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Enamorarse
Nunca es fácil despedirse, sobre todo de un país que se había convertido en mi hogar lejos de casa durante todo el año. Estábamos en julio, en pleno verano, mientras me dirigía caminando al centro por última vez. En su interior, Liuda —la directora— y los demás voluntarios se habían reunido en el aula para despedirme. Me dirigí a ellos en lituano, agradeciéndoles su ayuda y amabilidad. Liuda me regaló un diario ilustrado encuadernado en piel como obsequio de despedida que esperaba que lo llenase con los contenidos de nuevas ideas y futuras aventuras. Una parte de mí se sentía triste al marcharme, pero en mi interior sabía que había logrado todo —tanto personal como profesionalmente— lo que podía conseguir allí y que debía seguir adelante.
El vuelo de regreso a Londres parecía que nunca iba a acabar. Pasé parte del tiempo leyendo y releyendo una carta de mis padres que me había llegado una semana antes. Poco después de que me fuese a Lituania, mi padre se había enterado de que en la zona había una gran casa nueva en alquiler. En realidad eran dos casas que habían juntado, convirtiéndolas en una con seis dormitorios y dos cuartos de baño. La propiedad fue un regalo del cielo para mi familia, que se trasladó poco después. Yo regresaba a esa nueva dirección y la carta incluía una foto de la casa e instrucciones para llegar hasta allí.
En el aeropuerto me esperaba una cara familiar, mi amigo Rehan. Nos mantuvimos en contacto mediante postales durante toda mi estancia en el extranjero, pero me gustó verle en persona después de todo ese tiempo. Igual que ya hizo conmigo años antes, Rehan se convirtió en mi guía a través del laberinto del metro. Mientras íbamos sentados en el vagón, escuchó pacientemente mis anécdotas sobre mi estancia en Kaunas, y me pidió ver las fotos de los diversos lugares y personas que había visto y conocido. Poco después se levantó rápidamente y me comunicó que nos acercábamos a mi estación. Tuve el tiempo justo para recoger mi equipaje y agradecerle su compañía. El tren partió en cuanto salté al andén y me di la vuelta. Su forma se desintegró rápidamente en la oscuridad del siguiente túnel.
Fuera, la calle me resultó totalmente desconocida. Caminé durante bastante tiempo antes de darme cuenta de que estaba perdido: el nombre de la calle a la que había llegado no era el mismo que aparecía en la carta de mis padres. Tal vez había torcido mal en algún sitio. Nervioso, pedí ayuda a alguien que pasaba: «Siga recto y luego gire a la derecha en la próxima». Al llegar al nombre correcto de la calle pensé repentinamente en lo extraño que era que tuviera que preguntar dónde estaba la calle en la que vivía mi propia familia.
La familia se sintió muy feliz de volver a verme y pasamos muchas horas dichosas poniéndonos al corriente. Algunos de mis hermanos y hermanas me dijeron que tenía un ligero acento, lo cual no era sorprendente, pues había estado bastante tiempo lejos y al final ya hablaba más lituano que inglés. Mi madre me enseñó la casa y mi nueva habitación, que se hallaba en la parte de atrás, lejos de la calle y que era la más tranquila de todas. Me pareció pequeña, sobre todo después de todo el espacio que tuve en Lituania, aunque había espacio suficiente, además de la cama, para una mesa, una silla y un pequeño televisor. Me gustó la novedad de mi habitación; representaba una sensación tangible de que mi regreso a Gran Bretaña significaba un paso adelante en mi vida y no un regreso al pasado. Se trataba de un nuevo comienzo.
Ese fue un período de reajuste a mi nuevo ambiente. Vivir solo me había proporcionado una verdadera sensación de independencia. También me gustó el control que pude ejercer en mi entorno inmediato, sin el ruido o la imprevisibilidad de tener que enfrentarme a otras personas. Al principio me resultó difícil acostumbrarme al ruido que hacían mis hermanos corriendo arriba y abajo de las escaleras o discutiendo entre sí. Mi madre habló con ellos, pidiéndoles que respetasen mi necesidad de sosiego, algo que hicieron casi siempre.
Mis experiencias en el extranjero me había cambiado, no había duda de ello. En primer lugar, había aprendido muchos detalles sobre mí mismo y podía ver con mucha mayor claridad que antes cómo mi «disparidad» afectaba a mi vida cotidiana, sobre todo mis interacciones con otras personas. Finalmente, comprendí que la amistad era un proceso delicado y gradual que no hay que acelerar o aferrarse a ella, sino que se le debe no sólo permitir, sino también estimular que tome su curso a su debido tiempo. Me la imaginé como una mariposa, simultáneamente hermosa y frágil, que una vez que vuela pertenece al aire y que cualquier intento por atraparla sólo la destruirá. Recordé de qué manera perdí en el pasado, en el colegio, amigos potenciales porque, al carecer de instinto social, había forzado la amistad, dando una impresión equivocada.
Lituania también me permitió pararme a pensar y adaptarme a mi «disparidad», demostrándome que no tenía por qué ser algo negativo. Como extranjero pude enseñar inglés a mis estudiantes lituanas y explicarles todo tipo de aspectos de la vida en Gran Bretaña. No ser igual que todo el mundo había representado una ventaja positiva para mí en Kaunas, y una oportunidad para ayudar a los demás.
Ahora también dispongo de una base de datos compuesta de amplias y variadas experiencias de la que puedo echar mano de cara a situaciones futuras. Me dio más confianza en mi capacidad de hacer frente a cualquier dificultad que la vida me ponga por delante. El futuro había dejado de asustarme. En mi nuevo y diminuto dormitorio en casa me sentí más libre que nunca.
Como voluntario de regreso, podía optar a una subvención por haber finalizado el servicio, para lo cual debía escribir acerca de mi experiencia en Lituania y lo que había aprendido mientras estuve allí. Envié todos los formularios y esperé. Mientras tanto, encontré trabajo como profesor particular, ayudando a los niños del barrio con su lectura, redacciones y aritmética. Varios meses después de haber echado la instancia recibí finalmente la subvención a principios del 2000. La cantidad era suficiente para comprarme un ordenador; un sueño hecho realidad para mí y el primero en el seno de la familia. Una vez que llegó y lo desempaqueté, me costó un tiempo, con la ayuda de mis hermanos y mi padre, montarlo y que funcionase. Por primera vez podía acceder a Internet, y disfrutar de la enorme cantidad de información que ahora estaba disponible para mí a un golpe de ratón: enciclopedias en línea, diccionarios, listas de curiosidades y puzles de números y letras… Todo estaba allí. También servicios de mensajería y canales de charla.
Para quienes tienen autismo, hay algo emocionante y tranquilizador en el hecho de comunicarse con otras personas a través de Internet. En primer lugar, para hablar por los canales de charla —los chats— y para enviar correos electrónicos no se necesita saber ni cómo empezar una conversación, ni cuándo sonreír, ni las numerosas sutilidades del lenguaje corporal, como sucede en las situaciones sociales. No hay contacto visual y es posible comprender todas las palabras del interlocutor porque todo está escrito. El uso de «emoticonos», como :-) y :-([2], en las conversaciones de los chats también hace que sea más fácil saber cómo se está sintiendo la otra persona, porque nos lo dice de manera simple y visual.
Conocí a Neil en la red en el otoño del 2000. Es programador informático, por lo que utiliza los ordenadores a diario. Al igual que yo, Neil es muy tímido y descubrió que Internet le ayudaba a conocer gente nueva y a hacer amigos. Casi de inmediato empezamos a intercambiar correos electrónicos diariamente, escribiendo sobre todo tipo de asuntos, desde los títulos de nuestras canciones favoritas hasta nuestras esperanzas y sueños de futuro. Teníamos muchas cosas en común y no pasó mucho tiempo antes de que me sugiriese que intercambiásemos fotos y números de teléfono. Neil era muy guapo: alto y delgado, con el cabello oscuro y unos luminosos ojos azules, y cuando hablé con él por teléfono siempre se mostró muy paciente, educado y encantado de llevar la conversación. Tenía casi la misma edad que yo, veinticuatro, y vivía y trabajaba en Kent, no lejos de mi casa en Londres. Cuanto más sabía de él, más recuerdo haber pensado para mí mismo: «He encontrado a mi alma gemela».
Enamorarse no se parece a nada más; no hay una manera correcta o equivocada de enamorarse de otra persona, no hay una ecuación matemática para el amor y la relación perfecta. Emociones que no había experimentado en los años transcurridos desde mi enamoramiento adolescente se hicieron repentinamente muy patentes durante momento largos y persistentes, tanto que dolían. No podía dejar de pensar en Neil, por mucho que lo intentase, y me era difícil incluso comer y dormir bien. No obstante, cuando en un correo electrónico me preguntó, a principios del 2001, si nos podíamos conocer, dudé.
¿Y si el encuentro fracasaba? ¿Y si hacía o decía algo que lo fastidiara? ¿Era yo alguien a quien se pudiera amar? No lo sabía.
Antes de poder contestar a Neil, decidí hablarles a mis padres de él, lo que significaba ponerlos al corriente de la verdad sobre mí. Aquella tarde la casa estaba tranquila; mis hermanos y hermanas jugaban fuera o arriba, en sus habitaciones, mientras que mis padres se hallaban en la sala de estar, mirando la televisión. Había ensayado muchas veces lo que quería decirles, pero al entrar en el cuarto sentí una punzada en el estómago porque no tenía ni idea acerca de cuál sería su reacción y a mí no me gustaban las situaciones en las que podía suceder cualquier cosa, porque me mareaba y sentía náuseas. Como quería que me escuchasen atentamente, me dirigí al televisor y lo apagué. Mi padre empezó a quejarse, pero mi madre se limitó a mirarme y a esperar que hablase. Abrí los labios y oí mi voz —tranquila y quebrada— explicándoles que era gay y que había conocido a alguien que me gustaba mucho. Se hizo un breve silencio cuando ambos no dijeron nada y simplemente se me quedaron mirando. A continuación mi madre me dijo que eso no tenía por qué ser un problema y que deseaba que yo fuese feliz. La reacción de mi padre también fue positiva, ya que me dijo que esperaba que encontrase a alguien a quien amase y que también me amase a mí. Yo también lo esperaba.
A la semana siguiente accedí a conocer a Neil. Una fría mañana de enero le esperé fuera de casa, envuelto en un buen abrigo, con gorro y guantes. Justo antes de que diesen las diez aparcó su coche y se bajó de él. Las primeras palabras que me dirigió mientras me estrechaba la mano fueron: «Tu foto no te hace justicia». Sonreí, aunque no entendí la frase. Neil sugirió llevarme a pasar el día a su casa, en Kent, así que me senté en el asiento del pasajero y partimos. Fue un viaje peculiar. Tras unos minutos charlando se quedó en silencio y yo no supe cómo reiniciar la conversación, por lo que me quedé allí sentado. Me sentía muy nervioso y pensé: «No le gusto». Tardamos una hora en llegar a casa de Neil, en Ashford, una población con mercado en el centro de Kent. Justo entonces, se inclinó sobre su asiento y sacó de detrás un precioso ramo de flores, que me alargó. Así que al fin y al cabo sí que le gustaba.
La casa de Neil formaba parte de un conjunto residencial de reciente construcción; se hallaba rodeada de otras casas de aspecto idéntico y con un parquecito cercano que tenía un estanque, columpios y un carrusel. Las paredes de la casa tenían un papel de rayas y en el suelo había moqueta roja, así como un gato blanco y negro de nombre Jay. Me arrodillé, le acaricié la cabeza y empezó a ronronear. Neil me condujo a la sala de estar, nos sentamos en extremos opuestos del sofá y comenzamos a charlar. Al cabo de un rato me preguntó si me gustaría escuchar música. Poco a poco, inconscientemente, nos fuimos acercando cada vez más en el sofá, hasta que Neil me tuvo en sus brazos y yo descansé la cabeza en su hombro y cerré los ojos, escuchando la música. Poco después nos besamos. Decidimos allí mismo que estábamos hechos el uno para el otro. Era el principio de algo importante.
A Neil no le costó aceptarme tal y como yo era. A él también le habían acosado en el colegio y sabía lo que era ser diferente de los demás. Al ser también un chico casero no le importó que yo prefiriese la tranquilidad y seguridad del hogar a la conmoción de los pubs y clubs. Y lo más importante de todo, él —como yo— había llegado a una encrucijada en su vida y no tenía claro por dónde tirar. Gracias a nuestro encuentro casual en Internet, ambos descubrimos, para nuestra mutua sorpresa y alegría, eso que nos había faltado en la vida: el amor.
Durante las siguientes semanas continuamos enviándonos correos electrónicos a diario y hablando regularmente por teléfono. Siempre que podía, Neil venía a verme. Seis meses después de nuestro primer encuentro, tras hablarlo mucho, decidí trasladarme a Kent para estar con él. Un día entré en la cocina y le dije a mi madre de manera prosaica: «Me voy de casa». Mis padres se alegraron mucho por mí, pero también se preocuparon: ¿cómo me las arreglaría en una relación, con todos los altibajos y responsabilidades que implica? Lo que importaba en aquel momento eran las cosas que para mí eran totalmente ciertas: que Neil era una persona muy especial, que yo nunca había sentido por nadie más lo que sentía por él, que nos queríamos mucho y que deseábamos estar juntos.
Los primeros meses tras el traslado no siempre fueron fáciles. Vivir de un único salario significaba que debíamos tener mucho cuidado con los gastos. Pasarían más de dos años y medio antes de que pudiésemos pasar juntos nuestras primeras vacaciones. Durante el día, mientras Neil trabajaba en su oficina, cerca de Ramsgate, yo hacía las tareas del hogar y por las noches cocinaba. También escribí a todas las bibliotecas de la zona preguntando si había vacantes, ya que deseaba trabajar y contribuir todo lo posible a los gastos de la casa. Una mañana recibí una carta que me comunicaba que había sido seleccionado para celebrar una entrevista en la oficina de una biblioteca de libros nuevos, ordenados y organizados para ser expuestos. El día de la entrevista, Neil me prestó una de sus corbatas y me la puso; también me escribió las instrucciones sobre el viaje en autobús hasta la dirección que aparecía en la carta. Aunque me perdí por varios edificios en busca de la biblioteca, finalmente conseguí llegar a la entrevista con la ayuda de un empleado que me condujo hasta la puerta adecuada.
Allí había un panel de tres entrevistadores. Cuando una de ellos empezó a hablar, me fijé en que no tenía acento inglés y le pregunté de dónde era. Cuando me dijo que era originaria de Finlandia, un país sobre el que leí mucho de pequeño en la biblioteca, empecé a hablar sin parar de lo que sabía acerca de su país e incluso hablé un poco de finlandés con ella. La entrevista no se prolongó mucho (lo que me pareció buena señal) y me sentí muy emocionado al salir de la habitación; después de todo, había recordado mantener el contacto visual, iba bien vestido y había sido simpático. Me sentí destrozado cuando días más tarde recibí una llamada telefónica en la que me comunicaban que no me habían elegido para el puesto. A lo largo de los meses siguientes fueron rechazadas o no contestadas numerosas peticiones de empleo, muy detalladas y escritas a mano, en otras bibliotecas, escuelas y universidades.
Por desgracia, mi experiencia es bastante común. Unos estudios realizados en el 2001 por la Sociedad Autista Nacional de Gran Bretaña indicaron que sólo el 12% de quienes tienen autismo de elevado nivel funcional o síndrome de Asperger cuentan con trabajos a tiempo completo. Por el contrario, el 49% de las personas con otras incapacidades y el 81% de quienes no están discapacitados tenían empleo en el 2003, según la Oficina Estadística Nacional. Existen varias razones para tal disparidad. Las personas con un trastorno autista suelen tener problemas acerca de las oportunidades de empleo o de comprender el confuso lenguaje que suele aparecer en los anuncios de trabajos. Las entrevistas de selección requieren capacidades de comunicación y de interacción social, que son precisamente las áreas en las que alguien con autismo tiene dificultades. Los folletos de información sobre empleo de la Sociedad Autista Nacional sugieren una prueba en lugar de una entrevista formal como alternativa justa. Las preguntas que se hacen en una entrevista también pueden resultar difíciles de comprender y de responder adecuadamente. Varias de las que me hicieron en mi entrevista trataban de situaciones hipotéticas, que me resultaron difíciles de imaginar y a las que hube de responder con brevedad. Sería mucho mejor si estuviesen basadas en experiencias pasadas reales que demostrasen lo que esa persona ya sabe.
Quienes están dentro del espectro autista pueden aportar muchos beneficios a un trabajo en una empresa u organización: fiabilidad, honradez, elevado nivel de precisión, una considerable minuciosidad y un buen manejo de datos y cifras. Las empresas que emplean a personas con autismo/Asperger ayudan a aumentar la diversidad entre su personal, mientras que los jefes con empleados autistas suelen descubrir que aprenden a comunicarse con todo su equipo de manera más eficaz.
La escasez económica no fue un problema insuperable para nosotros. Neil siempre me animó y apoyó: me tranquilizaba cuando me sentía frustrado o triste y me animaba a pensar positivamente acerca del futuro. En las Navidades del 2001 conocí a sus padres y a su familia. Yo estaba muy nervioso, pero Neil no dejó de repetirme que no tenía nada de lo que preocuparme. Fuimos hasta casa de sus padres, no lejos de la nuestra, y al abrir la puerta nos recibió su madre, que me invitó a pasar y me presentó al resto de los miembros de la familia de Neil: el padre, el hermano, la cuñada y la sobrina pequeña. Todo el mundo estaba contento y yo me sentí tranquilo y feliz. La comida fue abundante y sabrosa, y estuvo seguida de un intercambio de tarjetas y regalos. Al día siguiente, Neil nos llevó hasta Londres para visitar a mi familia, pues en esta ocasión le tocaba a él conocer a mis padres, hermanos y hermanas, que estaban deseando conocerle. El apoyo por parte de ambas familias significó mucho tanto para Neil como para mí mismo.
El verano siguiente nos trasladamos a un pueblecito rural y costero, Herne Bay, cerca de la histórica ciudad de Canterbury. Trasladarse de casa siempre es una experiencia estresante en la vida de una persona, y para mí no fue diferente. Las primeras semanas después de empezar a vivir en nuestro nuevo hogar fueron muy molestas, con muebles, pintura y cajas por toda la casa y pocas oportunidades para descansar y relajarse. Cuando Neil estaba ocupado con algo práctico, yo ayudaba preparando la comida y el té, y buscando por la casa todo aquello que él necesitaba. Eso me ayudaba a olvidar la ansiedad que experimentaba, centrándome en lo que podía hacer en lugar de preocuparme por lo que no podía. Era muy emocionante presenciar la transformación de una casa en un hogar.
Me sentía muy afortunado al contar con un grupito de buenos amigos. Gracias al correo electrónico podía mantenerme en contacto regular o irregular con amigos distantes, como Rehan y Birute. Las amistades más recientes han sido en cierto modo «accidentales», como maravillosos regalos sorpresa. Por ejemplo, uno de mis mejores amigos actuales (Ian) fue vecino de la infancia de Neil. Un día, poco después de que nos trasladásemos a Herne Bay, recibimos una postal de él reexpedida por los padres de Neil. Ian y Neil no se habían visto en quince años y, sin embargo, cuando le invitamos una noche, fue como si nunca se hubiesen separado. No tardamos en enterarnos de que yo tenía varias cosas en común con Ian, como nuestro amor por los libros y la historia, y desde entonces fuimos buenos amigos.
Es una maravilla cuando descubro que algunas de mis habilidades pueden ser de utilidad para mis amigos. Cuando Ian se casó hace poco con una rumana, me pidió que le ayudase a abordar la cuestión de aprender algo de la lengua materna de su esposa. A cambio, me lleva a jugar al golf los fines de semana. No soy buen jugador, aunque mi lanzamiento no está nada mal. A veces Ian se rasca la cabeza cuando me ve caminar hacia atrás en el green entre mi bola y el hoyo. Lo que hago es sentir la forma en que el terreno se mueve bajo mis pies; así me hago una idea de la manera en que se moverá la bola cuando la golpee. A mí me funciona.
Nuestras amistades son conscientes de mi Asperger e intentan, siempre que resulte posible, asegurarse de que me encuentre a gusto en cualquier situación social que comparta con ellos. A menudo suelen organizar reuniones que saben que me gustan tanto como a ellos. Cada año, Neil y otros amigos hacen que Ian organice una «búsqueda del tesoro» con su club de coches «Mini» y me invitan a participar. A cada equipo se le da una lista de pistas y preguntas que se van solucionando al conducir hasta determinados lugares señalados en un mapa, donde se halla la respuesta. Por ejemplo, una pista puede decir: «Alojamiento de equinos jóvenes», cuya respuesta aparecerá revelada tras llegar a un pub llamado Colt’s House (Dehesa potril). Mientras Ian conduce, Neil va leyendo las indicaciones y yo ayudo a encontrar y desentrañar las respuestas a las preguntas. Es estupendo poder hacer algo en lo que todo el mundo disfruta por diferentes razones.
Siempre que visitamos a Ian y a su esposa Elaine (o al otro Ian y a su esposa Ana) solemos jugar después de cenar, a las cartas o al Trivial. Neil dice que es de buena educación dejar ganar a tus anfitriones, pero yo no lo comprendo. ¿Por qué no contestar a una pregunta cuya respuesta sabes?
Me encantan los acertijos y disfruto mirando programas de televisión como ¿Quiere ser millonario? Por lo general, conozco la respuesta a la mayoría de las preguntas, pero tengo mis puntos débiles, como deportes y novelas de ficción. Mis preguntas favoritas son las que incluyen fechas («¿Qué año se celebró el Campeonato Mundial de Snooker en el Crucible Theatre?». Respuesta: «1977»), o cronología («Coloque estos cuatro acontecimientos históricos en el orden en que tuvieron lugar»).
Poco después de mi traslado a Herne Bay, Neil y yo decidimos trabajar juntos en una idea que se me había ocurrido: crear un sitio web educativo, con cursos en la red para estudiantes de idiomas. Neil, con su trabajo informático, se ocupaba de todos los detalles técnicos, mientras que yo escribía el contenido de la página y los cursos. Tras pensar un poco en ello, elegí el nombre de «Optimnem» para el sitio, a partir de Mnemosine, la inventora de las palabras y el lenguaje en la mitología griega. Los estudiantes recibían cada lección por correo electrónico, junto con audioclips grabados por hablantes nativos, muchos ejemplos escritos acerca del idioma, y ejercicios para ayudar a practicar y revisar cada paso. Al crear cada uno de los cursos tuve que echar mano de mi experiencia como profesor en Lituania y como tutor a fin de poder concentrarme en las partes del aprendizaje de lenguas que suele costarle más a la gente. Quería crear cursos que reflejasen mis propias experiencias personales como estudiante autista. Por esas razones, cada uno de ellos consta de «trozos» de información fácilmente asimilables. Las lecciones evitan lenguaje técnico del tipo «nominativo» y «genitivo» o «conjugación verbal», y en lugar de ello intentan explicar cómo cambian las palabras, dependiendo por ejemplo de su situación en una frase, mediante un lenguaje sencillo y claro. Utilizar muchos ejercicios escritos también significa que los estudiantes pueden ver el funcionamiento del idioma en varias situaciones diferentes; resulta más fácil recordar vocabulario nuevo cuando se presenta visualmente y en un contexto. Lanzamos la página web en septiembre del 2002 y fue un éxito, con miles de estudiantes de todas las edades y de todo el mundo, y millones de visitas. Optimnem está ahora en su cuarto año y es miembro de la Red Nacional de Aprendizaje de Gran Bretaña, un portal financiado por el gobierno que proporciona «la entrada a un valioso contenido educativo en Internet».
El éxito de la página web significó que yo ya trabajaba y ganaba dinero, algo de lo que me sentí orgulloso e ilusionado. También estaba la ventaja de poder trabajar en casa, que es estupendo para mí a causa de la ansiedad que puedo llegar a sentir cuando me hallo en un entorno que no puedo controlar y en el que no me encuentro a gusto. Estoy encantado de ser autónomo, aunque, claro está, no es una elección fácil y puede ser muy difícil llegar a ser económicamente independiente.
Neil también trabaja en casa, y sólo tiene que desplazarse a su oficina de Ramsgate una vez a la semana. En un típico día de trabajo, me siento frente a mi ordenador en la mesa de la cocina, en la parte de atrás de la casa, con una hermosa vista del jardín; Neil trabaja en el despacho (un dormitorio reformado) que tenemos arriba. Si necesito algún consejo acerca de algo relacionado con el sitio web, sólo tengo que subir las escaleras y preguntárselo. Vernos tanto es muy bueno, aunque sé que no funciona en todas las relaciones. Comemos juntos y charlamos mientras tomamos unos bocadillos o una sopa, que yo mismo preparo. A Neil le gusta compartir de vez en cuando mis obsesivas rutinas cotidianas: tomar el té conmigo a la misma hora cada día, por ejemplo. Después de trabajar, preparamos juntos la cena, lo que nos da la oportunidad de relajarnos y pensar en otras cosas.
Siempre me han gustado los animales, desde mi fascinación infantil por las mariquitas hasta los programas sobre fauna en la televisión. Creo que una razón de ello es que suelen ser más pacientes y tolerantes que muchas personas. Desde que me fui a vivir con Neil he pasado muchos ratos con su gata, Jay. Por entonces tenía menos de dos años y era muy distante; prefería pasar su tiempo sola, recorriendo los jardines del vecindario y refunfuñando siempre que Neil trataba de acariciarla o agarrarla. En esa época, Neil solía trabajar en la oficina y estaba fuera de casa casi todo el día. Antes de mi llegada, Jay había pasado sola muchas horas durante sus primeros años de vida. Debió de ser toda una sorpresa para ella y también una conmoción ver que ahora tenía compañía durante todo el día. Al principio no intenté tomarla ni acercarme a ella, porque sabía que era muy cautelosa y que no estaba acostumbrada a la gente. Por tanto, esperé a que despertase su curiosidad natural y no tardó en acercarse tímidamente a mí cuando me hallaba sentado en la sala de estar, husmeándome los pies y las manos si los ponía a su altura para frotarse la nariz en ellos. Con el tiempo, Jay empezó a pasar cada vez más ratos en casa. Cuando entraba, me arrodillaba hasta poner mi rostro a su altura, y lentamente extendía la mano alrededor de su cabeza y la acariciaba de la misma manera que la había visto limpiarse el pelo del lomo con la lengua. Luego comenzaba a ronronear, y abría y cerraba los ojos somnolienta, y entonces yo sabía que me había ganado su afecto.
Jay era una gata muy lista y sensible. A veces me tendía en el suelo para que ella se sentase en mi pecho o estómago y echase una cabezada. Antes de sentarse me daba unos amables golpecitos con las garras. Se trata de un comportamiento normal en los gatos, conocido como «hollar» o «remar» y se cree que indica satisfacción. Las razones de ese comportamiento no están claras, aunque la acción imita la forma en que un gatito utiliza sus garras para estimular el flujo de leche de la teta de su madre. Una vez que Jay se sentaba encima de mí, yo cerraba los ojos y respiraba más despacio, para que creyese que también dormía. Entonces se sentía segura, porque sabía que yo no iba a realizar ningún movimiento brusco, y se relajaba. Solía llevar jerséis gruesos y ásperos, incluso cuando hacía calor, porque sabía que Jay prefería su textura a la de las camisetas y otras prendas.
A pesar de todo su afecto, a veces Jay se mostraba distante e indiferente respecto a nosotros, sobre todo con Neil, algo que yo sabía que le molestaba enormemente. Le sugerí que tal vez necesitaba un compañero, otro gato con el que interactuar de manera regular. Yo tenía la esperanza de que Jay aprendería a ser más sociable y que sería más accesible. Leímos los anuncios en el periódico local y encontramos uno del dueño de una gata que había tenido gatitos hacía poco. Telefoneamos y concertamos una cita para ir a verlos. Cuando al día siguiente llegamos a la casa, nos dijeron que ya habían vendido varios y que quedaban sólo unos pocos. Señalé uno, una gatita diminuta, tímida y negra, y me dijeron que nadie había mostrado ningún interés en ella, porque era negra. Acordamos rápidamente llevarla a casa con nosotros y le pusimos el nombre de Moomin. Al principio, como cabía esperar, Jay no acababa de ver claro el papel de su nueva hermana, y le bufaba y gruñía en cuanto tenía oportunidad. Sin embargo, con el paso del tiempo dejó de hacerlo y empezó a mostrarse más tolerante con su presencia. Lo que resultó más alentador fue su gradual pero definitivo cambio de humor: se tornó mucho más afectuosa, deseosa de que la tomasen en brazos, y mucho más feliz, con largos y sonoros ronroneos y ganas de jugar con Moomin y con nosotros. Siempre que nos veía lanzaba un delicioso sonido «brrrp» a lo cual yo contestaba poniéndome a su altura y frotando mi cara contra el pelo de la suya.
En el verano del 2004 celebramos el quinto cumpleaños de Jay, ofreciéndole un banquete y algunos juguetes. No obstante, su apetito y energía parecían haber disminuido, lo que achacamos al calor que hacía. Solía sentarse o dormir debajo de una cama, una mesa o el toallero del baño. Yo comprendía muy bien ese comportamiento porque de niño también me metía debajo de la cama o de una mesa para calmarme y sosegarme. Pero Jay comenzó a hacerlo cada vez más, apartándose de nosotros. Luego llegó la enfermedad. Vomitaba a menudo, pero sólo líquido. Al principio fue una molestia, pero luego nos empezó a preocupar. Había perdido peso y caminaba lentamente por casa. Neil la llevó al veterinario, donde se quedó para hacerle unos análisis y pruebas. Nos dijeron que Jay padecía una infección hepática, algo muy raro en una gata tan joven, y que debía quedarse allí unos días para ser sometida a tratamiento. Llamábamos cada día para enterarnos de su estado, y se nos dijo que permanecía estable. Más tarde, una semana después de haberla llevado, recibimos una llamada del veterinario, que nos dijo que Jay no respondía al tratamiento y que tal vez sería buena idea que fuésemos a verla.
Fuimos de inmediato. La recepcionista nos condujo por un estrecho pasillo hasta una habitación tranquila y gris en la parte de atrás del edificio, y luego dijo que debía dejarnos solos unos minutos y desapareció. Ni siquiera entonces me di cuenta de la gravedad de la situación. Nos quedamos en medio de la habitación en silencio y entonces la vimos. Jay seguía tendida, inmóvil, gruñendo débil y repetidamente, sobre una colchoneta blanca y rodeada de tubos de plástico. Me acerqué a ella vacilante, estiré el brazo y la acaricié. Tenía el pelo graso, y estaba delgada y macilenta. De repente, como una ola que golpease una roca invisible, sentí una gran emoción, demasiado intensa para poder contenerla. Tenía el rostro húmedo y supe que estaba llorando. Neil se acercó y la miró, también lloroso. Entró una enfermera y nos dijo que hacía todo lo posible, pero que la enfermedad de Jay era muy rara y grave. Regresamos a casa y volvimos a llorar uno sobre el hombro del otro. Al día siguiente, Neil recibió una llamada que le comunicó el fallecimiento de Jay. Lloramos mucho más en los días siguientes, y la conmoción de perder a alguien tan querido fue repentina y profunda. Fue incinerada y enterramos sus cenizas en el jardín, señalando el lugar con un monumento de piedra, donde se leía: «Jay 1999-2004. Presente en nuestros corazones».
Ninguna relación está exenta de problemas y eso es algo que se hace especialmente evidente cuando una de las dos personas padece un trastorno autista. No obstante, creo que para el éxito de cualquier relación importa más el amor que el hecho de ser compatibles. Cuando quieres a alguien, todo es virtualmente posible.
Se dan situaciones aparentemente triviales, como que se caiga una cuchara al suelo mientras se lavan los platos cuando siento un «colapso» y necesito tiempo para calmarme antes de poder continuar. Incluso puedo llegar a sentirme superado por una pequeña y repentina pérdida de control, sobre todo cuando interfiere con el ritmo de una de mis rutinas. Neil ha aprendido a no intervenir y a dejar pasar ese tipo de situaciones, que no duran mucho, y su paciencia me ayuda enormemente. Gracias a su apoyo y comprensión, esas crisis se han ido espaciando y se han hecho menos frecuentes.
Hay otras situaciones que pueden provocarme elevados niveles de ansiedad, como por ejemplo cuando un amigo o un vecino deciden venir a vernos inesperadamente. Aunque me siento feliz de que vengan, también me noto tenso y algo aturdido, porque significa que debo cambiar el programa que he diseñado en mi cabeza para ese día y alterar mis planes, lo que me perturba. Una vez más, Neil me da confianza y trata de tranquilizarme.
Las situaciones sociales pueden representar graves problemas para mí. Si salimos a comer a un restaurante, prefiero sentarme en una mesa en un rincón o contra la pared, de manera que no me encuentre rodeado de más gente. Durante una de nuestras visitas a un restaurante local, nos hallábamos hablando y comiendo tranquilamente cuando de repente me llegó el olor de un cigarrillo. No acerté a ver de dónde venía y no lo había previsto, lo que me hizo sentir muy inquieto. Neil se da cuenta de ese tipo de situaciones porque ya las ha presenciado en numerosas ocasiones: abandono el contacto visual y me torno monosilábico. No hay remedio, y lo único que podemos hacer es acabar de comer y marcharnos lo antes posible. Me siento afortunado de poder pasar juntos tanto tiempo en casa y de que no necesitemos salir mucho. Cuando lo hacemos, generalmente vamos al cine o a un restaurante tranquilo.
Nuestras conversaciones pueden ser problemáticas a causa de las dificultades de procesamiento auditivo que a veces experimento. Por ejemplo, Neil me dice algo, a lo que asiento o digo «sí» o «vale», pero luego me doy cuenta de que no he entendido lo que me decía. Para él puede llegar a ser muy frustrante perder el tiempo explicándome o contándome algo importante para mí, para acabar dándose cuenta de que no lo he captado. El problema es que no me doy cuenta de que no escucho lo que me dice. Suelo escuchar fragmentos de cada frase, que mi cerebro une automáticamente para encontrar un sentido. No obstante, al perderme palabras clave no acabo de comprender lo que me está diciendo. Asentir y decir cosas como «vale» cuando alguien me habla ha pasado a ser con el tiempo mi manera de permitir que fluya la comunicación entre alguien más y yo, sin que la otra persona tenga que detenerse y repetir continuamente. Aunque esa táctica me funciona la mayor parte del tiempo, me he dado cuenta de que no es apropiada en una relación. En lugar de ello, Neil y yo hemos aprendido a perseverar cuando hablamos entre nosotros. Yo le presto toda mi atención mientras me habla y le hago saber si hay alguna palabra o palabras que deba repetir. De esa manera, ambos podemos estar seguros de que estamos entendiendo perfectamente al otro.
De adolescente odiaba tener que afeitarme. Las cuchillas resbalaban y acababan cortándome la cara mientras me afanaba en mantener sujeta la maquinilla con una mano, sosteniéndome la cabeza con la otra. Solía costarme más de una hora, y acababa con la piel enrojecida e irritada. Resultaba tan incómodo que me rasuraba lo menos posible, a veces incluso durante meses, hasta que mi barba incipiente me irritaba tanto la piel que debía afeitarme. Al final acabé haciéndolo un par de veces al mes, fastidiando a mis hermanos y hermanas al ocupar durante mucho rato el cuarto de baño. Ahora, Neil me afeita cada semana con una maquinilla eléctrica que recorta la barba de manera rápida e indolora.
Ser demasiado sensible a ciertas sensaciones físicas afecta a la manera en que Neil y yo nos expresamos nuestro cariño e intimidad. Por ejemplo, para mí la luz me resulta incómoda —como un dedo tocándome el brazo— y así tuve que explicárselo a Neil a causa de la manera en que me retorcía cuando todo lo que él trataba de hacer era demostrarme su cariño. Por fortuna, no tengo ningún problema para tomarnos de las manos o para que Neil me rodee con el brazo.
Durante los años que llevamos juntos he aprendido muchas cosas de él, así como de la experiencia de amarle y de compartir nuestras vidas. El amor me ha cambiado, abriéndome más a los demás y haciéndome más consciente del mundo que me rodea. También me ha proporcionado más confianza en mí mismo y en mi capacidad de crecer y realizar progresos cada día. Neil forma parte de mi mundo, una parte de lo que me hace ser «yo», y ni por un momento podría imaginarme la vida sin él.