de la sangre fresca. Martin sabía que debía hacer algo si quería

evitar que la institución de los custodios acabara en ese momento, pero tenía la impresión de que la orden que impartió

supuso atravesar un precipicio del que era imposible regresar.

Algo en su interior gritó espantado: «¡ Ayúdame, Señor, sólo lo

hice por Ti y para proteger a las personas!»

—¡Custodios! —gritó. Los cinco hombres envueltos en

— 37 —

sus negros hábitos de monje se sobresaltaron—. ¡Custodios!

¿Cuál es vuestra tarea?

Los custodios lo miraron, moviendo los labios en silencio.

—¡Exacto! —gritó Martin-—. Y en cambio, ¿qué hacéis?

El monje de la ballesta intentó decir algo. Señaló el campo

de batalla.

—¿Para qué habéis sido elegidos?

El ballestero balbuceó unas palabras.,

—Vuestra tarea consiste en proteger a la cristiandad. A

éstos ya no podéis protegerlos, ¡están muertos! Dos de vuestros hermanos también han muerto. Vuestra comunidad se ha

roto, la muralla protectora está destruida, desde aquí la perdición puede infiltrarse en el mundo. ¡Volved a vuestra tarea!

¡Recordad vuestro juramento!

Poco a poco, en los ojos vidriosos de los hombres apareció

algo similar a una chispa de vida. Intercambiaron una mirada

y después volvieron la vista hacia Martin.

—Que el Señor os cuide y os proteja —susurró el prior.

Todos regresaron al convento en silencio. Uno tras otro se

confundieron con la oscuridad en el interior del edificio, una

oscuridad que parecía aún mayor en cuanto el sol se asomó

entre las nubes y la luz empezó a relumbrar. Una vez que los

ojos de Martin se acostumbraron a la oscuridad, vio al hermano Tomás al otro lado del umbral. Su rostro surcado de arrugas estaba vuelto hacia él y Martin comprendió que observaba

la escena de la masacre como si él fuera el responsable.. «Y de

algún modo lo soy —pensó—. Todas esas mujeres y niños

fueron asesinados por un orate, pero cuando me encuentre ante

el juez supremo, seré yo quien cargue con el peso de sus

almas.» Luchó contra el terror que amenazaba con invadirlo y

procuró que nadie lo notara. El rostro de Tomás era como un

hueso tallado, viejo y oscuro. Vio que el anciano monje movía

los labios y, aunque no oía sus palabras, sabía que decía: «Su

sangre se derrama sobre vos, padre Superior.»

Martin se alejó tropezando, salió al patio y pasó junto a la

— 38 —

primera víctima. Tragó saliva, procuró no ver el rostro destrozado y dirigió la mirada al bulto formado por el oscuro hábito tendido junto a la puerta. Los charcos de agua brillaban al

sol, los de sangre eran opacos, como la tierra vejada. El hacha

del custodio brillaba; el chaparrón había limpiado la hoja de

sangre y era como si nunca hubiera sido utilizada. Martin la

miró fijamente y se descubrió a sí mismo rezando, rogando

que todo hubiera sido un espejismo, pero ni siquiera tuvo que

darse la vuelta para saber que su esperanza era vana. Recordó

la imagen del niño que creyó ver, ese que apareció en el punto

donde el enloquecido monje se desplomó. El monje tenía los

ojos abiertos y parecía mirar hacia donde Martin creyó ver al

niño. Quiso agacharse para cerrar los ojos del muerto, pero las

fuerzas le fallaron. Tenía un nudo en la garganta que amenazaba con asfixiarlo.

—Que Cristo se apiade de ti —murmuró.

—Que el Señor se apiade de todos nosotros —dijo alguien

en voz baja: el hermano Tomás estaba a su lado con la vista

clavada en el muerto—. Realizamos la obra del diablo —dijo

el anciano.

—No, protegemos al mundo de ella.

—¿Llamáis a esto proteger, padre Superior? ¿Por qué no

protegimos a estas desdichadas mujeres?

—A veces el bien de todos pesa más que el bien de unos

pocos —dijo el prior Martin, pero él mismo no creía en sus

palabras.

—El Señor le diio a Lot: Ve v tráeme a diez inocentes, v

por ellos perdonaré a todos los pecadores.

Martin guardó silencio. Contempló el desfigurado rostro

del muerto tirado en el suelo y la punta de la flecha que surgía

de su boca abierta. Las lágrimas le produjeron escozor en los

ojos.

De pronto Tomás se inclinó y cerró los ojos del muerto,

introdujo la mano debajo del hábito y extrajo una cadena brillante.

— 39 —

—El sello —dijo el prior Martin—. Lo ha perdido. Quizá

fue el motivo por el cual...

Tomás alzó la mirada y lo contemplo.

—Nada podría justificar esto. Ni su muerte ni la del hermano que intentó detenerlo, ni la de las mujeres y los niños. Y

tampoco la de aquel hombre que yace bajo la bóveda —dijo,

señalando el edificio del convento.

—Quería robar el Códice —dijo Martin.

—Nunca habría logrado llevárselo de aquí.

—El objetivo de la orden que di era proteger el Códice y

también al mundo de su efecto.

Tomás sacudió la cabeza.

—Rezaré por vos, padre Superior.

Martin no logró reprimir un sollozo. De pronto se sintió

condenado y se convenció de que su alma mortal iría al

infierno. «Lo hice para servirte, Señor»* volvió a pensar y su

desconsuelo fue aún mayor. El rostro de Tomás' expresaba

dureza y compasión al mismo tiempo. Martin sabía que ahora

había quedado definitivamente excluido de la comunidad.

Puede que fuera su superior y que ellos le obedecieran como

indicaban los reglamentos de la Orden, pero a partir de ahora

sería un extraño.

«Me ha rozado —pensó, lleno de repugnancia por sí mismo—. Está profundamente escondido en todos esos arcones

que lo ocultan y está encadenado, y sin embargo me ha rozado.» Se preguntó si uno de sus antecesores habría albergado

una idea semejante y recordó las crónicas que habían dejado.

Ni rastro de duda, ni de algún indicio de que alguna vez uno

de ellos se hubiera visto obligado a utilizar a los custodios tal

como lo preveía su juramento. Los superiores del convento y

los custodios habían envejecido y servido juntos, protegidos

por la cada vez más reducida comunidad de los demás monjes,

albergados en el convento en ruinas, allí, en el linde de la

civilización cristiana. Incluso estaba separado de sus antecesores; un hombre completamente solo que al mismo tiempo

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sabía que no podría haber obrado de otro modo, pero que no

dejaba de desear haber obrado de otro modo. Clavó la mirada

en el hermano Tomás, sin saber que las lágrimas bañaban sus

mejillas.

—Que Dios se apiade de vos -—susurró el hermano Tomás.

De repente oyó el tartamudeo de Buh, que en general

nadie comprendía excepto Pavel, y la clara voz de éste, más

aguda que de costumbre.

—Hay uno que aún está con vida —balbuceó Pavel.

Entonces escuchó el llanto del recién nacido.

— 41 —

4

Los asistentes al servicio religioso estaban bajo el influ

jo de los acontecimientos de ese día. No todos los presen

tes temblaban debido al frío de la noche de noviembre que

descendía de las desnudas vigas del techo sobre la pequeña

congregación. Para iniciar la oración, el prior Martin había

elegido los versículos «¡Ayúdame, Dios mío». Su significa

do parecía mayor que en otras ocasiones... y se percibía una

menor esperanza de que Dios respondiera a la llamada de so

corro. Las palabras de los salmos que les siguieron pesaban

más de lo acostumbrado: «Escúchame cuando te llamo, Dios,

que me consuelas cuando siento temor.» Y: «Alabad al señor,

siervos que de noche estáis de pie en la casa del Señor», y: «Mi

confianza y mi castillo, Dios mío, en quien deposito mis es

peranzas.» Uno o dos hermanos lloraban abiertamente y el

rostro del prior pertenecía a un hombre que no cree poder

escapar del fuego del infierno. Pavel rápidamente dejó de atis-bar bajo las capuchas de los monjes que lo rodeaban, porque

lo que vio le heló las entrañas. El prior Martin entonó las ala

banzas pero su voz sonó desafinada y tras cantar una estrofa

se interrumpió. Después abrió la Biblia, miró fijamente las

páginas, volvió a cerrarla y carraspeó.

- - .

—Hagamos lo que nos manda el profeta —dijo—.

Cus-todiam vias meas, ut non deliquam in lingua mea,

Prestaré

— 42 —

atención a mi camino para no errar con mi lengua. Pondré un

guardia ante mi boca, enmudeceré, me humillaré y silenciaré

incluso el bien.

—Amen —dijeron los hermanos.

Pavel recordó lo que había oído con mucha frecuencia al

principio de su noviciado: Regula Sancti Benedicti CaputVI:

De taáturnitate. Acerca de la taciturnidad.

—¿Qué nos muestra el Profeta? Que por amor al silencio a

veces incluso hemos de renunciar a las buenas palabras. Y

menos aún debemos pronunciar las malas. Tanto si se trata de

las palabras buenas y constructivas como de las malas y funestas: al discípulo perfecto sólo se le permite hablar en contadas

ocasiones, debido al significado del silencio. Pues está escrito:

«¡Si hablas mucho, no escaparás del pecado!» Y: «¡La lengua

tiene poder sobre la vida y la muerte!»

El prior pareció contemplar a cada uno de ellos. Durante el

prolongado silencio, Pavel oyó los carraspeos y la respiración

de la pequeña comunidad. Percibió la mirada del prior y trató

de reunir el valor para sonreírle y asegurarle que —hubiera

pasado lo que fuera, o aun lo que pudiera pasar— el prior

Martin siempre ocuparía el lugar del hombre más sabio, pío y

bueno del mundo en el corazón del novicio Pavel. Cuando por

fin osó alzar la cabeza, hacía rato que la mirada del prior se

había apartado de él.

El prior tomó aliento, pero en vez de cantar el Nunc

di-mittis, dijo:

—Ahora, Señor, deja partir a tu siervo en paz. Hoy mis

ojos se vieron obligados a contemplar la obra de Satanás, pero

conozco el Bien que has dispuesto ante todos los pueblos.

La comunidad sé puso de pie y salió de la iglesia en silencio. Pavel la seguía arrastrando los pies, acompañado de Buh.

Había recibido el mensaje del prior Martin con toda claridad:

que había que guardar silencio acerca de la tragedia ocurrida

ese día. Al no mencionar el acontecimiento y limitarse a recitar las reglas de la Orden, ya parecía haber corrido el primer

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tupido velo del olvido. La fosa común, excavada durante toda

la tarde en un rincón del cementerio de los monjes, supondría

otro escalón más en el olvido. Se preguntó si los monjes

negros asesinados también serían enterrados allí y se desconcertó al comprender que el prior Martin también podría haber

ordenado que enterraran al recién nacido vivo junto a su

madre muerta. Cuando alzó la vista, vio el rostro furioso del

hermano Tomás.

—El padre Superior desea hablar contigo —dijo—. Contigo y con tu amigo.

El temor le secó la boca. En todos esos meses el prior

Martin jamás lo había tratado con descortesía, ni una sola vez

desde que recompensó los muchos días de espera de dos

muchachos jóvenes llamados Pavel y Petr (cuyo auténtico

nombre Pavel ya había olvidado desde que adoptó el apodo de

Buh) ante la puerta del convento de Braunau, aceptándolos

como postulantes en la comunidad del convento y por fin

entregándoles el hábito de novicio, pese a que Buh solía

tartamudear tanto que ni su madre lo habría comprendido y

aunque a Pavel la comprensión de los reglamentos benedictinos le supusiera un esfuerzo tan grande que se veía obligado a

repetirlos de manera constante para no confundirlos. Pero

ahora, dada la situación, la idea de que el prior Martin quería

hablar con ellos le daba miedo. A lo mejor les diría que a tenor

de las circunstancias ya no había lugar para ellos en el

convento. Pavel sospechó que Buh no soportaría perder

incluso este último hogar, y sabía que él tampoco. Decidió que

si las cosas se desarrollaban de ese modo, en el peor de los

casos suplicaría de rodillas, pero al mismo tiempo temía que

aquel gesto supusiera una desobediencia y un mayor bochorno

para el prior Martin. ¿Acaso albergar esa idea no era un

indicio de un egoísmo pecaminoso, después de todo lo

ocurrido en el patio del convento? Agarró a Buh de la mano;

éste, como siempre, permanecía a su lado como un buey junto

a su boyero.

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Por fin se encontraron solos en la iglesia: el prior Martin,

el hermano Tomás, Pavel y Buh. Buh intentaba esconderse

detrás de su amigo, pero medía dos cabezas más que él y su

cuerpo era dos veces más ancho que el del pequeño y esmirriado Pavel, así que fue en vano.

—Jamás deberíais haber dejado entrar a esas mujeres protestantes en nuestro claustro, padre Superior —dijo el hermano Tomás.

—Nunca debería haber confiado en que el deber del custodio no llegaría a quebrantar a un hombre —replicó el prior.

—Ese deber repugna a Dios.

El prior lo miró fijamente y tras unos instantes de duelo

silencioso, el anciano bajó la cabeza.

—¿El deber de proteger al mundo de la palabra de Lucifer? —preguntó el prior Martin—. ¿Acaso hay una tarea más

importante para un cristiano creyente y un hermano in bene-

dicto} Puede que yo sea responsable de los asesinatos, pero

las almas de ambos custodios muertos serán reconocidas por

Dios el Señor y da igual el horror que uno de ellos haya cometido hoy. El Perverso guió sus pasos, no él mismo.

—Deberíamos quemarlo —murmuró el hermano Tomás—. Ya sabéis lo que pienso de esa... cosa. Con toda humildad, padre Superior: aquello que amenaza la fe debe ser

purificado por el fuego.

—Si su destino hubiera sido ser quemado, entonces nuestros antecesores ya lo habrían entregado a las llamas hace cuatrocientos años. Los caminos de Dios son maravillosos; al

permitir que la palabra del diablo llegue a este mundo, quiere

mostrarnos que la tarea de los hombres consiste en perturbar

la obra de Lucifer. Podemos elegir entre el bien y el mal, y

Dios también considera que nuestra tarea consiste en protegernos de Satanás.

El hermano Tomás guardó silencio. Pavel procuraba no

respirar y no pensar, pero sus pensamientos se arremolinaban.

Sólo comprendía una cosa, pero ya la había sabido en cuanto

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percibió el secreto especial de ese convento moribundo: para

un benedictino no existía tarea más importante que aquella

llevada a cabo por los monjes negros en las bóvedas debajo

del edificio del convento.

—Los hermanos, ¿callarán? —preguntó el prior.

—Los hermanos obedecerán, padre Superior. —La voz del

hermano Tomás no era amistosa;-—¿Y si algo de este asunto llega a'óídos de la aldea?

—Todos callarán —dijo el guardián de la puerta.

Regula Sancti Benedicta Caput VI—dijo el prior.

—¡Eso no fue lo que quiso decir san Benito!

—Regula Sancti Benedicti, Caput V: De oboedientia —dijo

el prior Martin con una sonrisa triste.

El hermano Tomás frunció el ceño.

—Obediencia —susurró—. Conozco las reglas, padre Superior.

El prior se apartó abruptamente. Cuando se acercó a

Pa-vel, éste le lanzó una mirada temerosa.

—Hoy te comportaste bien, mi joven hermano —dijo

Martin, y sonrió. Pavel vio el sudor en su frente y los reflejos

del crucifijo dorado que colgaba de su cuello lo deslumhraron,

pero sobre todo vio la sonrisa y se la devolvió con mucha

precaución.

—Conservaste la calma y fuiste el único que notó que la

mujer aún respiraba.

—Si vos lo decís, padre Superior —balbuceó Pavel; después añadió—: Buh la vio primero; yo quería ayudarle a

incorporarse y devolverle su dignidad, pero él no dejaba de

señalarla y decir: «Allí, allí al otro lado, ¡está viva, está viva!»

—¿Quién es Buh? —preguntó el prior.

—El hermano Petr —dijo Pavel, señalando a sus espaldas.

—Hermano Petr —dijo el prior—. ¿Es verdad, hermano

Petr? ¿Le confiaste tu corazón al hermano Pavel?

—Y... y... y... —tartamudeó Buh señalando al prior— ¡y...

y... y...!

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—¿Y a mí? —El prior sonrió—. Primero has de confiar en

Jesucristo, hermano Petr, después en san Benito y después en

los hermanos que te rodean. Ése es el orden correcto.

—Bnnn... —balbuceó Buh; asintiendo con la cabeza—,

¡bnnn...!

—Padre Superior —dijo el guardián de la puerta—, con

todos mis respetos, ambos son novicios.

—El paso de novicio a hermano es uñ paso que supone fe

y comprensión —dijo el abad—. No dudo que la fe de ambos

es la correcta. Y hoy he visto que también poseen la suficiente

comprensión.

—A ése—dijo el hermano Tomás señalando a Buh— aún

se le nota que apenas es capaz de comprender.

—Tiene el caletre suficiente para confiar en su amigo, y

ése comprende por dos, ¿verdad, hermano Pavel?

Pavel entendió lo suficiente para sacudir la cabeza y murmurar:

—Sólo soy un insignificante siervo del Señor.

—No podéis hacer eso, padre Superior —dijo el hermano

Tomas.

—Mañana se celebrará la profesión —dijo el prior Martin—. Lo he decidido. Un momento especial exige medidas

especiales. Escuchad, hermanos Pavel y Buh: os ofrezco que

mañana os obliguéis a cumplir los votos. A diferencia de lo

acostumbrado en el paso del noviciado a la hermandad, no

será una profesión temporal. Sí mañana prestáis juramento,

será para siempre. Disponéis de la noche para reflexionar.

—Pero... ¿por qué? —tartamudeó Pavel.

—Porque si lo decidís, inmediatamente después recibiréis

el encargo de proteger al mundo del diablo. Ha de haber siete

custodios que protejan el secreto de nuestra comunidad. Tras

lo ocurrido hoy sólo quedan cinco, justo los suficientes para

mantener a raya al malvado, pero no para sujetar el poder del

Libro a largo plazo. ¿Has comprendido lo que he dicho, hermano Pavel?

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Era la tarea más importante que un benedictino podía llevar a cabo en este mundo. La tarea más importante... la tarea

más importante... Las ideas se arremolinaban en la cabeza de

Pavel. Oyó que alguien decían

—Sí, lo he comprendido. —Y descubrió que era él mismo.

—Yo... yo... yo... yo... —balbuceó una voz profunda a sus

espaldas.

El prior sonrió y se giró.

—Bien —dijo—,.ocurrirá como he dicho.

—Obedezco —masculló el hermano Tomás.

—¿Y que ocurrió con el niño, hermano TomáS?

El guardián de la puerta cerró los ojos.

—Una mujer de la aldea lo recogió. Perdió a su propio hijo

hace dos semanas pero como ya tenía leche, lo amamantará.

—El hermano Tomás titubeó un instante—. El niño no tiene

padre, y la mujer no tiene marido.

—Has elegido bien, hermano Tomás. Quiero que hagas lo

siguiente: busca a la mujer y quítale el niño. Entrégaselo a un

labrador del pueblo, dile que lo lleve al bosque y lo deje

librado a su destino. Mientras viva, alguien hará preguntas;

mientras alguien haga preguntas nuestro secreto peligra. Te

daré dinero para la mujer y el labrador. Será una suma importante que les permitirá vivir con comodidad y evitará que

hablen. Has de llevarlo a cabo antes de la próxima Prima. ¿Me

has comprendido también tú?

El rostro del prior permaneció impasible, pero Pavel hubiera jurado que había envejecido muchos años en un instante.

En los ojos del anciano monje relumbraba el odio.

—Obedezco —dijo por fin y salió.

El prior se volvió hacia Pavel y Buh.

—Idos y buscad consejo en vuestro interior y mediante el

diálogo con Dios —dijo—. Mañana durante la Prima quiero

saber qué habéis decidido.

Pavel y Buh atravesaron la iglesia arrastrando los pies y

abrieron el portal que el hermano Tomás había cerrado de un

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portazo. Pavel se volvió. El prior Martin estaba arrodillado

ante el altar. Se cubría la cara con las manos y sus hombros se

agitaban.

Pavel cerró el portal sin hacer ruido y se deslizó junto a

Buh en la oscuridad de la noche.

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*579 EL ÁNGEL DE